aperturas psicoanalíticas

aperturas psicoanalíticas

revista internacional de psicoanálisis

Número 029 2008 Revista de Psicoanálisis en Internet

Conceptualización y clínica de los fenómenos disociativos: una revisión detallada de las diferentes posturas [Howell, E.F., 2005]

Autor: Díaz-Benjumea, Lola J.

Palabras clave

Howell, E. f., Abuso sexual infantil, Clinica de la disociacion, disociación, Elizabeth f. howell, identificación proyectiva, Self multiple, Teorias de la disociacion, Trastorno de estres postraumatico TEPT, Trastornos disociativos de la personalidad, Trauma..


Reseña: The Dissociative Mind, Elizabeth F. Howell, The analytic press, Hillsdale, N.J, 2005, 307 p.

Este libro de Elizabeth Howell es un magnífico manual sobre la disociación, incluyendo una historia de este constructo que revisa las distintas aproximaciones teóricas que han incluido la disociación, y el significado que se le ha dado en cada una de ellas.

Claro en la exposición, no exento de ilustraciones clínicas y, sobre todo, muy completo, el texto propone la visión de un psiquismo complejo compuesto por un conjunto de selves en interacción más o menos relacionados entre sí, con funcionamiento en paralelo de acuerdo a las teorías actuales neurofisiológicas, coincidente con la visión modular transformacional del psiquismo, de acuerdo también con la visión constructivista relacional.

Howell se detiene especialmente en los autores que han aportado de modo significativo al tema, como Janet, sobre el que reivindica su injusto olvido a lo largo del siglo XX al haber sido oscurecido por la obra de Freud. Así como también aborda autores actuales que tienen mucho que ofrecer desde paradigmas no psicoanalíticos.

Aporta una revisión de conceptos de la clínica psicoanalítica que quedan transformados a la luz de la disociación, como los de represión, actuación, abreacción o catarsis, identificación proyectiva y síntomas somatoformes. Ofrece perspectivas nuevas de ellos, más adaptadas a los conocimientos actuales de la psicología y la neuropsicología, y con una visión clara y detallada de cómo funcionan tanto intrapsíquica como relacionalmente.

Aborda los aspectos patológicos en la construcción de la identidad de género, planteando hipótesis sobre la etiología específica que lleva a hombres y mujeres a responder de distinta manera a situaciones traumáticas, y cómo a su vez las situaciones traumáticas devienen en caracteres estereotipados de género. Analiza, también, la problemática del narcisismo desde la perspectiva de la disociación, así como el estudio de la psicopatía.

La disociación viene a ser, después de la lectura del libro, un constructo teórico de muchísima utilidad para entender fenómenos clínicos que no se ajustan al otro, mucho más usado, de represión. Especialmente los trastornos de personalidad y, sobre todo, el grupo de trastornos resultantes del trauma, son hoy día comprensibles gracias al concepto de disociación. Pero esta obra sirve no sólo para los casos graves de trastornos disociativos, sino también para entender los mecanismos psíquicos que se ponen en funcionamiento como reacción al trauma, para entender el trauma en sus aspectos relacionales, visto como producto de relaciones de apego disfuncionales, y para entender la dinámica de los mecanismos disociativos más leves que podemos encontrar en cualquier tipo de personalidad.

A continuación, presento un resumen que, hasta la primera mitad del libro, está hecho sobre el resumen que la propia Howell realiza de los autores en su recorrido histórico.

Capítulo 1. Disociación. Un modelo de la psique

En este primer capítulo la autora aclara el concepto de disociación y los diferentes significados que se ha dado al término.

La disociación se ha identificado siempre con el trastorno de estrés postraumático, en el que la persona tiene experiencias disociadas, como obsesiones, flashbacks y experiencias somatosensoriales, mientras que por otro lado está vigilante para evitar todo recuerdo del trauma. Sin embargo, Howell afirma que no se puede suscribir la disociación a lo traumático entendido como algo fuera de lo ordinario. El trauma en un sentido estadístico es normal, y así lo es también la disociación. Además, la disociación no sólo procede del trauma, sino también de entornos familiares caóticos, abusivos o negligentes, de dilemas de apego y de ansiedad severa producida por relaciones interpersonales.

La disociación se puede definir como la separación de contenidos experienciales y mentales que normalmente están conectados, pero la autora tiene el objetivo de delimitar los significados del término porque son muchos y crean confusión conceptual. De este modo, va dando respuesta a diferentes cuestiones.

¿Es la disociación siempre patológica? No siempre, por ejemplo se encuentra disociación en la concentración o ensimismamiento ante una tarea en que se excluye de la conciencia cualquier otro contenido, así como en la meditación. Para Howell, lo que diferencia la disociación patológica de la adaptativa es que esta última está bajo control voluntario y además promueve la integración, mientras que la primera la impide. Sostiene que, en general, un exceso de disociación, aunque se realice con fines adaptativos en principio (como estrategia para afrontar un trauma), acaba haciéndose involuntaria y, por tanto, convirtiéndose en patológica.

La habilidad para disociar es mayor en la infancia y decrece con la edad, excepto el periodo de la adolescencia. Así, aunque puede hablarse de un continuo de disociación, según un modelo taxonómico la disociación es identificada con un extremo, en el cual es severa y crónica, y por tanto patológica.

Según el concepto de disociación estructural hay una división de partes experienciales de la personalidad, sistemas de ideas y funciones, cada uno de los cuales produce un “sentido del self”. Van der Hart es un autor que aboga por este concepto, sosteniendo que una cosa es tener experiencias de despersonalización y desrealización, que pueden producirse por estrés, enfermedad, sueño, abuso de sustancias o deprivación sensorial, y otra la “despersonalización patológica”, que implica separación entre el yo observador y el observado, que suele ocurrir en los casos de abuso sexual infantil, violación, combate y accidentes, y que son disociaciones estructurales que, por su parte, pueden tener distintos grados de severidad en un continuo.

La siguiente cuestión es si considerar la disociación como un proceso o como un efecto. El proceso disociativo puede o no dar lugar a un efecto estructural, entendiéndose éste como una división organizada y perdurable de los contenidos experienciales del self como, por ejemplo, en la experiencia no formulada descrita por Stern que más adelante se explicará.

La disociación es una respuesta adaptativa frente al trauma, permitiendo que el individuo sobreviva a aquél. Protege de dolor y conocimiento insoportables y preserva un sentido de seguridad y control. Es, por tanto, un legado biológico por el que el organismo responde cuando se siente abrumado, y que le permite separarse de la experiencia del trauma. Cuando el trauma se produce por la relación con una persona de quien se depende, la disociación permite a la persona continuar relacionándose de una manera doble con su figura significativa, sin notar las contradicciones inherentes, como el niño que es sujeto de abuso sexual en casa y que puede “olvidar” los hechos nocturnos y ser como una persona normal durante el día, pero no ha reprimido el abuso, porque durante la noche “recuerda” de nuevo y sabe cómo debe tratar a su figura traumatizante. Pero, si se mantiene demasiado tiempo, la disociación se vuelve maladaptativa. Por ejemplo, cuando el trauma es repetido y ocurre en edad temprana, la respuesta disociativa se vuelve automática y contribuye al desarrollo del trastorno de personalidad.

Un concepto útil es el de estado. Frente al concepto de rasgo, que implica una tendencia continua y consistente en la persona a sentir, pensar y comportarse de una cierta manera, los estados mentales son bloques que se construyen en el comportamiento y la conciencia, rompiéndose el sentido de continuidad del sujeto. Esta ruptura, según Putnam, puede ocurrir de dos modos: el primero es interrumpiendo y retardando la conexión entre los estados en el curso del desarrollo, como cuando estados de miedo intenso son disociados de otros estados, o afectos negativos hacia una figura de apego no son integrados en el conjunto de la relación. El segundo modo es creándose estados alterados específicos, como en los casos de niños tramatizados que desarrollan estados en los que crean fantasías que cambian la realidad insoportable. Pero, en general, como consecuencia del trauma se incrementa el número de estados discretos de conciencia de la persona, fragmentándose la identidad.

Otro concepto es la disociación somatoforme. Sostiene la autora que en el DSM en sí mismo se ha “disociado” la personalidad en mente por un lado y cuerpo por otro, de modo que los síntomas somatoformes se consideran somáticos, diferentes de los aspectos afectivos y cognitivos de la disociación. Por otro lado, desde el psicoanálisis lo común ha sido considerarlos como formaciones de compromiso en las que las pulsiones reprimidas se expresan de un modo motor. Ahora bien, Howell sostiene que esto nos impide ver que lo síntomas somatoformes pueden ser producto de experiencias reales, como violaciones, que implican daño al cuerpo, formando parte de fragmentos de recuerdo que no están integrados con otras modalidades de memoria de dichos eventos históricos de la vida del sujeto.

Hay autores han relacionado las respuestas de los animales al terror con las reacciones humanas. Se han destacado dos respuestas primarias al trauma que alteran los procesos de desarrollo neural, son la hipoactivación e hiperactivación. El patrón de hipoactivación implica comportamientos como fuga, adormecimiento, fantasía, analgesia, desrealización, desmayo, con comportamientos de conformidad robótica y pasividad. El patrón de hiperactivación implica reacciones de lucha o escape, consiste en elevación de ritmo cardíaco, vigilancia, irritación, aumento de la locomoción y de estado de alerta, con tendencia a percibir en exceso las claves amenazadoras y por tanto a responder con agresión.

Estas respuestas relacionadas con el trauma alteran los patrones neurobiológicos del cerebro, llevando a expresiones genéticas maladaptativas y a conexiones sinápticas que acaban en déficit neurológicos. El trauma abruma el sistema nervioso autónomo con hormonas de estrés, sobreactiva la amígdala y empequeñece el hipocampo, que está relacionado con el procesamiento de la información. Después de un tratamiento exitoso, los pacientes con trastorno disociativo de la personalidad recobraron volumen del hipocampo.

Hay otros efectos, como la disminución de la capacidad reflexiva, la creación de rasgos estables a partir de comportamientos específicos al trauma, de manera que se crean patrones temáticos en el cerebro, activaciones neuronales repetitivas. Y en tercer lugar está el problema de que esta clase de información alcanza la amígdala, que capta el mensaje antes de que éste llegue al córtex, por lo cual el estado de excitación puede no conllevar la activación de recuerdos cognitivos asociados que aporten el conocimiento de por qué uno está ansioso o alterado.

A continuación, la autora enfoca el tema de la disociación en relación con la clasificación de neurosis, psicosis y trastornos de la personalidad. Sostiene que hay consenso entre muchos teóricos en cuanto a que la disociación está presente en la mayor parte de la psicopatología no orgánica. De modo opuesto a los trastornos disociativos, en los que la disociación es considerada el problema, la disociación está en la base de todos los trastornos de la personalidad, pero es egosintónica. En cuanto a la psicosis, la autora plantea que cuadros como el trastorno disociativo del pensamiento, que puede presentar percepciones bizarras, flashbacks y alucinaciones auditivas y visuales de las que el sujeto no siente que ocurran “fuera de su cabeza”, se puede describir como un fenómeno cuasipsicótico, aunque no sea indicativo de esquizofrenia. Todos ellos serían síntomas de recuerdos disociados de la conciencia. Del mismo modo, muchos síntomas antes considerados propios de la esquizofrenia -voces discutiendo, inserción o robo del pensamiento- pueden ahora considerarse propios de trastornos disociativos, en los que las voces se entienden como actividades de otro-una parte disociada del self.

Howell habla de la relación entre disociación y cultura y sostiene que, de acuerdo al contexto, la disociación en forma de estados mentales alterados se puede entender como deseable. Ejemplos de esto son los fenómenos de trance, el chamanismo o las habilidades disociativas de los médium. A lo largo de la historia, la hoy llamada personalidad múltiple puede haberse manifestado como trances de posesión.

Para terminar este capítulo, Howell acude a autores que contraponen el modelo bipolar, de acuerdo con el cual el self unificado representa el polo de la salud y el self múltiple disociado representa lo patológico, con otro modelo en el que hay una multiplicidad flexible, adaptativa, en el polo de la salud y una pseudounidad patológica al acercarnos al polo de la psicopatología. En este extremo estaría el trastorno disociativo de la personalidad, que presentaría mayor disociación pero no mayor multiplicidad. La cuestión es que la conexión entre estados puede ser defensiva, realizada para pretender una unidad simple y evitar la complejidad de las manifestaciones humanas contradictorias. Una cita de Howell es ilustrativa de esta visión:

"Bromberg argumenta que estamos cambiando desde el inconsciente y la conciencia unitarios de Freud, los cuales estaban arqueológicamente acodados con respecto al acceso a la conciencia, hacia una “concepción de la mente como no lineal, proceso dialéctico de construcción de significado… una visión de la mente como una configuración de estados cambiantes, discontinuos, pero con múltiples niveles de conciencia e inconsciencia-una red asociativamente unida, múltiplemente organizada, de atribución y comprensión de significados. El inconsciente disociativo no está necesariamente unido al olvido en el tiempo, sino a realidades subjetivas contemporáneas que alternan como figura y fondo.”

Capítulo 2. El self en contexto. Unidad y multiplicidad

En este capítulo, Howell expone su concepción de la mente como compuesta por múltiples selves parciales, a su vez subdivididos y con mayor o menor grado de conexión, mostrando los desarrollos en distintos campos que en las últimas décadas apoyan esta concepción.

En los principios del psicoanálisis, Freud, comenzó proponiendo una “doble conciencia” para la histeria, lo que implicaba centros duales de actividad mental inconsciente y consciente, pero finalmente abandonó esta propuesta y en su lugar adoptó el constructo de inconsciente unitario.

Autores como Janet, Jung y James enfatizaron la división de la experiencia del self, pero con el auge del conductismo por un lado y del psicoanálisis por otro, el self múltiple dejó de estar presente para el público. Además, dice la autora que el psicoanálisis ha enfatizado una perspectiva lineal del desarrollo y ha asumido que el infante empieza su vida como un self global o integral. Si, por otro lado, acudimos a la psicología, ha triunfado el concepto de “rasgo” (tendencias estables  que mantienen la característica de unidad individual, que difieren entre los individuos), frente al concepto de “estado” (diferentes organizaciones del self dentro de cada individuo).

Un fenómeno observado en la hipnosis ya alertó sobre la disociación mental. El “observador oculto”, una parte del self que permanece consciente de la información que no está disponible para la parte hipnotizada. Y, finalmente, en las últimas décadas han confluido múltiples ramas del conocimiento para que vuelvan a proliferar los conceptos de un self múltiple.

Empezando con la neurofisiología, la psicología cognitiva y la psicología del desarrollo, en todos estos campos se ofrece una visión en la que la mente y el self son normalmente múltiples y la idea de la unidad del self es una ilusión. Los neurobiólogos entienden, cada vez más, el cerebro como un sistema modular en el que cada módulo tiene un grado importante de autonomía. Por ejemplo para LeDoux y para Gazzaniga, la mente es como un ordenador cuyo funcionamiento es en paralelo, se organiza en sistemas neurales que funcionan hasta un cierto grado de un modo independiente unos de otros. Por su parte, Siegel sostiene que según los estudios del desarrollo infantil la idea de un self continuo, unitario, es una ilusión. Tenemos diferentes selves, cada uno de ellos comporta un estado mental, que es un “patrón total de activaciones en el cerebro en un momento particular en el tiempo.” Estos estados, al activarse repetidamente, dan un sentido de continuidad a la experiencia.

En otro campo, el postmodernismo ha hecho hincapié en la inseparabilidad entre lo que nosotros “conocemos” y el contexto en que ese conocimiento se produce. Superando el positivismo objetivista de la primera parte del siglo XX, el enfoque actual es el de que nosotros construimos el conocimiento, y tenemos diferentes construcciones de la realidad, cada una de ellas basadas en el contexto del conocedor. El postmodernismo se basa en un pluralismo simultáneo, más que serial, enfatiza el self plural y la multiplicidad.

Se sabe que gran parte de la memoria es dependiente del estado y, al cambiar el contexto, cambia la visión que tenemos de nosotros mismos y de los otros. El self está arraigado en el contexto interpersonal, dependiendo del entorno social cambiamos a distintas versiones del self. Como sostienen Slavin y Kriegman, la capacidad de tener múltiples selves semicohesionados sirve para conocer suficientemente sobre los demás, es adaptativa dadas las “inherentes consistencias, sesgos y contradicciones que se encuentran en todo entorno parental”.

El concepto de self dialógico viene a decir que el estilo en que nosotros hablamos está basado en cómo imaginamos que la otra persona recibirá lo que nosotros decimos. Frente a la noción de self individual, se asume que hay muchas posiciones del yo que pueden estar en la misma persona.

Pasando ahora a la teoría de las relaciones de objeto, la autora cita la observación de Ogden sobre que el objeto internalizado incluye una relación de objeto internalizada, en la que tanto el componente del self como el del otro tienen subjetividad. A partir de ahí, Howell afirma que se ha dado el paso hacia el polipsiquismo, porque hay una diferencia importante entre concebir la internalización implicando un self simple que internaliza un objeto u objetos, y concebirlo como un self múltiples que internaliza relaciones.

Howell acude a Putnam, que describe la infancia como varios estados conductuales, al principio implicando actividades biológicas como sueño y vigilia, comer y eliminar, que empiezan siendo discretos, con saltos discontinuos entre ellos, como el que hay de la excitabilidad al llanto. Al sucederse unos a otros secuencialmente, las transiciones se van volviendo conectadas, y el niño va ganando la habilidad para autorregularse y recuperarse de las disrupciones. Pero éste es un aprendizaje eminentemente social, porque compartir estados es un aspecto de la vinculación con el otro. Al adquirir mayor control sobre sus estados conductuales con la maduración, el niño puede activar estos “selves” voluntariamente. Aquí Putnam se refiere a lo que él llama el self autorial, que aparece sobre los 4 años, que es independiente del contexto y puede seleccionar y realzar aspectos del self. Esta capacidad se expresa en el juego de fantasía, en el cual los niños pretenden ser diferentes selves, desconectando el sentido del self de un determinado contexto.

