aperturas psicoanalíticas

aperturas psicoanalíticas

revista internacional de psicoanálisis

Número 023 2006 Revista Internacional de Psicoanálisis en Internet

La búsqueda de integración o cómo trabajar como psicoanalista pluralista

Autor: Jiménez, Juan Pablo

Palabras clave

Babel psicoanalitica, Cambio de paradigma, Giro relacional, Integracion de modelos, Modelos operativos del paciente, Principios rectores basicos integradores.


"The search for integration or how to work as a pluralist psychoanalist" fue publicado originariamente en Psychoanalytic Inquiry, 25, 5, 2005. Copyright 2005, Melvin Bornstein, M.D.; Joseph Lichtenberg, M.D., Donald Silver, M.D. Traducido y publicado con autorización de The Analytic Press.

Traducción: Marta González Baz

En mi trayectoria profesional, he buscado la integración entre mi identidad como psiquiatra y como psicoanalista, dentro del pluralismo teórico existente en el psicoanálisis moderno. Habiendo sido formado dentro del enfoque kleiniano, exploraré la dolorosa brecha que experimenté durante mis formaciones paralelas como psicoanalista y como psiquiatra dinámico. Durante 5 años trabajé como psicoanalista e investigador en Alemania, y tomé contacto en gran medida con el mundo psicoanalítico, lo que me permitió definirme como pluralista. Al volver a Chile, descubrí que para sacar al psicoanálisis de su aislamiento académico eran necesarios cambios políticos y en la sociedad psicoanalítica así como cambios curriculares en mi instituto formativo. Finalmente, analizaré las conexiones existentes entre la ideología del pluralismo en psicoanálisis y sus aplicaciones en la clínica. Intentaré mostrar cómo la exploración de los procesos de inferencia del psicoanalista dentro de la sesión –la mente del psicoanalista en funcionamiento- demuestra que el analista funciona de hecho como un pensador artesanal. Esto significa que el pluralismo – es decir, el uso de más de un marco teórico y de diferentes niveles de abstracción y explicitación– es la manera en que trabaja “naturalmente” la mayoría de los psicoanalistas. Lo que probablemente varía es la autoconciencia, el alcance y el rango del pluralismo.

En una época de extrema diversidad de enfoques dentro del movimiento analítico, compartir historias profesionales puede favorecer la integración. Al comenzar el siglo XXI, somos testigos de la inquietud sobre la creciente fragmentación del conocimiento psicoanalítico (Fonagy y Target, 2003) y de la apariencia caótica del psicoanálisis moderno (Thomä, 2000). En este contexto, los esfuerzos de integración revisten gran importancia. Por cierto, mi propia experiencia personal y profesional sólo interesa en la medida en que ilumine problemas generales del desarrollo de la teoría y la práctica psicoanalíticas. El encabezamiento de este artículo resume en pocas palabras la perspectiva desde la cual he revisado mi trayectoria profesional.

Sinopsis de una carrera

Desde que hace 25 años entré como candidato al Instituto de la Asociación Psicoanalítica Chilena, nunca he dejado de ser participante activo y observador apasionado del desarrollo del psicoanálisis. A través de estos años he acumulado una experiencia que es producto de la interacción del analista trabajando con pacientes en el consultorio y del académico involucrado en labores de docencia e investigación. De este modo, el logro de una identidad profesional me ha exigido un permanente trabajo de reflexión e integración de las diferencias y controversias que plagan la relación del psicoanálisis con la psiquiatría y con el mundo académico. En mi calidad de psiquiatra académico, actualmente director de un departamento universitario, la tarea de integrar conocimientos de origen dispar es para mí una condición necesaria, en especial en la formación de psiquiatras y psicólogos principiantes. De mis estudios regulares de filosofía, que completé antes de entrar a estudiar medicina, heredé la necesidad de aclarar los puntos de vista epistemológicos involucrados en las discusiones. En esa época descubrí que en las ciencias sociales las soluciones novedosas suelen surgir como respuesta a preguntas hechas en las fronteras entre las disciplinas. Se me ocurre que mi nunca agotada fascinación por el psicoanálisis tiene que ver, precisamente, con su carácter fronterizo, en palabras de Carlo Strenger (1991), con un psicoanálisis “entre la hermenéutica y la ciencia”.

Las particulares condiciones históricas y sociales más ciertas peculiaridades personales en las que se ha desplegado mi desarrollo profesional han hecho la tarea de integración más ardua. Los últimos cuarenta años del siglo XX fueron en Chile especialmente convulsionados. A pesar de su lejanía de las metrópolis mundiales, Chile ha estado permanentemente expuesto a los vaivenes de los cambios económicos, sociales y políticos que determinan las tendencias mundiales. También nos tocó vivir unos agitados años sesenta, que cristalizaron en una reforma universitaria que movilizó agudamente a los jóvenes de esa época. Personalmente estuve muy comprometido en ese movimiento como dirigente gremial y político. En el marco de la ideología socialista y estimulados por una influyente Iglesia Católica que había renovado su compromiso por la justicia social después del Concilio Vaticano II, los de la generación de los sesenta soñábamos con una sociedad solidaria y sin pobreza. La escuela de medicina nos preparaba para ir a insertarnos en el sistema público, al servicio de los más pobres. Ciertamente nos habríamos sentido interpretados por las palabras que Freud pronunciara en Budapest en 1919:

"Puede preverse que alguna vez la conciencia de la sociedad despertará y le recordará que el pobre no tiene menores derechos a la terapia anímica que los que ya se le acuerdan en materia de cirugía básica. Y que las neurosis no constituyen menor amenaza para la salud popular que la tuberculosis y por lo tanto, lo mismo que a esta, no se las puede dejar libradas al impotente cuidado del individuo perteneciente a las filas del pueblo” (p. 167).

Pero, con la instauración en 1973 de una brutal dictadura militar, la orientación de Chile cambió. Debimos podar nuestros ideales y volver a ser alumnos obedientes para concentrarnos –asustados y sintiéndonos culpables por no haber podido impedir el derrumbe de la democracia–, en el estudio de la ciencia, de la cultura y de las tecnologías oficiales. En ese período me formé como psiquiatra y como psicoanalista. Junto a mis compañeros, publicamos un artículo que llamamos, sugestivamente, "Regresión y persecución en la formación analítica" (Bruzzone y col., 1985), sin tener plena conciencia del desplazamiento del significante. El abismo que percibía entre la formación psicoanalítica y la realidad profesional se me hacía aún más doloroso, desde el momento en que parte de mi actividad diaria la pasaba como psiquiatra en un pabellón de pacientes crónicos en un viejo hospital estatal.

Al terminar mi formación tuve la oportunidad de ir a trabajar por cinco años a un centro de investigación en Psicoterapia y Psicoanálisis en la Universidad de Ulm, Alemania. Allí se me reveló un psicoanálisis en movimiento y ebullición, con altos niveles de autocrítica, insertado en el mundo de la cultura y respetado socialmente. Me maravillé con la investigación clínica y empírica, con la crítica epistemológica a las ideologías psicoanalíticas. Logré articular mis estudios de filosofía con la teoría y la práctica del psicoanálisis. Profundicé en la controversia del psicoanálisis como ciencia empírica y como hermenéutica profunda. Encontré un movimiento psicoanalítico diverso donde había muchas luminarias. Aprendí a apreciar a aquellos que, sorteando fuertes resistencias, buscaron construir una técnica psicoanalítica flexible y adaptativa, centrada más en las necesidades del paciente que en la idealización del analista y de su quehacer. Allí caí en la cuenta que los problemas del psicoanálisis son más metodológicos que epistemológicos y que es posible volverse a la realidad clínica cuestionándola de otra manera, con una teoría más explícita, con una reflexión más transparente y menos ideologizada. Aprendí a valorar la búsqueda consensual de referentes observables de nuestras afirmaciones teóricas. Finalmente, llegué a la conclusión de que podemos contar con un cuerpo de teoría de la técnica que no surja solamente de la cabeza de algunos lúcidos líderes clínicos, sino también del estudio sistemático de la práctica psicoanalítica real.

Desde que en 1990 volví a mi país he estado comprometido con el trabajo institucional psicoanalítico, preocupado de la selección de postulantes, de analizar candidatos, de supervisar y conducir seminarios teóricos y, durante el último tiempo, de colaborar en una reforma curricular necesaria. Durante los años noventa participé activamente en política psicoanalítica, llegando a ser presidente de mi sociedad y miembro del Executive Council de la Asociación Psicoanalítica Internacional (IPA), como representante por Latinoamérica. En mi trabajo universitario he dedicado especial preocupación al diálogo entre psicoanálisis y psiquiatría y a la formación de psiquiatras y psicólogos principiantes, introduciéndolos al arte de la terapia psicoanalítica.

