aperturas psicoanalíticas

aperturas psicoanalíticas

revista internacional de psicoanálisis

Número 015 2003 Revista Internacional de Psicoanálisis Aperturas

Concepciones del conflicto en la teoría y la práctica psicoanalíticas

Autor: Smith, Henry F.

Palabras clave

Conflicto, Bromberg, P., Tecnica, Teoria del conflicto.


"Conceptions of conflict in psychoanalytic theory and practice" fue publicado originariamente en Psychoanalytic Quarterly, LXXII, p. 49-96. Copyright 2002 de Analytic Press, Inc. Traducido y publicado con autorización de The Analytic Press, Inc.

Traducción: Marta González Baz
Supervisión: María Elena Boda

 

 

Existen muchas visiones diferentes del conflicto en el psicoanálisis contemporáneo, cada una con sus implicaciones técnicas. Tras revisar los orígenes psicoanalíticos del concepto de conflicto, el autor discute las diversas posiciones de cuatro teóricos norteamericanos del conflicto, cada uno de los cuales ofrece una visión diferente de la localización del conflicto tanto en la mente del paciente como en el material de la sesión analítica. A continuación se examina el papel del conflicto en el trabajo de varios psicoanalistas relacionales. Se propone una tentativa de enfoque hacia la integración.

Introducción

Hubo un tiempo en que el conflicto era universalmente reconocido como el foco característico del psicoanálisis, cuya mejor expresión es probablemente la sucinta definición de E. Kris (1947) del objeto del análisis como “la conducta humana considerada como conflicto” (p. 6). Esto ya no es así.

Casi todas las escuelas psicoanalíticas contemporáneas se refieren al conflicto, pero nunca del mismo modo. Algunos analistas, incluyendo algunos psicólogos del self, se centran principalmente en los defectos, los déficits y las disociaciones –o “escisiones verticales” (Kohut, 1971, p. 176)- considerando al conflicto como un logro evolutivo posterior y, en ciertos casos, un foco posterior para el análisis. Algunos analistas, incluyendo algunos europeos, trabajan con una concepción tópica del conflicto entre una actividad represora y las ideas o afectos que esa actividad relega a un inconsciente aislado. Algunos analistas, incluyendo algunos relacionales, se centran en organizaciones conflictivas del self. Otros, incluyendo los analistas kleinianos, se centran en el conflicto con los objetos internos. En cada uno de estos ejemplos, la localización del conflicto que se examina y los componentes del conflicto son diferentes. No existe un acuerdo sobre qué está en conflicto con qué.

Esto sucede tanto dentro de una misma escuela como entre una escuela y otra. Comparemos el modo en que un analista como Arlow (1969) escucha los temas subyacentes de la fantasía inconsciente mientras que otro, Gray (1986), por ejemplo, utilizando un modelo de la mente similar, se centra en la superficie del trabajo en busca de momentos de interferencia conflictual. Entre los dos enfoques existen diferencias significativas en el foco de atención, la unidad clínica de atención y la naturaleza del proceso inferencial y evidencial; en ambos, se observa el conflicto a diferentes niveles de abstracción y generalización clínica.

Y existen otras complicaciones. Cada vez más hoy en día, vemos el conflicto presentado de tal modo que parece que el foco del analista es el conflicto consciente, el conflicto tal como lo experimenta el paciente, en cuyo caso el término conflicto es meramente un sinónimo de ambivalencia consciente. Al igual que sucede con los diferentes tipos de conflicto, examinados por diferentes escuelas de análisis, los conflictos conscientes e inconscientes reflejan diferentes aspectos de la vida psíquica y se describen en diferentes niveles de abstracción en las teorías que desarrollamos para explicarlos.

Para seguir con esto un momento más, notemos que el conflicto consciente y el conflicto inconsciente pueden detectarse sólo utilizando diferentes procesos inferenciales. Un paciente puede expresar conflicto consciente, o experimentar un conflicto interno que es claramente consciente, pero el conflicto inconsciente o intrapsíquico es una inferencia teórica por parte del analista, basada en una metodología diferente. Esto es, cuando un analista habla de conflicto intrapsíquico, como sucede en el conflicto inconsciente inferido entre los deseos, las defensas y las tendencias autopunitivas de un paciente, los procesos de obtención de datos, establecimiento de inferencias, formulación de hipótesis y su puesta a prueba son diferentes de los que tienen lugar cuando un analista sostiene que el “conflicto es siempre, y sólo, un estado subjetivo de la persona individual” (Stolorow, Brandchaft y Atwood, 1987, p. 88). Tanto el significado de la palabra conflicto como la metodología para comprenderlo son diferentes en cada uno de estos casos. No es que ninguno de los variados significados de la palabra conflicto sea ilegítimo, sino que en el clima actual tienden a mezclarse en un discurso común como si todos estuviéramos hablando el mismo lenguaje, cuando de hecho los componentes del conflicto son a menudo tan poco claros e inconstantes. Estos usos del conflicto crean confusión, especialmente cuanto estamos intentando clasificar las convergencias y divergencias en el mercado actual de los enfoques clínicos. El resultado es una especie de falsa discusión en la cual las semejanzas y diferencias entre los enfoques pueden ser más aparentes que reales.

Llegamos a esta confusión legítimamente, teniendo en cuenta las variadas metodologías que se nos enseñan en nuestros institutos. Y podemos verla representada en nuestra literatura. ¿Es el conflicto inconsciente sólo una invención de la mente del analista, una observación modelada por la teoría del analista? Si no es así, ¿estamos todos nosotros observando el conflicto intrapsíquico pero llamándolo con diferentes nombres? ¿O estamos observando diferentes tipos de conflicto? ¿Pueden integrarse las diferentes perspectivas del conflicto en un modelo común?

El discurso contemporáneo se ha vuelto incluso más caótico por el hecho de que la palabra conflicto no sólo tiene diferentes significados, sino que también se usa con diferentes propósitos. Como ya he sugerido antes, (Smith, 2001 b) hay muchas palabras en nuestro vocabulario –se me vienen a la mente intrapsíquico e interpersonal- que, como banderas patrióticas o apretones de manos secretos, están diseñados para, por su mera mención, establecer linaje, demostrar lealtad y trazar un mapa del territorio. En ocasiones la palabra conflicto se utiliza con propósitos de afiliación, para declarar la lealtad del autor a la “teoría del conflicto”, soporte o no el material clínico tal posición: y en ocasiones es utilizada con el propósito opuesto, para levantar una especie de fondo, deliberadamente o no, en contra del cual el autor pueda definir una alternativa a la teoría del conflicto.

Con estas observaciones en mente, me gustaría comenzar esbozando brevemente los orígenes de la teoría del conflicto en los primeros escritos de Freud para pasar luego a examinar cómo se utiliza el concepto de conflicto en el trabajo de varios teóricos contemporáneos. Mi opinión es que el modo en que los analistas contemplan el conflicto y dónde lo ubican tiene una profunda influencia en la técnica analítica. Me fijaré en algunos ejemplos del grupo al que considero como teóricos del conflicto y, para comparar, en algunos del grupo relacional. Finalmente, me preguntaré si las diferencias pueden reconciliarse en un único modelo de trabajo.

Freud

El 21 de mayo de 1894, Freud (1887-1904) escribió a Fliess proponiéndole cuatro categorías etiológicas de neurosis. Éstas eran: (1) degeneración, (2) senilidad, (3) conflagración (1) y (4) conflicto. De las cuatro, sólo la última ha sobrevivido de forma reconocible hoy en día. “El conflicto”, escribía Freud, “coincide con mi punto de vista de la defensa; comprende los casos de neurosis adquiridas en personas que no son anormales de forma hereditaria”. Y a continuación añadía: “Lo que se rechaza es la sexualidad” (p. 75).

En diciembre de 1895, Freud ya distinguió dos tipos de neurosis: las ideas obsesivas, basadas en “reproches” y la histeria, en cuya “raíz” “se halla siempre el conflicto” (p. 154). Aquí vislumbramos el anuncio de lo que llegaría a ser el modelo estructural, en que las condiciones obsesivas proporcionan una ventana hacia los componentes autocríticos del conflicto y la histeria ilustra el conflicto entre las defensas y los deseos sexuales. Anticipando complejidades posteriores, él también se refería a “ciertos hermosos casos mixtos” (p. 154).

En mayo de 1896, Freud había añadido otro concepto con implicaciones para la elaboración teórica posterior, cuando describió la conciencia como “determinada por un compromiso entre los diferentes poderes psíquicos que entran en conflicto con un otro cuando tiene lugar la represión” (p. 189, cursivas en el original).

Aunque él no utilizaba el término conflicto en su artículo fundamental “La neuropsicosis de defensa” (1894), Freud esbozó varios aspectos del conflicto entre las fuerzas represoras y el contenido reprimido. Aquí encontramos el conflicto entre una idea incompatible y un yo imbuido con juicios morales y actividad defensiva, sirviendo esta última tanto para separar una idea incompatible de su efecto asociado, como para rechazar la idea y el afecto. Varios años más tarde, Freud (1900) describiría los conflictos acerca de impulsos de deseo. Nótese que tanto éstos como otras variaciones sobre los mismos (ver Rangell, 1963) son concepciones del conflicto intrapsíquico desarrollado mucho antes de la teoría estructural. Desde un punto de vista tópico, tal conflicto podía ubicarse en los puntos de censura entre el consciente y el preconsciente y entre el preconsciente y el consciente.

Alrededor de 1900, la utilización por parte de Freud del término defensa había desaparecido, siendo reemplazado durante un tiempo por el uso exclusivo del término represión. Como señala Brenner (1982), durante este periodo Freud creía que la angustia era “consecuencia de una falla de la represión, no el motivo de la represión” (Brenner, 1982, p. 6), como en su concepto posterior de angustia señal. No fue hasta 1926 que Freud les otorgó a la angustia y al conflicto la función en la neurogénesis conceptualizada en el modelo estructural, según el cual el conflicto se localizaba en la interacción entre las tres agencias de la mente: el ello, el yo y el superyó, ahora expulsado de las funciones anteriormente adscritas al yo. En este momento, el término defensa resurgió para incluir un rango mucho más amplio de funciones del yo que la noción tópica de represión. La teoría clínica de la defensa se elaboró más tarde en la monografía de Anna Freud de 1936 y, más adelante, en el modelo de la mente de Brenner (1982), en el que cualquier aspecto del funcionamiento mental podría ser utilizado al servicio de la defensa.

Tópica y estructura

Los psicoanalistas franceses (p. ej. Green, 1999 a) designaron el cambio de la tópica inicial a la visión estructural posterior del conflicto como un cambio del modelo de la primera tópica al de la segunda, enfatizando así la continuidad desde las primeras conceptualizaciones a las posteriores, que en su opinión forman un todo integrado, al modo del diagrama esquemático que Freud (1933) hiciera del cerebro, según el cual las tres agencias se superponen en los tres sistemas tópicos, Inconsciente, Preconsciente y Consciente (p. 78). El contraste entre las terminologías utilizadas en Francia y en los Estados Unidos pone de relieve ciertas diferencias teóricas que han modelado al análisis del conflicto a lo largo de varios continentes.

