aperturas psicoanalíticas

aperturas psicoanalíticas

revista internacional de psicoanálisis

Número 020 2005 Revista Internacional de Psicoanálisis en Internet

El vínculo, las intervenciones técnicas y el cambio terapéutico en terapia psicoanalítica

Autor: Jiménez, Juan Pablo

La psicoterapia es un tipo particularmente complejo de relación de ayuda. Quien consulta, lo hace aquejado por algún síntoma o problema que supone tiene alguna causación psicológica. El que el paciente sea capaz de mostrar su dolor psíquico, y que el terapeuta sea capaz de acogerlo empáticamente, y desde allí empezar su labor de ayuda psicológica, ha sido desde siempre el punto de partida de toda psicoterapia. La relación existente entre intervención terapéutica y vínculo fue establecida por Freud en 1913 cuando, respondiendo a la pregunta de en qué momento intervenir, escribió: “Nunca antes de haberse establecido en el paciente una transferencia utilizable, un rapport en toda regla con nosotros. El primer fin del tratamiento es siempre ligar al paciente a la cura y a la persona del médico. Para ello no hay más que dejarle tiempo. Si le demostramos un serio interés, apartamos cuidadosamente las primeras resistencias y evitamos ciertas torpezas posibles, el paciente establece enseguida, espontáneamente, tal enlace” (Freud 1913, BN, vol V. p.1671-2; énfasis mío). A reglón seguido, Freud insiste en que el terapeuta debe evitar cualquier actitud que no sea de simpatía y de cariñoso interés hacia su paciente. Nueve décadas después, esa afirmación sigue siendo válida, quizás mucho más de lo que el mismo Freud pensaba en ese momento. Ha pasado mucha agua bajo el puente y la naturaleza del vínculo y de las intervenciones eficaces del terapeuta han ido revelando una fascinante complejidad.

Por otro lado, un tema de larga data en la preocupación de los psicoanalistas es examinar qué formas de intervención pueden resultar más apropiadas para producir el cambio terapéutico, dadas determinadas condiciones del paciente y de la relación que éste establece con su analista. Por cierto, éste es –o debiera ser–, también un interés central en trabajo cotidiano de cualquier terapeuta sensato frente a la variedad de sus pacientes singulares. La diversidad teórica y práctica, y la actual permeabilidad a los hallazgos interdisciplinarios en neurociencias, en investigación en proceso y resultados en psicoterapia y en relación temprana madre-bebé, han liberado al psicoanálisis de cargas ideológicas de modo tal, que este tema cobra gran legitimidad. Estamos dejando atrás la época en que desde la autoridad institucional y la formación psicoanalítica oficial se promovía una técnica estándar, cuyo objetivo parecía estar más al servicio de la defensa de una identidad gremial frente a la irrupción de la multiplicidad de escuelas y corrientes –dentro y más allá del psicoanálisis–, que del desarrollo de una mejor atención de nuestros pacientes. La técnica estándar fue reduciendo cada vez más las indicaciones para el psicoanálisis y todo el esfuerzo se hacía en buscar pacientes adecuados para el método, pues una técnica así idealizada exige una actitud selectiva respecto de la indicación, donde es el paciente quien se debe ajustar al método y no al revés. Las técnicas modificadas, en cambio, permiten un conjunto adaptativo de indicaciones, donde el tratamiento es el que se adapta a las características de cada paciente (Thomä & Kächele 1989). Por cierto, tal postura entra en conflicto con una definición uniforme de técnica psicoanalítica. Esta prolongada discusión acerca de lo qué es propia y específicamente psicoanalítico, sin embargo, se ha vuelto a mi entender estéril y muy aburrida. Felizmente corren nuevos vientos en la comunidad psicoanalítica, y estoy en total acuerdo con Gabbard & Westen (2003 p.826; énfasis en el original) quienes recientemente han sugerido que debiéramos “diferir la cuestión de si acaso estas técnicas son analíticas y focalizarnos más bien en si acaso ellas son terapéuticas. Si la respuesta a esta cuestión es afirmativa –continúan–, la pregunta que sigue es cómo intregarlas en la práctica psicoanalítica y psicoterapéutica de la manera que más ayude al paciente”. Para estos autores, una teoría moderna de la acción terapéutica debe describir tanto lo que cambia (los objetivos del tratamiento) como las estrategias que son probablemente útiles para promover tales cambios (técnicas). Hemos llegado a un punto en que las teorías de mecanismo único de acción terapéutica –no importando cuán complejas ellas sean–, han probado ser poco útiles en este sentido, a causa de la variedad de metas de cambio y de la variedad de métodos eficaces para lograr el cambio en la dirección de tales metas.

El desafío frente al cual estamos, entonces, es uno de integración. La tarea actual de la investigación clínica, teórica y empírica, es pues integrar de manera coherente el abanico de diferentes posibilidades terapéuticas. Consecuentemente, en este artículo me basaré no sólo en la teoría clínica psicoanalítica sino también en los resultados de investigación empírica en psicoterapia y psicoanálisis.

El modelo genérico de psicoterapia

Un área de investigación en psicoterapia de particular relevancia para la práctica clínica es aquella de los estudios de proceso-resultado. Originalmente, durante los años cincuenta y sesenta, cuando el campo de investigación psicoterapéutico era muy joven, los investigadores típicamente distinguían entre los estudios de resultado y los de proceso. Los primeros intentaban evaluar la eficacia de los tratamientos. Algunos pacientes eran asignados para “tratamiento normal”, mientras a otros se los dejaba para comparación o grupo control sobre una base aleatoria, sin tratar de especificar o de evaluar que ocurría en psicoterapia. Por otro lado, muchos estudios focalizaban en el proceso más que en el resultado del tratamiento. Algunos de estos estudios de proceso buscaban documentar la presencia y operación de algunas técnicas terapéuticas favoritas (por ejemplo, interpretación para los psicoanalistas, empatía para los rogerianos). Otros investigadores simplemente buscaban describir lo que “realmente” pasaba en las sesiones de terapia. De estos últimos estudios se fue diferenciando la investigación de la relación proceso-resultado, que examina la relación entre la eficacia del tratamiento y aspectos específicos del proceso terapéutico, buscando responder a la pregunta: ¿Qué es lo efectivamente terapéutico en el proceso terapéutico? Naturalmente, la identificación de los factores curativos tiene una incidencia directa en el perfeccionamiento de la técnica psicoterapéutica.

La investigación proceso-resultado es una de las áreas de más rápido crecimiento en investigación de psicoterapia. En una revisión completa, aunque no la más reciente, Orlinsky, Grawe y Parks (1994) tabularon un total de 2.343 hallazgos independientes de proceso-resultado publicados en inglés y alemán entre 1950 y 1992. En relación con la revisión anterior (1986) el número de hallazgos se había doblado en ¡7 años! No es de extrañar que hasta los mismos investigadores –para qué hablar de los clínicos–, no parecen tener conciencia de la magnitud e implicancias de los nuevos logros en conocimiento para el desarrollo de nuestro campo, tanto en lo teórico como en lo clínico.

Para transformar esta masa de hallazgos en un cuerpo coherente de conocimientos se requería de un modelo teórico de terapia que se adaptara tanto a las necesidades del investigador como a las del clínico, y que pudiera organizar las muchas y diferentes variables que han sido estudiadas en un conjunto abarcativo manejable de categorías conceptuales. Así surgió el modelo genérico de psicoterapia, desarrollado por Orlinsky y Howard (1986, 1987a, 1994). La tabla siguiente resume los elementos del proceso psicoterapéutico que tienen incidencia en los resultados:

Un concepto ampliado de técnica psicoterapéutica

De entre las múltiples variables de proceso estudiadas en su relación con los resultados, tales como la técnica empleada, la personalidad y estilo de terapeuta, el encuadre, etc., las variables que han demostrado afectar más los resultados son las que dependen del paciente. En esto no son tanto las variables psicopatológicas aisladas sino, básicamente, la capacidad del paciente, más allá de su psicopatología, condiciones demográficas u otras consideraciones contextuales, de establecer con su terapeuta una buena pareja de trabajo, una buena alianza terapéutica. Este descubrimiento apoya la concepción diádica de la terapia, según la cual todos los fenómenos emergentes en la relación terapéutica dependen de ambos participantes. En este sentido, 

la buena intervención terapéutica puede definirse como aquella entregada por un terapeuta diestro, es decir, aquel que sabe integrar conocimientos técnicos y empatía, a un paciente dispuesto a recibirla

La consideración de los resultados de la investigación en psicoterapia, nos ha llevado a ampliar el concepto de técnica más allá de las intervenciones técnicas específicas (aclaración, interpretación, etc.). El modelo genérico define seis campos de variables que tienen incidencia en los resultados. Por supuesto, aún cuando tengan un peso diferente, son sólo aspectos de un mismo proceso. Tradicionalmente, el concepto de técnica terapéutica se reducía sólo a las intervenciones específicas. Sin embargo, creemos que en una concepción amplia de los factores curativos, la técnica debe ser redefinida:

Técnica psicoterapéutica es el conjunto de reglas que permiten la maximización de los factores curativos y la minimización de los iatrogénicos.

