aperturas psicoanalíticas

aperturas psicoanalíticas

revista internacional de psicoanálisis

Número 024 2006 Revista Internacional de Psicoanálisis en Internet

Identidades raciales, actuaciones raciales y procesos normativos inconscientes

Autor: Layton, Linne

Palabras clave

Cultura, Desafio a las normas sociales, Identidad racial y etnica, Jerarquias sociales, Procesos inconscientes normativos, psicoanálisis, psicoanálisis social, Resistencia psiquica, Sociedad..


"Racial identities, racial enactments, and normative unconscious processes" fue publicado originariamente en Psychoanalytic Quarterly, LXXV, p. 237-269. Copyright 2006 The Psychoanalytic Quarterly. Traducido y publicado con autorización de The Psychoanalytic Quarterly.

Traducción: Marta González Baz
Revisión: Raquel Morató de Neme

 

La autora examina varias perspectivas sobre la identidad racial y étnica y propone un modelo de pensamiento sobre la identidad encaminado a captar tanto el carácter opresivo como facilitador de la misma. Para elaborar aún más la naturaleza dual de la identidad, discute el modo en que las desigualdades del mundo social, y las ideologías que las sostienen, producen heridas narcisistas que se ponen en acto consciente e inconscientemente tanto por parte del paciente como del terapeuta. Se presentan varias de estas puestas en acto en un resumen del trabajo de la autora con un paciente asiático-americano durante el cual comenzó a reconocer prejuicios inconscientes raciales y culturales del modo en que había considerado ciertos “principios básicos” de la práctica psicoanalítica: dependencia, independencia, felicidad y amor.


Sobre la identidad racial/étnica


¿A qué nos referimos cuando hablamos de identidades raciales o étnicas? ¿Nos referimos a categorías coherentes, socialmente construidas e inherentemente opresivas, como afirman muchos teóricos? Dalal (2002), por ejemplo, sostiene que el racismo precede al concepto de raza y Rustin (1991) afirma que “’Raza’ es tanto una categoría vacía como una de las formas más destructivas y poderosas de categorización social” (p. 57). Los críticos culturales lacanianos a menudo sostienen que las identidades coherentes son ficciones opresoras, y Morgan (2002) cita la evidencia del ADN para afirmar que “el término ‘raza’ es una idea construida sin una base biológica objetiva” (p. 567). O, como aquellos que consideran la “identidad” como menos problemática (p. ej. Volkan 2004), discuten  ¿está en la naturaleza humana la necesidad de una identidad de grupo grande y formar esa identidad creando una división nosotros-ellos?

O, como pueden afirmar los multiculturalistas liberales, ¿están las identidades étnicas y raciales simplemente basadas en diferencias culturales y/o biológicas no necesariamente construidas sobre la repudiación de lo que es distinto a uno, diferencias que deberían celebrarse en lugar de denigrarse? ¿Entendemos las diferencias étnicas y raciales como sensatas (modelo liberal y conservador) o como relacionadas entre sí e interimplicadas (modelo post-estructuralista)? Más concretamente, ¿pensamos que las identidades distintas de la blanca y la protestante se han construido en referencia a las cualidades dominantes de ser blanco y protestante? ¿Y, por tanto, aquellos en posiciones subordinadas crean relaciones jerárquicas entre ellos, marcadas en cierto modo por la dominación blanca (Friedman, 1995; Gooding-Williams, 1993; Layton, 1998)?

Si creemos esto último, ¿cómo entendemos tales relaciones psicológicamente? ¿En términos de perpetradores y víctimas? ¿Nos centramos, entonces, políticamente en rectificar largas historias de prejuicio y discriminación sistemáticos? ¿O, como afirman los que no prestan atención al color, las identidades raciales y étnicas descansan en diferencias culturales y/o biológicas que deberían ser ignoradas, no ser tomadas en cuenta a la hora de contratar a alguien o admitirlo en una universidad? Finalmente, ¿tiene acaso sentido hablar de identidades raciales sin hablar simultáneamente de  cómo se entrecruzan con la clase, el género y otras categorías de identidad (R.M. Williams, 1997)? En otras palabras, ¿podemos asumir que una identidad racial es homogénea, que los negros y los blancos de cualquier clase y género sienten la raza del mismo modo?

Obviamente, pensar en identidades raciales y étnicas requiere que primero pensemos en la identidad tout court. Actualmente, existen numerosas teorías que refutan la definición de identidad, y el esfuerzo por definir la identidad y la raza es, en último lugar, una cuestión política cuyo resultado tiene importantes consecuencias sociales (lo cual es obvio cuando pensamos en diferencias políticas derivadas de la ideología liberal, por ej. la acción afirmativa versus la ideología que ignora el color de la piel).

En un trabajo anterior (Layton, 1998), propuse un modelo para pensar en la identidad de género que yo consideraba que podía explicar tanto las heridas narcisistas causadas por una cultura sexista como el tipo de experiencias relativas al género que nos hacen sentir bien siendo hombres, mujeres, o cualquier grado intermedio. Lo denominé modelo de negociación porque quería captar el modo en que constantemente negociamos la identidad de género, tanto a partir de lo que Benjamin (1988) y otros llaman relaciones de  sujeto-objeto como a partir de relaciones de mutualidad. En parte, yo escribía “en contra” de las teorías postmodernas y lacanianas que sugieren que las categorías de identidad son necesariamente coercitivas y opresoras, que no hay versión saludable de la identidad de género o racial (ver, por ejemplo, varios ensayos en Appiah y Gates, 1995; Butler, 1990; George, 2001; Haraway, 1985; varios ensayos en Lane, 1998; Mitchell y Rose, 1985; Riley, 1988).

Al mismo tiempo, quería otorgar al aspecto coercitivo de las identidades el reconocimiento que merece, puesto que con demasiada frecuencia la teoría psicoanalítica ignora los efectos psíquicos de las jerarquías de poder en que vivimos. El modelo de negociación explica psicológicamente el uso defensivo y regresivo de las categorías de identidad (ver Dimen, 2003; Goldner, 1991; May, 1986) así como el uso progresivo de las categorías de identidad (por ejemplo en los esfuerzos en pos de la liberación y en la resiliencia manifestada por grupos oprimidos a pesar de las horribles proyecciones a las que están sometidos).

Para comprender mejor el uso regresivo y exclusivo de las categorías de identidad, he elaborado un concepto al cual me refiero como procesos normativos inconscientes (Layton, 2002, 2004ª, 2004b, 2005, 2006). Con este término, me refiero a las consecuencias psicológicas de vivir en una cultura en la cual las normas sirven al propósito ideológicamente dominante de mantener un status quo de poder (1). Más concretamente, he investigado las consecuencias de vivir dentro de unas jerarquías determinadas de clase, raza, sexo y género. Mi suposición es que estas jerarquías, que confieren poder y existen en beneficio de quienes tienen el mismo, no sólo tienden a idealizar ciertas posiciones del sujeto y a devaluar otras, sino que además tienden a hacerlo dividiendo las capacidades y los atributos humanos y otorgándoles asignaciones de clase o de raza.

Dichas asignaciones causan heridas narcisistas que organizan el deseo de pertenecer a un grupo en lugar de a otro. Estas heridas acaban viviéndose como identidades de clase, raza, género y sexo. En Who’s that girl? Who’s that boy? (Layton, 1998), por ejemplo, yo sostenía que la desigualdad de género crea dos distintas subversiones del narcisismo en hombres y mujeres. Entiendo (basándome en Kohut, 1971, 1977; Kernberg, 1975; y, especialmente, en Fairbairn 1954 y Guntrip, 1971, que se refieren al síndrome como esquizoide) que el narcisismo es un trastorno bipolar en el que los selfs frágiles, heridos por fallas traumáticas en el cuidado, oscilan entre el autodesprecio y la grandiosidad, la idealización del otro y la denigración, los deseos de fusión y las necesidades de distanciar radicalmente el self de los otros (Layton, sin publicar).