Contra este trasfondo biográfico, reseñaré en lo que sigue las principales etapas de mi desarrollo psicoanalítico, poniendo el énfasis en temas generales que atañen a la teoría y a la práctica del psicoanálisis. Terminaré presentando un modelo –el analista como pensador artesano- que pretende arrojar alguna luz sobre cómo trabaja la mente de un pluralista.

La brecha entre la formación como psiquiatra dinámico y como psicoanalista

Después de haber asistido en la Escuela de Medicina a un curso de psiquiatría dictado por psicoanalistas (que años después llegaron a ser mis colegas en la Asociación Psicoanalítica Chilena) fui, durante tres años, paciente de una terapia de grupo de orientación psicoanalítica que me ayudó a resolver algunos conflictos que arrastraba desde mi adolescencia. Mi interés por el psicoanálisis y mi decisión de especializarme en psiquiatría estaban entonces bien asentados. Sin embargo, los dos primeros años de residencia los hice en un grupo universitario muy influido por la psiquiatría alemana en su versión fenomenológica, según había sido desarrollada en especial por la escuela de Heidelberg. El ambiente en ese grupo era relativamente hostil al psicoanálisis. Muchos de sus miembros eran antiguos discípulos de Ignacio Matte-Blanco, fundador de la Asociación Psicoanalítica Chilena e introductor en Chile de la orientación dinámica en psiquiatría. La relación de esos ex discípulos con el fundador había sido muy conflictiva y, como resultado, se habían alejado del psicoanálisis convirtiéndose en agudos críticos de él. Esto me enfrentó de partida a una polarización donde era difícil encontrar puentes que satisficieran mi necesidad de integración. Con todo, de esa época conservo como valioso el aporte del método fenomenológico al psicoanálisis, pues aprendí una manera de observar y de acercarme a los fenómenos clínicos con un cierto desapego de las teorías, que me guía hasta el día de hoy. La influencia de ese primer aprendizaje ha cristalizado recientemente en mi trabajo “Una fenomenología psicoanalítica de la perversión” (Jiménez, 2004).

Mi formación como psiquiatra la terminé junto al grupo que me había enseñado psiquiatría dinámica en la escuela de medicina, pero nunca abandoné totalmente el punto de vista de la psiquiatría clásica. Además, mi labor como psiquiatra interconsultor en un hospital general, en especial en los servicios de medicina interna y neurología, despertó en mí un gran interés en estudiar la articulación de los distintos modelos que se aplican en psiquiatría y el asunto de la multicausalidad en psiquiatría dinámica (Jiménez, 1979).

Cruzando la frontera con la neurología

El trabajo como interconsultor en el servicio de neurología me llevó a interesarme en el tratamiento psicoterapéutico de pacientes epilépticos focales resistentes al tratamiento anticonvulsivante. En los muchos casos de epilepsias focales resistentes que traté psicoterapéuticamente encontré que los conflictos inconscientes y ciertas dinámicas familiares constituían un factor que impedía la acción anticonvulsivante de la medicación (Jiménez, 1984). En los casos tratados, añadir psicoterapia a la medicación disminuía la frecuencia de las crisis, o simplemente las extinguía. Ciertamente, no sería adecuado hablar aquí de psicogénesis de las crisis convulsivas. Sin embargo, la psicoterapia actúa mediante la interpretación y la elaboración de los conflictos inconscientes que forman parte de la situación desencadenante, previniendo así la repetición de las crsis. Este hallazgo produjo un gran impacto en mi manera de concebir la acción terapéutica del psicoanálisis, al destacar la importancia del análisis de los factores desencadenantes actuales y del trabajo interpretativo en el presente (inconsciente), dentro y fuera de la transferencia. Años después desarrollé un modelo de terapia psicoanalítica focal de objetivos limitados, cuyo énfasis está puesto precisamente en el trabajo interpretativo de la dinámica inconsciente de la situación desencadenante y en los factores que mantienen los síntomas (Jiménez, 1995). En esa época, sin embargo, yo no sabía que con ello me acercaba a la tradición interpersonalista en psicoanálisis.

Pero, mi trabajo con epilépticos duró poco. Revisando la literatura, constaté que el temprano interés psicoanalítico por el estudio de la epilepsia, en el que destacaron Freud, Stekel, Pierce Clark, Kardiner, Greenson y, en Latinoamérica, Pichon Rivière, fue rápidamente abandonado. Es probable que este interés fuera más bien teórico, en el sentido de buscar probar los aspectos económicos de la teoría de la libido. Impresionados por la descarga energética en las crisis epilépticas y buscando entender las crisis de descarga emocional, la tendencia a la actuación, la compulsión a la repetición, etc., estos autores pueden haber visto en la epilepsia un buen ejemplo de la teoría. El progresivo abandono de la teoría de la libido, la falta de efectividad del tratamiento puramente psicoterapéutico, así como la aparición del EEG, hizo que el interés por el estudio psicoanalítico de la epilepsia decayera enormemente en la década de los cuarenta. Al notar que ni psicoanalistas ni neurólogos se interesaban en el estudio psicodinámico de la epilepsia, yo también abandoné ese campo de investigación clínica. Actualmente pienso que la brecha entre psicoanálisis y neurociencia era en ese tiempo demasiado amplia, situación que ha empezado a revertirse en los últimos años (Kandel, 1999; Solms, 2004). Estoy seguro que este reencuentro hará del estudio psicoanalítico de condiciones neurológicas un ámbito nuevamente interesante.

En todo caso, mi preocupación por la integración de perspectivas diversas era muy intensa en esa época. En la introducción al texto de psiquiatría que editamos con mi profesor de esa época (Gomberoff y Jiménez, 1982) y que reunió a cuarenta especialistas de distintas orientaciones en psiquiatría, escribí algo que creo es muy aplicable a la situación actual del psicoanálisis:

Un riesgo muy importante que enfrenta un libro como éste reside en la diversidad de perspectivas desde las cuales se desarrollan los distintos temas que incluye. Es legítimo preguntarse si acaso en psiquiatría es posible encontrar un punto de vista, un método, un modelo de pensamiento, común, básico y fundamental, compartido por las diversas tendencias y escuelas psiquiátricas. La respuesta inmediata parece ser negativa: Actualmente nuestra especialidad no tiene un corpus teórico-práctico suficientemente coherente y abarcativo que deje obsoleta la muchas veces apasionada disputa escolástica. Sin embargo, surge la pregunta: ¿Por qué, a pesar de las diferencias teóricas y prácticas, los psiquiatras de distintas orientaciones seguimos viéndonos como psiquiatras y no como otra cosa? ¿Qué es aquello que compartimos y que es responsable en última instancia de la identidad de nuestra especialidad? ¿Existe un punto de vista psiquiátrico común? ... La respuesta a estas interrogantes es compleja y aún parcial [p.13, las cursivas son mías].

En este texto basta cambiar la palabra psiquiatría por la de psicoanálisis para constatar la actualidad de la afirmación. Pero, a continuación, en el mismo texto, hay otra reflexión totalmente actual para nuestra disciplina:

No podemos contestar [a estas cuestiones] desde una perspectiva solamente teórica. Debemos reflexionar sobre la práctica, sobre aquello que realmente hacen los psiquiatras. Esto es complicado, pues lo que un especialista dice que hace, la mayoría de las veces corresponde a aquello que idealmente quisiera hacer” (p.13).

Después de revisar las condiciones que deben ser cumplidas para trabajar con modelos diferentes desde distintas series causales (biológicas, psicológicas y sociales), termino esa introducción afirmando que

En nuestra especialidad, los dogmatismos teóricos no están al servicio del progreso del conocimiento, puesto que todos los modelos son abiertos, vale decir tienen puntos de contacto. Esto no quiere decir que sea fácil pasar de un modelo a otro sino, por el contrario, esto es problemático, aunque, por el momento, no visualicemos otra manera de hacer psiquiatría [p.22].