Tratemos de entender esto más en detalle. Que el aporte del paciente sea esencial en el resultado significa, por ejemplo, que es necesario que el paciente entienda muy bien qué es lo que se espera de él durante el tratamiento y qué es lo que él puede esperar de su terapeuta. Significa que, no importando la actividad del terapeuta, éste debe respetar el ritmo del paciente y considerar con mucho tacto sus resistencias; antes de interpretar el conflicto debe evaluar la disposición del paciente a recibir tal interpretación. Los terapeutas estamos habitualmente muy conscientes de la asimetría de la relación terapéutica, en el sentido de que es el paciente quien viene a pedir ayuda y nosotros quienes la damos. Sin embargo, los resultados de investigación muestran que si el paciente no nos ayuda, es decir, no colabora con nosotros, en vano nos esforzaremos. Nos muestran que los pacientes también seleccionan a sus terapeutas y que hay algunos que saben sacar lo mejor de nosotros mismos, incluso más allá de nuestros errores.

La concepción monádica de las intervenciones del terapeuta

En el campo de las terapias psicoanalíticas, es clásica la división hecha por Freud (1940a) entre los modos de acción de las psicoterapias, per via di porre, y del psicoanálisis, per via di levare. Sin entrar a la discusión acerca de las similitudes y diferencias entre psicoterapia y psicoanálisis, es posible afirmar que ambas vías atribuyen al terapeuta toda la actividad relevante en el trabajo del cambio. En efecto, Etchegoyen (1986, p.275s.) define como material todo lo que surge del paciente, agregando que el “analista opera sobre ese material con sus instrumentos”. A su vez, divide los instrumentos en aquellos destinados a influir sobre el paciente y aquello destinados a recabar información. Aun cuando entre líneas este autor reconoce cierta actividad al paciente, el marco teórico en el que se mueve es uno que se figura a un paciente más bien pasivo que es influido, modificado, etc., por un terapeuta que, ya sea dando apoyo o interpretando, promoverá los cambios buscados. Así, los distintos instrumentos del terapeuta, apoyo, sugestión, abreacción, manipulación, esclarecimiento, interpretación, etc., son definidos desde el terapeuta y nunca considerando al paciente. Como máximo, éste se limita a reaccionar frente al terapeuta. Por ejemplo, apoyo se define como la “acción psicoterapéutica que trata de dar al paciente estabilidad o seguridad, algo así como un respaldo o un bastón” (Etchegoyen, p.277). La limitación de esta definición queda clara algo más abajo, cuando Etchegoyen plantea que “si, en cambio, entendemos por apoyo una actitud de simpatía, de cordialidad y de receptividad frente al paciente, desde luego este apoyo es un elemento ineludible en toda psicoterapia”. En todo caso, durante mucho tiempo, psicoterapia se entendió como la terapia básicamente centrada en el apoyo y psicoanálisis como la forma de terapia centrada en la interpretación. Frente a un paciente concreto, la regla técnica que se deduce de esta concepción que atribuye al apoyo una inferior calidad, es la siguiente: “Sé tan expresivo como puedas y da tanto apoyo como tengas que dar” (Wallerstein 1986, p.688).

Otro aspecto relevante de la concepción monádica es su ausencia de pensamiento estratégico, consecuencia de las características orgánicas del modelo de proceso terapéutico subyacente. Por cierto, nadie llega a afirmar que el terapeuta no influye en el proceso pero se tiende a destacar mucho más la autonomía del proceso frente a las intervenciones del terapeuta. De este modo, se piensa que el terapeuta “introduce un proceso..., puede supervisarlo, promoverlo, quitarle obstáculos del camino, y también viciarlo en buena medida. Pero, en líneas generales, ese proceso, una vez iniciado, sigue su propio camino y no admite que se le prescriban ni su dirección ni la secuencia de los puntos que acometerá” (Freud 1913c, Amorrortu, p.132). Esta no es una concepción bipersonal (Balint) o psicosocial de proceso, sino más bien una orgánica. El proceso se desarrolla como lo hace una planta. De ahí que no sea necesario fijarse metas, porque éstas son inmanentes al proceso (como en cualquier crecimiento orgánico); tampoco se necesita pensar estratégicamente, porque, precisamente, el proceso “sigue su propio camino”, bastará con aplicar la regla que Bion sugiere para la comprensión del inconsciente en la sesión analítica, esto es, entrar a ella “sin memoria y sin deseo”. De este modo, en la concepción clásica todo lo relevante sucede entre la actividad del terapeuta y un proceso terapéutico fijado inherentemente, emancipado de la actividad del paciente. Por decirlo así, pareciera que al paciente sólo se le atribuye la capacidad de resistir el desarrollo del proceso.

Siempre en esta concepción monádica, donde las operaciones terapéuticas se definen desde el terapeuta y no desde la díada, Menninger (cit. Por Gabbard 1994, pp.97ss.) ordena siete categorías de intervenciones del terapeuta a lo largo de un continuo que va desde la más expresiva hasta la más apoyadora.

Mientras más expresiva sea una psicoterapia, más cercana al psicoanálisis, mientras más importante el apoyo, más cerca de una psicoterapia.

Otro problema relacionado se refiere al asunto de la estabilidad de los cambios en psicoterapia y psicoanálisis. Regularmente se ha hecho una distinción entre “cambio estructural” y “cambio conductual”. La teoría psicoanalítica del cambio supone que la interpretación y resolución de los conflictos intrapsíquicos inconscientes produce una variedad de cambios estructurales profundos (que serían los cambios “reales”) tanto en el yo como en las demás instancias psíquicas. Por otro lado, los cambios conductuales, o cambios en los patrones de conducta manifiestos, son considerados sólo como maniobras de ajuste defensivas y supuestamente representan aquellos cambios producidos por técnicas no interpretativas (básicamente técnicas de apoyo). En esta dicotomía, se asume que sólo el cambio estructural, o real, –según es producido a través de la resolución de conflictos, señalada por el correspondiente insight–, puede garantizar estabilidad, durabilidad y capacidad para manejar futuras vicisitudes vitales. De este modo, el cambio producido por técnicas expresivas se supone “mejor”. Wallerstein (1986) cuestiona fuertemente el intento de ligar el tipo de cambio alcanzado con el modo de intervención por el cual éste es producido (mientras más expresivo, mejor). La verdad es que la definición de cambio estructural es engañosa. Rapaport (1960) planteó que la única manera de definir estructura es en base a la estabilidad. Según esto, las estructuras psíquicas son procesos de baja velocidad de cambio y el cambio estructural es el cambio que permanece estable a lo largo del tiempo. Sin embargo, uno de los resultados sorprendentes del proyecto Menninger fue que los cambios obtenidos por medios no expresivos fueron tan estables y duraderos, y tan capaces de capacitar a los pacientes para enfrentar futuras vicisitudes, como los cambios logrados a través de la interpretación y el insight. Sin duda, este hallazgo pone en evidencia que la teoría psicoanalítica del cambio presenta muchos vacíos y explica por qué en psicoanálisis la discusión acerca de los factores curativos parece no tener fin. En todo caso, este hecho ofrece una base firme a una terapia de objetivos limitados que en ningún caso pretende una elaboración interpretativa exhaustiva de los conflictos inconscientes.

Para entender mejor la relación entre técnica y cambio terapéutico es necesario introducir aquí algunas distinciones. Siguiendo a Goldfried (1980), cuando se quiere analizar el rol de la técnica de tratamiento, hay que distinguir tres niveles de abstracción. Estos son el nivel de las intervenciones terapéuticas (técnicas en sentido estricto), el de las estrategias terapéuticas y el de los enfoques u orientaciones teóricas. Cada uno de estos niveles plantea preguntas particulares a la teoría y a la investigación. A menudo, la discusión sobre la especificidad de la técnica se ve oscurecida por la falta de distinción entre estos niveles. Así por ejemplo, en el nivel más alto de abstracción, el de los enfoques u orientaciones teóricas, la pregunta que debe responder la investigación en resultados es, por ejemplo, si el psicoanálisis en cuanto forma de terapia es o no más efectivo que las distintas formas de psicoterapias psicoanalíticas y, por supuesto, si las terapias psicoanalíticas son tanto o más efectivas que las terapias de otras orientaciones y, en el caso de que así fuera, si la mayor efectividad es uniforme para cualquier tipo de pacientes. Esta es una cuestión candente en la actualidad y se asocia a aquella de si existen intervenciones específicas para trastornos o desórdenes psicopatológicos específicos. Esta pregunta tiene complejas relaciones con la sociología y la economía de la psicoterapia pues de su respuesta depende la posibilidad de existencia de “tratamientos con apoyo empírico” y de una “psicoterapia basada en la evidencia”. La repuesta que demos en este punto, entonces, tiene consecuencias que afectan la posibilidad de financiamiento de las terapias psicoanalíticas por las compañías de seguro y, por cierto, también afecta la relación del psicoanálisis con la medicina y la psiquiatría. Pero, en este nivel de abstracción hay otra pregunta más interesante –que se refiere a investigación en proceso terapéutico–, cual es, de si acaso un psicoterapeuta que conduce una terapia psicoanalítica –naturalmente guiado por la teoría psicoanalítica–, sólo realiza intervenciones prescritas por la teoría psicoanalítica del tratamiento o, sin advertirlo, también aplica técnicas que no pertenecen explícitamente al arsenal terapéutico propiamente psicoanalítico. Éste es un punto crítico muy relevante para nuestra discusión, pues introduce un elemento sorpresivo en la discusión sobre la especificidad de las intervenciones psicoanalíticas y tiene consecuencias dramáticas para el afán de los psicoanalistas de diferenciarse de los terapeutas de otras orientaciones.

