aperturas psicoanalíticas

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revista internacional de psicoanálisis

Número 026 2007 Revista Internacional de Psicoanálisis Aperturas

Davidson y la subjetividad: alcances y limitaciones para la comprensión del sujeto psicoanalítico

Autor: Mantilla, Carla

Palabras clave

Davidson, Intencionalidad, Objetivo, Subjetivo, Intersubjetivo..


Elaborar un modelo intersubjetivista de la mente ha sido uno de los principales proyectos en la obra del filósofo norteamericano Donald Davidson. Una de las tesis más importantes de su obra es considerar que el sujeto mental se constituye intersubjetivamente, es decir, a partir de experimentar que  sus propios estados mentales son interpretados por la  mente de alguien más. En otras palabras, al acceder a un estatus intencional en donde el entendimiento del propio comportamiento y del comportamiento ajeno  puedan ser comprendidos a  la luz de los estados mentales que los motivan.

Esta visión pública de la mente  ha despertado en años recientes un interés creciente en la teoría psicoanalítica, la cual ha sido criticada en tanto tendría algunos elementos aún comprometidos con una visión privada, internalista y monádica de la subjetividad. En dicho entrampamiento se hallarían los principales cuestionamientos al psicoanálisis como, por ejemplo,  la inaccesibilidad de lo inconsciente, la primacía de la autoridad  de la primera persona sobre el conocimiento de sus estados  mentales,  la representación mental como intermediaria entre el sujeto y el mundo, el proceso primario y la pulsión de muerte. Sin embargo, los  postfreudianos se reparten en posiciones metapsicológicas diversas aunque, según la opinión de Mitchell (1993),  podría hablarse actualmente de un desplazamiento hacia lo intersubjetivo en cuanto a la concepción del modelo mental psicoanalítico.

De este modo, la filosofía de la mente a partir de las ideas davidsonianas ofrece un sustento  epistemológico al modelo de la mente psicoanalítico, recogiendo gran parte de sus tesis pero realizando, a su vez, ciertos ajustes  que permitan alejar al psicoanálisis de su herencia cartesiana.  En esta línea, Gardner (1995) sostiene que tanto la filosofía de la mente como la psicología del sentido común (Folk Psychology) se ofrecen como  fundamento para el psicoanálisis, en tanto explican los procesos irracionales como estados mentales inconscientes que todos los seres humanos compartimos, y que por ende podemos interpretar y conocer. Es decir, el hecho de que la constitución de los estados mentales sea externa y no interna al sujeto posibilita la interpretación y cuestiona la primacía de la autoridad de la primera persona como “vía regia” para el conocimiento de los propios estados mentales.

Quizá el intento más interesante de acercar el psicoanálisis a la filosofía de la mente lo haya realizado la filósofa y psicoanalista norteamericana Marcia Cavell. En La mente psicoanalítica. De Freud a la filosofía (1993) y  el reciente Becoming a subject (2006)[1] , la autora intenta hacer una descripción del modelo mental psicoanalítico a partir de la filosofía davidsoniana. El resultado es, quizá, uno de los aportes más interesantes a la comprensión del sujeto psicoanalítico en tanto construido a partir  de su relación con el mundo, consigo mismo y con los demás sujetos. El sujeto mental, para Cavell (1993), es aquel que ostenta una  red particular de estados mentales interpretables que se construyen, gracias a su natural condición de ser social, a partir del contacto originario con otros seres humanos que, junto con él mismo, forman parte de un mundo compartido.

Desde esta perspectiva, la subjetividad no constituye un estado previo o un a priori, más bien se construye en paralelo a la noción de un otro distinto con el cual se halla en relación de observancia ante un objeto externo. Esta idea proviene del concepto de triangulación (Davidson, 2001), según el cual se postula que la mente se constituye a partir de la relación entre tres dominios del conocimiento irreductibles e interdependientes: lo objetivo, lo subjetivo y lo intersubjetivo. Dicho de otro modo, no puede hablarse de subjetividad sin estados mentales constituidos en un mundo objetivo que puedan ser compartidos e interpretados por otras mentes. Los valores de verdad, falsedad y significado de estados mentales tales como creencias, deseos o pensamientos, adquieren su validez en el interior de este trípode. El que podamos interpretarnos e interpretar la conducta de los demás en base a la existencia de estados mentales que motiven las acciones, implica necesariamente dicha triangulación.

