aperturas psicoanalíticas

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revista internacional de psicoanálisis

Número 030 2008 Revista Internacional de Psicoanálisis en Aperturas

La regulación afectiva, la mentalización y el desarrollo del self [Fonagy, P., Gergely, G., Jurist, E., Target, M., 2002]

Autor: Bermejo, Paloma

Palabras clave

Fonagy, P., Gergely, G., Jurist, E. l., Target, M..


Reseña: Affect regulation, mentalization, and the development of the self.  Peter Fonagy, György Gergely, Elliot L. Jurist, Mary Target. Other Press. New York. 2002

Este trabajo es una reseña de los siguientes capítulos del libro: Capítulo 1: El apego y la función reflexiva: su rol en la organización del self (págs. 23-64); Capítulo 2: Perspectivas históricas e interdisciplinares sobre los afectos y la regulación afectiva (págs. 65-96); Capítulo 5: El desarrollo de la comprensión del self y el sentido de agencia (págs. 203-251); Capítulo 11: Afectividad mentalizada en la situación clínica (págs. 435-468).

Introducción

En estos cuatro capítulos del libro se describe cómo se desarrolla y evoluciona el self, proponiéndose que la capacidad de mentalizar, o función reflexiva, es un factor clave en la organización del self y en la regulación afectiva, que se adquiere a través de las relaciones sociales tempranas del niño. Los autores muestran la relación que existe entre la cualidad de la relación de apego y la función reflexiva del progenitor y del niño; es decir, sostienen la hipótesis de que la reflexividad se adquiere en el contexto de la relación niño-cuidador.

Se describe el desarrollo de la función reflexiva, mostrando el rol de las relaciones niño-cuidador en la transformación que va desde una experiencia prerreflexiva de los estados mentales hasta la comprensión ya reflexiva de los mismos.

Los autores comentan una serie de teorías sobre los afectos y la regulación afectiva, haciendo ellos mismos una propuesta integradora, según la cual existe una contribución cognitiva en la regulación afectiva.

Presentan el concepto de afectividad mentalizada como el logro máximo de la regulación del afecto y se comentan cuatro casos clínicos en los que se demuestra su relevancia.

A efectos de terminología, los autores consideran que los afectos engloban tanto a los sentimientos como a las emociones.

Concepto de mentalización o función reflexiva

Para Fonagy (1998), la mentalización, o función reflexiva, consiste en la capacidad de imaginar y entender los estados mentales en uno mismo y en otros; es la habilidad de dar una interpretación convincente a la conducta propia y de otros, a partir de los estados mentales subyacentes.

Los individuos difieren en hasta qué punto pueden ir más allá de los fenómenos observables para justificar sus acciones y las de otros, basándose en creencias, deseos,  planes, etc. y esta capacidad cognitiva es un determinante básico en la organización del self, al estar íntimamente relacionada con muchos aspectos definitorios de la personalidad (Bolton y Hill 1996; Cassan 1994).

Los autores explican que la función reflexiva hace referencia a la operacionalización de los procesos psicológicos que subyacen a la capacidad de mentalizar; es la expresión activa de esta capacidad psicológica íntimamente relacionada con la representación del self. Implica un componente autorreflexivo además de un componente interpersonal, que es el que proporciona al individuo la capacidad de distinguir la realidad interna de la externa, las formas de actuación simuladas de las reales, y los procesos mentales y emocionales internos de las comunicaciones interpersonales.

Describen cómo el concepto de self ha experimentado un creciente interés en los últimos tiempos, siendo la psicología evolutiva la que nos ha acercado a un mejor entendimiento de los procesos mentales involucrados en la representación de la individualidad. La función reflexiva, a la que se refiere la psicología evolutiva como teoría de la mente, es lo que permite al niño responder al comportamiento de otros; es el conjunto de creencias y deseos interrelacionados dirigidos a explicar la conducta de una persona. Gracias a la función reflexiva, o mentalización, el comportamiento de los otros tiene un significado para el niño y puede ser previsible. A medida que comprende mejor el comportamiento de los otros, el niño puede activar las representaciones conjuntas de sí mismo-con otros más adecuadas para una transacción interpersonal determinada. Estas transacciones las va construyendo y organizando desde sus más tempranas experiencias.

Los autores hacen una importante distinción entre la función reflexiva y la introspección (o autorreflexión), e inciden en que la primera es un procedimiento automático a la hora de interpretar la conducta humana, y la introspección es una habilidad aprendida. Señalan que es “el conocimiento de las mentes en general más que el conocimiento de uno mismo el rasgo definitorio; la introspección es la aplicación de la teoría de la mente a los estados mentales propios” (pág. 27), y la función reflexiva englobaría el conocimiento de las mentes en general.

Teorías sobre el desarrollo de la mentalización

Existen varias teorías psicológicas sobre el desarrollo de la mentalización. Para Baron-Cohen y Swettenham (1996), partidarios de las teorías de la modularidad, existe un mecanismo innato de aprendizaje con una localización específica en el cerebro. Otras teorías hacen hincapié en los precursores cognitivos de la teoría de la mente; unos se unen a la aproximación teoría-teoría de la psicología popular, asumiendo que el niño desarrolla, a partir de la experiencia, una red de tipo científico-teórico a base de proposiciones interdependientes sobre la mente. Otros postulan que la teoría de la mente se adquiere a través de la simulación del estado mental del otro; los conceptos sobre estados mentales surgirían de la introspección. Estas dos últimas teorías se centran en el mecanismo a través del cual se adquiere el conocimiento sobre las mentes de otros, más que en el significado de los estados mentales en sí mismos.

Según los autores, el significado emocional de los estados mentales es el que determina la evolución de la estructura y capacidad para procesar. Para ellos, en los modelos actuales de la teoría de la mente se tiende a considerar al niño como un procesador de información aislado que construye una teoría de la mente usando sus mecanismos biológicos, mecanismos que están lejos de la perfección. Pero comentan que ni las teorías de la modularidad, ni tampoco la simulación, ni la teoría-teoría, explican de forma adecuada el origen social de la función reflexiva. Piensan que, en los modelos anteriores, se ignora el rol central que tiene la relación emocional del niño con sus padres a la hora de fomentar la capacidad de establecer interacciones en términos psicológicos, y que el desarrollo de la capacidad para entender los estados mentales está sumamente condicionado por el entorno social de la familia y su red de relaciones emocionales, que constituyen los cimientos de la reflexividad temprana.

De esta forma, inciden en que la naturaleza de las interacciones familiares, la cualidad del control parental, las expresiones emocionales de los padres y la profundidad con la que éstos hablen sobre el afecto, todo ello está asociado de forma decisiva con la adquisición de la postura intencional en el niño, que tiene lugar cuando empieza a atribuir intenciones e inferir estados mentales en el otro.                      

El desarrollo del self

Describen cómo la organización del self comienza con la integración de experiencias relacionadas con el propio cuerpo, que definen los límites entre uno mismo y el resto del mundo (self físico). A partir de entonces, los intercambios sociales, la identificación de los límites establecidos socialmente y, más tarde, la identificación de la causalidad social, se convierten en funciones centrales del self.

Los autores consideran que en los primeros seis meses de vida, las interacciones se podría decir que son presimbólicas, en el sentido de que no son mentalizadas, es decir, el niño no necesita representar los pensamientos o sentimientos del cuidador. Estas interacciones pueden utilizarse para predecir la conducta pero estarían limitadas en su capacidad para modificar conductas. Para que el modelo mental creado tuviera la información requerida para cambiar el estado mental del otro, se requeriría una postura intencional con representación de las creencias y deseos de la persona.

Este paso -de modelos teleológicos (en los que, para explicar la conducta, se hace referencia a los resultados, distinguiéndose los medios de los fines) a otros de mentalización (atribuyendo ya deseos y creencias al que actúa)- dependerá de cómo sean las interacciones entre el niño y el progenitor (ver más adelante los niveles de desarrollo del self).

Las representaciones que el niño tiene de las relaciones uno mismo-otros, aunque no estén aún mentalizadas, empiezan a variar en su cualidad en el primer año de vida, de forma coherente con las interacciones con sus padres. Estas representaciones serán cruciales para la creación de un vínculo de apego seguro entre el niño y su madre.

Para Rogers y Pennington (1991) el mapping representacional es el proceso de coordinar representaciones de uno mismo y de otros. Según ellos, este proceso subyace al hecho de compartir sentimientos, atenciones y creencias, entre otros. Según los autores del libro, el mapping representacional es lo que sustenta las bases para que se produzca en la infancia la evolución gradual de modelos de la mente teleológicos a mentalizados. Gergely y Watson (1996) y Target y Fonagy (1996) opinan que este mapping representacional cumple un rol destacado en el desarrollo de las capacidades reflexivas y utilizan como ejemplo el desarrollo de la comprensión de los afectos en uno mismo y en otros.

