aperturas psicoanalíticas

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revista internacional de psicoanálisis

Número 027 2007

Amor (y odio) con un extraño conveniente: honestidad afectiva y puesta en acto

Autor: Levenkron, Holly

Palabras clave

Amor (y odio) con un extraño conveniente: honestidad afectiva y puesta en acto.


"Love (and Hate) with the proper stranger: Affective honesty and enactment" fue publicado originalmente en Psychoanalytic Inquiry, 26 (20), 2006, 157-181. Copyright 2006, Melvin Bornstein, M.D.; Joseph Lichtenberg, M.D., Donald Silver, M.D. Traducido y publicado con autorización de The Analytic Press.
Traducción: Marta González Baz
Revisión: Raquel Morató
En este artículo, ilustraré mediante ejemplos clínicos detallados cómo un impasse puede servir como función del fracaso en negociar el reconocimiento. Entre los esfuerzos por seguir siendo objetos buenos, a menudo ignoramos las señales que dictan una comunicación más sincera y significativa. Posteriormente, paciente y analista a menudo se ven a menudo enredados en luchas de poder o en momentos disociados y amortiguados que desvían el logro de un significado más profundo entre ambos. Para mantener la autenticidad en la díada, el analista puede intentar hablar de un modo honesto y sincero que incorpore la experiencia subjetiva del analista (y del paciente). Este enfoque invita a ambos participantes a entrar en un campo que contiene las tensiones “dialécticas” de lidiar con las realidades del otro y reconocerlas mutuamente al tiempo que se mantienen las propias.
Desde este marco de referencia, el proceso de “elaboración” no tiene lugar por un análisis a posteriori de la puesta en acto; más bien la elaboración sucede en tanto paciente y analista la “viven juntos” como una experiencia intersubjetiva afectivamente honesta. El conflicto inconsciente no se ignora en favor de una supuesta autenticidad en los esfuerzos del analista por ser “abierto”. Más bien, tanto paciente como analista pueden considerar aquello que es inconsciente en la experiencia compartida de lo que provocan las puestas en acto en la conciencia y el lenguaje.
El resultado analítico, y a veces la mera supervivencia del tratamiento, depende de un proceso relacional de elaboración en el que se acepta que la puesta en acto da voz al contenido inconsciente y disociado. Este pensamiento se amplia a otras perspectivas contemporáneas y enfatiza la relación entre disociación, voz y puesta en acto. Se sostiene que si este proceso tiene lugar con suficiente buena fe y reconocimiento mutuo, la agenda subjetiva (consciente, inconsciente y disociada) de cada participante puede hacerse reconocible y, en último lugar, “pensable y hablable” por el otro y puede ofrecer una gama más amplia de contenido subjetivo para profundizar el trabajo analítico.
Ofrezco la perspectiva de que el uso de la autorrevelación por parte del analista es negociable como todas las partes de la relación paciente-analista y que su valor clínico existe sólo en relación al nivel de “honestidad afectiva” que ofrece su contexto en un momento dado.
Estoy escribiendo sobre los fenómenos de la puesta en acto y la intersubjetividad en la práctica clínica. Qué más puede añadirse sobre estos términos en cierto modo ambiguos, para mí en sus formas básicas se cualifican como un compromiso no planeado entre dos subjetividades, creando y negociando juntas un único canal de comunicación humana sin el cual no sería posible el psicoanálisis. Elijo llamar a este canal único el campo del espacio intersubjetivo[1]. Sin embargo, puesto que creo que el espacio intersubjetivo es un constructo que dos personas pueden lograr mediante una colisión de sus realidades (Bromberg, 1996), cada persona tiene que renunciar a “algo” del control sobre su propia subjetividad para prestar atención al otro, aun cuando esa visión del otro se oponga a la propia (y así debe ser, simplemente porque es distinta).
