aperturas psicoanalíticas

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revista internacional de psicoanálisis

Número 064 2020 La agresividad en la teoría y en la clínica

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La autodestructividad silenciosa en los pacientes no-neuróticos

The silent self-destructiveness in non-neurotic patients

Autor: Lanza Castelli, Gustavo

Para citar este artículo

Lanza Castelli, G. (2020). La autodestructividad silenciosa en los pacientes no-neuróticos. Aperturas Psicoanalíticas (64). http://aperturas.org/articulo.php?articulo=0001114

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Resumen

Este trabajo comienza estableciendo una diferenciación entre pacientes neuróticos y no-neuróticos. Consigna que en estos últimos se ha enfatizado que la destructividad juega en ellos un papel predominante. Diferencia una destructividad ligada al odio y otra silenciosa, producto de la desinvestidura. Tras categorizar el concepto de investidura postula que la investidura materna hacia el niño, en los comienzos de la vida de este, es necesaria para la constitución del Yo y del narcisismo primario, así como para el equipamiento mental del sujeto. Seguidamente caracteriza lo que ocurre en una serie de aspectos cuando hay una falla en esta investidura primordial por parte de la madre. Estos aspectos son: la constitución del Yo, la actividad representativa y el pensamiento, el deseo, la separación de los objetos significativos, los vínculos. Menciona también algunas de las defensas que se ponen en juego contra el debilitamiento del sentimiento de sí, en estos casos. Lleva a cabo a continuación algunas consideraciones teóricas en relación a la razón de ser de la desinvestidura y al marco teórico general en que podría incluirse. En la última parte propone algunas sugerencias para el abordaje clínico en estos casos y concluye con una ilustración clínica.

Abstract

This work begins by differentiating between neurotic and non-neurotic patients. It states that in the latter it has been emphasized that destructiveness plays a predominant role. It differentiates a destructiveness linked to hate and a silent one, product of disinvestment. After categorizing the concept of investment, it postulates that maternal investment towards the child, at the beginning of the child's life, is necessary for the constitution of the ego and primary narcissism, as well as for the mental equipment of the subject. It then characterizes what happens in a number of aspects when there is a failure in this primordial investment on the part of the mother. These aspects are: the constitution of the ego, representative activity and thought, desire, separation from significant objects, bonds. It also mentions some of the defenses that are put in place against the weakening of the sense of self, in these cases. It then carries out some theoretical considerations in relation to the reason for disinvestment and the general theoretical framework in which it could be included. The last part proposes some suggestions for the clinical approach in these cases and concludes with a clinical illustration.


Palabras clave

Desinvestidura del Yo y de los procesos mentales, Destructividad silenciosa, Pacientes no neuróticos, Perturbaciones del narcisismo primario.

Keywords

This work begins by differentiating between neurotic and non-neurotic patients. It states that in the latter it has been emphasized that destructiveness plays a predominant role. It differentiates a destructiveness linked to hate and a silent one, product.


La imagen de conjunto que se desprende de la práctica actual obliga a tomar en consideración el peso de factores atribuibles al narcisismo y a la destructividad juntamente con lo que concierne a las fijaciones de la libido de objeto

Green, 1993, pp. 117-118

 

 

Si quisiéramos enumerar algunas de las características de los pacientes no neuróticos (adictos, psicosomáticos, anoréxicos, narcisistas, límites, etc.), que cada vez con mayor frecuencia encontramos en nuestra práctica clínica, para enlazar con ellos el tema de este trabajo, podría ser de utilidad contraponerlos con los pacientes neuróticos clásicos, no ya desde el punto de vista sintomático, sino en base a una serie de parámetros teóricos que dan cuenta, desde el punto de vista del psicoanálisis francés contemporáneo (Urribarri, 2013; Lanza Castelli, 2018b), de su funcionamiento mental.

De este modo, podríamos decir -sucintamente- que en los pacientes neuróticos encontramos habitualmente un tejido representacional constituido (formado por representaciones-cosa, representaciones-palabra, fantasías, pensamientos), el cual liga y articula los movimientos pulsionales, a la vez que se encuentra sujeto a las leyes de los procesos primario y secundario, y gobernado por el principio de placer (Freud, 1900/1979a).

En su relación con el objeto, es habitual considerar que este es predominantemente el objeto de la representación o de la fantasía. Por tanto, es sustituible y metaforizable.

El motor para la formación de síntomas lo encontramos en la sexualidad infantil, organizada en fantasías al estilo de Pegan a un niño (Freud, 1919/1979d), cuyo florecimiento tiene lugar en el complejo de Edipo (Freud, 1900/1979a, 1923/1979e, 1923/1979f).

El mecanismo de defensa predominante en estos pacientes es la represión, en torno al cual se organizan los otros mecanismos, propios de cada una de las distintas neurosis (identificación, proyección, aislamiento, formación reactiva, etc.).

Los conflictos identificatorios que en estos casos tienen lugar esta?n ligados a las identificaciones secundarias y a las vicisitudes del deseo, y no ponen en juego el narcisismo primario ni las identificaciones primarias. 

Si pasamos a considerar ahora a los pacientes no neuróticos, podríamos decir que en ellos la representación ya no está asegurada, sino que nos encontramos con los fracasos y los límites del trabajo de representación, en cuyo caso prevalece la expulsión por el acto o por el soma (Green, 1990; Roussillon, 2001).

En dichos pacientes se vuelve crucial la consideración de los traumas en la relación con el objeto primario, así como diversas fijaciones y perturbaciones del narcisismo.

Las defensas predominantes no se organizan en torno a la represión (como en la neurosis), sino que entre ellas encontramos la forclusión, la desmentida, la negación, la escisión del Yo, etc. (Green, 1993).

Los conflictos identificatorios no ponen en juego a las identificaciones secundarias, sino que afectan a las identificaciones primarias, al narcisismo primario y a los límites entre el sujeto y el otro (Roussillon, 2010).

Algunas de las manifestaciones clínicas que encontramos en ellos ponen de manifiesto las perturbaciones del pensamiento, los déficits narcisistas, la fragilidad de la integridad del Yo, el sentimiento de vacío, el sueño traumático, los duelos insuperables, la compulsión a la repetición, la reacción terapéutica negativa, la deriva a través del cuerpo y del acto, etc.

En este segundo grupo de pacientes se ha enfatizado que la agresión y la destructividad juegan en ellos un papel predominante, mientras que el rol de la libido y la sexualidad infantil es -comparativamente- mucho menos importante.

Así, en la obra de Otto Kernberg (entre otros) encontramos una serie de desarrollos en torno a los trastornos antisociales, al sadismo, al masoquismo, al odio y a las múltiples formas de violencia que en ellos habita (1994, 2012).

Sin embargo, esta serie profusa de manifestaciones no agota el ejercicio de la destructividad, ya que hay otra cara de la misma que no siempre es igualmente tomada en consideración. Me refiero a esa forma de destructividad silenciosa –como contrapuesta al estrépito del odio– que cuando se dirige hacia el otro decreta su inexistencia, lo desconoce y lo reduce a la nada, lo que en el lenguaje popular se expresa como “matar con la indiferencia”.