En Norteamérica, bajo la influencia de la psicología del yo, se ha producido una clara ruptura con el modelo antiguo y las técnicas asociadas con él. El reemplazo de la tópica por el punto de vista estructural fue más claramente defendido por Arlow y Brenner (1964) que sentían que el modelo anterior hacía que los analistas se extraviasen y que los dos eran “incompatibles, es decir, contradictorios en aspectos importantes. Nuestra opinión es que la teoría tópica y la estructural nunca pueden ser intercambiables ni operar conjuntamente” (p. 55). En su descripción de la tarea del analista, podemos ver cómo la hipótesis estructural ha modelado su escucha:

El analista está en posición de estudiar un registro dinámico del funcionamiento mental del paciente. En este registro, el analista determina la contribución concreta realizada por cada uno de los componentes de los conflictos del paciente. El deseo, el displacer, la defensa, los imperativos morales y las consideraciones realistas se representan en grados variados. Las intervenciones del analista sirven para aclararle al paciente el interjuego de estos componentes variados, para indicar qué propósito tiene cada uno y para rastrear sus orígenes hasta sus fuentes. [Arlow y Brenner, 1990, pp. 679-680].

Comparemos esto con el modo en que Green (1999 b) describe su escucha de las comunicaciones del analizando:

Por una parte, intento percibir los conflictos internos que lo habitan y, por otra, lo considero desde el punto de vista de algo dirigido, implícita o explícitamente, a mí. Los conflictos a los que me refiero no incumben a los conflictos dinámicos concretos que emergerían en la interpretación, sino más bien al modo en que el discurso a su vez se aproxima y se aleja de un núcleo de significado, o de un grupo de estos núcleos de significado, que intentan irrumpir en la conciencia. [p. 278]

Cuando Green habla de “núcleos de significado, que intentan irrumpir en la conciencia”, está utilizando una metáfora tópica para describir la escucha del analista. El conflicto del que habla reside justo bajo la superficie del material, en el campo de lo que Freud denominó preconsciente. Como señala Green, sólo más tarde Freud se fijó en los “conflictos dinámicos” del tipo que describen Arlow y Brenner. En la práctica, muchos analistas, creo yo, prestan atención simultáneamente a ambos tipos de conflicto: a lo que reside justo bajo la conciencia, incluyendo las interferencias que impiden su emergencia a la conciencia, y a los conflictos dinámicos o estructurales que puede determinar esas interferencias. Estas dos formas de escucha parecen coexistir de manera bastante compatible a diferentes niveles de abstracción, en la medida en que las dos teorías de las que se derivan no entran en competencia directa la una con la otra.

Entre la posición norteamericana y la continental existe una posición intermedia, formulada por Anna Freud quien, si bien es instrumental al elaborar el análisis psicológico de las defensas, sintió a lo largo de toda su vida que uno podía utilizar el modelo estructural o el tópico en distintas ocasiones, según lo indicase la situación: “Debo decir que en mis escritos nunca he hecho la clara distinción entre los dos que han hecho los escritores recientes, sino que he utilizado uno u otro marco de referencia según me conviniera” (Sandler con A. Freud, 1985, p. 31).

Mi opinión es que cada una de estas conceptualizaciones, el punto de vista meramente estructural del conflicto, la incorporación del modelo tópico y estructural en uno solo y el cambio de un modelo a otro dependiendo de la circunstancia, afectará a las demandas técnicas que se hagan al analista y modelarán la técnica que éste desarrolle.

Ahora me gustaría fijarme en cuatro teóricos del conflicto norteamericanos contemporáneos, todos los cuales han realizado contribuciones importantes al análisis del conflicto: Charles Brenner, Dale Boesky, Paul Gray y Anton Kris. Argumentaré que cada uno de ellos ha ampliado el modelo estructural de diferentes modos y que, aun compartiendo un compromiso teórico fundamental, cada uno ofrece una visión diferente de la localización del conflicto, tanto en la mente del paciente como en el material de la sesión clínica, con las consiguientes implicaciones técnicas diferentes. A continuación, examinaré la visión del conflicto en el trabajo de varios analistas relacionales.

Charles Brenner

En la alteración más radical de la hipótesis estructural en la teoría del conflicto, Brenner (1994 a, 2002) ha eliminado todas las agencias de la mente. En lugar del ello, el yo y el superyó, Brenner ve los componentes del conflicto como (a) deseos o derivados pulsionales, (b) el displacer que provocan en forma tanto de ansiedad como de afecto depresivo, (c) defensas y (d) miedo al castigo o a las tendencias autopunitivas; los cuatro componentes de la formación de compromiso. Esto representa un cambio en la definición y en la localización del conflicto, de las estructuras de la mente “más profundas”, más abstractas, inferidas, a las observaciones más inmediatas y las inferencias menos abstractas acerca de los esfuerzos del paciente por minimizar la ansiedad y el afecto depresivo. Para Brenner, cualquier suceso mental es una formación de compromiso, con contribuciones de cada uno de los cuatro componentes.

Esta visión de la ubicuidad de la formación de compromiso se deriva en parte del trabajo de Waelder (1936) “El principio de la función múltiple”, en el que apunta que “todas las acciones y fantasías individuales” tienen un aspecto o “fase” de ello, yo y superyó (p. 61). Pero el concepto de la mente y el conflicto de Waelder era muy diferente del de Brenner, incluso antes de que Brenner eliminase el concepto de yo. Escribiendo en respuesta a “Inhibición, síntoma y angustia”, de Freud (1926), Waelder consideraba al yo como la unidad “conductora principal” (p. 46) de la psique, a la cual se le presentaban demandas desde cuatro fuentes: el ello, el superyó, la realidad externa y la compulsión a la repetición. En lo que parecería ser una extensión del concepto de angustia señal, Waelder sugería que el yo no se somete pasivamente a las demandas de cada una de estas cuatro “agencias” (p. 46), sino que utiliza cada problema que se le presenta como un desafío para vencer o asimilar la demanda y la agencia de la que deriva. Así, “el principio de función múltiple” se refería a la opinión de Waelder de que todo acto psíquico representa el intento del yo de negociar simultáneamente entre ocho tareas diferentes, las cuatro que le asignan las otras agencias y las cuatro que él se asigna a sí mismo, y en ese sentido todo acto psíquico tiene una “función múltiple”. Puesto que al yo le resultaba imposible satisfacer por igual las ocho demandas, sugería Waelder, “está demostrado que el carácter de cada acto psíquico es un compromiso” (p. 49); y añadía, en una línea más filosófica: “Tal vez esto nos ofrezca una pista para la comprensión de ese sentimiento de contradicción perpetua e insatisfacción que, aparte de la neurosis, es común a todos los seres humanos” (p. 49).

Como señala Brenner (1982), a diferencia de su propia visión de la formación de compromiso, Waelder no consideraba la función múltiple como consecuencia del conflicto psíquico. La noción del yo como unidad conductora principal, negociando demandas de ocho fuentes distintas, es una concepción distinta a la de considerar el ello, el yo y el superyó en una interacción conflictiva perpetua, como lo hizo Brenner en 1982, e incluso difiere más del modelo más reciente de Brenner (1994 a, 2002) en el cual el yo es reemplazado por la persona y las formaciones de compromiso se consideran resultado del conflicto entre los deseos de esa persona, sus defensas y sus tendencias autopunitivas en respuesta a un afecto displacentero.

Es importante recalcar que en la conceptualización de Brenner, el afecto displacentero en forma de ansiedad o afecto depresivo desencadena el conflicto; no es el conflicto el que causa el afecto displacentero. El conflicto del que habla Brenner es el conflicto entre los componentes de una formación de compromiso determinada. Esta distinción se pasa por alto muchas veces.

Normalmente, en el uso cotidiano, en lugar de la ansiedad como causa del conflicto, pensamos en la ansiedad como resultado del conflicto, resultado tanto del conflicto consciente como del fracaso de una defensa contra el conflicto inconsciente. Esta es la posición intuitiva que Freud elaboró en primer lugar cuando pensaba que la ansiedad se debía al fracaso de la represión. Nótese que la ansiedad en este caso es ansiedad consciente, mientras que en la conceptualización posterior de Freud la angustia señal que desencadena el conflicto inconsciente es a su vez inconsciente. Señalo esta distinción para indicar lo lejos que demostraron estar del foco en el conflicto consciente del paciente el modelo posterior de Freud y la elaboración que Brenner hizo del mismo, aun cuando Freud también comenzara sus investigaciones con las manifestaciones del conflicto y su conceptualización experimentadas conscientemente.

En cierto modo, la confusión sobre si la ansiedad es el resultado o la causa del conflicto es inherente en el propio modelo estructural, como resulta evidente cuando preguntamos: ¿Cuál es el origen hipotético de la angustia señal? Brenner (1982) señala que la angustia señal y el afecto depresivo son dirigidos por los derivados de los impulsos que exigen una gratificación o por el miedo al castigo. En otras palabras, el displacer se origina en (y en ese sentido es resultado de) el conflicto entre los derivados de los impulsos o las tendencias autopunitivas y lo que tradicionalmente se denominó el yo. Durante muchos años, esto era lo que se quería decir con conflicto intrapsíquico, cuando el concepto evolucionó de la noción original de Freud (1894) de conflicto entre una idea incompatible y el yo. Pero en la modificación de Brenner es el siguiente paso, es decir, la respuesta a un afecto displacentero en forma de estructura conflictiva convocaba una formación de compromiso con sus componentes disputándose la atención- lo que representa el conflicto que se analiza.

La modificación que Brenner hace del modelo estructural, aunque nos aleja aún más de una atención más limitada al conflicto consciente, tiene el efecto de conceptualizar el conflicto inconsciente en términos de los datos más observables de la sesión clínica. Es más, al hablar de deseos o derivados pulsionales en lugar de pulsiones, Brenner está dejando claro que estamos manejando los deseos específicos de cada persona individual, no una abstracción generalizada denominada pulsión. Una de las dificultades del enfoque antiguo era que tendía a implicar que los deseos estaban en una ubicación (el ello), las defensas en otra (el yo) y los autocastigos en una tercera (el superyó), lo cual dividía la atención del analista. Y también confundía a los pacientes. Yo recuerdo a un hombre que vi en consulta que había pasado muchos años poco fructíferos con un analista reconocido, que supuestamente le había dicho –y aquí el paciente se crecía con orgullo- que tenía un “conflicto ello-superyó”.

Brenner (1986) describe el esfuerzo que hizo para disciplinar su escucha, incluso antes del cambio más reciente en su modelo:

Yo sé que hace años tuve que tomar la decisión muy consciente de escuchar todo lo que el paciente dijera como una formación de compromiso. Permanecer en esa decisión requirió un esfuerzo continuo hasta que finalmente pasó a ser lo fácil y natural, en lugar de lo difícil y antinatural. [p. 40]

El principio de que todo suceso mental es una formación de compromiso compuesta de deseos, defensas y autocastigos, llevado en su justa medida, significa que todos los deseos, maniobras defensivas y autocastigos son en sí mismos formaciones de compromiso compuestas a su vez de los componentes individuales del conflicto. Tal formulación sugiere una visión fundamentalmente alterada de la arquitectura de la mente, una visión que podríamos comparar con los patrones interminablemente repetitivos, conocidos como fractales, que hallamos en el mundo natural (Smith, 1998, 1999). Mientras que esta estructura teórica aparentemente recurrente sin fin les parece penosa a algunos críticos de Brenner (Boesky, 1994), desde un punto de vista técnico, el analista está ahora inmerso en una especie de cascada de compromisos organizados de forma conflictiva. Es seguro que el analista puede retroceder y focalizar en una formación de compromiso por vez, pero no puede evitar la actividad conflictiva interminable de la mente y sus componentes. Las modificaciones de Brenner, por tanto, aun eliminando la terminología más abstracta y simplificando en ese sentido la teoría de la mente, hace considerablemente más compleja la tarea del analista, puesto que éste ya no puede apoyarse en la identificación del ello, yo o superyó funcionando en sus distintos dominios o, lo que es lo mismo, en la identificación y el análisis de una defensa o un deseo sin considerar sus componentes subsidiarios.