Un aspecto importante de esta experiencia es que al tiempo que intentamos afectarnos el uno al otro, también estamos siendo simultáneamente modelados mediante esos esfuerzos. La voluntad de dejar que esto suceda es una parte inherente de la negociación, pero no se trata de ganar; se trata de cambiar nuestra experiencia para acercarnos más a lo que queremos, mientras que permanecemos en relación con la otra persona. Cualquiera que sea el grado en que renunciamos al control estricto sobre nuestra subjetividad, incrementamos el potencial de validar la subjetividad de la otra persona, al tiempo que mantenemos la propia. Según hacemos esto, se incrementa la experiencia de relacionalidad con la otra persona, al igual que puede pasar con las experiencias de aprendizaje y amor. Llegar a cualquier cambio en la relacionalidad nos anima a continuar negociando (Pizer, 1992) lo que queremos el uno del otro y, después de todo, ¿no es lo que queremos del otro, consciente o inconscientemente, lo que motiva en primer lugar las puestas en acto y la relación? La flexibilidad en la negociación de este “deseo”, de la forma que sea, es lo que abre las puestas en acto y las mantiene fluidas.
En este ensayo, no quiero cuestionar la calidad, los perímetros o la naturaleza ubicua de las puestas en acto. Me resulta más interesante definir la relación clínica de la puesta en acto con la intersubjetividad (Renik, 1997) y negociar dentro de estas tensiones dialécticas. Me centro en el proceso en el que negociar las puestas en acto se convierte en “relación intersubjetiva”. Describiré la evolución de un tratamiento en el cual el compromiso afectivo intensamente personal era la dimensión más notable y, discutiblemente, la más poderosa clínicamente del proceso analítico. Lo que deseo resaltar es que es poderosa no como honestidad afectiva per se sino como algo que puede causar que la otra persona experimente diferentes aspectos de lo que está disociado o en conflicto, forzando a cada persona a traer a la mente algo nuevo, tal vez algo opuesto a lo actual.
Es importante apuntar que estos movimientos tienen lugar típicamente a una intensidad más baja que en el trabajo con mi paciente Ali y son fácilmente desmentidos, analizados o considerados por muchos como “ruido” de una alianza de trabajo por otra parte “buena”. He seleccionado este caso concretamente porque pone muy de relieve una apertura a las demandas de sorpresa mutua en el intercambio analítico (Stern, 1990). Mi intención es ofrecer una mirada cercana a las progresiones mutuas internas y externas entre paciente y analista, junto con mi propio sentimiento de c conmoverme con esta sorpresa.
Durante la evolución de todo tratamiento, cada persona intenta cambiar a la otra en términos de sus propias agendas conscientes e inconscientes; y en uno u otro grado, la necesidad de cambiar al otro se ve contrapuesta a menudo por ese otro y a menudo el esfuerzo fracasa. (Slavin y Kriegman, 1998). El desafío analítico es permitir el cambio en uno mismo, es decir, permitir que la posibilidad de interacción modele también al analista. He llegado a creer que el resultado analítico, y a veces la mera supervivencia del tratamiento, depende de si el proceso de la negociación intersubjetiva tiene lugar con suficiente buena fe como para que la agenda de cada individuo pueda hacerse reconocible y, en último lugar, “pensable” por el otro, de modo que se facilite el cambio en cada uno de ellos. Pero ¿qué significa esto en términos de movimiento psicoanalítico?
En el caso presentado aquí, mi énfasis está en mostrar cómo, mediante varios modos de expresión únicos de cada individuo, nosotros (el paciente y yo) nos vemos empujados inevitablemente contra las realidades del otro desde las puestas en acto entre ambos; y, nos gustara o no, paciente y analista (como lo harían dos miembros cualquiera de una pareja) continuaron siguiendo sus agendas propias, tanto directamente como de modos sutiles, hasta que cada uno alcanzó un punto en el que algo cambió y las creencias previas sobre el modo en que cada uno había conceptualizado al otro comenzaron a experimentar una reintegración desde el campo intersubjetivo.
