aperturas psicoanalíticas

aperturas psicoanalíticas

revista internacional de psicoanálisis

Número 023 2006 Revista Internacional de Psicoanálisis en Internet

La capacidad de perdonar: perspectivas intrapsíquicas y evolutivas

Autor: Horwitz, Leonard

Palabras clave

Capacidades relacionales, Elaboracion de los traumas, Perdon intrapsiquico, Psicopatologia del perdon, Venganza.


The capacity to forgive: Intraspychic and developmental perspectives" fue publicado originariamente en Journal of the American Psychoanalytic Association, vol. 53, No. 2, p. 485-511., 2005. Copyright 2005, American Psychoanalytic Association. Traducido y publicado con autorización de la revista

Traducción: Marta González Baz

Revisión: Raquel Morató de Neme

La cuestión del perdón, a pesar de su importancia para la continuidad de las relaciones y para la salud mental de la parte agraviada, es relativamente obviada en la literatura psicoanalítica, tal vez porque a menudo se considera terreno de la religión y tiene la connotación de formación reactiva y falta de autenticidad. Sin embargo, el perdón genuino conlleva un trabajo intrapsíquico importante, la elaboración consciente e inconsciente del enfado de uno, y la ubicación de la ofensa en el contexto de una visión integrada de la persona del ofensor en su totalidad. Las estructuras evolutivas tempranas son el terreno del que depende la capacidad relativa para dejar pasar un agravio. Si bien los motivos y defensas posteriores (p. ej. el miedo a la retraumatización, la evitación de la vergüenza) también pueden desempeñar un papel, estas estructuras tempranas son primordiales. Aquí se describen en términos de la adquisición de la posición depresiva y el desarrollo de un sentimiento de apego seguro, la capacidad para mentalizar y para hacer el duelo.

La capacidad para perdonar como uno de los focos del estudio y el tratamiento psicoanalítico ha sido relativamente pasada por alto por los profesionales y los teóricos psicoanalíticos. Hasta hace poco, ha sido una cuestión marginal, generalmente subsumida bajo las dificultades para metabolizar la agresión. Pero los terapeutas psicoanalíticos han comenzado a prestarle atención como un área de estudio importante por derecho propio, con dos libros (Dirham, 2000; Karen, 2000) de reciente publicación, así como varios artículos psicodinámicos sobre el tema (Akhtar, 2002; Doyle, 1999; Lansky, 2001; Siassi, 2002).

Dado que el psicoanálisis intenta reparar las relaciones perturbadas por las distorsiones neuróticas, es sorprendente que la disciplina no haya prestado más atención a la cuestión omnipresente del perdón, que a menudo constituye una barrera para la continuidad y la estabilidad de las relaciones y puede producir una distancia dolorosa y rupturas entre miembros de una misma familia, amigos y colegas. Típicamente se les han presentado tres obstáculos a los analistas que pueden estudiar esta dimensión de la interacción humana. En primer lugar, el perdonar suele denotar un acto conductual, interpersonal, sin apuntalamientos intrapsíquicos claros, aun cuando éstos estén claramente presentes, como mostraré a continuación. En segundo lugar, el perdonar generalmente implica un cierto grado de poner la otra mejilla, o de involucrarse en una especie de formación reactiva masoquista, o de reprimir el enfado propio para poder llevarse bien de forma adaptada. Dicha concepción es realmente un pseudo-perdón y es contraria al acto auténtico. En tercer lugar, la comunidad religiosa se ha apoderado tanto del término que éste se ha considerado fuera del ámbito del discurso científico y psicoanalítico.

Aun cuando no les hayan disuadido estas consideraciones, muchos analistas se inclinan a minimizar la importancia de focalizar en la capacidad para perdonar, sobre la base de es probable que un proceso analítico exitoso dé lugar a una mejora generalizada en las relaciones del paciente y por tanto a una proximidad a los otros significativos, incluyendo aquellos por quien el paciente se siente agraviado. La fijación a los daños y heridas narcisistas, especialmente a aquellos vividos en las primeras etapas vitales de manos de padres y hermanos, a menudo comienza a disminuir según el paciente va ubicando los agravios en el contexto más amplio de la relación total y adquiere una mayor empatía hacia los otros y una mayor comprensión de porqué tuvo lugar la conducta negligente o dañina. Los traumas de la infancia se comprenden idealmente y se elaboran cuando uno adquiere una mayor comprensión de las vicisitudes evolutivas de los cuidadores.

Sin embargo, este escenario ideal no siempre se produce. El fracaso para atender las resistencias de los pacientes para abandonar el resentimiento de larga duración contra aquellos que les causaron dolor y sufrimiento al principio de su vida puede permitir que los agravios permanezcan inalterables, aun cuando las relaciones actuales muestren una nítida mejoría. Es posible, por ejemplo, que la sensibilidad de un paciente ante ser ignorado o marginado, basada en un abandono parental previo, muestre claros signos de mejoría en las relaciones actuales con los otros, pero no sufra un cambio concomitante en la actitud del paciente hacia los padres. El resultado analítico hipotético e ideal, en el que se modifiquen todas las facetas de las relaciones que uno tiene, no siempre se logra, especialmente cuando el análisis no se centra en aspectos que el paciente no consigue presentar. Los pacientes no suelen comenzar un examen de este tipo por sí mismos. Los analistas que fomentan la tarea amplían la oportunidad de sus pacientes para modificar las relaciones no sólo en el aquí y ahora, sino también en retrospectiva.

Una experiencia común pero frustrante para los analistas es la rigidez de la actitud implacable de un paciente hacia figuras parentales cuyo pecado de omisión o comisión no parece desvanecerse nunca de la conciencia. Ni la distancia de años ni, en muchos casos, el beneficio de un buen proceso analítico ayuda necesariamente al paciente a abandonar estos primeros agravios.

Un analizando experimentó cierto grado de ayuda al convertirse en menos controlador con su esposa e hijos, pero mantuvo una inflexible actitud de odio hacia su madre, que era descrita sistemáticamente como carente de cualidades positivas. Sus recuerdos eran sobre una mujer de mal genio, que gritaba constantemente a sus hijos, fea y maloliente. No era capaz de recordar una sola interacción cálida o amistosa con esta mujer. Incluso cuando su madre estaba muriendo, este paciente no veía la hora de que ella cerrase los ojos por última vez para no tener que enfrentarse con los deseos que su madre tenía  de él que fuera amable con ella en sus últimos días. Cuando los miembros de la familia le pidieron que acudiese a sesiones de terapia familiar bastante antes de la muerte de la madre para poder encontrar alguna reconciliación con ella, no realizó ningún progreso y el terapeuta lo consideró la persona más implacable que había conocido jamás.

Aun en casos menos extremos, los terapeutas suelen sentirse insatisfechos porque sus pacientes no sean capaces de lograr una relación más cordial con sus padres y hermanos. Durante un análisis bastante largo, un analista mantuvo una posición neutral en cuanto a la visión que la paciente tenía de su madre como alguien extremadamente narcisista.  A pesar de los aparentes esfuerzos de la paciente por establecer una relación satisfactoria con ella, siempre que estaba con su madre se marchaba sintiéndose ignorada o que se habían aprovechado de ella. En la última sesión, el analista abandonó su posición neutral por la frustración reprimida a causa de su incapacidad o falta de voluntad de cambiar su actitud, y le aconsejó que sería importante hallar algún modo de ser más tolerante con su madre.

Esta viñeta es instructiva en varios sentidos. La obvia puesta en acto del analista en la sesión final parecía estar basada en su convicción de que la paciente haría mejor relacionándose con su difícil madre y que dicho cambio beneficiaría tanto a la paciente como a su madre. Uno se pregunta si el analista había evitado abordar esta cuestión durante el análisis debido a un temor contratransferencial de presionar a la paciente hacia una conducta dócil. Si bien la reparación de relaciones dentro del núcleo familiar no es necesariamente un objetivo ni para el paciente ni para el analista, sí merece el escrutinio analítico.