Cuando la madre refleja el sentimiento del niño, esta percepción organiza la experiencia de éste de forma que puede saber qué es lo que está sintiendo. La representación del sentimiento del niño que tiene la madre toma sentido para el pequeño, que la fija sobre la representación que ya tiene de su propio estado.

Este reflejo de la madre resulta adecuado para el proceso de desarrollo del self si hay cierta discrepancia entre la representación de la madre y la experiencia del niño, es decir si son representaciones análogas pero no idénticas. En el caso de la ansiedad, por ejemplo, si el reflejo que proporciona la madre es demasiado preciso, la percepción que recibe el niño puede convertirse en sí misma en una fuente de temor.

Los autores nos dan como ejemplo de este fenómeno el hecho de que algunas personas con trastorno de pánico se vean tan amenazadas por perturbaciones psicológicas relativamente leves. Explican que lo que ocurre es que la metarrepresentación del sentimiento en estos casos contiene demasiado afecto de la experiencia primaria, por lo que el sujeto en vez de etiquetar la experiencia de forma que permita atenuar su intensidad, tiende a exacerbar los síntomas lo que, a su vez, acentúa la expresión secundaria, en un ciclo de escalada de pánico.

Los autores sugieren que el significado de los afectos se desarrolla a través de representaciones integradas del afecto de uno mismo y de los otros. Plantean que “Es la combinación de la representación de la experiencia propia y la representación de la reacción del cuidador lo que permite que el niño elabore el modelo teleológico de la mente y le permite entender las demostraciones afectivas de los otros, a la vez que hará que pueda regular sus propias emociones” (pág. 36). Para los autores, es la respuesta contingente del cuidador hacia el niño lo que hace que el mapping pueda tener lugar de forma adecuada.

Posteriormente, las experiencias afectivas del niño completarán su significado al asociarse con diferentes imperativos de la realidad de la relación padre/madre-hijo, lo que llevará a creencias, rudimentarias aún, sobre las causas y las consecuencias de su estado emocional.

La teoría del apego

Bowlby (1969, 1973,1980) en su teoría del apego preconiza la necesidad universal que tienen los seres humanos de crear vínculos afectivos. Las conductas de apego del niño (búsqueda de proximidad, sonrisa, etc.) son correspondidas con conductas de apego del adulto (contacto físico, consuelo), lo que hace que se refuerce la conducta de apego del niño con ese adulto. La conducta de apego se activa o no al evaluar el niño la situación como insegura o segura.

Según Sroufe (1996) el sistema de apego es, sobre todo, un regulador de la experiencia emocional cuya meta es el sentimiento de seguridad.

Al finalizar el primer año de vida, las experiencias vividas con el cuidador se unen en sistemas representacionales denominados por Bowlby “modelos operativos internos”.

Mary Ainsworth (1985), a partir de su procedimiento para observar los modelos operativos internos en acción (la situación extraña), se encontró con los cuatro patrones de conducta siguientes: a) niños de apego seguro; b) ansiosos/evitativos; c) ansiosos/resistentes; y d) desorganizados/desorientados. Y concluyó que la conducta de los niños seguros está basada en la experiencia de interacciones bien coordinadas, en las que el cuidador raramente sobreexcita al niño y es capaz de estabilizar las posibles respuestas desorganizadas que presente, por lo que el niño permanece relativamente organizado en situaciones de estrés.

Por el contrario, los niños clasificados como ansiosos/evitativos han experimentado situaciones en las que sus emociones no pudieron ser calmadas por el cuidador o en las que, tal vez, han sido sobreexcitados por padres intrusivos, por lo que regulan por exceso sus emociones y evitan situaciones que pudieran ser angustiosas.

Los niños ansiosos/resistentes tienden a regular por defecto incrementando la expresión de su angustia presumiblemente para atraer la atención del cuidador. En este caso, el niño se preocupa cuando no está con el cuidador pero no se alivia cuando éste se encuentra presente.

En el caso de los niños desorganizados, el cuidador es tanto fuente de temor como tranquilizadora, y la activación del sistema de apego produce grandes conflictos, por lo que la respuesta del niño en el reencuentro con el cuidador después de una breve ausencia, suele ser una respuesta desorganizada.

La propuesta de Bowlby es que los modelos operativos internos, que se adquieren en la infancia, sirven de prototipo para todas las relaciones futuras y son relativamente estables a lo largo de la vida del sujeto, funcionando de forma inconsciente.

Esta estabilidad ha quedado demostrada en estudios longitudinales en los que se ha hallado una asociación entre la conducta del infante en la situación extraña y su respuesta, años después, en la Entrevista del Apego del Adulto (EAA, Main y Goldwyn 1994). A través de esta entrevista, se puede clasificar al adulto como a) seguro/autónomo, b) inseguro/desentendido, c) inseguro/preocupado y d) no resuelto, en correspondencia con las cuatro categorías de apego encontradas en los niños.

Los adultos seguros tienen tres o cuatro veces más posibilidades de tener niños con un apego seguro (van Ijzandoorn 1995).

Según Bowlby, el sistema de apego está íntimamente relacionado con el mapping representacional y el desarrollo de la función reflexiva del self. Los aspectos invariantes que se repiten en las relaciones de uno mismo con los otros, se abstraen en modelos mentales representacionales internos.

Los autores señalan cómo la psicología cognitiva ha desarrollado el concepto de memoria procedimental, que es un sistema involuntario, implícito, no declarativo y no reflexivo, basado en el uso no consciente de la experiencia pasada (Schachter 1992; Squire 1987). Esta memoria coexiste con la memoria autobiográfica, que sí es en parte accesible al conocimiento.

La memoria procedimental contiene el cómo se ejecutan las secuencias de acciones. La información procedimental sólo se hace accesible a través de la demostración de la acción. Para los autores, es muy posible que las representaciones esquemáticas postuladas por los teóricos del apego y de las relaciones de objeto sean a este nivel de memoria procedimental. El apego sería una habilidad adquirida con respecto a un determinado cuidador y codificada como un modelo teleológico de conducta. El niño desarrolla modelos de apego independientes con sus figuras de apego principales, basados en las interacciones pasadas con cada uno de ellos.

Los autores piensan que, si el apego seguro se concibe como la adquisición de procedimientos de acción racional dirigidos a una meta con el fin de regular estados aversivos en el contexto del apego (modelo teleológico), este apego seguro se conseguiría en tanto el estado afectivo del niño le sea reflejado de forma precisa, pero no de forma abrumadora. Aquí entra en juego el concepto de sensibilidad del cuidador, entendida como el modo de calmar al niño combinando el reflejo de su estado con otros aspectos que sean de hecho incompatibles con el sentimiento del niño, para ayudarle en la regulación. Este concepto está muy relacionado con la capacidad de la madre de “contener” mentalmente el estado afectivo del niño que describió Bion (1962a). Para los autores, el apego seguro sería la consecuencia de una contención exitosa mientras que el apego inseguro sería como la identificación del niño con la conducta defensiva de su cuidador.

En el caso del cuidador desentendido, éste no consigue reflejar la angustia del niño debido a las experiencias dolorosas que le evoca la situación, o porque carece de la capacidad de crear una imagen coherente del estado mental del niño. En el caso del cuidador preocupado, éste representa con demasiada claridad el estado mental del pequeño o de una forma que se complica con la preocupación propia. En ambos casos, lo que el niño internaliza es la actitud del cuidador y, como dice Crittenden (1994, p.89) refiriéndose a ciertos casos patológicos, “esta falta de sincronía se convierte en el contenido de la experiencia del self”.

Según Winnicott (1965), la internalización de las defensas del cuidador puede llevar al niño no sólo a no ser capaz de representar y exteriorizar sus emociones de forma adecuada sino, además, a construir una experiencia del self alrededor de esta falsa internalización.

Fonagy y Target (1995) señalan que muchos de los niños que fueron clasificados como de apego desorganizado en la infancia, más tarde en el desarrollo, externalizarán esta parte falsa de su representación del self y manipularán su entorno con el fin de que se ajuste a esta representación del self inadecuada, para así lograr una percepción coherente de su self residual.

La relación entre el apego y la mentalización

Los autores, basándose en una serie de estudios sobre la relación entre la seguridad en el apego y el desempeño en tareas de razonamiento (Fonagy 1997;  Meins y otros 1998), afirman que parece haber un acuerdo general en que el apego seguro contribuye a la emergencia de habilidades simbólicas en general y a una mentalización precoz en particular. Aún no se ha podido demostrar si la competencia para la tarea (además del desempeño) está también relacionada con la seguridad en el apego. Moss, Parent y Gosselin (1995) mostraron cómo la seguridad en el apego con la madre era un buen predictor de la capacidad metacognitiva del niño en memoria, comprensión y comunicación.

Los autores comentan que se han dado dos explicaciones alternativas a esta relación:

1)     Los modelos mediacionales, que sugieren que el apego seguro en la infancia predispone a que el niño se beneficie de determinados procesos sociales involucrados en el desarrollo de habilidades reflexivas y de comprensión social.