Esta postura antidogmática, impuesta por la fuerza de una realidad diversa, me llevó, ya en esa época, a definirme como pluralista, entendiendo por tal no sólo alguien que acepta la inescapable diversidad de los modelos teórico-prácticos en psicoanálisis, sino esencialmente como alguien que, desde una actitud reflexiva y racional, busca trabajar con los diferentes modelos manteniendo una coherencia que maximice la sinergia y evite la iatrogenia. No se trata entonces de un ilegítimo eclecticismo ateórico. Durante el período en que fui médico jefe de un pabellón de pacientes internados en el Hospital Psiquiátrico de Santiago puede aplicar esta concepción pluralista en la constitución del equipo tratante y en la planificación de actividades que incluían medidas administrativas, biológicas, conductuales y psicosociales en la atención de los pacientes. La comprensión dinámica del conjunto, inspirado en la psicología social psicoanalítica y en la teoría de sistemas, permitió, como meta-modelo, articular decisiones provenientes de enfoques y perspectivas diferentes (Jiménez y Riquelme, 1983). Durante el tiempo que duró la experiencia, una psicóloga externa condujo semanalmente una sesión de grupo con el equipo tratante, cuyo objetivo fue entender, a partir de la dinámica del “aquí y ahora”, las dificultades que, como ansiedades o fantasías colectivas, se oponían a la consecución de la tarea primaria del equipo.

 

Una formación psicoanalítica aislante

Mientras me formaba como psiquiatra empecé mi análisis personal, que pronto se transformó en didáctico, después de ser aceptado como candidato para formación psicoanalítica. De mi análisis personal y didáctico, que en conjunto duró 10 años, puedo decir que constituyó una de las empresas más importantes de mi vida pues, más allá de su efecto curativo, simplemente cambió en un sentido positivo la manera de relacionarme conmigo y con el mundo. Sin embargo, con la perspectiva que da el tiempo, no puedo dejar de constatar que, en conjunto con el resto de la formación psicoanalítica, el análisis didáctico hizo más difícil y dolorosa la labor de integración con actividades que no fueran mi trabajo como psicoanalista. Como probablemente en esa época era el caso en todas partes, el análisis didáctico, los seminarios clínicos y teóricos estaban infiltrados, a veces de manera no muy sutil, por el objetivo de lograr la llamada “identidad psicoanalítica”. Para esto había que diferenciar nítidamente entre psiquiatría y psicoanálisis y entre psicoanálisis y psicoterapia. Dicho llanamente, se estimulaba el “espléndido aislamiento”. Además, pienso que en el grupo formador dominaba una concepción monista, es decir, el supuesto de la existencia de una verdad psicoanalítica “única”. La ilusión monista sólo puede sostenerse desde una postura dogmática, sea ésta entendida en cualquiera de las siguientes dos acepciones: (1) como la confianza absoluta –que no deja lugar a las dudas razonables– en el conocimiento logrado a través del método psicoanalítico clínico y en la efectividad de tal conocimiento en el trato diario y directo con los pacientes y (2) como la completa sumisión –sin examen personal– a unos principios o a la autoridad que los impone. En nuestro caso, debimos someternos a la manera kleiniana de hacer psicoanálisis. Las demás orientaciones prácticamente no se enseñaban o eran sutilmente descalificadas como no psicoanalíticas. Felizmente la situación ha cambiado y actualmente el currículo formativo de nuestro instituto se distingue por su pluralismo.

En este contexto se entiende que en los primeros párrafos del artículo (Bruzzone y col., 1985) que escribimos en conjunto con nuestros compañeros de formación, destaquemos “la presencia de un sentimiento constante de transitar un camino particularmente doloroso” (p.12). Los aspectos regresivos y persecutorios, inducidos por la formación, interferían significativamente con una experiencia personal y pedagógica adecuada, pues descalificaban los logros profesionales que habíamos alcanzado anteriormente. Se ha escrito mucho sobre la necesidad de llegar a una “ruptura epistemológica” en la formación psicoanalítica para alcanzar la identidad psicoanalítica. Con todo, sigo creyendo que si bien algunas de las vicisitudes pueden ser parte de una etapa necesaria e ineludible de la formación, hay características estructurales del sistema formativo que acentúan las dificultades y, lo que es más grave, que han sido responsables del creciente aislamiento de los psicoanalistas durante la segunda mitad del siglo veinte. Actualmente creo que la fuente principal de las dificultades reside en el especial lugar del análisis didáctico dentro de la formación. Pienso que el análisis personal debiera ser, precisamente, un asunto personal del candidato, que no tenga nada que ver con el resto de la formación. En la formación de psicoterapeutas psicoanalíticos que hacemos en el departamento universitario que dirijo recomendamos fuertemente la psicoterapia o el psicoanálisis personal, como una instancia de autoconocimiento imprescindible para quien quiera trabajar psicoanalíticamente con personas, pero pensamos que las habilidades psicoterapéuticas propiamente tales se aprenden en los seminarios y en las supervisiones, no en los análisis personales. La argumentación es obvia: por un lado, hay muchas personas bien analizadas que no son terapeutas o que llegan a ser malos psicoanalistas y, por el otro, hay psicoanalistas talentosos que tuvieron poco o mal análisis personal. Detrás de la hipertrofia del análisis didáctico hay a mi entender una enorme idealización del método psicoanalítico, que ha hecho gran daño al psicoanálisis en su conjunto (Jiménez, 2001a). En todo caso, esta es una controversia muy actual dentro del movimiento psicoanalítico.

La presión que creaba en mí la brecha entre el psiquiatra académico trabajando en un hospital público y el psicoanalista en práctica privada me condujo a buscar una manera de superarla. La reflexión epistemológica, apoyada en mis estudios previos de filosofía, cultivó en mí una insatisfacción creciente con el método clínico como la única vertiente de logro de conocimiento en psicoanálisis y me llevó a interesarme en la incipiente investigación empírica en psicoanálisis. De este modo, en 1985, después de haber finalizado mi training analítico y con la ayuda de una beca de la Fundación Alexander von Humboldt me trasladé con mi familia a Ulm, Alemania, para desarrollar un proyecto de investigación sobre proceso psicoanalítico con metodología empírica en la Universidad de Ulm, junto a los profesores Helmut Thomä y Horst Kächele. Al partir a Europa no sabía que un viaje de un año se prolongaría por cinco.

 

Trabajando en una cultura y un idioma extranjeros, o el descubrimiento de la amplitud del mundo psicoanalítico

El impacto de la investigación empírica

La investigación empírica de proceso, que realicé en el caso Amalia, almacenado en el banco de datos de Ulm, produjo un impacto sobre mi manera de concebir la teoría y la práctica del psicoanálisis, que sigue siendo significativo después de 20 años. En la fase preparatoria de mi investigación sobre Amalia pasé meses escuchando las grabaciones magnetofónicas de las sesiones de análisis de Amalia, conducido por Thomä. Me familiaricé con el estilo coloquial de Thomä, con su particular estilo de intervenir, sus titubeos y vacilaciones, su manera poco autoritaria de proponer las interpretaciones. Fue una experiencia aleccionadora. Muchas veces me pregunté como era posible que alguien analizara de una manera tan diferente a la que yo suponía era la regla. Frecuentemente me decía: ¿Por qué no interpreta esto o aquello? o ¿de dónde sacó esa idea? Mi formación había sido marcadamente kleiniana y pensaba, con Etchegoyen (1986), que “la tarea del análisis consiste, en gran medida, en detectar, analizar y resolver la angustia de sepración y que las interpretaciones que tienden a resolver estos conflictos son cruciales para el progreso del análisis” (p.528). Pero Thomä parecía no dar demasiada importancia a tales intervenciones. Buscando probar empíricamente la hipótesis de que la evolución de la reacción transferencial de Amalia a las interrupciones del tratamiento era un indicador del cambio estructural alcanzado por el paciente a lo largo del proceso, me encontré con la sorpresa que la reacción a las interrupciones había sido escasamente interpretada, y en todo caso de manera no sistemática, pero que, a pesar de ello, esta reacción transferencial sí había evolucionado como lo predice el modelo de “pérdida-separación”, en sus diversas formulaciones dentro de las diferentes escuelas de pensamiento psicoanalítico (Jiménez, 2000).

Esta experiencia me mostró, de manera convincente, que las teorías simples y monocausales acerca de cómo y porqué se produce el cambio en psicoanálisis pueden ser intelectualmente muy atractivas, pero son probablemente inexactas y no hacen justicia a la complejidad de los fenómenos clínicos. Luchando con sentimientos de estar traicionando a mi analista, abandoné definitivamente la ilusión de ser “kleiniano” y me entregué a las complejidades que significa definirse como un psicoanalista pluralista.