Ser capaz de enfrentarse de manera efectiva y adaptada al daño narcisista de manos de otra persona, causado voluntaria o involuntariamente, es un desafío humano que dura toda la vida. Comienza en los primeros meses de vida, cuando al niño se le requiere que maneje grados variados de frustración ocasionada por los cuidadores y necesita aceptar el enfado y, a menudo, la rabia. Es una tarea a desempeñar desde la cuna hasta la tumba. Cómo los individuos se enfrentan a ese desafío de modo competente puede marcar una enorme diferencia, tanto para ellos como para los otros significativos en sus vidas. Los daños narcisistas pueden dar lugar a divisiones permanentes y dolorosas entre miembros de la familia y entre amigos. Los agravios que se enquistan no suelen disminuir y pueden ocupar obsesiva y destructivamente al individuo agraviado durante toda su vida. A lo largo de la vida, uno debe manejar las heridas, los desaires e incluso los traumas de manos de los demás. En ocasiones estas heridas tienen una base real; en otras son reacciones exageradas. Lo eficazmente que uno maneje estas experiencias marca una enorme diferencia no sólo en las relaciones sino también en la capacidad de trabajar con eficacia y ser creativo y, según algunos (Enright, 2001) en el propio bienestar físico.

Una reacción común a ser víctima es el fracaso masoquista para obtener logros acordes con el potencial propio para castigar a la persona responsable de las dificultades que uno tiene.  La víctima busca vengarse demostrando al victimario la medida en que le ha sido infligido un daño. Probablemente el siguiente grado de incapacidad para perdonar se describe mejor como la conducta del carácter reivindicativo preocupado por buscar venganza excluyendo todo lo demás (Dirham, 2000). El ejemplo clásico es el Capitán Ahab de Melville, que muere atrapado en una monomanía vengativa contra la enorme ballena blanca que se comió su pierna en una caza anterior.  La historia es un cuento sobre el desastre final, para el capitán y la tripulación, en esta búsqueda incansable de venganza. Una de las razones de la perdurable popularidad del libro es que despierta una empatía universal con aquellos que buscan venganza frente a una injusticia. Y posiblemente el mayor afán de venganza se puede observar en los actos suicidas de los terroristas que intentan infligir el máximo daño a sus enemigos, a menudo con la fantasía de encontrar el perdón en la otra vida.

Aun en formas menos extremas, la preocupación por la venganza ante heridas, reales o imaginarias, puede constituir un importante impedimento para el desarrollo psíquico. Puede producir una falta generalizada de confianza en los otros y un miedo a abrirse a nuevas experiencias y desafíos, por el temor a la retraumatización. La falta de perdón, al igual que el duelo patológico (con el que se relaciona estrechamente) inhibe la libertad para usar la propia creatividad y para obtener placer de la conducta libre y espontánea.

Se ha escrito mucho en los últimos años sobre enfoques conductuales para fomentar el perdón, con el énfasis en las manifestaciones y acciones abiertas (Enright, 2001; McCullough, Worthington y Rachal, 1997). Si bien son indudablemente efectivos para algunas personas, estos métodos infravaloran las estructuras de personalidad en las están arraigadas las dificultades para perdonar; más bien, en muchos de los enfoques conductuales prevalece una postura de “talla única”. A continuación me centro en los precursores evolutivos que dificultan la capacidad para perdonar. Resaltaré las estructuras intrapsíquicas y los procesos motivacionales más que los aspectos interpersonales. Se tocarán los factores psicodinámicos que favorecen la perpetuación de la incapacidad para perdonar, así como enfoques técnicos para manejar este problema, pero harán falta elaboraciones posteriores.

Definiciones de perdón

La idea de perdón comprende una víctima, un victimario y grados variados de trauma, daño o injusticia. Existen dos amplias categorías de perdón: algunos buscan perdón por sus delitos, mientras que otros han sido víctimas y pueden otorgar o no el perdón. Cuando hablamos de la capacidad de perdonar nos estamos refiriendo a esto último, la capacidad de las víctimas para dejar pasar su sentimiento de agravio y el deseo de venganza. No nos referimos al primer caso, en el que el victimario busca el perdón o la absolución por parte de la víctima. La religión organizada suele enfatizar la necesidad de aquél que ha causado un mal a otra persona de confesar su culpa y rogar el perdón de Dios (y a menudo también de la víctima).

A continuación está el perdón condicionado a recibir una disculpa de la parte ofensora. Pero sabemos que las disculpas no  surgen fácilmente, por diversas razones, la más frecuente es que los ofensores a menudo están ajenos al daño que han causado. O, cuando el victimario es consciente de la transgresión, puede darle demasiada vergüenza el reconocerlo. En otras ocasiones, los victimarios pueden no querer pedir disculpas por el placer continuado que obtienen al herir a la víctima, como sucede en los casos de intimidación. Así, las víctimas a menudo se enfrentan a tener que perdonar sin el beneficio de las disculpas, lo que por supuesto fuerza su capacidad para perdonar el agravio.

Otra distinción útil referente a la psicopatología del perdón es la dicotomía introducida por Durham (2000) de la persona explotada-represiva versus la vengativa. La primera tiene dificultad para tolerar el enfado, aun cuando éste se haya descubierto, y expresa retaliación mediante algún síntoma o conducta autodestructiva tales como un gesto suicida o trastornos alimentarios. Los individuos vengativos, por el contrario, se hallan más cómodos con la agresión y, de hecho, a menudo son adictos a su negatividad (Lane, Hull y Foehrenbach, 1991). Ambos tipos de personas tienen problemas con el perdón, pero se enfrentan a ello de modos totalmente opuestos.

Todos los autores están de acuerdo con que es necesario distinguir entre el perdón auténtico y el pseudo-perdón. Las personas como el individuo explotado descrito más arriba, y otros cuyos superyoes hipertrofiados no les permiten la experiencia o la expresión de la agresión, serán propensos a perdonar las afrentas personales con demasiada facilidad. Estas son personas que no se permiten registrar enfado hacia sus victimarios, tienden a minimizarlo o negarlo totalmente, sienten inclinación a poner la otra mejilla e intentan perdonar y olvidar demasiado rápidamente. La mayoría de los autores coinciden en que el perdón auténtico debe conllevar la aceptación de la profundidad de los propios sentimientos en cuanto a la medida de la ofensa.

Hay algunos crímenes tan horrendos, como el Holocausto u otros ejemplos de genocidio, que plantean la cuestión de si el perdón auténtico es realmente posible incluso por parte de los individuos más maduros (Wiesenthal, 1998). Esta cuestión excede el alcance de lo que pretendo aquí, pero sugiere que algunas ofensas atroces no merecen forma alguna de perdón.

Aspectos intrapsíquicos de la capacidad para perdonar

Los terapeutas conductuales creen que el perdón debería incluir una reanudación de la relación previa, con escasa o ninguna evidencia del daño anterior. Esto puede requerir o no una disculpa de la parte ofensora. Algunos autores conductuales afirman que el perdón no es completo hasta que las víctimas han emprendido una acción directa hacia el ofensor que muestre que el agravio ha sido dejado atrás (Enright, 2000). Sin embargo, existen muchos ejemplos en los que las víctimas resuelven su enfado pero deciden justificadamente que es mejor no retomar una relación previa: es decir, perdonar pero no olvidar.

El aspecto intrapsíquico más genuino y difícil del proceso consiste típicamente en trabajo consciente e inconsciente para manejar el enfado y el resentimiento. Lleva tiempo dejar pasar la intensidad de los sentimientos negativos propios. La forma más común en que dicho proceso se lleva a cabo es poniendo la ofensa en el contexto de la persona completa, incluyendo tanto las cualidades como los defectos, e implica la aceptación del hecho de que no se puede esperar la perfección ni en uno mismo ni en los demás. El proceso subyacente a menudo consiste en vencer las tendencias de escisión defensiva primitivas pero universales y desarrollar una visión integrada del otro como persona total. Una forma aún más elevada de transigir es el desarrollo de cierta forma de empatía hacia lo que motivó al individuo a comportarse de forma tan hiriente. Esto es similar a lo que ocurre cuando los terapeutas son capaces de modular su actitud negativa hacia la conducta ofensiva de un paciente situándola en el contexto del entorno evolutivo temprano de la persona y considerándola una reacción transferencial.