2)     Otros sugieren que el apego seguro es un indicador de la cualidad de la relación niño/a-cuidador, que facilita comprensión psicológica. Los procesos sociales que aceleran la mentalización serían los mismos que los que influyen en el apego seguro. A esta explicación se unen los autores del libro.

Los modelos mediacionales proponen tres potenciales mediadores: el juego simbólico, el habla y la interacción con el grupo de iguales o mayores, con los que demuestran la relevancia del apego en la función reflexiva:

  • El juego simbólico. Hay numerosa evidencia de que los niños de apego seguro tienen un juego simbólico más rico en imaginación y complejidad que los niños evitativos. También se ha comprobado que los más proclives a unirse en interacciones y juego simbólico muestran mejor desempeño en tareas mentales y emocionales. Según Leslie (1987), el hecho de compartir el juego simbólico da muestras de la existencia de mecanismos incipientes de la teoría de la mente.
  • El habla. Según los estudios experimentales de Appleton y Reddy (1996) la oportunidad de hablar sobre estados mentales parece favorecer el desempeño en mentalización de los niños. Además, la experiencia de conversar alerta por sí misma al niño de que las personas dan y reciben información, independientemente de que se hable sobre estados mentales o no (Harris 1996).

Bruner (1993), considera que la tendencia de los padres a tratar los gestos espontáneos de los niños como si fueran intencionales, lleva al niño a verse como teniendo intenciones y comunicándose intencionalmente.

Los autores creen que la seguridad en el apego puede dar lugar a intercambios verbales entre niño y cuidador que favorecen el pensar sobre sentimientos e intenciones

  • La interacción con el grupo de iguales o mayores también parece favorecer la mentalización. De hecho se ha comprobado que el desempeño en tareas de falsa creencia correlaciona con el tiempo que el niño pasa con niños mayores (no menores que él). Según Lewis y otros (1996) la presencia de hermanos mayores, también parece mejorar el desempeño del niño en tareas de falsa creencia.

Por otra parte, los niños con apego seguro tienden a ser más populares, empáticos y sociables en su grupo.

Los autores concluyen que la mayor tendencia a explorar e interaccionar socialmente de los niños de apego seguro podría ser la responsable de sus mejores habilidades en mentalización.

Para los autores, estos modelos mediacionales, lejos de ser excluyentes, son complementarios, lo que sugiere que cuanto más contacto social tenga el niño en diferentes contextos, más desarrollará la comprensión social.

Sin embargo, el trabajo de Dunn (1996) da muestras de la poca correlación entre la conducta del niño y distintos contextos sociales (personas y situaciones), lo que, según los autores, podría sugerir que hay varios caminos independientes que operan simultáneamente entre el apego y las situaciones sociales.

Propuesta de los autores sobre la relación entre apego y función reflexiva

En el primer año de vida del bebé con el cuidador, el primero adquiere las bases de la competencia en la teoría de la mente. Para Fonagy (1993), lo que el cuidador aporta a la relación con el niño parece ser crítico para el establecimiento tanto del apego seguro como de la mentalización y, además, como demuestra en el Proyecto de Londres (London Parent-Child Study: Fonagy, Steele, y Steele 1991), ambos se pueden predecir incluso antes de que el bebé nazca.

Por tanto, los autores sugieren que es posible que haya mecanismos comunes que sostienen la organización del apego del niño, del cuidador y la emergencia temprana de la mentalización y señalan que son necesarios más estudios para determinar si hay conductas específicas que dan lugar al apego seguro y facilitan la mentalización.

Los autores de este libro proponen un modelo sobre cómo el apego se podría relacionar de forma directa con el desempeño en tareas de mentalización. Se basa en la idea de que la adquisición de la teoría de la mente por el niño es parte de un proceso intersubjetivo entre niño y cuidador, en el que el cuidador, a través de procesos lingüísticos y gestuales, se dirige al niño reconociendo que éste tiene sus propias ideas y deseos, que son los que determinan sus acciones y producen reacciones en otros. El cuidador sensible interacciona con el niño considerándolo como persona y enlaza desde la realidad física con la experiencia interna del niño.

De forma inconsciente, con su conducta, el cuidador asigna un estado mental al niño, tratándolo como un agente mental. El niño lo percibe y lo usa en la elaboración de modelos teleológicos, lo que permite el desarrollo de un sentido básico de la propia individualidad. El que el niño desarrolle y perciba estados mentales en sí mismo y en otros depende, en un primer momento, de su observación del mundo mental del cuidador, a través de compartir con él experiencias (juego simbólico, conversaciones, etc.), y posteriormente entrarán en juego también las conversaciones e interacciones sociales que tenga el propio niño. Como ya se ha dicho más arriba, la capacidad del cuidador de observar los cambios en el estado mental del niño momento a momento, es decir, su sensibilidad, sería crucial para los autores, en la adquisición de la capacidad mental por parte del niño.

De esta forma, y según la propuesta de los autores, el apego seguro proporciona la base para la comprensión de la mente; el niño seguro se atreve a hacer atribuciones sobre estados mentales a la vista de la conducta del cuidador. El niño evitativo aleja de sí en parte el estado mental del otro, y el niño resistente se centra más en su propia angustia. Los niños desorganizados pueden adquirir la capacidad de mentalizar, pero no consiguen integrarla en la organización de su self; hipervigilantes, pueden ser capaces de leer la mente del cuidador en determinadas circunstancias pero no consiguen entender sus propios estados mentales.

Con su propuesta, pretenden contribuir a la reconceptualización de la teoría del apego más allá de la noción de proximidad del cuidador de Bowlby y el concepto de seguridad sentida de Sroufe y Waters.

Para ellos, los modelos alternativos, teoría-teoría y simulación, pueden considerarse como otras rutas hacia la mentalización; el primero accesible a todos, y el segundo utilizado por los niños cuyas relaciones tempranas les animaron a usar esta estrategia (la simulación).

El desarrollo de la función reflexiva

Los autores describen cómo en la primera infancia la función reflexiva se caracteriza por dos modos de relacionar la experiencia interna con la situación externa: en situaciones reales, el niño cree que su mundo interno y el de los otros se corresponden con la realidad externa, por lo que la experiencia subjetiva se distorsiona para ajustarse a esta realidad de fuera (modo de equivalencia psíquica). En situaciones de juego, el niño sabe que su experiencia interna puede no reflejar la realidad externa pero entonces piensa que su estado interno es independiente del mundo exterior (modo simbólico).

En el desarrollo normal, los niños integran estos dos modos para llegar a la mentalización o modo reflexivo, según el cual los estados mentales se viven como representaciones, y la realidad interna y externa pueden estar vinculadas aun siendo muy diferentes.

Su hipótesis es que la mentalización ocurre cuando, en situaciones de juego seguro, el adulto o un niño mayor le refleja al niño su estado mental, lo que facilita la integración de los modos psíquico y simbólico. En el juego, el adulto provee a las ideas y sentimientos del niño de un enlace con la realidad, indicando la posibilidad de que existan otras perspectivas distintas a las de la mente del niño. Además se demuestra al niño cómo es posible la existencia de una realidad distorsionada a través del juego, y así se le presenta una experiencia mental real, aunque sea simulada.

En los casos de niños traumatizados, los autores piensan que las emociones intensas y conflictivas han conducido a un fracaso en la integración, de forma que aspectos del modo simbólico pueden ser parte de una forma psíquica de experimentar la realidad. El niño no consigue moverse más allá del modo de equivalencia psíquica con respecto a determinadas ideas o sentimientos y los vive con la misma intensidad que si hubieran sido eventos externos. Comentan, por ejemplo, cómo, cuando en el entorno familiar ha habido trauma o maltrato, el ambiente no permite que el adulto “juegue” con los aspectos más molestos para el niño, porque suelen ser también dolorosos e inaceptables para el adulto.

Las implicaciones de la función reflexiva en el desarrollo del self serían muy importantes para los autores. Según Stern (1985) el sentimiento de propiedad de las acciones que uno lleva a cabo, es básico para lograr el sentido de agencia del sí mismo.

Los autores añaden que ese sentido de ser agente de sí mismo también depende de la función reflexiva, puesto que el sentimiento de propiedad de las acciones está muy ligado al estado mental que inició la acción. La base más temprana de este sentido de agencia está presumiblemente en el sentido que el bebé adquiere con el reflejo de sí mismo que le proporciona el cuidador (Gergely y Watson 1996). Para los autores, inicialmente, el centro del ser agente de sí mismo debe estar en el cuerpo, que es donde tienen lugar los primeros triunfos del niño al querer controlar la realidad. Posteriormente, las acciones más complejas que incluyen a otros, requerirán que el cuidador dé sentido a los deseos del niño y haga que se establezca la conexión entre intenciones y acciones.

Señalan que en los casos de relaciones de apego sensibles, que proporcionan la base intersubjetiva para el desarrollo de la mentalización, si el niño sufre algún trauma, éste tiene muchas más posibilidades de resolverse.

