aperturas psicoanalíticas

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revista internacional de psicoanálisis

Número 070 2022

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Un territorio por explorar: la práctica clínica en la era de una pandemia y revolución cultural nacionales

Uncharted territory: Clinical practice in the time of a national pandemic and cultural revolution

Autor: McGrath Howard, Alison

Para citar este artículo

McGrath Howard, A. (2022). Un territorio por explorar: la práctica clínica en la era de una pandemia y revolución cultural nacionales. Aperturas Psicoanalíticas (70), artículo e7. http://aperturas.org/articulo.php?articulo=0001189

Para vincular a este artículo

http://aperturas.org/articulo.php?articulo=0001189


Resumen

Este artículo describe una narración de cómo enfermé de COVID-19 justo cuando los clínicos empezaban a trasladar sus prácticas a sus casas y a las plataformas online. El hecho de enfermar de COVID-19 afectó al trabajo clínico y alteró aún más el marco terapéutico. Desde la perspectiva de una terapeuta blanca, las viñetas clínicas detalladas describen las experiencias de dos pacientes blancos cuyas historias de trauma temprano fueron reactivadas por la pandemia, y destacan cómo sus respuestas se intensificaron con mi enfermedad. Muestro que el cambio en el marco del tratamiento y la vulnerabilidad del terapeuta abrieron nuevos canales para un trabajo significativo durante una época de crisis nacional. El artículo termina con un comentario sobre las implicaciones clínicas del privilegio blanco y el blancocentrismo, y plantea un llamamiento a favor del trabajo antirracista en la terapia psicodinámica y el psicoanálisis.

Abstract

This article describes a narrative of how I became ill with COVID-19 just as clinicians began moving their practices to their homes and online plat- forms. My becoming ill with COVID-19 impacted the clinical work and further altered the therapeutic frame. From the perspective of a white therapist, detailed clinical vignettes depict the experiences of two white patients whose early trauma histories were reactivated by the pandemic, and highlight how their responses were intensified by my illness. I show that the change in the treatment frame, and the therapist’s vulnerability, opened new channels for meaningful work during a time of national crisis. The article ends with a comment on clinical implications of white privilege and white-centrism, and raises a call for anti-racism work in psychodynamic therapy and psychoanalysis.


Palabras clave

COVID-19, existencial, marco terapéutico, pandemia, racismo, regresión, trauma.

Keywords

regression, trauma, racism, pandemic, COVID-19, existential, therapeutic frame.


Artículo traducido y publicado con autorización: McGrath Howard, A. (2021) Uncharted territory: Clinical practice in the time of a national pandemic and cultural revolution. Psychoanalytic Inquiry, 41(6), 378-387. https://doi.org/10.1080/07351690.2021.1944767

Descargo de responsabilidad: el artículo utiliza un estilo de citación y referencias distinto al que utiliza Aperturas Psicoanalíticas, puesto que es una traducción y se conserva el formato original.

Traducción: Marta González Baz
Revisión: Lola J. Díaz-Benjumea

 

Lo que sigue fue escrito para la conferencia del ICP&P y leído el 2 de mayo de 2020:

Estoy de nuevo en cuarentena. No es que me sintiera completamente libre para estar en el mundo una vez que me dieron el alta en el Departamento de Salud el 30 de marzo, pero ahora, después de dar positivo de nuevo, 6 semanas después de la primera vez, estoy de nuevo completamente en cuarentena. En el momento de escribir esto, he empezado a hablar a mis pacientes de esta segunda prueba, y aunque la experiencia es muy diferente esta vez, sigue siendo dura, sigue siendo expositiva, y no estoy segura de lo que significa para mí, para ellos, relacional o globalmente. No hay una forma ordenada de describir lo que este virus me ha hecho a mí o a mi vida o a la vida de mis pacientes o al trabajo clínico. Este artículo abordará cómo el trabajo que estoy haciendo con mis pacientes, y el de ellos conmigo, ha cambiado desde que enfermé de COVID-19, y cómo nuestro viaje juntos, que incluye nuestra reciente parada en la Estación de Diagnóstico número 2, nos ha dado una oportunidad impagable para excavar los restos de nuestras primeras historias. Pero, primero, quiero compartir brevemente mi propia historia, ya que proporciona un contexto y una plataforma experiencial para discutir el trabajo clínico en la época de COVID-19.

COVID-19 13 de marzo

Me enfermé con el nuevo coronavirus el martes 10 de marzo pero al principio no lo sabía.  Pensé que tenía alergia. Esa mañana, cuando entré en la oficina, todos los árboles del exterior estaban en plena floración. Era glorioso. La gente venía a mi oficina con la nariz moqueando, hablando de sus fines de semana, preguntándome por mi semana de descanso. Yo bromeaba con la gente diciendo que no estaba enferma y que tenía alergia, y muchos de ellos decían lo mismo. Sin embargo, al final de esa semana estaba realmente enferma y fui a urgencias para que me hicieran pruebas. Ese fin de semana apenas salí de la cama. El lunes 16 de marzo, el médico me llamó para decirme que había dado positivo en el nuevo coronavirus. Hasta entonces había estado negando la realidad, esperando contra todo pronóstico que los resultados fueran negativos. Mi ansiedad por contagiar a otros era intolerable. Estaba preocupada por mis hijos, por mis amigos y colegas, y por mis pacientes.  En cuanto recibí los resultados, envié un correo electrónico a mis pacientes y se lo comuniqué. Ese mismo día escribí sobre mi experiencia en Facebook porque nadie sabía lo que estaba pasando, y me asustó que este virus se hubiera apoderado de mí, cuando hacía solo siete días se había confirmado un caso en DC.  Mi incredulidad provenía del hecho de que estoy sana y nunca enfermo. Nunca me había sentido tan mal, y me aterraba la idea de que otros enfermaran y lo transmitieran sin saberlo. Un conocido mío en Facebook es un escritor del Washington Post, y vio mi historia y me preguntó si podía entrevistarme. Le dije que sí. La historia se publicó digitalmente al día siguiente, y un día después estaba en la primera página del periódico. El coronavirus es una enfermedad sigilosa e imprevisible. Se relaja y luego vuelve a atacar. Tras la publicación del artículo, entré en la segunda ola de la enfermedad, que no se parecía a nada de lo que había experimentado. Recuerdo que necesitaba documentar lo que me ocurría, porque a veces sentía que estaba perdiendo la cabeza y, posiblemente, la vida.