Traductor psicoanalítico

El encontrarme en un grupo con una tradición psicoanalítica diferente hizo que volviera sobre los conceptos aprendidos durante mi formación en Chile. La traducción al español, junto a mi mujer, del libro en dos volúmenes de técnica psicoanalítica de Thomä y Kächele (1989, 1990) me permitió adentrarme en las controversias psicoanalíticas contemporáneas. Esa obra, marcadamente crítica, me obligó a una lectura reflexiva que cuestionó muchos de mis conocimientos adquiridos previamente. A partir de la teoría de relaciones de objeto, la teoría de la técnica propuesta por sus autores se desarrolla en el sentido de lo que a partir de la obra de Greenberg y Mitchell (1983, también Mitchell 1988) se ha llamado el “giro relacional” del psicoanálisis. El punto de vista desde el cual se revisa la técnica de tratamiento es precisamente el de la “contribución del analista”. En diversos trabajos, desarrollé mi propio “giro relacional” e intersubjetivo (Jiménez 1988; 1989; 1990; 1992; 1993). Releyendo esos trabajos me topo con el hilo conductor de esta presentación, esto es, con la búsqueda de integración entre las distintas escuelas psicoanalíticas y entre el psicoanálisis y las disciplinas vecinas, en especial, la investigación empírica sobre proceso psicoanalítico y su resultado, y la investigación en la relación temprana madre-infante.

Psicoanálisis y política

De entre todos los trabajos publicados en esa época, sin embargo, hay dos que tuvieron especial importancia en mi desarrollo psicoanalítico. El primero fue motivado por el choque cultural y político con el ambiente psicoanalítico alemán. Mis colegas alemanes no podían entender cómo era posible trabajar en un país regido por una dictadura militar como la de Chile en ese momento. A propósito de las continuas preguntas y cuestionamientos que se me hacían, me di cuenta gradualmente que los psicoanalistas alemanes identificaban a Pinochet con Hitler, proyectando así en mí persona todas las dudas y reproches hacia los psicoanalistas que no emigraron de la Alemania nazi. Habiendo dejado mi país y encontrándome en un medio psicoanalítico en el que las preguntas políticas eran tan importantes tuve que reflexionar sistemáticamente sobre mi trabajo como psicoterapeuta y psicoanalista en Chile (Jiménez, 1989). Estas preguntas eran totalmente impensables en la Asociación Psicoanalítica Chilena en esa época, aunque el tema había sido ampliamente debatido en el medio psicoanalítico latinoamericano. Al intentar responder la pregunta de cómo reacciona la díada psicoanalista-paciente en un medio políticamente tan adverso como el de una dictadura represiva de derechas, definí psicoanalíticamente la “realidad social” como un juicio compartido, consciente o inconscientemente, por el analista y el paciente sobre la realidad externa. Así llegué a definir la realidad intersubjetiva como aquella realidad psíquica compartida por paciente y analista que cabalga entre la realidad externa y la realidad propiamente interna, idiosincrática y no compartida.

Fue esta misma concepción diádica la que me permitió reinterpretar el concepto kleiniano de identificación proyectiva como un proceso primariamente interactivo e intersubjetivo (Jiménez, 1992). El destino de una interacción particular entre paciente y psicoanalista, que puede terminar finalmente en el fenómeno clínico que se describe como identificación proyectiva no depende sólo del paciente y su psicopatología sino, de manera crucial, de la capacidad del analista de entenderla e incorporarla dentro de un contexto de significado más amplio y, de este modo, de quitarle su carácter intrusivo. Recurriendo a la crítica conceptual y epistemológica y a ilustraciones clínicas, mostré cómo a lo largo de un proceso psicoanalítico las identificaciones proyectivas pierden fuerza, esto es, dejan de ser reconocidas como tal por el analista, en virtud de la capacidad de éste de incorporarlas a la realidad psíquica compartida, es decir, a la realidad intersubjetiva.

Entre la confusión de lenguas y el don de lenguas

Con todo, fue simplemente el hecho de trabajar como psicoanalista en Alemania –esto es, en un país y en una lengua extranjera– lo que terminó de poner en cuestión las convicciones psicoanalíticas aprendidas en mi formación. En un trabajo reciente (Jiménez, 2004b) trato de responder la siguiente pregunta: ¿Cómo fue posible que, a pesar de mi conocimiento imperfecto del idioma alemán –conocimiento que sin duda aumentó con el tiempo–, haya podido tratar exitosamente a tantos pacientes? La conclusión, nuevamente, fue que las diferencias de origen, cultura e idioma materno con los pacientes fueron superadas por las identificaciones recíprocas establecidas, por las similitudes, en definitiva, por los estados afectivos compartidos que definen el match entre analista y paciente. En concordancia con los hallazgos de la investigación en relación temprana madre-bebé, mi experiencia de trabajar psicoanalíticamente en un idioma extranjero pone en cuestión el lugar privilegiado en que tradicionalmente el psicoanálisis ha colocado al intercambio verbal. El establecimiento con mis pacientes de un vínculo no verbal e intersubjetivo, amodal e implícito, que creo condujo al éxito terapéutico, tuvo escasa relación con la posibilidad de entendernos verbalmente en alemán. Entiendo esta experiencia como un experimento que se dio naturalmente y que confirma las hipótesis de cambio postuladas por muchos autores actuales (Stern y col., 1998; Fonagy 1999).

                                                                                                                        

No existe integración del conocimiento psicoanalítico sin democratización y apertura mental en la institución psicoanalítica

Después de 5 años de productivo trabajo en Alemania, y después del retorno de la democracia a mi país, decidimos volver a Chile. Poco antes de mi partida, Helmut Thomä predijo que mi moratoria terminaría con mi vuelta a Chile, pues debería dedicarme a trabajar en la institución psicoanalítica. Eso fue así, primero fui dos años secretario y después cuatro años presidente de la Asociación Psicoanalítica Chilena. Fui uno de los miembros fundadores de la Casa de Delegados de la IPA y representante de ella en el Executive Council. Mis tareas de dirección culminaron con la organización del 41º Congreso Psicoanalítico Internacional realizado en Santiago de Chile en 1999.

Pero la reinserción en el medio psicoanalítico chileno y latinoamericano no fue fácil. Me precedía la fama de “investigador empírico” y, en esa calidad, se me pidió representara a mi sociedad en el congreso latinoamericano de psicoanálisis que se realizó en Río de Janerio en agosto de 1990, a pocos días de mi vuelta a Chile, participando en una mesa redonda sobre investigación en proceso psicoanalítico. Mi presentación fue breve y concisa: siguiendo las reglas del “ascetismo cognitivo” expuestas por Wittgenstein en su Tractatus, donde sostiene que lo que puede ser dicho, debe serlo con claridad, y sobre aquello de lo que no podemos hablar debemos pasar en silencio, hablé sobre las condiciones que debían ser satisfechas para investigar en proceso psicoanalítico. Planteé que debíamos tomar decisiones sobre el asunto de la definición de los datos relevantes, sobre la recolección de los mismos, y sobre su elaboración y análisis. Nunca me había enfrentado a una audiencia que reaccionara tan agresivamente. El auditorio estaba irritado y vociferante, se me dijo que había abandonado el psicoanálisis, que era un positivista trasnochado que, por cierto, estaba más cerca de Wundt que de Freud, que mataba la poesía en la terapia, que era un fascista, en fin, que me había identificado masivamente con Pinochet. En esa ocasión pude palpar la enorme brecha existente entre las distintas culturas y sensibilidades psicoanalíticas, en especial en lo referente a la valoración de la investigación empírica, y aprendí que debía ser cauteloso y paciente, que el medio latinoamericano tendría que recorrer un largo camino para salir del aislamiento académico. Comprendí también que debía trabajar para crear las condiciones que favorecieran tal desarrollo.

Abrir la institución psicoanalítica al mundo exterior

Antes de plantear reformas que democratizaran la institución psicoanalítica o cambios en el currículo formativo que instauraran una visión pluralista del psicoanálisis, era necesario sensibilizar a los psicoanalistas, en especial a los más jóvenes, sobre la necesidad de los cambios. Sabiendo que la lejanía de los centros mundiales fomenta la idealización, realizamos en Santiago (1994) el simposio anglo-latinoamericano de psicoanálisis. Nos visitaron representantes de los tres grupos de la sociedad británica y pudimos conocer de cerca las concordancias y discrepancias dentro del psicoanálisis británico. Fue la misma idea de abrirnos a la comunidad psicoanalítica internacional la que nos llevó a aceptar inmediatamente la proposición de Horacio Etchegoyen, por entonces presidente de la IPA, de realizar en Santiago el 41º Congreso Psicoanalítico Internacional. El congreso fue abierto a los profesionales y estudiantes de salud mental; un número importante de los participantes fueron jóvenes estudiantes de psicología y psiquiatría.