La visión intrapsíquica no requiere que la otra persona ofrezca una disculpa o haga una enmienda, y no significa necesariamente que la persona agraviada vaya a retomar una relación, aun cuando se haya superado el intenso resentimiento. Consistente con esta visión intrapsíquica, Akhtar (2002) distingue entre la resolución del enfado en el interior de uno mismo, por una parte, y un cambio de actitud hacia la parte ofensora, por otra. Karen (2000) señala que perdonar no significa necesariamente olvidar; aun cuando las partes perjudicadas hayan llegado a aceptar la ofensa, pueden decidir mantener la distancia con los ofensores, especialmente si creen que la conducta insensible y ofensiva tiene probabilidades de continuar. Como enfatiza Gartner (1991), perdonar no supone reemplazar los sentimientos de odio por otros de amor; más bien consiste en desarrollar una visión más realista e integrada del otro en la que los aspectos buenos y malos se combinen en una visión de la persona en su totalidad.

El principal criterio para el logro del perdón intrapsíquico es la capacidad para abandonar la rumiación obsesiva en torno a la conducta perjudicial de la parte ofensora, así como el deseo de cierta forma de retribución. Las fantasías de venganza y retaliación, o la esperanza continuada de que el ofensor se disculpe, comienzan a desvanecerse en la conciencia como resultado de la elaboración interna de la ofensa. La herida o el trauma pueden dejar de ser el tema central en los pensamientos de la persona, pero esto no significa necesariamente que se hayan olvidado. “Perdonar y olvidar” no es siempre la resolución ideal de haber sido ofendido.

Todo esto implica una gama de consecuencias, desde el perdón completo hasta quedarse aferrado a la intensidad del agravio y los deseos continuos de venganza. El perdón completo consistiría en la resolución del enfado asociado con el daño y probablemente tendría como resultado una reanudación de la relación con la parte ofensora. Este resultado se obtendría sólo tras una elaboración completa de los afectos asociados con el suceso. La parte agraviada habría llegado a la conclusión de haber malinterpretado el significado de lo sucedido, o habría llegado a ubicar el suceso en el contexto de la relación total con la parte ofensora, desintoxicando así el agravio.

Un tema importante de este artículo es que perdonar constituye una capacidad. En el curso de todas las relaciones, desde la infancia en adelante, uno vive daños narcisistas, grandes y pequeños y los individuos difieren en su capacidad para procesar estos sucesos de forma adaptada y con éxito. Existen diferencias en la sensibilidad frente a las afrentas personales e, incluso, en la noción de lo que constituye una afrenta. Existen diferencias en la capacidad para modular las reacciones hostiles propias y para reaccionar en proporción a la ofensa, “para que el castigo encaje con el crimen”.  Como se ha sugerido antes, esta capacidad se relaciona en gran medida con el grado en el que un individuo ha sido capaz de modular y superar las tendencias a la escisión y de lograr una integración de las representaciones del self y del objeto.

El perdonar está relacionado con otras numerosas capacidades “relacionales” descritas en la literatura. Aquí distinguimos entre capacidades del yo y capacidades relacionales. Las primeras consisten en funciones del yo tales como el testar la realidad, el control de los impulsos y la tolerancia de la ansiedad. Por el contrario, las capacidades relacionales implican representaciones internalizadas del self y del otro e incluyen capacidades de reparación, de preocuparse por alguien, de estar solo y de hacer el duelo por alguien, por nombrar las más prominentes. Obviamente no hay una separación acorazada entre los dos campos, pero existe un énfasis diferente en cada uno de ellos. Perdonar, en tanto mediado por las estructuras internalizadas del self y del otro, está obviamente relacionado con las capacidades relacionales más que con las del yo.

La mentalización, una capacidad que últimamente ha ido adquiriendo más importancia (Fonagy y Target, 1997), parece a primera vista una capacidad del yo. Sin embargo, se une claramente al grupo relacional en tanto se define como la capacidad para comprender cómo las motivaciones y las necesidades influyen en la conducta y permite al individuo predecir y empalizar con las reacciones emocionales de los otros. No cabe duda de que este atributo contribuye a la capacidad para perdonar.

Aspectos psicodinámicos

Los factores evolutivos tempranos son el terreno en el que arraiga y crece la capacidad o la incapacidad para perdonar. Pueden considerarse como estructuras evolutivas primarias que modulan la capacidad del individuo para perdonar. Aunque más adelante pueden entrar en juego otras motivaciones dinámicas y defensas y contribuir a la dificultad para abandonar el enfado y el deseo de venganza, estos factores defensivos secundarios se presentarán de forma resumida sin elaboración.

Miedo a la retraumatización. Las personas que han sido traumatizadas y heridas tienen miedo a levantar las barreras de la desconfianza por si acaso vuelven a sentir de nuevo el mismo tipo de daño psíquico de mano de otros.

Deseo de retaliación. La persona que ha sufrido de manos de otro desea igualar el marcador haciendo que la parte ofensora sufra en igual medida.

Placer sádico. Aferrándose al enfado, uno halla gratificación no sólo en la retaliación sino en el ejercicio del poder y el control, una defensa contra la desesperación y los sentimientos de desvitalización (Searles, 1956).

Aferramiento a la relación. La hostilidad continuada implica no abandonar una relación importante pero ambivalente. Esto se basa con frecuencia en la dificultad para hacer el duelo o en la dependencia sin resolver (Gabbard, 2000).

Evitación de la vergüenza. Cuando las víctimas se sienten culpables o avergonzadas por su contribución al daño narcisista, suelen a menudo externalizar sus sentimientos aferrándose a una actitud culpabilizadota (Lansky, 2001).

Patología del superyó. Un superyó severo puede dar lugar a la represión de la hostilidad para afrontar la posibilidad del abandono u otras consecuencias negativas. Además, la expectativa de perfección en uno mismo (una incapacidad para perdonarse) y en otros puede dar lugar a la intolerancia de cualquier conducta de otro que se quede corta frente a las muy altas  expectativas propias.

Envidia. El deseo destructivo de privar a los otros envidiados de las capacidades que poseen se acompaña de la fantasía de obtener una superioridad sobre ellos (Spillius, 1997).

Impotencia abrumadora. Adoptando una posición de enojo implacable hacia un individuo que nos ha tratado mal, podemos, al menos en la fantasía, obtener un sentimiento de poder para reemplazar el sentimiento de impotencia creado por el daño narcisista.

Libre voluntad y agencia personal. Tanto el perdón como el autoperdón están mediados por el sentimiento de que la parte ofensora tenía libertad para elegir una conducta cualquiera. Cuando mayor fuera la elección, más difícil es perdonar o autoperdonarse (Cavell, 2003).

 

Precursores evolutivos

Los antecedentes de la capacidad de perdonar se discutirán en términos de cuatro perspectivas teóricas: ciertas teorías de las relaciones objetales, desarrollos recientes en la teoría del apego, el nuevo concepto de mentalización y perspectivas acerca del duelo.

Teorías de las relaciones objetales

Las teorías evolutivas de Melanie Klein desempeñan un papel central en todo el pensamiento psicoanalítico sobre la capacidad de perdonar. Sus opiniones sobre el metabolismo de la agresión son de sobra conocidas y no se describirán aquí en detalle. En su pensamiento es central el cambio evolutivo de la posición esquizo-paranoide a la depresiva. En la medida en que este crecimiento se negocia con éxito, comienzan a superarse importantes hitos evolutivos. Los más importantes de estos hitos son la cura de la escisión entre las representaciones de objeto bueno y malo, el comienzo de la apreciación de la madre como una persona separada con sentimientos y sensibilidades propias y, lo más importante, ver a la madre no sólo como cuidadora y  nutricia sino también como alguien capaz de  privar y frustrar. El niño comienza a sentir culpa y preocupación porque su rabia haya dañado a la madre y por tanto desea hacer una reparación  por sus fantasías destructivas. Al ver a la madre como una persona total, el niño no sólo desarrolla la capacidad de perdonarla por las frustraciones que le inflige sino que también busca perdón por sus trasgresiones contra ella.