De tal modo, la subjetividad existe en la medida que exista una red de estados mentales tales como pensamientos, deseos, creencias, intenciones etc., que esté en relación con el mundo objetivo y con la mente de un tercero. La subjetividad será, entonces, la cosecha propia de estados mentales, aquella estructurada, dibujada y coloreada en la historia personal. (Davidson, 2001). Cabe señalar que dichos estados mentales tienen diferentes niveles de conciencia y se hallan metafóricamente agrupados en sistemas. Asimismo, asuntos centrales, como el autoengaño y la irracionalidad, pueden ser entendidos como casos particulares en donde las redes de creencias menos conscientes pero hipervalentes[2] tendrían una influencia decisiva en la acción. La irracionalidad es, entonces, considerada como una fisura de la razón  que encierra una paradoja: en el mismo momento de hacer  inteligible el acto irracional a partir de la interpretación, éste se vuelve racional.  La idea de una mente compartimentalizada, que Davidson recoge de los aportes freudianos, es un argumento central para conservar la existencia de estados mentales inconscientes y desmitificar el asunto de la irracionalidad, liberándolo del misterio y de la oscuridad (Davidson, 2004).

A partir de estas ideas, nos hacemos la siguiente pregunta:  ¿es útil, para la teoría psicoanalítica, recoger los aportes de Davidson y Cavell en torno a la constitución  intersubjetiva de la subjetividad, dejando de lado supuestos teóricos comprometidos con una visión internalista de la mente tales como el  proceso primario y el inconsciente dinámico? ¿La visión intersubjetivista de la constitución de la subjetividad es realmente irreconciliable con dichos supuestos?

Pensamos que una posible salida a esta disyuntiva implicaría  no renunciar sino, más bien, reubicar dichos conceptos en el interior de una visión intersubjetiva del desarrollo y contenido de la subjetividad, sin que ésta pierda sus anclajes somáticos y las consecuencias de ello en su dinámica motivacional. Apostamos por una visión integrada de la subjetividad, en donde la descripción mental resuma y de cuenta  del impacto de lo somático.

En este modesto intento de “reubicación conceptual”, revisaremos las principales críticas de Cavell a los conceptos vinculados con la subjetividad psicoanalítica y trataremos de comentarlas a la luz de los desarrollos actuales del psicoanálisis, básicamente aquellos de corte relacional, y de los alcances obtenidos del productivo  diálogo establecido por dicha disciplina con las ciencias cognitivas y las neurociencias.

Al sostener que la subjetividad cobra sentido sólo en relación al mundo objetivo y a la presencia de otros seres humanos, Cavell (1993, 2006) deja claro que estructurantes mentales primitivos, como el proceso primario, quedarían cuestionados. El proceso primario es uno de los pilares de la metapsicología freudiana, fue introducido en El proyecto de una psicología para neurólogos (Freud, 1895) y desarrollado  en el capítulo 7 de La Interpretación de los sueños (Freud, 1900), para explicar el funcionamiento característico de la instancia Inconsciente del aparato mental topográfico. Dicho proceso alude a una particular lógica de organización en donde los contenidos inconscientes, llamados deseos instintivos, poseen una energía mental libre flotante y se estructuran a partir de dos mecanismos: el desplazamiento y la condensación. El primero se refiere a que dichos deseos instintivos pueden agruparse libremente según sea la urgencia de actualización, y el segundo implica que, para este fin, la energía puede desplazarse o moverse para acentuar la carga energética que facilite la posibilidad de descarga. Los deseos instintivos persiguen la descarga o actualización pues se hallan gobernados por el principio del placer. Es así que, ante la demanda de  descarga, los deseos instintivos pueden juntarse, combinarse y traspasarse la energía sin las restricciones lógicas que gobiernan la realidad compartida. En el funcionamiento inconsciente no existe el principio de no contradicción, pues a lo que se atiende es a la realización del deseo, el cual proviene de una fuente somática y representa un modo particular de satisfacción registrado en los momentos más tempranos de la vida. Asimismo, la vivencia del tiempo en este tipo de organización mental primitiva es atemporal, pues la energía es libre flotante, no ligada y por ende no hay lugar para el antes y el después: el deseo es siempre una disposición, no una acción concretada y fijada.