Intervenciones específicas versus factores comunes en psicoterapia

En este sentido, Ablon & Jones (1998) han mostrado que, aún en psicoterapias manualizadas, es posible detectar elementos “prestados” de otras orientaciones terapéuticas y que estas técnicas comunes pueden incluso ser los ingredientes activos responsables de promover el cambio positivo en el paciente. Por ejemplo, estos autores han demostrado que los tratamientos psicodinámicos breves incluyen conjuntos diversos de intervenciones, donde los terapeutas, además de aplicar estrategias consideradas como de naturaleza psicodinámica, en medida significativa también aplican intervenciones técnicas que habitualmente se asocian con el enfoque cognitivo conductual (por ejemplo, examinar “pensamientos falsos” o creencias irracionales). En otras palabras, existiría una sobre posición significativa en la manera como terapeutas de distintas orientaciones conducen los tratamientos, entre modelos teóricos que se asume corresponden a estrategias de intervención diferentes. Consistentemente con estos resultados, otros autores (Goldfried et al. 1998) han encontrado una extensa sobre posición entre terapias psicodinámicas interpersonales y terapias cognitivo conductuales, cuando éstas fueron realizadas por terapeutas expertos. En una muestra bien estudiada de tratamientos, Jones & Pullos (1993) determinaron que los terapeutas cognitivo conductuales usan ocasionalmente estrategias psicodinámicas y que fueron precisamente estas técnicas las responsables de la promoción del cambio en el paciente. En este estudio, el uso de técnicas no prescritas por la terapia cognitivo conductual, que probablemente escapó a la detección de las escalas de adherencia, mostró tener una correlación significativa con el cambio en el paciente. En todo caso, hubo importantes diferencias entre ambos enfoques. La terapia cognitivo conductual promovía el control de los afectos negativos a través del uso del intelecto y la racionalidad en combinación con una vigorosa estimulación, apoyo y reaseguro por parte de los terapeutas. En las psicoterapias psicodinámicas, el énfasis estuvo puesto en la evocación de afectos, en traer a la conciencia sentimientos inquietantes y en integrar dificultades actuales dentro de la experiencia de vida previa, usando la relación terapeuta paciente como agente de cambio.

En un estudio más reciente, Ablon & Jones (2002) aplicaron su método de investigación a sesiones transcritas de terapia interpersonal y cognitivo conductual pertenecientes al Programa Colaborativo de Investigación del Tratamiento de la Depresión del NIMH. Terapeutas expertos desarrollaron prototipos de regímenes ideales de tratamiento para la psicoterapia interpersonal breve y para la terapia cognitivo conductual, usando el Psychotherapy Process Q-Set, instrumento diseñado para proveer un lenguaje estándar que permita describir diferentes procesos terapéuticos. Grupos de jueces independientes y ciegos determinaron que tanto las sesiones de psicoterapia interpersonal como las cognitivo conductuales adherían más fuertemente al prototipo ideal de éstas últimas. Además, en ambos tipos de tratamiento la adherencia al prototipo de terapia cognitivo conductual arrojaba correlaciones positivas más fuertes con las mediciones de resultados. Los autores concluyen que los nombres de marca en psicoterapia pueden ser engañosos y que la premisa básica de los ensayos controlados al azar, esto es, que las intervenciones comparadas representan realmente tratamientos separados y distintos, no fue satisfecha en el Programa de Investigación Colaborativo del Tratamiento de la Depresión del NIMH.

Es ilustrativo revisar brevemente una investigación de efectividad (un ensayo clínico abierto) en 21 pacientes con diagnóstico de desorden de pánico tratados con terapia psicoanalítica manualizada (Klein, Milrod et al. 2003). Se estudiaron las correlaciones proceso-resultado, mostrándose que la focalización temprana en la transferencia tuvo efectos negativos, al revés de la focalización tardía, que se correlacionó con el éxito. El resultado más interesante para nuestro tema, sin embargo, fue que las variables específicas de proceso, “Focalización del terapeuta en la dinámica del pánico” y “Exploración del paciente”, no mostraron correlación con el resultado. Con todo, más interesante aún fue el hecho de que 8 de los 21 pacientes que simultáneamente cumplían los requisitos para depresión mayor, se mejoraron igualmente, a pesar de que el manual no prescribía la elaboración explícita de las dinámicas que la teoría psicoanalítica supone propias para la depresión. Para explicar este resultado, los autores piensan que hay notables áreas de sobre posición psicodinámica: “Revisando los tratamientos psicodinámicos vídeo-grabados, se hizo evidente que las intervenciones que ayudaban a los pacientes a reconocer su agresión conflictiva parecían aliviar su ansiedad y culpa inconsciente. Cuando la vergüenza por la ansiedad era mitigada a través de mejorías en la función autónoma, la auto devaluación que gatilla respuestas depresivas tendía a mejorar. Cuando los pacientes entendieron su tendencia a la evitación de situaciones competitivas y de independencia, percibidas como peligrosas y agresivas, y comenzaron a tolerar estas fantasías y acciones, se alivió secundariamente la culpa y la devaluación narcisista” (Rudden, Busch et al. 2003)

Los hallazgos anteriores pueden ser una de las razones que expliquen la llamada “paradoja de la equivalencia” (Stiles, Elliot et al. 1984), según la cual no se ha podido demostrar superioridad entre los distintos enfoques psicoterapéuticos. Otra razón que se ha esgrimido es el efecto de los llamados factores comunes. En la revisión más reciente de este tema, Wampold (2001) concluye que no más de 8% de la varianza de los resultados en psicoterapia se explica por factores específicos (técnica “psicoanalítica”, “cognitivo-conductual”, etc.), que el 70% de la varianza es debida a efectos generales, con un 22% de varianza inexplicada (que probablemente se deba a diferencias entre los pacientes). Así, surgen la disposición del paciente y la persona del terapeuta como potentes factores curativos comunes a toda forma de psicoterapia.

Ambos factores se unen en el establecimiento de la alianza terapéutica que aparece entonces como el factor central y genérico de cambio. Blatt & Shahar (2004), reanalizando los resultados del proyecto Menninger, que no pudo distinguir los resultados entre psicoanálisis y psicoterapia psicoanalítica, y los del Programa de Investigación Colaborativo del Tratamiento de la Depresión del NIMH, que tampoco pudo demostrar diferencias en la eficacia de las terapias cognitivo-conductuales y las interpersonales, han mostrado que la diferencia está en el tipo de pacientes. Reinterpretando los protocolos de sesiones y los estudios psicométricos, Blatt (1994) distingue entre pacientes anaclíticos e intoyectivos, refiriéndolos a dos dimensiones psicopatológicas generales que atraviesan las categorías diagnósticas del DSM. De acuerdo con los estudios de Blatt & Shahar, los paciente anaclíticos se benefician con terapias centradas en la relación y pueden favorecerse con psicoterapias de menor duración. En cambio, los pacientes con predominio introyectivo responden mejor a terapias interpretativas prolongadas y de mayor frecuencia de sesiones semanales. Como mecanismo de cambio, los autores postulan que la psicoterapia es más efectiva con pacientes anaclíticos –lábiles y emocionalmente sobrepasados–, porque provee un contexto de apoyo y contención que se traduce en una menor actividad asociativa durante el tratamiento. El psicoanálisis, en contraste, sería más efectivo en reducir las tendencias maladaptativas interpersonales y en facilitar las adaptativas, en especial en pacientes introyectivos –distantes, aislados y más defendidos–, porque las exploraciones e interpretaciones los tocan y comprometen más profundamente, lo cual resulta en una actividad asociativa aumentada durante el tratamiento.