Podemos repetir, entonces, que no es la implicación afectiva del analista per serlo que crea la acción terapéutica. Ciertamente, muchos otros han escrito extensamente sobre esto, en concreto Marlene Ehrenberg (1984, 1992); Charles Spezzano (1993); Philip Bromberg (1994, 1996; Karen Maroda (1995); y Owen Renik (1996). Mi posición particular es que la puesta en acto toca un elemento nuclear por el cual algo central en la organización del conflicto, algo que está siendo negado o disociado por cualquiera de las partes, puede ser reconocido y reparado –un proceso que se apoya en la puesta en acto. Obviamente, esto es más probable en un entorno que sea a la vez lo suficientemente seguro y lo suficientemente provocativo como para invitar a la ampliación de ciertas agendas junto con un sentimiento de ser sujeto agente en la interacción (Slavin y Polack, 1997). Volveré a este tema.
El oficio clínico, sin embargo, y tal como yo lo veo como un principio de trabajo relacional, reside en contactar una parte de nosotros mismos mediante la cual podemos en último lugar apropiarnos y reflexionar para nosotros mismos o en voz alta para nuestros pacientes sobre lo que hemos descubierto acerca de nuestra participación a partir de estas interacciones. Este aspecto de la negociación hace la revelación tan “negociable” como cualquier otro aspecto de nuestras comunicaciones. Entretejer esta comprensión dentro de la interacción requiere que lidiemos con una paradoja “irresoluble” -la paradoja de reconocer el punto de vista de la otra persona mientras mantenemos el propio. Nos empuja hacia un cambio en nuestra conducta para desarrollar un espacio seguro para las perspectivas internas sobre nosotros mismos y la otra persona.
Comienzo por hablar sobre mi tratamiento de Ali. Finalmente, tras varios años, habíamos alcanzado un punto de agotamiento en el que, como ella dijo “las cosas simplemente no estaban funcionando”. Según fuimos siendo capaces de enfrentarnos a esto como una experiencia compartida, el proceso de comunicación se abrió lentamente y fuimos capaces de construir una forma de discusión en la cual el uso de la confrontación y la revelación se movió de operaciones de poder puestas en acto hacia la relación intersubjetiva. Esto llevó un tiempo puesto que ambas tuvimos que encontrar modos de provocar las habilidades del otro para escuchar y cambiar. Nuevos tipos de confrontación y revelación, tanto amorosas como opuestas, evolucionaron a partir del difícil modo en que nos habíamos estado comunicando; se hicieron posibles las decisiones conjuntas sobre nosotras mismas y sobre nuestro trabajo. Como resultado, el espacio analítico se hizo cada vez más seguro; es decir, la relación se convirtió en un lugar seguro en el que podíamos explorar nuestra conexión y examinar lo que había en el camino de su evolución.
 
El deseo del analista y del paciente
Ali es una mujer de 46 años a la que he estado viendo en psicoanálisis tres veces a la semana durante varios años. Una profesional con doctorado en sociología, vino a tratamiento para superar ataques de celos debilitadores acompañados de intensos sentimientos de decepción en una sucesión de relaciones fallidas con hombres. Aunque había logrado un cierto estatus en la universidad donde impartía clases e investigaba, sufría de baja autoestima, considerando que no había desarrollado todo su potencial. Los patrones relacionales clave en su familia incluían celos prolongados y angustia en relación con sus dos hermanas más atractivas que ella, una de las cuales había obtenido la mayor parte de la atención paterna. Ali tenía que luchar con esto entre su propia relación oposicionista y contenciosa con su padre, cuyo amor cortejaba intentado ser más un par que una hija. En oposición a su hermana “femenina” y acorde con el deseo paterno de un hijo, Ali se hizo atlética, incluso atractiva en su estilo más masculino de ropa informal, y experta en bromear y discutir. Gracias a esto, Ali conseguía atraerse a su padre, pero al final sus bromas se convertían en discusiones, enfadándolo hasta un punto en que estallaban las interacciones de rechazo y desdén, haciendo que Ali se sintiera poco atractiva, poco reconocida y rechazada -una perdedora a la sombra de sus dos hermanas más atractivas. Halló consuelo en la relación con su madre, quien, pareciendo reconocer el estilo de Ali de no encajar, implicó a su hija en un pacto implícito, estrecho y fusionado, de ofrecerse mutuamente amor, seguridad y compañía la una a la otra. En el primer encuentro, Ali me impresionó como una mujer elegante, simpática, intuitiva, pero controladora y agresiva con un fuerte sentimiento de tener derechos, lo cual usaba para compensar los profundos sentimientos de deprivación, pérdida y envidia. Comenzaré con uno de muchos encuentros intensos.