Volcada sobre el sujeto mismo, esta forma de destructividad es la que produce algunas de las características señaladas como pertenecientes a los pacientes no neuróticos, sobre las que me detendré en el presente trabajo, aclarando primero que utilizo los términos agresividad y violencia cuando lo que está en juego es la dimensión ruidosa del fenómeno en cuestión, mientras que la expresión destructividad, si bien puede pertenecer también a esta dimensión y consistir en un grado mayor de la agresividad, más deletéreo, permite también su aplicación al fenómeno silencioso que intento analizar en este escrito.

Postulo también que esta destructividad silenciosa suele tener lugar, de modo predominante, en los pacientes no neuróticos mencionados con anterioridad, que son los que tomaré como referencia en este artículo. Su efecto consiste en la aniquilación o en un marcado debilitamiento de las representaciones, el trabajo del pensamiento, las investiduras de objeto y aquellas que recaen sobre el Yo.

Para caracterizarla me basaré en los conceptos de investidura y desinvestidura, que analizo en primer término.

La investidura y la desinvestidura radical

En su acepción más habitual, Freud entiende por investidura (Besetzung) la energía pulsional que “carga” las representaciones (sean del objeto o del Yo), que las ocupa con su excitación, dotándolas de intensidad psíquica (Freud, 1900/1979a, 1911/1980a, 1914/1979b). Esta energía pulsional o libido, sería el representante de las pulsiones de vida o de amor (Eros), que pujan por unir y complejizar, expandiendo la vida (Freud, 1913/1980b; Green, 1993).

En otro sentido, complementario con este, que se infiere de distintos textos de Freud –sintetizados por David Maldavsky (1977)– la investidura sería un elemento constituyente de la representación-cosa (Sachvorstellung), concretamente la ligadura que mantiene unidas las huellas mnémicas provenientes de distintos canales sensoriales. Estas huellas mnémicas son componentes de dicha representación, más elementales que la misma. A su vez, la representación-cosa consiste en una representación del objeto, del semejante, del otro humano (Freud, 1950/1986; Maldavsky, 1977), en la que predomina el elemento visual y que debe diferenciarse de la representación-palabra (Wortvorstellung).

En lo que hace al narcisismo, entendido como investidura del Yo, Green lo considera, en un sentido enteramente análogo al mencionado, como “el cemento que mantiene constituida la unidad del Yo” (1983, p. 9).

Considerada entonces, en este sentido fundamental, la investidura se revela necesaria para la constitución y la existencia misma del conjunto de representaciones, así como de la unidad del Yo, de su cohesión y de su sentimiento de realidad (Green, 1983).

Pero esta investidura, esta fuerza de la vida y del amor (al objeto y/o a sí mismo), es acechada -en toda una serie de casos- por la sombra de la desinvestidura radical, que tiende a deshacer lo que la investidura había construido y/o por la falta de investidura, que impide la constitución adecuada del Yo y del tejido representacional.

Las consideraciones de Freud respecto a la psicosis nos pueden servir de guía en este recorrido.

Según él, en el primer momento de esta afección se retira la libido del mundo exterior, pero no solamente de las personas y cosas (como en las neurosis, en que permanecen investidas las representaciones de estas) sino también de las representaciones que las subrogan en el mundo interno (Freud, 1911/1980a, 1914/1979b).

Dicha desinvestidura da como resultado una catástrofe del mundo. “El enfermo ha sustraído de las personas de su entorno, y del mundo exterior en general, la investidura libidinal que hasta entonces les había dirigido (…) La destrucción del mundo[1] es la proyección de esta catástrofe interior; su mundo subjetivo se ha destruido (1) desde que él le ha sustraído su amor” (Freud, 1911/1980a, p. 65, 1911/1955, p. 307).

En este párrafo podemos ver que Freud considera la investidura en el segundo de los sentidos señalados más arriba (como elemento constituyente de la representación). Por esta razón, en la medida en que es retirada, dicha representación se destruye.

Encontramos en la obra de Winnicott una idea similar, expresada en el siguiente texto:

Cuando la madre o alguna otra persona de la que el niño depende se ausenta, no hay un cambio inmediato debido al hecho de que el niño tiene un recuerdo o una imagen mental de la madre, o lo que llamamos una representación interna de la misma, que permanece viva durante un cierto período de tiempo.

Si la madre se ausenta durante un período superior a cierto límite medido en minutos, horas o días, entonces el recuerdo o representación interna se desvanece [fades] (…) Asistimos entonces a la desinvestidura del objeto. (Winnicott, 1971b, p. 15)

En los textos de Freud y de Winnicott no se alude a la agresividad, ni a la violencia o el odio, pero sí a un tipo de destructividad que denomino silenciosa.

En ambos casos se trata de un borramiento o destrucción (por vía de desinvestidura) de las representaciones que subrogan al/a los objeto/s en el mundo interno del sujeto.

Sin duda que en el ejemplo de Winnicott, así como en de los pacientes a los que me refiero en el presente trabajo, dicha desinvestidura no afecta a la totalidad de los objetos del mundo, sino que permanece más o menos acotada y coexiste con investiduras en relación a los mismos y a otros objetos.

En dichos pacientes se encuentra en juego, por tanto, en forma parcial y relativamente mitigada, una destructividad de su mundo subjetivo similar a la que mencionan Freud y Winnicott.

Cuando recae sobre las representaciones de objeto es necesario diferenciarla de la represión, ya que en esta última la representación es conservada en lo inconsciente y puede ser eventualmente recuperada por medio de ciertos procedimientos.

En el caso de la desinvestidura como destrucción silenciosa, en cambio, podemos conjeturar que deja, en el lugar en que se encontraba la representación, agujeros psíquicos (Aisenstein, 2014; Duparc, 1992, 1998).

Por lo demás, en el texto de Winnicott se trata de una situación específica en que la madre, antes presente, se ha ausentado un tiempo excesivo y, en ese sentido, ha desinvestido a su hijo (al menos desde el punto de vista de este). La destructividad silenciosa del hijo, la desinvestidura que lleva a cabo, es, entonces, una respuesta a la desinvestidura de sí que supone padecer desde la madre. Esta desinvestidura recae sobre el objeto, pero también, como hemos dicho, sobre su representación, que es parte del acervo representacional, del equipamiento psicológico necesario para la simbolización y el pensamiento, que se encuentran en vías de construcción en el niño. Por esa razón, el borramiento de la misma por vía de desinvestidura implica también un cierto grado de destrucción de sus propios contenidos y procesos mentales.

En línea con este modo de ver las cosas, podríamos decir que en los pacientes no  neuróticos encontramos un tipo de trauma precoz consistente en que la investidura de la madre hacia su hijo no ha tenido lugar desde el comienzo mismo de la vida de este, sea porque aquella se encontraba deprimida, sea porque había padecido un trauma brutal que la desconectó duraderamente de su hijo, sea por una serie de motivos que confluyen en ese hecho: la madre no inviste a su hijo, o lo hace solo en forma parcial, temporaria, eventual, por más que lleve a cabo los procedimientos necesarios para asegurarle la nutrición, el calor y la limpieza.

Este hecho dificulta que el niño pueda investirse a sí mismo, ya que la investidura de sí tiene lugar guiada y activada por la previa investidura materna que se dirige hacia él. Por esta razón se perturba entonces la constitución del Yo y del narcisismo, así como la construcción del tejido representacional que estará en la base del pensamiento.

