aperturas psicoanalíticas

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revista internacional de psicoanálisis

Número 032 2009 Revista Internacional de Psicoanálisis en Internet

¿Qué heredó la madre muerta? Pensando a André Green desde Christopher Bollas

Autor: Velasco, Ricardo

Palabras clave

Afeccion normotica, Bollas (christopher), Complejo de la madre muerta, Green (andre), Duelo blanco, Idioma humano, Objeto conservativo, Objeto y fenomeno transformacional, Ser genuino.


 

El presente trabajo tiene la intención de ampliar, mediante otra perspectiva teórica, el  texto de Andre Green: “La madre muerta” (1980) que en  opinión del autor es un trabajo fundamental del psicoanálisis contemporáneo en general y una reformulación sobre la teoría del duelo en particular. Se parte, entonces, de  la revisión de conceptos fundamentales de la obra de Christopher Bollas (1987, 1989, 1994, 2000, 2007)  y a partir de ahí hacer puentes explicativos del fenómeno descrito por Green del “complejo de la madre muerta”.  El título “¿qué heredó  la madre muerta?” tiene dos sentidos: por un lado el de  dar cuenta de la herencia del fenómeno clínico ahí descrito, es decir, lo que resulta psíquicamente para el sujeto que vive tal complejo;   y por otro el de la herencia teórica del concepto y su impacto en el psicoanálisis contemporáneo, particularmente en la escuela inglesa  independiente.

Palabras clave: madre-muerta; duelo blanco;  sabido no pensado; objeto y fenómeno transformacional;  talante; objeto conservativo; afección normótica; ser genuino e  idioma humano.

Sabemos a partir de  Freud (1915) que “(…) todo lo reprimido tiene que permanecer inconsciente, pero (…) lo reprimido no recubre todo lo inconsciente” (pág. 161), de modo que hay material inconsciente que no es reprimido y que, no obstante, habita en lo inconsciente y suponemos que tarde o temprano también aparecerá  durante el proceso analítico. De este modo, en el en el consultorio no sólo se podrán en escena   recuerdos, fantasías, sentimientos,  dolores y pensamientos que fueron  enterrados  por la represión,  sino que también se manifestará el inconsciente no reprimido, nunca representado, pero no por ello no vivido.

Lo no reprimido remite a lo que no pudo representarse pero que dejó huella en el inconsciente originario,  almacenándose, por ejemplo, en  forma de  memoria procedimental  (Bleichmar, 2001) o  en forma de patrones vinculares de apego (Marrone, 2001). Todo este material no representado estará presente como si de un “tatuaje psíquico” se tratara y, en mi opinión, abarca lo que Christopher Bollas[1] denomina “lo sabido no pensado (1987)  que es una importante fuente de materia prima inconsciente que influirá en todo sujeto psíquico y a la que se podrá tener acceso gracias a la regresión en la situación analítica.  

Respecto a la influencia de lo  sabido no pensado” en la vida psíquica, recuerdo un paciente adulto, quien  fue adoptado  por una familia de un nivel socioeconómico mucho mas elevado que el de su familia original, situación que desconoció hasta ya entrada su vida adulta.  Este paciente me relataba que en su adolescencia temprana,  la cual  se desarrolló en un entorno lleno de comodidades y lujos propios del status social en que fue criado, desarrolló cierta fascinación por involucrarse sentimentalmente con mujeres mayores que él y de un  nivel socioeconómico mucho menor, relaciones que eran emocionalmente muy intensas, angustiosas, ambivalentes y con tintes dependientes y masoquistas. De este modo, durante mucho tiempo, el paciente sabía que necesitaba de estas relaciones para su endeble  equilibrio psíquico  pero desconocía el porqué.  En síntesis, el tatuaje imborrable del abandono primario (padres originarios) se manifestaba en el paciente en forma “muda” y le dictaba la necesidad de un  patrón vincular que lo acercaba a sus orígenes, situación que  durante mucho tiempo  permaneció en el campo de lo experiencial, fuera de lo representacional, es decir, en el campo de lo “sabido no pensado”.