Como Benjamin (1988), Chodorow (1978) y otras teóricas feministas han escrito, durante un largo período de historia capitalista-patriarcal, las normas dominantes de la masculinidad de clase media idealizaron una forma de autonomía que nace de la escisión de la dependencia, la vulnerabilidad y el involucrarse en las relaciones. Esta forma de autonomía valora el dominio sobre la naturaleza externa e interna y rechaza, así, la relación con la naturaleza yo-tú. Dicha valoración produce un ideal dominante que comienza con una mitad de las polaridades narcisistas: grandiosidad, denigración del otro y evitación de la conexión íntima. Esto no significa que la otra mitad no esté presente en aquellos que viven este ideal dominante, sino que el ideal es ser omnipotente y no necesitar al otro. Las normas dominantes de la feminidad, al menos antes de la “revolución” feminista, idealizaban la otra polaridad narcisista: el auto-desprecio, la idealización del otro (“tú eres perfecto y yo soy parte de ti” [Kohut, 1971, p. 25]) y deseos de fusionarse” (2).

Estas normas coercitivas forman el crisol en el que nos hacemos femeninos o masculinos, no importa el lugar en que nos ubiquemos en el espacio social (Layton, 1998). Estas normas no sólo son normas de género, sino también de raza y de clase. Las mujeres blancas de clase trabajadora  y las mujeres negras de clase media crecen con normas especiales para su ubicación social, pero, como han dejado claro Bourdieu (1984) y otros teóricos sociales, no existe la ubicación social sin referencia a todas las demás, y todos crean sus propias identidades adoptando alguna posición afectiva y cognitiva hacia los ideales culturales dominantes. Las jerarquías de poder crean y mantienen diferencias que determinan lo que es alto y bajo, bueno y malo, puro e impuro, y existe ciertamente una tendencia general en aquellos que no tienen el poder para internalizar las atribuciones denigrantes que les llegan (véase Dalal, 2002; Moss, 2003; White, 2002).

Sin embargo, sería un error pensar que las normas se internalizan sin conflicto (Layton, 1998, 2004a). Puesto que las jerarquías dividen y categorizan los atributos y las capacidades humanas, hallamos en la clínica y en nuestra vida un conflicto incesante entre los procesos inconscientes que buscan mantener esas escisiones y aquellos que las rechazan. Los que buscan mantener las escisiones son a los que yo denomino procesos normativos inconscientes.

Los procesos normativos inconscientes se refieren a ese aspecto del inconsciente que empuja a repetir los patrones de afecto/conducta/cognición que mantienen las normas sociales y que provocan angustia psíquica en primer lugar. Las puestas en acto tienen lugar cuando el terapeuta es empujado inconscientemente por las mismas normas que empujan al paciente, o cuando el terapeuta es movido por normas destructivas. Dichas puestas en acto se desentrañan más fácilmente si somos conscientes de estas normas y de cómo operan. Volvamos al ejemplo del género, en el cual encontramos el mandato cultural de separar las capacidades de conexión y dependencia de las capacidades de ser sujeto agente y de independencia, y de atribuir a las primeras el género femenino y a las segundas el masculino. Dicho mandato provoca los síntomas que tratamos: por ejemplo, puede hacer y ha hecho que las mujeres se sientan “poco femeninas” y dañinas para los otros cuando persiguen sus propios intereses, y que los hombres se sientan “femeninos” cuando lloran o expresan vulnerabilidad. El alineamiento de, por ejemplo, la feminidad con la dependencia puede hacerse consciente (el movimiento feminista lo logró). Cuando llega a impactar las jerarquías sociales, sin embargo, lo inconsciente y conflictivo proviene del modo en que las normas no igualitarias  de una cultura o subcultura constituyen psicológicamente (y ejecutivamente mediante la repetición constante) la dependencia y la independencia. En la cultura de Estados Unidos, por ejemplo, las jerarquías de sexo, género, clase y raza producen una gran variedad de normas sociales e ideologías que requieren separar la dependencia de la independencia y la repudiación/devaluación de la dependencia que requiere el modo dominante de puesta en acto de la autonomía. Los pacientes tienden a no saber que aquello por lo que sufren es por el modo en que han separado las dos, por qué es tan difícil sentirse como un hombre cuando se sienten vulnerables, por qué es tan difícil lograr simultáneamente un sentimiento de competencia y un sentimiento de conexión.

Mi concepto de los procesos normativos inconscientes difiere de otras perspectivas sobre el inconsciente social de un modo relevante. Dalal (2002) por ejemplo, distingue lo reprimido de las evaluaciones ocultas de personas y cosas que heredamos al aprender nuestro idioma y sus categorías:

En contraste con lo reprimido… lo que resulta tan poderoso y tal vez insidioso de estas “evaluaciones ocultas” que son implícitas, es que se deslizan en la psique sin resistencia… Estas evaluaciones ocultas no son más que el inconsciente social. [p. 130, cursivas en el original]

En mi opinión, estas valoraciones no se deslizan en la psique sin resistencia, de hecho la transmisión familiar y cultural de las valoraciones raciales, así como de clase, sexo y género suele ser altamente conflictiva, precisamente porque estas categorías son producto de separar las capacidades y necesidades humanas. Nuestro mundo relacional es al menos en parte el terreno de todas nuestras internalizaciones conflictivas de los antagonismos de clase, raza, género y sexo que estructuran la sociedad, internalizaciones que provocan el sufrimiento neurótico.

Los procesos normativos inconscientes, por tanto, son una de las fuerzas psíquicas que pujan por consolidar el tipo de identidad “correcto” y por ofuscar los funcionamientos de las jerarquías desiguales de poder. Protegen las escisiones psíquicas que imponen las normas culturales y lo hacen así porque el riesgo de debatirlas conduce a la pérdida de amor y de aprobación social. Pero no olvidemos que el resultado de la escisión es mantener cerca lo escindido. Las compulsiones a la repetición son el lugar en el que se pone en acto la lucha entre los procesos normativos inconscientes coercitivos y los procesos inconscientes contrarios a la norma. Y puesto que todas las identidades son posesiones relacionales y no individuales (en palabras de Dalal “quién soy” realmente se reduce a “a dónde pertenezco” [2002, p. 187]), estas repeticiones se despiertan y se recrean en las relaciones.

En la clínica, entonces, es probable que encontremos a paciente y analista comprometiéndose continuamente en poner en acto procesos normativos inconscientes. El concepto de procesos normativos inconscientes demuestra de forma útil el vínculo inextricable entre lo psíquico y lo social: los regímenes de poder que definen las relaciones entre los géneros, entre razas y clases, y entre aquellos con distintos deseos sexuales condicionan el modo en que vivimos la dependencia y la independencia, la separación y la individuación, afectos tales como la vergüenza y gran cantidad de otros componentes básicos psicoanalíticos que no suelen pensarse en términos sociales.


Raza e identidad étnica: perspectivas psicoanalíticas

Las perspectivas psicoanalíticas de raza difieren dependiendo de cómo formule una escuela (o un teórico) su teoría de la agresión y de lo que constituye la relación self-otro (3). Dalal (2001) llevó a cabo un estudio de la literatura clínica psicoanalítica sobre raza y descubrió que, en todos los casos, se suponía que las diferencias entre razas eran esenciales en lugar de constituidas históricamente. Ninguno de los autores de su estudio se preguntaba, apunta él, cómo “los blancos” llegan a ser blancos. Encontró que había dos tipos de suposiciones en la literatura psicoanalítica: que, en el fondo, todos somos iguales y la cultura es sólo un revestimiento; o que, en el fondo, todos somos únicos, y lo social contamina o inunda nuestra unicidad. En cualquier caso, la cultura se considera algo externo a las funciones psíquicas internas.

Es más, Dalal encontró que la realidad del racismo cultural nunca había sido tenida en cuenta como causa de problemas en el encuentro clínico psicoanalítico. Se supone con frecuencia que el paciente está actuando fantasías infantiles; en el mejor de los casos, la raza se entremezcla con esas fantasías, pero nunca es determinante. El racismo se conceptualiza como un efecto del prejuicio individual, nunca como causa del mismo. Dalal (2001) establece la hipótesis de que la realidad externa se deja fuera de las explicaciones psicoanalíticas de prejuicio racial a causa de la culpa del hombre blanco.