Siguiendo ahora a Pizzer, afirma la autora que la cuestión no es por tanto la multiplicidad sino la desconexión, o sea que las diferentes partes o perspectivas procedan como si no existieran las otras. Un extremo de esto es ejemplificado en el trastorno disociativo de la personalidad (antes personalidad múltiple), en el que las identidades representan las adaptaciones del self a contextos que produjeron un terror y dolor abrumadores y no pudieron ser conectados con el resto. En estas disociaciones severas, los cambios entre estados se acompañan de cambios somáticos, de expresiones faciales, de reactividad alérgica, de agudeza visual, de cualidad de la voz, e incluso de cambios en el cerebro según se registra en el PET.

Howell narra las identidades animales asumidas por algunas personas muy traumatizadas. Ilustrándolo con una viñeta clínica, plantea que diversas circunstancias pueden contribuir a que se adopte una identidad animal, como que el niño haya sido tratado como un animal, que haya sido testigo de que un animal doméstico querido sea asesinado para reforzar su propio silencio sobre el abuso, produciéndose una identificación a través de la pérdida, el haber estado implicado en experiencias sexuales con animales, el haber experimentado a los animales como protectores en un entorno donde no hay protección alguna. En los estados de identidad animal, la gente puede sentirse como el animal, manifestar conductas como andar a cuatro patas, comer como un animal, rascar o gruñir, y por otro lado pueden tener flashbacks visuales de animales que irrumpen en la conciencia. La persona experimenta su identidad animal de un modo completamente real, no en un modo “como si”. No hay un procesamiento en forma de metáfora “yo fui tratado como un animal”.

Finalmente, la autora se pregunta cómo llegan a conectarse los estados mentales. Su respuesta es que la conexión surge a través de las conexiones con otra gente, a través de la narración. Citando a Siegel, Howell plantea que compartir una narrativa personal con un otro íntimo favorece la coherencia del self. “Cuando la historia de una persona es hablada a un otro aceptador, se establece una conexión entre el momento traumático y la realidad de la relación presente, haciendo el evento traumático mas `real´.” Pero, además de la narración, es igualmente necesario escuchar para que se creen “conexiones dialógicas”, es decir, que partes del self necesitan poder oír o ser sensibles a los afectos y deseos de otros estados. El problema no es el grado en que estén disociados múltiples estados del self, sino hasta qué punto se pueda lograr una resolución armónica “negociada” entre varios estados del self contextuales. Hay que diferenciar la unicidad de la coherencia y la armonía relativa entre partes constituyentes. “El self múltiple está caracterizado por una compleja multiplicidad de subunidades y subselves, e incluso las múltiples partes en sí misas tienen partes, pero el tema importante no es cómo existen muchas partes, sino cómo pueden coexistir unidas”.

Capítulo 3. El self en conflicto. Janet, Freud, Ferenczi y Fairbairn

Janet

Howell sostiene que Janet es una referencia inigualable en la teoría de la disociación. Fue prolífico en descubrir hechos y escribir historias clínicas y artículos, pero su trabajo ha sido ignorado e incluso a veces desacreditado, algo que está cambiando en el presente debido a los estudios del estrés postraumático y los trastornos disociativos.

Para la autora es increíble que Janet entendiera y formulara tan bien, hace más de un siglo, concepciones sobre la mente disociada. Fue el primero en conectar el trauma con la disociación y usar estos conceptos para explicar la histeria, que en su época incluía lo que hoy día entendemos como trastorno de estrés postraumático, disociación somatoforme, trastornos disociativos, trastornos traumáticos complejos y crónicos y trastornos de personalidad histriónico y límite.

La premisa clave de la teoría del trauma de Janet es que, cuando la gente está aterrorizada o abrumada por una emoción extrema, es incapaz de asimilar la experiencia en el marco mental con que cuenta, e incapaz de conectar la experiencia con el resto de la historia personal. El terror abrumador interrumpe la coherencia de la experiencia y, como resultado, fallan las funciones sintetizadoras de la psique. Howell señala que ésta sigue siendo hoy día la premisa del trauma.

Sostiene la autora que Janet fue postcartesiano hace ya un siglo, en el sentido de que no usó un sistema de clasificación de los síntomas de la histeria a través de la división mente-cuerpo. Él entendía que había dos tipos de síntomas en la histeria, por un lado pérdidas funcionales, como anestesia y amnesia, a las que consideraba síntomas disociativos negativos, y por otro lado síntomas intrusivos, agudos y estresantes como flashbacks, pensamientos intrusivos, o experiencias corporales repentinas, considerados síntomas disociativos intrusivos positivos. En ambos casos, se trata de ideas y funciones que no se han integrado dentro del marco mental previo, cuyo rango va desde una experiencia corporal simple, un recuerdo, una emoción, hasta un estado de identidad disociado. En cuanto a las pérdidas de los síntomas negativos, éstas son sólo aparentes, porque esas experiencias están disponibles para otras partes de la personalidad disociadas y, en las intrusiones, “una parte disociada de la personalidad temporalmente entra en el dominio psicobiológico de otra parte”. Hoy día, se ha observado que esas pérdidas y esos síntomas intrusivos y evitativos caracterizan el trastorno de estrés postraumático.

Los “automatismos” eran, para Janet, acciones que se realizan automáticamente, sin la conciencia o voluntad consciente de una persona, como por ejemplo los estados sonámbulos. Están conectados con las “ideas fijas”, que son recuerdos traumáticos o fragmentos de experiencia pasada que continúan introduciéndose e influyendo en el presente, causando reacciones automáticas a la ansiedad. Las ideas fijas pertenecen a un sistema mental que no está sujeto a la voluntad consciente, y su poder depende de su aislamiento del resto de la vida mental.

Los casos de Janet mostraron que los recuerdos traumáticos pueden conllevar una serie de fenómenos sensoriomotores, como en la disociación somatoforme. En las dificultades de la visión, el habla, la parálisis y la agitación psicomotora, el movimiento automático y subconsciente se retiene, mientras que el movimiento voluntario se pierde. Él lo atribuyó a una segunda conciencia, o subconsciente

El trauma impide que emociones, pensamientos y acciones se asimilen en la memoria bajo una conciencia unitaria con control voluntario. El resultado es la disociación, la persona entonces se vuelve amnésica al trauma y no puede asociarlo con el resto de su vida. Para Janet, la gente traumatizada es incapaz de poner sus historias en palabras, que es como se entiende convencionalmente el recuerdo, y lo que hace es reactuarlos mientras permanece inconsciente de lo que está diciendo su conducta. Howell resalta la actualidad del pensamiento de este autor cuando describía la memoria como “una acción. Esencialmente la acción de contar una historia”.

La histeria era para Janet una “enfermedad de síntesis personal” que producía un estrechamiento del campo de la conciencia, de manera que sólo una o unas pocas cosas pueden estar en la mente a la vez. De este modo, es difícil hacer conexiones entre ellas, compararlas y contrastarlas, por eso parte de la histeria es la falta de habilidad para mantener conciencia del conflicto.

Entre las causas que Janet proponía para la histeria, una era la predisposición biológica heredada que, unida al trauma psíquico y la enfermedad física, traía una depresión mental y un agotamiento físico que constituía una debilidad para la histeria. Howell cuenta que este énfasis de Janet en la predisposición biológica causó uno de los mayores malentendidos en la historia del psicoanálisis, atribuyéndosele al autor la idea falsa de que la escisión de la personalidad se basa en una debilidad psicológica innata sin más, y convirtiéndose esta afirmación en algo que se repetía como una verdad. Pero Janet pensaba que la disociación era resultado de una mente estresada traumáticamente, que la mente normal tiene un punto de ruptura en el cual es incapaz de afrontar e integrar la experiencia traumática y se vuelve dividida, tal como, dice Howell, hoy día resalta la traumatología.

Respecto a la relación entre Janet y Freud, la autora explica que muchos de los conceptos freudianos han sido asimilados dentro de los conceptos de Janet, de modo que puede no haber diferencias significativas para el lector no iniciado. Pero ella sí ve diferencias. Para la autora, la teoría de Janet del trauma y la disociación puede ser mucho más aplicable que la de la represión de Freud. Janet consideró que la represión era uno de los muchos resultados sintomáticos de la retracción de la conciencia y el agotamiento psíquico, no una causa subyacente general de los síntomas. Y Howell está de acuerdo con Janet en que el concepto de represión se aplicaba inadecuadamente como explicación casi universal del fenómeno psíquico.

La diferencia importante entre la disociación janetiana y la represión freudiana, explica Howell, es que la represión es una defensa, y en este sentido es activa, incluye una intencionalidad inconsciente, mientras que en la disociación, aunque podía, según Janet, existir un uso activo como es el caso en la “fobia al recuerdo”, la mente traumatizada es abrumada y fragmentada, padece intrusiones y pérdidas. O sea, no es una respuesta defensiva del psiquismo, sino una consecuencia de una angustia insoportable.

Freud

Dentro del pensamiento de Freud, Howell se centra en las variedades de lo que pueden ser consideradas formas de disociación existentes en su teoría, y encuentra cuatro formas de disociacionismo freudiano.

En lo que Howell considera disociación freudiana tipo 1 hay una escisión en la conciencia, tal como se describe en la “Comunicación preliminar” de Breuer y Freud. Breuer y Freud compararon el trauma con un cuerpo extraño, un agente que sigue en funcionamiento a lo largo del tiempo, y sostuvieron que la cura consiste en la rememoración y la abreacción, entendiendo por ésta la descarga de afectos.

Breuer y Freud, describieron dos tipos de condiciones en los que falla la abreacción. Una de ellas tiene que ver con la clase de recuerdos. Si los recuerdos producen sentimientos dolorosos, como la pérdida de un ser querido o la vergüenza, el sujeto desea olvidar y por tanto los reprime intencionadamente de su pensamiento consciente. El otro tipo tiene que ver con el estado psicológico en el cual el paciente tuvo la experiencia en cuestión, como un estado de miedo o de ensoñación, estados que no son de conciencia normal sino alterada, a los que Breuer llamó “estados hipnoides”. Estos estados hipnoides tienen en común con la hipnosis que ambos se caracterizan por una intensa ideación que es cortada de la asociación con el resto de la conciencia.

Howell resalta que estos dos grupos forman la base de dos aproximaciones diferentes a la disociación. En la primera, falla la asociación de los nuevos contenidos porque los pacientes han determinado olvidar las experiencias angustiosas; en la segunda, porque no hay conexión asociativa entre el estado normal de conciencia y el estado patológico en el cual las ideas hacen su aparición. La autora expresa esta diferencia diciendo que en el primer caso, descrito por Freud, “uno hace dos” (resalta así el proceso activo de la defensa), mientras que en el segundo, descrito por Breuer, “uno se vuelve dos”, resaltando que es un proceso pasivo propio de un estado de la mente que impide la asociación normal entre contenidos (le sucede al sujeto, no es que él lo provoque).

La disociación freudiana 2 se refiere al “uno hace dos”, el sujeto (el uno) crea activamente dos estados diferentes. La autora explica que Freud dice ya en este artículo que no conoce ningún caso de histeria hipnoide. Para Freud, todos los casos son de disociación defensiva: la segunda conciencia ha sobrevenido por una resistencia activa a una idea que altera, no por estados hipnoides. Howell sostiene que Freud nunca aprobó realmente la disociación tipo 1, que la disociación 2 estuvo ahí desde el principio para eclipsarla y reemplazarla. La disociación 2 se basa en el concepto de represión, cuyo término Freud utilizó indistintamente con el de defensa a lo largo de su carrera. Pensaba que había descubierto la etiología de la histeria, cuya causa original era la estimulación sexual que habían sufrido las pacientes durante su niñez a manos de adultos, frecuentemente el padre, lo que era entendido como trauma.

Año y medio después, Freud cambia su teoría de la seducción y la reemplaza por la teoría de la sexualidad infantil, en la cual los reprimidos son los deseos edípicos y sexuales, no los traumas sexuales. A partir de ahí, Freud no niega que el abuso en la niñez ocurre y es patogénico, pero la fantasía reemplazó a la realidad como teoría patogénica universal. Sin embargo, Howell sostiene que esta sustitución del recuerdo por la fantasía no cambia el tipo de disociación que opera, “en ambos casos la persona que reprime recuerdos o deseos actúa en unidad, al menos con respecto al material que es reprimido, y se crea una disociación estructural. Parte de la experiencia, tanto si es un recuerdo como un deseo, no es ya accesible. La conciencia y el inconsciente son disociados”.

Lo que Howell llama disociación freudiana tipo 3 aborda la escisión entre yo y superyó. Aunque la idea empieza en “Duelo y melancolía”, es desarrollada en “El yo y el ello”, donde Freud sostiene que el niño reemplaza lo sentimientos parricidas e incestuosos que surgen con el complejo de Edipo, con la identificación con los padres que deviene en superyó. El yo ideal es, por tanto, el heredero del complejo de Edipo y a la vez la expresión de los poderosos impulsos del ello.

Esta disociación, dice Howell, es especialmente evidente en el superyó severo, sádico, frente al yo masoquista, y es más la descripción de una relación entre partes disociadas de la personalidad que una moralidad madura. Siguiendo la idea de Kohut sobre que los deseos no son problemáticos en sí mismos sino que lo problemático es el castigo severo por ellos, la autora afirma “En mi visión, el superyó severo puede ser entendido como una estructura disociada”.

La disociación freudiana 4 trata de la escisión del yo. Es descrita por Freud como un proceso de desmentida en el que, por ejemplo, una parte del sujeto reconoce la muerte del padre y otra no. Caracteriza también al fetichismo, en el cual un parte del sujeto sigue creyendo en la mujer con pene a la vez que otra no lo hace. Dos visiones de la realidad contradictorias coexisten una frente a la otra sin que haya contradicción ni conflicto entre ellas.

La visión de Howell de los aportes del pensamiento de Freud, en contraste con los de Janet, no es tanto que no resalte la motivación, el conflicto y la defensa activa, ya que Janet también tuvo una teoría de la motivación y del conflicto. Para la autora la diferencia es que Freud, además de evitar la multiplicidad, enfatizó los deseos y las emociones.

Ferenczi

En su decisivo artículo “Confusión de lenguas”, Ferenczi se refiere a cómo el lenguaje común de ternura entre niño y adulto es distorsionado por el adulto patológico, que toma al niño por una persona sexualmente madura. El niño desea apego, ternura, pero el adulto, desde sus deseos, lo pone en otra realidad, dando lugar a abusos sexuales. El niño entra en shock, se paraliza por la ansiedad y es incapaz de expresar disgusto o rechazo enérgico, y responde con fragmentación psíquica y automatismo.

Dice Howell que, anticipando la comprensión actual de los trastornos disociativos, Ferenczi describió cómo el trauma psíquico divide el self. Para este autor, cuando los shock traumáticos se incrementan durante el desarrollo, ocurre la escisión y se hace difícil mantener contacto entre los fragmentos del self, comportándose cada uno como una persona separada que, incluso, puede no saber de la existencia de las otras.

Ferenczi tenía concepciones propias de las funciones diversas de los estados del self. Una de ellas es la del “cuidador del self”, una parte que se escinde y se vuelve cuidadora del resto. Otra era la de “bebé inteligente”, parte escindida de la psique que no experimenta dolor del trauma, que puede ayudar al niño como un protector del “verdadero self” del que se ha disociado, influyendo en las relaciones interpersonales con una actitud de docilidad.

Ferenczi señaló que los abusos sexuales causan que el niño se vuelva temporalmente psicótico. Una parte de la personalidad se escinde, pero vive oculta, intentando hacerse sentir sin cesar y sólo encontrando salida a través de los síntomas.

Quizá la aportación más importante es la de su artículo de 1949 sobre la identificación con el agresor. El significado que este autor le da a la expresión es bastante diferente de la que le dio Anna Freud, más conocida. En contraste con la visión de esta autora, según la cual hay una identificación activa con el rol del agresor llevando a repetir la misma conducta hacia otro, la visión de Ferenczi describe cómo el niño se identifica con las necesidades o deseos del agresor, más que directamente con el rol de éste, mientras su propia mente se vuelve entumecida y muda. Dice este autor que la ansiedad extrema les lleva a subordinarse ellos mismos como autómatas a la voluntad del agresor, a adivinar cada uno de sus deseos y gratificarlos, a ser ajenos a ellos mismos. Una parte nuclear de su personalidad se queda fijada en su desarrollo a un nivel en que era incapaz de usar el modo aloplástico (modificar al entorno) de reacción, y puede sólo reaccionar de un modo autoplástico (modificarse a sí mismo). Mientras, en la conciencia, se preserva la relación de ternura con el abusador.

Fairbairn

Howell sostiene que Fairbairn vio a la persona como buscadora de apego y relaciones interpersonales desde el principio. Usó los conceptos de Klein sobre objetos internos y escisión del objeto pero llegó a una comprensión muy diferente de aquellos. No vio al niño, como ella, como lleno de impulsos envidiosos y asesinos, sino como inicialmente inocente, y siguió la línea de las consecuencias de las figuras de apego problemáticas en la estructuración del psiquismo.