Más o menos al año de trabajo, y poco antes de nuestra hora de sesión, Ali y yo nos habíamos encontrado en mi portal. El ascensor estaba roto y ambas nos dirigimos a las escaleras. Sostuvo la puerta y yo pasé primero. En un momento dado me giré y la vi fijándose en mis piernas según subía detrás de mí. Me paré en el siguiente rellano sintiéndome muy incómoda. Me pasó, continuó subiendo y me esperó fuera del consultorio. Me disculpé por la molestia del ascensor roto y entramos.
Acomodándose en el sofá, comenzó con una voz suspendida, diciendo casi aturdida: “Bueno, en realidad estuvo bien. Me dio la oportunidad de mirarle las piernas cuando subía las escaleras delante de mí”. “¿Qué está diciendo?”, le pregunté, sorprendida por su candor e intimidad. “Bueno, creo que estoy diciendo que me excitó sexualmente. Es que Vd. tiene unas piernas tan estupendas. ¡Lo sabe, Holly!” Añadió en un tono asertivo, “y estoy segura de que sabe que a la gente le encanta mirarlas; así que las estuve mirando y estuvo muy bien”. Diciendo esto, su voz escaló hasta hacerse estridente.
Sintiendo una descarga de adrenalina, me sobrevino una tensión incómoda. Me repelía la insinuación de que había mostrado una parte de mi cuerpo con la intención de excitarla. Estaba atónita y era incapaz de hablar. Continuó: “Holly, sabe que le gusta cuando alguien le mira las piernas”. Esto confirmó lo que me había aturdido. Fue su suposición directa de que había consentido en tener alguna forma de sexo con ella, que había orquestado la maniobra. En un fuerte tono que implicaba en cierto modo una pregunta, le dije: “me parece difícil de creer que realmente piense que yo haría eso para excitarla”.
Dijo, de nuevo burlonamente, “Bueno, pasó delante de mí. Sabía que miraría sus piernas. Venga, venga, Holly”. Agitaba su índice hacia mí desde el diván como si dijera: “venga, venga, chica mala”. Nuestras experiencias de lo que había pasado eran claramente diferentes. Saber esto, sin embargo, no evitó que me preguntase cómo había tenido el valor de hablarme con esa familiaridad; es decir, saber esto no evitó que me preguntase cómo es que ella estaba teniendo esta experiencia.
La confusión era simple: aquí, en este aspecto de sí misma, se sentía extraña a mí, y este sentimiento la asustaba. Estaba mostrando la creencia de que habíamos compartido un cierto tipo de intimidad que no estaba basado en nada de lo que yo fuera consciente. Sabiendo esto, seguía sin saber qué decirle. Estaba paralizada y permanecí pasiva sumida en sus proposiciones agresivas. Me sentía tan mal, tan confusa, que empecé a considerar si quería que ella mirase mis piernas y si me dio algún tipo de placer narcisista subir las escaleras delante de ella. ¿Estaba yo, realmente, excitada? Luego llegué a lo que me parecía que era lo que yo sentía. Me di cuenta de que cualquier deseo natural que tuviera de ser admirada, así como mi capacidad para sentirme halagada si alguien me hacía un cumplido, estaba perfectamente bien. Sólo ahora ese deseo natural se había transformado en un temor auto-rechazante, un temor que hizo que mi propio deseo de ser una persona juguetona y seductora pareciese sucio. Consecuentemente, no pude hablarle desde un self juguetón y seductor capaz de aceptar y disfrutar su sexualidad (Knoblauch, 1997). Fue una situación sin ganador y vi que me apartaba, me retiraba y me sentía agitada. Ambas tuvimos que vernos deprivadas.