Discusiones clínicas más recientes sobre la raza tienen en cuenta el racismo externo, y estos conducen a menudo de forma inexorable a discusiones sobre los efectos del trauma, especialmente de traumas que no se verbalizan pero pasan de una generación a la siguiente (Apprey, 1993; George, 2001; Layton, 2002; Volkan, 2004; Walls, 2006) (4). El odio involucrado en las políticas racistas y en las proyecciones racistas tiende a derivar en todas las conocidas secuelas del trauma: vergüenza y odio intensos hacia uno mismo, escisión, disociación, deseos suicidas u homicidas, por nombrar algunos (Walls, 2006; White, 2002). Herman (1992) escribe que las consecuencias psíquicas del trauma a menudo resultan en una estructura interna tripartita que incluye las posiciones de víctima, autor del daño y rescatador. Como sugiere la viñeta clínica que presentaré, siempre es importante mantener estas tres posiciones en mente cuando trabajamos -así como el modo en que las tres se despiertan en nosotros.

Los clínicos influenciados por el antirracismo post-estructuralista caminan por la fina línea que separa el escepticismo hacia la categoría de “raza” y el respeto por el hecho de que la “ficción” de la diferencia racial es, sin embargo, una realidad traumática y viva, a causa de las fuerzas del racismo y de las muchas respuestas posibles a dichas fuerzas. Leary (1995, 1997) y Altman (2000) han sostenido convincentemente que, se hable de ello o no, la raza siempre está en el consultorio cuando la díada es interracial, y que el analista que no lo saca a colación arriesga evitar material difícil pero probablemente presente. El trauma del racismo afecta tanto a las “víctimas” como a los “autores”. Afecta de forma diferente a cada uno de ellos, pero como demuestra el ejemplo clínico de Altman, la víctima y el autor están conectados psíquicamente y los dos roles pueden invertirse fácilmente.

Según mi propia experiencia clínica, en ocasiones me ha parecido útil sacar a colación la raza, o al menos el privilegio de la raza, aun cuando paciente y analista fueran ambos blancos (Layton, 2006). Por otra parte, Dalal (2002) afirma (con referencia a los cuantiosos datos sobre la historicidad de los procesos de racialización) que el racismo precedió históricamente al concepto de raza y, en su opinión, cualquier referencia a la raza supone una base espuria para la diferenciación entre razas (ver también Kovel, 1988) (5). Si damos esto por cierto, entonces traer la raza a la terapia es tan complicado como pretender que no está ahí, porque ¿qué es exactamente la diferencia racial? Si bien las distinciones físicas pueden anclar nuestras nociones de diferencia racial, lo que es en realidad, en su modo opresivo, tiene que ver con el poder de dividir capacidades humanas y llamar a unas blancas y a otras no blancas. Tiene que ver con un modo ideológico de mantener los diferenciales de poder, o de asignar, como diría Bourdieu (1984) la distinción a un grupo de personas y la falta de distinción –o, en el mejor de los casos, una segunda clase- a otros.

Como apunta Dalal (2002) citando a Elias (1991), las palabras y las categorías llevan incorporadas  emociones, y la valencia positiva o negativa de las palabras y categorías deriva de las relaciones de poder: “Las emociones son evocadas y utilizadas para cumplir funciones de diferenciación…. Las emociones son una técnica que se explota en la tarea de la diferenciación, y no son ‘causa’ de la diferenciación como a veces se supone erróneamente” (Dalal, 2002, p. 131, cursiva en el original). Cuando observamos más estrechamente el contenido de la escisión racial (como lo haré en la viñeta que se discute más adelante en este trabajo), encontraremos todo tipo de efectos de estos procesos de escisión: entre otros efectos cognitivos, efectos en el modo en que se definen y se valoran el apego y la capacidad de ser sujeto agente, y efectos en los estados emocionales, en su expresión y su alcance.

Por otra parte, volviendo de nuevo al modelo de negociación de la identidad, la diferencia racial también tiene que ver con todo lo que las personas etiquetadas como el racialmente otro –es decir no blanco- colectiva e individualmente se han creado históricamente a partir de esa etiquetación. En lo que difiero de muchas posturas deterministas sobre la identidad es en el sentimiento de que las identidades raciales y la identidad entre identidades dominantes y subordinadas no son sistemas cerrados; las identidades de los grupos subordinados no están plenamente determinadas por el poder de los grupos dominantes. Como afirman Hall (1982), y Laclau y Mouffe (1985), elaborando el concepto de hegemonía de Gramsci (1971), la vida política y social de la modernidad implica una lucha incesante entre grupos dominantes y subordinados por el poder para definir precisamente constructos tales como el de raza.

Por tanto, hay aspectos de las identidades que los grupos no blancos crean para sí mismos que son saludables, a veces más saludables psicológicamente que los estados psíquicos de aquellos que se identifican con los ideales culturales escindidos, atribuidos a la raza blanca. Leary (1995, 1997) y Altman (2000) sostienen convincentemente que, a causa del racismo y de las diferencias vitales que conlleva, los blancos y los negros de la cultura de Estados Unidos observan los mismos fenómenos de modos muy distintos, otro argumento para la necesidad de encarar la diferencia racial en el marco analítico. La teoría de la raza de Dalal, que implica que llamar la atención sobre la raza ya es en sí racista, sugiere que no podemos evitar las puestas en acto racistas en la clínica, no importa lo que hagamos: ponemos en acto procesos raciales cuando traemos una diferencia racial al consultorio, así como cuando negamos la importancia de dichas diferencias.

En la viñeta que sigue, exploro este problema mediante una serie de puestas en acto con un paciente asiático-americano, con quien los procesos normativos inconscientes me, empujaban cómodamente, a una posición de blancura. Tras examinar la importancia clínica de la ambivalencia de los estereotipos, seguiré discutiendo la creciente incomodidad que sentía con este paciente mientras yo exploraba lo que consideraba como su tendencia a la autoabnegación. Y, finalmente, observaré el esfuerzo del paciente por saber lo que es el amor, un esfuerzo que mostraba el modo en que el amor -al igual que otros muchos constructos en los que los analistas raramente piensan en términos culturales- está impregnado por la raza. Las interacciones que he seleccionado revelan asimismo el modo en que la raza se entrecruza con el género, la clase y la sexualidad.

Viñeta clínica

Michael era un varón gay asiático-americano en mitad de la treintena que acudió a terapia porque no podía sacar de su mente a su ex novio, un hombre blanco de clase media. El paciente estaba preocupado porque esto interfiriese con su nueva relación y esperaba que la terapia, que nunca antes había hecho, pudiera ayudarlo a extirpar los pensamientos perturbadores sobre el ex novio, especialmente la compulsión a compararse con él de modo desfavorable para sí mismo y a sentirse socialmente inepto con relación a él. Michael se había sentido socialmente inepto durante mucho tiempo, y al menos parte del origen de este sentimiento era que su madre, que valoraba mucho la familia y la educación, no le dejó tener demasiada vida social fuera de la familia. Se esperaba de él que se centrara únicamente en el trabajo del colegio.

Su madre y su padre habían emigrado de Asia a un suburbio de una gran ciudad cuando estaban en el principio de la veintena, y Michael consideró que muchos de sus pensamientos y sentimientos eran producto de su cultura no occidental -y los valoraba como tales. Sin embargo, sentía, que tenía problemas con la autoestima y esperaba que la terapia lo ayudase con eso. Al mismo tiempo, tenía claros conflictos desde el principio respecto al hecho de estar en terapia. Parece que una de las maneras en que sus padres se habían diferenciado de “los occidentales” era sentirse superiores respecto a su capacidad para ser personas reservadas; los padres pensaban que los occidentales hablaban demasiado alto, demasiado públicamente y demasiado extensamente sobre sus asuntos privados. También lo hacían con sus emociones. Michael muchas veces pensaba así, también.

La experiencia vivida por Michael ilustra la escisión y, en este caso, la racialización y la nacionalización de las capacidades humanas: en la familia, la emoción y la racionalidad estaban separadas y se consideraban occidental y no occidental, respectivamente. Este, con seguridad, no es el modo en que los grupos occidentales dominantes suelen dividir las capacidades, pero si los padres veían como su punto fuerte el que podían ser racionales y científicos, eso les servía para distinguirse de los otros en términos de una racionalidad superior. Sin embargo, estas cosas son mucho más complejas de lo que parecen a primera vista. Resultó que la madre de Michael podía volverse a veces altamente “irracional” –chillando, gritando e imponiendo normas que para Michael no tenían sentido. Irónicamente, esto sólo aumentaba la identificación de Michael con la racionalidad y contra la emoción (6).