Esta preocupación por el bienestar de la madre, esta percepción de ella como una persona total, da lugar a importantes identificaciones con sus aspectos benevolentes. El niño se identifica con las actitudes cuidadoras de la madre no sólo hacia él, sino también hacia otras personas. El niño se identifica también con la conducta reparadora de la madre hacia sus propios padres y hacia sus hijos. Esta serie de logros evolutivos está relacionada con la capacidad del niño para progresar más allá de la seguridad de la defensa primitiva de la escisión, en la cual las representaciones de self y objeto buenas e idealizadas, se mantienen separadas de las representaciones malas y devaluadas. El niño comienza a abandonar el pensamiento polarizado y binario, en el que todo es bueno o malo, blanco o negro, y lo reemplaza con la capacidad para ver las interacciones humanas en un continuum de tonalidades de grises. El fracaso en la integración de estas polaridades produce un amor y odio relativamente no modulados y por tanto da lugar a un impedimento severo en el manejo de los agravios contra los demás. El daño cobra cada vez más importancia y es más duradero como resultado de la intensidad del enfado que se genera y las proyecciones que desarrolla.

Winnicott (1965) confía mucho en las formulaciones kleinianas, especialmente en la posición depresiva, al describir los logros evolutivos como la capacidad para preocuparse. Aunque no se refiere explícitamente al perdón, uno puede extrapolar esta cuestión desde la descripción del proceso implicado en las vicisitudes de la relación temprana madre-hijo. Al principio los impulsos del ello del niño están dirigidos hacia la “madre objeto” que necesita sobrevivir para aplacar la angustia y la culpa del niño respecto a su destructividad. La segunda parte del proceso es la continuación de los cuidados amorosos y protectores de la “madre entorno”, ayudada por la capacidad del niño para preocuparse por el afecto y la viabilidad de la madre. Cuando la madre objeto y la madre entorno se unen en la mente del infante, “la preocupación aparece en la vida del infante como una experiencia altamente sofisticada” (p. 76).

En este complejo proceso, un buen resultado sería que a pesar del implacable ataque del infante a la madre, ella no sólo sobreviva sino que también acepte las reparaciones del infante. Si bien hay que admitir que esto es especulativo, creo que es más que probable que el infante comienza a experimentar algo parecido al perdón por parte de la madre por los deseos hirientes y destructivos hacia ella. Y es probable que este contacto temprano con un objeto que perdona contribuya a la internalización de la capacidad de la madre para perdonar.

En resumen, el éxito del niño para superar la escisión, reparando el daño fantaseado que le ha hecho a la madre e identificándose con los aspectos benevolentes e indulgentes de ésta, es un buen comienzo en la capacidad posterior para perdonar. Los adultos que no pueden perdonar a menudo no han logrado llevar a cabo estas tareas evolutivas. Para ilustrar esto, nos referiremos a una mujer que desde una edad muy temprana había sufrido con el sentimiento de que sus dos hermanos mayores eran el ojito derecho de su madre y que el éxito académico de éstos era motivo de especial orgullo. Por el contrario, ella era una estudiante normal que tenía dificultades para socializar con sus pares y manifestaba problemas alimentarios. De adulta, tuvo breves procesos de psicoterapia y una breve hospitalización, pero no tuvo un tratamiento expresivo prolongado. Según pasaron los años, su resentimiento contra los miembros de la familia se afianzó más, a pesar de los esfuerzos esporádicos de varios parientes por ayudarla a superar sus crecientes límites. Su actitud hacia todos, incluyendo sus propios hijos era: o haces lo que yo quiera y vives tu vida según mis dictados o no tendré nada que ver contigo. Como es de esperar, vive los últimos años de su vida en un aislamiento no demasiado espléndido. La evidencia de pensamiento binario bueno/malo acerca de los otros no tiene coto en su vida.

Teoría del apego

Los desarrollos recientes en la teoría del apego contribuyen a una mejor comprensión de la capacidad para perdonar. Muchas de estas ideas se originan con un estudio experimental de niños de un año dirigido por Ainsworth y col. (1978), quienes idearon la Situación Extraña, un test de laboratorio de veinte minutos en el cual el niño es expuesto a “separaciones minúsculas” de no más de 3 minutos. Madre e infante entran en una habitación que no les resulta familiar y que está llena de juguetes. Poco después entra un extraño y la madre sale de la habitación, dejando al infante con el extraño. La madre regresa tras unos minutos, y el extraño se marcha. Momentos después, la madre sale por segunda vez, dejando al niño solo en la habitación. Tres minutos después, vuelve y coge a su infante.

Se notaron diferencias en la conducta de los infantes que podían ser categorizadas en líneas generales como una prueba de apego seguro o inseguro. Los niños seguros pueden sentirse brevemente disgustados o no por la partida de su madre, pero a su vuelta la reciben, mantienen un buen contacto visual y vuelven rápidamente al juego explorador. Son claramente capaces de utilizar a su madre como una base segura. Los niños inseguros, por el contrario, muestran una gran variedad de respuestas perturbadas.

Un grupo de niños muestra apego evitativo. Parecen ajenos a las idas y venidas de la madre y en su lugar se centran en los juguetes. Son superficialmente amistosos e independientes, pero su falta de interés por la madre es inusual y prematura para un infante de sólo un año. Estos son niños cuyas necesidades de apego han sido generalmente rechazadas por la madre y usan una estrategia adaptada que puede caracterizarse como apego defensivo. Han desarrollado una desconfianza temprana hacia la proximidad; si este patrón continuase y se consolidase, se podría esperar que en años posteriores muchos evitarán depender de otros y serían hipersensibles ante cualquier signo de ser ignorados.

Otra forma de reacción insegura se denomina apego resistente. Estos niños se muestran bastante angustiados cuando la madre se marcha, muestran poco interés por la exploración y el juego y no se calman fácilmente cuando la madre regresa. Tienden a mantener su enfado durante largos períodos de tiempo. Sus madres, que suelen ser de una disponibilidad inconsistente, tienden a permanecer indiferentes, y los niños utilizan la estrategia adaptada de magnificar su ansiedad para llamar la atención de la madre.

Estos patrones de apego inseguro se demuestran en la vida adulta mediante la Entrevista de Apego en Adultos de Main (1995), una entrevista estructurada semiclínica de una hora de duración que implica aportar recuerdos de relaciones tempranas y reflexionar sobre ellos, así como evaluar la capacidad del individuo para mantener un discurso coherente y colaborador. El sistema de medición de Main establece categorías adultas paralelas a las clasificaciones de apego en infantes. Así, los adultos rechazantes intentan limitar la influencia del apego en sus relaciones. Muestran recuerdos escasos o superficiales de experiencias de apego en la infancia y tienden a idealizar o devaluar a las figuras parentales. Tienden a negar la dependencia y a enfatizar su fuerza, independencia y normalidad. Main afirma que estos adultos rechazantes son como los infantes evitativos en la Situación Extraña. Rechazan la tarea y al entrevistador y dan apariencia de invulnerabilidad.

Los adultos preocupados forman una segunda categoría. Muestran una implicación intensa en las relaciones y tienden a aferrarse a apegos tempranos confusos, especialmente a experiencias malignas. Su discurso es característicamente divagante, emocionalmente lábil y confuso. Tienden a preocuparse por las experiencias traumáticas tempranas y les resulta difícil separar el pasado del presente. Main establece un paralelismo entre el adulto preocupado y el infante resistente, especialmente respecto a su indiferencia ante las intervenciones del entrevistador o de los padres.