El abuso o el abandono en la infancia pueden producir una inhibición defensiva de la mentalización, lo que puede dar lugar a múltiples casos de trastornos de personalidad. 

Para explicar la complejidad de la relación entre los trastornos del desarrollo y la falta de reflexividad, los autores de este libro se basan en la “teoría de las habilidades dinámicas” (Fischer y Farrar 1987; Fischer, Kenny y Pipp 1990), según la cual el desarrollo se considera como la elaboración progresiva que hace la persona de sistemas de control cada vez más complejos. La función reflexiva no se ve simplemente como una propiedad de la persona, sino de la persona en una situación concreta.

Comentan que la función reflexiva evoluciona a lo largo de varias rutas, moldeada por numerosas influencias dinámicas que interactúan. A este fenómeno se le denomina fraccionamiento (Fischer y Ayoub 1994), y se refiere a “la tendencia de la persona a no coordinar habilidades o experiencias que, aún estando separadas de forma natural, se podría pensar que están juntas, según un criterio externo” (pág. 60). Es decir, la función reflexiva en un área concreta de interacción interpersonal no tiene por qué generalizarse a otras áreas. No surge como una habilidad general sino sujeta al dominio donde se aprendió (a una categoría de relaciones determinada).

Aunque el desarrollo normal evoluciona desde el fraccionamiento hasta la integración, el fraccionamiento no tiene por qué desaparecer totalmente con el desarrollo. Por tanto, son de esperar distintas variaciones en la función reflexiva incluso en situaciones normales.

Los autores describen cómo la desigualdad existente en la función reflexiva en distintas áreas puede deberse al intento (consciente o inconsciente) del sujeto para no generalizar esta habilidad a un ámbito determinado para, de forma activa, mantener una separación de contextos (que, en situaciones normales, se movería hacia la integración), con lo que aquí “la desigualdad sería considerada como una adquisición del desarrollo” (pág. 62); y añaden como ejemplo que en una familia se podría incluso fomentar esta separación  con disociaciones en la forma de comportamiento en la esfera pública y en la familiar.

Desde el punto de vista de la teoría del apego, los autores consideran que el self se organiza de forma que determinados modelos operativos internos incluyen gran cantidad de componentes reflexivos, mientras otros modelos operativos quedan empobrecidos y cuentan con escasas habilidades de mentalización. Este último caso se puede manifestar en que el sujeto ofrece únicamente descripciones de bajo nivel, estereotipadas, simples o rígidas, pero  no debido a retraso o regresión sino más bien a una compleja habilidad para coordinar dos niveles distintos de funcionamiento, debido al abuso o a la deprivación sufridos.

Los autores opinan que en algunos trastornos de personalidad, los modelos internos operativos carentes de reflexividad son los que dominan la conducta, cuando aparece un elemento de conflicto en la relación interpersonal, ya que es el conflicto lo que obliga a tener en cuenta tanto los deseos del propio self como los del otro. Si un niño tiene cierta vulnerabilidad en su capacidad de mentalización, ante un conflicto no encontrará la afirmación de su postura intencional que necesita (el reconocimiento y aceptación de sus intenciones), con lo que no conseguirá tener el sentido de propiedad de sus acciones. Esto puede derivar en conductas desafiantes, como un intento de lograr el sentido de agencia del self.

Los autores hacen hincapié en que las limitaciones en la función reflexiva pueden provenir de múltiples vías (vulnerabilidad biológica del niño, como hiperactividad, trastornos de atención, de control de impulsos, etc.) siendo las anomalías en el seno familiar sólo una más.

Según Fonagy (1994), el trauma afecta la función reflexiva a dos niveles; por una parte elimina en el niño el incentivo emocional para ver la perspectiva del otro, a causa de la hostilidad de la postura intencional de este otro, así como por las limitaciones en el desarrollo del self del niño impuestas por un adulto que no reconoce el sentido de intencionalidad del niño. Además, se priva al niño de la resiliencia proporcionada por la capacidad de comprender una situación traumática interpersonal. Por tanto, los sujetos traumatizados por el entorno familiar son vulnerables por una parte en términos del efecto inadaptado a largo plazo de su reacción al trauma y, por otro, por su capacidad reducida para hacerle frente.

Teorías sobre los afectos y la regulación afectiva

Para los autores “los afectos son estados mentales que pueden ser experimentados subjetiva o inconscientemente. La regulación del afecto es el proceso de elaborar estados mentales de acuerdo con un sentido de agencia. Ocurre a distintos niveles; desde la regulación homeostática, de la que no tenemos conciencia, hasta la autorregulación a través de las relaciones con otros, en las que la conciencia se hace imprescindible” (pág. 435). La regulación afectiva abarcaría, entonces, la capacidad de controlar y regular nuestras respuestas afectivas.

Añaden que cuanto más familiarizado está uno con la experiencia subjetiva, más efectiva puede ser la regulación, y cuanto mejor regule uno los afectos, más cerca estará de la autorregulación.

Para los teóricos del apego y el psicoanálisis, la regulación afectiva, más allá de regular nuestros afectos, está vinculada con la regulación del self y juega un papel fundamental a la hora de explicar cómo el niño pasa del estado de corregulación al de autorregulación.

Desde el punto de vista psicológico, los defensores de las emociones básicas (Tomkins, Ekman) describen cómo las emociones son universales y reconocibles a través de las expresiones faciales. Proponen que los afectos nos ocurren, más que elegirlos nosotros, y que contribuyen a la supervivencia por lo que, en definitiva, son beneficiosos.

Los autores comentan que se ha criticado el que puedan comprenderse las emociones sólo a través de las expresiones faciales y también que sean universales; parece ser que son más bien similares en todas las culturas, no idénticas.

Además comentan que, para numerosos psicólogos centrados en el concepto de regulación afectiva, el paradigma de las emociones básicas más que estar equivocado es insuficiente, ya que trata sólo de una parte de los afectos.

En cuanto a la relación entre cognición y experiencia afectiva, las posturas van desde la consideración de que la experiencia afectiva no puede ocurrir sin cognición (Lazarus, 1984, 1991, 1994) hasta la postura que defiende que es posible tener afectos sin que haya cognición alguna (Zajonc 1984).

Los autores piensan que el problema está en qué se entiende por cognición en este contexto; puede hacer referencia al pensamiento racional, o considerarse como algo más básico como el conocimiento, la conciencia de sentir un afecto determinado.

Dentro de las perspectivas neurocientíficas destacan la aportación de LeDoux, que considera la existencia de dos sistemas de respuesta en el cerebro: uno automático, con origen en la amígdala, y otro, localizado en el neocórtex, que añade un componente cognitivo a la respuesta. Pero LeDoux piensa que, además de estas dos zonas que interactúan continuamente, hay otras zonas en el cerebro que juegan un papel crucial en las emociones (como el hipocampo). Por tanto no existe, a su modo de ver, un lugar único en el cerebro donde residan las emociones.

La representación de objetos tiene lugar simultáneamente a las emociones, pero de forma diferenciada; “podemos, en otras palabras, comenzar a responder al significado emocional de un estímulo antes de que lo hayamos representado del todo” (Leroux, 1994a, p.221).

Según este autor, el procesamiento emocional se da a través de emociones Tipo I (inmediatas) y II (sujetas a nuestro control volitivo), éstas últimas requieren cierto nivel de organización del self. El primer tipo de procesamiento forma parte del segundo. Para él hay emociones que pueden ocurrir sin que medien los sistemas cognitivos, porque los circuitos neuronales de la emoción y la cognición son diferentes aunque interactúen.

El punto de vista de LeDoux amplía el de las emociones básicas con la introducción de las respuestas Tipo II, y coincide con los partidarios de las emociones básicas, al minimizar la importancia de la experiencia subjetiva de los afectos,

También para Damasio la cognición y la emoción están interconectadas en el cerebro. Como LeDoux, distingue emociones primarias y secundarias. Estas últimas se basan en las primarias pero, además, originan los sentimientos. Destaca la existencia de varios niveles de circuitos neuronales en el cuerpo y todos ellos posibilitan la racionalidad y dan origen al self. Para Damasio las emociones contribuyen a la racionalidad, a la que él se refiere con la hipótesis del marcador somático. Los marcadores somáticos son parte del sistema neuronal localizado en el córtex prefrontal, que constituye la base neural del self y son “un ejemplo especial de sentimientos generados a partir de las emociones secundarias…conectadas por medio del aprendizaje a resultados predecibles futuros en determinados escenarios” (Damasio 1994a, pág. 174). Los marcadores somáticos nos ayudarían a anticipar resultados y establecer nuevas metas futuras según la percepción de situaciones placenteras y de dolor.