En el instituto, Michael se daba cuenta de sus deseos de formar parte del grupo blanco privilegiado, pero también se unió a sus amigos asiáticos para denigrar las prácticas de los chicos más populares -por ejemplo burlándose de que los blancos parecían cambiar continuamente de pareja pero sólo entre personas del mismo grupo racial. Michael se imaginaba que él era el único de los chicos asiáticos que quería formar parte del grupo blanco; como él me dijo, no sería lógico que los chicos asiáticos denigrasen algo a lo que en realidad deseaban unirse. (Aquí le hice notar delicadamente que eso era precisamente lo que él estaba haciendo, y tal vez la lógica no siempre es tan buena como se supone). A causa de sus deseos, Michael debe haber sentido un cierto grado de alienación también respecto a sus amigos, lo cual acentuó su sentimiento de ineptitud social. Lo llamativo de su lugar ambivalente entre asiáticos y caucasianos, este y oeste, era que le hacía sentir bastante inseguro -sobre lo que sentía y sobre el valor de lo que sentía, porque lo empujaba a denigrar las cosas que deseaba.

Desde mis primeras sesiones con Michael, vi que empezaban a formarse dos redes, una que asociaba ciertos atributos con los  occidentales blancos y otros con los asiáticos superiores, y otra que denigraba a los asiáticos e idealizaba a los blancos occidentales. Estos estereotipos no eran sólo raciales y étnicos; eran puntos nodales que unían la raza, la identidad étnica, el género y la sexualidad. Michael y yo nos dábamos cuenta de estas redes, y, en un momento dado, él se rió y dijo “Me baso mucho en estereotipos, ¿no?”.

Traigo la historia de Michael porque su modo de separar y racializar los atributos, a veces con una posición superior de lo blanco, a veces inferior, me despertó muchos pensamientos y sentimientos sobre cómo trabajar mejor con él. También me hizo consciente de mis modos de categorizar y juzgar y me hizo ser cautelosa hacia algunas certezas con las que me di cuenta que operaba. La terapia planteó numerosas cuestiones sobre cómo se viven las categorías de identidad que hacen intersección y el modo en que los diferenciales de poder crean diferencias: diferencias en la gama y expresión de emociones, en la relación entre emoción y cognición, en los modos de separación y apego, en la misma experiencia del amor que uno tiene. No considero que Michael sea representativo de los asiático-americanos en general (7); más bien me baso en nuestro trabajo juntos para explorar más profundamente cómo se cruzan las ideologías sobre raza, identidad étnica, género y sexualidad y cómo se viven y se ponen en acto en el tratamiento.

Como ya he mencionado, Michael idealizaba y denigraba a los caucasianos, lo que me situaba en una posición ahora superior, ahora inferior. Aunque era consciente de su tendencia a estereotipar, para Michael era inconsciente la escisión en la que se basaba esta tendencia, y el trauma que causó la escisión en primer lugar. La escisión y la proyección pueden ser mecanismos universales de defensa, pero el racismo crea las heridas que organizan esas defensas, y es en un campo racista en donde las personas ponen en acto repeticiones que mantienen abiertas las heridas y simultáneamente buscan curarlas (Dalal, 2002; Layton, 2002).

El ex novio de Michael (que de hecho era un empleado de nivel medio en una empresa y no un alto ejecutivo, como habría implicado la admiración del paciente hacia él) encarnaba en la fantasía de Michael todo lo que éste no era: era apuesto, elegante, vestía bien, atlético, tenía éxito en la empresa y, lo más importante, era socialmente sofisticado y popular. La atracción de Michael era claramente una mezcla de deseo sexual y del deseo de tener lo que pensaba que tenía su ex novio. Para ser el tipo adecuado de varón en la economía de Michael, uno tenía que ser blanco. El ideal de blancura que organizaba su deseo era de clase alta, mundano, popular y –como el ex novio no se sentía totalmente cómodo identificándose como gay- al menos semiheterosexual y homofóbico.

Michael denigraba lo que consideraba la masculinidad asiática, y no pensaba que pudiera sentirse atraído por un varón asiático. Sentía que ni los hombres blancos, los únicos que merecían la pena, ni los asiáticos, se sentían atraídos por los hombres asiáticos. Al mismo tiempo, él y sus amigos asiáticos habían despreciado lo que les pareció la cultura interesada y falsamente sincera de su ex novio. Como apuntó Bourdieu (1984) uno de los mecanismos centrales del aspecto de la formación de identidad basado en la repudiación de lo diferente, es afirmar la virtud de cualquier grupo social en que uno se encuentre (de ahí el título del libro de Bourdieu, Distinción).

Los amigos asiáticos de Michael cumplían la función de preguntar “De todos modos, ¿quién quiere ser blanco?” Los blancos son egoístas. En realidad, el ex y los amigos del paciente aparentaban preocuparse por los demás, decía  Michael, pero, en realidad, siempre estaban manipulando escenas sociales para conseguir lo que querían. Michael se quejaba incluso de que su cariñoso novio actual tenía ese modo occidental de pensar primero en sí mismo. Por ejemplo, en los restaurantes, observó Michael, sus amigos blancos se servían agua o té cuando querían, mientras que él y otros asiáticos que conocía siempre servían primero a los demás, y por último a ellos mismos. Así que aquí había otro estereotipo: que los occidentales blancos eran egocéntricos y los asiáticos eran más educados y considerados con los demás.

 

La ambivalencia del estereotipo

Si bien el contenido de las creencias y observaciones de Michael es importante y nos dice cómo dividían y racializaban él y su familia las capacidades humanas, me quiero fijar en primer lugar la forma que tomaba el estereotipo: la idealización y denigración oscilantes. Los conflictos de Michael y el modo en que los estereotipos funcionaban para él como pseudosoluciones resuenan a teorizaciones recientes sobre la ambivalencia del estereotipo, e incluso las amplían.

Escribiendo dentro de un marco lacaniano sobre el discurso colonial, Bhabha (1994) sostiene que los estereotipos funcionan como fetiches: intentan fijar un significante a un significado concreto (p. ej. los negros son animales, los judíos son agarrados, etc.) y por tanto niegan el hecho de que los significantes siempre están abiertos a múltiples significados y que las identidades nunca pueden fijarse. La subjetividad perturba incesantemente las categorías de identidad porque, por naturaleza, está dividida por la existencia de lo inconsciente y lo no simbolizable. (Esa división entre significar y ser es a lo que Lacan [1998] se refiere como castración). El fetiche-estereotipo opera en la economía narcisista de lo imaginario lacaniano, el registro en el cual nace el yo como tal.

En esta economía lacaniana, el niño de unos 18 meses de edad ve una imagen de sí mismo que aparece como un todo coherente. Sin embargo, el niño siente el self como un embrollo fragmentario y caótico. El niño se identifica con esta versión coherente del self, el yo ideal. Para Lacan, entonces, el yo se fundamente en la falta de reconocimiento de que no estamos castrados. Sabemos que somos seres castrados, y sin embargo lo desmentimos intentando fijarnos en identidades perfectas. Si podemos hacerlo, usamos todo lo que esté a nuestra disposición –conocimiento científico, dominio de género, bienes de consumo- para negar el hecho de que la subjetividad está esencialmente dividida, de que el yo no está bajo control. Todo lo que nos recuerde nuestra naturaleza fragmentaria despierta la agresión, la rabia narcisista.

Los estereotipos surgen de la mente del colonizador que, por reaseguramiento psíquico, interpreta lo mismo en el otro, sabiendo todo el tiempo que el otro es diferente, e intenta erradicar lo del  otro en el self. Para mantener la desmentida, el colonizador no debe darle al otro la oportunidad de hablar. Porque cuando el otro habla, la fijeza de significado que el colonizador busca imponer (en, por ejemplo, las ideologías colonialistas de cómo son los negros) se revela ficticia. La oscilación entre saber y no saber es así central para el discurso colonial, que fantasea al otro como cognoscible e igual, y sin embargo es consciente de que el otro es diferente y representa un desafío a los intentos de fijarlo dentro de las coordenadas estereotipadas del discurso dominante. La diferencia del otro, y el reconocer las diferencias dentro del self, son amenazas para la fantasía del colonizador de totalidad e igualdad.