Investigación en psicoanálisis y psicoterapia

A principios de los noventa (1992), y con el estímulo de Ken Howard (Chicago) y Horst Kächele (Ulm), nos reunimos un pequeño grupo de psicoanalistas de Argentina, Uruguay y Chile, para formar el capítulo sudamericano de la Society for Psychotherapy Research. Actualmente, este capítulo reúne a psicoterapeutas de distintas orientaciones y ha sido un importante lugar de diálogo entre psicoanálisis y otras orientaciones terapéuticas. De ese grupo inicial, y en algo más de diez años de desarrollo, se ha formado un pequeño pero significativo grupo de psicoanalistas que trabajan en investigación en Latinoamérica y que conforman el comité de investigación de la Federación Psicoanalítica Latinoamericana (FEPAL). En mi país, junto a otros psiquiatras psicoterapeutas formamos en esos años el Comité de Psicoterapia de la Sociedad Chilena de Psiquiatría. Frente al boom de los tratamientos biológicos, fue éste un paso importante, pues con ello se reconoció que la psicoterapia es una herramienta terapéutica imprescindible en psiquiatría. Siendo de orientaciones terapéuticas diferentes, empezamos a discutir en conjunto trabajos de investigación.

Así, por ejemplo, el primer año exploramos la alianza terapéutica y su impacto en el resultado de la psicoterapia. El concepto de alianza terapéutica, originalmente psicoanalítico, ha demostrado ser un constructo teórico-técnico tremendamente fructífero en toda forma de psicoterapia. El impacto de la alianza terapéutica en los resultados se ha estudiado no sólo en las terapias dinámicas, sino también en las conductuales, las cognitivas y las humanistas, en las terapias de niños, de pareja y de grupo, y también en farmacoterapia. Valga esto como un indicador, no sólo del carácter genérico y transversal del concepto de alianza terapéutica, sino también de los avances en el diálogo entre psicoanálisis y otras orientaciones psicoterapéuticas que ha sido posible, en gran medida, gracias a los puentes que ha tendido la investigación empírica. Desde hace seis años, organizado por el Comité de Psicoterapia de la Sociedad de Psiquiatría y por el capítulo local de la Society for Psychotherapy Research, se realiza en un lugar cerca de Santiago un “Encuentro Psicoterapéutico”, que reúne a más de doscientos psicoterapeutas, la mayoría jóvenes. La idea es discutir temas que interesan a todos desde el punto de vista clínico y de investigación.

Psicoanálisis y religión

Siendo presidente de mi sociedad, organicé junto a la Facultad de Teología de la Universidad Católica de Chile un simposio sobre el tema de la fe en Dios y la religión desde una perspectiva psicoanalítica. Al inaugurar ese evento partí diciendo que nos juntábamos para “empezar a reflexionar sobre el tema, quizás sólo para reconocer algunas de las diferencias que nos separan: el lenguaje –distinto y específico para las ciencias religiosas y para las ciencias psicológicas–, las perspectivas intelectuales específicas, las referencias culturales” (Jiménez, 1996, p.5). Planteé que nos enfrentábamos a prejuicios seculares, por lo demás bien fundados en experiencias reales de desencuentro. La revista de la Facultad de Teología dedicó un número completo a este simposio que reunió a psicoanalistas y teólogos de Chile, Estados Unidos y España. Es notable que, como lo hiciera notar Jordán (1996) en su resumen final, fueron los teólogos quienes con más radicalidad acogieron la crítica psicoanalítica de la religión, frente a posiciones más moderadas de los psicoanalistas. El intercambio se continuó poco tiempo después, cuando fui invitado a dictar un seminario a los profesores de la Facultad de Teología sobre el diálogo entre psicoanálisis y teología, con énfasis en el tema del determinismo, la libertad y la responsabilidad moral (Jiménez, 1999). El tema del sentido de la vida y la función psicológica de las creencias y de la esperanza, descuidado en psicoanálisis bajo el influjo del positivismo, debiera ser incorporado a la discusión teórica y técnica. 

Acercamiento a la psiquiatría o cómo formar a jóvenes psiquiatras y psicólogos

Durante los años noventa, y paralelamente al trabajo institucional, trabajé en la Unidad de Psicoterapia del departamento de psiquiatría universitario al que pertenezco. Con un grupo de 10 psicoanalistas más jóvenes, desarrollamos modelos focales y breves de intervención psicoterapéutica psicoanalítica. Este grupo supervisa prácticas profesionales de psicólogos en proceso de graduación y la formación psicodinámica de los residentes en psiquiatría (Jiménez, 2001b). Durante 4 horas semanales entrevistamos pacientes y realizamos psicoterapias completas detrás del espejo de visión unidireccional. Las discusiones posteriores entre nosotros y con nuestros alumnos han alcanzado gran sofisticación. Estamos todos de acuerdo que esta labor ha ido modificando, lenta pero constantemente, la manera de concebir nuestro trabajo propiamente psicoanalítico, agregándole flexibilidad y apertura pero, sobre todo, fomentando la capacidad para fundamentar psicoanalíticamente las intervenciones técnicas.

Mi elección como director de un departamento universitario de psiquiatría me ha permitido intensificar la formación psicodinámica de nuestros residentes, poniendo especial énfasis en la relación entre psicoanálisis y neurociencias. En el departamento que dirijo conviven psiquiatras de distintas orientaciones, aun cuando todos comparten un punto de vista dinámico básico. También forman parte del grupo académico otros profesionales, psicólogos y sociólogos, por lo cual el diálogo interdisciplinario debe ir más allá de la clínica. El permanente intercambio académico entre nosotros nos ha llevado a la conclusión que, después de un período de escisión prolongada entre las orientaciones psicológicas y las biológicas en psiquiatría, viene una nueva etapa de integración, donde un psicoanálisis renovado deberá jugar un papel importante (Kandel 1998; 1999).

Un nuevo currículum psicoanalítico

Como culminación de un proceso que había comenzado a fines de los años ochenta y que se desarrolló durante los noventa con la introducción de reformas que democratizaron la institución psicoanalítica, recientemente la directiva de nuestra sociedad introdujo cambios curriculares importantes que abrieron la formación al pluralismo. Después del Congreso Internacional de 1999, decidí que había terminado mi ciclo como dirigente de la Asociación Psicoanalítica. Desde hace un par de años dicto dos seminarios que son importantes en la línea del desarrollo bosquejado. El primero versa sobre los problemas y desafíos que enfrenta el psicoanálisis actual y sus posibles soluciones. El segundo seminario se refiere a los conceptos y teorías emergentes en el psicoanálisis contemporáneo. En éste revisamos el impacto en la teoría y en la técnica psicoanalítica de la investigación empírica sobre el proceso y los resultados en psicoanálisis y psicoterapia, de las investigaciones en la relación temprana madre-hijo, los desarrollos en teoría del apego, mentalización y psicopatología del desarrollo, el llamado “giro relacional”, etc.

Babel en el psicoanálisis y la búsqueda de un terreno común

Dos artículos de Wallerstein (1988, 1990) marcaron el nacimiento oficial de un período de discusión y debate institucional abierto en el psicoanálisis internacional. En su estudio ”¿Un psicoanálisis o muchos?” Wallerstein (1988) reconocía “nuestra creciente diversidad psicoanalítica… un pluralismo de perspectivas teóricas, de convenciones lingüísticas y de pensamiento, de énfasis distintos según la región, la cultura y el lenguaje”. A la luz de estas evidencias, Wallerstein nos pregunta “qué es, a la vista de esta creciente diversidad, lo que nos sigue manteniendo unidos como adeptos a una ciencia y una profesión psicoanalíticas compartidas” (p. 5).

Como era de esperar, la discusión centrada en el terreno común ha revelado la profundidad de la crisis que afecta al consenso básico en psicoanálisis. Diferentes autores, partiendo de diversas posiciones teóricas y prácticas, intentaron responder a la pregunta del millón de dólares, esto es, ¿qué hay más allá de nuestras diferencias que nos sigue manteniendo unidos?

El origen de esta “Babel psicoanalítica”, término utilizado para describir la fragmentación del conocimiento psicoanalítico, puede ser triple: 1) se utilizan las mismas palabras para referirse a diferentes conceptos; 2) a conceptos idénticos se le han dado nombres diferentes; y 3) existen numerosos términos que pueden ser validados sólo en el contexto de un marco teórico determinado. En su búsqueda de un terreno común, Wallerstein (1990) sugiere que éste debe hallarse “en nuestra empresa clínica” (p. 7). Según él, a pesar de las diferentes personales y teóricas, lo que, como psicoanalistas, podemos tener en común, especialmente en nuestros consultorios, es un modo semejante de relacionarnos con nuestros pacientes en el aquí y ahora del interjuego de la transferencia y la contratransferencia. En cualquier caso, la afirmación de Wallerstein aboga por un cambio en el foco de la teoría (metapsicología) a la práctica y, es más, a la privacidad del consultorio psicoanalítico (1).