En lo que sigue veremos este proceso con mayor detalle.

La constitución del Yo y el narcisismo

En la obra de Freud encontramos al menos dos concepciones muy diferentes del narcisismo primario. La primera de ellas, lo considera un estado solipsista, en que la libido del niño recae enteramente sobre sí mismo, antes de toda relación con un otro, con un objeto (Cf., entre otros, 1911/1980a, p. 56; 11913/1980b, p. 92).

La segunda, en cambio, consiste en un enfoque que podríamos llamar intersubjetivo. En él postula que el narcisismo primario del niño se puede aprehender de forma indirecta, mediante la idealización que los padres hacen de él.

Si consideramos la actitud de padres tiernos hacia sus hijos, habremos de discernirla como renacimiento y reproducción del narcisismo propio, ha mucho abandonado. La sobreestimación, marca inequívoca que apreciamos como estigma narcisista gobierna, como todos saben, este vínculo afectivo. Así prevalece una compulsión a atribuir al niño toda clase de perfecciones (…) debe ser de nuevo el centro y el núcleo de la creación. His Majesty the Baby, como alguna vez nos creímos. Debe cumplir los sueños, los irrealizados deseos de sus padres. (Freud, 1914/1979b, pp.87-88)

Es, entonces, esta investidura idealizadora (sobreestimación) que recae sobre el niño la que despertará la libido de este y la guiará hacia su propio Yo, a la vez que incidirá de modo decisivo en su constitución. En efecto, según el planteo de Freud, no existe desde el comienzo una unidad en la que consista el Yo. Lo que hay son pulsiones autoeróticas dispersas, a las que debe agregarse un nuevo acto psíquico para que el Yo se constituya (Freud, 1914/1979b).

En consonancia con la mayoría de los psicoanalistas que se han ocupado de este tema, considero que ese nuevo acto psíquico consiste en la serie de identificaciones primarias que dan nacimiento al Yo y que obedecen, posiblemente, a mecanismos y procesos diversos.

Entre ellas cabe diferenciar las que corresponden al narcisismo primario más antiguo, en el que se postula una fusión entre el Yo y el objeto, y aquellas que corresponden al narcisismo primario más tardío, en el que ya se ha establecido cierta diferenciación entre estos dos términos (Green, 1983).

Entre ambos momentos del narcisismo tiene lugar una gradual separación entre la madre y el hijo, lo que da lugar a eventuales angustias de separación y desintegración (Green, 1983, 2003), que pueden ser mantenidas a raya en la medida en que tiene lugar la presencia de una madre que inviste amorosamente a su hijo y lo sostiene (Winnicott, 1971b). Es el tiempo del autoerotismo en Freud (1914/1979b) y de los núcleos del self en Kohut (1980), que todavía no se han configurado en una unidad.

En un momento posterior, en el que ha avanzado la diferenciación entre el niño y su madre, y en el que los núcleos del Yo se encuentran en proceso de integración en una unidad, tiene lugar la función de la madre como espejo para el niño: “¿Qué es lo que ve el niño cuando mira el rostro de su madre? Estoy sugiriendo que, habitualmente, lo que el niño ve es a sí mismo” (Winnicott, 1971a, p. 112).

Cabe agregar que este espejo no solo refleja, sino que lo hace amorosamente, invistiendo al niño con su amor y su libido idealizadora (la sobreestimación mencionada por Freud), en el caso de la madre suficientemente buena (Winnicott, 1971b) que doy por supuesta en estas primeras consideraciones.

El niño, por su parte, se encuentra en esa imagen de sí que recibe desde la madre, lo que le permite la unificación de su Yo y la construcción de un Yo Ideal, consistente, cohesivo y poseedor de todas las perfecciones (Freud, 1914/1979b). 

En este punto encontraríamos el nuevo acto psíquico del que habla Freud, necesario para la constitución del Yo, ya que la imagen de sí, que es inicialmente externa (el niño se encuentra en los ojos de la madre cuando esta funciona como un espejo para él) será posteriormente internalizada (identificación primaria) y consolidará la unificación del Yo, así como su consistencia. Este Yo, a su vez, será investido con libido (narcisista) por el propio niño, lo que es esencial para el mantenimiento de su consistencia y cohesión, como así también para su autovaloración.

La investidura del Yo, por lo tanto, será doble: la proveniente desde la madre y la que proviene del mismo niño, en la medida en que ha sido previamente investido por la madre. Cuando el proceso se desarrolla adecuadamente esta doble investidura es firme y garantiza un Yo cohesivo, sólido, vital y con un sentimiento inicial de grandiosidad.

Por otro lado, si como dice Winnicott (1971a) lo que el niño ve en los ojos de la madre es a sí mismo (según ella lo ve) y en tanto en la madre hay una sobreestimación de su hijo (Freud, 1914/1979b), lo que este ve, entonces, es a un niño maravilloso, His Majesty the Baby, sobre el que hará recaer su amor, amándose entonces a sí mismo como el ser grandioso que es (según se ve en la mirada materna), como un Yo ideal poseedor de todas las perfecciones.

Pero en los casos en los que el niño no se ve reflejado en el rostro de la madre como His Majesty the Baby, porque esta no lo inviste, o no lo hace suficientemente, no le resultará posiblea aquél crear una imagen de sí como grandioso, ni tampoco su Yo podrá constituirse de un modo consistente y con un sentimiento de realidad.

Por lo demás, tampoco dirigirá sus investiduras hacia sí mismo de un modo pleno, ya que hemos dicho que es la investidura materna que se dirige hacia el niño la que activa y guía las propias investiduras de este hacia sí mismo, consolidando el Yo y contribuyendo a su sentimiento de grandiosidad (base de la posterior autoestima).

En lo que sigue me baso en la conjetura mencionada, según la cual las investiduras que parten del niño y que recaen sobre el Yo son una respuesta a una previa investidura de la madre, que ha tomado al niño como su objeto de amor y de sobreestimación.

Por esta razón, cuando la investidura materna ha fallado, el niño no inviste, inviste precariamente o desinviste al Yo, con las consecuencias del caso.

Podríamos sintetizar del siguiente modo algunos de estos procesos de desinvestidura y sus efectos.

La constitución del Yo

En lo que hace a la constitución misma del Yo, la pobre investidura del mismo (o su desinvestidura) tiene como consecuencia que falte (al menos en parte) el “cemento” (Green, 1983) que lo unifique, le dé consistencia y un sentimiento de realidad. Las consecuencias son una marcada debilidad del mismo en un gradiente que puede ir desde la desintegración en los casos más graves, hasta un sentimiento profundo de pequeñez, debilidad e insignificancia, pasando por estados de fragilidad, atrofia y notable inconsistencia. Todo ello suele ir acompañado de sentimientos de irrealidad, vacío, falta de vitalidad o muerte anímica, profunda autodesvalorización, depresión, etc.

Así, un paciente con trastorno límite de personalidad (TLP) expresa en una sesión lo siguiente: “Me siento como humo, como que no estoy, no existo. Estoy como en babia, que no me entero de nada, como si fuera un fantasma, un ser irreal. Otras veces siento que soy como un hilo que en cualquier momento se corta, me siento nadie, sin la más mínima consistencia, como que no figuro en ningún lugar”. En estas expresiones se ve con claridad la extrema fragilidad narcisista (“humo”, “fantasma”, “hilo que en cualquier momento se corta”), el sentimiento de inexistencia personal, la vivencia de inconsistencia y el sentirse nadie.