No sólo esas categorías son análogas entre sí sino que, según Fonagy y col. (2002, p. 40), diversos estudios longitudinales han mostrado una correspondencia de entre el 68 y el 75 % entre las clasificaciones del apego en la infancia y las de la vida adulta. Allen (2001) también ha resumido los hallazgos relativos a la continuidad de los patrones de apego. Cita la demostración de estabilidad de la clasificación del apego en el informe de Main de 1995, que mostraba una fuerte continuidad desde la infancia hasta los 19 años. Sin embargo, apunta una diferencia entre los patrones evitativo y resistente en la medida en que las personas evitativas muestran muy pocos cambios con el paso de los años, mientras que los patrones resistentes están en cierto modo más dispuestos al cambio.

La relevancia de estos estudios sobre el apego para la capacidad de perdonar es que los individuos evitativos/rechazantes y los resistentes/preocupados han desarrollado desde muy temprano defensas que muestran cierta estabilidad a lo largo del ciclo vital y que se centran en evitar otra traumatización.  Los padres de los infantes evitativos no han logrado ofrecer a sus hijos un sentimiento seguro de que las necesidades nutricias serán gratificadas; por tanto el niño intenta adaptarse comportándose de forma tal que se muestran ajenos a las separaciones de la madre. Aunque los estudios empíricos no han vinculado este patrón con el perdón, parecería razonable esperar que los individuos evitativos tendieran a tener menos capacidad para perdonar, en tanto que muestran un patrón de alejarse de las personas que los han decepcionado o frustrado. Su estilo de apego es descartar a cualquier individuo que los haya decepcionado o los haya rechazado y mantener la distancia, minimizando así la posibilidad de acercamiento.

Los individuos resistentes/preocupados son asimismo altamente propensos a quedarse atrapados en un patrón inadaptado que no se presta al perdón. Al igual que los infantes, son inconsolables cuando se frustran, y aun cuando la madre regresa no abandonan la dramatización de su queja.  Intentan transmitir a la madre la gravedad de su trasgresión. Dicha conducta continuada en la vida adulta manifiesta el mismo patrón de no dejar pasar la herida y el dolor que sintieron en la infancia. De adultos, continúan viviendo en el trauma temprano, como si hubiera sucedido ayer. Trasmiten claramente que no han perdonado a la parte ofensora y es de esperar que esta actitud se generalice en otras relaciones.

Mentalización o capacidad reflexiva

El concepto de mentalización está estrechamente relacionado con estas visiones evolutivas del apego (Fonagy y Target, 1997; Fonagy y col. 2002). También conocida como capacidad reflexiva, la mentalización se refiere a la capacidad universal de los humanos, incluyendo los más jóvenes, para comprender su propia conducta y la de los otros, y, más concretamente, para relacionar la conducta manifiesta con estados mentales subyacentes.

Esta capacidad permite desarrollar ideas acerca de lo que está sucediendo en la mente de los otros y predecir su conducta. Permite a los individuos responder no sólo a la conducta manifiesta sino también a su concepción de los sentimientos, intenciones y creencias de las personas. Así, para nosotros es un acto reflejo imputar significado y predictibilidad a la conducta de los otros. La mentalización es un don biológico que se fomenta y se desencadena por el estrecho contacto que el niño mantiene con los cuidadores que ejercen su propia capacidad reflexiva. En la medida en que el padre/madre lee la conducta y necesidades del momento a momento del niño, éste comienza a identificarse con las capacidades mentalizadoras de la figura parental. Estas capacidades generalmente dan lugar al apego seguro del niño, que a su vez favorece en él el funcionamiento reflexivo. Fonagy y col. (2002) han demostrado una correlación entre el apego seguro del niño y la capacidad parental para un buen funcionamiento reflexivo.

La capacidad de mentalizar es un aspecto que nos hace particularmente humanos y contribuye a nuestra capacidad para trabajar cooperativamente en comunidades y organizaciones, y para llevar adelante relaciones íntimas. Permite a las madres criar eficientemente a sus hijos y a los terapeutas empatizar con sus pacientes. Especialmente cuando los terapeutas tienen que vérselas con una conducta repugnante por parte de los pacientes, pueden modular sus contratransferencias negativas invocando su capacidad reflexiva para comprender las fuerzas que pueden haber afectado a esta persona para producir la presente conducta problemática.

Este uso de la comprensión que uno tiene de la motivación humana, no exclusivo de los profesionales de la salud mental, es un factor significativo en la capacidad para perdonar. La herida causada por la parte ofensora se siente menos grave en la medida en que se comprende la personalidad subyacente de la persona y los conflictos internos. El mismo proceso usado por un terapeuta para manejar de forma no punitiva a un paciente difícil se utiliza por la típica víctima de una conducta hiriente al mentalizar o reflexionar sobre los factores subyacentes que produjeron las acciones ofensivas.

Una mujer sufrió considerablemente durante su desarrollo temprano a causa de la incapacidad de su madre para ofrecerle el entorno seguro y de cuidados que los niños necesitan. Tras el divorcio de los padres cuando ella tenía 6 años, su hermana mayor permaneció con el padre, mientras que ella era alojada temporalmente en un hogar de acogida porque su madre se sentía incapaz de cuidar de ella. Durante los siguientes años la mandaron de la abuela a la madre, y de ahí al padre, y se sentía comprensiblemente resentida porque su madre fuera incapaz de ofrecer un hogar estable. A pesar de su profundo enfado, finalmente fue capaz de hallar cualidades positivas en cada una de las decisiones de su madre: reconoció, por ejemplo, que su madre había esperado que la abuela proveyera a la niña el amor que ella no podía proporcionarle, y que el padre, un académico, pudiera ofrecer unas buenas oportunidades de educación. Así, su resentimiento fue modulado por su comprensión de las deficiencias maternas y por su capacidad para percibir los aspectos positivos de los torpes intentos de su madre por compensar su deficiencia.

Capacidad para el duelo

Otra perspectiva teórica, relacionada con las tres ya mencionadas, la ofrecen las formulaciones acerca de la capacidad para llorar una pérdida, sea psicológica (p. ej. un daño narcisista) o física (por ej. el traslado o incluso la muerte). En “Duelo y Melancolía”, Freud (1917) sostenía que el duelo patológico resulta de la ambivalencia hacia el objeto perdido, en el que posiblemente la hostilidad es significativa o incluso dominante. El proceso normal de duelo es la liberación gradual del vínculo libidinal con la persona mediante recuerdos dolorosos y recurrentes de experiencias concretas que crearon ese vínculo. Obviamente, estos lazos nunca se deshacen del todo, sino que finalmente se establece la realidad de tener que abandonar una relación valiosa.

Cuando la hostilidad hacia la persona es suficientemente intensa, el proceso normal de duelo se interrumpe, y pueden dominar otros mecanismos. En primer lugar, la persona puede regresar a una internalización o identificación con el objeto perdido, cuyas características y rasgos comienza a asumir. Esto sirve como negación de la pérdida, en la que el objeto es preservado internamente. En segundo lugar, uno puede manejar la agresión hacia el objeto perdido mediante la idealización. Centrándose únicamente en las cualidades positivas del objeto, y exagerándolas, uno evita que emerja una imagen realista de la relación con el otro, cortocircuitando así el proceso normal de duelo. Finalmente, en ocasiones se observan reacciones maniacas ante la pérdida. Aquí aparece la euforia inadecuada, a menudo asociada con un sentimiento de triunfo sobre el objeto perdido, que, al contrario de quien hace el duelo, no ha sobrevivido. Esta reacción es una forma extrema de negación de la pérdida.

El duelo y el perdón parecen trabajar mano a mano y reforzarse mutuamente. Una incapacidad para perdonar mantiene vivo el enojo, a menudo en una forma inconsciente reprimida, como Volkan, usando el concepto de trauma elegido, ha mostrado en sus estudios de la enemistad continuada entre grupos nacionales (Volkan, Julius y Montville, 1990). Del mismo modo, la incapacidad para perdonar evita que la persona llegue a aceptar la pérdida de una relación valiosa. Siassi (2002) describió el caso de un hombre crónicamente deprimido que nunca había hecho el duelo por el suicidio de su padre cuando él tenía 8 meses. En el curso de un exitoso proceso analítico fue capaz de sentir tristeza en lugar de enfado por la pérdida y finalmente desarrolló cierta comprensión de la desesperación que condujo a su padre a la muerte.