Bhabha (1994) ejemplifica el modo en que colonizador y colonizado se implican en el discurso colonial mediante una “escena” bien conocida de Piel Negra, Máscaras Blancas (Fanon, 1967, pp. 109-114). En esta explicación, hecha en primera persona, en un tren un niño ve a Fanon y le dice a su madre “Mira, un negro”, (p. 109). Divertido al principio, Fanon se va sintiendo cada vez más molesto según siente que se evapora su humanidad y su multiplicidad como hombre se ve reducida a sólo un “cuerpo negro” (lo que él llama un esquema epidérmico racializado). Él tiembla de frío. El niño, inconsciente de su agresión, interpreta el temblor como un temblor de ira, y, de repente, se asusta del hombre negro, temiendo que el “negro” vaya a comerlo. Para Bhabha (siguiendo a Lacan), el inestable terreno en el que se forma el yo burgués asegura que el intento de negar o dominar la diferencia desencadenará una agresión continuada contra el self y el otro.

Escribiendo en un marco kleiniano sobre la relación entre afro-americanos y blancos, Balbus (2004) sostiene que la versión dominante de lo blanco en los  Estados Unidos requiere que los blancos separen la emoción de la razón, el cuerpo de la mente, la naturaleza de la cultura. Lo negro se convierte en el contenedor de lo que se ha escindido de lo blanco. Balbus sostiene que los estereotipos blancos sobre los negros ofrecen pruebas importantes de que los blancos aman y odian a los negros, y de que tienen una enorme culpa por lo que históricamente se le ha hecho a los negros en este país. La culpa, sin embargo, no se expresa mediante una reparación; en cambio, el racismo estructural provoca angustia depresiva en cualquier fase del desarrollo –oral, anal o genital- que se manifiesta en la escisión regresiva y la proyección características de la forma esquizo-paranoide de relacionarse. Los estereotipos que los blancos desarrollan acerca de los negros en cada nivel evolutivo reflejan la escisión entre el amor y odio no integrados.

Balbus (2004) cataloga algunas de las evaluaciones contradictorias en los estereotipos blancos sobre los negros, incluyendo las percepciones blancas de que los negros son “perezosos y holgazanes”, pero también “relajados y serenos”; que son denigrados como “animales”, mientras que al mismo tiempo son idealizados como “atletas naturales”. Balbus sostiene que las reparaciones, las monetarias, serían simbólicas de una reparación emocional en la cual, en lugar de continuar dividiendo, los blancos reconocerían el daño que le han ocasionado a los negros y manejarían la ansiedad y la culpa que este conocimiento les causa. Su argumento es que retomar las proyecciones blancas es crucial para el bienestar no sólo de los negros, sino también de los propios blancos.

En esencia, llego a la misma conclusión que estos autores, que la naturaleza del estereotipo es ambivalente, pero llego a ella desde un marco psicoanalítico diferente, puesto que ubico la ambivalencia como derivada no de un instinto destructivo originario, ni de una escisión originaria en nuestros sentimientos sobre el pecho/figura parental, ni de un rechazo originario a reconocer los límites y la pérdida. Yo en cambio lo derivo del racismo: del hecho de que las categorías de identidad dominantes se definen dividiendo en pares binarios las capacidades y atributos humanos que sólo pueden desarrollarse y prosperar en tandem, como dependencia e independencia, conexión y capacidad agente, emoción y razón. Esta división determina los modos en que amamos, odiamos, creamos. Y la razón por la cual existen esas divisiones tiene poco que ver con la naturaleza humana. Más bien, existen  de modo que aquellos que tienen el poder, el poder de definir la identidad adecuada, permanezcan en el poder.

La oscilación entre la denigración y la idealización que marca la elaboración de estereotipos por parte de mi paciente Michael es característica del narcisismo, y es parte de mi argumento sobre que el racismo y otras desigualdades culturales producen no sólo daño narcisista, sino también carácter y defensas narcisistas. Michael frecuentemente se veía atrapado en su red de proyecciones,  ora desdeñando lo que de hecho deseaba, ora desdeñando lo que él sentía que era. ¿Es la fantasía que hay detrás del proceso de creación  de estereotipos una fantasía de totalidad “perdida” que nadie puede ni pudo lograr (Bhabha, 1994)? ¿Está la relación amor-odio con lo blanco, arraigada en pulsiones originarias destructivas y libidinales, partida por la mitad por causa del racismo (Balbus, 2004)?

Yo sugiero que las fantasías de totalidad perdida y la división y proyección impulsadas por el racismo surgen de las cenizas de una herida narcisista de motivación racista, lo que nos lleva a buscar un lugar, un espacio de fantasía, en el que dejemos de ser vulnerables al dolor, la humillación y el aislamiento. El ex novio de Michael, que encarnaba los valores de lo blanco y cuyo rechazo hacia Michael sólo lo hacía más deseable, representaba para Michael ese espacio de fantasía. En este espacio de fantasía, que Michael se resistía a abandonar con todas sus fuerzas, él sería amado por el ex o se convertiría en más parecido al ex -y nunca más sentiría el dolor de la inferioridad.

 

Lo blanco

Para Bhabha (1994) y otros (p.ej. George, 2001), el yo colonial ideal es blanco, y todo lo que amenace la afirmación de ser blanco puede despertar ansiedad y agresión. Un riesgo importante de los discursos que refuerzan la diferencia racial es definir quién puede reivindicar la cualidad de blanco/totalidad y quién no. En su artículo sobre la melancolía racial, Eng y Han (2002) sostienen que son diferentes los estereotipos que persiguen a los asiático-americanos de los que persiguen a los afro-americanos. Estos autores se centran específicamente en los efectos psíquicos del estereotipo modelo-minoría. En su opinión, muchos asiáticos de clase media o de movilidad social ascendente se vuelven melancólicos porque tener éxito en la América blanca a menudo requiere un rechazo de parte de lo que son. Es más, Eng y Han afirman que, mientras que los asiático-americanos pueden hacerse ricos y tener éxito en su campo, nunca pueden volverse blancos; si la inclusión que acompaña el ser blanco es lo que ellos codician, la misión psíquica está condenada al fracaso.

Mi paciente Michael sentía que tenía unos atributos inadecuados, incluyendo el tipo corporal, para ser la clase correcta de hombre. El amor que Michael sentía por su ex novio me recordaba las posiciones psíquicas que Benjamin identificaba en Los lazos del amor (1988), a las cuales me referí anteriormente como versiones del narcisismo. Puesto que, en esa relación, Michael había adoptado la posición sumisa, auto-denigrante, típica de la feminidad blanca dominante, en su relación con la masculinidad blanca dominante. De nuevo, su deseo parecía hacer eco a la fórmula kohutiana “Tú eres perfecto y yo soy parte de ti” (Kohut, 1971).

Todo esto me parecía obvio y creía que, en el curso de la terapia, Michael probablemente llegaría a ver que no quería tanto a su ex novio como a lo que éste representaba y de lo que él carecía. Lo que no me resultó tan obvio hasta más adelante fue que, en los muchos intercambios acerca de su deseo, Michael me había puesto –y yo lo había asumido inconscientemente- en la posición del blanco. Si bien es cierto que en nuestro momento histórico concreto, se me considera y me considero blanca (en oposición a momentos  históricos en que los judíos eran considerados no blancos), y si bien es cierto que tengo muchos de los privilegios de ser blanca, también es cierto, como podía haber dicho Lacan (1977, 1978), que lo blanco conlleva una fantasía de totalidad que nadie puede reclamar.

La pretensión de encarnar lo blanco es precisamente el tipo de proceso normativo inconsciente que sostiene  la desigualdad racial. Lo que podría considerarse mi deseo inconsciente de ocupar la posición de lo que yo denominaría invulnerabilidad (en lugar de totalidad) –una colusión con el deseo de Michael- demuestra que el racismo y la desigualdad de clase no sólo dividen la psique del subordinado; también refuerzan la posición fantasmática del dominante, y ambas partes quieren aferrarse a la fantasía de que –de nuevo, como diría Lacan- alguien posee el falo (véase la discusión de Bhabha, 1994, más arriba) y es invulnerable al dolor y la pérdida.