Las reacciones de mis pacientes a la historia del Post iban desde el shock, la vergüenza, el dolor, la traición, el alivio, la ira, etc. Desde entonces, he cuestionado mi decisión de aceptar la entrevista, pero la experiencia me ha ayudado a trabajar con algunos residuos importantes de vergüenza sobre lo que significa ser visto y percibido como indefenso, peligroso, infeccioso, defectuoso, privilegiado y transmisor viral, tanto de enfermedades como de información. También ha creado un vínculo personal y terapéutico con mis pacientes que tiende un puente entre la formación psicodinámica tradicional de mis primeras experiencias clínicas y la visión más contemporánea que adopto ahora.

La batalla por el testimonio subjetivo es intensa en estos días, ya que vemos el resurgimiento de traumas pasados que inundan el presente, afectados por nuestro trauma colectivo y nacional. Cada uno de nosotros está experimentando miedo, dolor, ira, incertidumbre, y cada uno de nosotros quiere que su experiencia sea validada. Ser creído puede parecer a veces una lucha por la vida, sobre todo en las familias en las que uno de los padres sostiene la verdad relacional, y particularmente cuando se trata de ponerse enfermo o temer ponerse enfermo durante una crisis sanitaria nacional. En la terapia, dar testimonio es fundamental para la tarea: los pacientes necesitan que los creamos, que sostengamos con ellos su verdad relacional. A medida que iba enfermando y el marco de la terapia cambiaba drásticamente, me enfrentaba a un dilema terapéutico que nunca había sentido de esa manera: una colisión interpersonal e intrapsíquica de subjetividades. Por primera vez en mi carrera, mi experiencia estaba en pleno apogeo. Tenía que hablar a la gente de mi enfermedad, no podía permanecer neutral respecto a mi preocupación por ellos, ni abstenerme de responder cuando me preguntaban cómo estaba. Sostener las experiencias de mis pacientes así como la mía propia, sin que una anulara a la otra, les permitía a ellos hacer lo mismo. Intenté asegurarme de que sintieran mi preocupación por ellos y, al mantener mi experiencia como algo secundario pero no irrelevante, comunicar que su subjetividad era primordial.  Al recibir el segundo diagnóstico de COVID 41 días después del primero, esto se volvió más difícil, ya que mis experiencias de miedo y aislamiento empezaron a influir en mis decisiones clínicas sobre lo que debía y no debía compartir.

Las implicaciones clínicas de la COVID-19

Empecé a notar, más o menos en una semana, que mis pacientes querían hablar y trabajar sobre lo que empezaba a sucederles como resultado del distanciamiento físico, el aislamiento, los sueños, el aumento de la ansiedad y el malestar, los cambios en los patrones de sueño, la mayor y menor interacción con la gente. Escuché temas vagamente familiares que se hacían eco de sucesos anteriores de sus vidas que se habían tocado pero que permanecían sin excavar. Experiencias traumáticas no metabolizadas, que antes se habían evitado debido a los acontecimientos de la vida, al drama interpersonal y a métodos de defensa muy bien construidos, estaban saliendo a la superficie. Digo esto con total empatía, porque al igual que les ocurría a mis pacientes, también me ocurría a mí.

Los sueños, las imágenes y el lenguaje tienen un significado intensificado. La palabra contagiosa, utilizada para describir la risa de un ser querido justo antes de que se produzca una pelea, significa algo diferente ahora. El uso de mascarillas ha creado una forma interesante de entender cómo algunas personas se están adaptando a esconderse y cómo muchas de ellas anhelan salir de su escondite. El horror de la forma devastadora en que el virus ha afectado a las residencias de ancianos se mantuvo inicialmente en secreto, y la historia de cómo una instalación escondió los cuerpos de los muertos en un almacén trajo a la mente de algunos de mis pacientes judíos imágenes del Holocausto. Uno de estos pacientes perdió a sus abuelos en el Holocausto y luego a su madre por la COVID cuando ella vivía en una residencia de ancianos. Los sueños están cargados de peligro, incertidumbre e imágenes aterradoras. Compartiré dos casos que ponen de relieve algunas de estas ideas, pero sobre todo llamaré la atención sobre cómo los acontecimientos traumáticos tempranos y posteriores son activados por los acontecimientos actuales. También ilustraré cómo la reaparición de viejos sentimientos y recuerdos ha brindado la oportunidad de examinar traumas pasados.