La concepción diádica de la técnica de tratamiento

La concepción diádica parte asumiendo que la psicoterapia es una relación entre dos personas; una relación especial entre dos personas, un tipo de relación de ayuda. Una persona, el paciente, aquejada por un dolor psíquico, se acerca otro, el terapeuta experto, a pedir alivio. Se establece así una relación asimétrica constituida precisamente por la naturaleza de la petición. Sin embargo, tanto se ha insistido en la asimetría de la relación que lo más evidente –que se trata de una relación entre dos personas–, ha pasado a segundo plano. Esto constituye el aspecto simétrico de la relación psicoterapéutica. Sin esto último, no sería posible relación alguna.

El modelo genérico destaca cuatro aspectos del vínculo terapéutico, donde interactúan aspectos simétricos y asimétricos. La investidura personal y la coordinación interactiva de los participantes, en sus roles de paciente y terapeuta, determina la calidad de la relación de trabajo, y las cualidades del contacto comunicativo y del afecto mutuo, que reflejan el rapport interpersonal.

La investidura personal de rol incluye variables tales como el compromiso del paciente, su motivación, el compromiso (o falta de compromiso) del terapeuta con su rol, y la credibilidad del terapeuta versus su inseguridad, apreciada ésta desde el punto de vista del paciente. Desde la perspectiva del terapeuta[1], el compromiso del paciente con el tratamiento ha demostrado ser un buen indicador de éxito. También el compromiso del terapeuta, apreciado por el paciente, se asocia consistentemente con el éxito del tratamiento, mientras que el desapego o falta de compromiso del terapeuta tiende a predecir resultados pobres.

La coordinación interactiva entre paciente y terapeuta se refiere a un aspecto interpersonal importante. Una concepción que pone demasiado énfasis en la asimetría puede conducir fácilmente a una relación entre un terapeuta directivo y un paciente dependiente, o (como formación reactiva) a su inversa, a una entre un terapeuta permisivo y un paciente controlador. La investigación ha mostrado que, tanto desde la perspectiva de proceso del paciente como desde la del terapeuta, los mejores resultados se dan en un tratamiento en que el paciente participó colaborativamente, mientras que los peores resultados se dan cuando se desarrollan apegos dependientes u oposicionistas con el terapeuta. De manera similar, desde la perspectiva de los pacientes, un terapeuta democrático, es decir, colaborativo y no directivo o permisivo, es un buen predictor de éxito.

El contacto comunicativo, incluye variables tales como la expresividad (entendida como capacidad de comunicación eficaz) del paciente, la empatía del terapeuta y los procesos recíprocos de expresividad del terapeuta y empatía del paciente. Estos también son aspectos simétricos o, si se quiere, de doble asimetría. La importancia de la expresividad del paciente para el éxito terapéutico es evidente desde todas las perspectivas de proceso. La calidad de la empatía del terapeuta y de la sintonía afectiva recíproca son variables que el paciente aprecia mejor que el terapeuta. Estos hallazgos pueden interpretarse en el sentido de que las parejas de paciente y terapeuta que no están bien sintonizadas entre ellas y que, en vez de eso, tienden a hablar “sobre” el paciente o “sobre su pasado”, tendrán malos resultados.

Finalmente, las actitudes emocionales que paciente y terapeuta evocan en el otro determinan la calidad relacional del afecto mutuo. La evidencia muestra que cuando la terapia se mueve hacia un resultado favorable, los sentimientos son positivos y recíprocos; se tiende a desarrollar un fuerte sentimiento de afirmación mutua, aunque de manera más diferencial en el paciente que en el terapeuta, desde el momento que éste último está más inclinado, por la naturaleza de su compromiso clínico, hacia una actitud activamente amistosa. En otras palabras, los sentimientos del paciente tienden a ser más discriminativos con respecto del resultado. En cualquier perspectiva de proceso, la actitud afirmativa del paciente frente a su terapeuta fue un predictor consistente de resultado favorable. Al contrario, las actitudes negativas del paciente se asocian con fracasos.

Orlinsky (1994, p.116) se pregunta acerca las implicancias para la práctica y para la supervisión en terapia psicoanalítica de estos hallazgos, concluyendo que sería un serio error interpretarlos meramente como transferencias positivas o negativas o pensar que se trata sólo de “curas transferenciales” –esto es, entendiendo que estos fenómenos, más que la situación terapéutica actual, reflejan sólo el apego emocional temprano del paciente. En el modelo centrado en la pulsión, la transferencia es entendida como un modo de experiencia solipsista y conflictivo que, si no es resuelto por la interpretación, tenderá al impasse o al fracaso terapéutico. Para Orlinsky, en cambio, la investigación da apoyo empírico al concepto winnicottiano de “holding environment” como una manera más adecuada para entender el modo como el vínculo terapéutico contribuye al éxito terapéutico. Si los pacientes experimentan el vínculo terapéutico como un entorno que ampara y que ofrece seguridad y apoyo para un comportamiento exploratorio independiente, se fortalecerá su habilidad para suspender reacciones defensivas y mejorará la capacidad para aprender maneras más adaptativas de enfrentar situaciones previamente amenazantes. La impresión de que en esto está involucrada la realidad actual y no sólo la fantasía regresiva, se ve reforzada por los hallazgos concernientes a la importancia del rapport empático y de la sintonía comunicativa. Los hallazgos sobre la importancia de una relación de colaboración también implican que los aspectos adultos de paciente y terapeuta deben involucrarse como partners en la alianza terapéutica. Evidentemente, esta alianza puede verse amenazada por un desapego excesivo, bajo la consigna de “neutralidad analítica”. Del mismo modo, la alianza puede verse subvertida si la dependencia del paciente es activamente estimulada en la creencia de que ésta es necesaria para la puesta en marcha de un “proceso analítico”. Para Orlinsky, basta la condición neurótica del paciente para asegurar que las fantasías regresivas y los conflictos transferenciales emergerán espontáneamente en el curso del tratamiento. Cuando esto suceda, la resolución exitosa del conflicto dependerá en gran medida de la preservación de la alianza terapéutica y del apoyo que el terapeuta dé al funcionamiento adulto del paciente.

Durante el último tiempo he hecho la experiencia de supervisar casos de análisis, guiado por las categorías de proceso que ofrece el modelo genérico. Hay distintas tradiciones en los estilos de supervisión analíticas. Personalmente sigo las recomendaciones del psicoanalista húngaro-sueco, Imre Szecsödy (1990), basadas en investigaciones empíricas. Se trata de crear en la relación con el supervisando una situación de aprendizaje mutativo, en la que éste aprenda a reconocer el sistema de interacción que establece con su paciente. En este marco, sugiero a los supervisandos revisar el estado del vínculo terapéutico antes de empezar a intentar dilucidar, por ejemplo, las características de la fantasía transferencial inconsciente actuante en la sesión examinada. Un ejemplo puede aclarar mejor lo que quiero decir:

Se trata de un candidato avanzado en su formación analítica que supervisa su segundo caso control. Su paciente, un joven de 21 años, estudia derecho y consulta por ideación obsesiva (temores irracionales a tener sida), angustia difusa, timidez, dificultades en el contacto interpersonal y miedos homosexuales. El inicio del análisis fue difícil, con un fuerte despliegue de defensas obsesivas, envueltas en una situación de “no tocarse”, que fue rápidamente caracterizada como “estar dentro de un tubo”. Las asociaciones giraban casi exclusivamente en torno a los síntomas obsesivos y no había referencia a otras situaciones o afectos en relación con terceros o con el analista. Por su parte, el analista sentía que sus interpretaciones iban a quebrar al paciente y notaba que la excesiva cautela de su parte aumentaba la ansiedad del paciente.

El monitoreo del vínculo de acuerdo con las categorías del modelo genérico, nos llevó rápidamente a detectar problemas en el área de la coordinación interactiva. El paciente se refugiaba en un tipo de pasividad controladora y el terapeuta se veía envuelto en una actitud que permitía este control. La sugerencia de interpretar directamente esta situación, condujo en un primer momento al “quiebre del tubo”, que se manifestó concretamente en el paciente a través de un ataque de pánico durante un fin de semana. El trabajo interpretativo en esta área permitió a la díada paciente analista salir progresivamente del “tubo”, con lo cual el material se hizo más emocional, primero en referencia con relaciones externas (su familia y su novia), posteriormente con el analista mismo.