Me parece importante pensar cómo, técnicamente, podemos manejar la escisión inherente a las categorías raciales sin fomentar una fantasía de totalidad. Mientras, una tarde escuchaba una conferencia de Leary (2003) me di cuenta de repente de que ese día había adoptado en el vis a vis con mi paciente la posición de lo blanco. Michael y yo habíamos estado hablando de la función psíquica para la cual le había servido su ex novio, de la conexión con lo blanco que esa relación le había proporcionado, y recordé que dije algo como “Y Vd. nunca podrá ser blanco”. Pensando en el artículo de Eng y Han (2002), recuerdo haber dicho para mí algo como: “Pobre chico. Nunca será blanco y tendrá que hacer el duelo por ello”.

Una vez que me di cuenta de mi colusión con la norma que separa a lo blanco de lo no blanco, sin embargo, comencé a hacer otro tipo de preguntas: por ejemplo, ¿qué era para él lo blanco, qué le parecía deseable de los atributos que asociaba con ello, y cómo habían caído esos atributos en la categoría de no-yo? Lo que es más importante, le pregunté a Michael si él estaba asumiendo que yo era blanca y qué suponía eso para él. Aunque reconociendo el privilegio que yo tengo por el hecho de que a mí se me asocia con lo blanco, intenté, sin embargo, transmutar las categorías de lo blanco y lo asiático en lo que significan en una cultura racializada y en su imaginación racializada. En consecuencia, al mismo tiempo que lo blanco como una estructura narcisista era denigrado o idealizado, allí surgía un tercer espacio de lo blanco en el cual Michael utilizadaba la fantasía de que su  ex novio y yo “nos aferrábamos a lo blanco” para poder explorar lo que él había codiciado y de lo que se había aislado en la vida.

 

Sobre la buena educación y el auto-ensimismamiento, la emoción y la razón

Ahora me fijaré en el contenido de los estereotipos y en cómo ese contenido se interpretaba en el tratamiento. En numerosas ocasiones, la terapia de Michael no sólo me enfrentaba a mis propios estereotipos sino también hacía conscientes y problemáticas algunas de las suposiciones de salud que yo había sostenido, suposiciones que también se ponían inconscientemente en acto en el tratamiento y que servían para sostener un estatus quo de poder determinado.

Como he mencionado antes, me parecía que el constructo de Michael occidental/no occidental a veces adoptaba la forma de lo que me era familiar como binario masculino/femenino. Un día, me dijo que su ex novio le había hecho notar que cuando Michael caminaba por la calle y alguien venía hacia él en dirección opuesta, siempre era Michael quien se movía y se apartaba a un lado. Michael también se preguntaba a veces por qué no sentía enfado en las ocasiones en que sabía que sus amigos occidentales se habrían enfadado. A menudo notaba que los occidentales parecían enfadarse mucho -por ejemplo decían que estaban teniendo un mal día, en lugar de simplemente que una cosa cualquiera no había ido bien. En otras palabras, sentía que los occidentales tenían un modo irracional de ver los acontecimientos no personales –como el mal tiempo- como algo personal.

Más de una vez, me encontré pensando que, si Michael hubiera sido una mujer blanca y me hubiera dicho algunas de las cosas que él había hecho, hubiera estado segura que nos estábamos enfrentando a problemas de autoafirmación. Pero lo que me hacía estar menos segura, en este caso y tal vez en todos, es que dio la casualidad de que había leído un artículo de Rothblum y col. (2000) que llamó mi atención a la posibilidad de algo de la tensión en terapia, de la continua incomodidad de Michael por estar en terapia, podía tener algo que ver con mis suposiciones conscientes e inconscientes y con cómo las estaba poniendo en acto.

Rothblum y col. sostenían que los principios básicos de la teoría del apego –por ejemplo, que el apego seguro favorece la libertad para explorar- no son universales, sino que son producto de las suposiciones psicológicas occidentales. Comparando las prácticas de cría de niños occidentales con las japonesas, señalan que, mientras que las figuras parentales occidentales animan a sus hijos a reafirmarse, a entender lo que necesitan y pedirlo, las figuras parentales japonesas tienden a anticipar las necesidades y los temores del niño para crear un entorno en el cual las necesidades se satisfagan sin que el niño tenga que pedirlo. La madre japonesa, sostienen, favorece la proximidad emocional, mientras que la madre occidental favorece la exploración y la autonomía. Mientras que el ideal occidental de competencia valora conseguir por uno mismo lo que se necesita versus depender de otros para satisfacer las necesidades propias, en las prácticas de crianza japonesas, el foco es la coordinación de las necesidades propias con las de los otros. En occidente, los bebés son animados a explorar y a orientarse hacia el entorno; en Japón, los bebés exploran menos y se les anima a orientarse más hacia sus madres, a ser más dependientes. Mientras que en occidente se valora el vincular el apego y la exploración, en Japón el vínculo principal es entre el apego y la dependencia. Esto sirve al valor japonés de la acomodación o “adaptación social”. “Estos términos”, escriben los autores, “se refieren a la empatía de los niños con los otros, a su conformidad con los deseos de los otros y a su sensibilidad a las normas y claves sociales” (Rothblum y col., 2000, p. 1099).

Para Michael, muchas cosas dificultaban la terapia, y la menor de ellas no era la idea de que  se suponía que él tenía que empezar las sesiones. Me digo que sentía “avasallador” por hablar sólo de sí mismo; eso le hacía sentirse como si me estuviera molestando. ¡Interpreté esto como un problema de autoafirmación, pero tal vez eso no era todo! Y sin embargo era obvio que Michael, como alguien atrapado entre dos culturas, luchaba, como sugieren Eng y Han (2002), entre ser como un occidental y ser como su familia.

¿Debo ser yo, por tanto, el agente cultural que haga a Michael sentirse más cómodo operando con normas occidentales, abordando en efecto una cara del conflicto? ¿O mi trabajo es simplemente apuntar las diversas normas, los conflictos, y dejar que Michael encuentre su propio camino? Conscientemente, creo que mi trabajo es este último, pero me temo que muy frecuentemente llevo a cabo el primero, basándome en los ideales de salud que mi formación occidental ha defendido, ideales incorporados no sólo en la técnica sino también en el marco de tratamiento. Supongo que uno podría decir que ese desempeño es consciente puesto que, después de todo, puedo articular cuáles son los ideales. Pero mi opinión es que, aun cuando los ideales pueden ser conscientes, la escisión y la devaluación en que se apoyan no lo son. Desempeñando reiteradamente las normas de mi profesión, mantengo la aprobación/amor de mis pares al tiempo que defiendo una cierta distribución del poder.

Entonces un día, Michael presenta un dilema que tiene con un novio actual. Michael no sabe realmente si lo ama o no; sabe que es amado, pero no es suficiente. Le pregunto cuáles son sus sentimientos. Dice que sabe que ama a sus padres porque quiere que sean felices, y quiere hacer todo lo que pueda para que lo sean. ¿Es eso un sentimiento?, pregunta. Yo propongo la hipótesis de que hay algo que le impide sentir y saber lo que siente, y creo que tiene que ver con el modo en que los sentimientos han sido identificados como occidentales y malos. Repite su sentimiento de que los occidentales reaccionan de manera desproporcionada cuando suceden cosas malas, y está contento de que a él no le pase esto. Pero a veces le gustaría enfadarse -y no está seguro de que debiera hacerlo. De hecho, se siente enojado a veces; y entonces menciona un nuevo juego que está jugando consigo mismo, en el que espera un poco más antes de quitarse cuando alguien camina hacia él en la calle. Supone que como su ex novio le señaló el hecho de que siempre se aparta él primero, ahora piensa que debe haber algo malo en esta conducta. Pero le enfada que los otros no se aparten -no es justo y es maleducado. Está contento de ser como es -pero ¿está siendo pisado?

Yo luché en este tratamiento porque mi hipótesis, basada en ciertas cosas que Michael dijo que mostraban un deseo de expresar más emoción, era que todo el tema occidental/no occidental era un modo en el cual él se mantenía inhibido, impidiéndose integrar emoción y razón.  También sentía que los accesos de gritos de su madre, a veces acompañados de una conducta humillante, hacían que la emoción le resultase atemorizante. Y sin embargo, ciertamente estuve de acuerdo con él en que las formas occidentales de afirmación (o, al menos, su versión de la Costa Este de los Estados Unidos) a menudo cruzaban la frontera con la mala educación y la falta de cortesía.