El modelo de Brenner ha sido criticado desde numerosos puntos de vista. Además del argumento de que abre el camino a una regresión infinita del tipo que ya he descrito, Boesky ha sugerido que si nos deshacemos de las agencias abstractas, nos quedamos sin modo de hablar de ciertos aspectos del desarrollo:

Una de las ventajas de los términos ello, yo y superyó ha sido que nos ha permitido distinguir artificial pero convenientemente estas organizaciones funcionales a los propósitos de la discusión y la investigación del destino de cada uno de estos tres relevantes componentes funcionales. [Boesky, 1994, p. 512]

La respuesta de Brenner es que lo que sacrificamos en conveniencia lo ganamos en precisión, si pensamos en el desarrollo simplemente en términos del “principio de placer-displacer, los componentes del conflicto y las formaciones de compromiso resultantes” (Brenner, 1994 b, p. 526).

Goldberg (1999) ha sugerido que si todo es una formación de compromiso, el término pierde todo su significado: “Una vez que dices que ‘todo lo es’, también tienes que decir que ‘nada lo es’. Sólo podemos estudiar las diferencias” (p. 400). También se ha argumentado que si consideramos al conflicto como ubicuo, componente de todo suceso mental, el propio concepto de conflicto pierde toda especificidad (p. ej. Schmidt-Hellerau, 2001). De forma similar, Jacobs (2001, 2002) ha sugerido recientemente que mi posición de que la contratransferencia, como formación de compromiso, siempre facilita e interfiere simultáneamente con el trabajo analítico (Smith, 2000) es también confusa por su falta de especificidad.

En mi opinión, decir que el conflicto es ubicuo, o que todo suceso mental es un compromiso, o que toda contratransferencia facilita e interfiere simultáneamente, no es necesariamente más confuso que decir que toda materia está construida de moléculas, átomos y/o partículas subatómicas de diferente tamaño, forma, carga y función en interacción las unas con las otras. Mi analogía no pretende imbuir al modelo de Brenner de un sentimiento de estructura particular que éste no reivindica, sino más bien sugerir que aquí estamos describiendo la arquitectura general de la mente, no las características específicas de cada ejemplo de conflicto, compromiso o contratransferencia. Como sucede con cualquier concepto general, los detalles de cada ejemplo específico son esenciales: cómo un elemento de la tabla periódica es diferente de cualquier otro, cómo un momento conflictivo o una experiencia de contratransferencia funciona de forma distinta a cualquier otra. No obstante, sin un sentimiento subyacente de cómo opera la mente en movimiento tendemos más fácilmente a basarnos en abstracciones reificadas y a obviar la complejidad de los detalles que deberían constituir el foco del trabajo.

Existe un problema epistemológico que surge cuando consideramos que todos los sucesos mentales son formaciones de compromiso. Si los conflictos del analista están incorporados en toda actividad mental, incluyendo no sólo las observaciones que éste hace del paciente, que constituyen la base para sus hipótesis, sino también cómo el analista pone a prueba esas hipótesis, todo el proceso de formular hipótesis y ponerlas a prueba se consideraría como una repetición interminable. En resumen, ¿cómo puede uno saber nada de nada o lograr una adquisición “objetiva” sobre nada si toda observación está totalmente teñida por los deseos, las defensas y los autocastigos del analista, es decir por su subjetividad? Este problema, por supuesto, no se limita a las conceptualizaciones de Brenner.

He sugerido anteriormente (Smith, 1999) que no existe una salida para este circuito subjetivo, un hecho profundamente humillante que, creo yo, ha desempeñado su papel en la modificación de sentimiento de privilegio del analista, la idea de que él/ella está en posición ventajosa:

Desde un punto de vista intersubjetivo, intentamos abandonar nuestro solipsismo reconociendo plenamente la perspectiva que el paciente tiene de nuestra actividad y alcanzando luego algún acuerdo compartido. Desde un punto de vista más objetivista, introducimos datos de lo externo, de nuestras observaciones del paciente, y ponemos esas percepciones a prueba una y otra vez frente a percepciones posteriores para hacer observaciones cada vez más fiables, incluso cuando esa puesta a prueba siga teñida por nuestra subjetividad. [p. 473]

Muchos han sugerido, sin embargo, que no sólo no existe una objetividad absoluta, ni siquiera existen grados relativos de objetividad (Smith, 1999). Lo que tales críticos no tienen en cuenta, en mi opinión, es que, utilizando la teoría de Brenner como ejemplo, decir que todo suceso mental es una formación de compromiso –o que es “irreductiblemente subjetivo” como ha propuesto Renik (1993)- no quiere decir, como he señalado más arriba, que todas las formaciones de compromiso sean la misma, o tengan en cuenta consideraciones de la realidad externa del mismo modo, o tengan la misma apreciación del mundo. Como lo expresa Friedman (2002 a):

Creer que dos más dos es igual a cuatro me hace sentir una persona justa, racional, en lugar del hermano ávido que sé que soy, pero es un modo diferente de hacerme sentir justo y racional que el arrojar bombas a los plutócratas. Se deduce que podemos ser más o menos racionales y respetar la realidad en un grado mayor o menor.

Esta combinación de ubicuidad y singularidad invade las críticas sobre otra cuestión, a saber, que la teoría de Brenner no es una teoría de psicopatología. Para citar a Brenner (1982): “No existe una frontera clara que separe lo que es normal de lo que es patológico en la vida psíquica” (p. 150). La distinción entre formaciones de compromiso normales y patológicas, sostiene Brenner, se basa en el grado de dolor e inhibición que sufre el individuo: el factor cuantitativo en el que Freud se apoyaba tan a menudo. La línea divisoria es subjetiva y “arbitraria” (Brenner, 1982, p. 150).

En alguna otra parte (Smith, 1995) he sugerido que existe una contradicción sutil en la argumentación de Brenner cuando propone que la meta del análisis es alcanzar “una alteración que tenga como resultado una formación de compromiso normal en lugar de la patológica que estaba presente con anterioridad” (Brenner, 1994 a, p. 479). La noción de reemplazar una cosa con otra tiene una historia evolutiva en la teoría de la acción terapéutica que comienza con el concepto de hacer consciente lo inconsciente y continúa con la idea de “donde estaba el ello, estará el yo” (Freud, 1933, p. 89), otro concepto de “reemplazo” del que Brenner ha dicho que es confuso. En este caso, puesto que ya nos ha convencido de que no hay nada que distinga las formaciones de compromiso normales de las patológicas, excepto lo bien que funcionen, es igualmente confuso, creo yo, pensar en las formaciones de compromiso como entidades que puede ser reemplazadas en lugar de modificadas. Esta es claramente la pretensión del principal argumento de Brenner. Si las formaciones de compromiso existen en un continuo sin diferencia dinámica entre lo que es normal y lo que es patológico, parece que podríamos prescindir de los términos formación de compromiso normal y formación de compromiso patológica, puesto que no cuadran lo suficientemente bien con los datos clínicos como para calificarlas de entidades separadas y no cuadran con la realidad de que el análisis de los propios conflictos y formaciones de compromiso nunca está completo, ni para el paciente ni para el analista. La teoría contemporánea del conflicto, tal como la elabora Brenner, es en realidad una teoría de la mente y de la técnica, no una teoría de la psicopatología.

Notemos, no obstante, que esto es igual de cierto para cualquier otro enfoque clínico contemporáneo. A diferencia de la importancia de la visión anterior de que un recuerdo particular o una fantasía inconsciente específica podía considerarse patológica o patogénica en sí misma (hasta que fuera, como un cuerpo extraño, erradicada y resuelta mediante el análisis), siempre que examinemos pruebas clínicas en el análisis contemporáneo, tenemos muy pocas teorías de psicopatología, o para el caso, de patogénesis, que distingan lo normal de lo patológico sobre una base cualitativa. Si las rupturas empáticas y las malas sintonizaciones son los datos en que nos fijamos, los encontramos en todos los análisis y en todas las historias evolutivas; o si los marcadores evolutivos que examinamos en las historias de nuestros pacientes y las lentes clínicas a través de las que vemos nuestras asociaciones son las identificaciones proyectivas o los cambios de la posición esquizoparanoide a la posición depresiva, una vez más, éstas son ubicuas. Como sucede con la formación de compromiso, la línea entre lo normal y lo patológico en cada uno de estos enfoques es un juicio arbitrario y subjetivo. A cada momento, nuestros enfoques clínicos y los datos que arrojan silencian nuestras teorías de psicopatología o las reducen a consideraciones cuantitativas.

Volviendo a Brenner, no hay, por supuesto, razón por la que no se pueda retroceder y echar un vistazo más amplio a la historia y el desarrollo del paciente basándose en el modo en que las formaciones de compromiso se han desarrollado y han cambiado a lo largo del tiempo, pero analizar los componentes de una formación de compromiso determinada o de un momento conflictual concreto es, desde un punto de vista técnico, relativamente contrario a la historia y al desarrollo. Esta es la consecuencia técnica de la posición de Brenner. Sin un modo objetivo de determinar lo que es patológico y lo que no, se favorece que el analista siga analizando los componentes individuales de cada formación de compromiso y que deje que el análisis siga su curso.

Dale Boesky

Boesky ha seguido en lo principal las opiniones de Brenner en materia de conflicto, aunque introduciendo varios esclarecimientos y modificaciones propias. En una presentación reciente, por ejemplo, Boesky (2000) sostiene, satisfactoriamente en mi opinión, que es engañoso equiparar el término intrapsíquico con un punto de vista unipersonal y el término interpersonal con un punto de vista bipersonal: “Es posible describir tanto los sucesos unipersonales como los bipersonales en un marco de referencia intrapsíquico o interpersonal”.

Boesky define el dominio intrapsíquico de forma operacional. Defendiendo una lectura especialmente cercana de las asociaciones del paciente, dice: “Es este uso de las asociaciones del paciente el que tengo en mente cuando me refiero al dominio intrapsíquico” (2000). Aquí el dominio intrapsíquico no se define como un lugar para la experiencia interna ni una condición para la misma, sino más bien como un aspecto de la metodología del analista, de su “uso de las asociaciones del paciente”. El uso al que Boesky se refiere fue quizá mejor esclarecido por Arlow (1979), cuando recomendaba prestar atención en las asociaciones del paciente al contexto, la contigüidad, la forma, la secuencia y la repetición y convergencia de temas, incluyendo la repetición de semejanzas y opuestos.

Boesky (2000) describe la observación del conflicto inconsciente en dos niveles diferentes de abstracción (2). Aunque conserva un lugar en su teoría para la interacción del ello, el yo y el superyó como componentes de la formación de compromiso, Boesky sugiere que lo que “encontramos clínicamente son conflictos entre deseos… p. ej. el deseo de ser asertivo y el deseo de ser modesto”. Esta observación reconcilia un problema conceptual. Como Boesky nos recuerda, en los años anteriores se decía que el conflicto se originaba en la oposición entre el yo y el ello y “hablar del ello deseando algo era una imposibilidad lógica puesto que el ello carecía de contenidos mentales”. (Véase también Schur, 1966). Incluso hablar de un conflicto entre el yo y un deseo o derivado pulsional, como hizo Brenner en 1982, presentaba un problema conceptual, puesto que el yo está localizado en un nivel de abstracción y los deseos o derivados pulsionales están en otro. Cuando Brenner eliminó la noción reificada de un yo, junto con las otras agencias abstractas de la mente, se resolvió el problema de niveles mixtos de abstracción. Boesky, por otra parte, resuelve la dificultad cambiando el locus del conflicto a deseos en competición en su escucha clínica, aunque conserva los conceptos de yo, ello y superyó en su teorización.