Después de un período en que se consolidó el equipo de trabajo, en el monitoreo de acuerdo con el modelo empezaron a tener importancia otros aspectos de la relación. Por ejemplo, hubo largos períodos en que el problema más importante lo encontrábamos en el área de la resonancia empática (contacto comunicativo). El analista se sentía aislado de su paciente, el material no le hacía sentido. Parecía que el “tubo” se había trasladado a la contratransferencia del analista. Precisamente, la reflexión sobre esta (contra)resistencia, que llevó a descubrir ciertas fantasías contratransferenciales, permitió que el proceso siguiera adelante. Más adelante, el analista notó la aparición de sentimientos positivos en relación con su paciente, lo que, de acuerdo con el modelo, fue entendido como un indicador favorable de proceso analítico. En fin, sólo quiero ilustrar el uso de las categorías del modelo genérico para monitorear desde un punto de vista formal, el estado, sesión a sesión, del vínculo terapéutico. Las categorías de este modelo orientan en la pronta detección del problema para así poder superarlo a través de intervenciones adecuadas.

Desde el punto de vista de una concepción estratégica de la terapia, es altamente relevante no perder de vista las características de un vínculo terapéutico exitoso, pues la promoción de tales cualidades del vínculo pasan así a convertirse en heurísticas, es decir, en principios técnicos y objetivos estratégicos que codeterminan intervenciones de acuerdo con las reglas del buen arte terapeútico.

Lo anterior arroja nueva luz a la controversia entre el valor relativo del insight y de la experiencia emocional, casi tan antigua como el psicoanálisis. Pensamos que se trata de dos dimensiones inseparables de la técnica. Con Luborsky (1984), es posible redefinir el apoyo como todos aquellos aspectos del tratamiento y de la relación con el terapeuta que el paciente los vivencia como de ayuda para él. De acuerdo con esta definición, el apoyo es una dimensión inseparable de la actividad del terapeuta. Si es el paciente quien define lo que es apoyo, entonces éste puede estar dado por muchas cosas: por la estructura del tratamiento, por la sensación de trabajo en común, por las transferencias positivas no chocantes o, incluso, por una buena interpretación que produzca en el paciente la sensación de haber sido comprendido. De este modo, el apoyo existe en cualquier forma de psicoterapia, también en el psicoanálisis y no es más que otra expresión de la importancia del vínculo interpersonal como factor curativo genérico o inespecífico. La revalorización del apoyo en el psicoanálisis contemporáneo no ha venido sólo desde la clínica, por ejemplo, el ambiente facilitador de Winnicott o el reconocimiento empático de Kohut[2], sino también de la investigación empírica. Los resultados del proyecto Menninger (Wallerstein 1986) de investigación en psicoanálisis y psicoterapia, obligan a asignarle al apoyo un valor mucho mayor que el que le atribuye la teoría psicoanalítica clásica de la curación. En el proyecto Menninger, los cambios producidos por las terapias de insight y aquellos producidos por las terapias de apoyo tendieron a converger, y no a diverger, como habría sido de esperar de acuerdo con la teoría psicoanalítica del cambio terapéutico. [3]

La buena intervención terapéutica apunta simultáneamente a ambos aspectos del trabajo terapéutico: a los aspectos específicos (estratégicos y focales) y a los inespecíficos (promoción de la alianza)

Lo cierto es que hay un enorme cúmulo de evidencias empíricas y un creciente consenso clínico de que la calidad del vínculo terapéutico es un poderoso factor predictivo del resultado del tratamiento. Naturalmente queda abierta la cuestión –que debiera ser resuelta por más investigación– de si acaso la alianza terapéutica es en sí misma el componente curativo de la terapia o de si más bien la relación crea el contexto interpersonal necesario para que otros elementos terapéuticos actúen (Horvath 2005). En todo caso, la idea es que las resistencias y contrarresistencias, provenientes de la interacción de transferencia y contratransferencia, subvierten permanentemente el “mejor vínculo posible” entre analista y paciente.

Ulteriores investigaciones empíricas psicoanalíticas muestran resultados compatibles con lo anterior. Los hallazgos del estudio de resultados de psicoanálisis y psicoterapia de Estocolmo (Sandell y cols. 2001), han mostrado que “una parte significativa de las diferencias en los resultados entre pacientes en psicoanálisis y psicoterapia pudo ser explicada por la adopción, por parte de un gran número de terapeutas, de actitudes psicoanalíticas ortodoxas que parecieron ser contraproducentes en la práctica de la psicoterapia, no así en del psicoanálisis” (p.921) Sin duda, esto no quiere decir que la neutralidad como recurso, o el insight como objetivo, sean inadecuados. El punto crítico parece ser que la perspectiva psicoanalítica clásica, bajo el pretexto de la regla de abstinencia, parece no dar mucho valor a la calidez, al relacionarse intensamente y hacer que el paciente sienta que uno se ocupa de él. Esto no parece importar tanto en el encuadre psicoanalítico clásico, pero si importa en la psicoterapia.

De lo anterior podemos concluir que no tiene sentido discutir sobre la efectividad de la técnica psicoanalítica de manera abstracta, por ejemplo, si el psicoanálisis o la psicoterapia, o si tal enfoque terapéutico es o no superior a tal otro. Son la convergencia entre un tipo de paciente dispuesto a trabajar psicoterapéuticamente y un analista con determinadas características personales y profesionales, capaz de salir al encuentro de este paciente en particular, lo que da razón del resultado, es decir, puede explicar el éxito o el fracaso del tratamiento. Los hallazgos del estudio de Boston de resultados en psicoanálisis (Kantrowitz 1995) confirman que no son las características personales de paciente y analista las importantes, sino el match entre ellas. “Mientras que pueden haber ciertas características particulares de pacientes y analistas que parecen consituirlos desde la partida como buenas o malas parejas, son el aspecto dinámico de sus interacciones, sus resonancias y disonancias y su capacidad conjunta –o limitación–, para expandir los ‘puntos ciegos’ o acercar las diferencias que desarrollan en el curso del trabajo analítico, las que probablemente son cruciales para el resultado” (p.326).

Todo nos habla de una técnica adaptativa como la única realmente posible. A la luz de estos resultados cabe pensar si la técnica estándar no ha sido más que una ilusión, algo que nunca existió en la práctica real, al menos, en la práctica de los analistas sensatos que pueden exhibir un porcentaje razonable de éxito terapéutico.

Pero, la investigación empírica en proceso psicoterapéutico ha dado un paso más allá, para concentrarse en los microprocesos de intercambio entre paciente y terapeuta. El estudio de los procesos de intercambio afectivo entre paciente y terapeuta muestra que el encuentro empático toma forma de modo no verbal, a través del contacto visual, de las posiciones del cuerpo y del ajuste en el tono de la voz. Diversos estudios en condiciones psicopatológicas singulares y situaciones terapéuticas variadas han mostrado que la conducta facial, especialmente la conducta facial afectiva de paciente y terapeuta, en sus aspectos interactivos, son indicadores del vínculo afectivo y predictores significativos de resultado terapéutico. (Krause 1990, 1998; Benecke, Krause, & Merten, 2001; Benecke, Peham & Bänninger-Huber, 2005). Benecke y Krause (en prensa) sugieren que los procesos generales de trabajo terapéutico productivo deben ser modificados dependiendo del trastorno específico y de la oferta de relación que, correspondientemente, el paciente trae al tratamiento. Estos estudios abren una promisoria veta de desarrollo de técnicas adaptativas, desde el momento en que, según estos psicoanalistas e investigadores de habla alemana, la interacción terapéutica se puede modificar dependiendo del trastorno específico y de la correspondiente oferta relacional del paciente.

Se revisa el tratamiento psicoterapéutico psicoanalítico de 20 pacientes con trastorno de pánico (Benecke & Krause, en prensa). De acuerdo con la conducta facial afectiva, los resultados divergieron en dos clusters. Un tipo de pacientes mostró una alta actividad total en la conducta facial, con predominio de expresiones de alegría pero con afectos negativos simultáneos y conductas relacionales vívidas pero manipuladoras. Si el terapeuta respondía a la oferta relacional con sonrisa frecuente, el pronóstico era malo. En cambio, la abstinencia del terapeuta frente a esta oferta mejoró el pronóstico. El segundo tipo de pacientes panicosos mostró una reducida actividad facial, con excepción de alegría, tristeza y desprecio, donde la sobriedad expresiva parecía indicar un déficit relacional. En este cluster, la frecuencia de sonrisa en el terapeuta se correlacionó con un buen pronóstico. Parece ser que con el tipo I, la sonrisa del terapeuta sirve la función de dar apoyo y evitar el conflicto. Con el tipo II, en cambio, la sonrisa sería un prerrequisito para establecer una relación. En ambos grupos, los terapeutas exitosos se comportaron de una manera contraria a los intentos del paciente de implementar un patrón de relación determinado. Se asume que la conducta del terapeuta posibilitó a los pacientes hacer una nueva experiencia relacional de modo que los patrones de relación patogénicos y los conflictos y afectos subyacentes pudieron ser elaborados

Por cierto, la posibilidad de una modificación específica de la técnica de tratamiento de acuerdo con las características de cada paciente individual, dependerá de la capacidad del analista de adaptar sus propias características personales (empatía) y profesionales (estilo terapéutico) de manera de salir al encuentro de manera terapéuticamente adecuada a la oferta relacional que el paciente trae a terapia. Esta parece ser una pregunta empírica que debe ser respondida para cada díada terapéutica singular. Sin embargo, una educación psicoanalítica pluralista, que confronte críticamente el conocimiento clínico con la diversidad teórica en psicoanálisis y con los hallazgos en ciencias neurocognitivas, en investigación en proceso y resultados en psicoterapia y psicoanálisis y en relación temprana madre-bebé, debiera fomentar la formación de una disposición y una actitud terapéutica flexible.