En otra sesión el mismo paciente dice: “Yo no siento que tengo un límite, como un dique, como creo que tiene otra gente. Hay gente que dice ‘yo creo, yo pienso, yo siento’, como si hubiera una pelota compacta que fuera el ‘yo’. Lo que yo siento dentro de mí es un túnel vacío, un gran vacío, y en las paredes hay pegadas 4 ó 5 boludeces. Y las cosas que me pasan, con quien estoy...es como que se oyen a lo lejos.” En este caso vemos que los límites del Yo tienen mayor consistencia (ha pasado del “humo” al “túnel” con sus “paredes”), aunque no la suficiente como para que el paciente sienta que tiene una “pelota compacta” en la que consista su Yo. De todos modos, lo que destaca en sus palabras es el vacío interior, que podemos suponer producto de un borramiento de sus contenidos psíquicos (recuerdos, representaciones, afectos, etc.). Por último, en lo que hace al mundo externo la desinvestidura se manifiesta como lejanía.

Otra perturbación importante del Yo en estos casos consiste en que sus límites con el objeto son débiles (Green, 1990, de modo tal que se producen con facilidad situaciones de indiscriminación con el otro, por lo cual en ciertos momentos el paciente puede confundirse y no saber si es él o su padre, su tío, su madre, etc. (Green, 1999). Otra alternativa es que viva como propios sentimientos, ideas, opiniones, etc., que absorbe de algún personaje de la familia, sin mayor conciencia del hecho que está teniendo lugar.

En estos ejemplos podemos ver los efectos de una autodestrucción silenciosa del Yo, llevada a cabo sin odio, producto de una desinvestidura de sí que replica la desinvestidura materna originaria.

La actividad representativa y el pensamiento

En lo que hace al tejido representacional y al pensamiento cabe puntualizar que sus orígenes se encuentran -desde el punto de vista freudiano- en la experiencia primera de satisfacción. Cuando el bebé tiene hambre, llora o patalea inerme. Si cuenta entonces con la solicitud de la madre que acude a darle el pecho, experimenta una vivencia de satisfacción que cancela el estímulo interno. Dicha vivencia deja una huella mnémica que será reinvestida cuando reaparezca el hambre, lo que resultará en una experiencia alucinatoria (realización alucinatoria del deseo), que lo consolará momentáneamente. Si la madre acude en un lapso de tiempo razonable, el niño contará progresivamente con un recurso que lo calmará temporariamente una y otra vez, facilitando la complejización y reunión de diversas huellas mnémicas en la construcción de una representación-cosa. A su vez, mediante la inhibición de la regresión alucinatoria proporcionada por el Yo incipiente, el niño va logrando progresivamente no ya una identidad de percepción, sino una identidad de pensamiento: “Por tanto, el pensar no es sino el sustituto del deseo alucinatorio” (Freud, 1900/1979a, p. 558).

La representación-cosa, entonces, constituye el núcleo del trabajo psíquico de simbolización (Urribarri, 2013), que se complejizará progresivamente en una serie que incluye representación-palabra, fantasía, pensar visual, pensar verbal y abstracto, pensar mentalizador (Green, 2013; Lanza Castelli, 2019).

Pero cuando la madre no inviste al niño y no acude ante el llanto del mismo (o acude tardíamente, o en forma alternante, imprevisible, etc.), la huella mnémica pronto deja de ser reinvestida, ya que produciría un intenso dolor en la medida en que en lugar de evocar la satisfacción evoca el desamparo (por ausencia materna).

Se ponen en juego entonces distintos mecanismos que intentan paliar el dolor. Uno de ellos consistirá en la evacuación (Bion, 1967) y otro en la borradura de las representaciones primitivas, lo que perturbará su complejización y tendrá como efecto diversos trastornos del pensamiento y de la actividad representativa (Donnet y Green, 1973; Green, 2003, 2013). Entre ellos encontramos las dificultades para simbolizar, dando forma y cualidad anímicas y ligando con representaciones, a procesos consistentes en movimientos pulsionales o experiencias emocionales incipientes, por lo que estos quedan en un estado embrionario, pre-psíquico o protomental (Bion, 1961; Donnet y Green, 1973; Green, 1990).

Desde el punto de vista clínico advertimos en el paciente en esos casos la impresión de cabeza vacía, de agujero en la actividad mental, de imposibilidad de concentrarse, de memorizar, de establecer relaciones o aprehender conceptos complejos. En lo que hace a la experiencia emocional aparecen estados de desafectivización generalizados o circunscriptos a determinados afectos, relacionados muchas veces con somatizaciones diversas (ver ejemplo de Claudia al final del trabajo).

En los pacientes a los que me refiero se trata de fenómenos acotados, que podríamos ilustrar con el siguiente texto autobiográfico de un escritor argentino: “Nunca tuve buena memoria, siempre padecí esa desventaja […]. Por eso mi cultura es tan irregular, colmada de enormes agujeros, como constituida por restos de bellísimos templos de los que quedan pedazos entre la basura y las plantas salvajes” (Sábato, 1998, pp. 21-22, cursivas añadidas).

Se ve con claridad en estas líneas de Sábato la destrucción misma de la representación, su borramiento que produce una herida acotada en el psiquismo, un estado de blanco, un agujero (Aisenstein, 2014; Duparc, 1992, 1998).

Otro ejemplo proviene de una paciente grave que, tras un período de vacaciones, expresa lo siguiente: “Durante este tiempo no me sentía yo misma, sino alguien que, mediante un esfuerzo intelectual sabía que era yo. Mi vida no me pertenecía ni tenía continuidad… Pensaba en ti intelectualmente, pero como siempre, sin imágenes. No podía imaginar ni recordar tu rostro. Me decía: cabello cano, delgado…pero no podía tener tu imagen. Solamente el recibir tus mails impedía que me derrumbase.”

Vemos en este ejemplo la conjunción entre la perturbación en el sentimiento de sí y el borramiento en la actividad representativa.

Otra de las manifestaciones de este proceso, observable en la clínica, es el olvido por parte del paciente de lo hablado en sesión, o de lo que el analista le había interpretado y que había aceptado como verdadero. Pero este olvido tiene una particularidad, consistente en que aquello que ha sido olvidado no puede ya ser recordado porque ha sufrido un borramiento, a diferencia del verdadero olvido, fruto de la represión, cuyo contenido siempre puede ser recuperado con mayor o menor esfuerzo. Si ayudamos al paciente -que ha reprimido- podrá recordar lo hablado en la sesión anterior o aquello que se le ha interpretado, pero no será este el caso si lo que ha tenido lugar es un borramiento de la representación, ya que esta no existe más en lo psíquico (Green, 1999, 2003).

El deseo de no deseo

Si tomamos el término “deseo” con la amplitud que tiene en la obra de Freud, podemos incluir en él los diversos movimientos pulsionales y afectivos que dirige el niño hacia sus objetos primordiales. Inicialmente encontramos el hambre, la sed, la necesidad de calor, amor, protección y cuidados. Posteriormente irán apareciendo otros deseos, eróticos y narcisistas. Entre estos últimos podríamos ubicar el deseo de reconocimiento, espejamiento, valoración, atención, comprensión, etc.