Es muy probable que, aparte de las causas que pueden encontrarse en la epistemología (ver Fonagy 2003) y en la sociología del conocimiento, esta “babelización” del psicoanálisis puede tener su origen en la falta de interés en los complejos procesos psicológicos que se despliegan en la mente del analista como una de las fuentes principales de diversidad y pluralismo en el psicoanálisis. Clarificar las condiciones en las que opera el pluralismo es un desafío actual, ya que “aunque muchos psicoanalistas están de acuerdo con que el pluralismo ha venido para quedarse, no es fácil explicar en detalle las conexiones entre la ideología del pluralismo y su aplicación en la práctica clínica” (Hamilton 1996 p. 24).

En las discusiones psicoanalíticas, a menudo surgen dudas sobre si las diferentes teorías pueden no haber surgido también a partir del análisis de diferentes tipos de pacientes. Si este es el caso, entonces las diferencias interpretativas podrían atribuirse a las descripciones de diferentes realidades con resultados, obviamente, distintos, lo que implica que existe sólo una interpretación posible (monismo). Esto podría ser parcialmente cierto; sin embargo, existen signos que apuntan a que el pluralismo es mucho más profundo, puesto que en las últimas décadas se ha confirmado que, aun en el caso de material de un mismo paciente, las interpretaciones varían considerablemente (Pulver, 1987a, b; Bernardi, 1989). Esto, naturalmente, hace que nos preguntemos si en principio es posible alcanzar un mínimo consenso clínico. Por supuesto, este estado de la cuestión convierte al pluralismo en una tarea difícil. Sin embargo, “el pluralismo, la salvación de hoy, puede evolucionar fácilmente hacia la pesadilla del mañana, a menos que ciertos principios rectores orienten un curso integrador en constante evolución” (Wilson, 2000, p. 412). En cualquier caso, el problema práctico es cómo trabajar con diferentes modelos teóricos, puesto que como avanzó Strenger (1991):

el pluralismo no es idéntico al relativismo… El relativista dice que la misma proposición puede ser tanto verdadera como falsa, dependiendo de cómo se mire. El pluralista muestra que el interés y los estándares de certeza asociados con diferentes versiones no pueden reducirse los unos a los otros ni competir significativamente. El pluralista no cree que la misma proposición pueda ser verdadera o falsa; asume que ciertas teorías son inconmensurables, es decir, no comparables entre sí [p. 160].

Jordán (2004) sugiere que la capacidad para lograr correlaciones y, mediante ellas, trabajar con sentido común con el paciente dentro de la sesión, se ve fomentada si el analista contempla en su mente más de un sistema teórico. Pero Gabbard (1994) nos recuerda: “Para algunos clínicos, el cambio de una perspectiva teórica a otra, dependiendo de las necesidades del paciente, es demasiado pesado y difícil de manejar” (p. 58). Por otra parte, Wallerstein (1988) afirma que es posible prestar atención a los fenómenos clínicos descritos por cada perspectiva teórica sin adoptar todo el modelo teórico. De hecho, muchos psicoanalistas consideran que diferentes pacientes con diferentes estructuras psicopatológicas necesitan distintos enfoques teóricos. En este sentido, Gabbard (1994) defiende una perspectiva bastante pragmática:

Cada uno de [los] enfoques hacia el pluralismo teórico del [psicoanálisis] moderno es trabajable para ciertos clínicos. Independientemente de qué enfoque se considere más adaptable, todos los clínicos deberían recelar la teoría que se impone rígidamente sobre el material clínico. Debe permitirse al paciente conducir al clínico al campo teórico que mejor encaje con el material clínico… Encontrar el marco teórico que mejor encaje con un paciente concreto supone una gran cantidad de juicio explorador y error, pero mientras avanzamos a tientas por la cueva podemos finalmente hallar el camino y éste puede ser uno mucho mejor que el de los viajeros que poseen un mapa de una cueva totalmente diferente [p. 58]. (2)

 

¿Qué “tiene en mente” el analista durante el psicoanálisis?

No es necesario decir que si es necesario encontrar un terreno común en la práctica clínica, el estudio de lo que el analista “tiene en mente” se encontrará con problemas desde el principio por la simple razón de que lo que el analista puede tener realmente en mente durante el análisis no es en absoluto evidente. Lo realmente evidente es lo que debería tener en mente o, mejor aún, lo que no debería tener. Esto fue regulado por el mismo Freud en su trabajo técnico Recomendaciones (1912). El consejo de Freud puede ser en última instancia subsumido en un solo precepto, es decir la norma de la “atención parejamente suspendida”, que aconseja al analista comportarse como un cirujano distante que silencia todos los afectos, o como un espejo que refleja sólo lo que se le muestra. 

Sin embargo, el interés preceptivo de Freud se encontró con un obstáculo importante: la existencia inevitable de puntos ciegos en la percepción psicoanalítica del analista. Freud no tenía duda de que la adherencia al método psicoanalítico sería constantemente puesta en peligro por una serie de factores de resistencia que emergerían del interior del analista.

Así, se le otorga mucho valor a la “purificación psicoanalítica”, al análisis personal del analista novel. Dieciséis años después, Ferenczi (1928) verbalizaba la razón para el establecimiento de esta “segunda regla fundamental”: “Todo aquel que haya sido rigurosamente analizado… llegará inevitablemente a las conclusiones objetivas en la observación y el tratamiento de los mismos datos en bruto, y consecuentemente adoptará los mismos métodos y técnicas para manejarlos” (p. 78, las cursivas son mías). Ferenczi coronó esta afirmación aventurando una predicción que el tiempo demostró errónea: “Tengo la firme impresión –decía– que desde la introducción de esta segunda norma las diferencias en la técnica psicoanalítica han tendido a desparecer” (pp. 78-79) (3)

El desarrollo de la metapsicología de la escucha analítica también muestra que su fuerza preceptiva era tan decisiva y de tan largo alcance que no parecía dar ninguna importancia al hecho de que, aparte de la preocupación por cumplir con la norma fundamental, el analista tiene otras muchas cosas en mente durante el análisis. El propio Ferenczi (1928) resaltó la inmensa complejidad del trabajo mental que se esperaba del analista: permitir que las asociaciones libres del paciente actúen sobre él o ella; dar rienda suelta a la fantasía de modo que elabore el material asociado por el paciente; comparar, en el ahora y el antes, nuevos vínculos emergentes con resultados previos del análisis; y nunca cesar en la vigilancia necesaria y el ojo crítico sobre la propia subjetividad del analista. Según Ferenczi (1928), la mente del analista constantemente “oscila entre la empatía, la autoobservación y la tarea de formular juicios” (p. 84).

En el mismo sentido, Racker (1960) diría más adelante que “la atención [parejamente] suspendida… es sólo uno (aunque uno fundamental) de los aspectos del complejo proceso de comprender el inconsciente” (p. 39). Se refiere al papel que la identificación desempeña en la empatía y en la escucha analítica o, en otras palabras, a la tendencia del analista a buscar activamente los objetos internos del paciente para “establecer contacto” con ellos.

En los últimos años se ha producido un creciente consenso en torno al inventario de lo que los analistas tienen en mente durante el proceso del análisis. En la mente analizante del analista es posible hallar no sólo la norma de la atención parejamente suspendida y la contratransferencia, sino también una ecuación personal, teorías personales y de su escuela, y una visión implícita del ser humano y del mundo. El núcleo duro con el que se encontró Freud (1912) en sus Recomendaciones, es decir los complejos de resistencia o puntos ciegos, ha resultado ser estructuras cognitivas/afectivas que no desaparecen ni siquiera tras el más largo y más exitoso de los análisis didácticos. En este sentido, la mente analizante parece ser más amplia que la mente analizada.