En 1999, en su obra “El sentimiento de lo que ocurre”, Damasio distingue el protoself (sistemas cerebrales homeostáticos) del self central (muy vinculado con las emociones) y del self autobiográfico, y propone que nuestro sistema de toma de decisiones incorpora señales del cuerpo que nos ayudan a elegir entre varias opciones. Para Damasio, el self autobiográfico depende del self central pero añade las dimensiones del pasado y el futuro. Se construye a través de una suerte de “conciencia extendida”. Sería lo que, según los psicólogos evolutivos, tiene lugar sobre los dieciocho meses de vida.

En cuanto al psicoanálisis, los autores opinan que, aun teniendo gran experiencia con los aspectos de la expresión subjetiva de los afectos, no ha dedicado suficiente espacio al estudio de los afectos en sí, dada su crucial importancia en la clínica.

Freud presenta las dos tendencias que han dominado la historia del psicoanálisis:

1)     Los afectos descargan energía y se consideran como la manifestación psíquica (junto con las ideas) de los impulsos. Son fuerzas biológicas poderosas y elementales. Queda sin resolver cómo es posible que los afectos deban ser conscientes cuando los impulsos son inconscientes.

2)     Para la segunda tendencia, los afectos son señales y están sujetos al control del ego. Esto implica que se consideren como cumpliendo una función adaptativa. Esta segunda tendencia ha predominado en los últimos años de manos de la teoría de las relaciones de objeto y sobre todo de los teóricos del desarrollo.

Para Freud, los afectos tienen aspectos tanto físicos como mentales. Su aproximación, en palabras de los autores: “busca reafirmar la biología sin sacrificar la experiencia subjetiva” (pág. 85).

Apuntan que Jacobson (1995) fue el primero en llamar la atención sobre el hecho de que Freud no se ocupó de la experiencia afectiva del individuo sano, ni tampoco de la regulación afectiva.

Para Damasio, ambas concepciones psicoanalíticas sobre los afectos son pertinentes, y pone énfasis en la complejidad de la noción de regulación, afirmando que los procesos de regulación no están sujetos necesariamente al ego o al self.

La aproximación psicoanalítica a la regulación afectiva reconoce la dificultad que entraña, en el sentido de que no es algo permanente (una vez conseguida, la regulación de los afectos no se mantiene de forma automática) y debe ser recuperada una y otra vez. Para comprender la regulación de los afectos es necesario entender la experiencia subjetiva. No siempre sabemos lo que sentimos; de hecho a veces sentimos cosas diferentes a la vez, y otras creemos que sentimos algo y luego resulta que sentimos algo más. Para los autores, la regulación es el centro básico del cambio que produce el tratamiento psicoanalítico; todo tratamiento psicoanalítico incluye el mantenimiento de la regulación afectiva.

Desde la teoría del apego, la regulación de los afectos es fundamental, ya que la relación entre el niño y su cuidador constituye en sí un vínculo afectivo. Pero también, para los autores, ha dedicado más espacio a la regulación que a los afectos en sí mismos.

El trabajo de Sroufe (1996) se ocupa de las emociones en el desarrollo; para él, las emociones surgen en la segunda mitad del primer año de vida (en contra de la teoría de las emociones básicas) y siempre a través de un cuidador. Antes de esta edad, las emociones tan sólo existen de una forma muy global e indiferenciada. Para este autor, en ese momento el niño deja de depender únicamente de lo que hace el cuidador para basarse en su interpretación sobre esa conducta y sobre la accesibilidad del cuidador.

Para Sroufe la regulación afectiva se basa en la capacidad para mantenerse organizado en momentos de tensión. Defiende que la regulación afectiva debe ser considerada como un tipo de autorregulación y que la autorregulación surge de la confianza en el cuidador, que se transforma en confianza en el propio self con el cuidador y, finalmente, en confianza en el propio self. La meta del apego es, según él, sentir seguridad.

Los autores apuntan cómo Cassidy (1994) propone la existencia de una conexión entre estilos de apego y regulación. Para él, el niño que tiene un apego ansioso/evitativo minimiza los afectos (sobrerregulación); el afecto no se expresa, pero existe. El clasificado como de apego ansioso/ambivalente incrementa los afectos (infrarregulación); el afecto se expresa en demasía. La persona con un apego seguro exhibe un tipo de regulación afectiva abierto y flexible.

Los autores creen que los defensores de la teoría del apego no han tenido muy en cuenta el primer sistema de respuesta emocional de LeDoux y Damasio, centrándose más en el segundo. La posición “funcionalista”, dentro de los teóricos del apego, destaca no sólo que los afectos están sujetos a regulación, sino también que sirven como reguladores (Fox 1994). Para nuestros autores, los teóricos del apego coinciden en su preocupación por entender de qué forma la experiencia afectiva contribuye a la adquisición de la autorregulación a través de la corregulación entre niño y cuidador.

Los autores de esta obra señalan que tanto el psicoanálisis como la teoría del apego reconocen la importancia de la regulación del afecto en la infancia, en la emergencia del self, y también en su necesidad para dar el paso de la corregulación a la autorregulación.

Fonagy (2001) comenta las diferencias entre el psicoanálisis y la teoría del apego con respecto a los afectos. Si bien en el psicoanálisis se siguen considerando como impulsos (fuerzas primitivas), alejados de nuestra conciencia, en la teoría del apego se consideran como adaptativos (la función reflexiva se encarga de que así sea). Además, los autores ponen de manifiesto que, aunque el psicoanálisis percibe la regulación afectiva como procesos difíciles de conseguir, en la teoría del apego se considera de una forma más optimista: el apego seguro demuestra que la regulación afectiva puede funcionar correctamente, de forma flexible y adecuada. Destacan, también, que mucha de la polémica entre ambas corrientes tiene su raíz en las distintas interpretaciones que se ha dado al término “regulación afectiva”.

Los autores proponen una perspectiva integradora en la que en el nivel más básico de regulación, ésta es equivalente a la homeostasis y tiene lugar fuera de la conciencia. Puede ser espontánea, pero puede ser también consecuencia de la elección.

En otro nivel, la regulación afectiva tendría lugar en conexión con las relaciones con otros, y nos permitiría elaborar afectos y comunicarlos. A este nivel, además de regular los afectos, ayudaría a la emergencia del self y a la autorregulación, y dependería en gran medida de los significados de los afectos para cada persona. La autorregulación puede conseguirse a través de los afectos (aunque no de forma necesaria).

La diferencia básica de este modelo con los tradicionales radica en que se considera que la cognición actúa sobre los afectos, pues la regulación afectiva tiene lugar mientras el sujeto permanece en el estado afectivo; estado que puede o no ser modificado por la regulación. Para los autores, es necesaria una contribución cognitiva a la regulación.

Destacan que la mentalización es una función específica de la regulación afectiva, que no ha sido descrita antes. En sus propias palabras: “La mentalización es la categoría superior que incluye la autorregulación. La función reflexiva, al igual que la autorregulación no se ocupa necesariamente de los afectos. Sin embargo, en la medida en que se ocupa de ellos, la experiencia afectiva será procesada de un modo más complejo. De la misma forma que la función reflexiva genera un nuevo interés en la mente propia, la mentalización de los afectos genera una relación nueva con los propios afectos” (pág. 96).

Los niveles de desarrollo del self

Los autores describen las cinco etapas de su modelo del desarrollo del self como agente, basado en la intersubjetividad; etapas que van desde el sentido de agencia físico y social en la infancia temprana, a la más madura consideración del self como agente mental en la infancia posterior. Los niveles de agencia del self serían:

- El self como agente físico: En este nivel las acciones se consideran provenientes de la fuerza del cuerpo y tienen un impacto causal en el ambiente.

Existe evidencia de que el niño nace con un sistema de procesamiento de la información que le permite, en los primeros seis meses de vida, representar su self corporal como objeto diferenciado del espacio, que puede iniciar acciones y ejercer influencia sobre el entorno. Este tipo de representación presupone la percepción de la causalidad que relaciona los agentes con las acciones por una parte, y las acciones con los resultados por otra.

Aun así, a este nivel no se distinguen los fines y los medios, lo que es un prerrequisito para entender las acciones intencionales dirigidas a meta en un marco teleológico. Este proceso incluye la capacidad de elegir de entre varias alternativas la acción que permita lograr la meta del modo más eficiente, dadas las limitaciones de la realidad, y esto lo consigue el niño alrededor de los ocho o nueve meses.

El self como agente social. Desde el nacimiento, las crías humanas interaccionan con sus cuidadores y estas interacciones tienen efectos en forma de reacciones conductuales y expresiones de emoción en los padres. Desde el principio, el niño muestra una clara sensibilidad hacia las demostraciones faciales y vocales de otros humanos, y una propensión a relacionarse afectivamente con sus cuidadores y a comunicarse con ellos. Según Gergely y Watson (1996), durante estas interacciones, los cuidadores reflejan las expresiones de los niños a través de gestos y vocalizaciones, para regular los afectos del pequeño.