El grupo de estudios del proceso de cambio de Boston (Stern y cols. 1998; Stern 2004), ha propuesto un modelo de cambio en terapia psicoanalítica que incluye conocimientos modernos de ciencias cognitivas. Partiendo de investigaciones sobre la interacción madre bebé y en sistemas dinámicos no lineales y su relación con teorías de la mente, los autores sostienen que el efecto terapéutico del vínculo está en los procesos intersubjetivos e interactivos que dan lugar a lo que llaman conocimiento relacional implícito. Este es un campo no simbólico, diferente del conocimiento declarativo, explícito, consciente o preconsciente, que se representa simbólicamente en un modo verbal o imaginario. Históricamente, la interpretación se centró en la dinámica intrapsíquica representada en el nivel simbólico, más que en las reglas implícitas que gobiernan las propias transacciones con los otros, situación que ha ido cambiando últimamente. De acuerdo con el modelo, en la relación analítica se dan momentos de encuentro intersubjetivo entre paciente y terapeuta capaces de crear organizaciones nuevas en esa relación y así de reorganizar el conocimiento implícito del paciente sobre la manera como se relaciona con los demás. Este conocimiento no es consciente, está inscrito en la memoria procesal de largo plazo e incluye los modelos de apego. Los distintos momentos de interacción entre paciente y terapeuta toman forma en un proceso secuencial dirigido por el intercambio verbal que puede incluir variadas intervenciones. El locus mutativo en la terapia se produce, sin embargo, cuando el movimiento de negociación intersubjetivo conduce a momentos de encuentro en los que se comparte el entendimiento de la relación implícita mutua y con ello se produce una recontextualización del conocimiento relacional implícito del paciente. En estos momentos se produce entre paciente y analista un reconocimiento recíproco de lo que está en la mente del otro en lo que concierne a la naturaleza actual y al estado de la relación mutua. El reconocimiento mutuo lleva a paciente y analista a un dominio que trasciende la relación “profesional”, sin derogarla y, al hacerlo, los libera parcialmente de las tonalidades de la relación transferencia-contratransferencia. El conocimiento compartido puede ser ulteriormente validado conscientemente. Sin embargo, puede también permanecer implícito. Esto ilumina lo que los clínicos sabemos desde hace mucho tiempo, vale decir, que hay tratamientos en los cuales el nivel de autoconocimiento logrado no explica la magnitud de los cambios alcanzados por el paciente.

Memoria, vínculo y cambio terapéutico

Los estudios del grupo de Boston son compatibles con las concepciones actuales en ciencias neurocognitivas sobre el funcionamiento de la memoria. Estos estudios están siendo incorporados en la teoría psicoanalítica del cambio terapéutico otorgando validez al modelo basado en la relación (Fonagy 1999, Leuzinger-Bohleber 2002). Fonagy lo plantea de manera radical: “Analistas y pacientes asumen frecuentemente que el recordar eventos pasados ha causado el cambio. Yo creo que el retorno de tales recuerdos es un epifenómeno, una consecuencia inevitable de la exploración de los modelos mentales de relación. Incluso si se asume que el evento recordado es uno de aquellos que establecieron una manera patógena de experimentarse uno mismo con otro, la significación de su recuperación es la misma, provee una explicación psicopatogénica, pero es terapéuticamente inerte. La acción terapéutica reside en la elaboración consciente de modelos de relación preconscientes, principalmente a través de la atención del analista a la transferencia.” (Fonagy 1999 p.218)

En todo caso, estos conocimientos sobre el funcionamiento de la memoria no son del todo nuevos en psicoanálisis. Matte Blanco (1988, p. 162-164) hace notar que ya Melanie Klein se ocupó de este problema con esta nota al pie de página de Envidia y Gratitud (1957 p. 5): “Todo esto es sentido por el infante de maneras mucho más primitivas que lo que puede expresar el lenguaje. Cuando estas emociones y fantasías preverbales son revividas en la situación transferencial, aparecen como “recuerdos en sentimientos” (memories in feelings) ... y son reconstruidos y puestos en palabras con la ayuda del analista. De la misma manera, se deben usar palabras cuando estamos reconstruyendo y describiendo otros fenómenos pertenecientes a las etapas tempranas del desarrollo. De hecho, no podemos traducir el lenguaje del inconsciente en la conciencia sin pedir prestadas palabras desde nuestro ámbito consciente”. Con el siguiente comentario, Matte Blanco (1988) coloca este recordar afectivo en un contexto relacional: “He llegado a ver que la expresión de estos “recuerdos en sentimientos” es fundamental en el tratamiento de algunos casos. Sin ellos, estos pacientes no pueden ser curados. Algunos de los pacientes a los que me refiero tenían ciertos recuerdos de sus (reiteradas) situaciones traumáticas, otros no. No se obtuvo un aumento de los recuerdos de los episodios. En cambio, los sentimientos se descargaron repetida y abundantemente durante un largo tiempo. Siento que esta expresión repetida de los muy variados sentimientos conectados con episodios y las personas involucradas en ellos, ahora dirigidos a un analista básicamente respetuoso y tolerante que trata de entender el significado de la expresión emocional y de sus conexiones con los detalles de las experiencias tempranas y de las relaciones actuales, es el factor curativo real.” (p.163s; cursiva en el original)

Las investigaciones sobre los procesos de memoria sugieren que las experiencias que contribuyen a ciertos modelos de relaciones de objeto ocurren demasiado temprano para ser recordadas, en el sentido de la vivencia consciente de recobrar una experiencia pasada en el presente. Esto no significa, sin embargo, que la experiencia temprana no sea formativa, lo que sucede es que ésta es retenida en regiones del cerebro que están separadas de aquellas donde los recuerdos autobiográficos son codificados y almacenados y desde donde pueden ser recuperados. La memoria no es un mecanismo único, sino que compromete diferentes sistemas. Existe un sistema de memoria declarativa o explícita que participa en la recuperación consciente de información del pasado y un sistema procesal o implícito, cuya información puede ser recuperada sin pasar por la experiencia del recordar. La memoria declarativa contiene recuerdos e información sobre eventos. La memoria procesal, en cambio, es vacía de contenidos, participa en la adquisición de secuencias de acciones, en el “como” de la conducta (por ejemplo, cómo andar en bicicleta o cómo “estar con los otros”).

A los modelos de relación almacenadas en la memoria procesal, que se entienden mejor en el marco de la interacción “corporalizada” de un organismo con su entorno, no les calza el concepto de “representación”. Lo que al observador psicoanalítico aparece como una estructura de significado no es el resultado de una representación interna, sino un emergente de un número de procesos diferentes en la interacción con el mundo real (Cohen & Varela 2000; Leuzinger-Bohleber & Pfeifer 2002; Stern 2004). El concepto de representación fija el conocimiento a un mundo externo que está dado de antemano. Sin embargo, nuestra actividad en la vida cotidiana revela que este enfoque es demasiado incompleto. El conocimiento viviente consiste en gran medida en plantear las cuestiones relevantes que van surgiendo en cada momento de nuestra vida. Estas cuestiones no son predefinidas, sino “enactuadas”, emergen desde un trasfondo y lo relevante es aquello que nuestro sentido común juzga como tal, siempre dentro de un contexto (Varela 1990). En esta emergencia se juega más bien la memoria procesal y no la declarativa. La memoria implícita de una experiencia de uno mismo con otro es lo que Sandler & Joffe (1969) llamaron el ámbito no experiencial, “intrínsecamente incognoscible, salvo en la medida en que se manifieste a través de la creación u ocurrencia de un evento fenoménico en el ámbito de la experiencia subjetiva” (p.82). El ámbito no experiencial llega a ser explícito y cognoscible sólo cuando es enactuado o cuando es reificado en una fantasía inconsciente. Para Fonagy (1999), la distinción entre enacción y experiencia inconsciente es crucial, puesto que la reacción emocional (consciente o inconsciente) a un recuerdo implícito aparecerá sólo cuando éste ha entrado en el ámbito experiencial, esto es, sólo en la medida en que se manifieste en la transferencia. Leuzinger-Bohleber lo explica así: “La percepción (inconsciente) de ciertos estados y procesos sensorio-motores [en el paciente] gatillan reacciones sensorio-motores y fantasías (inconscientes) del analista en la situación analítica y finalmente le permite reflexionar sobre estas reacciones contratransferenciales” (2002, p 25)

Todo lo anterior nos lleva a la conclusión que las experiencias tempranas no son directamente accesibles a la interpretación, es decir, no están almacenadas como representaciones de objetos ausentes en la memoria explícita, sino que son enactuadas en la relación con el analista, esto es, emergen en el contexto de la interacción corporal con el analista, es decir, en su presencia [4]. Más aún, la modificación de tales modelos de apego patológicos de “estar-con-otro” puede producirse aun sin que lleguen a pasar por la conciencia del paciente.