Al hacer este cambio a los deseos en conflicto, Boesky ya avanza otra tendencia en el psicoanálisis contemporáneo, como lo hizo Brenner con anterioridad, hacia la agencia más activa del paciente y más cercana a la experiencia. El lenguaje de los deseos en conflicto se siente más próximo a la experiencia subjetiva del paciente que los componentes de la formación de compromiso. Boesky no está solo en la defensa de este cambio. También la escuchamos en el trabajo de Renik (2000) que, pese a toda la atención postmoderna que ha cosechado, sigue firmemente basado en la teoría contemporánea del conflicto. Me gustaría sugerir que, independientemente de lo eficaz que sea esta herramienta clínica, al localizar nuestra escucha en el campo de los deseos en conflicto, Boesky tiende a cambiar nuestra comprensión no sólo de la técnica del analista sino de la naturaleza del conflicto que está analizando. Permitan que intente explicarme.

Brenner apuntaba en La mente en conflicto (1982) que “independientemente de lo dispares que sean sus objetivos, los deseos que se originan en las pulsiones pueden ser gratificados sucesiva o incluso simultáneamente sin conflicto” (p. 33). La única excepción se produce cuando un derivado pulsional (o deseo (3)) se está defendiendo de otro. Al focalizar en los deseos en conflicto, entonces, parecería que Boesky (2000) está desplazando el foco de la investigación a la actividad defensiva de la mente. Podemos verlo en el ejemplo que ofrece, “el deseo de ser asertivo y el deseo de ser modesto”, que traduce el componente defensivo de la modestia en forma de deseo. Si con ello traduce una maniobra defensiva inconsciente en un deseo consciente o preconsciente, puede atraer el sentimiento de agencia del paciente y cambiar la búsqueda a un punto más cercano a la experiencia consciente del paciente que la cascada de formaciones de compromiso que se acumulan tras la experiencia de deseo de éste.

Para concordar con este enfoque, el analista tendría que traducir todos los componentes del conflicto en componentes de deseo –tarea no demasiado difícil- enmarcando también como deseos no sólo los componentes defensivos de la formación de compromiso, sino también los autopunitivos. Mientras que “el deseo de ser modesto” es un ejemplo de los primeros, el deseo de aliviar la culpa, o más directamente, de sufrir variadas formas de dolor e inhibición, sería un ejemplo de estos últimos. Es más, como ya he señalado, si fuéramos a deconstruir cualquier deseo individual, veríamos que cada uno es una formación de compromiso en sí mismo: el deseo de ser modesto, por ejemplo, no sólo deriva de las satisfacciones defensivas de la evitación del castigo por la asertividad, sino también del deseo de placer proporcionado por las gratificaciones más pasivas y masoquistas (autopunitivas). Con ello, estaríamos comparando inevitablemente deseos de diferentes tipos: deseos inconscientes, por ejemplo, entrando en conflicto con otros más conscientes.

Focalizar en el nivel de deseos en competición, por tanto, alienta al analista a trabajar en lo que antes se designaba tópicamente como la zona preconsciente o, como lo expresa Gardner (1983), “al borde de la conciencia” (p. 14), y tiende a alejarlo de la cascada de componentes conflictivos que se encuentran en el modelo de Brenner. Pero, si hay algún beneficio técnico en la inmediatez, ¿hay también una pérdida? Al focalizar más deliberadamente sobre los deseos en competición, ¿tiene menos probabilidades el analista de extraer todos los datos del material inconsciente que hay detrás de todo compromiso, minimizando así lo que Poland (1992) ha descrito como esencial: “aspirar a lo profundo” (p. 391)?

Digo esto sabiendo que, en cierto modo, me estoy ocupando de nimiedades. Dudo que Boesky esté pensando sólo en deseos en conflicto mientras analiza. La mente del analista es un agente demasiado incansable y activo como para eso, escuchando constantemente a diferentes niveles de abstracción, focalizando ahora en el paciente, ahora en el analista, ahora en los deseos en conflicto, ahora en los elementos individuales de cada compromiso. (Por esta razón, la mezcla de niveles de abstracción no puede ser tan confusa en el momento clínico como lo es en la reflexión teórica posterior). Podemos pensar que la concepción de la cascada de formaciones de compromiso y sus componentes individuales se adapta mejor a la fase de recolección de datos, esa fase de inmersión en el material manifiesto del paciente que produce información desde muchas fuentes. Enmarcar el conflicto en términos de deseos en conflicto, por otra parte, puede encajar mejor con el estadio interpretativo, en el que podría ser útil conseguir la cooperación voluntaria del paciente en la tarea analítica, al mismo tiempo que se corre el riesgo de estimular una resistencia renovada atribuyéndole a un paciente una responsabilidad que no puede aceptar.

Siempre existe un problema a la hora de hacer coincidir cómo pensamos teóricamente con lo que encontramos clínicamente. A este respecto, enfatizaría de nuevo que la noción de una única formación de compromiso es sólo una entidad teórica, una especie de partícula primaria que no puede hallarse clínicamente, excepto como una hipótesis en la mente del analista. Pero puede haber valor terapéutico en intentar aislar momentáneamente una única formación de compromiso, en términos de Brenner, o un único par de deseos, en términos de Boesky, como lo hay en identificar la expresión reiterada de una única fantasía inconsciente, como podría hacer Arlow, en la medida en que seamos conscientes de que todas éstas son construcciones artificiales que aparecen como entidades aisladas sólo en la mente del analista, no en la vida del paciente. Yo añadiría que uno de los valores de mantener un foco en el conflicto y el compromiso es que permite una flexibilidad considerable para que el analista pueda cambiar las lentes focales, como yo estoy haciendo aquí, recogiendo datos en muchos niveles de detalle diferentes, oscilando por tanto entre muchas “jerarquías de atención” (como lo expresa Boesky [2000]) para incluir tantos datos observacionales como sea posible dentro del foco predominante.

Paul Gray

Como indico en la introducción a este número (Smith, 2003), si nos preguntamos dónde “se sitúa (o se esconde) [la teoría] dentro de la mente” (Friedman, 1988, p. 9), para muchos analistas parece hacerlo cerca del fondo, o en un lateral, siendo una guía pero sin ser insistente. Gray, por otra parte, ha desplazado la teoría del conflicto y el compromiso a la vanguardia de la mente del analista, donde la noción de interferencia conflictiva con la expresión de derivados pulsionales se convierte en una especie de filtro a través del que observa las asociaciones del paciente.

Gray (1973, 1982, 1986) enseña una aproximación a la escucha analítica que presta “atención detallada” (4) (1996, p. 88) a la superficie de las asociaciones del paciente y, por tanto, a la actividad psíquica dentro de la sesión. Apoya la recomendación de Anna Freud (1936) de que bajo ciertas circunstancias, el analista debería “cambiar el foco de atención… del ello al yo” (pp. 19-20). Siguiendo las observaciones de E. Kris (1938) y Sterba (1953, Gray (1982) elabora esta recomendación en un modo diferente de escucha, sugiriendo que la atención constantemente vigilante siempre se adaptaba mejor a escuchar la llamada seductora del ello, y “ya no es suficiente para satisfacer los requerimientos técnicos de la observación de las actividades silenciosas del yo” (Sterba, 1953, p. 18), cuya actividad defensiva sólo podemos “reconstruir… en retrospectiva” (A. Freud, 1936, p. 8), requiriendo así un foco más reflexivo.

A pesar de los refrendos de E. Kris, Sterba y Gray, no es evidente, a partir de una lectura atenta de su texto, que Anna Freud quisiera sugerir una forma totalmente diferente de escucha analítica ni, ciertamente, iniciar una revolución tan completa como la que Gray insinúa. Su intención era más modesta, es decir, que al analizar lo que ella denominaba la “transferencia de la defensa”, como opuesta a la “transferencia de los impulsos del ello”, el analista debería “cambiar el foco de atención en el análisis, desplazándolo en primer lugar del instinto al mecanismo específico de defensa, esto es, del ello al yo” (A. Freud, 1936, pp. 18-20). Esto tiene que ver con su conocida recomendación de que el analista dirija

… su atención de forma equitativa y objetiva a los elementos inconscientes en las tres instituciones. Por decirlo de otro modo, que cuando emprenda el trabajo de aclaración se posicione en un punto equidistante del ello, del yo y del superyó. (5) [A. Freud, 1936, p. 28]

Al igual que uno podría estudiar los cambios en la superficie del agua como señales de actividad sumergida (Levy e Inderbitzin, 1990, p. 374), Gray formula el “proceso de atención detallada” como un modo de examinar la superficie psíquica en busca de pruebas de actividad del yo subyacente. Compara su metodología con “clasificar manzanas” (Gray, 1991). Por la cinta transportadora de las asociaciones del paciente viene un derivado pulsional tras otro, hasta que hay un momento de interferencia conflictual sobre el cual el analista puede llamar la atención del paciente.

Si bien Gray (1986) deja claro que está interesado en una “superficie óptima para las intervenciones interpretativas” (p. 253) notemos que al focalizar en la superficie, toma prestada una metáfora tópica de la mente. Desde un punto de vista conceptual, la superficie se vuelve transparente, y a través de ella él puede observar o inferir la estructura y actividad más profundas de la psique, de forma no muy diferente a ciertas descripciones kleinianas del proceso analítico, en las que las estructuras metapsicológicas profundas parecen surgir a través de la superficie transparente del material clínico. Me apresuro a enfatizar que el precepto técnico de Gray es precisamente lo contrario de lo que esta analogía podría implicar, puesto que él aspira a quedarse con lo más inmediatamente demostrable para el paciente.

Si bien inicialmente de acuerdo con Brenner en la naturaleza fundamental del conflicto entendido según lo que era entonces la visión estándar del modelo estructural, los caminos de Gray y de Brenner se han alejado con los años. Como vimos con Boesky y veremos con A. Kris, el foco de Gray en un uso metodológico de las asociaciones del paciente y en una teoría redefinida de la técnica lo lleva a una visión bastante diferente de la arquitectura manifiesta del conflicto, incluyendo qué observamos y dónde lo observamos.

Mientras que Brenner consideraba cada momento como una formación de compromiso con aportaciones de todos los componentes del conflicto, incluyendo en todas las ocasiones una mezcla de deseos eróticos y agresivos, Gray (2000), de nuevo junto a los analistas kleinianos, otorga un mayor énfasis a los derivados pulsionales agresivos, especialmente con respecto al análisis del superyó. Es más, puesto que está buscando esos momentos de interferencia conflictual con la expresión de derivados pulsionales, él enfatiza, por definición, los componentes defensivos de la formación de compromiso, llegando así a una posición similar a la de Boesky mediante una ruta técnica y conceptual diferente. En claro contraste con Boesky, sin embargo, Gray sostiene que su enfoque hace innecesario que el analista rastree sus propias asociaciones o que siga a la contratransferencia en el trabajo momento a momento.

Comparado con Boesky o con Brenner, existe una diferencia espacial en la visión que Gray tiene del conflicto. El conflicto se despliega en la cinta transportadora que él tiene en frente, no en las profundidades de la mente del paciente. No es que esos determinantes más profundos del conflicto no existan para Gray sino que, al igual que los detalles de la transferencia, no necesitan ser destacados en el momento clínico. Para Gray, esto disminuye el alcance de los saltos inferenciales del analista, así como la tendencia a penetrar las defensas previas del paciente. Es más probable que las interpretaciones permanezcan cerca de la superficie accesible para el paciente, “en el vecindario”, como lo ha dicho Busch (1992).