Los autores explican que existen diferentes puntos de vista sobre el origen de estas interacciones tempranas:

1) El intersubjetivismo puro mantiene que el niño ya nace con los mecanismos necesarios para identificar y atribuir estados mentales a los otros en las primeras interacciones sociales. También defiende que, desde los primeros meses de vida, existe una amplia serie de estados mentales propios que son accesibles al bebé a través de la introspección, y que esos estados mentales son reconocidos por el niño como similares a los estados mentales de los otros y, por tanto, compartidos. Trevarthen (1979) denomina a este fenómeno “intersubjetividad primaria”.

2) Para otros intersubjetivistas más moderados, no es necesario apelar a la existencia de la intersubjetividad primaria para explicar esas interacciones afectivas y de imitación. Podría ser suficiente con pensar que el niño es sensible a la pérdida de control contingente, es decir, una vez que descubre que tiene cierto control sobre los estímulos (en términos del mantenimiento de los estímulos positivos y evitación de los negativos), intenta mantener este control a través de las interacciones con sus cuidadores; en caso de no lograrlo reacciona con frustración y malestar.

Otra objeción a los intersubjetivistas puros se basa en la asunción de que el mecanismo que identifica y atribuye a los otros determinadas intenciones y estados emocionales sea un mecanismo innato.  No hay evidencia de que los bebés sean capaces de discriminar emociones reflejadas a través de la expresión facial antes de los cinco o seis meses de edad (Caron, Caron y Myers 1985; Caron y MacLean 1988); tampoco hay pruebas de que tengan acceso a los estados subjetivos de los otros a través de los suyos propios cuando imitan acciones (Meltzoff y Gopnik 1993; Meltzoff y Moore 1989).

Numerosos investigadores de las emociones creen que los bebés no están preparados para diferenciar emociones y/o tampoco tienen acceso consciente a ellas durante los primeros meses de vida, y consideran que estas capacidades serían la consecuencia de los procesos que llevan a cabo los sistemas de organización del self (Fogel y otros 1992; Lewis y Granic 2000), o de una temprana socialización emocional en el intercurso de interacciones afectivas (Gergely y Watson 1996, 1999; Sroufe 1979, 1996), y también de cierto desarrollo cognitivo (Barret y Campos 1987; Kagan 1992; Lewis y Brooks 1978; Lewis y Michaelson 1983).

La postura intersubjetivista moderada representada  por Tomasello y su teoría de la simulación (1999), defiende que antes de los nueve meses los bebés no son capaces de distinguir ni comprender los estados emocionales  de otros al no ser capaz de hacerlo con los suyos propios. Aún así, esta postura también asume un mecanismo innato de identificación con otros sujetos humanos, pero este mecanismo sólo puede atribuir estados mentales subjetivos al otro, una vez que los de uno mismo son accesibles conscientemente al propio self. Este mecanismo tiene un valor adaptativo de identificación con la otra persona.

3) “En la alternativa, también intersubjetivista, de los autores de este libro la subjetividad en el bebé no es innata (ellos usan la expresión no starting-state); surge a partir de las interacciones que mantiene, ya que éstas facilitan el desarrollo de los mecanismos mentales básicos que permiten el establecimiento de dicha subjetividad.”

Watson (Gergely y Watson 1999) hipotetizó que alrededor de los tres meses de vida, en el niño se da un cambio madurativo –al cual presenta con la metáfora de un interruptor que se activa- que provoca que éste prefiera evitar lo que denomina contingencias perfectas, que son las que prefiere hasta esa edad. Las contingencias perfectas son las que se dan cuando una conducta del niño tiene relación sistemática con un evento externo. Parece ser que este cambio tiene lugar para alejarle de la autoexploración, en dirección a la exploración y representación del mundo social (lo que conlleva una preferencia por contingencias no perfectas o variadas).

Además, al parecer, el nivel de sensibilidad del cuidador influye en la velocidad a la que el niño adquiere la capacidad de ejercer un control sobre sus estados internos; madres sensibles, cálidas, entonadas con sus hijos podrían contribuir a que sus hijos adquiriesen esta capacidad antes que los hijos de las madres que no poseen estas características.

Para ellos, la función básica de las interacciones tempranas entre padres e hijos no es compartir los estados afectivos del otro, ni intentar descubrir sus intenciones; su mantenimiento podría explicarse como motivado por la búsqueda de proximidad a la figura de apego, por su contribución a la autorregulación afectiva del niño y al mantenimiento de sus sentimientos de eficacia causal (cuando ve que es capaz de controlar la conducta del padre); estas interacciones también pueden crear un ambiente en el que aprender las disposiciones de los otros, las intenciones y estados afectivos propios.

Por tanto, para Gergely y Watson, las interacciones afectivas tempranas más que proporcionar un medio de comunicación intersubjetiva entre niño y cuidador sirven de base a la intersubjetividad posterior, es decir son necesarias para el acceso introspectivo a distintos estados emocionales e intencionales del self.

Su teoría del biofeedback social del reflejo de afecto parental defiende que el niño adquiere la sensibilidad para distinguir los patrones internos de estimulación física y psicológica que acompañan a cada expresión emocional a través de la puesta en marcha del mecanismo de detección de contingencias entre su expresión emocional automática, por una parte, y la reacción afectiva facial/vocal del cuidador, por otra. Si la reacción del cuidador es disfuncional, los estados internos del niño serán confusos y difíciles de regular. Según esta teoría, la detección de contingencias sería el mecanismo fundamental en la identificación de objetos sociales y en el apego social temprano.

Los autores ponen de manifiesto que no hay evidencia de que las interacciones niño-cuidador en los primeros meses de vida impliquen una habilidad por parte del pequeño para tener acceso introspectivo a sus estados mentales o que los recapaciten para atribuir intenciones y sentimientos a la mente del cuidador. Si bien a través de estas interacciones, niño y cuidador pueden experimentar estados mentales similares, sería más apropiado llamarlo “intersubjetividad objetiva” ya que el niño no es consciente de estar compartiendo el estado subjetivo con el cuidador, ni siquiera de que el otro esté experimentando un estado mental.

En cuanto a en qué punto de la infancia comenzaría una interpretación intersubjetiva de la mente de los otros, sería a lo largo de la segunda mitad del primer año de vida; según algunos autores sería entre los nueve y los doce meses cuando adquieren las habilidades de atención compartida (Carpenter y otros 1998; Tomasello 1999).

El self como agente teleológico.  Sobre los ocho o nueve meses de vida tiene lugar una especie de revolución social y cognitiva. Los bebés empiezan a distinguir los medios de los fines, y las acciones de sus resultados; comienzan a modificar las acciones para ajustarlas a una situación nueva, a elegir entre distintas posibilidades de acción en cada situación, y a representar acciones como los medios que llevan a determinados fines. También comienzan a interpretar las acciones de los otros como racionales y dirigidas a una meta.

Teleológico significa que el niño observa que alguien, por ejemplo, usa un palo para desenganchar un objeto que está en lo alto, y en lo que piensa es en la relación entre el palo y el objeto elevado, en cómo el palo es el instrumento adecuado para lograr la meta de alcanzar el objeto, no en la intencionalidad que podría tener el que usa el palo.

Según Gergely y Csibra (1996; Gergely, Nadasdy, Csibra y Biro 1995), en la segunda mitad del primer año de vida la percepción que el niño tiene de los acontecimientos sociales es teleológica, ya que hace referencia a estados futuros como entidades que explican la interpretación de la conducta basada en el principio de “acción racional”. Los niños aplican la postura teleológica tanto a los humanos como a objetos.

Los autores aclaran las diferencias entre una explicación teleológica y una causal. La explicación teleológica es aquella en la que el elemento explicativo se refiere al resultado que es posterior a la acción; sin embargo, en una explicación causal, la condición necesaria es anterior a la acción. Además, otra diferencia radica en el criterio de aceptación que siguen: el resultado de la acción puede servir de explicación teleológica cuando justifica a la misma, es decir cuando se percibe como una forma adecuada de llegar a la meta. La explicación causal, por el contrario, elige una condición anterior que es necesaria para que se dé el resultado.

Gergely y Csibra (1997, 1998) proponen que en esta etapa el niño comienza a interpretar las conductas espaciales dirigidas a una meta en términos de la postura teleológica. Plantean también la hipótesis de que el niño inicialmente construye representaciones basadas en la realidad sobre acciones dirigidas a un fin, representaciones que no son ni mentalistas (no atribuyen al que actúa deseos ni creencias previos a la acción) ni tampoco causales.

Los autores demuestran que los sujetos que no pueden acceder totalmente a la postura intencional (ya sea por motivos biológicos o por experiencias sociales), siguen utilizando la postura teleológica en sus explicaciones sobre la conducta interpersonal.

La revolución social y cognitiva que se da a los nueve meses se manifiesta también en una serie de conductas comunicativas que incluyen habilidades de atención compartida, como el seguir la mirada del cuidador, el aprendizaje por imitación y los gestos imperativos y declarativos. 