En palabras del propio Bollas, lo sabido no pensado es,  entonces,  aquello “(…) sabido como una recurrente experiencia de existir, y no tanto porque se lo haya llevado a una representación de objeto: un saber más bien existencial por oposición a uno  representativo (…) ” (pág.30)

Ahora bien, hablamos entonces de experiencias muy tempranas que, dada su intensidad y lo endeble aún del aparato psíquico en ese nivel de desarrollo, se almacenan en formas distintas a lo representacional. Pensemos ahora en otra posible experiencia; por ejemplo,  en una situación en la que “B” y “M” sufren.

La situación es esta: “B” ha perdido el amor de “M” y, dadas las condiciones psíquicas de “B”,  el amor que le ofrecía “M”  es tan importante que le daba estructura, lo contenía y le daba un sentido a su  vida. Agreguemos, por otro lado, que “M”  ha retirado su amor debido a un duelo recién activado, lo que explica su retiro del “mundo objetal”.  Siguiendo esta línea, “M” no ha muerto objetivamente,  pero sí lo ha hecho desde la subjetividad de “B”. Pues bien, este es justo el cuadro que André Green propone para entender el “complejo de la madre muerta” en donde  “M” es la madre  y “B” es su bebé,  y el resultado desde “B” es la “muerte psíquica” de “M” como consecuencia de un duelo de ésta última que hace que B no ocupe más el lugar  en la mente de M.  En palabras del propio Green “La madre muerta es entonces, contra lo que se podría creer, una madre que sigue viva, pero que, por así decir, está psíquicamente muerta a los ojos del pequeño hijo a quien ella cuida.”(pag.209). De esta manera, en lo sucesivo el bebé tendrá que adaptarse a la nueva circunstancia, que es  la de vivir un maternaje interrumpido, un holding no vivido y, por lo tanto, una existencia también interrumpida, ya que sabemos desde Winnicott que en este nivel de desarrollo  “madre  y bebé” son la misma cosa, quedando ambos con una sensación de vacío, futilidad y muerte.

El texto de la madre muerta  está dentro de la así denominada por Green “clínica del vacío”, que remite a la clínica  del sujeto que si bien inicialmente acude a análisis sin una franca “depresión” manifiesta  (lo que Green llama depresión “negra” refiriéndose a la  melancolía) tiene una experiencia del self de “futilidad” , de “vacío mental” y de “inexistencia” (lo que Green llama “depresión blanca”) que ha permanecido egosintónica a lo largo de su vida.  Este “duelo blanco” sólo puede manifestarse en el vínculo paciente-analista, por lo que resulta para Green   una revelación de la transferencia” (pág. 215), revelación de que algo siempre ha estado allí, algo “sabido pero no pensado”.

El complejo de madre muerta y su consecuente “duelo blanco” nos pone entonces de lleno en el territorio de la  patología de carencia o  déficit que tantos analistas  señalan ahora como lo  prevaleciente en la clínica contemporánea.  Al respecto, Green menciona que: “si debiéramos escoger un solo rasgo para señalar la diferencia entre los análisis contemporáneos y lo que imaginamos pudieron ser en el pasado, probablemente habría un acuerdo en situarlo en el terreno de los problemas del duelo” (Green, 1989, p. 209).

Así pues, el texto de la  “madre muerta” se anuncia como una aportación de la escuela francesa contemporánea a la problemática del duelo,  problemática que se inicia con  Freud en “Duelo y melancolía” (1917) en la que  estructuró en forma magistral el primer modelo psicoanalítico del duelo, bajo el principio de la decatexia libidinal y en donde aparece la primer definición psicoanalítica del duelo como “(…) la reacción frente a la pérdida de una persona amada o de una abstracción que haga sus veces,  como la patria, la libertad, libertad, un ideal, etc.”. (pág. 241)

No obstante, en el texto greeniano, la cuestión del duelo y su definición se problematiza, ya que justamente en el caso del “complejo de madre muerta”, lo que se pierde no es  “una persona amada”, sino “el amor de la persona”; dicho de otra manera, la persona (“madre física”) sigue allí, pero no así el amor (“madre psíquica”), ya que los lazos afectivos y libidinales hacia el bebé, se han retirado y en ese sentido, ella ha muerto para el bebé a pesar de que la madre sigue allí . 