El proceso primario vendría a ser, entonces, el modo más primitivo de organización de la experiencia subjetiva; previa al lenguaje, influida por urgencias biológicas, con un anclaje en lo somático, pero posible gracias a la presencia de un otro que la modela[3]. Es decir, las primeras experiencias del infante con su ambiente primario, marcarán el modo privilegiado de satisfacción y, por ende, la cualidad de los deseos instintivos. Esta idea implica, entonces, que la subjetividad se forma a partir del contacto con un otro real en un mundo real, y no en aislamiento y a partir de elementos puramente internos. Versiones más recientes del psicoanálisis (Mitchell, 1993) describen la subjetividad como conformada por una matriz relacional en donde, sin renunciar al proceso primario y a las vicisitudes del deseo, se postula una construcción intersubjetiva del sujeto. Asimismo,  existen investigaciones de corte experimental (Brakel, 2004) que pretenden dar una validez externa al modo de “pensar” propio del proceso primario, estudiando los productos mentales producidos en situaciones de angustia, en los sueños y en la temprana infancia. De lado de las  neurociencias y de las ciencias cognitivas (Solms, 2001, Leuzinger-Bohleber), son interesantes los reportes de investigación en torno al rol central del vínculo afectivo en la formación de la estructura cerebral y del sentido primigenio del Self, así como los estudios sobre la memoria implícita (no simbólica y no narrativa), en donde se concluye que los registros mnémicos tempranos, de orden básicamente sensorial y vincular, tendrían una influencia decisiva en la motivación  y en la acción, activándose por un patrón asociativo no consciente y no mediado por procesos cognitivos superiores  y con una dinámica similar a los de los deseos inconscientes freudianos.

Marcia Cavell, sin embargo, considera que nociones como proceso primario se contradicen con una visión intersubjetiva de la subjetividad. Desde su punto de vista, sólo caben posiciones externalistas o internalistas de la mente (Cavell, 2006). La subjetividad en su modelo está condicionada al lenguaje[4],  a la presencia de las llamadas representaciones de segundo orden[5], a la existencia de pensamientos organizados lógicamente, a los procesos conscientes y preconscientes, pero no a los estadios previos a estos logros del desarrollo. La subjetividad está atada a la conciencia de la misma, a la autoobjetivación o desarrollo de lo que ahora se denomina función autorreflexiva del self (Fonagy y Target, 1996a).

Pensamos que la descripción de la subjetividad que Cavell realiza calza con la de un infante en edad preescolar, que ha adquirido totalmente el estatus intencional y es capaz de tener conciencia de que detrás de cada acción hay un estado mental que la motiva, al cual puede además referirse y nombrar. Si bien esta es una descripción útil para la teoría psicoanalítica, elementos centrales como el deseo instintivo quedan insatisfactoriamente incluidos, ya que no  poseen un estatus intencional.  Según la autora, un bebé de menos de 18 meses no ha logrado la constancia objetal y no puede por ello representar al objeto deseado en su ausencia (Cavell, 1993, p. 64).

Encontramos en la obra de Cavell una escisión entre lo biológico y lo mental, es decir, para referirse al bebé humano se acude a descripciones de procesos biológicos pero no se les otorga un contenido mental importante[6], por ende no se habla de subjetividad en ese momento de la vida. Sólo cuando aparecen ciertas capacidades del desarrollo, como la capacidad visible de interpretar y comunicar en términos de estados mentales, es que se habla de subjetividad. No hay espacio para una fenomenología de la subjetividad temprana, y, por ende, para una teoría que explique de modo más satisfactorio  la influencia de esta modalidad de organización psíquica temprana, en la vida del adulto normal y en la psicopatología.  Nos inclinamos por una descripción integrada de la subjetividad en donde lo “intrapsíquico” no se oponga a lo intersubjetivo sino, más bien, se encuentren ambos en una relación de tensión que habría de ser  constitutiva de la formación y vivencia de la subjetividad.

Para poder dar sentido a todo lo anterior revisaremos lo que entendemos por dominio intrapsíquico e intersubjetivo de la constitución y experiencia subjetiva. Lo intrapsíquico se refiere a los aspectos de la subjetividad más ligados al impacto de la pulsión sobre el sujeto, en tanto constituyen los procesos mentales más básicos como la regulación psíquica a partir del principio del placer y la compulsión a la repetición. Lo intersubjetivo, se refiere al escenario que posibilita que dichos mecanismos y procesos mentales básicos se expresen y configuren en  modalidades particulares de satisfacción y comunicación del deseo, en repertorios defensivos, mecanismos autorreguladores y modos de relacionamiento. (Mitchell, 1993, Benjamin, 1996). Ambos aspectos juntos disparan la experiencia mental, y por tanto constituyen a lo largo del desarrollo y a partir de la maduración y el logro de mayores capacidades perceptuales, cognitivas, relacionales y afectivas, formas distintas de vivir la subjetividad.[7]