Aunque en el momento actual muy pocos niegan la existencia de estos elementos constitutivos de la mente analizante, aún no existe consenso sobre su función o, más concretamente, sobre el tipo de interacción que se da entre ellos. En este sentido, hay una evidencia creciente de que existe mucho más para la relación analista-paciente que el mero interjuego de transferencia y contratransferencia. Una concepción amplia de la relación psicoanalítica considera que, aparte de los fenómenos de transferencia y contratransferencia, las “características reales de los participantes y una relación objetal de naturaleza muy primitiva” (Infante, 1968, p. 767) son el soporte y el marco de la situación y el proceso analíticos. Varios autores (Pulver, 1987a, b; Arlow y Brenner, 1988; Bernardi, 1989) han mostrado el efecto que tienen las teorías que el analista tiene en mente sobre la escucha selectiva del material. Sandler (1983) subraya la importancia de hacer explícita la teoría clínica implícita en el trabajo del analista. Meyer (1988) ha presentado pruebas de que la ecuación personal del analista también se manifiesta en estilos idiosincrásicos cognitivos que condicionan la actitud del analista, su modo de sentir al paciente y pensar en él. Stein (1991) ha sugerido que “las reacciones emocionales del analista en el análisis dependen de sus convicciones teóricas sobre lo que constituye un buen análisis y lo que no” (p. 326). En mi opinión, términos tales como “identificación proyectiva como comunicación” son conceptos diádicos más relacionados con la capacidad fluctuante para la empatía y el autoanálisis por parte del analista –para comprender y ubicar un fenómeno dentro de un determinado contexto– que con supuestas intenciones inconscientes por parte del paciente (Jiménez, 1992). Nadie puede negar la función preceptiva de las visiones del ser humano y del mundo implícitas en las distintas teorías, sean éstas personales o de escuelas de pensamiento. Comparemos, por ejemplo, las consecuencias técnicas del hombre trágico de Kohut, tumbado como un niño en su cuna, rodeado de un entorno (de “objetos del si mismo”) que refleja sólo parcialmente su narcisismo innato, y el adulto de Melanie Klein, como Sísifo ya desde el nacimiento, cuya tragedia de culpa consiste en estar condenado a fracasar en sus intentos de reparar el daño imaginario causado por el odio y la envidia primaria.

Todo parece apuntar a que estamos en el curso de un cambio de paradigma, en el sentido de Kuhn, en la teoría de la técnica. Del mismo modo que “Sobre la Contratransferencia” de Heimann (1950) cambió el carácter de resistencia de la contratransferencia, convirtiéndola en un elemento esencial del intercambio analista-paciente, el progreso teórico y técnico del psicoanálisis parece estar atravesando en el momento presente el proceso de adopción de una concepción diádica interactiva ampliada, en la que cada elemento depende dinámicamente de los otros, todos ellos a su vez condicionando el inicio y el transcurso del proceso analítico. En esta concepción, el complejo transferencia-contratransferencia se incorpora en el proceso como uno (entre otros) de los aspectos de la relación intersubjetiva, es decir, de la interacción “mente a mente” entre paciente y analista.

La mente analizante y los “Modelos Operativos”

En la historia del psicoanálisis ha habido desarrollos adicionales que finalmente pueden ser integrados en la corriente principal. Además del estudio de Ramzy (1974) sobre la inferencia analítica, algunos autores, influenciados por la “emergencia de la psicología cognitiva” (Holt, 1964) hicieron importantes contribuciones al estudio y la descripción de los fenómenos mentales del analista en la sesión (Greenson, 1960; Bowlby, 1969; Peterfreund, 1975; Heimann, 1977). Lo que todos estos autores tienen en común es su insatisfacción con la metapsicología como una teoría adecuada para describir y comprender cómo trabaja la mente del analista en las sesiones con el paciente. Según Holt (1964) los procesos cognitivos del analista incluyen un amplio espectro de los fenómenos: “percepción, juicio, formación de conceptos, aprendizaje (especialmente de tipo verbal, significativo), imaginación, fantaseo, creación y resolución de problemas” (p. 650).

Greenson (1960) en su estudio sobre los procesos de “conocimiento emocional” del analista, es decir, el proceso de comprensión empática, sugiere que en el trabajo diario con el paciente –concretamente durante las interrupciones o en la explicación de las rupturas empáticas– el analista construye un modelo operativo que combina diferentes aspectos y características, tanto físicos como síquicos, del paciente. En el curso del trabajo analítico, el analista “escucha a través de este modelo” (p. 421). “La concepción de un modelo operativo del paciente implica un tipo especial de representación de objeto. Es una representación interna que no se fusiona con el self y que sin embargo no le es ajena. Invistiendo el modelo operativo como suplemento del paciente externo, uno se acerca a los procesos identificatorios” (p. 423). La escucha empática a través del modelo operativo es una función del self experiencial del analista. Bowlby (1969) afirma que el “modelo operativo no es otro que el ‘mundo interno’ de la teoría psicoanalítica tradicional visto desde una nueva perspectiva” (p. 82). Los programas y datos almacenados que constituyen los distintos modelos operativos representan selecciones específicas del total de los datos disponibles a lo largo del tiempo (Peterfreund, 1975, p. 61). Así, el modelo operativo es el resultado, por una parte, de toda la información teórica y la experiencia práctica que el analista ha adquirido a lo largo del tiempo. Los modelos operativos son miniteorías en acción y deberían ser consideradas como teorías en su referencia concreta al aquí y ahora.

Heimann (1977) insiste en que la comprensión por parte del analista no está restringida a la identificación introyectiva con los objetos internos del paciente. Comprendemos a un paciente más allá de tales procesos “formándonos una imagen mental de él, captando con nuestra percepción imaginativa sus problemas, conflictos, deseos, angustias, defensas, estados anímicos, etc.” (p. 317). La formación de esta imagen mental es un proceso creativo por parte del analista. El modelo operativo está en constante evolución, ajustándose y aproximándose gradualmente a la realidad del paciente.

Los modelos operativos ofrecen al analista guías estratégicas para la terapia: para el papel del analista como observador participante, el peculiar manejo del diálogo analítico, el descubrimiento de significados inconscientes, la formulación y articulación de comunicación verbal e interpretación, en resumen, para todas las actividades que definen el método psicoanalítico. El analista tiene también un repertorio de modelos operativos aplicable a su modo de sentir, reaccionar y trabajar con diferentes categorías de pacientes (Peterfreund, 1975).

Dentro de esta concepción, la atención parejamente suspendida abre la mente del analista para escuchar las señales de distintos tipos en el material verbal y no verbal ofrecido por el paciente. Estas señales activan modelos operativos esencialmente inconscientes, de distinta naturaleza y nivel de abstracción, que el analista, recurriendo a su capacidad de síntesis creativa, modelará en intervenciones adecuadas para el propósito terapéutico específico de cada paciente. El modelo, actuando como una fase interviniente, conecta la experiencia emocional y la teoría en la mente del analista. El concepto de modelo intenta arrojar luz al curso y la interacción existente entre los objetos experienciales de la atención parejamente suspendida y las formulaciones teóricas.

El analista como artesano

En la teoría de la técnica ha existido una tendencia a restringir los procesos mentales del analista a la descripción de las condiciones ideales de adherencia a la norma de la atención parejamente suspendida. Esta posición, formulada por primera vez por el propio Freud (1912) en sus Recomendaciones, supone un acoplamiento ideal entre la comprensión del inconsciente y el cambio terapéutico, en el cual éste último se considera una consecuencia del insight.

Sin embargo, Freud (1912) no dejó de darse cuenta de que esa adherencia a la norma de la atención parejamente suspendida crea una tensión real entre la búsqueda de verdad del inconsciente y la utilidad del conocimiento así obtenido: “una de las afirmaciones que distingue al psicoanálisis es, sin duda, que en su ejecución coinciden la investigación y el tratamiento; sin embargo, tras un momento determinado, la técnica requerida por una se opone a la requerida por el otro” (p. 114). Sterba (1940) ofreció una solución a esta oposición cuando postuló la capacidad del self para la disociación operativa entre un self experiencial y un self observador. Toda formación analítica –y el análisis personal desempeña en ésta un importante papel– tiene el objetivo de desarrollar y fomentar en el analista principiante esta capacidad para la disociación operativa: por una parte, tiene como objetivo desarrollar una capacidad para la comprensión empática; por otra, desarrollar la capacidad de autoobservación y pensamiento según las normas del arte.

Creo que hay más que lograr si aceptamos que la unidad del insight y la cura no se considere como una característica a priori del método psicoanalítico sino, más bien, una unidad en curso, minuciosamente construida por el analista a la manera de un artesano, día a día, en las sesiones con el paciente. Naturalmente, esta construcción puede ser adecuada o no, o puede dar lugar al cambio terapéutico de un modo mejor o peor.

Todos los analistas tienen en el fondo de su mente modelos específicos para el cambio terapéutico deseable y factible para cada paciente, es decir, las estrategias que harán que dichos cambios tengan lugar (Sandler y Dreher, 1996). En cada transacción con un paciente, el/la analista decide sobre el mejor modo para intervenir o favorecer en el paciente un pequeño cambio en el camino hacia la cura. En esta compleja operación, el analista es guiado por múltiples normas (parcialmente) aprendidas, que se esfuerza por aplicar lo mejor posible. Además, posee modelos operativos que le permiten evaluar los efectos de su intervención y que hacen posible corregir los eventuales efectos colaterales negativos de dichas intervenciones. En resumen, el analista no se preocupa solamente por escuchar el inconsciente, sino también por la regulación del equilibrio psíquico del paciente y por la relación terapéutica momento a momento de modo de preservar un nivel óptimo de regresión tanto en él/ella como en su paciente. Por supuesto, la forma técnica concreta que adopte todo esto dependerá de las teorías de cada una de estas variables para cada paciente en concreto en un momento determinado del análisis.