Fairbairn observó que un niño que vive con una figura de apego frustrante no puede prescindir de ella porque, aun siendo así, la necesita desesperadamente y tiene que aprender a manejar la vida con ella. Y lo hace internalizando aspectos malos de la figura de apego. La primera división psíquica se produce, por tanto, por esta internalización, cuyo propósito es controlar al objeto que en mundo externo, real, es completamente incontrolable. Esta internalización es una defensa que sirve, por otro lado,  para preservar una imagen de esa figura como una persona segura que él puede amar de modo seguro. Pero el problema es que intentando controlar de este modo sus objetos el resultado es que éstos retienen su poder, ahora desde dentro del psiquismo del niño -en su mundo interno.

Esta defensa permite al niño ver a su madre real como buena, y la maldad queda dentro del self. Fairbairn percibió que el autoinculparse él y mantener a los padres sin culpa se incrementaba junto con la severidad del abuso. Esta incorporación del objeto malo conlleva una inmensa grandiosidad, manifiesta en la creencia mágica de que los eventos que ocurren fuera, sobre los que uno no tiene control, han ocurrido a causa de la propia maldad. Y por otro lado, el niño también internaliza algunos aspectos buenos de los padres, que aportan una bondad interna. Así, el niño puede sentirse malo o bueno de acuerdo a estos objetos internalizados.

Para Fairbairn, el niño queda obligado a aprender a inhibir tanto la expresión del odio como la expresión de su anhelo emocional, porque al expresar la agresión a las figuras de apego se arriesga a perderlos o a enfadarlos y, al expresar su necesidad emocional a alguien que no está disponible ni es sensible emocionalmente, sobreviene una enorme vergüenza que tiene como núcleo un intenso terror de desintegración psíquica. Este terror contribuye, a su vez, a un apego feroz a los objetos malos y al mantenimiento de un sistema de objetos internos cerrado al exterior.

Siguiendo el esquema que Howell hace de la teoría de Fairbairn, una vez que el objeto se internaliza se da una segunda escisión, el objeto interno se escinde en parte estimulante -que contiene las promesas de gratificación de anhelos de ternura y amor- y la parte rechazadora -que contiene los recuerdos y miedos de rechazo de sus necesidades. Esas partes de objetos malos interiorizados escindidos son reprimidos por el yo y, junto con la represión de éstas, van partes del yo que se han apegado a ellos. Fairbairn llamó a esas partes yo libidinal (apegado al objeto excitante) y yo antilibidinal (apegado al objeto rechazador o antilibidinal).

De este modo, tanto el objeto como el yo son escindidos en tres partes. El objeto es escindido en objeto ideal (no reprimido), objeto excitante y objeto rechazador (reprimido). El yo es escindido en yo central (consciente) y las partes del yo que se han apegado a los objetos excitante y rechazador, el yo libidinal y el objeto antilibidinal. Como el yo antilibidinal está apegado al objeto rechazador, rechaza agresivamente al objeto excitante y al yo libidinal, y este rechazo refuerza su represión por el yo central. La consecuencia de todo esto es que el niño va cerrándose más al exterior. Al dividir sus fuerzas psíquicas consigue controlarlas mejor y disminuye los afectos libidinales y agresivos que expresa hacia fuera.

Para la visión de Fairbairn, cada una de estas estructuras endopsíquicas -yo central, yo libidinal y yo antilibidinal- son agencias dinámicas con un sentido del yo en conflicto con el de la otra, pero todas con el propósito común de mantener la seguridad del niño. Howell sostiene que con su visión de objetos internalizados, Fairbairn reconoció en esencia que lo que el niño internaliza es la relación de objeto, al reconocer que partes del yo son reprimidas por estar ligadas a partes del objeto.

Para la autora, el límite de Fairbairn está en que no muestra el poder dinámico, de agentes, de los objetos internalizados en el sistema de la personalidad, o sea que no resolvió el dilema de cómo un objeto internalizado puede ser un agente, algo que posteriormente  Ogden resuelve diciendo que esos objetos internos deberían entenderse como aspectos del yo identificados con objetos que, como tales, pueden ser denigratorios, atormentadores, necesitados, demandantes, etc. El objeto rechazador se resiste a cambiar, lo que para Ogden es fruto de que es en sí mismo una estructura dinámica, con una cierta subjetividad y, por tanto, se siente su cambio como aniquilación de la identidad. Howell plantea que las interrelaciones de esas partes terroríficas internalizadas evocan a lo que se manifiesta en el trastorno disociativo de la personalidad y en el trastorno postraumático.

Finalmente, uno de los conceptos de Fairbairn que la autora considera especialmente útil es el yo central, que es distinto del yo de Freud y del concepto de síntesis de Janet. El yo central puede tener una fuerza incluso más importante que la fuerza y la gravedad de las divisiones internas, por eso, dice la autora, algunos pacientes con trastorno de identidad disociativo tienen problemas menos graves en la vida cotidiana que otros con trastorno de la personalidad límite, porque tienen yoes centrales más fuertes y son, por tanto, más capaces de reflexión. Pacientes que cambian rápidamente de estar dominados por la necesidad del objeto externo a estar dominados por la rabia, no tienen un yo central fuerte que pueda controlar la personalidad y, por tanto, están dominados por uno u otro de los subyoes que se hacen conscientes.

Como síntesis del capítulo, Howell afirma que cada uno de los teóricos tratados aquí describe la disociación estructural de la personalidad usando un camino distinto. Janet fue el primero en conceptualizar la disociación como síndrome postraumático. Freud también lo hizo, pero enfatizó la disociación defensiva activa. Ferenczi vio la disociación como una respuesta autoplástica (transformación que el sujeto hace de sí mismo) al trauma psicológico. Fairbairn consideró la escisión como un intento de manejo de la situación que, finalmente, llevaba a la constricción y relegación de la vida emocional a un sistema endopsíquico cerrado.

Capítulo 4. Las tradiciones interpersonal y relacional: SULLIVAN, BROMBERG, DAVIES, FRAWLWY-O´DEA y STERN

Harry Snack Sullivan

La teoría interpersonal de Sullivan se basa en un self que se organiza a través de la internalización de patrones interactivos con los otros significativos reales, en el esfuerzo por evitar o disminuir la ansiedad que surge en esas relaciones, ansiedad que cuando es intensa impide que la experiencia sea recordada, codificada, elaborada y conectada con otras experiencias.

Para este autor, la disociación es central en la estructura del self y la ansiedad es una causa que contribuye a organizar la experiencia, de manera que se va alterando la conducta de acuerdo al nivel de ansiedad que se siente. Y la ansiedad se explica como la anticipación de ser valorado desfavorablemente por parte de alguien cuya opinión es significativa. Cuando no se está ansioso es porque hay seguridad interpersonal. Por tanto, afirma Howell, Sullivan vio al ser humano como inseparable de la matriz social, influido e influyendo en el entorno interpersonal.

El sistema del self, al tener el propósito de prevenir la ansiedad, puede restringir masivamente la conciencia de los eventos del mundo y de sí mismo, lo que puede resultar en la disociación de motivos y tendencias que no son aprobados por los otros significativos y, por tanto, pasan a no ser parte aceptable del self. Howell contrasta la noción del self de Sullivan-una organización de desvío, de distorsión, construida para evitar la ansiedad y preservar un sentimiento de seguridad personal- frente al yo de Freud, que era una instancia racional que luchaba para domar instintos y tratar con el mundo y el superyó. El self de Sullivan  se estructura alrededor de constricciones, requerimientos, ansiedades y gestos de prohibición de los otros significativos, es evitador de la ansiedad masiva y está protegido sólo por la disociación y por las operaciones de seguridad que lo constituyen.

Sullivan clasificó tres tipos de experiencia: la primera es producto de una sensación momentánea que emerge en la infancia; la segunda es fruto de la generalización y codificación y se usa para prevenir; la tercera es lo que puede ser consensualmente compartido con otro, calibrado interpersonalmente, implica la habilidad de ver las cosas como los demás.

La experiencia se puede organizar, para Sullivan, en tres formas: el buen-yo, el mal-yo y el no-yo. El buen-yo organiza experiencias que significan satisfacción y ternura, actividades que son aprobadas por la figura materna. El mal-yo se asocia con el gradiente de ansiedad que se incrementa ante conductas del infante que se han encontrado con gestos de tensión y prohibición. Ambos yoes son accesibles a la conciencia y sirven como guías para la negociación efectiva con la realidad. Por otra parte, está el no-yo, que se halla fuera de la conciencia, disociado, resulta de la ansiedad severa, se siente “como un golpe en la cabeza”, y está constituido por aspectos que se sienten “terribles”, incidentes que se viven con horror, asociados a gestos de intensa prohibición por parte de la figura materna e intensa ansiedad en el niño. El no-yo es, por tanto, disociado y cualquier evento que evoque la experiencia del no-yo provocará tremenda ansiedad. Para Sullivan, la partición entre el “yo y el “no-yo” es lo que constituye la organización disociativa de la psique.

Uno de los procesos que pertenecen al segundo tipo de experiencia antes descrito es la inatención selectiva. A través de ella se controla la conciencia de los eventos que nos afectan, con una vigilancia continua, para no captar nada de aspectos de la vida que son etiquetados como áreas de peligro. La inatención selectiva es la contrapartida del proceso de concentración, aquí el objetivo es evitar el objeto percibido. Para Sullivan, esto, aunque por un lado sea similar a la represión, también es distinto porque no hay amnesia, lo no atendido puede ser recordado si se pone suficiente atención en ello. Sin embargo, el resultado puede resultar finalmente en disociación.

Otro concepto de Sullivan es el de conducta sustitutiva. Que es una conducta que tiene la función de dirigir la conciencia fuera de todo lo que provoque ansiedad, oscureciendo así lo disociado. Ejemplos de este tipo de conductas son las preocupaciones hipocondríacas o las obsesiones.

Sullivan enfatizó los procesos disociativos que se manifestaban en la vida cotidiana, pero también estudió el papel del trauma en los trastornos mentales severos como los que categorizó como esquizofrenias, que él entendía como efecto de dicho trauma. Para el autor, el trastorno era efecto de la carencia de intercontextualización de perspectivas alternativas y realidades que pueden ser comparadas, porque el trauma hace mucho más difícil a la gente el “estar en espacios entre realidades sin perder ninguna de ellas.” El brote esquizofrénico significa, para Sullivan, que las barreras disociativas contenedoras, estructurantes, han fallado y el sujeto siente como si una tapa que cubriera un terror intenso se hubiera levantado.

Howell compara la teoría de Sullivan con la de Janet y con la de Freud. Para la autora, la de Sullivan es más similar a la de Freud y se contrapone a la de Janet, representando dos sistemas de pensamiento sobre la disociación claramente diferenciados. Janet habló de múltiples centros de conciencia, lo que equivale a múltiples selves y múltiples estados del self como condición de la vida humana. Sullivan, por otro lado, concibió los sistemas disociados como disociados desde un sistema del self, algo que se parece más a la teoría de Freud del inconsciente como separado de la conciencia. Las dos concepciones son, por un lado, la de un self del que se disocia gran parte de la experiencia (Sullivan) y, por otro, la de múltiples selves que no están integrados o comunicados unos con otros (Janet).

Philip Bromberg

Para Howell, Bromberg está al frente del pensamiento relacional sobre la disociación.  Este autor pone énfasis tanto en la multiplicidad -la gente tiende a tener la ilusión de un self pero en realidad son muchos- como en que la disociación es indispensable y sirve para proteger nuestro sentido de unidad ilusorio ante el estado abrumador del trauma.

La descripción que hace Bromberg del surgimiento de los procesos disociativos es la siguiente: en situaciones extremas, traumáticas, cuando no hay esperanza de protección, la inundación afectiva y la hiperexcitación autónoma hacen imposible que la mente codifique simbólicamente la información, que la retenga de un modo verbal y narrativo, registrándola en modalidades somatosensoriales. Se hace imposible mantener la ilusión de unidad del self, entonces la disociación preserva un sentido de coherencia personal y de continuidad temporal, permitiendo acceder a los estados incompatibles de conciencia como experiencias mentales no relacionadas y cognitivamente discontinuas. En este sentido, la disociación es como una autocura del individuo traumatizado.

Bromberg sostiene que la personalidad disociativa está siempre en estado de alerta ante un nuevo trauma, como diciendo “nunca más”, algo que no le permite divertirse, relajarse, y a lo que ha de dedicar mucha energía. Esto no impide que pueda ocurrir un nuevo evento doloroso, pero impide que ocurra de modo inesperado. Y esta atención vigilante finalmente resulta en una reactuación continua  de esos escenarios traumáticos, porque la mente no ha sido capaz de simbolizarlos, de asimilar su significado, y lo que existe es la reviviscencia afectiva no procesada y disociada reafirmándose a sí misma.

Para Bromberg, la disociación subyace a todos los trastornos de la personalidad, no solo los clasificados como disociativos: “el trastorno de personalidad representa una disociación egosintónica no importa qué estilo de personalidad personifique”.

El logro importante hacia el crecimiento es, para este autor, conseguir la vivencia del conflicto intrapsíquico. Y esto tiene lugar en el tratamiento, porque éste representa un proceso interpersonal en el que el paciente puede ampliar su rango perceptual. ¿Cómo? Por medio de que el analista sostiene en su mente diferentes estados del self del paciente simultáneamente, y así ayuda al paciente a hacer lo mismo. Analista y paciente pueden, entonces, entrar y salir de distintos estados, que tienen objetivos y afectos incompatibles, y de ese modo se puede empezar a reconocer el conflicto. Bromberg define la salud como “la habilidad de estar en espacios entre realidades sin perder ninguna de ellas”.

Y este incremento en la capacidad de reconocer estados afectivos en conflicto ocurre a través de actuaciones dentro del tratamiento. El paciente sólo puede comunicarlos por actuaciones porque no tiene registro simbólico de ellos. El problema que puede darse es que el analista no capte los estados disociados, porque si él no los capta no lo hará el paciente. La dificultad en captarlos puede venir a través del sentimiento de vergüenza del analista, que conecte con la propia vergüenza del paciente y que le impida reconocer dicha vergüenza y los afectos negativos disociados del paciente.

Davies y Frawlay-O´Dea

Howell resalta que estas autoras, especialistas en los supervivientes al abuso sexual infantil, han transformado los conceptos del trauma en paradigmas psicoanalíticos. Por un lado enfatizan la importancia del abuso real pero, por otro, hacen hincapié en que la recuperación de los recuerdos es insuficiente en sí misma para la salud psicológica.

Para las autoras, la disociación se da siempre en el abuso sexual infantil y no son sólo recuerdos de los eventos traumáticos los que se disocian, sino organizaciones múltiples, fragmentadas, de experiencia que necesitan ser integradas en el resto. El niño que ha sido abusado ha tenido que dividir su experiencia del self en dos partes, una parte diurna y una nocturna, de la que nadie habla. Del mismo modo, el paciente adulto tiene dos partes, una externa adulta y una infantil más interna. La parte adulta se esfuerza por tener éxito en la vida, trabajar o ir a la terapia, e impone su propia negación, tal como han hecho los padres. La parte infantil experimenta vergüenza, rabia, terror y no puede ser hablada, con lo que los nexos entre ambas partes están ausentes. El terapeuta ha de asumir que está en tratamiento de dos personas, el adulto que se esfuerza en seguir con su vida y olvidar, y el niño que se esfuerza por recordar y hablar al mundo de la atrocidad que vivió.

Las autoras observan que ambas partes se sienten abandonadas mutuamente, y cada una mina los esfuerzos de la otra. Ellas abogan, como terapeutas, por dirigirse a las partes, especialmente a las infantiles internas, directamente. Esto crea dinámicas de transferencia y contratransferencia muy complejas, que responden a cambios múltiples y rápidos en la organización psíquica del paciente. Ninguna de las partes, que se vive como entidad separada, con modalidades cognitivas, afectivas y relacionales autónomas, quiere renunciar a su independencia. El terapeuta debe respetar la experiencia subjetiva del paciente y analizar la transferencia y la contratransferencia de cada estado del yo hacia el otro y hacia el clínico.

Davies y Fralway-O´Dea enfatizan que no sólo se trata de interpretar sino, sobre todo, de entrar en la experiencia de la parte infantil, abusada, del paciente, para conseguir que se recuerde y se experimente lo disociado. Eso significa que el paciente actúa dentro de la transferencia, reactivando los sistemas del self disociados para que el terapeuta pueda ayudar al paciente a integrarlos. Y esto no sólo porque falte el registro declarativo, narrado, sino porque los recuerdos traumáticos tienden a ser somatosensoriales. Para las autoras, el terapeuta no sólo debe esperar la actuación sino también posibilitarla.

Las autoras proponen cuatro matrices relacionales para la actuación, y ocho posiciones relacionales.

1-El padre no abusador, no implicado, y el niño tratado con negligencia. Aquí suelen emerger temas nucleares de abandono emocional cuando el padre, y el terapeuta, no están dispuestos a representar los roles del niño que ha sido descuidado y del padre que es negligente.

2- El abusador sádico y la víctima desamparada, impotentemente rabiosa. Esta imagen se escindió de la conciencia para preservar la imagen positiva del padre perpetrador. Aquí el terapeuta ha de moverse entre la confrontación necesaria y la confrontación prematura, ya que si no ve el abuso o lo minimiza recrea al padre negligente pero, en la medida que se encierra en la experiencia de victimización, evoca sentimientos de culpa en el paciente.

3- El rescatador omnipotente y el niño que, con derecho, demanda ser rescatado. Este papel encaja con el rol de terapeuta, pero suele ocurrir que no importa cuánto dé el terapeuta, nunca es suficiente, siendo así que se repite la experiencia del niño abusado en la persona del propio terapeuta.