En todos estos casos podemos decir, tomando una expresión de René Roussillon (2010), que dichos deseos son “mensajeros”, esto es, que están dirigidos a un otro del cual esperan y necesitan una respuesta. A la vez, la respuesta proveniente desde el objeto primordial será decisiva en lo que hace a la satisfacción, promoción y consolidación de dichos deseos.

La respuesta adecuada en este respecto, por parte de dicho objeto, ha sido conceptualizada como preocupación maternal primaria (Winnicott, 1984), capacidad de rêverie (Bion, 1962, 1963) y la facilitación por parte de la madre para que el niño construya una estructura encuadradora como continente del Yo y base de la actividad representativa (Green, 1983).

Pero en los casos que venimos analizando no es esta la respuesta primordial que ha tenido lugar, sino que ha habido una ausencia, un “pecho blanco” (Green, 1983, p. 243), una no investidura por parte de la madre, cuyos efectos en lo que hace al Yo y a la actividad representativa hemos mencionado ya.

En lo que hace a las incidencias de esta no investidura en la actividad desiderativa y emocional, nos servirá como ilustración un caso que cita René Roussillon en el texto mencionado anteriormente.

Se trata de una joven paciente que restringe al máximo sus intercambios sociales y desinviste sus empujes pulsionales, a la vez que sofoca sus afectos. En él se ilustra cómo la relación vivida en su infancia con una madre inaccesible y que no inviste se reproduce en la transferencia.

A medida que avanza el análisis la paciente puede comenzar a expresar en las sesiones lo que le ocurre antes de las mismas.

En los días previos a concurrir a su encuentro con Roussillon ha empezado a encontrar en sí misma el deseo de relatar diversas cuestiones de su vida personal.

Pero apenas ingresa en el consultorio, la fuente de dicho deseo se agota inmediatamente. Permanece entonces seca, sin impulso vital. Aquello de lo que pensaba hablar le parece de repente insípido, sin interés, aún antes de que profiera palabra alguna.

Poco a poco el pensamiento que le surge en esos momentos, previos a la parálisis, empieza a poder ser formulado. Piensa, mirando los estantes repletos de libros y carpetas, que su analista es un hombre muy ocupado y, sin duda, muy poco disponible.

Ella, que se siente insignificante, ha de tener muy poco interés para “el gran profesor”.

Este pensamiento quiebra de un solo golpe el impulso que la habitaba antes de llegar a la consulta, el cual se desvanece desprovisto de energía, ya que mantener vivo el deseo sería exponerse a una indiferencia segura y revivir agonías experimentadas en la relación con su madre. Se instala entonces un deseo de no deseo, que es el que prevalece en sus intercambios (o en la falta de ellos) habituales, y que produce asimismo estados anímicos en blanco, sin componentes afectivos (dolor, sufrimiento, etc.).

En los casos más graves tiene lugar lo que expresa Freud cuando dice que para el Yo vivir tiene el mismo significado que ser amado por los objetos primordiales (y posteriormente por el Superyó) y que cuando se ve abandonado (desinvestido) por ellos se da por vencido y se abandona (se desinviste) y se deja morir (1979f).

Una confirmación notable de este aserto freudiano la encontramos ya en los hallazgos de Spitz (1972) en los casos de niños que han sufrido una carencia de amor maternal prácticamente total. Dichos niños, después de tres meses de ser criados por sus madres fueron internados en un orfanato en donde recibían alojamiento, alimento e higiene, pero solo una mínima dedicación por parte de una niñera que tenía que atender a diez niños. Tras pasar por los períodos de llanto y protesta, rechazaban el contacto y entraban en un estado de pasividad total, con el rostro vacío de expresión (manifestaciones del deseo de no deseo y de la desinvestidura del mundo exterior y del propio Yo). El porcentaje de muertes en dichos niños fue extremadamente elevado en comparación con los niños criados en condiciones normales.

La separación de los objetos significativos

Es habitual que en las separaciones respecto de personas significativas estos sujetos se sientan desalojados de la mente del otro, a la vez que desinvestidos por él.

Esta vivencia suele ser respondida con una desinvestidura de sí y muchas veces también del objeto, lo que explica que no se pueda conservar un recuerdo del rostro del otro en ausencia, tal como se ve en el ejemplo anterior. La conjunción del  borramiento por parte del otro y de la desinvestidura de sí, producen disgregación o debilitamiento del Yo y perturbaciones del pensamiento, como hemos comentado ya (Lanza Castelli, 2018a).

Este hecho puede ser observado en la relación analítica, cuando hay situaciones de separación. Así, por ejemplo, no es infrecuente observar que en los finales de sesión, al salir del consultorio el paciente siente que ha sido desalojado de ese lugar y borrado de la mente de su analista, lo que da lugar muchas veces a las peores angustias y a sensaciones de derrumbe. De ahí que sea de tanta utilidad muchas veces anticiparle al paciente -un rato antes de la finalización de la sesión- que la misma va a terminar poco después, poner en palabras el significado que tiene para él dicha finalización y, a la vez, poder mantener un nexo entre sesiones a través del intercambio de mails o de llamadas telefónicas. Otro tanto podríamos decir de las vacaciones y de cualesquiera situaciones de separación.

Defensas

Cuando hay suficiente energía disponible, el sujeto hace uso de diversas defensas contra el debilitamiento del sentimiento de sí (Green, 1983; Kohut, 1980).

Una de ellas es la identificación mimética con un partenaire, que entonces se vuelve indispensable y hacia el cual se desarrolla una dependencia existencial.

En otros casos lo puesto al servicio de la defensa es la activación hipertrófica de pulsiones (fantasías habitualmente sado-masoquistas que acompañan la masturbación, acciones aparentemente hipersexuales, promiscuas y/o perversas) cuyo objetivo consiste en brindar cierta consistencia al Yo, neutralizando el vacío y otorgando una precaria vitalidad al mismo.

En el caso del sadismo el sujeto ocupa el rol de un amo despótico, que tiene bajo su férula a un otro convertido en un esclavo que satisface todos sus deseos.

La violencia hacia los demás, la exaltación que otorga la capacidad de infundir miedo, destruir y aniquilar, puede cumplir la misma función y llevar al sujeto a acciones violentas y/o delictivas.

Desde la posición masoquista, el  maltrato, la humillación y el dolor padecidos brindan una mayor consistencia yoica y neutralizan, al menos en parte, el vacío y el sentimiento de inexistencia o de fragilidad extrema.

Así, el paciente mencionado más arriba, que se sentía “humo”, logra en ciertas ocasiones mayor consistencia mediante una proyección con tintes paranoides y masoquistas, que expresa de la siguiente forma tras volver de un viaje al exterior: “Desde que llegué supe que me iba a angustiar, que aunque sea por comparación me iba a espantar la idea de vivir acá, porque acá vivo mal, la paso horrible. Acá estoy marcado, todos me conocen, me miran, me reconocen y me juzgan; saben que soy un pelotudo, alguien de segunda, saben mi historia, saben que tengo mal olor, que en el colegio me humillaban, y todos lo siguen haciendo. Todos me humillan con la mirada; la mirada de ellos me dobla en dos, me humilla, me hace meterme para adentro y hasta tal vez pedir perdón; me marca que soy un ser inferior, alguien de segunda y que nunca voy a poder levantar cabeza, me estropea la vida. Acá las mujeres son harpías venenosas que condenan, y los hombres policías peligrosos y terribles que torturan.”