Material clínico

Caso 1

Andrea es una mujer heterosexual espectacular de unos 40 años.  Tiene éxito en su carrera como médico en una especialidad médica predominantemente masculina, y tolera y acepta con agilidad sus comentarios sexistas inapropiados. Aunque se ha distinguido en el hospital donde trabaja, vive con el temor de hacer algo que la perjudique ante sus colegas o que haga que la despidan. Por ello, trabaja constantemente y está crónicamente agotada.

Andrea creció en una ciudad industrial de las afueras de Cincinnati, hija única de una madre italiana de primera generación y un padre irlandés. La madre de Andrea era una madre muy nerviosa y ansiosa, hiperviligante con su salud y su cuerpo, y tras el traumático nacimiento de su hija, decidió no volver a quedarse embarazada. Andrea y su madre habían estado muy unidas durante la primera infancia y la escuela secundaria, y recuerda haber cuidado de su madre con frecuencia durante los ataques de pánico y los "cambios de humor". Su relación cambió cuando ella tenía alrededor de 12 años, y su atención se centró en los amigos, la feminidad emergente y la socialización. A medida que Andrea se acercaba a la adolescencia, se sentía naturalmente atraída por salir de casa y estaba menos disponible para su madre.  En esta época, su madre quedó incapacitada y estuvo en cama durante un año, aunque nunca recibió un diagnóstico médico.

Durante el resto de la adolescencia de Andrea, ella y su madre tuvieron conflictos que solo se resolvían tras horas y horas de histeria mientras Andrea se sentaba tranquilamente en el suelo del dormitorio de sus padres y escuchaba a su madre lamentarse de lo injustamente que la había tratado su hija. Andrea escribía notas de disculpa y sostenía la mano de su madre hasta que esta podía levantarse y empezar a funcionar de nuevo. Andrea nunca lo veía venir cuando su madre se ofendía por algo que ella hacía, decía o vestía, y sus intentos de autodefensa acababan en un castigo.  El padre de Andrea, que solía estar ausente y ser sumiso cuando estaba en casa, solía ponerse del lado de su madre, y Andrea recuerda que él le decía con rabia que hiciera las paces cuando su mujer estaba inconsolable.  El ensimismamiento de su madre incluía la preocupación mensual por su menstruación, la aparición de alergias a cosas que antes eran inocuas y el desprecio por los regalos que Andrea le hacía o por las comidas que Andrea preparaba cuando su madre estaba incapacitada. Completamente incapaz de especularizar a su hija o de deleitarse con su belleza, su vivacidad y su inteligencia, la madre de Andrea convertía en peligroso estar enfadada, ser vulnerable y ser mujer. Aunque Andrea se sentía más cercana a su padre, el miedo de este a su mujer lo convertía en un aliado poco fiable.

Cuando le dije a Andrea por primera vez que había estado expuesta al virus y que tenía síntomas, su respuesta inmediata fue solícita. Me pidió que la informara de los resultados de mis pruebas porque temía haber expuesto a sus pacientes y compañeros de trabajo.  Es una de las pocas personas a las que seguí viendo durante mi enfermedad. Ahora miro atrás y me pregunto cómo tomé mis decisiones durante esa primera semana de enfermedad. Me doy cuenta de que debía de estar disociada o "fuera de mí", teniendo en cuenta cómo me sentía físicamente. Cuando considero mi decisión de trabajar a pesar de lo enferma que estaba, me doy cuenta de que estaba impulsada por el miedo: miedo al aislamiento, miedo a la pérdida de seguridad, miedo a la muerte. Creo que la pulsión de supervivencia estaba en pleno rendimiento, enmascarada por las defensas del heroísmo y la omnipotencia.

En la terapia semanal, Andrea se presenta como excepcionalmente brillante, elocuente y hermosa, y muy ansiosa. Teme la envidia de las mujeres y la falta de honestidad de los hombres. Segura de sí misma y ambiciosa, parece invulnerable. De hecho, en el tratamiento dice regularmente que no tiene sentido permitirse sentir tristeza o enfado, y que ha dominado estos sentimientos haciéndolos a un lado. Al principio vino a verme porque estaba muy ansiosa en el trabajo, y su relación con su pareja de cinco años se estaba resintiendo como consecuencia de su horario agotador. A medida que nuestra relación se hacía más profunda, Andrea reveló que su pareja se veía regularmente incapacitada por la ansiedad y la depresión, que bebía en exceso varios días a la semana y que era muy reactiva al exigente horario de trabajo de Andrea.

Nos reunimos por teléfono la primera semana que estuve enferma en casa, cuando el resto de DC empezaba a cerrar sus puertas. Aunque casi todos mis pacientes empezaron la cuarentena el viernes que les dije que había estado expuesta, el resto de la ciudad hizo lo mismo poco después. Nuestra sesión comenzó con Andrea preguntando cómo estaba, y diciendo que si aún no era capaz de hablar podíamos reprogramar. En ese momento, no me sentía demasiado mal, así que le dije que estaba bien y le pregunté cómo estaba ella. Empezó a hablar del estrés de estar en casa, sin poder salir, de su miedo a haber expuesto a sus empleados y colegas al virus después de haber sido expuesta por mí. Por el tono de su voz, me di cuenta de que estaba realmente descontenta conmigo, pero que le costaba decirlo. Le pregunté cómo se sentía al contarme cómo le había afectado mi enfermedad, y me pregunté si se sentiría enfadada conmigo por ser yo quien la había puesto en esa situación. Ella me dijo: "No puedo enfadarme contigo, tú estás enferma, no es tu culpa". "Cierto", le contesté, "pero eso no significa que no tengas sentimientos sobre cómo te ha afectado mi enfermedad y que te haya expuesto al coronavirus".