El descubrimiento del llamado “conocimiento relacional implícito”, agrega otra vuelta al giro relacional en psicoanálisis, esta vez un giro hacia lo que podríamos llamar el ámbito experiencial de la relación terapéutica. Este giro es explicado así por Daniel Stern: “En las terapias por la palabra, el trabajo de interpretar, de significar y de construir narrativas puede ser visto casi como un vehículo inespecífico y conveniente por medio del cual paciente y terapeuta ‘hacen algo juntos’. Es el hacer-juntos lo que enriquece la experiencia y produce el cambio en los modelos de estar-con-otros a través de los procesos implícitos [relacionales]” (Stern 2004, p.227; énfasis mío). Si bien el trabajo interpretativo puede producir cambios, éstos sólo se logran si el hacer-juntos implícito, y el conocimiento relacional implícito modificado, enmarca y sella el flujo del entendimiento explícito. El giro experiencial al que aludo surge de los estudios de los estudios de los microprocesos de regulación y autorregulación en la díada madre bebé y su aplicación a la interacción en la relación terapéutica, donde funcionan igualmente (Beebe & Lachmann 2002). Por su parte, las investigaciones sobre los procesos de aprendizaje en general y en la situación terapéutica, han mostrado la relevancia de una atmósfera de contacto emocional entre terapeuta y paciente. Tales investigaciones sugieren la visión de una terapeuta espontánea, comprometida y, sobre todo, atenta emocionalmente a los sutiles movimientos afectivos y a los detalles de la conducta no verbal de su paciente y, finalmente, capaz de interpretar a través de metáforas ricas en colorido afectivo (Levin 2003, Modell 2003, Stern 2004).

La concepción estratégica de la técnica

Entre el nivel de los enfoques u orientaciones del analista y sus intervenciones técnicas particulares, existe un nivel intermedio, el de las estrategias clínicas, que funcionan como heurísticas que guían implícitamente los esfuerzos del terapeuta durante la terapia. En este nivel, las intervenciones del terapeuta se definen tanto por sus metas específicas como por los medios o métodos a través de los cuales se persigue lograr tales metas. Las metas en cuestión no son los objetivos últimos del tratamiento, tales como la remisión de un desorden depresivo o la resolución de un conflicto marital serio. Más bien, ellas comprenden estrategias para desarrollar estados y habilidades psicológicas que pueden inducir cambios o pueden ayudar a los pacientes a producir los cambios deseados en ellos mismos y en sus situaciones de vida. Ambühl y Grawe (1988) han distinguido cuatro heurísticas procesales, a saber, (1) el fortalecimiento de la alianza, (2) la promoción de la abstracción reflexiva, (3) la profundización de los procesos emocionales y (4) el mejoramiento de las habilidades de resolución de conflictos. Recientemente, Fonagy & Target (2003) han propuesto la promoción de la “afectividad mentalizada” como una estrategia básica en terapia psicoanalítica con pacientes graves.

Típicamente, un objetivo heurístico (estratégico) determinado puede ser alcanzado por uno o por una combinación de diversas técnicas; por ejemplo, la abstracción reflexiva puede concebiblemente ser alcanzada a través de interpretación, exploración o confrontación experiencial. Una técnica específica también puede ser usada para lograr varios objetivos heurísticos; por ejemplo, interpretación para promover abstracción reflexiva, profundización de procesos emocionales o fortalecimiento de la alianza terapéutica. El logro de las metas implícitas en las diversas heurísticas terapéuticas durante la terapia puede, hipotéticamente, ser el resultado de una serie de impactos intrasesión en el paciente. Por ejemplo, una alianza fortalecida debería apoyar la moral del paciente, la abstracción reflexiva debería expandir el insight del paciente, la mejoría de las habilidades para resolver conflictos debería promover un sentido de autoeficacia, etc.

Los hallazgos de investigación concernientes a estrategias de cambio y heurísticas, indican que éstas se asocian con mayor consistencia a resultados positivos postsesión (micro-outcome) que a resultados a largo plazo (macro-outcome). De las cuatro heurísticas distinguidas por Ambühl y Grawe, sólo la meta de promoción de la relación terapéutica con el paciente se liga directamente con el resultado global. Esta heurística incluye los objetivos de ayudar al paciente a sentirse más confortable en la terapia, a desarrollar confianza en su terapeuta y a sentirse más positivamente consigo mismo. La competencia del terapeuta en esta heurística también se asocia significativamente con el resultado, sugiriendo que el efecto de la heurística en el resultado probablemente está mediado por la capacidad del terapeuta de elevar la calidad del vínculo terapéutico. Las otras tres heurísicas no están directamente relacionadas con el resultado, pero los esfuerzos del terapeuta por promover la abstracción reflexiva, promover los procesos emocionales y aumentar la competencia en sus pacientes, se asocian positivamente con el resultado, únicamente si los pacientes muestran una receptividad específica a tal tipo de impacto.

La promoción del vínculo interpersonal se asocia directamente al resultado global de la terapia, lo que convierte a esta heurística en factor curativo independiente

Las técnicas particulares empleados por los terapeutas pueden ser entonces concebidos como intervenciones tácticas realizadas para implementar objetivos estratégicos. Éstas varían de acuerdo al modelo de tratamiento seguido, a las propias habilidades técnicas y preferencias del terapeuta y ojalá, con las necesidades y capacidades del paciente.

La concepción focal de la técnica

El concepto de foco puede rastrearse hasta los trabajos tempranos de Freud. En Psicoterapia de la histeria (1895), planteaba que el material psíquico se presenta en una triple estratificación. En el primero se encuentra un nódulo compuesto por los recuerdos, que se agrupan temáticamente. En la segunda estratificación, estos temas se hallan concéntricamente estratificados en derredor de un nódulo patógeno, de acuerdo con la resistencia que oponen a emerger en la conciencia. La tercera clase de estratificación, que es la esencial, la ordenación de los temas se hace de acuerdo con los hilos lógicos que llegan hasta el nódulo. Esta ordenación tiene un caracter dinámico. Para Freud “el enlace lógico constituiría un sistema de líneas convergentes y presentaría focos en los que irían a reunirse dos o más hilos, que a partir de ellos continuarían unidos, desembocando en el nódulo varios hilos independientes unos de otros o unidos por caminos laterales. Resulta así el hecho singular que cada síntoma aparece con frecuencia múltiplemente determinado o sobredeterminado” (BN. vol.I pp.158s.).

Sin embargo, fue Thomas French quien basó la concepción de la función sintética del Yo en la idea de foco, desarrollando, junto a Alexander en 1946, el modelo de conflicto nuclear. Otros conceptos establecidos y relacionados son los siguientes: conflicto nuclear neurótico (Wallerstein y Robbins), disposición para la transferencia (Racker), problema capital (Mann y Goldmann) y tema de conflicto central de relación (Luborsky). Fueron Balint y sus colaboradores (1972) quienes introdujeron el término para designar un tipo de psicoterapia limitada en el tiempo y en el contenido.

El concepto psicoanalítico de foco apunta a dos significaciones clínicas. Por un lado, hablamos de focalizar en el sentido de las inevitables limitaciones en la asimilación y el procesamiento de la información por parte del terapeuta, suponiendo un sesgo en la disposición receptiva del terapeuta que le prescribe y lo ordena. Por otro lado, hablamos de foco como de una cualidad hipotética propia del material que el paciente presenta, cualidad que se halla en relación sistemática con el concepto de transferencia. En este sentido, foco es el denominador común temático de un material dado, vinculado clínicamente al concepto de transferencia predominante. Así, el conflicto focal es la transferencia al analista que se da en cada caso (Dahlbender y cols. 1995).

En el taller de terapia focal de Malan se desarrolló una forma de comprender el foco de acuerdo con criterios interactivos procesales. El paciente ofrece material, consciente e inconsciente, a través de cómo se comunica y cómo se comporta, y el terapeuta selecciona ese material a través de su actividad interpretativa. Balint habla de atención selectiva y de la no atención, o la inobservancia, selectiva. En la terapia de objetivos limitados el foco dinámico representa una heurística. El foco ayuda al terapeuta a generar, reconocer y organizar las informaciones de relevancia terapéutica. Este paso activo y explícito hacia el descubrimiento contrasta con el modelo más pasivo, claramente exploratorio y abierto que se recomienda en el psicoanálisis. El foco constituye una especie de mapa, que no debe confundirse con el territorio.