En este ejemplo, ambas estamos modelándonos mutuamente. En su modificación de la teoría psicológica del self tradicional, Morrison habla de cómo intentamos modelarnos el uno al otro (e invita a ser modelado por el otro para satisfacer necesidades concretas). Este objeto del self “co-creado” ofrece a menudo una mejor experiencia que el inherente al entorno. En este caso, sin embargo, Ali estaba dando por supuesta una relación que yo no le estaba ofreciendo. Dado el modo en que ella pedía algo que yo tenía, en lenguaje de la psicología del self; es decir, tenía que no satisfacerle sus necesidades de objeto del self en este momento por una razón que no era otra que no podía –no quería- hacerlo. No quería ser la persona que ella me estaba haciendo ser. Aprendí, por otra parte, que podía ofrecerle algo más que pudiera permitirle o facilitarle remodelar su ideal de qué tipo de experiencia de objeto del self podía ofrecerle. El desafío relacional para mí era ¿cómo podía hacer este remodelamiento en la tormenta de mi contratransferencia, y cómo podía Ali participar en este remodelamiento en la tormenta de sus esfuerzos de transferencia? Los fallos relacionales o mutuos –en los que ambas teníamos que ser deprivadas- tomaron la forma del fracaso de Ali para obtener nada de mí a causa de su conducta distante y de dar por supuestas cosas, y mi fracaso para obtener placer, el placer normalmente derivado de gustarle a otro; mis propias defensas protectoras me prevenían de acercarme a ella de un modo amoroso. A menos que una de nosotras cambiase, tendríamos que permanecer aquí durante un tiempo.
Yo percibí sus expresiones como “necesito que me desee –necesito tener una cierta importancia para ti Vd. que requiere que deje a un lado su propio self -su propia subjetividad”. Pero para que yo la deseara, o deseara a cualquiera, no podía aceptar el requerimiento de dejar a un lado mi subjetividad, y no debía hacerlo. Se sentía herida porque, aunque había un componente erótico en su deseo, lo que quería de mí era más complicado que eso. Más adelante llegué a ver que se trataba de su deseo y su fantasía de que yo deseara que me desase. Esto se me transmitió en su observación: “¡Vamos, Holly, quería que le mirase las piernas y lo sabe!”
Según pasó el tiempo, mi transferencia se volvió bastante vívida. Concretamente, sentía a Ali consistentemente intentando forzarme para conseguir lo que quería. Consecuentemente, me volví más contenida y a la defensiva. Ciertamente, parte de su enfado fue causado por la deprivación que ella sentía por mis emociones contenidas. Al principio, desde esta posición de defensa, disocié mi capacidad para regular cuánto podía aceptar sin sentirme atacada. Regular esto incluyó encontrar un modo de expresar, sin molestarla, que no me gustaba lo que me estaba haciendo. Entendí que el patrón era que cada vez que ella sentía deseo, sus repeticiones transferenciales la llevaban a volver a un self que guardaba semejanza con el “pequeño pillo” que combatía con su padre crítico y alcohólico. Deduje que esa voz le permitía disociar su anhelo de ternura al tiempo que mantenía la excitación que le permitía sentirse más segura a la sombra del poder de su padre. Así, como una defensa contra ciertos anhelos, su agresión burlona debe haberse convertido en satisfactoria relacionalmente. En esta voz, sus sentimientos amorosos y eróticos eran preservados y protegidos aunque raramente satisfechos.
Aunque hablábamos con frecuencia y de muchas formas diferentes sobre estas constelaciones, dicha discusiones aparentemente mutativas ocurrían durante estados afectivos más vulnerables en los que estaban activas ciertas “creencias” transferenciales. Por ejemplo, su demanda de que sintiéramos el “éxtasis de ser-uno-solo” por usar la acertada frase evolutiva de Tustin citada por Mitrani (1998, p. 102), se combinaba con la posición agresiva que adoptaba con su padre y la fusión que sentía con su madre. Esto parecía ser una combinación letal en las relaciones, y me parecía imposible encajar en ella. Nada de lo que intenté hasta entonces había funcionado para desatar ese nudo. Aunque descontenta con mis respuestas, permanecí enfadada por su rechazo para liberarme y dejar que nuestra relación se desarrollase de un modo más natural. Desde dentro de la experiencia de estas tensiones, recuerdo sentirme muy mal –muy preocupada- por querer rechazar a Ali. Este mal sentimiento me atormentaba porque a pesar de mis enormes ganas de hablar con ella, no quería herir sus sentimientos. Sin embargo, no podía imaginar decirle qué era aquello que tan ferozmente me impedía ser capaz de amarla. Estar atrapada entre mis propias limitaciones y el dolor de Ali era muy incómodo. Era aquí donde algo tenía que cambiar.