4- El seductor y el seducido. El terapeuta, como padre suficientemente bueno, debe representar el romance edípico del paciente, manteniendo los límites terapéuticos, lo que ayudará al paciente a aceptarse como sujeto sexual.

Sostienen las autoras que estas diferentes matrices se combinan e interrelacionan entre sí creando dinámicas transferenciales-contratransferenciales muy complicadas, en las que de un momento a otro se puede cambiar, por ejemplo, de sentirse como un rescatador de un niño abusado a un abusador de un niño victimizado. Se siente en la propia piel la intensidad afectiva de las actuaciones y ésta puede ser muy desorganizadora, pero es la única forma de conocer y ayudar al paciente.

Por último, Howell comenta que para estas autoras, la mayoría de los pacientes que tratan no experimentan amnesia de sus estados de experiencia, aunque ellas los ven como muy disociativos. De este modo, para ellas los casos de supervivientes del abuso sexual infantil no suelen tomar la forma del trastorno disociativo de la identidad (o personalidad múltiple).

Donel Stern

Donel Stern (no confundir con Daniel Stern, autor de El mundo interpersonal del infante) tiene una visión de la disociación como proceso activo, más cercana a la de Freud que a la de Janet, la disociación como un rechazo inconsciente a mantener la experiencia no formulada. Para él, todo lo que está disociado no está formulado.

Sin embargo, su modelo contrasta con la idea de represión, En la represión se requiere un esfuerzo para desterrar y mantener los pensamientos e impulsos fuera de la conciencia. Los contenidos reprimidos son experiencias preformuladas claras, discretas, basadas en una percepción verídica y claramente formada cuyo significado, una vez reprimido, se distorsiona defensivamente. Por el contrario, en su modelo de disociación hace falta un esfuerzo para hacer consciente la experiencia, para formularla en términos narrativos, y este esfuerzo, además, conlleva el riesgo de generar ansiedad y otros afectos dolorosos.

Stern tiene una posición constructivista y piensa que toda experiencia es interpretación. Él muestra que para Sullivan la experiencia no formulada sólo podía formularse de una determinada forma, en una correspondencia punto por punto de la experiencia al lenguaje que la significaría. Pero en la visión de Stern la experiencia no formulada es, además de una fuente de defensa, una posible fuente de creatividad, ya que formular la experiencia es un acto de creación, no de reencontrar algo previamente oculto.

Este autor diferencia lo que él llama “disociación en sentido fuerte” y “disociación en sentido débil”, aunque ambos tipos de disociación suelen ocurrir combinadamente. La disociación en sentido fuerte es un proceso activo, se evita activamente formular un significado para la experiencia. La disociación en sentido débil es una historia que no se cuenta porque hay otras historias más dominantes, es un proceso pasivo e indirecto, producto de una “rigidez narrativa”, de estar tan atrapado en un argumento que no se ven otros, como sucede cuando unos significados serían evidentes para alguien que no perteneciera a una cultura dada, pero no lo son para alguien cuya vida pertenezca a ese sistema social.

Por último, para Stern, contrariamente a Sullivan, la experiencia no formulada debe ser actuada, los estados disociados se expresan en las actuaciones. En la actuación hay ausencia de conflicto, y por otro lado las actuaciones se dan en el campo interpersonal, se coconstruyen, de modo que no solo el paciente sino también el terapeuta están comprometidos en toda actuación. Cada participante de la actuación refleja un polo del conflicto y tiene una percepción simple del otro, sin poder ver la interacción de un modo que entraría en conflicto con la percepción propia que nos atrapa.

Capítulo 5. Modelos híbridos

Modelo de múltiples estados del self de Ryle

La Terapia Cognitiva Analítica (CAT) elaborada por Ryle resalta que lo individual está insertado en una matriz social, así como la importancia de la internalización de relaciones recíprocas de rol en el desarrollo de la personalidad. Su teoría se alimenta de muchas fuentes distintas, como son Kelly, Bowlby, Vigotsky y Bakhtin. Las unidades básicas son patrones perdurables de interacciones basados en relaciones de rol tempranas con los otros significativos. Estos patrones de rol recíprocos son un conocimiento procedimental de roles recíprocos internalizados que organizan el modo en que pensamos, nos comportamos y lo que esperamos de los demás y de nosotros mismos, operando tanto internamente entre estados del self, como interpersonalmente entre el self y los otros.

En este modelo, los procesos del self se entienden como relaciones o diálogos con las figuras internalizadas. El autor lo llama modelo semiótico de relaciones objetales. Siguiendo a Vigotsky, tiene una concepción esencialmente social del ser humano, y afirma que antes del desarrollo del lenguaje formal, los bebés y niños aprenden significados e intenciones transmitidos por gestos, tonos de voz, etc. Otra fuente de Ryle es el concepto de Bakhtin de “self dialógico”, que postula que el self está constituido por diálogos interpersonales: “Yo soy consciente de mí mismo y llego a ser yo mismo sólo mientras revele mi self a otro” (ver Bakhtin en la Wikipedia en inglés o Bajtín en la Wikipedia en castellano). 

La unidad básica de descripción del CAT son los procedimientos de rol recíprocos (RRP), constituidos por recuerdos procedimentales generalizados, los cuales incorporan, y también buscan y predicen, las respuestas del otro. Contrariamente a las representaciones estáticas del self y el objeto de algunas teorías psicoanalíticas, los RRP son actuados. Lo que se internaliza, más que ser objetos o relaciones de objeto, son procesos relacionales.

Su visión es similar a la de Lyons-Ruth en cuanto a que la disociación resulta de desconexiones entre sistemas de actuaciones procedimentales diádicas. Ryle entiende que “estado del self” es un aspecto de ser, sentir y comportarse distinto, como son los de víctima, matón, estado de rabia, estado vengativo, estado desdeñoso despectivo, y estado de cuidador poderoso. Cada estado representa un polo de la relación y se entiende en relación a su recíproco. Los estados tienden a identificarse con roles, y el rol, como el estado, se identifica en relación a su recíproco.

Los entornos abusivos y negligentes fomentan la disociación patológica de varias formas, como por ejemplo haciendo que el niño carezca de ayuda para nombrar experiencias y unirlas en el contexto de la experiencia interpersonal, provocando la disociación de experiencias abrumadoras, o no aportando una reparación adecuada del self fragmentado.

En este modelo, se contempla una graduación continua de disociación entre estados del self. El desarrollo de la identidad sana se caracteriza por configuraciones de relaciones de rol coherentes, integradas. Casos menos afortunados presentan estados del self contradictorios que dominan las interacciones y experiencias del self interpersonales, y que ejercen presión unos a otros para responder con reciprocidad, perpetuando así las mismas situaciones angustiosas e infelices. En el polo de mayor disociación están el trastorno límite de la personalidad y el trastorno disociativo. Para Ryle, los trastornos de personalidad y muchas psicosis están constituidos por estados disociados, o parcialmente disociados. Con esta última expresión hace referencia a que entre los estados puede haber recuerdos perdidos pero es rara la amnesia total y, normalmente, se preserva cierta capacidad para la autoobservación entre ellos.

En el trastorno límite (borderline) puede haber, por ejemplo, inversión de roles dentro de un mismo estado del self. La respuesta puede cambiar a un rol recíproco (de luchar por alcanzar algo a resistirse en relación a una exigencia del otro), o a un rol inverso (de esforzarse por alcanzar algo a exigirlo). O bien puede ocurrir un cambio a otro estado del self (desde esforzarse en la relación de exigencia, a otro estado como el que implica la rabia en respuesta a la amenaza).

Ryle era sensible a las posibles consecuencias negativas de atribuir motivación inconsciente al paciente, porque puede resultar culpabilizante. En lugar de eso, prefería otra visión de la defensa, por ejemplo veía la identificación proyectiva como un tipo de actuación procedimental en el que quedan atrapadas las dos partes, estimuladas por la necesidad de una -o de ambas- de un tipo de confirmación desde la otra. Internalizar los procedimientos self-otro implica la habilidad de provocar reciprocidad en los otros y, si el repertorio de roles es limitado, la necesidad de confirmación es mayor, con lo cual se ejerce mayor presión en el otro.

El modelo de los múltiples estados del self describe tres niveles de déficits y daño en el desarrollo de la personalidad. El primero se da en las propias relaciones de rol, que son negativas como la de “ser despectivo-ser despreciable” y la de “abusador-abusado”. El segundo implica un daño en los metaprocedimientos que organizan transiciones suaves entre los estados del self, como por ejemplo la que se da en un niño mientras desayuna, que combina el obedecer a su padre irritado, el ser alimentado por su madre deprimida, y el compañerismo alegre con su hermana. El daño en el tercer nivel afecta a la conciencia, la capacidad de autorreflexión y la prueba de realidad. Estos procedimientos de rol recíprocos disfuncionales son la causa de los problemas en la vida.

El proceso terapéutico se basa en la descripción de los procedimientos de rol recíprocos, identificando las RRP disfuncionales dominantes. El terapeuta ha de pensar recíprocamente en la transferencia-contratransferencia y, más que por la interpretación formal, se aboga por una descripción acordada por ambas partes. Se trata de experiencias que no han sido formuladas y esa es una tarea en el tratamiento, implicando no sólo el uso de palabras sino otras modalidades lingüísticas como diagramas para ayudar al paciente a formular los paradigmas interactivos. En este sentido, Ryle ha elaborado recursos descriptivos de medición, que ayudan a pacientes y clínicos a visualizar los problemas y las estructuras de personalidad, que pueden utilizarse psicométricamente y, por tanto, en la investigación empírica.

Teoría de la disociación estructural de la personalidad de Van der Hart, Nijenhuis, Steele y otros

Esta teoría se centra principalmente en que la disociación da lugar a una disociación estructural de la personalidad, una carencia de integración entre sistemas psicobiológicos que constituyen la personalidad. Los autores han incorporado descubrimientos de Janet y, también, conceptos de un médico y psicólogo de la Primera Guerra Mundial llamado Charles Myers.

Los autores plantean que la división estructural da lugar a la parte emocional de la personalidad (EP) y la parte aparentemente normal de la personalidad (ANP), las cuales juntas constituyen una personalidad que no ha sido suficientemente integrada. En la base de la teoría está la concepción de Putnam de que el sujeto no empieza como una unidad sino que llega a integrarse con el tiempo, y este proceso de integración no se produce adecuadamente si hay un contexto de negligencia y/o trauma.

La teoría propone sistemas de acción psicobiológicos innatos, que son autoorganizadores conductuales. Son de dos tipos: 1) sistemas dedicados a llevar la vida diaria (crianza, apego, sociabilidad, exploración, juego); y 2) sistemas de acción defensiva, dedicados a la supervivencia del individuo en condiciones de amenaza (hipervigilancia, lucha, huida, paralización, sumisión total).

Bajo el impacto del trauma, estos dos tipos de sistemas de acción psicobiológicos se segregan uno del otro. Van der Hart y col. señalan que estos sistemas se corresponden con las partes de la personalidad de Myers, la parte emocional de la personalidad EP y la parte aparentemente normal de la personalidad ANP. La parte emocional de la personalidad (EP) permanece arraigada en el trauma, con frecuencia reactuándolo, y centrada en una serie limitada de claves que fueron relevantes para el trauma. La parte aparentemente normal de la personalidad (ANP) está dedicada a la vida diaria, que es interferida por los recuerdos traumáticos de la EP. Para Myers, la EP se vuelve cada vez más escindida de la parte aparentemente normal de la personalidad ANP como resultado del trauma. La ANP es sólo aparentemente normal porque, periódicamente, hay intrusiones de la EP en forma de pesadillas, sueños, sonambulismo, pensamientos intrusivos, flashbacks y síntomas somatoformes.

Van der Hart y col. dan ejemplos de la emergencia repentina de la parte emocional de la personalidad EP en ataques histéricos disociativos reflejados en los anales psiquiátricos de la Primera Guerra Mundial, como el de un joven soldado que tenía episodios en los que repentinamente caía al suelo y reactuaba una escena olvidada de las trincheras en la que repelía al enemigo, cargaba el rifle y disparaba. Esto se acompañaba de movimientos espasmódicos contorsionados que después se calmaban y a los que seguía un sueño.

Una vez que hay una EM, la ANP sólo es una parte de la personalidad, no la personalidad completa. La ANP es vigilante y evitativa, evitación que con el tiempo se vuelve automática. Por eso difiere de la personalidad premórbida, siendo sólo aparentemente normal, como se ve en las víctimas del Holocausto, violación, guerra, etc., en las que la aparente normalidad conlleva depresión, patrones de vida masoquistas, ansiedad crónica, enfermedad psicosomática, y puede evolucionar a un estilo de vida aislado que evita la intimidad y la emoción.

Los autores plantean tres tipos de disociación estructural: primaria, secundaria y terciaria. La disociación primaria implica una EP y una ANP, como por ejemplo en el trastorno de estrés postraumático simple. La disociación secundaria implica una ANP y más de una EP, como en trastornos de estrés postraumático complejos y trastornos de personalidad límite. En estos casos, hay dos o más sistemas defensivos, como diferentes EP dedicadas a escapar, luchar, paralizarse, sumisión total, etc. En la disociación estructural terciaria hay dos o más ANP y dos o más EP, es el caso del trastorno disociativo de la identidad (o trastorno de personalidad múltiple), y puede haber diferentes ANP que actúan aspectos de la vida diaria, como trabajar o criar niños.

El tratamiento, tal como decía Myer, consiste en restaurar la personalidad emocional y efectuar su unión con la personalidad aparentemente normal.

La EP en general corresponde a síntomas positivos como la reexperimentación aguda del trauma. La ANP generalmente corresponde a los síntomas negativos de pérdida e inhibición, como amnesia, anestesia, parálisis, ceguera o mutismo. La AP puede parecer no perturbada, pero está constreñida y tiene pérdidas significativas, como por ejemplo el recuerdo del trauma. La ANP evita la información y el afecto mantenidos por la EP, con lo cual se vuelve fóbica a la EP y todo lo que contiene en ella, incluyendo el recuerdo del trauma, cogniciones, emociones y recuerdos sensoriales codificados en el cuerpo.

La disociación estructural engloba  el trastorno de estrés postraumático y todo el rango de perturbaciones postraumáticas, en las que las intrusiones muestran que hay carencia de integración de las partes de la personalidad que permanecen fijadas a los eventos traumáticos. Los autores ven que todos los fenómenos que son manifestaciones de reexperiencias del trauma, como flashbacks, son síntomas positivos disociativos.

Teoría de la neodisociación de Ernest Hilgard

Howell sostiene que Hilgard fue el primer psicólogo experimental (el primer clínico fue Ferenczi) que mantuvo la idea de que la conciencia unificada es una ilusión. Tenía un modelo de la mente con procesamiento paralelo, pues sólo así se explicaban los fenómenos de atención dividida, además de estar confirmado por evidencia experimental.

La teoría de la neodisociación de Hilgard requiere tres supuestos: 1) hay sistemas cognitivos subordinados, cada uno con su propia unidad, persistencia y autonomía de funcionamiento, que interactúan entre sí pero que pueden, también, aislarse unos de otros; 2) hay un control jerárquico que maneja la interacción entre las subestructuras y asegura que la conciencia proceda de un modo ordenado, serial; 3) hay un “yo ejecutivo” que monitorea y controla las otras funciones.

Uno de los fenómenos a los que este autor pudo dar explicación con su modelo de mente fue el del “observador oculto”, manifiesto en muchos casos de hipnosis, en el que una parte del sujeto funciona como una parte inteligente que percibe y responde, pero de la que no es consciente el sujeto que está hipnotizado. El fenómeno del observador oculto ilustra una conciencia disociada similar a la que existe en el trastorno disociativo de la identidad y pone en evidencia que bajo la superficie pueden funcionar procesos cognitivos subconscientes que no siempre son evidentes y que pueden hacerse conscientes.

Disociación somatoforme

La disociación somatoforme se refiere a síntomas que se experimentan somáticamente y también al fallo de integración de los aspectos somáticos de la experiencia. Cubre un amplio rango de temas y Howell trata aquí algunos de ellos, como el almacenamiento somático de los recuerdos traumáticos, las reacciones disociativas somáticas independientes del estado, los estados defensivos animales que pueden subyacer en los estados disociativos humanos, y el impacto de la inmovilización física forzada. La disociación somatoforme se asocia con la amenaza corporal recurrente, el dolor intenso y la negligencia emocional en la vida temprana. Por ejemplo, un dolor localizado pero inexplicable puede ser la reactivación de un recuerdo traumático localizado en la parte del cuerpo que fue herida durante el trauma. O bien el dolor pélvico puede indicar un desencadenante de recuerdos disociativos de abuso sexual, el dolor de espalda el de abuso físico, etc.

Los síntomas disociativos somatoformes y psicoformes están muy correlacionados, pero Howell denuncia que hay una mala interpretación del panorama de la disociación del el DSM IV al excluir la disociación somatoforme de la categoría de la disociación.

Antes de la integración, los recuerdos traumáticos se experimentan como experiencias somatoformes, por tanto es de suponer que los síntomas somatoformes sean parte de las reexperiencias traumáticas. La disociación somatoforme está muy asociada al abuso físico y sexual, pero Howell sostiene que, recientemente, también se la ha asociado a síntomas de estrés postraumático.  Hay estudios de neuroimagen que ilustran cómo las partes emocionales de la personalidad, pero no las partes aparentemente normales, de pacientes con trastornos disociativos que estuvieron escuchando escritos del trauma, tienen más flujo sanguíneo cerebral en la ínsula y el operculum parietal y menos en el cortexprefrontal, parietal y occipital.