Los esquemas conceptuales del terapeuta inciden de modo selectivo y estructurador sobre el material del paciente. 

El foco se entiende como un centro de gravedad temático construido de modo interaccional, el cual resulta de las ofertas del paciente y de la capacidad del terapeuta para comprenderlas dentro de un modelo dinámico

 De este modo, en diálogo con el paciente, el foco se construye buscando isomorfismos temáticos (estructura formal del contenido) entre las siguientes seis dimensiones :

  1. La configuración significativa del síntoma que lleva a consultar.
  2. La estructura de personalidad como escena interpersonal congelada.
  3. La configuración significativa de la situación actual de vida y de la situación desencadenante del síntoma que lleva a consultar.
  4. La configuración de los eventos biográficos significativos.
  5. Las ansiedades y tareas de la etapa actual de vida del paciente, según la doctrina del ciclo vital.
  6. La interacción transferencia-contratransferencia en la situación de entrevista.

Los isomorfismos hallados en estas 6 dimensiones describirán un campo problemático central del paciente, campo en el que se trabajará en el sentido de la variación de un tema básico. A partir de allí, el foco aportará líneas orientadoras para el diagnóstico, la indicación y la fijación de objetivos de la terapia. Los objetivos están en una relación dinámica con el foco, de modo tal que la elaboración focal del conflicto central conduce al logro de los objetivos de la terapia.

La formulación del foco permite niveles que van desde lo fenomenológico-descriptivo hasta términos metapsicológicos altamente abstractos. Sin embargo, argumentos clínicos y de resultados de investigación empírica abogan por una conceptualización de una manera tal que también el paciente pueda vivenciarlo como una actividad común entre él y su terapeuta. En general, la formulación del foco consta de dos partes. Primero, la denominación y descripción del problema principal del paciente y, segundo, una hipótesis psicodinámica sobre los motivos ocultos inconscientes de éste.

Distintos autores proponen diferentes maneras de formular el foco. Nosotros preferimos una que se mantenga a nivel coloquial y que exprese muy claramente los términos del conflicto dinámico inconsciente usando como modelo algún esquema de relación de objeto. Usamos bastante el modelo de Luborsky (CCRT method; 1984)) que describe el acto psíquico en tres momentos circulares: 1. El deseo o demanda, 2. la respuesta de los otros a ese deseo o demanda y 3. La reacción del sí mismo a la respuesta de los otros. Por ejemplo: “Deseo comprometerme y establecer relaciones de intimidad, sin embargo, temo hacerlo porque si lo hago los demás me rechazan (esto es, quedo a merced de la voluntad del otro de dejarme o rechazarme). Para evitar que eso suceda, yo rechazo y dejo a los otros, antes de que ellos lo hagan. Como resultado, me quedo igual solo, y siento que los demás me rechazan, lo que confirma mi expectativa inicial. El rechazo me deprime y frustra mi deseo y necesidad de intimidad”. Este foco podría corresponder con un joven en la segunda mitad de los veinte, con una historia de abandonos en su infancia, con rasgos narcisistas de personalidad, que consulta por un estado depresivo después de haber sido dejado por su novia. Puede haber tenido problemas de eyaculación precoz, etc. Es un joven que tiene miedo a las relaciones de dependencia y se refugia en una pseudo autonomía. Desde luego, con un paciente así el establecimiento de una relación de ayuda será problemática, pues la naturaleza de la relación toca inmediatamente al conflicto focal.

Reglas de la escucha y formulación de las intervenciones

Luborsky (1984) ha desarrollado reglas técnicas para guiar la escucha durante la sesión y para formular interpretaciones adecuadas. Tres son los principios que rigen los procesos de inferencia (escucha y comprensión):

  1. Atender a las redundancias. Recomienda poner atención a los diferentes contextos en que aparece el síntoma o fenómeno en estudio. La comparación de los diferentes contextos irá configurando el conflicto central subyacente.
  2. Atender a la contiguidad temporal. Se basa en la asunción de que dos pensamientos que se siguen tienen algún tipo de nexo causal.
  3. Atender a los cambios en los estados de la mente. Se basa en la idea de que un sistema psicológico se hace más visible y comprensible durante sus cambios que a lo largo de estados de equilibrio.

En general, mientras más corto el tiempo pactado para una psicoterapia, más importante es la consistencia en las interpretaciones focales. Sin embargo, siendo el foco una estructura compleja, generalmente no es posible interpretarlo en forma completa de una sola vez. El foco debe ser interpretado de a poco, fragmentariamente. Estas son las reglas: 

1.    Comienza por los aspectos del foco que el paciente pueda manejar más fácilmente (locus minor resistentiae).

2.    Escoge interpretaciones que envuelvan el deseo y la respuesta de los otros.

3.    Elige interpretaciones con componentes focales que contengan el síntoma. De esta manera el paciente se formará una idea del contexto de aparición del síntoma.

4.    Concentra las interpretaciones en los componentes negativos, como lo recomienda Freud (1912).

5.    Escoge un estilo de interpretación que ayude a fortalecer la alianza y que no provoque resistencias. Evita un estilo crítico, humillante o confrontacional.

6.    Si es necesario, pide al paciente que elabore ciertas narrativas de manera de tener una idea más completa de ellas. Que describa más algunos eventos o experiencias

Comentario final

Pienso que la información que he reseñado, que surge del conocimiento clínico confrontado con los hallazgos de investigación empírica en proceso y resultados en psicoterapia y psicoanálisis, apoya fuertemente la concepción de una técnica adaptativa. Por su parte, los hallazgos recientes en neurociencias enriquecen enormemente una visión estratégica de la terapia, como la desarrollada por Bleichmar (1997, 2005), quien propone una concepción modular para el psicoanálisis, guiado por la idea que la mente está constituida por la articulación de módulos o sistemas que obedecen a diferentes regulaciones, que evolucionan en paralelo, asincrónicamente, que en sus relaciones complejas imprimen y sufren transformaciones, y que requieren, para su modificación, de múltiples modalidades de intervención. Estamos de acuerdo con Bleichmar en que es posible desarrollar una técnica activa, focal y flexible en sus múltiples formas de intervención y que, junto al papel fundamental de hacer consciente lo inconsciente, enfatice la importancia de la memoria procesal, de la reestructuración cognitiva, del cambio en la acción y la exposición a nuevas experiencias. 


 

[1] Cualquier variable de proceso o de resultado en psicoterapia puede ser evaluada desde distintas perspectivas. El terapeuta tiene su punto de vista, el paciente el suyo, terceras personas el propio. Desde luego, hay algunas variables que son más propias de una perspectiva que de otra; por ejemplo, la satisfacción con los resultados, naturalmente parece ser prerrogativa propia del paciente (“el cliente tiene la ultima palabra”). Así, la investigación en psicoterapia es una suerte de mosaico de perspectivas. Y esto es lo primero que resalta al intentar investigar la psicoterapia con metodologías empíricas: debemos preguntar a todos los participantes, no hay perspectivas privilegiadas a priori. En cambio, la metodología clínica tradicional, inadvertidamente privilegia la opinión del terapeuta y tiende a ignorar la del paciente.

[2]  Anna Ornstein (1986), analista kohutiana, plantea que las interpretaciones empáticas son las intervenciones terapéuticas óptimas para toda clase de psicopatologías, incluyendo la psicoterapia de apoyo para pacientes severamente perturbados. Las interpretaciones empáticas tienen tres aspectos: aceptación del paciente como éste es, comprensión de su situación y ofrecimiento de explicaciones para ayudarlo a ganar insight sobre los orígenes de sus dificultades. En este sentido, Ornstein combina una intervención predominantemente apoyadora (validación empática) con una intervención altamente expresiva (interpretación). La esencia de este enfoque de psicología del sí mismo es trasmitir al paciente que ciertas emociones o actitudes con connotaciones negativas –tales como odio, envidia o voracidad– se originan en experiencias tempranas de vida, completamente comprensibles, marcadas por privación parental, negligencia o fallas de empatía (cit. por Gabbard 1994).

[3] A la luz de estos hallazgos se debería matizar la metáfora de Freud del “cobre de la sugestión” y “el oro puro del psicoanálisis”, agregando que el oro puro sólo existe en los museos. La verdad es que todos los objetos de oro efectivamente usados contienen diversas proporciones de cobre, pues esta aleación ha demostrado ser más dura y resistente al uso y al paso del tiempo. El problema técnico radica, precisamente, en los procedimientos para producir la mejor aleación, es decir, aquella que destaca de mejor manera las cualidades deseables de ambos metales

[4] Este es el caso del “complejo de la madre muerta” (Green 1983), cuya naturaleza procesal ha sido discutido por Stern (1997) y Leuzinger-Bohleber (2002).

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