En resumen, podríamos decir que Gray, Boesky y Brenner están de acuerdo en su esfuerzo por enfocar al paciente en términos de lo que es inmediatamente observable. En lo que difieren es en su metodología, incluyendo la naturaleza y ubicación del conflicto que observan (y por consiguiente de lo que consideran que son datos observables) y en la naturaleza del proceso inferencial y evidenciador que cada uno emplea.

El contraste entre Gray y Brenner puede destacarse aún más examinando sus objeciones al concepto de la atención constantemente vigilante. Citando las innovaciones en la monografía de Anna Freud de 1936, Gray observa que el proceso de atención detallada está en oposición directa a la atención constantemente vigilante, y es una técnica que enseña explícitamente, no sólo a los analistas sino también a los pacientes. Brenner (2000) también cita la monografía de Anna Freud en su propia crítica de la atención constantemente vigilante, pero sostiene que esa posición que ella propugnaba, más que una innovación era también la posición de su padre en ese momento. Más concretamente, Brenner no enfatiza el llamamiento de Anna Freud a la atención focalizada, sino más bien su descripción de la postura “equidistante” del analista que he citado anteriormente.

Brenner sugiere que en la declaración de Freud de 1925 sobre la escucha del analista, él también estaba empezando a descartar la atención constantemente vigilante en favor de la escucha al “interjuego entre el deseo y la defensa” (Brenner, 2000, p. 547). Así, Freud (1925) escribió:

Si la resistencia es leve, él [el analista] será capaz de inferir, a partir de las alusiones del paciente, el material inconsciente; o si la resistencia es más fuerte, será capaz de reconocer su carácter a partir de las asociaciones según éstas parezcan más lejanas a la tópica que se tiene entre manos y se la explicará al paciente. [p. 41]

Si bien tanto Gray como Brenner estaban, creo yo, de acuerdo con este comentario, podían efectuar los procesos inferencial y explicativo resultantes de modo muy diferente. Notemos que Freud está hablando de dos procesos inferenciales diferentes en las dos partes de esta afirmación. Mientras que inferir los determinantes inconscientes de una resistencia a partir de las “alusiones” del paciente parece adaptarse bien al enfoque de Brenner, llamar la atención del paciente sobre un cambio de la “tópica que se tiene entre manos” parecería ser una caracterización adecuada del modo principal de Gray.

También podemos mencionar de pasada el contraste entre las posiciones de Gray y Brenner acerca de la atención constantemente vigilante y las posiciones de otros teóricos del conflicto, que siguen considerándola como un recurso válido. Estoy pensando en la visión de Arlow (1979) de las posiblidades ilimitadas de las asociaciones del analista en la génesis de una interpretación, o en la descripción de Gardner (1983) de su propia mente en el trabajo. Si bien es respetuoso con la visión de Gray de la observación focalizada de la interferencia conflictiva en la superficie asociativa, Gardner (1991) demuestra que la “atención libre”, como él lo expresa (p. 865), incluyendo el cambio de sus propias imágenes visuales, le lleva frecuentemente a representaciones útiles de las actividades defensivas del paciente.

Tras la diferencia en los enfoques metodológicos de Gray y de Brenner sobre el conflicto, subyace un desacuerdo básico sobre la teoría de la mente. Durante numerosos años, Brenner ha sostenido que el concepto de la esfera del yo libre de conflictos (Hartmann, 1964, p. x) es un concepto engañoso, argumentando que, en lo que podemos afirmar a partir de los datos analíticos, no existe actividad mental de ningún tipo sin conflicto, ni ninguna región especial de la mente que se halle libre de conflicto. En parte es por esta razón por lo que Brenner se desvinculó de las tres agencias de la mente, porque éstas implicaban que el yo, o una parte del yo, era un observador sin conflictos de la actividad mental.

Pero esta opinión está en el corazón mismo de la posición analítica de Gray, como podemos observar en el título de su artículo de 1973 “Técnica psicoanalítica y la capacidad del yo para observar la actividad intrapsíquica”. En una extensión de la descripción que hace Sterba (1934) de la disociación en el yo, el argumento de Gray se apoya en la capacidad del yo para permanecer fuera de la esfera conflictual, capacitando al analista para formar una alianza con el aspecto no conflicto del yo del paciente, para “poner de su lado a esa parte del yo” (Sterba, [1934, p. 121]), y enseñar así al paciente las técnicas autoanalíticas. Brenner (1979), por otra parte, encuentra que tanto la alianza terapéutica como el propio autoanálisis son conceptos equívocos.

Gray no está solo al confiar en aspectos de la experiencia psíquica libres de conflicto. Podemos encontrar ideas similares en la teoría del apego, por ejemplo, en el concepto de “apegos seguros” y en la verosimilitud de las percepciones del infante sobre el que se fundamenta ese concepto. Aun allí, no obstante, la noción de observador verídico parece erosionarse, en tanto que los teóricos del apego comienzan a considerar las variaciones individuales en el modo en que los infantes procesan los datos externos, sugiriendo así que la realidad puede registrarse de forma diferente –y ser por tanto alterada en cierto sentido- por cada individuo, comenzando en los primeros momentos del desarrollo del yo (Erreich, 2000; Smith, 2001 a).

Desde un punto de vista técnico, las diferencias en las conceptualizaciones de Gray y de Brenner parecerían implicar diferencias fundamentales en el contenido y el proceso de lo que se analiza. Si la visión de Brenner de la formación de compromiso motiva a los analistas a dirigir su atención a los variados componentes del conflicto y a elegir el punto de entrada que ellos imaginan será más fructífero y accesible, el foco de Gray sobre el yo como el “centro de la técnica clínica”, en palabras de Busch (1995), parecería motivar a un rango más limitado de intervenciones con la mirada del analista firmemente fija en la capacidad del yo para la observación y las funciones defensivas que éste inicia. Debemos, sin embargo, calificar cualquier inferencia de este tipo. Si bien es cierto que los dos enfoques teóricos cambian la atención del analista de modos diferentes, sería tan difícil argumentar que Gray ignora los otros componentes del conflicto como lo sería insistir en que Brenner no consigue explicar la actividad defensiva, o lo que sería más accesible para el paciente, cuando enmarca una intervención (6). En última instancia, el modo en que un analista utiliza su teoría es tan crítico y tan idiosincrásico que proporciona otro argumento más para una visión de la teoría y la práctica emparejadas más libremente, como discutiré más adelante.

Anton Kris

En una serie de artículos que esbozan una metodología focalizada en favorecer la libertad del paciente para hacer asociaciones mediante un análisis, A. Kris (7) (1982, 1984, 1988) distingue “dos patrones diferentes de conflicto” (1985, p. 537), a los que él llama “convergente” y “divergente” según su manifestación en el material del paciente. Nótese que mientras que Boesky define operacionalmente el dominio intrapsíquico como un enfoque concreto a las asociaciones libres del paciente y Gray esboza el conflicto en términos de la superficie manifiesta de las asociaciones del paciente, Kris define el conflicto en términos tanto de manifestación como operacionales: cómo aparecen las dos formas de conflicto en las asociaciones del paciente, dado el uso concreto que el analista hace del método de la asociación libre. Así, vemos una vez más que conceptos teóricos tales como conflicto e intrapsíquico, definidos anteriormente de forma bastante limitada con referencia al “interior” de la mente y a sus contenidos inferidos, en el trabajo contemporáneo se definen frecuentemente de forma operacional en términos del enfoque metodológico del analista a lo que es observable en la superficie del material. A partir de esto, parecería no sólo que la teoría influye en la observación, sino también que las variaciones en la técnica alteran los hitos y las definiciones de la teoría.

Kris (1985) considera el conflicto convergente como la forma tradicional de lo que él denomina “conflictos de la defensa” (p. 537), en los cuales la expresión de un impulso es combatida directamente por el yo. Aquí él conserva la antigua conceptualización de conflicto entre un impulso y el yo con sus variados niveles de abstracción. Esta visión tiende a reducir la naturaleza del conflicto convergente a una oposición puramente diádica, que Kris compara a un “partido de fútbol” (p. 538) en oposición a la matriz más compleja de deseos, defensas, prohibiciones y afecto doloroso que aparecía en la visión de Brenner de la formación de compromiso.

El patrón divergente, por otra parte, se refiere a “conflictos de ambivalencia” (p. 537), en los que los componentes están emparejados con sus opuestos, tales como amor y odio, reconocido en (pero no limitado a) las asociaciones del adolescente que alterna típicamente entre “actividad y pasividad, sexualidad homosexual y heterosexual, pregenital y genital, objetos viejos y nuevos, independencia y dependencia, autonomía y pérdida del self, autocontrol y disipación, altruismo y egoísmo, espontaneidad y regulación, mente y cuerpo, fantasía y realidad” (pp. 539-540). En los conflictos divergentes o ambivalentes, cada uno de estos pares antitéticos “pueden en ocasiones estar sujetos a un sentimiento consciente o inconsciente de o uno u otro” (p. 540), dado que cada uno de los polos se aleja del otro en un “juego de tira y afloja” (p. 538). Nótese aquí que la lista que Kris ofrece de conflictos divergentes incluye ítems emparejados de casi todos los niveles concebibles de generalización teórica, de los más específicos (p. ej. homosexual y heterosexual) a categorías tan amplias como fantasía y realidad o mente y cuerpo.

Reconocer el conflicto divergente, sugiere Kris, favorece que el analista permita al paciente resolver dicho conflicto más gradualmente mediante un tipo determinando de proceso de duelo; es decir, el descubrimiento de que, al igual que en el duelo por la pérdida de una persona, uno puede conservar uno de los polos del conflicto en la fantasía, si no en la realidad. Al considerar a los pacientes narcisistas y borderline, Kris sostiene que Kohut no habría necesitado renunciar a la noción de conflicto en la medida en que lo hizo, si hubiera reconocido la importancia del conflicto divergente. Kris sugiere también que si el conflicto divergente no se reconoce en la teoría contemporánea del conflicto, los analistas traducirán todo conflicto en conflicto convergente y, en una especie de reduccionismo metodológico, forzarán la clausura prematura mediante la suposición de que uno de los polos es simplemente una defensa frente al otro. Así, Kris no sólo comienza con una posición técnica –un uso determinado de las asociaciones del paciente- sino que también utiliza su visión del conflicto para subrayar una importante recomendación técnica.

En comparación con los desacuerdos implícitos de Boesky con Brenner sobre la naturaleza de los deseos en conflicto, los desacuerdos de Kris son más explícitos. Como ya he señalado, en opinión de Brenner (1982), los derivados pulsionales nunca están en conflicto sino que siempre pueden ser gratificados secuencial o simultáneamente con una excepción, esto es cuando un deseo se utiliza para defenderse de otro, como sucede en el ejemplo de la formación reactiva, en el que los deseos amorosos pueden ser defensivos frente a los deseos asesinos. La esencia del “conflicto de ambivalencia”, como lo denomina Brenner, es que “los deseos amorosos no son simplemente gratificantes como tales. También sirven como defensa frente a los derivados pulsionales crueles y vengativos y viceversa” (p. 34).

Si bien no se enfrenta a Brenner directamente, Kris (1984) se siente ofendido por esta opinión:

Intentaré demostrar que no es necesario -y que de hecho es incorrecto- suponer que la tensión entre estos pares antitéticos deriva sólo de la represión de uno de ellos al servicio del otro. Esto es, los conflictos de defensa no explican por sí solos la tensión, sino los conflictos de ambivalencia en conjunción con los conflictos de defensa. [p. 219].