En palabras de Terr, la “reactuación psicofisiológica” sucede con frecuencia porque la parte que fue herida durante el trauma manifiesta o “recuerda” el dolor. Esta autora pone un ejemplo real: el secuestro de un autobús escolar en el que los niños fueron aprisionados en un agujero bajo tierra, y después del rescate ella hizo un seguimiento de los niños para estudiar los síntomas de trastorno de estrés postraumático. Cuenta que cuatro de los niños desarrollaron problemas de vejiga -incluyendo incontinencia urinaria y urgencia en ir al baño- sin enfermedad fisiológica, y sostiene que esos problemas de vejiga “imitaban los dilemas urinarios originales de los niños en la furgoneta”.

Estados de defensa animal subyacentes a partes disociativas de la personalidad

Nijenhuis y sus colegas han señalado que hay estados de defensa animal subyacentes a algunas formas de disociación somatoforme. Examinan el trauma desde la perspectiva de respuestas animales al terror que pueden tener contrapartidas en la respuesta humana. El ser humano, dicen, puede tener un repertorio de conductas adaptativas a condiciones de predación -a ser objeto de ataque- entre las que están la parálisis, la sumisión total, la huida y la lucha.

En muchas especies, la respuesta dominante al ataque del predador es la parálisis, porque en el encuentro con un predador la páralisis incrementa la posibilidad de supervivencia al volverse invisible, y también al crear la impresión de que la presa está muerta. La parálisis se caracteriza por un incremento rápido de la tasa cardiaca y la respiración, alto tono muscular, alta presión sanguínea y analgesia, de modo que el organismo, aunque sin respuesta motora, está listo para la huida o la lucha.

Otra respuesta defensiva es la sumisión total, que tiene un patrón de activación fisiológico diferente, esta vez del sistema nervioso parasimpático: la tasa cardiaca baja, incluyendo a veces el síncope, el tono muscular bajo, anestesia emocional y corporal, aversión ocular de las claves de amenaza e inatención.

Los autores distinguen entre EP simpático o parte emocional que se relaciona con la lucha, la huida o la parálisis y EP parasimpático o parte emocional que muestra sumisión total. Esto, dice Howell, es muy prometedor porque puede ayudarnos a entender por qué la reexperimentación del trauma está asociada con muchos patrones diferentes de actividad neural, y podría explicar muchos datos de investigación aparentemente inconsistentes en los estudios de trastorno de estrés postraumático.

Inmovilidad forzada

La inmovilidad forzada en estado de desprotección es un precursor de la respuesta disociativa y está relacionada con el trastorno de estrés postraumático. Van der Hart y col. describen una alta incidencia de “shock de bombardeo” en los veteranos de la Primera Guerra Mundial, opuestos a los de la II guerra mundial, lo que relacionan con que en la primera se luchaba en trincheras y los soldados estaban inmovilizados y aterrorizados durante largos periodos de tiempo, y de hecho las heridas psíquicas fueron mucho mayores que las físicas. Para los autores, esto explica el alto índice de síntomas disociativos somatoformes de los ex combatientes de la Primera Guerra.

La autora concluye este capítulo diciendo que hay una vuelta a Janet, para el cual en los fenómenos disociativos había inseparabilidad mente-cuerpo, y que ha sido un límite de la teoría psicoanalítica el énfasis de la defensa psíquica activa, por lo que es necesaria una reformulación de la teoría que implique tanto la disociación activa como la pasiva.

Capítulo 6. Teoría del apego y disociación

Howell explica aquí la teoría del apego y su relación con la disociación. Al ser esta teoría ampliamente conocida, la resumiré más brevemente que otros capítulos.

El paradigma del apego empezó con el trabajo de Bowlby que -contrariamente a lo que decían las teorías psicoanalíticas y las conductistas sobre que el apego del infante a los cuidadores se basa en asociar la relación con otras motivaciones- sostuvo que el apego era una motivación en sí misma tan importante como la alimentación y el apareamiento. El objetivo del sistema de apego era reducir la ansiedad y aumentar el sentimiento de seguridad del infante, aproximándose a la figura de apego. El sistema conductual del apego, tal como en principio se concebía, estaba relacionado con el sistema del miedo; el miedo activa el sistema de apego así como el sistema exploratorio. La conducta exploratoria se inhibe en la ausencia de la figura de apego.

Se describieron tres tipos de apego según el conocido procedimiento de la situación extraña ideado por Mary Ainsworth: seguro, inseguro-evitativo e inseguro-resistente. Posteriormente, se describió una cuarta categoría -el apego desorganizado- asociada con el maltrato y la insensibilidad de los cuidadores. En estos casos de apego desorganizado, el niño se encuentra en el dilema de buscar seguridad de un cuidador al que al mismo tiempo teme, con lo cual se pueden desarrollar modelos internos de trabajo múltiples, segregados, incompatibles. Más adelante se vio que, frente a las predicciones de Bowlby, el apego evitativo y resistente no eran predictores de patología. Sin embargo sí lo era el apego desorganizado, que se relacionó con agresión, trastornos de personalidad y trastornos disociativos en el adulto.

Según Howell, el principio organizativo de la función defensiva de algunos patrones de apego fue descrito como disociación más que como represión. Bowlby describió dos tipos de defensa: 1) la desactivación, que él unía a la represión e implicaba la exclusión de todo afecto y pensamiento que activara conductas y sentimientos de apego, que caracterizaba el apego evitativo; y 2) la desconexión, en que el apego se mantiene pero la información dolorosa inconsistente con el apego es “desconectada” de la conciencia, manteniendo el niño una visión consciente favorable del cuidador a la vez que el conocimiento inconsciente de la negligencia/rechazo del padre, esto caracteriza al apego ambivalente.

Al evolucionar el pensamiento de Bowlby, la teoría se fue volviendo menos conductual y más concerniente al procesamiento mental. El concepto más importante en este sentido es el de modelos internos de trabajo, que son representaciones mentales del self y la figura de apego, implicando la expectativa del infante de la disponibilidad del cuidador. Los modelos internos de trabajo son múltiples y pueden entrar en conflicto unos con otros, así como operar defensivamente. También puede haberlos segregados, escindidos, el padre ideal y el niño malo serían representados en la conciencia, mientras que los aspectos decepcionantes de los padres estarían excluidos.

Hoy en día se considera que el apego desorganizado es el que se caracteriza por una mayor segregación de sistemas, con modelos internos segregados, múltiples e incoherentes que controlan las acciones del niño. El maltrato y la negligencia pronostican apego desorganizado; sin embargo, hay porcentaje significativo de personas con apego desorganizado que no parecen haber sido abusados o desatendidos. Sobre ellos se ha planteado la hipótesis de que la conducta parental asustadora o asustada (Hesse y Main), o bien la parentalización muy insensible, con estrategias de cuidado contradictorias y falta de habilidad en los padres para regular la emoción de miedo del niño (Lyons-Ruth), llevarían al apego desorganizado.

Para Liotti, el apego desorganizado y los trastornos disociativos están relacionados y los infantes desorganizados exhiben conductas de trance y desconexión, aparecen en las grabaciones de vídeo con comportamientos como retirarse y aproximarse en rápida sucesión. Si los padres no pueden usarse como base segura, el miedo no se regula adecuadamente, y el niño entra en conflicto entre huir del padre como fuente de temor y aproximarse a él para conseguir seguridad. Es el llamado “miedo sin solución”. El apego desorganizado y el trauma se asocian con la inhibición del juego espontáneo y la habilidad para simbolizar, y con la desregulación emocional.

Main y sus colegas elaboraron su Entrevista de Apego de Adultos, a través de la cual observaron una correspondencia entre estilos de apego del infante con los de sus padres. En la entrevista se utilizan como criterios básicos la coherencia en el relato de la relación con los padres, de aspectos biográficos,  y la colaboración con el entrevistador. Un estilo narrativo coherente de la madre pronosticaba el apego seguro del hijo. Muestra de no coherencia es decir que los padres fueron maravillosos y no poder dar datos concretos o dar datos que contradicen tal afirmación.

Lyons-Ruth observó que el apego desorganizado se podía dividir en dos perfiles conductuales: desorganizado-aproximarse, relacionado con una madre indefensa, y desorganizado-evitar/resistir, relacionado con una madre hostil. En investigación longitudinal, se vio que, al entrar en la edad escolar, estos infantes desorganizados reorganizaron sus conductas de apego para controlar a sus madres y a otros adultos, conductas que se agruparon en un estilo hostil, punitivo, y un estilo hipersolícito, cuidador. O sea, como sus madres, se volvieron hostiles o indefensos. Para Lyons-Ruth, esta transición de formas de apego desorganizadas a otras controladoras significa que el sujeto se desarrolla hacia posiciones borderlines o narcisistas adquiriendo conductas alternativas.

Howell se pregunta qué procesos mentales median entre el apego desorganizado y los trastornos de la personalidad o disociativos que aparecen después. Su respuesta es la habilidad para pensar y describir la experiencia personal de un modo coherente, y la habilidad para pensar empáticamente sobre lo que los otros están pensando. Para que esto se desarrolle, es clave la oportunidad de convertir la experiencia de uno mismo en narraciones compartidas con las figuras significativas. Fonagy y col. han teorizado que el apego desorganizado interfiere con la habilidad para mentalizar, esto es pensar lo que otros están pensando, habilidad que se desarrolla cuando el niño puede encontrar su estado mental representado en la mente del cuidador. Si esta representación que el niño encuentra es intolerable, o cuando el cuidador es incapaz de ayudar al niño a  procesar sus experiencias abrumadoras, el niño se aparta de la mente del cuidador, lo cual lo lleva a una disminución de la autoreflexividad. El modelo de Fonagy y col. propone el concepto de internalización como significando que el niño internaliza la imagen que tiene el cuidador del infante intencional, y esta internalización constituye el núcleo del self del niño. Si no es así, lo que el niño encuentra es la concepción de un individuo pensado sólo en términos de realidad física, no mental.

Lyons-Ruth resalta los modelos internos de trabajo segregados, y propone que estos representan conocimiento procedimental implícito de estar con otra persona, incluyendo las maniobras interpersonales defensivas. Cuando estos modelos internos de trabajo son muy contradictorios y esta contradicción no ha podido ser pensada, se desarrollan sistemas de apego segregados. Esto ocurre porque el niño no ha tenido la oportunidad de entrar en la mente del otro y tomarla en cuenta para construir y regular las interacciones, porque en las situaciones en las que solo se tiene en cuenta la subjetividad de un apersona es difícil integrar los afectos negativos.

Bowlby describió que como reacción a la separación surgen estados de protesta, desesperación y, por último, desapego. Para este autor, la protesta evoca temas de ansiedad de separación, la desesperación de dolor y duelo, y el desapego provoca defensa. Howell se pregunta entonces qué lo que es excluido de la conciencia, y responde que es la experiencia de niño aterrorizado, perdido, abandonado. Durante el trauma, la EP es el estado experiencial, pero después, si no es resuelto el trauma, la EP se disocia y la ANP, aunque parezca la misma que antes, es una personalidad más constreñida y más vulnerable.

Respecto a la psicoterapia, Blizard sostiene que lo que más ayuda al tratamiento es identificar el modelo interno de trabajo de cada estado del self y explorar en cuál está basada la relación, más que clasificar al paciente en conjunto dentro de un estilo de apego particular. Los aspectos más importantes de la acción terapéutica son los que se dan dentro del conocimiento relacional implícito, por eso en el presente se pone énfasis en las actuaciones y la identificación proyectiva como formas en que el terapeuta aprenda lo que el paciente necesita comunicar y con frecuencia como la única forma de comunicación posible. Ya no se valora ante todo, como antes, el insight verbal y la comprensión cognitiva, sino la atención a los aspectos de la experiencia inconsciente o no formulada que no pueden ser representados psíquicamente de otra manera.

El apego disociativo, el trauma y la disociación, dice Howell, son conceptos interrelacionados, pero los efectos del trauma y de la disociación no solo se limitan a la infancia, sino que pueden ocurrir en todo el ciclo vital, y la disociación es para ella el concepto más abarcador.

Capítulo 7. Apego basado en la disociación

Recordando la diferencia entre la disociación tipo janetiano (que se refiere a la segregación de experiencias no necesariamente por apego traumático, sino por eventos traumáticos no relacionales como violaciones por un extraño, terremotos, etc.)  y la disociación basada en el apego, Howell propone que la escisión tiene su base más importante en la disociación basada en el apego. Su planteo es que el núcleo de la etiología de la escisión es una actuación de posiciones relacionales de dominación-sumisión en la que se ha colapsado el espacio intersubjetivo.

En el trauma relacional, la experiencia que el niño tiene del cuidador abusivo se fracciona contextualmente y se codifica procedimentalmente. El sentido del self y los rasgos contextuales se contienen en las actuaciones procedimentales relevantes para cada situación, y son experiencias fragmentadas en términos de roles abusador-víctima.

Sostiene Howell que la escisión (splitting), como la disociación, tiene muchos significados. Históricamente tienen diferentes orígenes, la disociación empieza con Janet y describe la psique postraumática y múltiple, y la escisión se asocia a quien desarrolló este concepto,  Klein, y  quienes la retomaron a partir de ella -Kernberg y otros. La escisión es una defensa psíquica que divide el mundo experiencial en bueno y malo. Tiene un significado más limitado que la disociación, pues se refiere a aspectos contradictorios de la experiencia y la oscilación entre mitades. Se ve la escisión como la defensa principal de la organización límite de la personalidad. Daniel Stern criticó el concepto de escisión de Kernberg, que seguía el desarrollo evolutivo de Malher, cuestionando cómo se puede postular un self bueno y uno malo antes de que haya un self.

La cuestión es, para Howell, cómo entender los fenómenos clínicos asociados con la escisión, si el concepto se basa en paradigmas del desarrollo que hoy son insostenibles. La autora está de acuerdo con Kernberg en que la escisión es un proceso disociativo, pero considera que el concepto no necesita referirse a pulsiones agresivas y libidinales, sino que se basa en una reactuación de patrones relacionales dominante-sumiso, de estados del self alternantes y disociados víctima/desprotegido y abusivo/rabioso que se desarrollan en el contexto del trauma relacional. Aquí la autora introduce el concepto de identificación con el agresor, en el que los estados del self incorporan y reactúan las posiciones relacionales de la víctima y el agresor y se vuelven disociados.

¿Cómo un objeto internalizado se vuelve una estructura agente, que puede tomar control ejecutivo?, porque eso es lo que sucede con el proceso llamado identificación con el agresor. Howell lo explica a continuación uniendo elementos de diversos autores:

1) Para empezar, dice la autora, hoy día se considera que la identificación con el agresor se basa en gran medida en la imitación procedimental. Sabemos que en el trauma, la memoria declarativa puede quedar dañada pero la procedimental queda intacta. La autora acude a las “representaciones actuadas procedimentales de cómo hacer las cosas con otros” de Lyons-Ruth, equivalentes a los modelos internos de trabajo de Bowlby, que son también estados del self, que pueden desarrollarse en sistemas separados de apego, disociados, actuados. Cuando la relación se basa en la mutualidad y la interdependencia, el niño puede articular su propia perspectiva y aprender los roles de ambas partes de un modo conectado. Pero en el aprendizaje procedimental traumático y en las relaciones de dominio-sumisión no hay oportunidad de intercambiar perspectivas, y no hay modificación de la conducta del agresor en respuesta a la súplica de la víctima.

2) Por otro lado, la autora recuerda el planteo de Janet de “constricción del campo de la conciencia” que caracteriza las situaciones traumáticas. Lo que ocurre en entornos familiares caóticos, negligentes o abusivos es que el niño puede atender intensamente las posturas, movimientos, expresiones faciales, palabras y sentimientos del agresor, de modo que la imitación a nivel procedimental, actuada, es más fuerte que si no hubiera abuso.

3) Howell resalta una característica de las identificaciones de apegos traumáticos frente a las de apegos seguros es que en las primeras se crea un vacío interno que es llenado con el objeto identificado, mientras que en las últimas la identificación se añade a la identidad coherente de la persona. Esto es bien descrito en el conocido artículo de Ferenczi “La confusión de lenguas entre los adultos y el niño”. El término de Ferenczi aquí usado de “identificación con el agresor” no significa añadir algo a la cualidad que una persona ya posee, comportamientos, afectos o modos de pensar sino que, como resultado del trauma, el agresor desaparece de la realidad externa y se vuelve interno, con el objeto defensivo de mantener la relación de ternura con el objeto externo apartada de los recuerdos del abuso. A partir de esta identificación, hay dos estados del self incompatibles implicados en la relación del niño con el cuidador, y dos posiciones relacionales internas: víctima y abusador. Aunque Howell afirma que en la realidad la situación suele ser más compleja, como sucede en la viñeta clínica con que ella ilustra el tema, en que hay más de un estado identificado con el agresor y más de un estado identificado con la víctima.

4) Howell sostiene que el trauma y sus efectos no sólo se corresponden con casos extremos sino que, por un lado, ocurren con más frecuencia de lo que se reconoce, y por otro, en el contexto interpersonal suceden muchos eventos que pueden ser traumas parciales que se vuelven acumulativos. Según Frankel, el poder de alguien sobre nosotros tiene siempre el potencial de ser traumatógeno, no sólo las amenazas de abandono, sino también el miedo al abandono es potencialmente traumático. Toda situación interpersonal en que hay una diferencia de poder es un marco potencial de identificación con el agresor, porque puede estar excluida la negociación abierta de objetivos entre los participantes. Para este autor, se trata de “identificarse con el agresor a través de vaciar la mente de reacciones emocionales espontáneas para que podamos sentir lo que debemos”. Así, disociación e identificación son procesos que van juntos a través de los cuales se anticipa el peligro del mundo real, el peligro que representa la posibilidad de pensar y, por tanto, de exhibir conductas que podrían ser amenazadoras para el agresor.