Llegamos aquí al punto central del trabajo, donde lanzo los siguientes cuestionamientos: ¿Qué consecuencias tiene ser hijo de una madre en duelo?, ¿quién emerge de este maternaje interrumpido? y en última instancia ¿qué herencia transmitió  la “madre muerta” a su hijo?

Un intento de respuesta me llevó a revisar la obra de Christopher Bollas -que en palabras del propio Green-  es un auténtico pensador independiente que  sigue su propio camino entre las capillas de psicoanálisis contemporáneo, como un peregrino solitario” (Green, en Bollas, 1987). Fue justamente  en este “peregrino solitario” en el que encontré  un refugio y  una luz explicativa desde donde comprender el mundo psíquico que comparte la díada  mamá-bebé  y desde allí entender lo que puede devenir como consecuencia psíquica de vivir un “complejo de madre muerta” y así complementar desde Bollas  lo que Green postula en su propio trabajo.

El puente entre los autores viene a partir de mi propia lectura de su obra  en la que sostengo que -si bien ambos autores pueden considerarse  como “hijos teóricos  de Winnicott-  Green se centró  más en la clínica de “lo negativo[2]” es decir, la consecuencia del “no acaecer” psíquico, mientras que Bollas se centró en lo que “sí acontece” , lo que podría llamarse la clínica  de “lo positivo”[3].

Por “positivo” no quiero decir que Bollas se centra  únicamente en aquello que la madre hace para gratificar  a su bebé (en ese sentido “positivamente”),  me refiero más bien al tipo de maternaje que encierra el concepto winnicottiano de “madre suficientemente buena” que es aquella capaz de gratificar, pero también de frustrar, capaz de estar y también de separarse y volver cuando el umbral de la angustia de separación está a punto de ser colmado, que es justo lo que no pasa con la “madre muerta” greeniana, que no volvió más, y en ese sentido dejó una huella “negativa” en su infante. Considero, entonces, que el carácter traumático  generado por el complejo de  “madre-muerta” lo es  justamente por  la interrupción de ambas funciones (gratificación y frustración de la madre), lo que creará una detención en el   incipiente desarrollo del infante; dicho de otro modo no es lo mismo el no de la frustración que el nunca más de la muerte, en el sentido que le hemos dado a la “madre muerta” .

Hipotetizo, entonces, que estudiando algunos conceptos de Christopher Bollas, centrados en lo que sí se estructura a partir de un buen maternaje,  podemos desde allí inferir con más claridad cuáles son las consecuencias  en la subjetividad de un  bebé  producto de una “madre-muerta”, a partir de revisar “lo que no pudo ser”, si se me permite la expresión.  Revisaré a continuación algunas de las aportaciones de Bollas.  

1) Lo transformacional

Lo transformacional  se refiere a una experiencia subjetiva, de hecho la primera en el álbum biográfico, y se da gracias a la presencia de un objeto “ambiente”  que brinda una sensación de fusión estética. Tal objeto será denominado por Bollas como “objeto transformacional” y lo podemos considerar como el precursor del “objeto transicional” winnicottiano. La madre es el objeto transformacional por excelencia, ya que sus cuidados modifican el entorno ambiental del infante. Analizar la función del arrullo, por ejemplo, es pensar un modo de  experiencia transformacional en donde la  madre emite un tono musical con la finalidad de calmar la angustia de su bebé y en ese sentido cambia, transforma, el self del bebé.