El deseo de venganza hace más difícil el duelo, y la incapacidad para el duelo impide o excluye la capacidad para perdonar. En otras palabras, la patología en uno de los dos procesos incapacita o debilita el otro. Cuando el individuo ha asido incapaz de moverse de la posición esquizo-paranoide a la posición depresiva y por tanto no ha sido capaz de integrar las representaciones internalizadas de self y de objeto bueno y malo, los impulsos sádicos, destructivos, permanecen relativamente sin modular y dan lugar a varios desarrollos patológicos, incluyendo la incapacidad de hacer el duelo por una pérdida.

Los procesos descritos desde las cuatro perspectivas teóricas a que me he referido, parecen estar respaldados por la capacidad para internalizar un objeto bueno estable. Cuanto más fuerte es la presencia de dicho objeto, más probable es que el individuo supere la escisión temprana entre bueno y malo integrando, así, representaciones parciales de objeto en un todo más realista. Este logro evolutivo permite un mundo de objetos internos más estable y constante. Pero también podríamos considerar la integración de la escisión entre las representaciones de objeto bueno y malo como el factor más importante subyacente no sólo a la capacidad de perdonar sino a la mayoría de otros logros relacionales citados anteriormente: la capacidad para preocuparse por alguien, la reparación, la negociación exitosa de la fase de aproximación, el desarrollo de un apego seguro, la capacidad de mentalizar y la capacidad de hacer un duelo por la pérdida de un otro.

Ilustración clínica

El paciente, un abogado de treinta años, se había divorciado recientemente tras cinco años de matrimonio, sin hijos, con una colega profesional. Acudió a tratamiento conmigo a causa de un vago sentimiento de soledad, incertidumbre sobre si deseaba casarse de nuevo y el deseo de manejar más eficazmente sus relaciones profesionales. Su madre había fallecido hacía poco y otro motivo para tratarse era buscar ayuda para procesar el dolor. No estaba totalmente claro por qué se había roto su matrimonio, excepto que la pareja se había distanciado y él sentía que el cariño de ella se dirigía a otra parte. Había tenido dos experiencias previas de tratamiento, ambas relativamente breves.

Era el más pequeño de los cuatro hijos de un físico de éxito y una mujer cada vez más limitada por una enfermedad progresivamente incapacitante, se identificó desde muy pronto con los intereses científicos y técnicos de su padre y disfrutaba ayudándolo en su taller. Sobresalía en el colegio y tendía a pasar su tiempo libre con actividades solitarias como la lectura, el estudio y el dibujo. Ambos padres intentaron ayudarlo a ser una persona más social y su madre en concreto lo empujó a mostrase más masculino. El paciente se resistía, sin embargo, con el sentimiento de que sus padres no estaban sintonizados con sus verdaderos deseos y necesidades

Mientras estudió en el instituto y la universidad, rara vez tuvo una cita. Conoció a su mujer en la facultad de Derecho y se sintió fuertemente atraído por su dulzura y consideración. El noviazgo se vio estropeado por su descubrimiento de que ella estaba en el proceso de finalizar otra relación romántica y no se lo había dicho; sin embargo, siguió adelante con el noviazgo y el matrimonio. La pareja funcionó bien los dos primeros años, pero poco a poco se fueron distanciando según sus intereses se iban alejando.

La fase de apertura y el incidente

Los primeros cuatro meses del análisis fueron un período de luna de miel en el cual el paciente se sintió rápidamente apegado a mí y me idealizaba como analista. Sentía que finalmente había encontrado alguien que se dedicaría completamente a él y sintonizaría con sus intereses más profundos. Este período idílico se frenó en seco unos diez días antes de que diera comienzo mi mes de vacaciones de verano. En mi familia se había producido una muerte y le pedí a mi secretaria que informase a mis pacientes que yo iba a estar fuera lo que quedaba de la semana. Cuando el paciente recibió esta noticia, inmediatamente pensó que yo tenía una grave enfermedad. Durante las siguientes 24 horas estuvo en estado de pánico, abandonado, y consideró fugazmente la idea del suicidio. Al día siguiente leyó el obituario en el periódico, lo cual aclaró la situación, y su angustia por mi bienestar se convirtió abruptamente en cólera por el modo en que yo había llevado el asunto. Durante el resto de la semana continuó su sufrimiento, preguntándose por qué había pedido a mi secretaria que telefonease en lugar de hacerlo yo mismo y, en concreto, por qué no le había transmitido la razón de la cancelación.

Cuando faltaban dos sesiones para las vacaciones, planeadas con mucha antelación, volví al consultorio para encontrarme con el paciente en un estado de furia incandescente. Desgraciadamente, en este breve tiempo poco podía hacer yo por ayudarlo a calmar su ira.

El proceso de tratamiento: “Nunca podré perdonarle aquel verano”

Según trabajábamos el incidente a mi regreso, me quedó claro que si yo hubiese comprendido mejor la angustia del paciente en torno al abandono y su agudo sentimiento de soledad y desesperación cuando se sentía incapaz de manejar estos sentimientos negativos, lo hubiera llamado yo mismo y le hubiera explicado la razón de mi repentina ausencia. Le reconocí que había cometido un error al no hacerlo así. Esperaba que tras un período de trabajar sobre el incidente ambos reconoceríamos que habíamos aprendido de ello y seríamos capaces de dejarlo atrás.

Pero el paciente no podía perdonarme. Se aferró al incidente durante gran parte del tratamiento, invocándolo especialmente cuando estaba a punto de entrar en un material más íntimo que le provocaba angustia o vergüenza. Parecía temer que le pudiera ocurrir de nuevo algo similar, acompañado de los mismos afectos turbulentos. Siempre que iba a ahondar en la transferencia positiva, le daba miedo ser abandonado o ignorado, o que sus sentimientos no fueran recíprocos. Entonces invocaba el mantra de no ser capaz de confiar en mí a causa de “aquel verano”.

Cuando quedó claro que no iba a perdonarme mi trasgresión, me (adapté) dispuse a realizar un esfuerzo a largo plazo para comprender con el paciente por qué se aferraba a esta posición implacable. Con los años, ambos aprendimos acerca de las complejas motivaciones y defensas implicadas en esta conducta, de las cuales la más significativo era su lucha contra la intimidad y la confianza. Otras motivaciones incluían su gratificación sádica al despreciar mis esfuerzos, aun cuando eso supusiera una pérdida también para él. “Es mi análisis y yo le estoy pagando, así que lo golpearé y lo atacaré cuando quiera”. Deseaba hacerme sufrir, no sólo en retribución por su agonía durante el incidente, sino también por toda la amargura que había sentido durante el crecimiento. Se sentía con derecho a la venganza porque para él el incidente parecía haber estropeado un proceso de tratamiento de que esperaba que deshiciera el dolor de las heridas que había soportado  Su afán vengativo me castigaba por haberlo ignorado; me veía como a un padre (ensimismado) preocupado que no se daba cuenta de las necesidades de su hijo.

A pesar de la comprensión de estas dinámicas desde el punto de vista del crecimiento, el paciente se aferraba a su posición implacable.  Él consideraba que el que yo lo ayudase a comprender lo que había pasado entre nosotros no podía compensar mi error. Después de trabajar tres años sobre este problema, sentí que el tratamiento había alcanzado un impasse y le sugerí que ambos debíamos pensar seriamente en transferirlo a otro analista, puesto que una solución real no parecía algo próximo y su actitud parecía un obstáculo para el progreso. En este momento su comportamiento se suavizó claramente, y declinó hacer el cambio, diciendo que en realidad estaba más apegado a mí de lo que había pensado –y probablemente de lo que pensaba yo.