5) A continuación Howell recuerda la teoría de Putnam sobre los efectos del trauma sobre la mente, rompiendo el sentido de continuidad de la persona en dos formas, interrumpiendo la conexión de estados en el curso del desarrollo y creando nuevos estados discretos, con el resultado de una mente fraccionada.

6) Por otro lado, la autora acude a los sustratos biológicos de los estados de víctima y agresor. Según Perry, la exposición al trauma altera los procesos de desarrollo neuronal vía las dos respuestas primarias de hipoactivación e hiperactivación. El estado de hipoactivación pasiva implica flacidez, entumecimiento, analgesia, fuga, desrealización, despersonalización, desmayo, en resumen una respuesta de derrota similar a la de la “indefensión aprendida”. Si el niño es dependiente del agresor, este estado puede ser la respuesta alternativa más adaptada para la supervivencia.

7) El trauma psicológico incrementa la activación del sistema de apego, ya que éste se estimula por la sensación de amenaza, de modo que el saber procedimental de la identificación -replicando las conductas del abusador- se incrementa también. El apego, dice Howell, es un impulso para la imitación; aquí cita un ejemplo de Van der hart y col. en el que un soldado herido que tenía un tic postraumático en su mandíbula, que imitaba el jadeo agonizante de un oficial a quien él estaba muy apegado y del que fue testigo de su muerte. El momento traumático le llevó a buscar apoyo en el apego, intensificando así la identificación procedimental. Como en el “Síndrome de Estocolmo”, la víctima del trauma psicológico puede incrementar su atracción hacia la vinculación con el abusador cuando el abuso se incrementa.

Poniendo ahora juntos todos estos factores, la paralización, el estrechamiento de conciencia con atención sólo a los estímulos relevantes, el proceso de estar dentro de la mente del abusador y la activación extrema del sistema de apego dirigido a la persona del abusador, dice Howell que la conclusión es más bien que nos preguntemos cómo no podría identificarse con el agresor una persona severamente abusada. Aunque en esta identificación, la rabia que se expresa corresponda a la propia persona que se identifica, no a la del agresor original.

Finalmente, el trauma se asocia con la inhibición del juego, la disminución de la reflexividad y de la habilidad para usar la metáfora. La persona, dice Howell, es concreta, porque el estado de la mente en el cual se ha simbolizado un afecto, sentimiento, percepción o idea, no tiene acceso a otro estado mental que podría aportar contexto para el símbolo y podría dar la cualidad de “cómo si” que tiene la metáfora. El ser concreto supone no poder tener asociación con otros estados mentales. La autora ilustra esto con el ejemplo de una paciente que se sentía enfadada y desesperada y, considerando que su terapeuta no la entendía nada, le pidió que tuviera una experiencia extrasensorial para poder ayudarla. La idea de Howell es que la paciente no podía decir algo más abstracto como “Me siento tan angustiada como si no supiera nada de mí misma y necesitara que alguien me hablara”, y tenía que convertirlo en algo tan concreto como lo que pedía, porque no podía comparar su estado mental con otros estados mentales, de manera que viera su vivencia con una experiencia del self, no como una necesidad inmediata. Esta desconexión defensiva entre estados ante la ansiedad y terror, y ante el tremendo duelo que supondría ver la realidad incluyendo al conjunto, hace que los estados se activen continuamente de modo independiente, lo que contribuye, dice Howell, a una cada vez mayor impermeabilidad de los límites intrapsíquicos  entre los estados.

Capítulo 8. Identificación proyectiva

Howell piensa en la identificación proyectiva como un ingrediente básico del trabajo psicoanalítico, pero cuya descripción de su funcionamiento considera que ha ido confusa hasta ahora. En este capítulo, muestra su tesis de que el proceso llamado identificación proyectiva se puede entender mejor como un lenguaje interpersonal de estados del self disociados. Comienza con un breve recorrido histórico del concepto.

El término identificación proyectiva se ha usado para referirse a intentos inconscientes por parte de una persona de desapropiarse de la experiencia a través de “ponerla en” otra persona, al mismo tiempo que mantiene un sentimiento de control y contacto con ella. Inicialmente, fue concebida por Klein como una actividad puramente intrapsíquica y unidireccional. Bion utilizó el concepto incluyendo las interacciones en la transferencia-contratransferencia, así como las del infante con la madre. El concepto de Bion implicaba en gran medida la madre real y lo que el paciente necesitó de ella cuando era niño y, además, Bion se ocupó del efecto de la identificación proyectiva sobre la persona del terapeuta. El infante rechaza algo, la madre metaboliza y, entonces, devuelve la información/afecto a su bebé de un modo más asimilable. Más recientemente, dentro de la concepción interpersonal, el énfasis se ha puesto en la identificación proyectiva como un proceso conjunto que funciona bidireccionalmente, la identificación proyectiva mutua, que con frecuencia afecta dramáticamente al miembro menos poderoso de la díada. La dependencia emocional, como es el caso en la infancia o en la inmadurez psicológica, hace a una persona más vulnerable ante los procesos identificatorios, como consecuencia la persona que recibe la identificación proyectiva puede ser seriamente desestabilizada.

Sin embargo, Howell sostiene que el concepto es problemático, ya que es difícil entender cómo las partes escindidas del self, sean impulsos o afectos, pueden “ser puestas” dentro de una persona por otra. Ante esto, Grostein ha sugerido que lo que ocurre es que el proyector pone una parte escindida del self dentro de la imagen o representación del objeto.

Esto lleva a la distinción entre proyección e identificación proyectiva, ya que esta última es concebida de modo que implica que el receptor es afectado, implicando la no claridad entre los límites personales e interpersonales. En este sentido se ha dicho que la identificación proyectiva, frente a la proyección, es una defensa operativa. Howell se muestra de acuerdo con esta visión, sosteniendo que en los mejores ejemplos de proyección, incluyendo el racismo o el sexismo, la idea de que el proyector no es dependiente del receptor es ilusoria, ya que la superioridad del proyector depende de la inferioridad del receptor. En este sentido, dice que la potencia del proceso de identificación proyectiva depende del poder y de los recursos de aquellos sobre los que se proyecta, y también de la disposición y habilidad del receptor, tanto en un sentido positivo para contener los sentimientos intolerables del proyector (como la atribución de agresividad o desprecio al receptor por alguien necesitado de apego), como en un sentido negativo para explotar los sentimientos intolerables del proyector (como la connivencia en sentir superioridad por parte del receptor respecto al proyector.

Pero Howell sigue manteniendo que el problema del concepto es especificar cómo funciona. Y para ella, esta dificultad está unida a que se tiende a pensar en la identificación proyectiva como producto de un self unitario, como si la persona como unidad agente, o bien un inconsciente unitario, proyectara afectos, pensamientos o partes del self. Esto, naturalmente, levanta objeciones lógicas, ya que ¿cómo puede el proyector localizar los aspectos repudiados del self en la representación de otra persona, al mismo tiempo que cree que es una cualidad o rasgo inherente a ella? El self que proyecta tiene a la vez que conocer y no conocer que está proyectando, y lo que está proyectando; pero, si el self no conoce el material no permitido, ¿cómo puede saber qué buscar en los sentimientos, pensamientos y conducta del receptor? Un problema filosófico que se ha planteado respecto a al represión, y que aquí la autora lo plantea específicamente respecto a la identificación proyectiva.

Howell propone dos soluciones a este dilema, que desarrolla ampliamente.

1- Estados del self disociados. Según esta primera posibilidad, como el trauma interpersonal daña los límites del self y el otro, cuando una persona no sabe sobre los estados del self, el lugar puede ponerse en el otro, ya que para él el sentimiento es desconocido.

“Yo siento algo que para mí no es familiar y es insostenible como mi `yo´ vivencial presente, por ejemplo agresividad. Este yo actual no sabe sobre los afectos de la otra parte de mí, disociada, sin embargo `algo´ me llega de ese sentimiento, aunque no sé de dónde viene. Como mientras estoy interactuando contigo, concluyo que tú debes ser la causa de esos sentimientos. Este es un ejemplo de identificación proyectiva inconscientemente motivada”.

Pero esta es sólo la parte intrapsíquica del fenómeno, y aquí sólo se trataría de pura disociación. Para que haya identificación proyectiva tiene que haber una presión sobre el otro para moverlo a asumir un papel o actuar, sentir, de cierta manera. “Aquí mi cuerpo puede ponerse rígido, tener una expresión facial de enfado, o puedo decir algunas palabras agresivas. Actúo agresivamente sin que el yo presente tenga registro consciente de ello, pero tú respondes de acuerdo a mi conducta agresiva, y ahora yo te acuso de maltratarme a mí, que ’no he hecho nada’”.

De este modo, la identificación proyectiva puede verse como una manifestación interpersonal de disociación intrapsíquica. Teniendo en cuenta a su vez que estos procesos interpersonales pueden derivarse de la internalización de procesos interpersonales tempranos, como sostienen Janet, Vigotsky, Lyons-Ruth y Ryle.

2- Identificación proyectiva como implicando comunicación procedimental implícita. En este segundo caso, lo procedimental es disociado de lo declarativo. La autora cita a Schore, que ve la identificación proyectiva como una estrategia de afrontamiento inconsciente para regular estados afectivos intensos que se desarrollan en la vida temprana. Estos afectos se comunican por estados somáticos, por el ritmo de la respuesta corporal, por expresiones faciales, etc. en microsegundos y de manera sutil, de modo que la percepción consciente no puede captarlo, pero sí la inconsciente, en concreto el cerebro derecho, que procesa holísticamente la información. Como el recuerdo del trauma se almacena como recuerdo implícito procedimental y es comunicado no verbalmente, Schore considera que los contenidos relacionados con el trauma se proyectan al cerebro derecho del otro, más que comunicarse conscientemente.

En este sentido, Sands postula la necesidad de un objeto del self para poder comunicar la experiencia afectiva no simbolizada a través de la experiencia del otro, que puede ser el terapeuta, sosteniendo que se establece una interacción en que la persona puede ser entendida “de dentro a fuera”. También Lyons-Ruth resalta que las actuaciones representan un conocimiento inconsciente procedimental relacional de estar con otra persona.

Dice Howell que desde este punto de vista, la identificación proyectiva y la actuación son dos caras de la misma moneda. Si normalmente se entiende que la identificación proyectiva repudia el afecto pero lo estimula en la otra persona, y la actuación pone todo esto en representación, Howell propone que se comunica un estado disociado, de un modo en gran medida no verbal, a otra persona en una interacción emocional, requiriendo que el receptor tenga también una organización del self disociativa.

Otra manera de ver el tema es con el concepto de relaciones de rol. Para Sandler, en el tratamiento hay una relación de rol intrapsíquica que cada parte intenta imponer sobre el otro. La transferencia consiste en que el paciente tiene un rol en el que se proyecta a sí mismo y un rol complementario que proyecta en el analista en ese momento, imponiendo entonces una interacción particular. Ante esto, él aboga por una “responsividad flotante” equivalente a la atención flotante freudiana, para fomentar una contratransferencia útil.

Howell cita también a Ryle como un autor que ha desarrollado este modo de entender la identificación proyectiva como una relación de rol recíproco. Ryle enfatiza la necesidad continua de respuesta recíproca en el ser humano, y sugiere que lo que nosotros llamamos identificación proyectiva  tiene sus raíces en la relación temprana madre-niño. Los niños aprenden a anticipar los roles parentales hacia ellos mismos y empiezan a actuar esos roles con sus muñecos o con otros. Pero en toda interacción están ambos roles recíprocos y, con el tiempo, el niño adquiere la habilidad de representar ambos roles. Por otro lado, la internalización de los procedimientos self-otro implica la habilidad correspondiente de provocar lo recíproco de los otros. Cuando se actúa un rol, se ejerce siempre una cierta presión sobre el otro para que se relacione de un modo determinado. Y cuando los patrones de rol son limitados y constreñidos, el proyector tendrá una necesidad más urgente de que se le confirme el self desde el otro.

Por último, Howell plantea un aspecto que se ha considerado constitutivo de la identificación proyectiva: cuestiona el hecho de que este proceso implique que el proyector intente librarse de algo. Para ella, aunque el rol recíproco se esté provocando -o incluso creando- en la otra persona, el proyector no necesariamente está proyectando, repudiando o evacuando algo. Simplemente se comporta de un modo que experimentó y observó y que funcionó en cierta medida, o de un modo que le fue requerido en relación a los otros significativos, o bien está actuando la conducta de rol del otro significativo en este tipo de situación. La cuestión aquí es por qué el otro de la díada reacciona de acuerdo al guión procedimental del proyector, y Howell responde que cuando la gente se queda atrapada en una actuación es porque los estados del self disociados del proyector se han enganchado con estados del self disociados del receptor.

Capítulo 9. Conceptos de procesos psíquicos, defensa y organización de la personalidad

En este capítulo, la autora revisa una serie de conceptos importantes bajo el punto de vista de la teoría de la disociación: represión, disociación, escisión, actuación, abreacción, integración, conversión y el aportado por ella “intersubjetividad interestado.”

Represión

La idea central de la represión es la exclusión completa de información a la conciencia. Freud no fue consistente en cuanto a lo que él pensaba que se reprimía, al principio eran recuerdos traumáticos, después deseos y fantasías. Pero los dos casos, tanto los recuerdos dolorosos como lo deseos, corresponden a los dos principales usos de la represión de hoy día.

Sin embargo, Howell expone que la represión como defensa inconsciente plantea un problema lógico, del mismo modo que antes lo ha expuesto con la identificación proyectiva, el problema de que requiere saber y no saber al mismo tiempo. ¿Cómo es que la parte represora del yo debe reprimir que está reprimiendo? La respuesta puede requerir un número infinito de homúnculos internos que ejecuten la represión. La solución de Freud fue poner una censura interna, pero el problema sigue siendo que el censor sabe y no sabe a la vez.

Ante este problema se han dado varias soluciones. Una viene de la psicología cognitiva e implica la idea de que la represión no siempre tiene que ser inconsciente, que empieza como un procedimiento consciente, declarativo, de supresión que con la práctica se vuelve procedimental e inconsciente. La segunda solución es la que da el disociacionismo de Stern, autor que dice que nosotros no “sabemos” porque evitamos formular una experiencia que nunca ha sido formulada. Como sostuvo Sullivan, selectivamente no atendemos a lo que nos podría producir ansiedad, porque tenemos el presentimiento de aquello que es mejor evitar percibir. Una tercera solución es la del disociacionismo de Janet, en el que las diferentes partes o estados del self saben distintas cosas.

Antes de ofrecer su propia respuesta, Howell hace un análisis del significado de los conceptos de represión y de disociación, y clasifica cuatro diferencias importantes:

- La represión es motivada y defensiva, mientras la disociación puede entenderse como un proceso activo, defensivo, motivado, pero también como un proceso psicológicamente pasivo, automático. La represión, dice la autora, es siempre algo que uno hace, pero la disociación puede ocurrirle a uno. La disociación pasiva se refiere a la psique abrumada por eventos que son más de lo que la estructura mental puede procesar. Para la autora, ambas disociaciones activa y pasiva están implicadas en el fenómeno disociativo.

- Experiencia formulada versus no formulada. Se considera que la represión trata de conocimiento declarativo que una vez fue sabido y entonces olvidado. Contrariamente, la disociación se refiere a la experiencia no formulada.

- Saber y no saber en diferentes momentos versus saber y no saber al mismo tiempo. La represión se refiere a un trozo de información que una vez fue accesible pero después no, mientras la disociación normalmente se refiere a la división de la experiencia en la que las partes permanecen una junto a la otra. En la disociación, las organizaciones de la experiencia compiten y se mantienen apartadas, como es el caso en la “personalidad emocional” y la “personalidad aparentemente normal”, o cuando una persona tiene un estado del self durante el día que no quiere saber del que tiene cuando durante la noche es abusada. La autora relaciona esto con la visión de la represión como escisión horizontal y la disociación como escisión vertical, en cuyo caso el material escindido está continuamente a la vista, solo que reaparece en distintos momentos. A este respecto, sostiene que el afecto no puede ser enterrado o reprimido, sino sólo colocado en diferentes significados cognitivos; sin embargo los estados afectivos sí pueden ser disociados y lo son frecuentemente, y los estados del self se organizan alrededor del afecto.

- Los recuerdos disociados son contexto-dependientes. Howell muestra con una viñeta clínica que un determinado estado del self, organizado en torno a un estado afectivo, vivencial, está relacionado con claves contextuales que ayudan a que este estado se manifieste.

Actuaciones

Para la autora, la actuación es un concepto puente entre lo interpersonal y lo intrapsíquico. Las actuaciones interpersonales son dependientes de la disociación interpersonal.

A través de la actuación se puede expresar un conflicto entre un estado del self y otro. Siguiendo a Millar, Howell piensa que el conflicto en las relaciones de poder está encubierto, porque son relaciones de dominante-subordinado, los subordinados no hablan porque tienen miedo, y si intentan articular un conflicto los dominadores equivocan el conflicto encubierto por ausencia de conflicto y acusan a los subordinados de crear conflicto. Eso es lo que ocurre en la relación entre el niño y el abusador, en que el conflicto es subyacente y se vuelve parte de la estructura psíquica del niño. De manera que para la autora hay correspondencia entre los conflictos interpersonales y los intrapsíquicos o interestados, en ambos casos es un conflicto cubierto que no ha sido articulado y las partes separadas pero en connivencia no han sido diferenciadas.