En palabras del propio Bollas:

“la  madre es experimentada como un proceso de transformación, y este aspecto de la existencia temprana pervive en ciertas formas de búsqueda de objeto en la vida adulta en que es requerido por su función de significante de transformación (…), se trata de una relación de objeto que emerge no del deseo, sino de una identificación perceptual del objeto con su función: el objeto como transformador ambiento-somático del sujeto. La memoria de esta temprana relación de objeto se manifiesta en la búsqueda, por parte de la persona, de un objeto (persona, lugar, suceso, ideología) que traiga la promesa de transformar el self” (págs. 30-31).

La madre a este nivel es, pues, una especie de  ecosistema, un hábitat, un continente que recibe, hospeda, contiene y transforma lo proyectado por su bebé, de una forma estética y armoniosa. Tal vez recordar la idea de “madre-tierra” de las culturas ancestrales nos da una idea más clara de qué tipo de madre es la que genera fenómenos transformacionales.

Bollas explica que estas experiencias serán buscadas, aun en la vida adulta en aquellos sujetos que la vivieron,  ya que remiten a huellas mnémicas que moran en el inconsciente más originario, el no-representacional, el sabido no pensado. La búsqueda de estas experiencias se puede rastrear por supuesto en el arte, la religión o la ciencia, pero también suele estar presente en un área básica del ser humano, la vida en pareja. En efecto, la pareja “suficientemente” buena permite a ambos miembros generar experiencias de tipo transformacional, fenómenos como la intimidad, los códigos de lenguaje o  lo fusional dan cuenta de ello.

No creo que sea casualidad que sea justamente en esta área (la pareja)  donde Green  (1983) encuentra una marca disfuncional  en los  pacientes que padecen el “complejo de madre muerta”.  La siguiente cita es muy esclarecedora:

“…el sujeto (que padece este complejo)  permanece vulnerable en un punto en particular, a saber, su vida amorosa. En este terreno, la herida despertará un dolor psíquico y se asistirá una resurrección de la madre muerta” (pag.219).

Podemos inferir, pues, que la experiencia transformacional quedará  bloqueada en estos sujetos,  y cualquier intento de tenerla será estropeada porque su lugar está ocupado por la  necrópolis materna. La vida en pareja es, en este sentido, un síntoma de que lo transformacional se ha detenido.

2. Talante y objetos conservativos

En el mundo conceptual de Bollas  habita también el “objeto conservativo” y su acompañante el  “talante”. Por talante se refiere al meterse en un  “estado mental especial” sin que esto implique una pérdida de comunicación con el otro. El talante, es un área legítima de autovivenciarse, una distancia necesaria  entre el self y el otro pero sin perder el contacto (lo que lo distingue de una fuga autista). Para Bollas (1989), todo sujeto tiene un “talante” (ponerse meditabundo por ejemplo) que  es el resultado de un estado de existencia del sí-mismo infantil  pero que  fue obstaculizado por el ambiente; es, entonces, otra forma de expresar lo sabido no pensado. No obstante, para este autor, es importante separar el talante “generativo” del “maligno”. La diferencia la marcan dos características:

a) el talante maligno es usado con el fin de de afectar al otro y alterar su estado de ser (identificación proyectiva); el generativo, en cambio, busca contactar al sí mismo infantil sin alterar al otro.

b) el talante generativo tiene capacidad “reversible” es decir, se usa y se regresa al estado habitual para después ser usada para fines reflexivos, mientras que el maligno genera un estado confusional ya que no se “regresa” del todo al estado habitual.

Lo que importa aquí es que el talante es, en última instancia, una forma de recrear experiencias del self infantil no representadas y en tanto tal se puede entender como un acto de protesta o conservación, un reclamo que grita  éste también soy yo” . El talante guarda, por tanto, una memoria no representada como un objeto valioso que Bollas denominará “objeto conservativo”. Este es  un objeto que se preservó intacto en el mundo interno, congelado, petrificado y sólo escuchable por el oído analítico.