En un momento dado, le hablé a Michael sobre mis confusiones. Estaba hablando de cómo se había divertido el fin de semana anterior con la visita de un amigo, un hombre que se reía mucho con los chistes de Michael. Señaló que generalmente se sentía responsable de que sus invitados lo pasaran bien, sin fijarse en sí el mismo lo estaba pasando bien. Puesto que yo leí esto de nuevo como una abnegación por parte de él, saqué a colación las confusiones que yo había sentido sobre la  dicotomía occidental/no occidental. Le dije que estaba preocupada por que, al igual que el ex novio, yo podría haber estado patologizando algo sobre estos valores de cortesía y deber que guiaban su conducta, y le dije que mi cultura de terapia tiende a comprender algunas de estas formas de ser como autoabnegación

Mencioné que estaba segura de que, si estuviera tratando a una mujer occidental, me hubiera movido en la dirección de ver dicha conducta como abnegada. Le dije “supongo que lo que importa es si Vd. considera que esas formas de ser constituyen un obstáculo para Vd.; ¿Vd. quiere que las cosas sean distintas?”

Michael entonces hizo una revisión de algunos de los ejemplos que él consideraba de la grosería occidental, y en la nueva interpretación, las cosas fueron más complicadas, más Este-Oeste: dijo que, cuando sirve el te, se da cuenta de que si no queda mucho en la tetera, puede quedarse sin té; esto, de hecho, le molesta. En realidad, dijo que la responsabilidad de hacer felices a los demás también está orientada a uno mismo: si a su amigo no le hubiera gustado lo que a él le parecía pasarlo bien, se hubiera sentido devaluado y culpable.

Entonces señaló que su novio solía dejarlo con frecuencia solo en las fiestas, y cómo el novio racionalizaba su conducta afirmando el valor de la independencia y el desprecio por el estar pegados. Pero, dijo Michael “le dije más de una vez que no me sentía cómodo en esas situaciones, y no debería haberme dejado solo”.

“En realidad,” respondí yo, y en ese momento me di cuenta de que esto no se trataba de si el sistema de valores era correcto; sino sobre estar sintonizado con su pareja, consciente de sus vulnerabilidades.

En este punto, decidí preguntarle a Michael si pudiera ser que tuviese algún sentimiento sobre mis próximas vacaciones, puesto que había mencionado el que lo dejaran solo. El resto de la sesión se centró en la cuestión de si realmente necesitaba o no terapia: asoció con la primera terapeuta que consultó, la que lo había derivado a mí un año antes, y expresó el sentimiento de que su consultorio estaba mucho mejor situado que el mío, y que le gustaría poder dormir mientras yo estuviese fuera y pensar, en mi ausencia, si debería dejar la terapia.

Entonces asoció con que la novia de su amigo no era muy atractiva, aun cuando el amigo sí lo era. Y cuando yo le pregunté si esto podría tener que ver con lo que había traído antes, concluyó la secuencia diciendo que su nuevo novio no pensaba que él necesitase realmente la terapia. “Pienso que las cosas que me pasan le pasan a un montón de gente -y no creo que los otros estén en terapia por esas cosas”. Pensé que esta expresión de incomodidad con la terapia se relacionaba con todo lo que había surgido antes sobre lo que era occidental y lo que no. Le dije a Michael, de forma defensiva y no defensiva, que muchos están en terapia justamente por las cuestiones que él ha planteado. Y entonces me dijo que no me pagaría mis honorarios si su seguro no le pagaba a él, y se sentía culpable por ello; acababa  de saber que la cobertura de su seguro expiraría en un plazo de dos meses.

Este material está tan lleno de momentos sugerentes que casi dudo en cuanto a ofrecer una interpretación. Pero mi mejor conjetura es que Michael pueda haberse sentido herido cuando sugerí una conexión entre su psicología y la de la feminidad occidental. ¿Había feminizado inadvertidamente a este hombre asiático que ya era sensible al estereotipo femenino -como gay y como asiático? Tal vez él quería entonces señalarme que realmente es mucho más asertivo y autorreferente, más masculino, de lo que yo pienso. Tal vez la siguiente asociación, sobre el abandono, no tuviera tanto que ver con mis inminentes vacaciones como con el modo en que lo había herido. Como su ex novio, tal vez debería haber sabido que lo que decía le hacía sentir incómodo.

Aventuro esta conjetura porque el material que vino después, sobre si debería abandonar o no la terapia y si merecía la pena pagar por ella, tenía una cara hostil. No me pasaba por alto que la terapeuta a la que había acudido primero no sólo estaba más próxima a su casa, sino también era bastante joven y hermosa -¿estaba tal vez él intentado herirme cuestionando mi feminidad?

Al mismo tiempo, el conflicto de Michael sobre la terapia tenía también otras raíces. Una cuestión importante con su actual novio era que éste no parecía valorar el proceso, y Michael fue llegando cada vez más a ver cómo lo valoraba él mismo. Creo que encontró su deseo de insight como un cierto tabú, y tal vez incluso lo asoció con la feminidad degradada así como con el occidente degradado.

¿Qué es el amor?

Concluyo mi discusión de esta viñeta con otro tema con el que Michael se enfrentó durante la terapia: la cuestión de qué es el amor. Esto no sólo era un problema del presente, sino que también lo invoco aquí para demostrar cómo los constructos que tendemos a considerar como más universales y psicológicos, menos influenciados culturalmente, están, en muchos sentidos, física y socialmente construidos.

Más arriba apunté que Michael no estaba seguro si estaba enamorado de su pareja actual y también que sentía que él no era muy deseable -un sentimiento acrecentado por su ex novio, pero que el novio actual contradecía totalmente. El novio actual sólo había tenido otras dos parejas en su vida, y ambas eran asiáticas. Mi paciente se preguntaba sobre los hombres blancos que sólo desean asiáticos -aseguraba que, generalmente, sólo los hombres blancos gordos y viejos iban con asiáticos. Y Michael se preguntaba por qué él nunca se sentía atraído por los hombres asiáticos.

Incontables obras de ficción me convencen de que el amor es un constructo social tanto como un sentimiento, y que el racismo puede destruir o interferir gravemente con la capacidad para amar. Ninguna obra, tal vez, ahonde en la naturaleza socialmente construida del amor mejor que M. Butterfly (Hwang, 1989). En esta obra, un diplomático francés blanco, Gallimard, se enamora apasionadamente de una persona de quien él piensa que es una cantante de ópera asiática diminuta, femenina, a la cual él ha escuchado cantar el papel protagonista en Madame Butterfly. Ella le cuenta la trágica historia del marinero americano que sedujo y luego abandonó a la Butterfly japonesa, quien, en su desesperación, se suicidó. Y, entonces, se burla de Gallimard por encontrar la historia hermosa. En un potente discurso, subraya el modo en que las relaciones de poder infunden el amor:

Es una de tus fantasías favoritas, ¿verdad? La mujer oriental sumisa y el cruel hombre blanco… Considéralo así: ¿qué dirías si la reina rubia de los antiguos alumnos se enamorase de un hombre de negocios japonés y bajo? Él la trata cruelmente, luego se va a su casa durante tres años, durante los cuales ella reza ante su foto y rechaza el matrimonio con un joven Kennedy. Entonces cuando sabe que él se ha casado, se mata. Ahora, creo que pensarías que esta chica es una idiota trastornada, ¿correcto? Pero como es una oriental quien se suicida por un occidental -¡ah!- te parece hermoso. [Hwang, 1989, p. 17]

Y sin embargo, esto es justamente lo que la obra representa, la venganza del varón asiático bajo, delgado, contra el occidental blanco. Habiéndose enamorado locamente de su Butterfly, Gallimard se entera de que el objeto de su amor es en realidad un varón asiático travestido. Desesperado por preservar la fantasía de su amor heterosexual auténtico, donde los hombres son dominantes y las mujeres sumisas, Gallimard se transforma en la Butterfly asiática femenina, y se mata por amor .