Andrea cedió: "Bueno, es una mierda estar en cuarentena, tuve que dejar el trabajo en cuanto recibí tu correo electrónico diciéndome que habías estado expuesta y que estabas enferma, y estaba fuera de mí por el miedo a que pudiera haber contagiado a la gente o a que yo pudiera estar enferma. Sé que estás realmente enferma, y me resulta difícil decirte lo mal que lo he pasado".

"¡Entonces probablemente sea muy importante que lo hagas!"

Al animarla, Andrea continuó. "Además de todo eso, mi novio tuvo que entrar en cuarentena conmigo, y se ha quedado conmigo, lo que ha sido muy, muy, estresante. Todas las cuestiones relativas a cuánto trabajo siguen provocando que nos peleemos, y cuando decidió pasar a la cuarentena conmigo, no sentí ninguna emoción, sólo miedo. Realmente no quería venir a la terapia hoy, estaba muy enfadada".

Le ofrecí: "quizá estés enfadada conmigo, Andrea, porque si no fuera por mí, no estarías en esta situación".

"Hay una parte de mí que se preguntó: si sabías que estabas enferma, ¿por qué fuiste a trabajar? Me siento fatal por decir eso, pero en el artículo parecía que sabías que estabas enferma y fuiste a trabajar de todos modos...". "La voz de Andrea se interrumpió, esperando mi respuesta.

"Tus sentimientos tienen sentido para mí; tu vida se ha trastocado por completo, tus rutinas se han interrumpido y no puedes ir a trabajar, lo que estoy segura de que te pone muy ansiosa dado lo mucho que te preocupa dar la talla allí. Quiero que sepas que no sabía que estaba enferma cuando nos encontramos, pero siento haberte causado tanta preocupación".

"Pues yo me siento muy mal porque sé que estás enferma, así que lo siento y no quiero que te sientas mal".

En respuesta a su preocupación por mi fragilidad, le dije: "Así que, sí, tengo el coronavirus, pero estoy lo suficientemente bien como para trabajar contigo hoy, y te agradezco que intentes solucionar esto conmigo."

"Sí, no estaba segura de querer hablar hoy".

Consciente de los conflictos de Andrea con la ira, le dije: “Debes de haber estado muy enfadada conmigo, entonces, pero me alegro mucho de que me lo cuentes. Sé lo difícil que es para ti confiar en que puedes enfadarte conmigo y yo lo entenderé y estaremos bien. Pero además, ¡aquí estás depositando tu confianza en una terapeuta que luego se contagia del coronavirus y posiblemente te exponga!". Comienza a reírse porque es realmente absurdo. Continué: "Se supone que debo cuidarte, no causarte angustia, y es un asco que tengas miedo de tener sentimientos sobre esto porque estoy enferma".

Andrea empieza a llorar. "He estado tan jodidamente ansiosa que no puedo dormir. Siento que voy a salirme de la piel".

"¿Te sientes bien contándome eso? Yo estoy bien y quiero saber lo que te pasa".

Andrea responde: "Sí. El hecho de que te hayas disculpado aunque no haya sido tu culpa es nuevo para mí". En esta sesión hablamos de que mi enfermedad era más dura por lo frágil que era su madre, y de que ella nunca era capaz de enfadarse o molestarse con ella sin que su madre se desmoronara y desapareciera en su habitación durante varios días. En otras circunstancias, habría tratado de trabajar más en la transferencia y menos en la transparencia, pero mi propia culpa y ansiedad por haberla puesto en peligro reflejaban demasiado las de ella. Además, su angustia era aguda, y una revisión de la realidad parecía lo correcto.

Durante las siguientes semanas, Andrea tuvo una serie de sueños. A primera vista, parecían impulsados por la ansiedad del coronavirus (varios pacientes dijeron haber tenido sueños perturbadores): intrusos que la asfixiaban, que le tapaban la boca para que no pudiera respirar, personas que le metían cosas por la garganta. Luego vinieron los sueños sobre acontecimientos catastróficos que afectaban a su oficina y a su casa. Ella y yo estábamos en contacto entre las sesiones porque los sueños eran muy perturbadores para ella, y yo sentía que significaban una elaboración de algún tipo. Un sueño especialmente perturbador consistía en que le picaban insectos, miles de pequeños insectos en los pies y las piernas, y mientras evaluaba su letalidad, se daba cuenta de que había animales muertos a su alrededor. En el sueño hizo la observación de que si habían sido capaces de matarlos, también serían capaces de matarla a ella. El último sueño era uno en el que Andrea está en el edificio de su oficina, solo que le recuerda a su escuela primaria. Está allí con una mujer cuyo rostro no reconoce, y le grita por ser crítica, por pensar sólo en sí misma y por ignorar los sentimientos de Andrea. Está llorando, enfadada y gritando, y de repente la persona se convierte en un paciente que tuvo cuando era médico de cabecera hace muchos años, que era anciano, frágil y enfermo de cáncer, y el paciente muere. Andrea está inconsolable en su sueño y se despierta gritando.

Si bien el contenido manifiesto de los sueños se correlaciona fácilmente con la COVID-19, y probablemente fue desencadenado por esta, es decir, asfixia, catástrofe y amenaza a su seguridad al ser picada por un insecto, el último sueño culmina con la muerte de alguien, ya que ella está en su momento más venenoso. Los sentimientos de impotencia de Andrea, que tiene que ahogar su rabia y su dolor hacia su madre, la asfixia de su feminidad y su ebullición, y su miedo a que su propia rabia y toxicidad sean lo que llevó a su madre a la enfermedad y a la atrofia, salen a la superficie a través de los sueños. Los sueños se remontan a un registro temático anterior de toxicidad y de ser eliminada en la relación entre Andrea y su madre.