La figura del artesano es una descripción válida para esta concepción del trabajo del analista. Como un artesano, el analista está a medio camino entre el concepto y el precepto. El conocimiento analítico es teórico-práctico. A modo de ejemplo, imaginemos una pieza de artesanía bien acabada, una hermosa cuchara tallada con forma de mano. Para hacerla, el artesano ha dado forma a la fantasía del instrumento como una prolongación del cuerpo humano. Hay una relación isomórfica entre la mano y la cuchara, es decir, una relación de forma, de naturaleza, coincidentes, y producto de las diferentes operaciones que el sentimiento estético del artesano ha hecho evidentes. Si la talla es defectuosa, por ejemplo si la profundidad de la cavidad es insuficiente, el isomorfismo será en ese caso imperfecto, la cuchara será inútil y perderá su belleza. El analista escucha por medio de los modelos operativos provocados por señales emitidas por la mente del paciente. A partir de los modelos operativos y de la realidad del paciente, la mente analizante, que también está guiada por un sentimiento estético, construye equivalencias capaces, en un solo movimiento, de unir la comprensión y la cura, el conocimiento y la utilidad. La estructuración de la situación analítica ofrece un modelo a “escala” de la realidad intersubjetiva que implica a paciente y analista. Esta “escala” o modelo reducido no es una mera proyección del objeto. El modelo operativo del paciente que el analista construye para sí es una experiencia intersubjetiva real, mediante la cual es posible lograr un conocimiento operativo inmediato del funcionamiento del paciente: lo que importa aquí es la relación entre las “partes”, que en un modelo a escala es inmediatamente inteligible. En el modelo analítico a escala (la situación analítica), el analista busca isomorfismos entre modelos de desarrollo temprano, modelos transferenciales y modelos psicopatológicos: comunica estos isomorfismos al paciente guiado por la idea de que, cuando se trata de resolver conflictos, es mejor conocer que no conocer. Cualquier interpretación exitosa le da al paciente una nueva herramienta.

Un artesano puede utilizar cantidades limitadas de materia prima y de instrumentos teórico-prácticos para crear sus obras. De forma similar, el/la analista puede valerse de información heterogénea, acumulada durante su formación y experiencia y que debe ser creativamente “adaptada” a cada caso concreto. Esto le da al trabajo analítico la característica de un proceso de reciclaje. En nuestra artesanía psicoanalítica, como norma, utilizamos “materiales” (modelos operativos) preexistentes. La combinación de atención parejamente suspendida y libre asociación facilita la evocación momento a momento y espontánea de los modelos operativos en la interacción diádica. El “diseño” del proceso también es resultado de la interacción entre paciente y analista. El “mortero” que une todo no es otro que la empatía del analista y la buena disposición emocional del paciente. Todo esto está sustentado por las teorías del analista o metamodelos del “mejor modo” de psicoanalizar. En suma, estoy describiendo la naturaleza constructivista y de segunda mano del trabajo clínico por medio de la cual el analista construye un modelo operativo del paciente, partiendo de materiales que no son convencionales en su origen ni en su naturaleza.

Siguen quedando, sin embargo, algunos puntos oscuros. El esquema parece funcionar bien en el caso de pacientes cuya analizabilidad no se cuestiona. En tales casos, el sentimiento estético adquiere una clara predominancia como guía para la escucha y la interpretación. Estos son casos de análisis “elegantes”. Pero, ¿qué pasa con los pacientes graves o difíciles? La divergencia entre la interpretación y el insight es crítica y el analista debe poner en juego toda su capacidad como artesano para introducir las modificaciones técnicas que permitan el reestablecimiento de las condiciones de operación del método psicoanalítico. En casos difíciles, los modelos operativos disponibles pueden colapsar en la experiencia analítica y el analista, partiendo de su “capacidad negativa” (John Keats en Bion, 1970), tiene que encarar el reto de producir un auténtico acto artístico: la creación de un modelo nuevo y original capaz de “contener” la experiencia con el paciente.

Cualquier investigación sobre los modelos operativos de la mente del analista, especialmente en los casos en que no es posible el trabajo “elegante”, arrojará sin duda más luz sobre los procesos cognitivos del análisis y sobre las condiciones reales bajo las que opera el método psicoanalítico. Sin embargo, es altamente probable que el modelo que avanzo se aplique a todo analista puesto que, independientemente del alcance o la fuerza explicativa de las teorías que el analista pueda usar, siempre habrá áreas de escepticismo: “Nadie sabe realmente. Aun los pensadores más consistentes practican inconsistentemente y de maneras que son más personales e idiosincrásicas. Existen muchas incertidumbres” (Hamilton, 1996, p. 317). Lo que sin duda varía de un analista a otro son las teorías explícitas (conscientes) e implícitas (inconscientes) que prefieren.

Un estudio más profundo de las condiciones reales de operación del método psicoanalítico y de aclaración del modo en que interactúan los distintos elementos que constituyen la mente analizante será de ayuda para hallar cierto terreno común, una mayor integración en el conocimiento psicoanalítico. Además, dicha investigación revelará “que el pluralismo en psicoanálisis no es simplemente una cuestión de divergencia entre analistas, sino también un modo en el ciertos analistas individuales intentan operar” (Hamilton, 1996, p. 319).

Dentro del amplio rango de actividades analíticas, desde la privacidad del consultorio hasta la formulación de teorías al más alto nivel, la mayoría de nosotros como analistas somos pensadores artesanos. Depende de nosotros formar una opinión personal sobre quién merece el nombre de artista y creador genuino.

 

NOTAS

(1) Con todo, la referencia al mito de la construcción de la torre de Babel aparece aún como más certera si consideramos por un momento la exégesis de este pasaje del libro del Génesis (cap. 11, 1-9). Lo más importante de la interpretación exegética corriente se resume en 3 puntos: 1) el motivo básico de la historia humana es la búsqueda de la unidad, más allá de las diferencias de asentamientos geográficos y de lenguas; 2) la razón de la disolución de la unidad de la humanidad es la pérdida de la referencia al Padre común, Dios; 3) se establece así una dialéctica entre el endiosamiento de la humanidad y su atomización en una multitud caótica de individuos que ya no se entienden entre sí (Drewermann 1982). El paralelismo existente entre la interpretación exegética del mito de babel y la interpretación histórica que ofrece Wallerstein (1988) sobre el desarrollo del pluralismo psicoanalítico actual es impresionante: El acontecimiento decisivo que, según él, separa nítidamente la fase actual de pluralismo del período inicial de intolerancia y estricta adhesión a la "verdad oficial" del psicoanálisis, fue la muerte de Freud, la pérdida del "padre fundador". Cada una de las escuelas psicoanalíticas se ven a sí mismas como verdaderos y genuinos herederos del pensamiento de Freud. En cualquier discusión de relevancia, el recurso a Freud es inevitable. Así, Freud es un padre que nunca muere.

(2) El pluralismo no descarta el realismo puesto que la condición a priori de posibilidad para cualquier teoría en psicoanálisis y para cualquier diálogo entre psicoanalistas es que exista una realidad que trascienda al observador, aun cuando pueda ser captada sólo de un modo fragmentario y parcial (Strenger, 1991; Cavell, 1993). Por otra parte, asumir un punto de vista intersubjetivo no elimina en ningún caso el concepto de un mundo objetivo con el que estamos en contacto y con respecto al cual nos esforzamos por ser más o menos objetivos. Como afirma Cavell (1998) “un mundo real, compartido, externo, y el concepto de ese mundo son indispensables al pensamiento proposicional y a la capacidad de conocer los pensamientos propios como pensamientos, como una perspectiva subjetiva del mundo” (p. 79). Una idea como esta abre la puerta al pluralismo, es decir a un camino intermedio entre una situación de total desuniformidad entre teorías y un monismo teórico que sólo podría mantenerse desde una postura autoritaria.

(3) El desarrollo de la metapsicología de la escucha analítica desde las Recomendaciones (Freud, 1912) es bien conocido. Cada escuela psicoanalítica ofreció diferentes matices. La atención parejamente suspendida popularizó el “tercer oído” de Reik (1948). Éste tenía los elementos esenciales del método empático introspectivo de observación psicoanalítica que más adelante se convirtió en una escuela de pensamiento con Kohut (1959). Una línea similar de pensamiento va de la concepción de Heimann (1950) de contratransferencia a la escucha de Bion (1967) “sin memoria ni deseo”.

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