Al decir esto, Kris sitúa los conflictos de ambivalencia en el mismo campo de juego que los conflictos de defensa, como si los conflictos entre los conflictos convergentes y divergentes estuvieran realmente en un mismo nivel de abstracción. Pero ¿es esto así?

Nótese aquí que Kris parece estar utilizando las palabras divergente y ambivalente de forma intercambiable, en cuyo caso conflicto divergente se convierte simplemente en otro término para la ambivalencia en sí misma, en su sentido más amplio, en la cual el individuo es atraído por dos objetivos opuestos, como en los movimientos del adolescente hacia la independencia al mismo tiempo que siente temor por cortar los lazos parentales. Kris (1984) cuestiona esto: “Diré de una vez por todas que la expresión conflictos de ambivalencia cubre un territorio mucho más amplio que… el término ambivalencia” y define exhaustivamente la ambivalencia como “afecto y hostilidad dirigidos hacia el mismo objeto” (p. 215, cursivas en el original; idéntica frase en 1985, p. 539). Independientemente de si pensamos en ellos como una prueba de ambivalencia o de conflicto divergente, no obstante, los objetivos en conflicto, como la independencia y la dependencia o la espontaneidad y la regulación, no están en el mismo nivel de generalización que los conflictos entre deseos, defensas y autocastigos con los que Kris los compara en su esquema teórico. A diferencia del esfuerzo de Boesky por mantener niveles de abstracción definidos, Kris parece suponer que estos diferentes órdenes de conflicto pueden contemplarse desde el mismo mirador.

Desde un punto de vista técnico, la recomendación de Kris representa una ruptura clara con el consejo de Brenner de escuchar todo como una formación de compromiso, puesto que el conflicto convergente es simplemente una versión simplificada de la formación de compromiso; en cambio, según Kris, el conflicto divergente no lo es. Nótese que cada uno de los polos divergentes de Kris podría verse como formaciones de compromiso independientes en conflicto, tirando en direcciones opuestas si se prefiere, cada una de ellas compuesta de sus piezas concretas, los deseos, defensas, autocastigos y afectos displacenteros que las moldean. De hecho, a menos que uno abandone del todo la noción de formación de compromiso, es difícil ver cómo cada polo no revertiría finalmente en lo que Kris denomina conflicto convergente, aunque éste sea precisamente el resultado que Kris está intentando impedir y al que, como él descubre, sus colegas parecen tender inevitablemente, incluyendo a Anna Freud (Kris, 1985, pp. 544-545).

Anna Freud habla de este punto en respuesta a un comentario de Joseph Sandler (Sandler con A. Freud, 1985). Sandler sugiere:

Tal vez uno debería comentar que el yo tiene la capacidad de reconciliar con bastante facilidad tendencias opuestas del tipo de las que hemos estado hablando [p. ej. homosexualidad y heterosexualidad, pasividad y actividad] a no ser por cosas tales como la culpa [p. 301].

Anna Freud contesta:

Es más fácil mostrar lo que sucede con el amor y el odio durante el transcurso del desarrollo del niño. Sabemos que ambas tendencias pueden coexistir en un principio, antes de que exista la función sintética del yo. Luego se alcanza otro estadio en el que el amor y el odio siguen estando allí, uno al lado del otro, pero al odio se opone el yo puesto que matar al objeto amado significa que el objeto amado no estará allí la siguiente vez que lo quieras. Este es un conflicto de bajo nivel, pero se convierte en uno de nivel más alto cuando el yo dice que está prohibido odiar a cualquier persona amada, que el amor y el odio son absolutamente incompatibles, no por sus resultados sino por su naturaleza opuesta [Sandler con A. Freud, 1985, p. 302].

En otras palabras, en los conflictos divergentes, el conflicto no se produce estrictamente entre tendencias generales que tiran en direcciones opuestas, sino más concretamente incluye la culpa que una u otra tendencia pueden provocar, momento en el cual nos encontramos inevitablemente una vez más en el campo del conflicto convergente o formación de compromiso.

Aunque Kris (1984) niega cualquier interés en formular sus ideas en términos de una teoría de la mente (p. 222), al enfrentar una forma de conflicto con otra a diferentes niveles de abstracción está de hecho reforzando una importante recomendación técnica (que implica el tacto, el timing y el reconocimiento de fuerzas divergentes dentro del individuo) con una modificación del modelo conflictual de la mente. Con ello, puede ubicarse innecesariamente en oposición a otros, como sugiere que hizo Kohut antes que él. Escuchamos esto cuando él habla en términos que nos resultan familiares a partir de los escritos de algunos de nuestros colegas relacionales (véase más abajo): “En la medida en que todo conflicto se contempla según el paradigma de la represión, con oposición convergente, la situación psicoanalítica se restringe y los papeles de sus participantes se limitan claramente” (Kris, 1984, p. 229). Si bien no pasar prematuramente a la interpretación de la ambivalencia parece más una cuestión de buen juicio que de corrección teórica, uno podría argumentar que para que el paciente comience a calmar los conflictos divergentes y para que sufra el proceso de duelo que Kris esboza tan evocadoramente, deberían ser analizados eventualmente los aspectos convergentes de cada polo de ese conflicto.

Los términos convergente y divergente, entonces, parecen descriptores útiles para denotar fenómenos diferentes a distintos niveles de organización. Al igual que en el modelo de Boesky es necesario permitir que el analista observe la formación de compromiso a través de lentes focales de diferentes alcances, no sólo como deseos en competición, también puede ser necesario permitir que el analista considere tanto los aspectos convergentes como los divergentes de toda formación de compromiso. Puesto que la ambivalencia es en sí misma ubicua, podría decirse que cada formación de compromiso está compuesta de una mezcla de conflictos divergentes o deseos ambivalentes –eróticos y agresivos, de amor y de odio- cuyos detalles particulares ayudarán a definir cada compromiso específico. Si esto es así, entonces el consejo técnico de Kris se aplicaría también de forma ubicua, incluso en el modelo de Brenner.

La escuela relacional

Quiero fijarme ahora en el papel del conflicto en el trabajo de dos psicoanalistas de diferentes ramas de la escuela relacional, Philip Bromberg y Stuart Pizer, los cuales han realizado importantes contribuciones a la teoría y la técnica del psicoanálisis contemporáneo. No pretendo sugerir que Bromberg y Pizer hablen por todos los analistas relacionales, que pueden constituir un grupo aún más diverso que el de los teóricos del conflicto que hemos estado examinando, con incluso menos acuerdo sobre el papel del conflicto en el trabajo analítico. La escuela relacional, tanto en sus raíces interpersonales de Norteamérica como en sus más recientes afiliaciones relacionales objetales, se desarrolló en gran medida en oposición a lo que se consideraba la corriente principal del psicoanálisis en los Estados Unidos (Mitchell, 1997; Smith, 2001 b). Por una parte, podemos oír el eco de estos orígenes en las polarizaciones inevitables que resultan cuando los analistas relacionales debaten el papel del conflicto y proponen conceptualizaciones alternativas. Por otra, los analistas relacionales comparten tantas continuidades con los clínicos que ya he discutido como para contradecir la noción popular de que los grupos relacional y conflictual son claramente distintos entre sí. Más bien, como veremos, parecen constituir un continuo.

Philip Bromberg

Aunque existen semejanzas en los objetivos técnicos que defienden Kris y Bromberg, éste vincula su visión de la técnica, con el foco principal en la disociación, a una concepción de la mente definida de forma más radical, que garantice el estatus secundario del papel del conflicto en general. Para intentar aclarar la visión que Bromberg tiene del conflicto, recurriré tanto a su libro reciente (1998 b) como a dos de sus presentaciones en debates (1998 a, 2000).

Podemos rastrear el interés de Bromberg en la disociación no sólo hasta los primeros escritos de Freud con Breuer, sino también hasta la fascinación final de Freud por las escisiones en el yo y por las experiencias conjuntas (1927, p. 156) que las siguen, los mismos escritos que iniciaron asimismo el viaje de Kris. Incluso al final de su vida, Freud (1940) continuaba preguntándose si tales configuraciones eran “familiares y obvias” o “nuevas y sorprendentes” (p. 275). Sin embargo, Freud no las planteó como estructuras alternativas de la mente, como lo hace Bromberg, ni propuso que fueran externas a una organización conflictual inconsciente subyacente.

Bromberg basa en parte su visión de la disociación en la descripción de Freud (1923) de “conflictos entre las variadas identificaciones en los cuales el yo se desmorona (pp. 30-31; Bromberg, 1998 b, pp. 132-133). Si ponemos esta cita en su contexto, no obstante, encontramos que Freud está describiendo aquí el desarrollo estructural del superyó. Freud sugiere que estas escisiones en el yo son de hecho un esfuerzo para manejar la intensidad de las “pulsiones”. En otras palabras, tales disociaciones forman parte de una organización conflictual inconsciente –convergente, si se quiere. Bromberg, por otra parte, escribe sobre “áreas de la personalidad que son organizadas por el conflicto… entretejidas con áreas organizadas por el trauma” (1998 b, p. 258), y habla de “ciertas fases de todo tratamiento” en que “en realidad estamos tratando no sólo con el conflicto, sino más bien con un amplio rango de estados disociados” (p. 216, cursivas en el original).

Durante las últimas décadas, Bromberg ha integrado cuidadosamente muchos aspectos de la teoría y la técnica más tradicionales en el modelo interpersonal en el que él se ha formado. Cuando propone una dicotomía entre la disociación y el conflicto, sin embargo, o, más concretamente, entre la disociación y la represión, parece estar discutiendo el modelo inicial de Freud, en el que la represión era la única defensa reconocida.

Bromberg (1998 b) atribuye la supuesta negación que Freud hace de la disociación a la observación de que éste “abandonó su reconocimiento de que el trauma existe como una realidad en el moldeamiento de la personalidad… y se fijó exclusivamente en los conceptos de realidad psíquica, fantasía y conflicto interno” (p. 215), [reduciendo] por tanto el fenómeno de la disociación” (p. 226). Tal como yo lo leo, sin embargo, Freud (1939) de hecho nunca abandonó suprimir el trauma como realidad, sino que al final de su vida mantenía que el trauma podía resultar en teoría tanto de terribles sucesos externos como de un temperamento altamente frágil y que, en la vida real, lo que vemos invariablemente son combinaciones de los dos factores, el interno y el externo, formando lo que él denomina una “serie complementaria” (p. 73), siendo el registro psíquico del trauma el camino final común. Aquí podemos observar la distinción entre el modelo de Freud, en el que el trauma, la disociación y el conflicto se entretejen en una única visión de la mente, y el de Bromberg, en el cual la disociación y el conflicto mantienen cada uno su lugar como principios organizadores independientes y aparecen secuencialmente tanto en el desarrollo como en el transcurso de un análisis. Así, Bromberg (1998 b) postula un “cambio estructural de la disociación al conflicto” (p. 283) y defiende que “parte del trabajo en cualquier análisis… es facilitar una transición de la disociación al conflicto” (p. 275).

Más recientemente, Bromberg (2000) sugiere que en un análisis típico, hay un cambio de una “estructura mental en la cual las narrativas del self… se organizan principalmente de forma disociativa” a otra en la que “son capaces de comprometerse entre sí de forma conflictual”. Aquí podríamos preguntar a qué se parece exactamente el conflicto de narrativas del self. ¿Sobre qué es el conflicto, dónde está y qué lo motiva? Una vez más, encontramos una concepción del conflicto a un nivel muy diferente de generalización, pero no necesariamente incompatible con las otras posiciones que hemos estado examinando.