Caso 2

Charlie es un hombre blanco, heterosexual, cisgénero y judío de unos 40 años que pasó sus primeros años en Oriente Medio, hijo de funcionarios del servicio exterior. Tiene dos hermanos mayores y una hermana menor, todos ellos viven en los suburbios de Detroit, donde la familia aterrizó finalmente cuando Charlie estaba en el segundo año del instituto. Vivían en una ciudad pequeña y poco llamativa pero, en comparación con la mayoría de los residentes, la familia era rica y su estilo de vida creaba un aura de privilegio y mística que suscitaba admiración y envidia. Charlie era el hijo predilecto, por ser el más joven, el menos problemático, el que seguía las reglas y el más riguroso académicamente. Era el confidente de su madre, y ella lo adoraba mientras despreciaba conscientemente a los otros dos chicos, que eran revoltosos y disfrutaban de las peleas y de ir a eventos deportivos con su padre. La hermana estaba totalmente unida a su madre y, por lo tanto, también adoraba a su hermano y satisfacía todos sus deseos. En la familia, Charlie ocupaba una posición especial para todos los miembros por su éxito académico y porque seguía los consejos de su madre.

Charlie fue a la universidad y a la escuela de posgrado en Washington, DC, donde estudió Ciencias Políticas y aceptó el primer trabajo que le ofrecieron una vez terminada su carrera. Trabajó como analista para una organización sin ánimo de lucro de tamaño medio en el ámbito de las políticas públicas, pero fue despedido al cabo de cuatro años por mentir sobre la muerte de un abuelo para poder irse de vacaciones a pesar de no tener días de vacaciones. La forma en que se descubrió esto fue vergonzosa para Charlie, y llevó esa vergüenza con él a la terapia muchos años después. Charlie volvió a estudiar para obtener un segundo título de posgrado, esta vez en estrategia militar. El tío de Charlie trabajaba para el Pentágono y pudo mover los hilos para conseguirle a su sobrino un buen trabajo como analista de inteligencia, donde ha estado desde entonces. Charlie se casó con su novia de la universidad y vivieron en un barrio rico de Virginia con sus dos hijos. Lamentablemente, su mujer murió de un tumor cerebral cuando sus hijos estaban en la escuela primaria. Se volvió a casar, unos años antes de empezar el tratamiento.

Charlie vino a terapia hace 10 años porque era infeliz en su carrera, su matrimonio era cálido pero le faltaba intimidad, y aunque quería a sus hijos, ellos estaban mucho más apegados a su madre, y Charlie se sentía marginado. Se sentía irrelevante en su trabajo y estaba completamente apagado y sin emociones cuando lo conocí. No hablaba mucho de la muerte de su mujer, excepto para describirla como una santa y decir que los chicos lo habían pasado realmente mal cuando ella murió. Durante unos dos años, permanecí inmóvil y casi muda mientras Charlie hablaba de forma monótona y abstracta. Claramente intelectual y reflexivo, no podía dar sentido a su mundo interior y hablaba en círculos sobre cualquier cosa que tuviera un registro emocional.  Rara vez tengo la sensación de querer huir de una sesión, pero la tarea de escucharle era laboriosa. Y aun así, me gustaba mucho. Hablaba suavemente, quería estar en terapia, nunca faltaba a una sesión, rara vez llegaba tarde, y podía notar que mi mirada, mi intento de comprenderlo y mi voluntad de escuchar estaban empezando a ayudarle a ablandarse. Su actitud pendular e impenetrable enmascaraba a un hombre vulnerable, confundido, ansioso, afligido y solitario. A lo largo de los años de terapia, Charlie se abrió y nos permitió desenterrar las partes de su historia que fueron las precuelas de sus años de escuela media, y describió el dolor que sentía por el hecho de que su padre eligiera a sus hermanos en lugar de a él y la obligación que sentía hacia su madre de ser divertido pero no demasiado precoz. Se sinceró sobre la muerte de su primera esposa y me contó el último recuerdo que tenía de ella junto a su cama en el hospital. La enfermera entró para darle un trago de agua, y cuando lo hizo, su mujer se atragantó y tuvo que ser aspirada. Murió varias horas después. Pasó muchos meses hablando de su estado de entumecimiento durante la enfermedad de ella, de su miedo cuando quedó claro que no sobreviviría y de su angustioso sentimiento de culpa por no haber insistido en darle él el agua a su mujer, pudiendo haberle causado la muerte. Hace unos seis meses, hubo una fuerte tormenta de viento que derribó líneas eléctricas y muchos árboles, uno de los cuales cayó sobre la casa de Charlie y dañó considerablemente su tejado. Esto ocurrió en muchas casas esa noche, y a la mañana siguiente fue todo un espectáculo en toda la zona. Desgraciadamente, desde que la COVID-19 derribó a su terapeuta, tuvo que sacrificar a su gato de 19 años.

Charlie tuvo una reacción muy fuerte al leer sobre mi descenso a la enfermedad en el Washington Post. Se emocionó y se horrorizó al saber dónde vivo, cuántos años tengo, las edades de mis hijos, que estoy divorciada... Y se enfureció conmigo por haber comentado el hecho de que había visto pacientes el miércoles de mi semana de regreso a la oficina después de la conferencia en Nueva York. Sentía que yo le había expuesto a sabiendas al coronavirus. Admitió que leer sobre mi vida le resultaba realmente perturbador, ya que mostraba lo poco que sabía de mí y lo poco que había compartido con él.