A pesar de la angustia intensa que lo embarga, el paciente adquiere mayor consistencia y puede decir “saben que soy un pelotudo” “soy un ser inferior”. A la vez, se siente objeto de investidura por parte de aquellos que lo miran, lo reconocen y lo juzgan. La investidura hostil y humillante es angustiante, pero es preferible a los horrores de la disolución del Yo y de la inconsistencia del  humo.

En toda una serie de casos se busca una compensación a través de la fusión con un objeto idealizado (Green, 1983; Kohut, 1980), o de la conquista de objetivos que otorguen mayor integridad (como un título universitario, una condecoración, el logro de posesiones narcisistas (Bleichmar, 2007), logros deportivos, etc. Pero en muchas ocasiones, la presencia de un objeto malo interno atenta contra la obtención de dichos objetivos y ataca al sujeto en la medida en que este se aproxima a conseguirlos, creándose un circuito deletéreo cuyo estado final consiste en un estado de vacío y desvitalización, cercano a la muerte anímica (Lanza Castelli, 2016).

Vínculos

 Lo referido con anterioridad se reflejará en lo vincular, por lo que es habitual que sean buscadas parejas que compensen la propia fragilidad, o que provean las funciones que no se han podido desarrollar en el aparato psíquico del sujeto, como la capacidad de pensar, imaginar, desear, etc.

Esto significa que lo que guía la elección de pareja no es tanto el deseo o el amor (aunque puedan estar presentes también), sino la búsqueda de alguien que pueda hacer las veces de prótesis para un yo y un psiquismo menoscabados.

En toda una serie de situaciones el partenaire hace las veces de un sostén que consolida de algún modo el Yo del sujeto e impide el derrumbe que traería consigo la separación. Esto hace que se desarrolle una situación de marcada dependencia, en un vínculo muchas veces simbiótico, aún en situaciones en las que la pareja resulta insatisfactoria desde el punto de vista emocional y amoroso-sexual.

Así, una paciente de 40 años consulta porque está insatisfecha con su relación de pareja, que mantiene desde hace 20 años. La paciente posee un pensamiento operatorio y pragmático, escasa vida de fantasía y una casi total ausencia de deseos propios. En las primeras entrevistas se advierte que se amolda a lo que propone su pareja y que mantiene una relación simbiótica con él. Predomina el uso del mecanismo proyectivo por lo que en toda una serie de situaciones es en él en quien ve sus propios estados.

Hablando de su insatisfacción y que ha pensado dejar a su pareja, refiere que cuando se lo dice, él se pone a temblar y se desmaya. La terapeuta le pregunta entonces qué supone que él siente y la paciente dice: “Que se cae todo. Que su vida, que él tiene la vida montada de trabajo, casa, todo lo hacemos juntos y vamos a todos los lugares juntos, es como que se termina y no hay nada”.

El “caerse todo” y “se termina todo y no hay nada”, así como el temblor y el desmayo (en el cual podemos ver también un desfallecimiento anímico), parecen referencias a angustias de derrumbe (Winnicott, 1974) no pasibles de ser sentidas y, por tanto, proyectadas en la pareja. Dichas angustias surgen ante la idea de la separación que, por lo tanto, no puede llevar a cabo a pesar de la insatisfacción que le produce la relación. El vínculo simbiótico y de extrema dependencia con el otro (“todo lo hacemos juntos y vamos a todos los lugares juntos”) está al servicio de sostener su propio Yo y evitar el derrumbe temido.

En el curso de las entrevistas preliminares se infiere una relación temprana con una madre que no inviste e inaccesible, que no favoreció la constitución de un Yo consistente, capaz de diferenciarse y separarse, tener deseos propios, adecuado funcionamiento mental, etc. sino que, por el contrario, propició el derrumbe, la desinvestidura y el estado de vacío resultante, que intentan ser neutralizados mediante la relación simbiótica con la pareja.

Algunas consideraciones teóricas

Llegados hasta este punto y tras haber caracterizado -sucintamente- los efectos de la desinvestidura en el Yo, en la actividad representativa, en el deseo, en las separaciones de los objetos significativos y en los vínculos y haber caracterizado algunas de las defensas contra la desinvestidura del Yo, cabe preguntarse por la razón de ser de la desinvestidura, por aquello que la motoriza o propicia.

De igual forma, valdrá la pena también hacer alguna referencia al contexto teórico en el que es posible enmarcarla.

1) En primer lugar, en relación a su razón de ser, podríamos decir que en primer término cabe considerarla una defensa temprana que se activa ante traumas precoces que suscitan angustias intolerables y amenazas de anonadamiento. En esos momentos primordiales cabe la posibilidad de apelar a la evacuación por vía de la identificación proyectiva, tal como propone Bion (1962), pero hay dos razones que llevan a que la misma sea, en algunas ocasiones, sustituida por el borramiento de la desinvestidura. Una de ellas consiste en que en los momentos primordiales en que el Yo incipiente del niño no está separado del objeto, la persecución por el objeto malo es vivida como procedente desde dentro. Por esa razón, cabe conjeturar que esas protoemociones y los pictogramas a los que se encuentran ligadas (Rocha Barros, 2000) son simplemente borrados, destruidos, lo que deja una herida en el psiquismo, un estado de “blanco”, un agujero. La otra razón es que en ciertas ocasiones la identificación proyectiva puede generar una amenaza de aniquilación al vaciar la psique, en cuyo caso se apela a la borradura acotada (Green, 1997).

En estos casos, el borramiento de la desinvestidura se emparenta con la alucinación negativa (tomada en uno de sus múltiples significados) y puede ser utilizada también en otras ocasiones, cuando el Yo se halla más desarrollado. En ese caso “una percepción indeseable, insoportable o intolerable da lugar a una alucinación negativa que traduce el deseo de recusarla hasta el punto de negar la existencia de los objetos de la percepción” (Green, 1993, p. 230). Vale decir que en la alucinación negativa hay un borramiento de la percepción (Duparc, 1998, 2014).

De todos modos, la alucinación negativa no queda confinada al ámbito de la percepción externa, sino que también puede recaer sobre la representación y el pensamiento (Duparc, 1992, 1998; Green, 1993), así como sobre la percepción interna, sea del cuerpo, sea de los afectos (Smadja, 2012).

Por lo demás, las relaciones de la alucinación negativa con la alucinación positiva son múltiples y complejas, tal como muestra Green (1993) en el desarrollo que hace de las mismas.

2) En segundo término cabe plantear que lo que encontramos en toda una serie de casos en los pacientes no-neuróticos es una investidura precaria, incipiente, embrionaria (del Yo y del otro, así como de los propios procesos mentales), que suele desfallecer cuando se retira la investidura externa que recae sobre el sujeto, o cuando este así lo experimenta. Esto se debe a que la investidura de sí es alimentada y sostenida por la investidura del otro, tal como sucede en los momentos primordiales de la vida. La desinvestidura por parte del otro, entonces, es respondida en espejo por un desfallecimiento de la investidura de sí, por una desinvestidura, ya que el sujeto carece de la riqueza y complejidad interna (objetos internos buenos)necesaria para autoinvestirse aún en ausencia de la investidura proveniente del exterior.