Y tal vez no haya autora que muestre mejor el índice de daños que el racismo inflige al amor que Toni Morrison. En una de sus historias breves, “Recitatif” (1983), dos chicas, una negra y otra blanca, son abandonadas en un orfanato porque sus madres no pueden cuidarlas. Una madre está enferma físicamente; la otra lo está mentalmente. No sabemos cuál de las chicas es negra y cuál blanca, y Morrison, mezclando significantes de clase y de raza, hace que sus lectores nos enfrentemos a nuestros propios estereotipos raciales mientras intentamos frenéticamente imaginar quién es negra y quién es blanca. Pero la historia nos lleva a lo largo de la vida de las chicas y nos muestra cómo, en cualquier momento histórico, el racismo frustra su posibilidad de reencontrar el cuidado y la protección mutuos que una vez compartieron cuando, al verse la primera vez, cada una reconoció en la otra la vulnerabilidad provocada por el abandono materno.

Dichas obras literarias sugieren las razones por las que Michael sólo podía amar a hombres blancos, especialmente a aquellos que no podían o no querían ser sexuales con él. Según avanzó la terapia, su membresía en una organización activista asiática gay pareció hacer decrecer su homofobia, y comenzó a sentirse atraído por hombres de ciertas subculturas asiáticas distintas de la suya. Me pareció que aquí había un ejemplo de  cómo las categorías esencialistas y las políticas de identidad pueden, de hecho, facilitar el crecimiento y derrotar los prejuicios internalizados racistas y sexistas.

Pero en este caso hay más en la historia que el amor y la etnicidad. Para Michael, el amor era menos un sentimiento que un sentido del deber. Él llegó a comprender que la pasión que sentía por su ex novio tenía que ver con que éste permaneciese inaccesible y rechazante. Las únicas experiencias de pasión de Michael fueron dentro de ese modelo de amor no correspondido. (Mi interpretación fue que su deseo estaba alimentado por su deseo de tener lo que el ex novio fantaseado parecía tener). Por lo demás, del amor sólo sabía que amaba a sus padres porque quería que fuesen felices y porque se habían sacrificado por él. Él quería sacrificarse por ellos a su vez, y  a eso lo llamaba amor. Al comienzo de su terapia, contó que sólo lloraba en las películas durante las escenas de amor entre padres e hijos, nunca en las de amor entre adultos. En su opinión, el amor entre adultos nunca era puro, porque, simplemente al desear al otro, “está pidiendo que  le devuelvan algo de su amor”.

Durante el tratamiento, nunca estuve segura de si Michael simplemente no amaba a su novio actual, y simplemente estaba disfrutando de lo mucho que este hombre lo amaba, o si nos enfrentábamos a una incapacidad para amar que tenía que ver con otros varios factores: la inhibición de sentir y de comportarse “irracionalmente”; la auto-denigración y la homofobia internalizada (“no quiero ser miembro de ningún club que me acepte como miembro”); y la confusión que siempre parecía producirse cuando el otro sabía lo que quería de él. En realidad, me parecía que el legado de la insistente presencia de la madre de Michael –que él percibía como amor, pero también como control- lo hacía sentirse inseguro de lo que sentía siempre que el otro estaba seguro. Pensé que las restricciones a su libertad que tanto le habían disgustado durante el crecimiento se habían racionalizado como un tipo de amor “verdadero”, un amor desinteresado.

Y entonces me encontré con un artículo sobre la devoción filial en la cultura china (Gu, 2006). El autor de este artículo sostenía que el Edipo en esta cultura es diferente del Edipo occidental. Concretamente, está caracterizado por una lealtad entre las figuras parentales y el hijo que trasciende a la lealtad entre esposos. Una vez más, me vi descentrada por el reconocimiento de que el deseo de mi paciente no era simplemente defensivo, y tal vez sólo era defensivo cuando se veía desde mi marco particular. ¿Estoy tan desalentada que el amor desinteresado me parece absurdo? Ciertamente no escuché esta interpretación del amor de su madre como desinteresado; a mí me parecía que sus sacrificios estaban encaminados tanto a conseguir que su hijo llegase a donde ella y su esposo no pudieron llegar, como lo estaban para hacer feliz a su hijo. Pero supongo que debería preguntar: ¿con qué tiene que ver la felicidad? ¿La idea de que se supone que debemos ser felices es otro valor occidental?

Dejo al lector con mi confusión en lugar de con ningún intento de respuesta.

Conclusión

Este resumen de mi trabajo con Michael da cierta idea de cómo las jerarquías racistas crean identidades raciales que se caracterizan por las dinámicas oscilantes de idealización y devaluación características del narcisismo. Las normas de raza, clase, género y sexualidad, normas transmitidas dentro de los enclaves familiares y culturales de amor y odio (P. Williams, 1997), son puestas en acto inconscientey ulteriormente legitimizadas en el modo en que nos afirmamos en el mundo y en el modo que nos conectamos con los otros. Como ha afirmado Altman (2000), los clínicos tienen que asumir que su racismo inunda el encuentro clínico en cierto modo; espero haber mostrado aquí alguno de los modos en que paciente y terapeuta ponen en acto las normas que dividen y racializan la emoción y la razón, la dependencia y la independencia, el amor y el odio.

 

NOTAS

(1)      El modo en que formulo la conexión entre jerarquías de poder y experiencia vivida (Layton, 1998, 2002) deriva del modo en que uno la teoría feminista relacional psicoanalítica y la teoría social -tal como las han descrito, por ejemplo, Altman (1995), Benjamin (1988), ChodorowGoldner, (1991), Harris (1991), Leary (1995, 1997), Lesser, 1997), Schwartz (1992, 1995)- con las teorías post-estructuralistas, especialmente con el trabajo de Butler (1995)  y de Boudieu (1984) sobre la “distinción” y la clase. Mi teoría de los procesos normativos inconscientes también tiene una deuda con la tradición psicoanalítica culturalista de Fromm (1941), con las teorías del narcisismo de Kohut (1971, 1977) y con las teorías de Fairbairn sobre la personalidad esquizoide, así como las teorías de Klein sobre mecanismos esquizoides. Algunos pocos clínicos de Gran Bretaña, principalmente del grupo de la tradición psicoanalítica, también han elaborado ideas sobre un inconsciente social en relación con la clínica práctica; refiero al lector especialmente a Hopper (2003) y Dalal (2002), así como a una de las principales fuentes de Dalal, Foulkes (1990). (1978), Dimen (2003),

(2)       Actualmente, las normas dominantes de la feminidad son fluctuantes y, de hecho, un ideal de clase media recientemente articulado parece cada vez más la norma masculina dominante de autonomía defensiva (Layton, 1004c, 2004d)

(3)       Para un excelente resumen de las teorías psicoanalíticas sobre la raza, véase Dalal, 2002, capítulo 2.

(4)       George (2001) sostiene que los afro-americanos pueden aferrarse defensivamente a la identidad racial para evitar enfrentarse al trauma no simbolizado de la esclavitud. Según el esquema lacaniano de George, las identidades raciales funcionan  con demasiada frecuencia para suturar la laguna causada en la subjetividad por el trauma de la esclavitud. El trauma no simbolizado en lo Real da lugar a la repetición. Mientras que la identidad racial puede ser utilizada para fomentar una política progresista cuando se reconoce como socialmente construida y provisional, se usa con demasiada frecuencia defensivamente para hacer el duelo necesario para elaborar el trauma.

(5)       Dalal (2002) escribe que “los términos raza, identidad étnica y cultura son todos ellos nombres para las diferencias” (p. 23, cursiva en el original) En su opinión, la función de la diferenciación, normalmente oculta, es naturalizar las relaciones de poder. Nos insta a observar no la diferencia sino su función, y por qué una diferencia determinada se ve “calentada” en momentos concretos.

(6)       Nótese que me refiero a la “racionalidad”, no a la razón. Lo hago porque quiero enfatizar que las polaridades escindidas tienden a ser versiones monstruosas de lo que dicen ser. Como Freud (1915) dijo una vez acerca de la represión, el contenido de lo reprimido no sigue siendo lo mismo que era cuando fue reprimido. Es más,  “prolifera en la oscuridad… y toma formas de expresión extremas” (p. 149). Esto es cierto también para lo que se escinde y se disocia, así que cuando decimos que la emoción y la razón están escindidas, quiero dejar claro que el resultado de la escisión siempre será versiones patológicas de lo que yo considero las capacidades humanas usuales de emoción y razón.

(7)       Me doy cuenta perfectamente de que los japoneses de América, por ejemplo, no tienen el mismo trasfondo que los chinos o los indios americanos, aunque, para preservar la confidencialidad, oculto esas diferencias en ciertos momentos del artículo.

 

 

Bibliografía

 

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