Lo que sostiene Howell es que para que el conflicto cubierto se vuelva abierto, las partes de la organización interna del sistema necesitan estar en una relación significativa e influenciable con alguien fuera del sistema. Porque la relación entre las partes, cuando éstas están disociadas, sólo puede verse desde fuera del sistema. En este caso, el conflicto no es renegado, porque nunca ha sido reconocido. Las partes del sujeto han de estar en una relación significativa con alguien de fuera antes de que se pueda articular y poner a descubierto el conflicto entre estados. El observador externo -o terapeuta- debe reconocer la subjetividad de cada parte, porque si toma la parte como un todo no podrá entenderla. Y eso es lo que muestra con una conmovedora historia clínica de un caso de trastorno disociativo. La conexión con el afuera es lo que Bromberg llama “puente relacional”. Pero para Howell no es suficiente el puente relacional para sanar la disociación, sino que es necesario que el sujeto internalice la relación de las partes con el conocedor de fuera. Cuando Howell pudo entender las razones y empatizar con las diferentes personalidades parciales de su paciente, entonces la paciente pudo saber más de sí misma. Howell aclara que ella no sugiere que haya un isomorfismo absoluto entre el trastorno de identidad disociativo y los problemas de personalidad menos severos basados en la disociación, sin embargo, sí cree que el modelo básico es el mismo.

Howell también trata las actuaciones interpersonales, cuya diferencia de las actuaciones interestados es que, en las primeras, el conflicto está localizado en los individuos, mientras que, en las segundas, el conflicto es entre los estados del self. En la segunda, la persona no siente conflicto sino desconcierto, pero en las actuaciones interpersonales hay una experiencia de conflicto entre dos personas, y uno de los individuos debe estar dispuesto a servir como puente relacional para los estados del self disociados del otro, entonces la nueva interacción puede ser internalizada.

Howell explica la observación de Stern sobre que la experiencia que no es formulada porque no se la ha atendido debe necesariamente ser actuada en una actuación que compromete a dos partes, es coconstruida. Cada una de las partes representa un polo del conflicto, y las dos partes están empatadas hasta que una de ellas pueda formular una versión amplia que incluya lo que la otra está comunicando desde su perspectiva. Pero en la actuación interpersonal ninguna de las partes experimenta intrapsíquicamente este conflicto.

Howell plantea que las actuaciones pueden ser disociadas -pero no tienen porqué serlo necesariamente- y son inconscientes, pero no necesariamente dinámicamente inconscientes. Las actuaciones tienen su origen en procesos relacionales de cognición, afecto y conducta con los cuidadores que se aprenden implícitamente en el desarrollo. Ryle conceptualiza esos procesos como procedimientos de rol recíprocos que se generalizan, y que no sólo incorporan las respuestas del otro, sino que la buscan y la predicen. El problema, según Howell,

“surge cuando ciertos patrones de estados del self se vuelven rígida y crónicamente disociados. El problema no es la separación del contexto en sí misma, lo que es muy necesario para separar la figura del fondo. El problema es cuando no podemos movernos desde una configuración figura-fondo a otra y mantenerlas juntas en la conciencia.”

Creo que podemos ejemplificar esto con una persona que puede sentir en un momento intenso enfado y rabia hacia alguien (la figura), pero saber a la vez que lo que le ha provocado esa rabia es fruto de un contexto determinado, y que tiene otros vínculos importantes con esa persona (el fondo) que le inspiran sentimientos diferentes.

En este sentido, Howell plantea que en la literatura del trastorno disociativo la palabra cambio se usa para referirse al cambio desde una parte disociada del self a otra, pero esto puede aplicarse a disociaciones de pequeña escala, cuando hay un cambio desde un “modo de estar con el otro” a otro, sin mucha capacidad para hacer un comentario interno sobre este cambio. Y, para la autora, la tarea del terapeuta con las actuaciones es animar y ampliar este comentario, y la base del cambio en el tratamiento es el trabajo con las actuaciones.

Aquí puede surgir el problema: experiencias que son terroríficas, espantosas, difíciles de ser pensadas, y por tanto sólo son actuadas. Entonces el terapeuta puede tener dificultades para funcionar como puente relacional. Si un sentimiento en el terapeuta, como el de vergüenza, lo motiva a mantener distancia afectiva de las partes llenas de vergüenza de la experiencia del paciente, se darán como resultado actuaciones dolorosas que no existirían si la vergüenza del terapeuta no le impidiera captar al paciente y a él mismo. En las actuaciones, dice Howell, las partes del analista resuenan, pero no se comunican, con las del paciente.

Frente al dilema de que si la disociación es experiencia no formulada, el trastorno disociativo puede ser difícil de entender, porque se manifiesta como diferentes estados del self que aparentan ser muy consistentes en sí mismos. La respuesta de la autora es que eso sólo es así para el observador externo, porque los estados disociados no están formulados por ninguno de los otros estados del self. Cuanto más disociados están los estados del self, menos formulados están unos para otros. Los flashbacks, o los recuerdos sensoriales, por ejemplo, son para la autora actuaciones interestados.

Escisión

Howell ve la escisión como una clase particular de actuación en la que los contenidos del self escindido contienen mitades opuestas de experiencia dominadas por afectos opuestos. La diferencia de la escisión con la disociación es que en la primera las partes están siempre en lucha, con visiones opuestas de la realidad, pero al mismo tiempo se necesitan desesperadamente una a la otra porque cada una representa el antídoto de la otra, como por ejemplo puede ser la necesidad de apego en una parte y la agresividad o la vigilancia en otra.

Trastorno de conversión versus disociación somatoforme

Howell describe la visión convencional del trastorno de conversión procedente de Freud, en la que un conflicto inconsciente está unido y transformado en un síntoma corporal, que es expresión simbólica de él y entonces se reduce la ansiedad sobre su causa y además funciona como un autocastigo.

Pero la autora propone otra forma de entender la conversión en relación con el trauma, verla como recuerdos psicofisiológicos en los que la experiencia ha sido escindida en aspectos somatosensoriales aislados sin ser integrados en una narrativa explicatoria. A esto lo apoya el dato de la neurología de que niveles muy altos de excitación emocional causan deficiencia en la creación de un significado declarativo para la experiencia corporal, porque la información aterrorizante no se evalúa en el hipocampo y el córtex, responsables de aquél. Puede comprobarse en los síntomas del shock histérico de bombardeo en los soldados de la Primera Guerra Mundial, que presentaban parálisis, mutismo, anestesias de una pierna, y siempre amnesia del evento. De igual modo, los supervivientes del abuso sexual suelen describir dolor constante vaginal y rectal, y los supervivientes del abuso físico describen dolor de espalda. La explicación a la disociación somatoforme sería que el trauma impidió que la experiencia se procesara de un modo que pudiera codificarse en memoria declarativa y, por tanto, el recuerdo se manifiesta como memoria sensoriomotora. Pero Howell aclara que esto no quiere decir que no se puedan simbolizar conflictos con el cuerpo, que los beneficios secundarios no sean factores motivacionales importantes o que los significados de la expresión somática de ansiedad no puedan tener intención comunicativa.

Abreacción versus integración

Howell expone que, aunque algunas terapias han enfatizado las propiedades sanadoras de las terapias catárquicas o abreactorias, en la última década se ha acumulado mucha observación sobre que la abreacción provocada conlleva alto riesgo de retraumatización. Por otro lado, también la investigación ha mostrado que no hay evidencia de que las terapias exclusivamente basadas en la abreacción ayuden realmente a curar la traumatización a largo plazo.

Contrariamente a la abreacción, Van der Hart y Brown resaltan la importancia de la integración para sanar el trauma, sosteniendo que tratar los recuerdos traumáticos exclusivamente no es insuficiente. Para Howell, el objetivo del tratamiento del trauma es la integración en el más amplio sentido. Para ella, el término integración significa reconocer la inersubjetividad interestado de manera que los afectos de diferentes partes de la persona sean importantes por derecho propio. La integración, dice la autora,  debe permitir que todos esos diferentes estados retengan su propio ser, no cubrir la multiplicidad o incluso la capacidad para la disociación. La idea es una interacción armoniosa entre los múltiples estados del self, no una integración monolítica.

Capítulo 10. Narcisismo. Un aspecto relacional de la disociación

En este capítulo, Howell sostiene que el narcisismo patológico, entendido relacionalmente, es un resultado inevitable de la disociación generada por el trauma. Para ella, hay múltiples aspectos del narcisismo que están vinculados con la disociación, como son la preocupación patológica por el self, la supervivencia y la autoestima, la carencia de reconocimiento del otro como separado, el aislamiento o estar cerrado a la influencia externa, la unilateralidad, los procesos de falso self, el uso de los otros como objetos narcisistas, y el sentido de omnipotencia y excesiva grandiosidad. El narcisismo y la disociación, dice la autora, están entrelazados, se implican mutuamente y cuando uno disminuye, disminuye el otro.

El origen es el trauma infantil. El niño debe disociar partes del self para mantener el apego a cuidadores negligentes, temidos o abusivos; entonces se vuelve un sistema cerrado, autosuficiente, y el intenso apego a los objetos internos sustituye al de los objetos externos que han fallado. Eso da lugar a la autosuficiencia, la omnipotencia y la grandiosidad. De ahí que el narcisismo patológico sea un aspecto relacional de la disociación. En la terapia, una de las tareas consiste en ayudar al paciente a entender cómo su conducta impacta en los otros, tratar de hacer un apego que rompa el sistema cerrado y sane la disociación crónica y el narcisismo.

El sistema de cuidado del self es un constructo propuesto por Kalsched que toma Howell, el cual explica cómo, para defender al self contra los apegos traumáticos y para poder abastecerse de las necesidades que no aporta el entorno interpersonal, el niño pone en funcionamiento una serie de mecanismos por los que escinde las partes del self que experimentan el trauma, y crea un sistema de autocuidado que le aporta de dos cosas importantes: un uso imaginativo de la omnipotencia y una estrategia de afrontamiento automática que le salva la vida del entorno maltratador, pero que resulta en un narcisismo cerrado.

El sistema de cuidado del self genera un sentimiento de estabilidad psíquica, protección y confort. Sostiene Howell que el concepto de self grandioso, tanto de Kohut como de Kernberg, son ejemplos de sistema de cuidado del self, y cita una definición de Bromberg: “núcleo que apadrina la representación del self-otro designado a proteger la ilusión de autosuficiencia a toda costa”. El self grandioso provee la especularización, admiración, aprobación que la persona narcisista ansía pero no puede esperar de los otros. Como funciona para prevenir la retraumatización, el sistema de cuidado del self es muy resistente a la transformación. Por otro lado, este constructo explica la función de los perseguidores internos, pues el protector se vuelve perseguidor inevitablemente ya que desde fuera ha habido más persecución que protección, y “una imitación no puede ser mejor que lo que imita”. La protección sólo existió en la fantasía.

Howell recuerda las tesis de Lyons-Ruth sobre la trayectoria de desarrollo de los niños con apego desorganizado que acababan desarrollando conductas disociadas bien hipersolícitas, bien hostiles. La explicación que aporta la autora sobre el papel de este desarrollo para la estructura de la personalidad es que el niño actúa intrapsíquicamente las dinámicas de relación, unas partes del self silencian, dominan y aterrorizan a otras tal como ha ocurrido interpersonamente. Esto significa una disociación entre modelos internos de trabajo hostiles y otros indefensos, vinculados en una relación de dominador-sumiso. El sujeto no puede reconocer una relación interpersonal significativa porque eso amenazaría la parte omnipotente, la agresión de esa parte, que proviene de la propia agresión del sujeto no expresada, se dirige contra el reconocimiento de tal relación, contra todo deseo del otro. El tratamiento tiene como objetivo ganar acceso a la parte que puede reconocer la dependencia, y la habilidad para eso depende de que el paciente tome gradualmente conciencia de su parte omnipotente, destructiva. Se trata, ahora, de cuidar el self del perseguidor interno, que es el sustituto de los padres abusivos.

El problema es que la parte dependiente del sujeto está vinculada a la parte grandiosa y omnipotente, que reemplaza al otro significativo y que protege al sujeto de los recuerdos del trauma y de la experiencia de indefensión. Pero Howell ve una diferencia entre algunos pacientes narcisistas y otros más disociativos. Muchos narcisistas se identifican a sí mismos casi enteramente con la parte destructiva, grandiosa, y dirigen su desprecio a otras personas. Por el contrario, los disociativos están en dilema interno entre el apego y la autoprotección y dirigen su desprecio sobre otras partes del self.

En los trastornos disociativos severos, la rabia del self indefenso que no puede ser expresada ni contenida se proyecta en un estado perseguidor que ataca a los estados indefensos, aunque el objetivo de su creación haya sido protegerlos. El estado indefenso se alía con la omnipotencia del perseguidor y así no siente el terror de los recuerdos del trauma. Pero el sentimiento de omnipotencia es una ilusión porque está basado en negar la configuración relacional en la que la parte dominante depende de la parte débil.

Howell recuerda otros constructos que convergen en la noción de que una parte del self es un perseguidor interno que se ha vuelto autónomo y dirige la conducta y el pensamiento, como son el superyó de Freud y el yo antilibidinal de Fairbairn. Es una parte protectora-perseguidora, que empieza protegiendo para que el trauma no vuelva a repetirse pero termina siendo perseguidora y modelada sobre el abusador, anticipando su conducta y conteniendo la rabia original del sujeto. La autora se pregunta cómo se origina este fenómeno, cómo puede ser que una parte interiorizada se convierta en parte ejecutiva, tal como ocurre en el trastorno disociativo. La respuesta está en los procesos que ha explicado en capítulos anteriores, por los que el niño se apega especialmente a las figuras abusadoras, las imita procedimentalmente, y sus objetivos y conductas acaban suplantando la propia, alimentados por la rabia del niño. Es el proceso de identificación con el agresor, consecuencia de la confluencia del trauma y el apego.

Como esta estructura se resiste a la transformación por su función protectora contra el trauma, la autora cita a Beahrs y Blizard que plantean que la clave para superar la resistencia es acceder a la vitalidad de los estados del self malévolos, en un proceso de dos fases: primero, estableciendo comprensión empática sobre el significado subjetivo de la conducta agresiva y, después, con una confrontación contenedora. Howell también acude a Winnicott, quien describió que la expresión de agresión del paciente hacia un terapeuta que no es retaliativo puede capacitar al terapeuta para llegar a ser una parte de la realidad compartida, no simplemente un foco de proyección. Se trata de proveer al paciente de la experiencia de agresión limitada no castigada hacia alguien amado, de manera que el paciente pueda ir reconociendo el sentimiento de dependencia.

Capítulo 11. El papel del trauma y la disociación en la creación y reproducción del género

Howell plantea que las aportaciones de las teorías de género han carecido de no haber discriminado suficientemente los aspectos de la conducta de género claramente patológicos de los que no necesariamente lo son. Su planteamiento en este capítulo es que gran parte de la conducta y la experiencia de género patológica está en relación con aspectos traumáticos y disociativos, y que esto los hace muy resistentes al cambio.

La autora empieza ofreciendo datos de investigaciones empíricas que muestran el alto índice de trauma infantil. Su hipótesis es que niños y niñas tienen patrones diferentes de trauma y esto se corresponde con patrones diferentes de experiencia y conducta de género. A su vez, aspectos normativos estereotipados de género reflejan estados y afectos postraumáticos que se han normalizado culturalmente. Atendiendo a las diferencias entre los patrones de abuso entre niños y niñas, Howell encuentra que: 1) los niños son víctimas con más frecuencia de violencia física, y las niñas más de abuso sexual, 2) contrariamente a las niñas, los niños que son abusados tienden a serlo por personas fuera del hogar, 3) varía también el género del perpetrador, ya que la proporción en que hay diferente género entre abusador y víctima es más alta en las niñas, es decir, de hombre a mujer. Por otro lado, un estudio longitudinal descubrió que tanto los participantes masculinos como los femeninos que habían sido victimizados padecieron con más frecuencia que el resto de la población trastorno de estrés postraumático que los que no lo habían sido.

Howell pasa a revisar el impacto de las teorías feministas prevalentes en el mundo académico. La introducción del término género sirvió para hacer una distinción conceptual necesaria entre la biología y la cultura. Un primer grupo de teorías feministas denunciaron la representación peyorativa que las mujeres tenían en el campo de la salud mental y otras disciplinas como deficientes y en un estatus de menos valor que el de los hombres. Un segundo grupo de feministas psicólogas pasaron a revalorizar las características “femeninas” anteriormente devaluadas; entre este grupo de teóricas la autora nombra especialmente a Gilligan y su recategorización del diferente desarrollo moral en las niñas respecto a los varones, presentando ellas una “ética del cuidado” frente a la “ética de la justicia” masculina. A esta rama de pensamiento feminista se le hicieron dos críticas importantes: 1) que podía dar apoyo a los estereotipos de la feminidad, legitimando el estatus patriarcal; y 2) que promovía un punto de vista esencialista sobre el género, viéndolo como un aspecto inmutable del self. A estas objeciones la autora añade otra propia, la de que el cuidado y la ternura necesitan ser diferenciados de la pasividad, la dependencia y el masoquismo. La orientación al cuidado no explica estas características, que sí se dan más en mujeres que en hombres, y lo que ella propone es que la parte patológica de la feminidad, la feminidad estereotipada, se sustenta en el trauma, del mismo modo que en los hombres es necesario distinguir la hiperagresividad y el narcisismo patológico de la autoestima saludable y la agresión sana que protege al self y los otros.