En los orígenes de tal estado de cosas encontramos habitualmente una madre que no ha investido suficientemente a su hijo, con lo que no ha permitido, como fue señalado ya, que este invista de manera firme su Yo y sus procesos internos y que internalice objetos buenos por los que sentirse amado.

He analizado con detalle dos ejemplos de este mecanismo en espejo en otros tantos trabajos (Lanza Castelli, 2016, 2018a).

En lo que hace al contexto teórico en el que es posible enmarcar la desinvestidura, considero que aquel que da mejor cuenta de su metapsicología es el de la clínica de lo negativo desarrollada por André Green. Dentro de su enfoque, Green ha caracterizado detenidamente la serie blanca, en la que incluye la alucinación negativa, el duelo blanco, la psicosis blanca, la madre muerta y los pacientes no-neuróticos. Los elementos de esta serie son, según su perspectiva “…el resultado de una de las componentes de la represión primaria: una desinvestidura masiva, radical y temporaria, que deja huellas en lo inconsciente en la forma de `agujeros psíquicos´” (1983, p. 226).

Por lo demás, cabe agregar que en el presente trabajo no me he ocupado del odio y de los procesos de reparación que completan habitualmente el cuadro de la desinvestidura. Mi objetivo ha sido llevar a cabo un enfoque más acotado, con el objetivo de destacar una variable y no complejizar excesivamente el desarrollo conceptual y los ejemplos ni alargar en demasía el texto. Con igual criterio tampoco he desarrollado lo que tiene que ver con otras defensas presentes habitualmente en los pacientes no-neuróticos (Estellon, 2010, Green, 1993), lo relacionado con las fijaciones pulsionales que encontramos en ellos (Chabert, 1999; Green, 2012), con los procesos elaborativos que sí tienen lugar (Duparc, 2014), con el superyó primitivo (Green, 2010), etc., que enmarcan y se articulan con los procesos de desinvestidura en configuraciones clínicas diversas y complejas.

Abordaje clínico

Para terminar, quisiera llevar a cabo ahora algunas consideraciones sobre el abordaje clínico que resulta aconsejable cuando tienen vigencia las perturbaciones señaladas a lo largo de este escrito.

Retomando lo planteado al comienzo del mismo, en relación a las diferencias entre pacientes neuróticos y no-neuróticos, cabe hacer uso de una metáfora freudiana y, a la vez, proponer otra.

Freud compara el trabajo del psicoanalista con el del arqueólogo, que desentierra -mediante construcciones e interpretaciones- lo que ha sido sepultado por la represión y que se halla básicamente intacto.

Pero en el caso de los pacientes no neuróticos, en los que se encuentra operante la autodestructividad silenciosa, no se trata de desenterrar algo enterrado que se encontraría intacto, sino más bien de construir a partir de lo destruido, o de lo constituido de manera embrionaria, como psique primordial (Green, 1997). Siguiendo la propuesta de Schmid-Gloor y de Senarcles (2017), una metáfora adecuada sería la del arquitecto, que ha de construir donde algo se destruyó, o donde la construcción ha sido precaria y parcial.

De este modo podríamos decir que la posición del analista habrá de oscilar de la actitud del arqueólogo a la del arquitecto y viceversa, según el momento del análisis, ya que en todo paciente no neurótico encontramos también una corriente psíquica  neurótica (Freud, 1918/1979c; Green, 2006).

Desde la posición del arquitecto, en el trabajo con pacientes no neuróticos, posee la mayor importancia poder aquilatar –junto con el paciente y en el ámbito de la transferencia/contratransferencia– el peso que han tenido las respuestas reales de los objetos primordiales a sus demandas, deseos y necesidades, así como las incidencias de dichas respuestas (por ejemplo, la desinvestidura de la que ha sido objeto) en su subjetividad. Pero también es importante trabajar lo que este ha hecho con dichas respuestas, ya que de otro modo podríamos favorecer que se ubique en el lugar de víctima con derecho a una indemnización, posición que no es infrecuente en muchos pacientes adictos.

Cabe agregar que sin duda no es sencillo diferenciar lo que han sido las respuestas reales, de la elaboración fantasmática que el paciente ha hecho de las mismas. Es este un tema complejo en el que no es posible demorarnos en esta ocasión.

Otro aspecto de la mayor importancia cuando en el Yo predomina el vacío, o es muy grande su fragilidad, su sentimiento de insignificancia, de sentirse nadie, etc., es lo que podríamos llamar la narcisización del Yo (Green, 1990).

La base para dicha narcisización, en la que el analista intentará suplir, de algún modo, lo que faltó en la infancia del paciente, es una actitud de genuino interés por el analizante, por lo que le ocurre, por su historia, etc. Un componente esencial de esta actitud es tener al paciente in mente. En sus seminarios, Kohut da un ejemplo interesante al respecto. Comenta allí que un paciente de una colega había llegado en estado de total abandono y abatimiento a su sesión del lunes, estado producto de la separación de varios días de la analista. Cuando esta intentó interpretar lo que su estado significaba, comenzó diciendo “Según me contó usted hace dos semanas…”, y Kohut comenta:

Antes de que hubiera podido proseguir con su interpretación el paciente se sintió maravillosamente bien y su aspecto ruinoso desapareció. ¿Por qué? Porque en la mente de ella él había existido como un continuo durante dos semanas. Ella podía recordar algo que le había sucedido a él dos semanas atrás. De modo que él volvía a encontrarse consigo como totalidad al ser visto como un continuo por una persona que le proporcionaba ese cemento que nosotros, aparentemente, no necesitamos más, aunque siempre sigamos en alguna medida necesitándolo. (Elson, 1990, p. 65).

Es difícil sobreestimar la importancia que tiene para estos pacientes que el analista los recuerde, los tenga in mente, en síntesis, que los invista. Este será el “cemento”, al que alude también Green en un pasaje citado más arriba, que contribuirá a que el Yo del consultante se consolide.

Por lo demás, esta investidura del paciente no ha de restringirse necesariamente al ámbito de la sesión, sino que ha de tener lugar tambie?n afuera de la misma, en la medida en que sea  necesario (mediante la disponibilidad del analista a los llamados telefónicos, envíos de mails, whatsapps, etc.).

Resultan de importancia también las situaciones de “afecto compartido”, ya que “El vivenciar compartido de las mismas emociones refuerza el sentimiento de ser del paciente y, sin duda, lo consolida a nivel narcisista” (Parat, 1993, p. 11).

De igual forma, el ayudarlo a investir (o reinvestir) proyectos e ideales refuerza también su sentimiento de sí, como ha mostrado con detalle Kohut (1980).

Cabe agregar que la narcisización del paciente, que pondría freno a la desinvestidura de sí y promovería la reversión del proceso, es solo parte de este recorrido. A esto debe agregarse el trabajo con los mecanismos que determinan una y otra vez dicha desinvestidura, para que el consultante pueda ir desactivándolos progresivamente. Asimismo, a la narcisización ha de seguirle un trabajo de interiorización, de modo tal que el analizante deje de depender de las actitudes del objeto externo y pueda conquistar una autonomía de la que carecía hasta ese momento (Green, 1997; Winnicott, 1958).