La postura teleológica, al aplicar el principio de acción racional, permite una forma nueva y diferente de comprender simultáneamente las acciones propias y ajenas. Este modelo que presentan los autores no implica que sea necesario el conocimiento de uno mismo para conocer al otro.

Gergely y Csibra (1998) han demostrado cómo la información que el niño tiene sobre el agente puede modificar sus expectativas sobre el curso de acción que éste seguirá para alcanzar la meta, incluso si esta información se refiere a características del agente, que el niño no posee. En ausencia de información sobre el agente, el niño lo considerará como teniendo sus mismas características. La simulación se considera como una opción que se toma sólo si no se tiene información relevante sobre el otro.

Para ellos, por tanto, el sistema teleológico no requiere que se den representaciones mentales aún, es decir no conlleva necesariamente un conocimiento de la postura intencional, y para dar explicaciones incluyen sólo las representaciones propias de los estados de realidad presentes y futuros (no las de los otros). Esta postura sería una adaptación biológica desarrollada independientemente de la teoría de la mente para interpretar conductas racionales. No sería tan eficaz para explicar acciones intencionales en las que los estados mentales del agente se refirieran a hechos de ficción, o fingidos, o acciones basadas en creencias falsas.

Los autores describen dos tipos de disociaciones que apoyan la hipótesis de que la postura teleológica ha evolucionado de forma independiente a la capacidad de representar y atribuir estados mentales intencionales en los otros.

  • Hay importante evidencia experimental con niños autistas (Abell, Happé y Frith 2001; Aldridge, Stone, Sweeney y Bower 2000) que demuestra la existencia de una disociación en estos niños entre su capacidad (intacta) para interpretar de forma teleológica acciones dirigidas a una meta por una parte y su capacidad para realizar descripciones en el ámbito de la teoría de la mente e inferir estados mentales intencionales en los otros (que sí están afectadas).
  • La segunda disociación hace referencia a las habilidades de atención compartida que desarrollan los niños entre los nueve y los quince meses. Para Tomasello (1999) los primates carecen de la habilidad de identificarse con la experiencia interna de otros que se comportan como ellos, pero muestra evidencia de que los primates criados por humanos serían capaces de adquirir las habilidades protoimperativas de señalar algo para conseguirlo y la adquisición del aprendizaje por imitación; aunque no llegarían a adquirir otras capacidades como la de realizar gestos protodeclarativos o la enseñanza intencional. El señalar protodeclarativo ya implica un fin: el de cambiar el estado mental del otro para llamar la atención sobre algo, y conlleva al menos cierta atribución del estado mental del otro. Sin embargo el señalar protoimperativo y el aprendizaje por imitación podrían explicarse en un marco aún teleológico no mentalista (Gergely y Csibra 2000).

Los autores de nuestra obra advierten que es posible explicar estos hechos si admitimos que los primates carecen de la capacidad innata de representar estados mentales intencionales pero que pueden adquirir una postura teleológica no mentalista para interpretar acciones dirigidas a una meta. La diferencia clave entre las habilidades que los primates adquieren al ser criados por humanos y las que no llegan a adquirir radica en que las primeras son actividades dirigidas a un fin, que incluyen cambios visibles en la realidad física, mientras que las segundas (gestos protodeclarativos y la enseñanza intencional) conllevan un cambio no visible en el estado mental intencional del otro.

La postura teleológica estaría presente en niños normales de unos nueve meses de edad y también en primates y niños autistas; estos dos últimos grupos carecerían de la postura intencional.

El self como agente intencional: Hacia el segundo año de vida, los niños desarrollan una idea ya mentalista del sentido de agencia y construyen el self como agente intencional. La causa de las acciones pasa a estar en estados mentales anteriores. Reconocen cómo una acción puede cambiar las propiedades físicas y mentales del mundo. En el sentido más amplio, es la postura que da lugar a la continuidad de la experiencia del self, que es el soporte de una estructura del self coherente.

A esta edad el niño empieza a comprender que el otro tiene intenciones anteriores a la actuación y a atribuir intenciones a los agentes a través de la observación de la acción. Según los autores, “esto implica una capacidad de representar estados mentales intencionales (mentalismo) y la habilidad de predecir acciones dirigidas a un fin, a través de inferir intenciones implica la capacidad de pensar en términos de causalidad mental” (pág. 237).

Muestras de la adquisición de estas capacidades son el comienzo del uso de verbos que implican el deseo de tener o de hacer algo (Bartsch y Wellman 1995).

También se adquiere a esta edad la comprensión de que el deseo del otro puede ser diferente al de uno mismo (Repacholi y Gopnik 1997); y aparecen las conductas prosociales tras la atribución de estados emocionales subjetivos en el otro (Hoffman 2000; R. Thompson 1998; Zahn-Waxler y Radke-Yarrow 1990).

Los niños empiezan, entonces, a atribuir intenciones generalizadas y actitudes en los otros, y a regirse por el “principio de coherencia mental” (Dennett 1987), que asume que las intenciones de un agente son coherentes. En casos patológicos en los que los cuidadores proporcionan motivos para que el niño haga de forma general atribuciones contradictorias sobre ellos, el niño adquiere una teoría de la mente disfuncional, y pueden instaurarse patrones patológicos que incluyen desorganización y escisión en su desarrollo (Fonagy, Target y Gergely 2000).

El autoconcepto, o representación de sí mismo, que además de las propiedades físicas observables en el sujeto incluye propiedades intencionales generalizadas e inferidas socialmente, se crea a partir de las conductas y actitudes repetidas del cuidador y otras personas hacia el niño. Por ejemplo, numerosos autores coinciden en que en psicopatología, las autoatribuciones que son negativas pero irrealistas, provienen de los empeños del niño por racionalizar el maltrato o el abandono que ha sufrido por parte de sus figuras de apego. Estas internalizaciones negativas en la estructura del self pueden convivir con otras positivas sobre sí mismo.

El reconocimiento de uno mismo en el espejo, que se da alrededor del final del segundo año de vida, viene a ser un hito importante que unos autores interpretan únicamente como un avance en las habilidades perceptivas y motoras, mientras que otros (mentalistas más puros), defienden que implica la existencia de una conciencia del self y el logro de un autoconcepto, ambos ligados al entendimiento de los estados mentales intencionales de otros. Gergely (1994) y Mitchell (1993) lo han puesto en duda, argumentando que los primates y los niños autistas también reconocen su imagen en el espejo, y ambos grupos, como ya se ha comentado más arriba, carecen de una teoría de la mente. Povinelli cree que el hecho del reconocimiento en el espejo implica un conocimiento limitado del self, únicamente unido al presente, y que la construcción de un “self extendido” temporalmente, no llegará hasta los cuatro o cinco años de edad.

El self real o autobiográfico. Sobre los tres o cuatro años el niño adquiere la consideración del self como agente representacional, cuyas intenciones dan lugar a las acciones. La capacidad representacional para relacionar los recuerdos de las experiencias y actividades intencionales del self en una organización causal-temporal, será lo que lleve al establecimiento del self real o self autobiográfico.

Si bien la comprensión mentalista de los deseos se adquiere en torno a los dos años de edad, la comprensión de las acciones basadas en falsas creencias, es decir, la comprensión representacional de las creencias (teoría de la mente), se retrasa hasta los tres o cuatro años.

El sentido de ser un agente mental incluye sobre los cuatro años de edad las representaciones de diferentes tipos de estados mentales intencionales; el niño comprende cómo se relacionan causalmente, entiende la naturaleza representacional de esos estados mentales, y sabe que pueden generar acción y que están causados por experiencias perceptivas, verbales o inferencias.

No es hasta los cinco años de edad, que tiene lugar la organización autobiográfica de los recuerdos como experimentados personalmente.

Según Povinelli, los niños de menos de cuatro o cinco años tienen grandes dificultades para integrar experiencias relativas a sí mismos en una organización del autoconcepto causal coherente y permanente (Povinelli y otros 1995, 1996, 1999,1998).

Aunque el reconocimiento en el espejo, que el niño experimenta sobre los dos años, se ha considerado signo de la construcción de un concepto estable del self, Povinelli (Povinelli y Simon 1998) ha demostrado que hasta los cuatro o cinco años el niño, aunque es capaz de reconocerse en un video diferido, no logra integrar lo que ha ocurrido desde la grabación al momento actual, para saber que los cambios que ve en el video se han producido en sí mismo. Para Povinelli, el concepto de “self autobiográfico” surge sobre los cuatro años de edad como resultado de cambios en la capacidad representacional del niño; cambios referidos a la capacidad de mantener en la mente múltiples modelos del mundo de forma simultánea, mientras que con anterioridad el niño tan sólo tiene la habilidad de conservar una sola representación del mismo en su mente.  Así logra establecer un autoconcepto abstracto e histórico-causal (la postura autobiográfica), que reúne recuerdos de estados previos del self no relacionados entre sí y los engloba en una autorepresentación biográfica organizada y coherente.