Para Howell, se pasa por alto la importancia de resultados de investigación de psicología social en la que se muestra que la experiencia de la gente está incorporada en el contexto, de modo que hombres y mujeres tienden a encontrarse en situaciones diferentes que promueven diferentemente conductas “femeninas” y “masculinas”, de manera que “una gran cantidad del “género” adscrito a la gente puede estar más en situaciones que ellos viven que en ellos.” Como ejemplo pone la ética del cuidado, que puede ser entendida como reflejo del contexto en que las mujeres están con más frecuencia, situaciones que despiertan y demandan cuidado.

Howell afirma que la opresión es un contexto poderoso como fuente de socialización, y sostiene la correspondencia entre las conductas consideradas femeninas y las de los grupos subordinados y oprimidos, algo que ha sido muy bien descrito por diversas autoras que ella nombra, entre otras Beauboir y Horney. Sin embargo, sostiene que aunque las circunstancias opresivas tienden a ser traumatógenas, no necesariamente lo son, en el sentido de resultar abrumadoras para lo que la mente puede procesar. Su posición es que puede ser frecuentemente el trauma, más que la opresión en sí, lo que produce muchas condiciones de género. Las experiencias traumáticas son diferentes para ambos sexos biológicos y, por tanto, las consecuencias en la personalidad son diferentes y estas diferencias son asumidas por la cultura como estereotipos de género. De este modo, los roles y los estados de género acaban “conteniendo” trauma y repitiéndolo transgeneracionalmente.

Construcción de género postraumática en la niña

La hipótesis de Howell es que las niñas son susceptibles a ser abusadas sexualmente y usadas narcisísticamente como objetos sexuales en relaciones traumáticas, y eso deriva en una serie de normas estereotipadas para el género femenino.

Afirma que la importancia del apego está implícita en la orientación al cuidado, pero el apego en sí no tiene que llevar a otras características de género como el masoquismo, la dependencia, la pasividad, etc. Lo que lleva a ellas es la interacción entre apego y trauma/disociación, cuando el apego es a un cuidador abusivo que se vuelve más importante que los propios deseos de la persona abusada. Entonces, la configuración de género toma una forma estereotipada.

Entre las secuelas del abuso infantil están los estados mentales que ejemplifican estos estereotipos femeninos -pasividad, dependencia, indefensión, masoquismo, seducción sexual- así como los masculinos -tipo-resistente, violento, furioso. En la mujer, la personalidad puede tomar dos formas producto del trauma: 1) la “buena chica”. En los trastornos disociativos, límite y en algunas neurosis, el estado del self usual que presentan las mujeres se caracteriza por estar agotado, reducido de vida, indefenso, deprimido, masoquista, e identificado con lo femenino; 2) la “chica mala sexy” es la que manifiesta sexualidad compulsiva seductora, inhabilidad para rechazar la insinuación sexual hasta el punto de la prostitución, todos ellos caracteres frecuentes en los resultados del abuso sexual infantil. Una variación de ésta es la “mujer fatal” que esclaviza a los hombres revirtiendo su propia esclavitud anterior traumática, en donde la mujer está siempre reactuando el trauma y entendiendo ella misma ese estado de reactuación como “femenino”.

Howell resalta que es peligroso que la gente subordinada y aterrorizada muestre rabia, y la rabia generalmente se considera no femenina, por lo que en muchas mujeres está oprimida, reprimida o disociada. Por eso en los trastornos límite, aunque se exhiban estados violentos, se mantiene a la vez una visión de sí mismas como dóciles y dulces y, por eso, en los trastornos de identidad disociativos en la mujer los estados de agresor y protector son de género masculino. Creando esas personalidades masculinas, ellas se pueden identificar con la agresión de sus abusadores y usarlas para su propia protección sin transgredir conscientemente su socialización como niñas y mujeres.

Por otra parte, Howell plantea el trauma vicario de muchas niñas que no han sido abusadas pero han sido testigos de abuso a hermanas, padres, relaciones o amigos y saben que, como niñas, son vulnerables, lo que puede crearles miedo. Por eso, aunque el trauma sexual directo no es dominante, las chicas aprenden sobre él a través de los miembros de la familia, amigos, o a través de comentarios verbales relacionados con el abuso transmitido repetidamente con una cierta entonación que, como parte de una atmósfera insana, pueden sumarse a un trauma acumulativo.

Howell termina este apartado diciendo que la orientación al cuidado tiene dos caras: una es el servicio autoelegido, autónomo y la otra, la cara oscura de la orientación al cuidado, es la de estar aterrorizada y devaluada.

Construcción de género postraumática en el niño

La masculinidad estereotipada enfatiza la fortaleza física y emocional, el éxito y el logro, y la evitación de lo femenino. Algunos escritores han puesto de relieve la problemática de la “camisa de fuerza del género” para los hombres, por la que son sobrevalorados pero, al mismo tiempo, se les transmite que si se desvían de los roles prescritos las consecuencias serán más severas para ellos que para las mujeres. Los hombres son descritos como no emocionales, sin embargo las medidas de sensibilidad fisiológica indican que son emocionalmente iguales a las mujeres. Tienen menos práctica en la expresión de sus sentimientos, especialmente los de pérdida, vulnerabilidad y pena, que pueden ser canalizados por la rabia.

Pero Howell se pregunta por el origen de la violencia, la misoginia y la disociación emocional característicos de la masculinidad en nuestra cultura. Su respuesta es que, al igual que para las muchachas, el camino del trauma para los varones es específico. Los chicos abusados tienden a exhibir algunos patrones similares a los de las chicas -vergüenza, depresión, ansiedad, suicidio o automutilación- pero también hay patrones que se dan en ellos con más probabilidad, como las conductas agresivas.

Con datos empíricos, Howell muestra que los chicos están sujetos a índices muy altos de abuso físico pero que, quizá porque en nuestra cultura se nos enseña que los hombres son capaces de “aguantarlo”, no llegamos a comprender la seriedad de tal abuso. Como, por otro lado, se los socializa para experimentar agresividad y se les desanima a que expresen necesidades emocionales y vulnerabilidad, la combinación del trauma infantil, la disociación y la presión social los empuja a la hipermasculinidad y la agresividad.

Por otra parte, la autora afirma que los varones son sometidos con más frecuencia a rupturas abruptas del apego. Esto resulta en una disociación de la pérdida afectiva que deriva en miedo al aislamiento y sentimientos de deprivación. La autora se refiere a los diversos autores -como Stoller y, especialmente, Chodorow- que resaltaron que la diferencia tenía que ver con la universalidad de la relación estrecha entre las mujeres y sus hijos, que provoca que los hombres, temiendo la fusión y la simbiosis, se desarrollen con límites interpersonales más rígidos y sean menos relacionales. Sin embargo, Howell resalta que estos autores se adhieren a la teoría de Malher de una fase simbiótica en el desarrollo lo que, a través del trabajo de Stern, está muy cuestionado, así como la evidencia antropológica reciente, que sugiere que ninguna cultura ha sido patriarcal. Todo esto hace que la autora ponga en duda el ya clásico argumento de Chodorow.

Howell cita a Pollack, un autor que ha vinculado el estilo de género al trauma, diciendo que una vulnerabilidad al trauma puede venir de la “derogación traumática del entorno temprano de contención”, a la que califica como una pérdida normativa del ciclo vital que deja a muchos hombres con riesgo de miedo a la conexión íntima. Dice la autora que este énfasis en la naturaleza potencialmente traumatógena de la separación prematura es consistente con muchos descubrimientos clínicos y de investigación que muestran embotamiento o disociación del anhelo emocional en los hombres. Las teorías anteriores derivaban los caracteres no relacionales de la masculinidad del hecho de que los hombres fueran de género diferente de su figura cuidadora temprana, y tuvieran que repudiar la identificación con su madre y con las mujeres en general para conseguir la masculinidad. Frente a esto, la teoría de Pollack dice que el trauma de abandono emocional maternal no es en sí mismo genérico, pero que este abandono ocurre con más frecuencia en los niños y, como la masculinidad está investida de superioridad, se llega a vivir la deprivación como un privilegio, parte del rol de género, impidiéndose así la manifestación de duelo. Así, se produce la disociación de la vulnerabilidad y la necesidad de apego, por un mecanismo de compensación el narcisismo masculino se vuelve estereotipado.

Lo anterior se muestra claramente en una imagen estereotipada masculina, la del “guerrero”. Howell cuenta la descripción de la tribu de los Sambia de Nueva Guinea, caracterizada por guerreros fieros que devalúan el miedo y la feminidad. De pequeños tienen una relación muy cercana con sus madres pero, repentinamente, son separados de ellas y llevados a vivir en una comunidad exclusivamente masculina, donde los que cuando niños fueron afectuosos, cercanos y dependientes de sus madres, se vuelven guerreros fieros y maridos heterosexuales misóginos. La hipótesis es que la ruptura forzada, prematura, de los lazos emocionales puede ser traumática, induciendo a la rabia redirigida a la guerra.

Howell aborda la contribución del neurólogo Perry con descubrimientos que sugieren una predisposición biológica diferente para la forma de respuesta fisiológica postraumática en hombres y mujeres. Con la exposición al trauma se generan tanto respuestas de hipoactivación como de hiperactivación. Este autor encontró que los chicos reaccionan con más índice de hiperactivación, que implica lucha o escape y empieza con alta tasa cardiaca, sobresalto, irritabilidad conductual y locomoción incrementada. Sin embargo, las mujeres y niños pequeños reaccionan con más índice de hipoactivación, que implica síntomas disociativos como fuga, entumecimiento, fantasía, analgesia, desrealización, desmayo. Esta respuesta de fracaso es similar a la indefensión aprendida. La hipótesis de Perry es que ha habido una selección adaptativa en estas reacciones porque los hombres atrapados en un ataque enemigo eran matados, mientras que las mujeres y los niños eran hechos prisioneros, y cada respuesta se adecua a su situación para una mayor probabilidad de supervivencia.

Por último, Howell aborda el tema de cómo se perpetúa el género patológico y sugiere varias vías. Por una parte, sostiene que la mayoría de las víctimas no llega a ser perpetradores, pero los que se convierten en abusadores lo ejercen con muchas víctimas. En segundo lugar, está la mala interpretación de la hiperagresividad y la violencia postraumática como normativa. Y en tercer lugar está la vía de identificación proyectiva, por la cual afectos y estados que no son aceptados dentro del propio género se disocian y proyectan en el otro, con el resultado de que el otro llega a ser más agresivo, o más dependiente, de lo que ya lo es. Finalmente, está el tema de la dificultad colectiva e individual a abordar el abuso infantil de un modo determinante y eficaz.

Capítulo 12. El apuntalamiento disociativo de la psicopatía

Howell trata aquí la personalidad del psicópata, aunque alerta que en todos nosotros existe psicopatía en varios grados y de diferentes formas. El psicópata puede ser una persona aparentemente normal, incluso su apariencia es de un exceso de normalidad, y puede estar perfectamente integrado en la sociedad -y hasta ocupar los más altos escalafones- sin haber tenido nunca problemas con la ley.

El psicópata actúa en el mundo compartido con algún otro, intenta realizar su ilusión personal en la realidad y cambiar la realidad material o psíquica de otra gente, experimenta su deseo como algo ejecutable sobre la realidad.

El psicópata probablemente ha tenido una historia de trauma relacional, y uno de los efectos de éste es una disminución de la imaginación y un pensamiento concreto, una disociación de la experiencia que tiende a permanecer no simbolizada.

El psicópata tiene una gran capacidad de imitación, de mimetismo. Usa las palabras para imitar las emociones humanas más que para expresar sentimientos y significados, y tiende a operar sobre la base de signos y señales. Las palabras, para él, funcionan como simples desencadenantes de conductas en otras personas, y las manipulan de ese modo. Usando las palabras para manipular, convierten literalmente su deseo en realidad o aparente realidad, alterando los mundos psíquicos de los otros y sus conductas. Como no están preocupados por el otro ni tienen consideraciones de conciencia, el uso que el psicópata hace del lenguaje puede ser muy efectivo para conseguir el fin que desea y, si lo consigue, su conducta se repetirá. Howell alerta a los clínicos sobre esta capacidad de simulación y de encanto de los psicópatas de cara a que no sobreestimen su capacidad y su deseo de crecer psicológicamente, con el sufrimiento que eso implica. Según un estudio reciente, los psicópatas se vuelven con frecuencia más peligrosos como resultado del tratamiento porque, a través de éste, aprenden palabras con las que embaucar a clínicos y jueces.

Howell comenta que la mayoría de nosotros se enfrenta cada día con la desilusión, y no persistimos en la creencia de que el mundo de fuera corresponde a la grandiosidad interna. Pero el psicópata siente “deleite de engañar”, para él es muy gratificante. Al estar ausente la capacidad para los remordimientos, y al ser exitosa su conducta, se borra la diferenciación entre el self y el otro y se hace más fuerte la ilusión de que el otro existe como posesión y extensión de uno mismo en la realidad. Esta habilidad para cambiar la realidad a través del engaño, del robo y de minar a los otros refuerza su ilusión de que tiene derecho absoluto y es omnipotente. Siente que es alguien superior y con derecho a que sus deseos sean como órdenes ejecutables. La omnipotencia y la devaluación de los demás por parte del psicópata son hasta cierto punto reales, no sólo una defensa, porque se convierten en profecías autocumplidas. Por ejemplo, sus palabras devaluadoras hacen sentir y comportarse a los otros de un modo menos adecuado, lo que fortalece su capacidad devaluadora.

Los psicópatas son disociativos, pero no en el mismo sentido que las personas con trastorno disociativo. Como en ellos, la disociación es egosintónica, pero la del psicópata es más profunda e impide que se use positivamente. Son experiencias comunes para el psicópata la despersonalización y desrealización, especialmente cuando cometen actos violentos. Estas experiencias se acompañan de alta excitación autónoma, pero son bien recibidas porque los psicópatas tienden a tener hiporreactividad y, por tanto, a ser buscadores de estímulos. Como, además, su capacidad para formar relaciones de apego e internalizar relaciones es reducida, la experiencia consciente de disociación o separación del self es tolerable.

Howell cita el comentario de Bollas sobre que todos nosotros sabemos que el mundo es en parte peligroso, pero nos engañamos a nosotros mismos con la idea de que el mundo y el self son básicamente benignos. Por eso, el asesino en serie nos alarma, no podemos comprender sus motivaciones. Bollas describe que el trauma severo puede privar a un ser de la fantasía, la ilusión y los sueños personales. El niño normal puede proyectar en los padres -en sueños, en fantasías diurnas, cuando está enfurruñado- cualidades monstruosas, pero sabe de algún modo que eso es imaginario. Por el contrario, el psicópata experimentó en su vida temprana terrores de aniquilación y su imaginación fue asesinada, y recrea en los otros ese shock traumático. Stein también describe miedos tempranos de aniquilación que el psicópata vive como sabidos, no como imaginados. El psicópata observa el terror de los demás en sus víctimas, y su número de víctimas es interminable como lo son sus recuerdos disociados inconscientes.

Meloy señala que en la psicopatía hay escasez de experiencias de internalización tranquilizadoras. Esta experiencia de la figura materna como un predador agresivo deja al niño sin posibilidad de apego emocional primario a un objeto real. A partir de ahí, hay una “desactivación de la necesidad de apego.” Bowlby vio el desapego temprano como una defensa por la cual se excluye todo afecto y pensamiento que podría activar la conducta y sentimiento de apego y que resulta en un desapego emocional. Howell se pregunta, entonces, qué es excluido de la conciencia en esta defensa del psicópata. Su respuesta es que lo que se mantiene fuera de la conciencia es la experiencia de niño perdido, abandonado, aterrorizado y enrabietado. La violencia del psicópata se deriva de intensas experiencias disociadas del self como el sentimiento de pena, porque experimentar la pena sería experimentar de nuevo la aniquilación. Stein sostiene que, ante un rechazo insoportable, “sólo la destrucción del símbolo maternal puede reinstalar la separación y restaurar la homeostasis”. Por tanto los perpetradores de casos de violación y asesinatos sádicos no pueden encontrar una relación reparadora que pueda activar su apego.

El psicópata tiende a estar en estados de identificación con el agresor omnipotentes, grandiosos, devaluadores, disociando los estados de identificación con la víctima de miedo, vergüenza y necesidad. Aunque psicópatas y trastornos límite comparten los roles recíprocos de matón y víctima, en los últimos estos roles cambian con frecuencia, pero en el psicópata, a pesar de que ambos roles son internalizados, el sujeto sólo experimenta el rol agresor sádico; sin embargo existe el rol recíproco, por eso la visión del self como víctima sirve para racionalizar el daño que se hace a otro por el self sádico. Meloy apunta que un estudio de investigación indica que algunos sádicos sexuales pueden jugar el rol de víctima con un compañero consensuado, pero también sugiere que, aunque este rol puede reflejar una realidad interna, también puede ser simulado, imitado sin realmente sentirlo.

Debemos temer a los psicópatas, dice Howell, pero debemos también temer nuestra propia disociatividad basada en el apego y el trauma, porque los psicópatas no viven en un vacío social sino que son miembros de una cultura en la que nosotros hemos aceptado que ocurran atrocidades, desde el genocidio hasta el abuso infantil.

Comentario

El mayor mérito del libro de Howell radica en que examina críticamente los aportes de un gran número de autores, psicoanalíticos y no psicoanalíticos, que han abordados fenómenos muy diversos, con también diversas denominaciones,  en los que la persona no funciona como una unidad y en los que están presentes múltiples estados afectivos y conductuales, a veces en forma simultánea, en otras en momentos diferentes. Fenómenos que van desde la normalidad hasta la más severa patología -el ejemplo del trastorno de personalidad múltiple- y en que el factor de experiencias traumáticas, especialmente interpersonales, da lugar la exclusión de vivencias

 

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