Como ya he mencionado, hubo algunas personas a las que vi durante mi enfermedad y otras a las que no pude ver. Llevaba unos diez días sin poder reunirme con Charlie. Comenzó la primera sesión como si volviéramos al principio de nuestro trabajo. Parecía distante e impersonal, y hablaba en monólogo, dándome detalles minuciosos de cómo tuvo que entrar en cuarentena cuando se enteró de que yo estaba enferma, de cómo lo había manejado su familia, de lo que estaba pasando en el trabajo. No me preguntó cómo me sentía. Sabía que estaba regresivo y enfadado conmigo, pero yo estaba luchando con mi propia angustia por su distanciamiento y no sabía cómo interrumpir a ninguno de los dos para preguntar. En la siguiente sesión dijo que estaba muy ansioso por hablar. Yo había estado pensando en todas las cosas que él no había dicho directamente, pero que habían estado claramente en la transferencia, y le pregunté de qué tenía miedo. Me dijo que se sintió molesto al leer mi historia sobre la enfermedad y que solo se veía a sí mismo de forma marginal en el relato. Se obsesionó con los detalles que había leído y que no se correspondían con su experiencia sobre mí, y con la forma en que le conté la secuencia de acontecimientos que me llevaron al diagnóstico. También se enfadó conmigo porque nunca le había hablado de mi vida del modo en que él la conoció a través del artículo. Al tratar de explicar su malestar, sonaba enfadado y acusador, y yo empecé a sentirme cada vez más molesta, cosa que compartí con él.

"Charlie", le dije, "me alegro de que quieras hablar de esto, y realmente quiero serte útil, y, también estoy teniendo mis propios sentimientos sobre esto". Asintió con la cabeza y dijo que podía entender por qué. Continué: "Estoy tratando de aclarar, qué es lo mío, qué puede ser esto para ti". Mi mente corría, tratando de encontrar una manera de prestarme atención a mí misma para poder ser útil para él. Solo era consciente de lo avergonzada que me sentía por haber salido en el periódico, de lo enferma que aún me sentía, de lo resentida que estaba porque él estuviera enfadado conmigo por haberle expuesto al virus pero no le importara que yo estuviera enferma. Me sentía frágil y sola y echaba de menos a mis hijos. Sabía que tenía que hacer lo correcto, y escudriñé en mi mente para saber cómo estar ahí para él en medio de todo el pandemónium en mi cabeza. Y entonces me ofreció un regalo. Me dijo: "Antes de la terapia, incluso hace dos años, nunca habría sido capaz de hacer esto contigo, simplemente me habría cerrado y habría encontrado cómo seguir en la terapia sin hablar de ello. ¿Pero cómo puedo hacer eso después de todo el trabajo que he hecho para despertar y volver a la vida? Sabes que he estado trabajando para descubrir cómo me siento y si no hablo de esto, no habrá servido para nada". Creo que de esta manera se estaba afirmando de la forma más honesta y cariñosa que podía, pero aún no podía articular del todo por qué estaba tan enfadado conmigo. La conversación fue extremadamente difícil para ambos y, al límite de mi paciencia con que la gente se enfadara conmigo, y sin estar todavía bien, empecé a llorar. Había sido más propensa a las lágrimas silenciosas con las personas que hablaban de su angustia por los recuerdos recién desenterrados y el dolor no procesado, pero esto era diferente. Lo sorprendente fue que Charlie no se echó atrás. No se movió para ocuparse de mí, y yo me mantuve firme a pesar de que parecía que me iba a derrumbar. Terminamos la sesión con alguna forma de entendimiento, pero la cuestión no se resolvió y, durante las siguientes semanas, hablamos más y más sobre lo que podría estar pasando. Habló de la eutanasia de su gata y de cómo la había llevado él solo para poder llorar sin sentir que debería haber sido más estoico. Dijo que cuando vio que el veterinario le ponía la inyección a su gata tuvo fuertes recuerdos de la muerte de su mujer, de la que se culpaba. Le dije que debió de sentirse realmente solo mientras yo estuve enferma, que tuvo que pasar por esto por sí solo, y me sorprendió diciendo: "Eso no es lo que sentí. Sentí miedo de perderte a ti también". Entonces pudimos hablar de cómo el artículo le hizo sentirse disminuido e irrelevante al colocarlo en mi vida como un accesorio, como se había sentido con su madre y su padre. Pero también despertó los deseos de intimidad que habían parecido fuera de alcance conmigo, dada mi incapacidad para salir de mi postura de contención. Él sintió mi autorrevelación como una traición, a la luz de lo poco que había compartido con él a lo largo de los años. Verme de repente expuesta al mundo le hizo sentir que ya no era el niño especial.