Volviendo aquí a la sesión, recuerdo sentirme perdida en mis pensamientos sobre este dilema. Asocié con incidentes que recordaba de su infancia, en particular su implicación con el novio de su amiga cuando tenía 17 años y los periodos de hurtos sin importancia cuando tenía unos 20 años. Desde la confluencia de mis sentimientos y las experiencias de fracaso, habiendo intentado con métodos más tradicionales para analizar su agresión y su envidia, vi la necesidad de cambiar mi enfoque. Sentí que tenía sentido para mí decir algo más directo -hacer un esfuerzo por conectar mi experiencia con la suya. Dije “Sabe, sé que esto está siendo duro para Vd., pero me pregunto si cree que nunca tendrá nada a no ser que lo coja. Así que no espere hasta que se le ofrezca y vaya directamente por ello”. Me detuve, su silencio me despertaba el deseo de hacerlo más personal. Añadí, todavía en un fuerte tono: “El problema es que no puede conseguir las cosas así -el amor no funciona de ese modo. No puedo darle algo sólo porque lo quiera. Pero se lo daré si yo quiero -simplemente tiene que dejar que me tome mi tiempo.” Sentí que ésta era una expresión honesta de una dificultad importante. Puesto que quería tanto de mí, estaba ciega frente a la realidad de que yo tenía que decidir esas cosas por mí misma. Ali me dijo más tarde cómo sintió esta comunicación como poderosa y significativa. Comenzó a llorar, y yo me sentí conmovida.
Si bien yo era capaz de ubicar mi dificultar en darle lo que quería cuando me lo pedía y, más aún, era capaz de decirle algo acerca de lo que necesitaba para tener más intimidad con ella, lo cual la sostenía en su enfado puesto que expresaba explícitamente un deseo de continuar una relación con ella, seguía sin ser capaz de abordar la vergüenza que subyacía a su desprecio hacia mí. Después de todo esto, Ali dijo: “Ahora me siento como si fuese a abandonarme”. Escuché esto como un intento, usándose a sí misma como agente, por participar en la negociación. Fuese o no una demanda, por alguna razón yo no lo escuché como demandante. Respondí: “estoy aquí, no voy a ir a ninguna parte. Pero puede que me empuje a hacerlo si insiste en que le dé todo de mí”. Esto le resultó extremadamente calmante. Aunque incluía una expresión honesta de mi enfado, que le asustaba, también expresaba mi apego y compromiso con ella, así como su capacidad de tener un impacto sobre mí. Podía inferir que yo estaba preocupada, a la vez que deseosa, de comunicar lo que yo veía como un problema y que creía que era crucial para ambas el considerarlo como parte de la mejoría de nuestra relación. En este marco ella podía escucharlo. Mi comentario era regulador, mostraba que la reconocía como una participante importante en nuestra relación.
Estas afirmaciones, que fueron bastante directas, no habrían tenido la oportunidad de ser escuchadas si no contuvieran, implícitamente, un elemento compasivo que le hiciese saber que en realidad podía imaginarme dándole algo, sólo que ella no me estaba dando la oportunidad. Tenía que preguntarme a mí misma, sin embargo, si sentía que la compasión podía tocarla. No lo sabía. Si hubiera intentado explicarle mis observaciones –formalizarlas dentro de una afirmación o interpretación mientras estábamos inmersas en la experiencia- la habría perdido. Mi explicación habría sido recibida como que me ausentaba de la experiencia, convirtiendo esto, en las famosas palabras de Racker (1968) en “una interacción entre una persona enferma y otra saludable” (p. 132). No habría abordado mi reconocimiento de su experiencia como parte de un campo intersubjetivo en el cual ambas habíamos llegado a polarizarnos mutuamente.