Creemos que aspectos como la representación, el deseo, el proceso primario y la “lógica” particular del inconsciente son supuestos teóricos a los que no necesariamente se debe renunciar al describir la subjetividad. Pensamos que Cavell hace gran parte de la tarea al abrir la descripción de lo subjetivo al domino público; nuestra intención es equilibrar ese intento tratando de complementarlo con lo intrapsíquico sin que ello devuelva al psicoanálisis a una visión privada de la mente-la cual ha sido criticada ampliamente por la filosofía de la mente intersubjetivista- que hoy es difícilmente sostenible y poco útil. Es decir, no es de nuestro interés mantener una descripción  de la subjetividad puramente internalista,  monádica y esencialista. Benjamin (1996) señala al respecto que las críticas hechas a la noción  psicoanalítica de la subjetividad en tanto unitaria y ecencialista,   están dirigidas a la categoría epistemológica del “sujeto pensante”, cuando lo que interesa al psicoanálisis es también el sujeto como “centro de experiencia”. La subjetividad en psicoanálisis ha sido vista históricamente en sus diferentes posiciones, voces y roles; sin embargo, es su tarea también velar por  su unicidad, su estética propia y su particularidad. Acerca de la dinámica entre lo intersubjetivo y lo intrapsíquico, Gerson (1994), recuerda las palabras de Jonathan Lear: “La subjetividad se mueve hacia niveles más complejos. Los recuerdos y los significados  que moldean la visión personal del mundo  no residen en el dominio durmiente del alma; ellos están en búsqueda de expresión” (pp. 67-68). Gerson comenta que la trayectoria natural de  la expresión de la subjetividad ocurre a través de sistemas que se originan fuera del individuo y, mediante el uso que este individuo les da, se informa y se transforma la propia subjetividad.  Dentro de la literatura psicoanalítica encontramos varios ejemplos de esta relación indivisible entre lo intrapsíquico e intersubjetivo como dominios constitutivos de la subjetividad. El gesto espontáneo del bebé winnicottiano  encierra la  necesidad de expresión de un impulso personal  que, a su vez, sea recogido y entendido por la mente de alguien más. Bollas, al referirse a la constante tendencia de encontrar en el entorno una oportunidad para que alguien más piense aquello que no se puede pensar aún, también da cuenta de estos dos aspectos tanto formativos como constitutivos de la subjetividad. Bion y sus elaboraciones acerca de lo que el denomina “capacidad para pensar”, también ejemplifican esta dinámica. En resumen, podríamos decir junto con Benjamin (1995) que el otro tiene un efecto sobre lo que es propio, pero lo propio también existe.

Encontramos en autores como Fonagy y Target (1996a, 1996b) modelos teóricos interesantes que subrayan la constitución intersubjetiva de la mente pero no abandonan conceptos explicativos centrales como los criticados por la tradición intersubjetivista. Ellos se basan en la visión davidsoniana acerca del estatus intencional y sus consecuencias para la formación de la llamada “teoría de la mente” y de la subjetividad. Sin embargo, enfatizan que para postular una teoría de la mente no basta encontrar los mecanismos y funciones implicadas, sino que  hace falta una comprensión más amplia sobre el tipo de contenidos afectivos, vinculares y conflictivos que están en juego durante la consolidación del estatus intencional. Es por ello que estos autores conciben la teoría de la mente desde una perspectiva del desarrollo, en donde la intencionalidad tiene niveles o grados dependiendo del momento evolutivo,  lo que implica la inclusión progresiva del infante en el mundo compartido, el cual se complejiza en paralelo a las formas de vivirse a uno mismo.  Los hallazgos de la observación directa de infantes de Daniel Stern (1985,  1998, pp. 73-90), se ofrecen como buenas herramientas conceptuales para reubicar aspectos clásicos de la metapsicología psicoanalítica en modelos relacionales de la mente. Según Stern, los hallazgos de la observación directa de infantes brindan al psicoanálisis la posibilidad de contrastar sus narrativas clínicas y reconsiderar, afirmar, o reformular, sus supuestos metapsicológicos. Stern insiste en que el bebé posee desde el nacimiento capacidades innatas para vivirse a sí mismo como un centro de experiencia diferente al de un otro con el cual puede “engancharse” en acciones comunes. Las representaciones mentales, las resignificaciones de eventos vividos y todo aquello que constituye el clásico material de análisis psicoanalítico tienen, según el autor, una base presimbólica y prerrepresentacional,   a la que denomina “experiencia vivida” o “experiencia cruda tal y como es vivida”[8].  Dichos eventos son vividos como entidades globales de sentimiento y afecto, reveladas en el tiempo como conjuntos pautados de vivencias sinestésicas, afectivo-perceptuales y rítmicas,  que se despiertan ante los eventos internos o externos. Los intercambios del bebé con los demás se organizarían según estos patrones llamados contornos vitales, los cuales constituirían las unidades más primitivas y básicas de la representación de diversos  modos de estar con un otro.  Ello vendría a ser una suerte de conocimiento intersubjetivo implícito,  es decir, no verbal, no simbólico,  y potencialmente reprimible.  La brecha entre lo que el bebé  evoca de su “conocimiento intersubjetivo implícito” y  lo que se vive durante la interacción, revelará el tipo de representaciones que el infante forma, así como las operaciones y defensas que se dan cuando se capta esta discrepancia. Para el autor, todo esto es parte de la experiencia subjetiva temprana.  Stern señala que este conocimiento implícito de modos de estar con otro tiene una relevancia central para la acción terapéutica. Si lo explícito del vínculo implica interpretar, lo implícito  implica capturar el momento en el que se está de un modo conocido o nuevo con un otro.  Nosotros podríamos añadir que lo explícito de la intencionalidad supone el acto de interpretar el estado mental detrás de la acción, y lo implícito estaría dado por el tipo de interpretación que hagamos pues recogería datos de nuestra propia manera de haber registrado las experiencias relacionales.