Green, a lo largo de su trabajo, habla una y otra vez de metáforas de objetos congelados, lo que remite no sólo a la imagen de la madre-muerta petrificada, sino –y este es el aporte desde Bollas- al self infantil potencialmente vivo pero atado; empero es el núcleo infantil el que también está petrificado, desde ahí hace más sentido la sentencia que  Bollas (2000) enuncia en uno de sus trabajos más recientes:  “madre muerta, hijo muerto”.

Siguiendo esta línea revisemos la siguiente cita en el propio Green, en donde habla sobre el sujeto doliente: “(…) su amor (el del sujeto doliente)  sigue hipotecado para la madre muerta. El sujeto es rico, pero no puedo dar nada a pesar de su generosidad porque no dispone de su riqueza. (Pág. 222, el subrayado es mío).  Esta  potencialidad detenida, esta riqueza no utilizable, es a mi entender una muestra clara de que el complejo de madre-muerta puede devenir en un objeto conservativo que en otro tiempo tal vez pueda ser utilizable, quizá en el tiempo del análisis. 

3. Lo normótico

Lo normótico es para Bollas (1987), una afección que consiste en ser “anormalmente normal” y con ello quiere designar a cierto tipo de sujetos que, si bien pueden ser perfectamente eficaces y excelentemente operativos, su mundo subjetivo es prácticamente ausente. Esto recuerda a los “antianalizandos” descritos por McDougall (1993), esos pacientes robotizados en donde todo marcha bien, exceptuando claro está que no se sienten vivos. La afección “normótica” es, para Bollas, la enfermedad de la no-existencia, de la parálisis del “self”, de la eliminación de la actividad subjetiva. “Si la afección psicótica se caracteriza por una quiebra en la orientación hacia la realidad (…) la afección normótica se singulariza por una ruptura radical con la subjetividad” (pag.179).

De hecho,  el mismo Bollas en este texto ubica la   afección normótica  dentro de la “serie blanca” greeniana,  donde está el “duelo blanco” y el “bebé” producto de la madre muerta. Este bebé es el futuro paciente “normótico” que llegará al análisis para que le devuelvan su “anormalidad”.

4. Idioma humano y propio ser genuino

En su segundo libro (Fuerzas del destino, 1989)   Bollas postula que existe un instinto  de destino, que expresa la búsqueda de cada persona para entrar en su propio ser genuino, es decir para buscar su self  verdadero en el sentido winnicottiano. Este instinto  de destino es una forma de pulsión de vida cuyo camino dependerá de la capacidad del entorno para facilitar o no su potencial.

Siguiendo esta línea, este autor habla de un propio idioma humano, que no es otra cosa que la configuración de existir de cada sujeto, lo que define su esencia  y lo que lo hace “ser un  personaje” distinto y único en su entorno. Siguiendo claramente a Winnicott, Bollas describe que es la madre la que con sus gestos espontáneos construirá junto con el infante este idioma humano que lo acompañará toda su vida. En el pensamiento de Bollas, el sujeto adulto buscará a lo largo de su vida objetos que se permitan ser “usados” para la expresión subjetiva de su mismidad. Este autor entiende el mundo objetal como un mundo potencialmente transformacionalizante, en el sentido de que los objetos están allí para poder ser vehículos de expresión de nuestro idioma humano.

En una obra más reciente  (The freudian moment, 2007) Bollas centra su atención en el  planteamiento freudiano de la teoría de los sueños y sugiere que la concepción freudiana de la “formación del sueño” puede aplicarse muy bien a su forma de entender la vida diurna y en general a toda la vida psíquica. Así, por ejemplo, sabemos desde Freud (1900) que  un sueño se construye en parte a través del uso de algunos objetos diurnos que en la noche serán utilizables para formar un sueño, esto contiene la idea de resto diurno y figurabilidad psíquica que, junto con los principios de condensación y desplazamiento, son los pilares fundamentales de la teoría del sueño y de la formación del síntoma. Desde la óptica de Bollas, siguiendo en esto a Meltzer (1987) y a Ogden (2005) , la vida diurna también es una continua elección de objetos a “utilizar” para ir configurando un “sueño diurno” que no es otro que la experiencia de ser genuino en todo ser humano.