La última pieza de este caso es el árbol caído, que en mi mente freudiana es un símbolo de castración, la castración en este caso del deseo de Charlie de ser precoz como sus hermanos, pero temeroso de perder su lugar de preciosidad con su madre si fuera más parecido a ellos.  Charlie se ha centrado en el momento en que el árbol cayó sobre su casa durante la tormenta y en lo difícil que fue para la familia, que estaba en casa cuando ocurrió. Se libraron de la catástrofe mortal por la pura suerte de los minutos. Habíamos hablado de ello de forma bastante abstracta, ya que se relacionaba con cosas que serían difíciles de abordar si ocurrieran ahora, y Charlie y yo decidimos que el regreso de sus pensamientos a esta experiencia era una reacción natural a la pandemia y a sentir la necesidad de un límite físico que dejara fuera a los intrusos, es decir, al virus. Gran parte de su ansiedad se centraba en su seguridad física y la de su familia, y aunque yo podía entender la inseguridad que podía sentir debido a los diversos traumas que he relatado aquí, había algo compulsivo en su regreso a ese suceso. Finalmente le dije, como hago ahora con él cuando estamos rodeando la excavación arqueológica pero sin cavar, "Charlie, aquí está pasando algo más, ¿de qué más se trata?".

Hizo una pausa y luego dijo: "Dios mío", y comenzó a sollozar. "Iba de camino al trabajo el 11-S, estaba escuchando la radio y oí que las torres gemelas estaban cayendo. Estaba completamente en shock, no podía entender lo que estaba escuchando. Recuerdo que empecé a sudar y a temblar, pero seguí conduciendo porque sabía que si llegaba al trabajo estaría con gente que sabría lo que estaba pasando. Cuando me acercaba a la salida a la 395, oí la explosión en el Pentágono. Me detuve y vomité. No he vuelto a pensar en esa experiencia desde entonces, y no puedo creer que surja así". Le respondí estando con él mientras sentía el trauma de su experiencia temprana, y reiteré lo que ahora también él estaba viendo, que muchas de sus experiencias pasadas estaban saliendo a la superficie debido al terror, la inseguridad y el dolor de nuestras circunstancias actuales.

Conclusión

Nunca he sido tan conciente de la paradoja existencial de cada una de nuestras vidas: cómo vivir plenamente mientras se muere. En este momento de mi vida, lo veo en todas las cosas, especialmente en la gratitud y el dolor, los sentimientos de privación y de abundancia, la experiencia de intimidad y la distancia. No tenemos paradigma para esto, ni marco de referencia para vivir de esta manera tan disminuida pero abrumadora. Como clínicos, estamos viviendo junto a nuestros pacientes de formas aún no determinadas, pero el marco ha cambiado. Me siento profundamente honrada de que me permitan entrar en sus casas y en sus vidas. Me conmueve profundamente su capacidad de utilizar nuestra experiencia compartida para hacer el trabajo más duro de sus vidas, que es afrontar la realidad de que podríamos perdernos unos a otros, de haber perdido al otro, de que se haya perdido mucho, y de que estemos llamados a ser sus testigos, a ayudarlos a superar sus primeros traumas que resurgen y este trauma colectivo emergente. Estamos consiguiendo dar forma a nuestras experiencias mediante la adaptación, la creatividad y la resiliencia. Lo hacemos en medio del dolor y el duelo, mientras aprendemos a vivir y a amar, en el tiempo de la COVID-19.

Adenda

Este artículo se escribió desde la perspectiva de una terapeuta blanca que trabaja con pacientes blancos, y al mirar hacia atrás en las historias de aquellos que componen el material clínico, puedo ver cómo sus experiencias están moldeadas por su blancura, y cómo mi punto de vista teórico y, por lo tanto, mis intervenciones, son blancocentristas. Los sentimientos resurgentes de impotencia, ansiedad, pérdida, falta de seguridad y la reificación de recuerdos largamente enterrados de abandono, abuso e inseguridad significan algo muy diferente en la psique blanca, el cuerpo blanco, de lo que significan en la psique negra, el cuerpo negro. La regresión para tratar los traumas tempranos y no metabolizados en la psique blanca permitió a muchos de mis pacientes mirar sus vidas más honestamente, y esto incluyó la capacidad de observar eventualmente su blancura, su privilegio como personas blancas, y de hablar en terapia por primera vez sobre el racismo en este país.

Cuando leí este artículo para una conferencia el 2 de mayo, nuestro país estaba de luto por las muchas personas golpeadas por la COVID-19 y la asombrosa pérdida de vidas en tan solo unos meses. Los ritmos cotidianos de nuestros días se habían comprimido en la cuarentena, y las noticias procedentes de nuestro gobierno eran erráticas y no ofrecían ninguna garantía de que el coronavirus se estuviera tomando en serio. La gente seguía muriendo a un ritmo alarmante, especialmente en las comunidades afroamericana y latina. El confinamiento de la cuarentena se volvió asfixiante a medida que la novedad de quedarse en casa se desvanecía, sustituida por el miedo y el dolor. El 25 de mayo, George Floyd fue asesinado y la nación lo vio: no teníamos ningún lugar al que ir para escapar de la realidad de la brutalidad racista en nuestro país. Erich Schiffman ha dicho: "Nunca nos hemos quedado en casa el tiempo suficiente para enfrentarnos a la verdad sobre nosotros mismos".

Creo que el duelo colectivo de nuestra nación, combinado con nuestra dependencia de las noticias y de Internet para conectarnos, hizo imposible tratar el asesinato de George Floyd con el mismo nivel de indignación silenciada que solemos mostrar cuando los ciudadanos negros son asesinados solo por ser negros. Un ejemplo: el 23 de febrero, justo antes de que el coronavirus aterrizara en Estados Unidos, Ahmaud Arbery fue asesinado mientras corría por la calle en Georgia. Apenas se registró en la conciencia de los blancos. La pandemia nos ha obligado a quedarnos quietos, incapaces de escapar a la actividad, incapaces de permanecer en la negación soporífera.