En “Tras el velo del lenguaje”[9], Cavell (1993) sostiene que para hablar de subjetividad hay que hablar de creencias, intencionalidad y conciencia. Sostiene, además, que “la idea de que, antes de tener un lenguaje, hay una subjetividad inicial, conlleva la idea de un estado incognoscible de unión no mediada con el mundo del cual nos ha separado el lenguaje para siempre” (p. 180). Cavell (2006) repara en el hecho de que por lenguaje entiende al menos la comunicación a través de señales, las cuales tienen sentido en el interior de una práctica social, es decir, son símbolos forjados en el mundo compartido. Lo que no admite es que la comunicación por signos sea considerada lenguaje, ya que los signos son la expresión directa (no simbólica), de ciertos fenómenos como, por ejemplo, el cielo nubado que anuncia una tormenta o los movimientos de un ave llamados para cortejar a su pareja. Este argumento le permite incluir formas de lenguaje consensual no verbal, pero que contemplan intencionalidad y conciencia. Desde esta perspectiva, para Cavell son poco convincentes los argumentos a favor de una subjetividad temprana en donde los modos de comunicación como el llanto, la sonrisa, la mímica y otras capacidades del bebé humano son utilizados para sostener la existencia de una subjetividad temprana y una intencionalidad en desarrollo. Cavell se muestra muy crítica con autores como Daniel Stern (1985, 1998) el cual, como hemos visto, sostiene entre otras cosas que el bebé humano es altamente social, posee una subjetividad primitiva en donde se vive a sí mismo como centro de experiencia diferente al de los otros seres que lo rodean, organiza su experiencia psíquica a partir de pautas rítmicas, afectivo-perceptuales y cenestésicas, desarrolla la autoconciencia y la autopercepción sobre bases  existenciales previas al lenguaje, y es conscientemente intencional desde aproximadamente los 7 meses de edad. Para Stern, el bebé humano es un agente de acciones, experiencias e intenciones. Cavell (1993) sostiene que Stern  es altamente subjetivista pese a describir un modelo intersubjetivo de la mente, le reclama que, dado que el bebé humano  no posee los conceptos de acción o de yo, no puede  bajo ninguna circunstancia afirmarse que su llanto u otros signos quieran decir algo. Además,  lo acusa de proyectar sus propios estados mentales en el bebé observado.  Para discutir justamente la idea de que la subjetividad dependa de tener conceptos, nos resulta  de vital importancia rescatar el hecho de que ésta sea  entendida también como un centro de experiencia que se va complejizando y trasformando desde el inicio de la vida gracias a su relación con el mudo externo y los demás. Nos parece relevante entender la subjetividad  en el interior de una línea de desarrollo.