Bollas describe un mundo objetal “evocador” que puede potencializar fenómenos transformacionales,  en aquellas personas que se permiten ser más “lúdicas” y “libres”, lo que sería lo contrario del sujeto normótico. Pensando desde la lógica del heredero de la madre muerta, la capacidad de usar dichos objetos está detenida, paralizada, por lo que la “elección de objetos” está destinada más a fines “objetivos” que a fines “subjetivos”; dicho de otra manera e insistiendo en lo que se ha dicho, el doliente de la madre-muerta no ha podido aprender su idioma humano;  es, digamos, un analfabeto de su propio ser,  la letra muerta se ha impuesto en él y su análisis será una verdadera campaña de alfabetización, un curso para aprender a leerse y a escribirse.

5. Conclusión

Decía a modo de introducción que el encuentro analítico permite, por sus características, evocar experiencias de otros tiempos y, aún más, experiencias que no pudieron ser. Pienso que en el caso del paciente que padece del complejo de madre-muerta, el encuentro analítico buscará descongelar dos experiencias. El lograr tales experiencias determinará, a mi entender, el cambio psíquico buscado, para esto he utilizado dos metáforas a las que me referiré a continuación.

Primero: “Matar a la madre muerta”. A propósito de esto, Green menciona que el analista debe empeñarse en  darle a la  madre muerta su “segunda muerte” pero que ésta se defiende como “la hidra” que, una vez cortada su cabeza, aparecerán miles más. Esta alegoría da cuenta de lo difícil de la elaboración del duelo blanco, y de la tremenda resistencia a la que el analista se enfrentará. La clave para  Green y para  Bollas está en el enfrentamiento de la bestia ni más ni menos que en el  escenario transferencial. De este modo, por más absurdo que parezca, el paciente va a hacer todo lo posible para que el analista repita la historia de abandonarlo por otro objeto libidinalmente más atractivo y así repetir el trauma ahora con un  “analista muerto”.  Green describe que en transferencia son pacientes que generan un clima literalmente “frío”, distante, casi sepulcral, clima invernal  que está kilómetros de distancia del cálido ambiente histérico, por lo que el analista estará combatiendo continuamente su contratransferencia aletargada y  sus ganas –conscientes o no- de desligarse de su paciente. Creo que el término de contratransferencia “mortífera” de Ogden (2000) es muy oportuno para estos pacientes.  Si, a pesar de todo, el analista se mantiene en seguir vivo, la batalla se habrá ganado. 

Segundo: “Revivir al hijo muerto”. Esta idea remite mas al trabajo de Bollas, que busca ante todo la apertura de  lo sabido no pensado y en esa línea gestar funciones no conocidas hasta entonces por el sujeto, pero que estaban “conservadas” en busca de un estímulo ambiental “suficientemente bueno” para desarrollarlas. El   renacimiento del hijo muerto implica  el resurgimiento de su idioma humano y su ser genuino; éste será el premio de la elaboración del duelo congelado y la reactivación del interés por el mundo objetal.  Un duelo elaborado es, ante todo, la reactivación de la economía libidinal, tal como Freud (1917) lo marcó cuando mencionó que la elaboración del duelo  implica la liberación de la esclavitud al objeto perdido y la búsqueda de nuevos objetos.

Para el sujeto sufriente del complejo de madre muerta, esta búsqueda nueva implica en primer término una reestructuración de la propia parte muerta y, secundariamente, la  búsqueda externa de objetos, al fin más vitales que mortuorios, mas lúdicos que rígidos, es decir, más susceptibles de evocar fenómenos transformacionales.

Bibliografía

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Bleichmar, H. El cambio terapéutico a la luz de los conocimientos actuales sobre la memoria y los múltiples procesamientos inconscientes. Publicado en Aperturas Psicoanalíticas nº9 el 05/11/2001

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