La violencia contra el Sr. Floyd, la complacencia sin paliativos de los agentes y otros transeúntes que asistieron al asesinato de otro hombre negro, la falta de procesamiento inmediato de los agentes implicados, la devastación de la pandemia en las comunidades negras y la regresión que todos sentimos, hicieron posible que los blancos reconocieran por fin la brutalidad generacional de nuestro país hacia los ciudadanos negros, y que los ciudadanos negros sintieran, quizá, cierta relajación de las estructuras sociales que los habían silenciado. Por primera vez en la historia, muchos blancos empezaron a hablar de sus privilegios y a reconocer su supremacía blanca, términos que siempre se habían utilizado para describir a los blancos "malos". Creo que si no hubiéramos estado en medio de una pandemia y relegados a nuestros hogares, no estaríamos en medio de una revolución cultural y social para corregir siglos de agravios cometidos por los blancos contra los afroamericanos/negros y otras personas de color.

Como he dicho, he cambiado mi forma de trabajar con los pacientes blancos, y eso incluye ahora una integración muy deliberada de trabajo antirracista dentro del contexto de la terapia. Al igual que no existe un paradigma teórico para trabajar clínicamente con los pacientes durante una pandemia mundial, tampoco existe un marco teórico sobre cómo los terapeutas blancos pueden trabajar con los pacientes blancos sobre el racismo y el antirracismo. Mi reconocimiento de lo mal preparada que estaba para abordar estas cuestiones clínicamente, me llevó a buscar apoyo en la literatura en busca de orientación. Aunque hay una escasez general en la literatura sobre temas clínicos relacionados con la racialización y el racismo, parece haber un deseo cada vez mayor de cambiar este hecho reflejado por la nueva literatura en proceso. La mayoría de los primeros trabajos sobre el racismo implican tratamientos analíticos interraciales (Altman, 2000; Gump, 2010; Holmes, 1992; Leary, 1997), aunque la literatura analítica reciente está abordando el racismo sistémico más directamente como un constructo sociopsicológico (Benjamin, 2018; Harris, 2019; Holmes, 2019; Powell, 2018). Solo pude encontrar unos pocos recursos que abordaban la tarea clínica de trabajar como terapeuta blanca abordando el racismo con un paciente blanco (ver Clausen, 2020; Stovall, 2019 para ejemplos de esto). Veo esto como un área de estudio muy necesitada de progreso.

La falta de oportunidades, de tutoría y de diversidad académica en los programas de postgrado y en los institutos de formación de postgrado mantienen un dominio psicoanalítico exclusivo blancocentrista. El fracaso en resaltar el impacto teórico, personal y clínico y las repercusiones de la blancura, el racismo y el antirracismo, perpetúan la jerarquía predominantemente blanca en nuestro campo con sus prejuicios conscientes e inconscientes. ¿Es de extrañar que haya tan pocas personas de color que se conviertan en psicoanalistas? ¿Es de extrañar que nuestro campo esté empezando a tener en cuenta conceptos como el privilegio blanco y el racismo del sistema?

Mi propia vulnerabilidad y continua evolución, viviendo y procesando las pandemias gemelas de la COVID y el racismo, han alimentado mi conciencia del juego entre ambos, y han aumentado mi deseo de prestar atención a este profundo problema en la cultura y la historia del psicoanálisis.   Estoy agradecida por tener esta oportunidad de pedir a otros que se unan a mí para abordar el racismo incrustado en nuestra profesión.

Reconocimientos

Me gustaría expresar mi gratitud a Janna Sandmeyer, amiga y colega que, junto con Sandra Hershberg, me dio la oportunidad de presentar y escribir este artículo. Mi reconocimiento a ambas por su apoyo y su generosidad. Gracias, también, a Adrienne Harris, ICP+P, y a mi querido amigo Vincint Thomas.

Referencias

Altman, N. (2000). Black and white thinking: A psychoanalyst considers race. Psychoanalytic Dialogues, 10(4), 589–605. https://doi.org/10.1080/10481881009348569

Benjamin, J. (2018). Beyond doer and done to: Recognition theory, intersubjectivity and the third. Routledge.

Clausen, M. (2020). Whiteness matters: Exploring white privilege, color blindness and racism in psychotherapy. www. psychotherapy.net

Gump, J. P. (2010). Reality matters: The shadow of trauma on African American subjectivity. Psychoanalytic Psychology, 27(1), 42–54.  https://doi.org/10.1037/a0018639

Harris, A. (2019). The perverse pact: Racism and white privilege. American Imago, 76(3), 309–333. https://doi.org/10. 1353/aim.2019.0026

Holmes, D. E. (1992). Race and transference in psychoanalysis and psychotherapy. The International Journal of Psycho- analysis, 73, 1–11.

Holmes, D. E. (2019). Our country tis of we and them: Psychoanalytic perspectives on our  fractured  American  identity. American Imago, 76(3), 359–379.   https://doi.org/10.1353/aim.2019.0024

Leary, K. (1997). Race, self disclosure and “forbidden talk”: Race and ethnicity in contemporary clinical practice. The Psychoanalytic Quarterly, 66(2), 163–189.  https://doi.org/10.1080/21674086.1997.11927530

Powell, D. R. (2018). Race, African Americans, and psychoanalysis: Collective silence in the therapeutic conversation. Journal of the American Psychoanalytic Association, 66(6), 1021–1049. https://doi.org/10.1177/0003065118818447

Stovall, M. (2019). Whiteness on the couch. www.Longreads.com