Otras intervenciones que resultan también de utilidad son aquellas que buscan establecer ligaduras entre distintas sesiones, diversos temas, distintos momentos en la vida del paciente, representaciones y afectos, tramos del discurso en sesión, etc. (Parat, 1993) –ligaduras que muchas veces han sido destruidas por el borramiento de la desinvestidura– con el objetivo de enriquecer un preconsciente que se encuentra en falta y fortalecer con ello al Yo (Green, 1990).

Yendo por último –y para terminar– al tema de la contratransferencia ampliada (Green, 2012), diremos que esta involucra no solamente los movimientos afectivos del analista sino, principalmente, su funcionamiento mental tal como es influido por el material del paciente, pero también por sus lecturas o por las discusiones con sus colegas (Green, 1990).

El profesional utilizará entonces dicho funcionamiento para hacer figurables a los movimientos pulsionales/afectivos embrionarios de su paciente –faltos de simbolización primaria (Roussillon, 2001) por fallas en el objeto materno y “envueltos” en el vacío– en un trabajo que puede ponerse en paralelo con la función rêverie conceptualizada por Bion (1962).

De este modo responderá al vacío y a lo embrionario con un esfuerzo intenso de pensamiento, para tratar de dar representación a aquello que el paciente no puede representar ni sentir (Green, 1990; Smadja, 2012). Cuando el analista tiene la suficiente receptividad a lo que proviene del paciente, así como a su propia actividad fantasmática generativa, surgirán en su propio escenario mental representaciones que ofrecerá en el momento que considere adecuado al analizante, con la intención de activar en este la simbolización de su experiencia interior, que puede caracterizarse como uno de los objetivos psicoanalíticos fundamentales en estos casos.

Podríamos ilustrar este modo de trabajo con una sesión de una paciente de 25 años, a quien llamaremos Claudia, que acude a la misma con una considerable congestión nasal y un fuerte resfrío. Relata un desencuentro que ha tenido con una hermana 10 años mayor, a la que se halla fuertemente apegada. Muy enojada, refiere cómo esta siempre busca dominar a todos y hacer su voluntad sin consideración por las necesidades de los demás. Describe una situación reciente, en la casa de dicha hermana, en la que estaba conversando con otras personas sobre un tema del mayor interés, cuando su hermana, aparentemente molesta por sus opiniones, se levantó de la mesa y se fue a lavar las cosas a la cocina, interrumpiendo la conversación y no volviendo a hablarle en el resto del día.

Irritada porque su hermana había tenido esa actitud, Claudia continúa relatando, con un enojo creciente, diversas situaciones en las que la misma había tenido un comportamiento similar. Mientras habla, tiene que sonarse continuamente la nariz debido a la secreción constante que padece.

Por mi parte, mientras la escucho recuerdo en un momento con nitidez una imagen de un cuadro de De Chirico, que había estado mirando el día anterior en un libro sobre sus pinturas. En ese cuadro se veía a lo lejos a una figura muy pequeña de una persona en un espacio vacío, con enormes edificios al costado, también vacíos. El cuadro transmitía, en mi opinión, un estado de soledad y desamparo en el contexto de un vacío relacional.

Ante la aparición de esta imagen en mi mente, conjeturo que la misma podría consistir en una representación del sentimiento de desolación que en Claudia habría quedado en un estado protomental (Bion, 1961), en forma embrionaria, por así decir, y que me habría transmitido por medio de la identificación proyectiva realista (Bion, 1967).

Le digo entonces que entiendo muy bien su enojo y los motivos que tiene para sentirlo, pero que me pregunto si no se sintió también abandonada cuando su hermana se levantó de la mesa y no le dirigió ya la palabra en el resto de la tarde.

Claudia me mira sin dar muestras de que mi intervención le haya llegado, pero inmediatamente recuerda que la noche anterior una amiga la había llamado para ir al cine y que ella había preferido quedarse en su casa (hace un gesto con el cuerpo, como encogiéndose) ya que estaba físicamente muy cansada y no tenía ánimos para salir, siendo que ama el cine y le gusta mucho salir con esa amiga.

Después de este comentario vuelve a las críticas hacia su hermana, pero su tono ya no es tan vehemente, sino un poco apagado y en un breve lapso de tiempo su secreción nasal se interrumpe.

Refiere entonces la historia de unos niños de la calle, que había visto la semana anterior en un programa de la televisión, comentario que me da la oportunidad de decirle que habla como si se viera en ellos. Poco a poco, Claudia se va conectando con su experiencia emocional, que ahora posee un grado mayor de simbolización, se le llenan los ojos de lágrimas mientras dice que no se había dado cuenta que le había dolido tanto la actitud de la hermana y que ahora se da cuenta de que se sintió desolada cuando esta dejó de hablarle y no la tuvo en cuenta en el resto de la tarde.

Al terminar la sesión la congestión de la paciente había desaparecido por completo.

Podríamos conjeturar que el equipamiento mental deficitario de Claudia, producto de traumas tempranos –revividos con la hermana– con una madre que no la tenía en cuenta (la desinvestía), le impedían dar forma y cualidad psíquica a su sentimiento de dolor anímico que permanecía en un estado pre-psíquico, o protomental (Bion, 1961), y se manifestaba como cansancio físico, resfrío y congestión nasal, a la vez que era evacuado por medio de la identificación proyectiva (Bion, 1967).

Por mi parte, pude estar receptivo a dicha comunicación, que se hizo figurable en mi interior en el recuerdo del cuadro de De Chirico, a partir de lo cual me fue posible devolverle a la paciente su propia experiencia emocional.

Por lo demás, fue interesante la forma gradual en que Claudia pudo ir apropiándose de dicha experiencia, el modo en que lo protomental fue transformándose en ella en algo mental (psíquico): en primer término surgió el recuerdo de un estado de cansancio físico y de falta de motivación; seguidamente emergió un componente expresivo de la emoción (tono apagado del relato), sin que la paciente tuviera todavía la vivencia consciente de la misma; tras ello, el pictograma emotivo (Rocha Barros, 2000) ya plenamente formado y conjugado con palabras aparece en su recuerdo proyectado en los niños de la calle que vio en la televisión. Y es solo después de esto –y a partir de una nueva intervención por mi parte, relacionando lo proyectado con ella misma– que la expresión emocional se hace más nítida (ojos llenos de lágrimas) y la emoción se vuelve sentible (sentimiento de desolación y dolor anímico) y toma el lugar de la congestión nasal.

 

[1] La traducción castellana habla, equivocadamente, de “sepultamiento” del mundo, siendo que el mismo traductor utiliza la expresión “fin del mundo” para idéntica expresión alemana (Weltuntergang) en una nota en Introducción del Narcisismo, (1914/1979b, p. 72). Esta última locución es, sin duda, más correcta, ya que untergehen ha de traducirse como perecer, quedar destruido, hundirse. Untergang, a su vez, debe traducirse como ruina, naufragio, hundimiento, destrucción. Otro tanto cabe decir de la expresión aplicada al mundo subjetivo.

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