Bromberg dice que pensar en la organización disociativa de la mente le ayuda a permanecer junto al estado actual del paciente –a no pasar por alto uno u otro estado del self, a no valorar uno a expensas de otro- y aquí, también notamos la semejanza con la posición técnica de Kris. Pero una vez más, no queda claro por qué la recomendación técnica de Bromberg necesita ser reforzada por una nueva teoría de la mente.

Como he sugerido en la introducción de este número (Smith, 2003) y en otros trabajos (Smith, 1997, 1999, en prensa), tales argumentos parecen reflejar una sutil refundición de la teoría y la práctica. Puesto que toda teoría de la mente y toda visión del papel del conflicto tienden a empujar sutilmente nuestros hábitos de práctica en ciertas direcciones, mientras que nos conducen con criterio lejos de otras, tales refundiciones no son inusuales. Se refuerzan cuando los pacientes acatan nuestro enfoque y, de ese modo, llegamos a creer que están confirmando nuestra teoría de la mente así como nuestros hábitos de práctica. Pero como demuestra la plétora de enfoques actuales, es posible pensar en otros modos de permanecer con el estado actual del paciente sin dotar a la disociación de una posición supraordinada, y por tanto puede ser confuso para Bromberg vincular tan estrechamente su teoría de la mente con su disciplina de práctica.

Aquí estoy abogando, como lo he hecho antes, por una combinación más libre entre teoría y práctica que la que se nos enseña en nuestros institutos. Este hábito mental es promovido en nuestra literatura por aquellos que apoyan sus recomendaciones técnicas en teorías de la mente para que parezca como si la práctica siguiera necesariamente a la teoría en lugar de hacerlo, con más flexibilidad, al revés (8).

La cuestión en el caso de Bromberg es si estamos hablando de diferentes organizaciones de la mente o de diferentes modos de tratar al paciente. Bromberg (2000) dice “Puesto que al paciente se le evita estar en la posición constante de sentir que se le está pidiendo que sacrifique ciertas realidades, se alcanza la experiencia de ‘totalidad’ en lugar de cierta definición externa de ‘cura’”. Yo preguntaría aquí, mientras que podemos ver las varias posiciones contra lo que Bromberg está defendiendo, ¿cuántos analistas de la tendencia que sea siguen hablando de “curar” a un paciente? Bromberg añade: “Dado que no existe una sola narrativa con la que comenzar, no hay ‘una’ diferente con la que terminar”. Pero, de nuevo, ¿hay alguno de nosotros para el que sólo exista una? En esto último, el enfoque de Bromberg puede ayudarnos en realidad a encontrar los distintos lugares que el paciente habita, pero podríamos decir lo mismo para la teoría del conflicto. No hay ninguna teoría que asegure tal resultado. Todo depende de cómo se practique.

Desde el punto de vista de la teoría del conflicto, de hecho, uno podría argumentar que la mera actividad de la disociación, en el momento en que aparece en la sesión clínica, es en sí misma una formación de compromiso y podría analizarse como tal; o que cada estado del self separado disociativamente, como los conflictos divergentes de Kris, está compuesto de varias formaciones de compromiso, cuyas partes podrían necesitar ser analizadas para poner tales estados del self en “conflicto” entre sí, como sugiere Bromberg, para establecer una experiencia de “totalidad”.

Yo creo que Bromberg tiene razón en que hemos infravalorado el papel de la disociación en la organización de la mente, y estaría de acuerdo en que puede ser un aspecto ubicuo y descuidado de las vidas mentales de nuestros pacientes, pero tengo cierta dificultad con el modo en que lo explica. Cuando dice, por ejemplo: “la concepción de Freud de un sistema motivacional dinámico está en continua dialéctica con un complejo entramado de estructura psíquica, un principio organizador central de lo que es la disociación” (Bromberg, 2000), yo no entiendo cómo un sistema motivacional y una estructura pueden estar en dialéctica entre sí, excepto tal vez en el modelo teórico del analista.

Me gustaría sugerir que uno puede observar en la mente del paciente pruebas de conflicto y pruebas de disociación, pero que las dos forman parte de un único proceso evolutivo, divisible sólo en la mente del analista, no en la vida del paciente. Enfrentarlas, creo yo, no sólo elimina aspectos de la experiencia del paciente del terreno del conflicto analizable, sino en ciertos sentidos limita el alcance del trabajo. Tal división del trabajo contrasta claramente con una visión expresada por Anna Freud (1974). Al hablar de dos tipos de psicopatología infantil, una “basada en el conflicto” y la otra “basada en defectos evolutivos”, ella escribía: “Independientemente de lo diferentes que sean en el origen ambos tipos de psicopatología, en el cuadro clínico están totalmente entremezcladas, un hecho que explica que generalmente sean tratadas como una sola” (pp. 70-71, citado en Boesky, 1988, p. 132).

Escuchamos las polarizaciones de Bromberg cuando habla de organizar sus pensamientos sobre el paciente alrededor de la idea de estados del self más que de la de defensas, o de intervenir desde una posición que es inherentemente cercana a la experiencia más que interpretativa, o de atender a las implicaciones estructurales del material más que a su significado intrapsíquico, o de focalizar en la percepción más que en las ideas. Estas polaridades son reminiscencias de la sugerencia de Kris (1984) de que el conflicto divergente está en oposición al “paradigma de la represión” (p. 229). Cada polaridad simplifica excesivamente la complejidad de la situación, una complejidad que Bromberg está intentando captar en su metáfora de la dialéctica, incrustada ahora en un movimiento más lineal desde la disociación hasta el conflicto, en lugar de uno en el que los elementos estén mezclados.

Basándome en las descripciones que él hace de su propio trabajo clínico, yo estoy convencido de que Bromberg está trabajando con el conflicto inconsciente en las vidas de sus pacientes. Parecen tener las mismas ansiedades, afectos depresivos, deseos, defensas y tendencias autopunitivas que los de Brenner, Boesky, Kris o Gray, pero no queda totalmente claro cuál es la idea que Bromberg tiene del conflicto inconsciente.

Uno de los problemas subyacentes es que Bromberg tiende a combinar conflicto consciente y conflicto inconsciente. Puesto que esto refleja una confusión común en la teoría y la práctica contemporáneas, intentaré explicarlo en detalle. Cuando Bromberg (1998 b) habla, por ejemplo, de la paciente cuya “organización mental disociativa estaba comenzando a cambiar, y ella estaba empezando a sentir conflicto en torno a cuestiones que simplemente habían sido puestas en acto (enacted)…” (p. 220), o dice que para ciertos pacientes, “la experiencia de conflicto interno es posible sólo remota y brevemente” (p. 183), está sugiriendo –y con razón, creo yo- que la disociación minimiza, o es incompatible con, la dolorosa experiencia psíquica del conflicto. Aquí está hablando de conflicto consciente en el modo en que lo hacemos cuando decimos que un paciente es incapaz de tolerar la experiencia de ambivalencia.

Pero cuando Bromberg (1998 b) nos habla del paciente que es “incapaz… de la experiencia de conflicto intrapsíquico” (p. 204) o habla “del periodo de transición terapéutica de la disociación a la experiencia subjetiva de conflicto intrapsíquico y ambivalencia” (p. 326) su terminología es confusa. El conflicto intrapsíquico, a mi entender, denota conflicto inconsciente, conflicto tradicionalmente entre las tres agencias de la mente, por ejemplo. Es una inferencia sobre lo que organiza la mente y subyace a la experiencia de un paciente, incluyendo, dirían algunos, la experiencia de la disociación. Hablar de una “experiencia subjetiva de conflicto intrapsíquico” es, para mí, una contradicción terminológica. La ambivalencia puede ser una experiencia consciente, subjetiva; el conflicto intrapsíquico siempre es una inferencia sobre los determinantes inconscientes de tal experiencia. Una vez más, representan diferentes niveles de abstracción. Aquí Bromberg parece estar hablando de la capacidad del paciente para mantener un estado de conflicto, como un estado de ambivalencia, teniendo en mente al mismo tiempo, por tanto, dos o más motivos o sentimientos en conflicto. Este es un proceso conflictual, pero es un proceso en gran parte consciente que esperamos ver emerger según los pacientes se vuelven más fuertes, más capaces de manejar sus propios estados afectivos.

En mi experiencia, mientras que la disociación puede ayudar a prevenir que el paciente experimente conflicto consciente, me parece que no está separada, sino que forma parte integral de una organización conflictual en gran parte inconsciente: una defensa contra el afecto intolerable, por ejemplo, incluyendo el afecto traumático y las ideas asociadas con él. A este respecto, puede ser provechoso, como sucede con la visión que tiene Kris de la ambivalencia y la divergencia, pensar en la disociación y la negación como parte de toda estructura conflictiva, incluyendo cualquier maniobra defensiva o adaptativa.

Stuart Pizer

Para echar otra mirada a una visión relacional del conflicto, podríamos examinar brevemente el trabajo de Pizer (1998) en el cual defiende la consideración de la paradoja como un fenómeno mental independiente del conflicto. Pizer considera el conflicto como un modo o/o de ver las cosas, mientras que la paradoja propone una situación y/y (p. 151). Así, “el conflicto puede resolverse”, mientras que “la negociación de la paradoja no ofrece una solución, sino perspectivas que se eluden, tienden puentes o se contradicen".

Yo apoyo totalmente la visión que tiene Pizer de los elementos paradójicos en la experiencia humana, tanto generalmente como un fenómeno mental en particular. Estas paradojas ubicuas guardan un parecido considerable con las divergencias, ambivalencias y disociaciones que también destacan Kris y Bromberg; pero al describir la paradoja como irresoluble, Pizer adopta un término que se utiliza frecuentemente para caracterizar una visión contemporánea del conflicto. Sugerir que la paradoja debe tolerarse, mientras que el conflicto puede resolverse, es polarizar ambos de tal modo que Pizer termina, en efecto, ensombreciéndose con un anacronismo. Este anacronismo, de hecho, es uno de los principales desacuerdos de Brenner (1994 a) con la teoría estructural tradicional:

Según la teoría estructural… la meta del tratamiento es la resolución del conflicto… conflicto que se supone que va a desaparecer… Puesto que la realidad es, sin embargo, que el conflicto sobre lo que originalmente eran derivados pulsionales patogénicos sigue siendo obvio y activo en la mente de todo paciente que, por todos los demás criterios, ha hecho progresos analíticos sustanciales, queda claro que la teoría estructural no es adecuada… [pp. 478-479].

I. Hoffmann (1998) devuelve el contexto histórico al argumento de Pizer cuando escribe: “Existe un puente entre Freud y la incertidumbre postmoderna, dado que la estructura del pensamiento de Freud favorece la consideración de múltiples fuentes de conflicto sin una base clara para su resolución” (p. 7), una afirmación a apoyaría la naturaleza paradójica del propio conflicto. Hoffman continúa sugiriendo que la visión de Freud acerca de la naturaleza irreducible del conflicto es un precursor del interés actual en el “self descentrado” (p. 7) como es representado, en opinión de Freud, por Mitchell, Bromberg y Pizer entre otros.

El que la distinción de Pizer (1998) entre paradoja y conflicto es más artificial que real se insinúa también cuando escribe: “Las partes negocian no porque estén en conflicto, sino porque están en una condición tanto de conflicto como de interdependencia. Yo pienso en esto como la paradoja del conflicto” (p. 178, cursivas en el original). Si fuéramos a traducir este ejemplo del dominio social al intrapsíquico, describiría precisamente la interdependencia de los componentes del conflicto intrapsíquico y su estado paradójico en todo análisis, donde se permite hablar a las voces del deseo, la defensa, el autocastigo y el afecto displacentero y éstos nunca se reconcilian plenamente.