Tras esta intervención, continuó teniendo una actitud más suave, y mostró más disposición a reflexionar sobre su enfado. Reconocía que aun cuando pensaba que yo había cometido un error, sabía que no pretendía hacerle daño. También confesó que había hallado gratificación en castigarme y habló en detalle de cómo me había idealizado durante los primeros meses del tratamiento, una situación que él describía como de “completa rendición”. El modo en que yo había manejado mi repentina ausencia le hizo sentir que no sólo mis sentimientos hacia él no eran recíprocos, sino que apenas había pensado en sus necesidades.

Su creciente reflexión también dio lugar a sentimientos de culpa sobre el dolor que me había causado, que a su vez dio paso a una preocupación por el Holocausto. Cuánto había sufrido mi familia debido a la persecución nazi hacia los judíos había constituido una preocupación frecuente. Su reconocimiento lo llevó a afirmar que su reticencia a implicarse en una relación íntima con otra mujer se basaba en parte en su deseo de evitar castigarla con su enfado.

Racionalizó el dejar que su odio creciera durante los últimos años como un esfuerzo por ver si podía trabajar conmigo. Cuando finalmente se vio confrontado con la cuestión de si realmente deseaba trabajar conmigo, fue capaz de ver que sus sentimientos positivos habían vencido. Parecía que mi recomendación de considerar el transferirlo a un colega fue útil para hacerle saber que yo había alcanzado mi límite en la aceptación de su abuso. También lo forzó a reconocer los sentimientos positivos contra los que había estado intentando defenderse.

Durante los siguientes dos años hubo cada vez más períodos de reflexión sobre sus conflictos internos y la voluntad de contemplar su uso del sadismo como una defensa. Pero estas ocasiones a menudo se veían interrumpidas por episodios de enfado que en su mayoría eran provocados por interrupciones o ausencias. En esos momentos, su reacción dominante era sentirse ignorado, intrascendente y marginado. Y esos incidentes desencadenaban recuerdos de sus padres tratándolo como si sus deseos fueran irrelevantes. Este era el tema vital que impulsaba su necesidad de evitar la expresión de sentimientos positivos, amorosos, y mantenía sus sentimientos enfadados e implacables en primera línea de nuestra relación.

Mi contratransferencia durante la primera fase del análisis era contener las expresiones de frustración e impaciencia con los ataques sádicos del paciente en torno a “aquel verano”. Los esfuerzos por interpretar la transferencia negativa defensiva del paciente tendían a ser ignorados o usados por el paciente como otra prueba de mi fracaso para entenderlo o de mi intento de minimizar la medida de mi error. No fue hasta que el paciente mostró signos de ceder en cierto modo, tras plantearle la posibilidad de un cambio, que me sentí más libre para hacerle saber que sus ataques y su rigidez defensiva me afectaban. Por ejemplo, comenzó a criticarme en un momento dado por no buscar un analista sustituto mientras yo no estaba. Cuando le respondí que tenía dificultad para pensar que yo me preocupaba por él, automáticamente replicó que tenía derecho a pensar así después de lo de “aquel verano”. Respondí con cierta exasperación que estaba utilizando ese refrán para evitar observar el papel central que las separaciones desempeñan en su vida. Su reacción cuando me permití mostrar mi frustración fue que su conducta estaba teniendo un impacto sobre mí y sus sentimientos no estaban siendo ignorados.

¿No podía el paciente o no quería perdonar a otras personas ajenas al tratamiento? Ciertamente esto era así en el contexto de relaciones idealizadas. Desconfiaba de su ex mujer porque había mantenido en secreto el hecho de que estaba terminando una relación romántica cuando él la estaba cortejando. Este trasfondo generó una atmósfera de desconfianza que persistió durante su matrimonio. En el instituto, una profesora a la que tenía en gran consideración había rechazado por “estúpida” una pregunta que él le había hecho con la esperanza de impresionarla. Después de eso, interrumpió todas sus contribuciones espontáneas a las discusiones en clase, no sólo en la de esta profesora sino en todas las demás.

La terminación del tratamiento se vio precipitada por mi decisión de retirarme de la práctica clínica. Anuncié mis planes con más de un año de antelación, consciente de las dificultades del paciente en torno a la separación y la pérdida. Su reacción inmediata fue en dos sentidos. Uno fue alivio por tener una fecha de terminación, puesto que temía estar involucrado en un proceso interminable. El otro sentimiento fue enfado porque una vez más lo hubiera privado de un tratamiento completo y sólido; comparaba la situación con los acontecimientos de “aquel verano”.

Más que nunca antes fue capaz de aclarar que el trauma que había sentido al principio del tratamiento se debía a la desigualdad del apego y compromiso del uno hacia el otro. Había comenzado a dedicarse a la relación y a convertirme en la principal figura de su vida. Pero el incidente de aquel verano lo convenció de que su devoción no era correspondida; por tanto su fe en mí se hizo añicos y no pudo ser restaurada. “Dejé de existir para usted. Sólo era una concha o un guijarro que se había desintegrado y convertido en nada”. Repitió que su principal motivación era infligirme el mismo dolor que yo le había causado. Se daba cuenta de que podía estar privándose de un análisis exitoso, pero eso era secundario a su deseo de vengar su dolor. Además, tenía dudas de que pudiera ser capaz de llevar a cabo cambios significativos en su vida.

Incrementó sus ataques hacia mí por mi decisión de retirarme. ¿Estaba relacionado con mi deseo de distanciarme de él? ¿Por qué no conseguí hacerle su aporte antes de tomar la decisión? Me acusaba de seguir simplemente mi agenda e ignorar sus necesidades. Si bien muchos de estos sentimientos negativos emergían con mucha más claridad que antes, el paciente también se permitió mostrar sus sentimientos de apego hacia mí. Confesó que su miedo de permanecer eternamente en análisis representaba de hecho un deseo de estar en tratamiento de forma indefinida “como agarrarse a un enamoramiento”. También insinuó que sus ataques enojados expresaban en parte su deseo de prolongar el análisis.

Fuimos capaces de observar los cambios que había hecho y los que no había conseguido hacer. Su vida profesional dio un giro a mejor, especialmente después de abandonar el enorme bufete de abogados y comenzar su práctica en solitario. Se hizo menos propenso a las reacciones impulsivas y fue capaz de funcionar con los demás de forma más armoniosa. En el aspecto negativo, decidió que no estaba hecho para la socialización activa, había sido poco (menos que) gregario a lo largo de su vida y en cierto modo había aceptado con reticencia la soltería como modo de vida.  Al igual que con el perdón, suavizó su enfado y resentimiento por la experiencia traumática del verano, pero nunca abandonó el sentimiento de que mi error por falta de empatía había interferido con su experiencia de tratamiento. Su dificultad para salir de su resentimiento claramente impedía la realización de logros mayores.

Factores evolutivos

Escisión: relación conflictiva con la madre. Tanto el impedimento físico de la madre como su rígida personalidad desempeñaron un papel importante en el desarrollo del paciente. Puesto que su madre no tenía seguridad ni facilidad para cogerlo en brazos, abrazarlo y consolarlo físicamente, el paciente se vio privado del cuidado físico esperable. En realidad la inseguridad de su madre para coger a su hijo hizo que éste se sintiera tan ansioso cuando lo tomaban en brazos que lo primero que decía era “déjame bajar”.

Un suceso importante al principio de la vida del paciente fue que contrajo una grave enfermedad entre los 3 y los 4 años, y fue hospitalizado durante más de  un mes a cierta distancia de su casa. El recuerdo de su experiencia traumática fue de no ver a sus padres durante largos períodos de tiempo, lo que contribuyó a un temor arraigado al abandono, que tiñó todo el análisis. Esta experiencia se vio agravada por el enfado de verse impedido con “paños calientes” por las enfermeras, quienes luego se marchaban dejando que su pequeño paciente se las arreglara para liberarse. Esta experiencia pareció reforzar su disposición a desconfiar en quien supuestamente lo iba a ayudar y a sentir la necesidad de ser autosuficiente.