Espero que pueda observarse una forma básica en la que trabajo en mi intento de lograr la honestidad afectiva contenida en estas afirmaciones. Dicha honestidad afectiva se convierte en una poderosa fuente de acción terapéutica a causa de su poder para comunicar mi propia agenda consciente e inconsciente, así como por ser proveedora de un trasfondo en el cual mi paciente pudiera vivir su impacto sobre mí. Sin embargo, creo que la efectividad de este tipo de comunicación depende de que el analista no insista en que el paciente adopte su punto de vista (el del analista). En este contexto, en mi trabajo con Ali, mi afecto contenía y le transmitía a Ali sentimientos de enfado al tiempo que un deseo de conexión. Modelaba la comunicación con Ali de que me sentía privada de una importante experiencia con ella, diciéndole lo que necesitaba para maximizar la oportunidad de que tanto ella como yo obtuviéramos lo que cada una quería. Una vez que tuvo la oportunidad de considerar este requerimiento implícito y explícito, se despertó su sentimiento de responsabilidad y de agencia.
He insinuado que en un campo intersubjetivo, nuestras acciones son motivadas por una confluencia de deseos asociados con cosas que queremos y necesitamos el uno del otro. Este deseo puede ser el principio organizador primario que nos hace “prediseñados” para esforzarnos por la relación, y puede ser la carga que mantiene fértiles las puestas en acto. La cuestión es que tanto paciente como analista luchan, interna e interpersonalmente, con sus necesidades de ser reconocidos o deseados. Eros, el marcador fundamental de la fuerza del deseo, estaba incrustado en el cuerpo de Ali, en sus luchas sexuales. Eros, en cuanto que abarca el reconocimiento, vinculaba la pulsión con un resultado relacional. La intensa representación “física” del deseo de Ali incorporaba, y le servía de base a sus deseos de ser reconocida. Hasta que pudiera cambiar el campo interpersonal, de modo que pudiéramos negociar la experiencia de sus sentimientos eróticos-agresivos en el contexto relacional en el que estaban situados (Dimen, 1995), estos sentimientos siguieron siendo una presencia amenazante entre ambas.
 
Disociación y puesta en acto: una dialéctica
Un viernes concreto entré en mi consultorio sintiéndome bastante sombría. Había pasado por una semana de toma de decisiones importantes con mi marido acerca de terminar con nuestro matrimonio después de 17 años juntos. Generalmente optimista y alegre, simplemente estaba exhausta y lo parecía, pero sin embargo sentí que podía ver a los pacientes de ese día. Decidí tomarme una semana libre para contemplar una decisión final a partir del día siguiente. Sin embargo, a pesar de mi sentimiento de que podía ver a mis pacientes ese día, no estaba siendo yo misma y puedo no haberme dado cuenta de cuánto necesitaba de los demás. Al anunciarle a Ali que iba a tomarme una semana libre, lamentando avisarla con tan poco tiempo, dije que había sucedido algo personal de lo que debía encargarme. Después de haber hecho esto durante todo el día con distintas consideraciones, pensé que estaba preparada para cualquier reacción.