Para los autores del libro, la detección de contingencias podría tener un papel fundamental en los casos de dificultades en la formación del self como agente.

En un extremo estarían los casos en los que, tal vez por motivos biológicos, hay una falta total de motivación para explorar contingencias no perfectas, lo que afecta enormemente el desarrollo social. Por ejemplo, los niños autistas no muestran interés alguno en las contingencias variadas (imperfectas) del mundo de las relaciones sociales (Gergely 2001b; Gergely, Magyar y Balázs 1999; Gergely y Watson 1999, pags. 125-130). De aquí derivarían otros síntomas como las estereotipias, intolerancia a variaciones leves en las rutinas, aversión a objetos sociales y la falta de habilidades para comprender la mente.

Hay casos menos graves, como algunos de apego disfuncional, por ejemplo, que también pueden favorecer una estructuración inadecuada del self. El desarrollo normal del self se puede ver comprometido por una ausencia de respuesta adaptativa coherente del cuidador, unido a la preocupación sólo por contingencias perfectas, provocando una tendencia a la disociación.

Desde su punto de vista, serían ambos -tanto los aspectos inadecuados de la respuesta del cuidador como la falta o disminución de motivación del niño por las contingencias sociales- los responsables de un desarrollo patológico del sentido de agencia del self. Algunas conductas interpersonales disfuncionales, asociadas con maltrato en la infancia y distintos tipos de trauma, merman la flexibilidad del niño.

Los autores añaden que “la impulsividad, la falta de regulación emocional y la predominancia de defensas primitivas pueden considerarse, o bien como una adaptación a procesos anteriores a la mentalización, o bien como intentos de la mente de adaptarse a sus capacidades limitadas, o a distintas combinaciones de estas dos posibilidades” (pág. 251).

La afectividad mentalizada

Los autores describen la afectividad mentalizada como un tipo complejo de regulación del afecto del sujeto adulto, a través de la cual se adquiere una comprensión de las experiencias afectivas propias, al mismo tiempo que la persona se mantiene en el estado afectivo. Puede incluso facilitar la adquisición de nuevos significados en un mismo afecto o, incluso, cambiar la naturaleza de los afectos. Su fin principal es promover el afecto positivo, aunque puede ayudar a aceptar y hacer frente al afecto negativo. Puede considerarse, según los autores, como un sentimiento de comodidad con la propia experiencia subjetiva, y está muy relacionado con el carácter de la persona.

Los autores consideran que la afectividad mentalizada consta de tres elementos, cada uno de los cuales englobaría de forma natural a los anteriores, aunque no siempre es así, es decir puede existir sin que se den los elementos anteriores.

  1. La identificación hace referencia al hecho de nombrar la emoción que uno siente. Una persona puede no tener claro lo que siente o incluso sentir una mezcla de afectos. Su dificultad mayor estriba en aquellos casos en los que hay vínculos entre afectos, por lo que la identificación, más allá de simplemente nombrar un afecto, incluye el discernir la relación que hay entre varios de ellos.
  2. La modulación de los afectos se refiere a ajustar el afecto que pueda estar alterado de algún modo, bien en intensidad, duración u otras alteraciones más sutiles. Su forma más compleja incluye la reevaluación de un afecto, es decir, reinterpretar el significado de un afecto en base a la propia biografía histórica.
  3. La expresión de los afectos, que puede ser interior o exterior. En su forma más básica podemos distinguir entre impedir la expresión del afecto o no hacerlo.

La expresión interior puede ser una estrategia que elija el individuo en los casos en los que no es conveniente la expresión exterior de los afectos. De hecho, la psicoterapia puede considerarse como una forma de experimentar con la expresión interior de los afectos, haciéndolo externamente pero en un ambiente contenido y seguro para el paciente.

La expresión exterior de los afectos demuestra su complejidad en aquellos casos en los que tiene en cuenta a los otros y, a menudo, incluye expectativas de cómo va a ser recibida la comunicación.

Hay circunstancias temporales que pueden impedir que la afectividad se mantenga, y esto ocurre con frecuencia en muchas personas cuando sienten el impacto de un afecto importante. La afectividad mentalizada empuja a que se tome cierta perspectiva sobre los asuntos, lo cual es complicado en momentos difíciles. Se puede lograr tener una afectividad mentalizada, pero lo que más dificultad entraña es mantenerla. En sus propias palabras: “La afectividad mentalizada nos permite ser humanos o irónicamente, llegar incluso a ser más humanos” (pág. 96).

Para los autores, cualquier forma de psicoterapia tiene el objetivo de alterar la relación del paciente con sus propios afectos; a mayor severidad de la patología, normalmente se da una menor afectividad. Creen que hay una gran similitud entre la afectividad mentalizada y lo que ocurre en psicoterapia psicoanalítica.

Los autores abogan por la existencia del concepto afectividad mentalizada como fenómeno clínico relacionado con la mediación de la experiencia afectiva, a través de la autorreflexividad, y hacen notar la necesidad de más estudios sobre la misma.

Casos clínicos

A continuación se resumen cuatro casos, en los que el clínico es Elliot L. Jurist

Teresa es una paciente que ha sido diagnosticada en diferentes momentos de las dos últimas décadas como esquizofrénica, bipolar y borderline.

Tiene dificultades para regular sus afectos, lo que le acarrea graves consecuencias en su vida familiar. Jurist la describe como teniendo “un sentido de agencia fragmentado” (pág. 447). Tampoco muestra interés alguno en comprenderse a sí misma. Carece de adecuadas habilidades para entender la mente de otras personas, en términos de comprenderlas y aceptarlas; pero es capaz de hacer comentarios enormemente perspicaces sobre ellas.

La rabia es el afecto predominante en sus manifestaciones. Es una persona cubierta de afecto negativo, a la que le cuesta tolerar cualquier insinuación de afecto positivo por parte del terapeuta.

El sentido del humor que exhibe da esperanzas a Jurist de que pudiera desarrollar cierta afectividad mentalizada, pero el tratamiento acabó interrumpiéndose de repente, por lo que no se llegó a saber hasta qué punto la logró.

Bennie es una persona con diagnóstico de esquizofrenia, que se muestra hipersensible en sus relaciones sociales. También tiene dificultades para entenderse a sí mismo, por la severidad de la enfermedad, que interfiere en su percepción de la realidad y de las intenciones de los otros.

Con este paciente, Jurist comenta que “no es esperable un nivel alto de afectividad” (pág. 451). Aún así, exhibe un rango de afectos que puede identificar y expresar, afectos positivos y negativos, aunque le resulta complicado mantener afectos positivos en sus relaciones sociales.

En el curso de la terapia, por ejemplo, revisando sus ideas referenciales, Bennie ha aprendido a distinguir mejor sus afectos y a modularlos, siempre en compañía del terapeuta. Aunque tiene momentos en los que demuestra poder reflexionar sobre sus afectos, el autor tiene serias dudas de que consiguiera lograr una plena afectividad mentalizada.

En las primeras fases de la terapia con Scott (llevaba en terapia cinco años), se puede decir que dominaba la ausencia de afectos. Solía omitirlos como si no formaran parte de su experiencia en absoluto. A veces, incluso tendía a confundir unos afectos con otros. Este paciente tiene problemas para identificar sus afectos y, presumiblemente, también para regularlos.

Es una persona con aptitudes artísticas y gracias a ello puede explorar lo que siente, pero en la distancia. Este es un factor que Jurist aprovecha para trabajar en la relación de Scott con sus afectos, utilizando el interés que muestra en el arte. A través de la representación externa que supone la pintura, Scott observa su mundo interior.

Con tendencia hacia los afectos negativos, su mundo interno le empuja a bloquear la experiencia de cualquier afecto positivo que pudiera tener.

Jurist comenta cómo la afectividad mentalizada ha surgido en el curso de la terapia con Scott; muestra de ello sería el hecho de que ahora es capaz de expresar sus afectos internamente, en aquellos casos, por ejemplo, en los que de hacerlo externamente, exacerbaría una situación violenta.

Rob es un joven sensible, brillante e introvertido que muestra una gran variedad de afectos. Es evidente la influencia de su familia, que tiende a minimizarlos y a evitar cualquier conflicto. A veces, la regulación no le funciona y la tristeza que siente se convierte en depresión (al terminar la relación con su novia), y su ansiedad, en fobia (a volar en avión).

Jurist piensa que este paciente tiene una buena capacidad de afectividad mentalizada con posibilidades de mejorar y, a medida que ha ido pudiendo aceptar sus sentimientos, su sentido de agencia ha crecido.

Muestra una clara tendencia a suprimir sus sentimientos (por ejemplo hacia el divorcio de sus padres) y a no permitir la expresión libre de sus afectos.

El trabajo de Jurist con este paciente se basó en trasmitirle la tendencia a dejarse llevar por lo que uno debería sentir más que quedarse en el cómo se siente en realidad.

 

 

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