Sentía a su madre como estricta y exigente, demandante de perfección en las tareas domésticas del niño. El paciente no tuvo con su madre las interacciones placenteras usuales, como jugar a pelearse físicamente, excursiones ocasionales como picnics familiares, o ir de compras con ella, lo que contribuyó al sentimiento de privación evidenciado por cómo se sentía con ciertos derechos a raíz de “aquel verano”. Su temor a ser ignorado o marginado se relacionaba claramente con el sentimiento de que su madre no sintonizaba con el tipo de persona que él era. La veía como si tuviera una agenda de lo que quería hacer para convertirlo en un tipo de chico más masculino, dejándolo con el sentimiento de que sus aspiraciones escolares y contemplativas no tenían importancia. Las necesidades de la madre por su discapacidad siempre fueron prioritarias en la familia. Aunque el paciente temía que quejarse o criticar el reino autocrático de ésta sólo habría agravado sus problemas, también sentía empatía por las dificultades tan reales de la madre.

Quizá lo más relevante para nuestro tema fuera la intolerancia de su madre ante cualquier desviación de sus rígidas expectativas por parte de sus hijos. Cuando el paciente tenía 8 años, sus dos hermanas se casaron con personas que no profesaban su misma religión y fueron repudiadas por sus padres durante un período considerable de tiempo. En parte, su madre se identificaba con la perspectiva implacable de la iglesia. El paciente tomó nota cuidadosa de estos acontecimientos y decidió que se ceñiría celosamente al código de conducta requerido, sin importar lo resentido que estuviera.

Durante su crecimiento, su padre fue decididamente una figura idealizada pero lejana. Estaba orgulloso de los logros de su padre en su campo y del aprecio que otros le tenían, pero el enfrascamiento en su trabajo y su personalidad tranquila y retraída hacía difícil que los niños se acercasen a él.

Esta constelación familiar dio lugar en sí misma a un cierto grado de escisión, el precursor más importante de una capacidad más limitada para perdonar. Él desarrolló una fuerte antipatía hacía su tiránica madre, que reprimía por necesidad. Aunque su padre, distante y discretamente benevolente parecía ser el opuesto de su madre, él también era demasiado inalcanzable. En la transferencia, esta constelación parecía correr el paralelo al contraste entre el analista idealizado de los primeros 4 meses y el que había provocado su ira después de “aquel verano”. También era significativa la identificación del paciente con la madre-agresor. Exigía a los otros, especialmente a quienes lo ayudaban, que se ciñeran a su estándar perfeccionista y exigente. Por ejemplo, pensaba que yo debería haber sabido cómo iba a afectarlo cualquier modo de manejar mi repentina ausencia. Como su madre, tenía una gran dificultad para perdonar cualquier transgresión a sus expectativas.

Apego inseguro y capacidad de mentalizar. En su desarrollo temprano, el paciente se vio privado de la oportunidad de sentir un apego seguro, de vivir el consuelo y el cuidado, y de verse libre de la angustia de que iba a ser precipitadamente abandonado. Al principio del análisis yo comenté que hablaba como si no tuviera piel. Al paciente esta observación le pareció empática y válida, refiriéndose a ella ocasionalmente en el transcurso del tratamiento. De las varias modalidades de apego inseguro, indudablemente él encaja bien en el tipo resistente. Aunque no fue especialmente manifiesto durante su infancia en la insistencia de que se satisficieran sus necesidades, uno puede decir que se estaba tomando su tiempo antes de expresar alto y claro dichas necesidades, especialmente porque su entorno familiar tendía a reprimir dicha conducta. Pero en su vida adulta no evitaba insistir, tanto dentro como fuera del análisis, sobre su derecho al reconocimiento y la afirmación.

La mentalización, como explicaron Fonagy y cols. (2002) tiende a desarrollarse mejor en niños que han sentido apego seguro y cuyas madres y padres tienen una buena capacidad de mentalización. Esta capacidad consiste en ser capaz de reflexionar sobre la conducta propia y la de los otros dentro de un marco de comprensión de los motivos y necesidades subyacentes de la otra persona. Ofrece una protección contra la traumatización y el daño psíquico permitiendo al individuo retirarse y tomar distancia de la experiencia inmediata. “Está siendo hostil conmigo porque está asustado”, es un ejemplo de dicha reflexión.

Uno podría inferir que el trauma de crecer con una madre que estaba físicamente impedida y era rígidamente controladora no ofreció un apego suficientemente seguro como para alimentar la mentalización. Aunque ella intentaba ser una madre buena y cuidadosa, su capacidad para empatizar con su hijo era limitada. Durante gran parte del análisis intenté llamar la atención del paciente a su tendencia a externalizar sus cuestiones psicológicas y a demostrar con qué frecuencia se sentía abusado, por mí o por sus colegas, sin considerar su propia contribución al problema. Si existía un potencial para esa reflexión, tendía a ser cortocircuitado por su disposición excesiva a sentirse despreciado, marginado o abandonado.

Capacidad de duelo. Había indicaciones claras de un apego significativo hacia mí como analista, sostenido, sin embargo, ambivalentemente. Lo más indicativo de esto era su decisión de no cambiar de analista cuando se planteó la posibilidad. Además, estaba la invocación constante a no ser capaz de perdonarme cuando estaba a punto de describir una fantasía positiva sobre mí. Finalmente, durante la fase de terminación, describía la disminución de su enfado conmigo por “aquel verano” y la caracterizaba como salir de un enamoramiento. No sólo estaba sugiriendo que su enfado servía como defensa frente a los sentimientos positivos; también implicaba que no perdonar servía como un medio de aferrarse a su apego hacia mí. Al no permitirse hallar una resolución a sus sentimientos de enfado, permanecía en estrecho contacto conmigo mediante su agravio. Mientras este sufrimiento permaneciera sin resolver, el analista consideraría el tratamiento incompleto y la relación sería interminable. Como hemos indicado anteriormente, este patrón es similar al duelo sin terminar en el cual el sufrimiento prolongado se produce como un modo de no abandonar la relación con un objeto amado. Los dos procesos tienen una ominosa similitud.

Un lector de este artículo planteaba la cuestión del papel de la envidia en este análisis. En concreto, se citaba el caso presentado por Spillius (1997) como similar al del paciente descrito. Su paciente mostraba un patrón muy claro de depresión y enfado siempre que la analista era percibida como especialmente empática y solícita; esto reflejaba la persistente dificultad de la paciente para reconocer y aceptar el interés cariñoso de la analista. La paciente de Spillius mostraba un pertinaz mantenimiento del sentimiento de agravio legítimo, que le permitía evitar el trabajo extremadamente doloroso de hacer el duelo por la pérdida de objetos de amor que quería desesperadamente pero que no podía o no quería permitirse.

Si bien mi paciente no mostraba una clara evidencia de respuestas negativas ante el hecho de ser ayudado y comprendido, indudablemente mostraba algunas características similares a aquellas del paciente descrito por Spillius. Mostraba el mismo tipo de enganche al sentimiento de agravio y probablemente evitaba hacer duelo por los objetos buenos que ansiaba pero nunca había tenido.  Es incuestionable que luchaba contra el sentimiento de cercanía e intimidad. Sin embargo, nunca quedó claro que esta incomodidad se basara en la envidia de la posesión de cualidades positivas por parte del analista.

 

Conclusión

La capacidad para perdonar es la capacidad intrapsíquica para abandonar los agravios obsesivos contra los otros, aun cuando no se traduzca en una conducta manifiesta. Varios factores evolutivos pueden contribuir a dificultar la suspensión de los sentimientos vengativos. La teoría de las relaciones objetales ofrece conceptos como la escisión, la capacidad para preocuparse por otro, y la negociación exitosa de la fase de aproximación. La moderna teoría del apego enfatiza los apegos seguros e inseguros, así como la capacidad para la mentalización como factores relacionales relevantes para el perdón. Finalmente, la capacidad de una persona para hacer el duelo por las pérdidas a menudo tiene que ver con ser capaz de abandonar el sentimiento de daño psíquico. Estos conceptos se mostraron relevantes en el análisis de mi paciente, cuya dificultad para perdonar constituía una resistencia significativa en su tratamiento.

 

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