El esfuerzo de Pizer por elevar la paradoja a una posición central en la teoría de la mente funciona al servicio de una importante posición técnica, similar a la propuesta por Kris y Bromberg: esto es, que el analista debe permitir la expresión simultánea o secuencial de diferentes facetas de la experiencia de un paciente a todos los niveles, consciente e inconsciente, y la apreciación simultánea de la experiencia tanto del analista como del paciente. Al hacerlo así, el analista encontrará inevitablemente incompatibilidades y paradojas, cuyos componentes coexisten (como Freud lo expresó una vez), son “divergentes” (usando el término de Kris) y por tanto son irresolubles por el momento. Parecería, entonces, que Pizer está subrayando también un aspecto fundamental de la mente y de la naturaleza del conflicto mientras que éste se vive.

Conclusión

El esfuerzo por marginar el papel del conflicto en la vida mental es más prevalente ahora que nunca. Aunque concebido en cierto modo de otra forma, el conflicto, según Greenberg y Mitchell (1983) estaba en el corazón del trabajo de los primeros teóricos relacionales:

Sullivan, Fromm y Horney retratan la experiencia humana como cargada de pasiones profundas e intensas. No se entiende, sin embargo que el contenido de estas pasiones y conflictos derive de la presión pulsional y la regulación, sino de configuraciones cambiantes y competitivas compuestas de relaciones entre el self y los otros, lo real y lo imaginado [p. 80, cursivas en el original].

De forma parecida, escriben:

En el modelo de Fairbairn, todos los protagonistas importantes en los conflictos internos son esencialmente unidades relacionales, compuestas de una porción del yo y una porción de las relaciones del niño con las figuras parentales, sentidas como un objeto interno. El conflicto tiene lugar entre estos tres componentes yo-objeto (yo libidinal/objeto excitante; yo antilibidinal/objeto rechazante; yo central/objeto ideal). [p. 167].

Además de la naturaleza explícitamente tripartita de la visión que Fairbairn tiene del conflicto, yo señalaría que lo que están explicitando aquí Greenberg y Mitchell ha sido parte implícita de la teoría de Freud al menos desde el Proyecto de 1895: esto es, que todas las agencias internas se desarrollan en relación con los objetos en el mundo del niño. Esta posición se observa aún en la visión que Brenner tiene de los componentes del compromiso, todos los cuales tienen objetos en su propósito y en su origen. (Véase también L. Hoffman, 1999.) Como dice Cooper, todo conflicto esta “inextricablemente ligado al patrón relacional internalizado”.

Podemos ver la visión que Mitchell (1997) tiene del conflicto, basado en “configuraciones relacionales conflictuales” (p. 221), en sus reflexiones sobre el análisis de un paciente llamado Andrew:

Finalmente, me ayudó aprender sobre la historia inicial de su sentimiento de que elegir a su padre era perder a su madre para siempre, y que elegir amarlos significaba perder todas las satisfacciones de vivir, y que elegir disfrutar de la vida significaba perderlos para siempre a ellos y a su juventud. [1997, pp. 162-163]

Yo sugeriría que este elocuente párrafo podría utilizarse no sólo para ilustrar la visión de Kris del conflicto divergente, sino también, a pesar de la oposición manifiesta de Mitchell (1997) a la posición de Brenner, aquél parece trabajar de forma bastante compatible con lo que Brenner denomina las miserias de la infancia que resultan de deseos y miedos conflictuales, las defensas que desarrollamos contra ellos y los castigos que nos infligimos a nosotros mismos como resultado.

¿Por qué esta tendencia, entonces, a negar o redefinir la importancia del conflicto entre los analistas relacionales contemporáneos y otros? ¿Representa una marginación del pasado (Smith, 2001 b)? ¿O una reacción a lo que Pizer (1998) ha llamado el “lenguaje hegemónico del conflicto” (p. 167) con su recuerdo implícito de muchas décadas de exclusión traumática? En esta época es raro oír hablar a los analistas acerca de analizar los conflictos sexuales y agresivos de la infancia, pero no es tan raro ver pruebas de ello en su trabajo. Como sugiere el término hegemónico de Pizer, ¿podría estar la frase conflictos sexuales y agresivos de la infancia tan teñida políticamente que no pueda pronunciarse más? ¿O interpretada de un modo tan limitado –vinculado artificialmente, tal vez, a una visión arcaica de la teoría pulsional- que no podemos reconocer los deseos de la infancia que denota? A pesar de mucha de nuestra retórica contemporánea, ¿creemos secretamente que es imposible atender simultáneamente a los datos intrapsíquicos y relacionales?

Puesto que el conflicto psíquico puede ser inferido y descrito a cualquier nivel de abstracción y generalización, yo sugiero que podríamos tomar cualquier fragmento de material clínico y examinar el conflicto inherente en él de cada una de las maneras esbozadas en este artículo sin contradicción ni incompatibilidad. A este respecto, otro vistazo a la descripción que Waelder (1962) hace de los niveles de pensamiento psicoanalítico puede ayudar a ilustrar lo que tengo en mente. En el esquema de Waelder (9), al nivel de observación clínica le sigue la interpretación clínica de esas observaciones y a continuación el nivel de generalización clínica, en el que reunimos los datos dentro de conceptos más amplios, dando lugar a la teoría clínica. Estos son los niveles en los que la mayoría de nosotros trabajamos clínicamente. Más allá de ellos, Waelder previó los dominios más abstractos de la metapsicología y la filosofía.

Notemos que en los primeros tres niveles, no existen incompatibilidades reales en los enfoques que hemos estudiado. En cualquier momento cuando, en el nivel de la observación, haya un cambio en las asociaciones del paciente, por ejemplo, Brenner podría apreciar un cambio en la formación de compromiso prevalente, Boesky podría inferir la interacción de deseos en conflicto y Gray podría percibir un ejemplo de interferencia conflictual. En el mismo momento, Kris podría inferir la operación de un conflicto divergente, Bromberg la transición de un estado del self a otro y Pizer la negociación continua de una paradoja. Todas éstas representan diferentes interpretaciones de una única observación clínica. Están modeladas por niveles superiores de teoría. Pueden dar lugar a diferentes opciones de cómo intervenir. Pero no son incompatibles. Son interpretaciones complementarias de los datos, que reflejan el hecho de que están sucediendo muchas cosas al mismo tiempo y pueden ser retratadas simultáneamente con diferentes grados de generalización.

Yo sugiero que, si no nos vamos con excesiva rapidez al nivel de la teoría clínica y más allá, podemos descubrir muchas compatibilidades tanto en las observaciones que hacemos como en nuestras interpretaciones de las mismas, a pesar de las terminologías poco familiares que nos veríamos obligados a considerar. Si tuviéramos en mente que, al examinarlos con suficiente detalle, podemos observar que los conflictos divergentes de Kris se descomponen en conflictos convergentes y que los componentes del conflicto divergente existen en estados en cierto modo independientes, de forma no muy diferente a los estados disociados que describe Bromberg, ¿podría ser que todo paciente experimente muchos estados del self más o menos independientes, coexistiendo cada uno de ellos con su propio “patrón relacional internalizado” y su propio conjunto de formaciones de compromiso que lo sostienen y lo mantienen, en cierta medida, disociado de los otros?

Yo me inclino a pensar que la teoría del conflicto y el compromiso es suficientemente flexible como para incluir en su ámbito los puntos de vista relacional, interpersonal y disociativo si no los polarizamos equivocadamente. A este respecto, podría ser útil considerar los siguientes puntos: (1) el conflicto es ubicuo y puede describirse en todos los niveles de la experiencia de una persona, desde el foco intrapsíquico más específico a la más amplia, general y abstracta de las inferencias; (2) existen diferentes métodos para observar, describir y analizar el conflicto, algunos de los cuales han sido erróneamente vinculados a posiciones teóricas concretas; (3) al igual que podemos describir el conflicto en diferentes niveles de abstracción, también podemos escucharlo inevitablemente en diferentes niveles de abstracción en el consultorio, cada uno de los cuales corresponde a un aspecto diferente de la experiencia conflictual del paciente; y (4) muchos teóricos que enfatizarían alternativas a la teoría del conflicto pueden estar hablando de aspectos de la experiencia que no se excluyen mutuamente, sino que pueden existir de manera bastante compatible, desde una visión conflictual de la mente en diferentes niveles de generalización.

Yo espero que este esfuerzo por esbozar algunas de nuestras muchas concepciones del conflicto y de su importancia en la técnica psicoanalítica, tanto dentro como fuera del grupo con el que nos identificamos como teóricos del conflicto, será de ayuda para esclarecer algunas de las confusiones que compartimos en el discurso psicoanalítico contemporáneo y algunas de las semejanzas y diferentes en las visiones contemporáneas del trabajo analítico.


NOTAS

(1) Por “conflagración”, Freud (1887-1904) entendía casos de “degeneración aguda” que se producían en “catástrofes” tales como “la intoxicación severa… fiebres [y] los estadios preliminares de la parálisis” y que tienen como resultado “trastornos de los afectos sexuales”, dando lugar por tanto a la neurosis (p. 75). 

(2) Es importante señalar que cuando hablamos de abstracciones o de niveles de abstracción, no nos estamos refiriendo a entidades teóricas incorpóreas; las abstracciones son más bien intentos de representar cierto aspecto de la experiencia del paciente. Podría decirse que siempre que algo es nombrado por el analista o el paciente, se convierte en una abstracción; antes de eso es simplemente una experiencia sin nombre. Como lo expresa Friedman (2002 b): “La abstracción significa extraer un aspecto de un algo concreto”, lo cual implica que todo el trabajo analítico puede considerarse como un intento de combatir una u otra abstracción en el paciente.

(3) Brenner (1982) utiliza los términos derivado pulsional y deseo de forma intercambiable. “Un derivado pulsional es un deseo de gratificación” (p. 26).

(4) Durante muchos años, Gray (1991) se refirió a este método como proceso de monitorización detallada, pero al final prefirió el término proceso de atención detallada.

(5) Poco después, este precepto se había convertido en la definición referencial de la neutralidad analítica para los psicólogos del yo (véase por ejemplo Gray, 1973, p. 478). Curiosamente, sin embargo, Anna Freud no estaba discutiendo la neutralidad, ni siquiera aparece ese término en su monografía. Como ya he señalado previamente (Smith, 1999):

Parecería que la psicología del yo, buscando una definición más precisa de un término introducido sin rigor en la era tópica, adoptó la visión de Anna Freud de la atención del analista para aclarar un concepto que ésta nunca pretendió. En otras palabras, un precepto sin nombre se injertó en un término sin una definición, y entonces se convirtió en el criterio de oro. [p. 470]

(6) Notemos que muchos analistas europeos considerarían toda la relación de amor norteamericana con el yo como un ejemplo de que hemos sido extraviados por la psicología del yo, y probablemente hallasen pruebas de ello tanto en el trabajo de Brenner como en el de Gray. Su argumento podría ser que apelar a lo que es observable conscientemente por parte del paciente favorece una especie de intelectualización, y que el auténtico foco del analista necesita estar en los procesos inconscientes más profundos, que el paciente no puede conocer y para aclarar los cuales necesita al analista.

(7) Para simplificar, me referiré a A. Kris como Kris en lo que queda de este artículo. Notemos que previamente me he referido a Ernst Kris como E. Kris.

(8) Fonagy (2003), en su contribución a este número, llega a una conclusión similar mediante un camino en cierto modo diferente.

(9)He discutido este esquema más ampliamente en la introducción a este número (Smith, 2003) y en otros trabajos (Smith, 2001 b, en prensa).


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