Es parte de nuestro interés recoger y aplicar de modo distinto el concepto davidsoniano de principio de caridad, para explicar el tema del origen de la intencionalidad temprana en el bebé. Davidson plantea que para poder reconocer como racionales las acciones de los demás, debemos atribuirles una red de estados mentales organizada que las motive. De esta manera, podemos inferir detrás de una acción la existencia de creencias y deseos. El principio de caridad es un supuesto necesario para poder encontrar sentido a la conducta propia y ajena, es un supuesto necesario para hablar de intencionalidad.

¿No sería acaso posible que este principio se ponga en marcha naturalmente en la mente del cuidador mientras se relaciona con su recién nacido, como parte de un mecanismo propio de los seres humanos? ¿No sería posible, bajo el supuesto de la filosofía de la mente de que los significados están afuera y no adentro, que en el intercambio entre madre y bebé, la madre vaya “formando” los contenidos mentales de su hijo desde que éste nace? ¿No es, pues, la relación entre madre y bebé la forma más primitiva de entender el principio de caridad, pero no sólo como modalidad para entender las acciones de los demás, sino para cargarlas por primera vez de significado? Siguiendo a Winnicott (1956) “No hay tal cosa como un bebé, siempre ese bebe está en relación con su madre”. Por lo tanto, al formar el bebé parte del mundo mental de la madre, ¿no estaría ésta influyendo y constituyendo el propio  espacio mental del bebé y, lo más importante, un modo particular de vivirse a sí mismo en el interior de un vínculo? ¿No estaría formándose aquí el “conocimiento implícito” del cual nos hablaba Stern? ¿No estarían formándose aquí las modalidades de gratificación y frustración de las demandas más básicas del bebé, es decir, las vicisitudes del  deseo?

El deseo es el estado mental más representativo de la teoría motivacional del psicoanálisis. Si bien en la teoría de la acción davidsoniana el deseo tiene un rol central, creemos que hay diferencias de significado en  cada teoría,  y ello  tiene consecuencias importantes para entender el papel que juega en la constitución de la subjetividad dentro de cada modelo. El deseo, al ser el contenido mental más primitivo del ser humano, en donde se representan los  modos más primarios de satisfacción de necesidades ligadas al equilibrio somático, regulados por la urgencia de descarga y modulados por la presencia facilitadota de otro,  ocupa un lugar preponderante en la comprensión de la experiencia subjetiva temprana y adulta. Es el estado mental que servirá de base para la conformación de estados mentales más desarrollados como las creencias y los sentimientos. El deseo está ligado al cuerpo, a lo urgente, a la demanda inmediata de satisfacción. Sin embargo, el deseo surge en el encuentro de lo más propio, lo somático, con el mundo externo, es el que inaugura la experiencia mental. El deseo no es independiente de la noción de un otro, pues es a partir de la experiencia con otro que se forja.

Pensamos que los deseos instintivos constituirían la red inicial de estados mentales del sujeto. A partir de ésta y gracias al desarrollo cognitivo y social del infante, y al repetido contacto con el mundo y los demás, se generarán estados mentales influidos de modo más contundente por el principio de realidad, es decir por la necesidad de una validación intersubjetiva más amplia. Los deseos vendrían a representar la tensión más básica entre lo intrapsíquico  y lo intersubjetivo, entre lo que pugna por expresión y la necesidad de encontrar un alguien en donde encarnarse.  Lo intrapsíquico y lo intersubjetivo son aspectos centrales de la subjetividad. Son constitutivos y se hallan en una relación de tensión. Como Mitchell señala,  el psicoanálisis no describe a los sujetos  humanos  “(…) como un conglomerado de impulsos de origen físico sino como si estuviéramos conformados por una matriz de relaciones con los demás, en la cual estuviéramos inscritos de manera inevitable, luchando simultáneamente por conservar nuestros lazos con los demás y por diferenciarnos de ellos. Según este punto de vista, la unidad básica de estudio no es el individuo como entidad separada cuyos deseos chocan con la realidad exterior, sino un campo de interacciones dentro del cual surge el individuo y pugna por relacionarse y expresarse. El deseo siempre se experimenta en el contexto de la relación, y este contexto define su significado. La mente está compuesta de configuraciones relacionales. La persona sólo es inteligible dentro de la trama de sus relaciones pasadas y presentes. La búsqueda analítica implica el descubrimiento, la participación, la observación y la transformación de estas relaciones y de sus representaciones internas” (1993, p. 14).


Bibliografía

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Winnicott, D. W.    (1956). Through pediatricts to psychoanalysis. London: Tavistock. (Reimpreso en1992).

 

 

Es el nombre del capítulo 5 de “La mente psicoanalítica. De Freud a la filosofía” Cavell, 1993.[9]


 

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