Se disgustó mucho, aunque sintió curiosidad, y me interrogó sin piedad acerca de qué era aquello que me apartaría tan repentinamente. Lo que era tan llamativo e inusual acerca de su reacción fueron sus fantasías de todas las cosas “maravillosas” que me iban a ocurrir. Yo me iba sintiendo más molesta según ella iba entrando en contacto con el aspecto de sí misma que, cuando se sentía insegura y envidiosa, se llenaba de rabia y se cegaba a cualquier reconocimiento previo -algo que habíamos sentido muchas veces anteriormente. Podía ver que se avecinaba, tal vez con mi ojo mental, pero era bastante palpable. Consciente de un cambio, noté que su cuerpo se iba aflojando, y cruzó las manos sobre el estómago. Volvió su cara hacia la pared y dijo algunas frases tangenciales, habló con una voz lenta, pausada y entrecortada. Yo me estaba enfadando, pero no me daba cuenta de ello en ese momento. Respiró profundamente. Cuando lo hizo, su voz tomó un tono controlado, condescendiente. Me pareció difícil concentrarme. Era como si el consultorio se estuviera llenando de una sustancia química molesta -tal vez la proyección de la adrenalina. Al igual que sucede con la adrenalina, funcionó como una señal para preparar el ataque. ¿Quería aplacarla, consolarla? No. En ese momento quería ponerlo encima de la mesa donde pudiera verlo. Después de un rato, le dije que su envidia me estaba resultando agobiante, que aunque realmente ella no sabía por qué me ausentaba, daba por hecho que todo en mi vida era bueno. “Sí –dijo pausadamente- ¡estoy muy loca!” Haciendo un paquete con el enfado y la envidia, me disparó las siguientes palabras: “¡No puedo soportar la forma en que me habla! ¡Es tan jodidamente mala! ¿Quién se cree que es, Holly? ¡Nadie me habla así, sólo tú Vd! Siente avisarme con tan poco tiempo. Vale, ¿y qué pasa conmigo?”. Ya estaba sobre la mesa.
Cualquier mención a mi vida chocaba con la envidia de Ali, provocando un cambio en su sentimiento de que no tenía nada y nunca iba a tenerlo. Desde lo que parecía este aspecto de sí misma y con la misma familiaridad dolorida y hambrienta que mencioné antes –como si fuéramos una pareja en medio de una pelea- hizo dramáticamente una lista de lo que pensaba que iba a hacer en mi semana libre. “Así que, Holly, se va a ir fuera con su marido y no quería decírmelo. ¿Por qué quería ocultarlo? ¿Eh? ¿Holly? Escapándose a una hermosa casa de verano en la que tiene estupendos amigos, y tal vez una piscina. Que lo pase bien con su marido. Que lo pases bien los dos. Querida Holly –tranquilamente instalada- váyase. Me quedaré aquí en el calor de la ciudad. Váyase y diviértase”. Continuó. Me resultaba difícil mantener la compostura y me sentía incapaz de escuchar. Con las lágrimas escapándose de mis ojos, lo cual sospechaba que ella no podía ver, intenté todo lo que pude contenerme para no decirle exactamente qué era lo que me estaba pasando esa semana. Tomé contacto con un fuerte deseo de que dejase de torturarme. En este momento, estaba harta de la terrible envidia que convertía a esta mujer inteligente, profesional, en ocasiones cariñosa, en un monstruo, envidia que no estábamos más cerca de comprender y aliviar.
Tras un rato de pincharme sin parar, me vi luchando con una urgencia poderosa de contarle todas las cosas malas que me habían pasado; es decir, quería contarle lo dura que había sido mi vida realmente y lo dura que era ciertamente en este momento. También quería decirle que se callara. No pude apartarme de las explosiones metiéndome en mi interior para obtener la distancia que necesitaba para hablarle con calma. Sin embargo no le dije nada de mi situación personal. Sabía que tenía que detener su despotrique, por mi bien y por el suyo. Afirmé en un tono de enfado: “Mire, no seré responsable de lo que no consiguió, sólo de lo que no le doy, y en este momento esto es todo lo que puedo darle. La próxima semana quizá cambie la cosa”. En este momento no importaba lo que dijera; el mero hecho de ser yo era suficiente para que ella sintiera una rabia envidiosa. Quería decir que yo era alguien separado de ella.
 
La no revelación como sustitución de la confrontación
Al no decirle lo que había pasado, que mi matrimonio se estaba rompiendo, pensé que la protegía de sentirse culpable por atacarme. También estaba evitando lo que imaginaba como una recriminación sádica por su parte, que confirmaría lo que sentía como su fantasía de propiedad sobre mí. Imaginaba que su reacción sería: “bien, Holly, ahora estamos en el mismo barco”. Y lo estábamos. Ambas estábamos pasando por acuerdos rotos. Durante las siguientes semanas, me mantuve firme en mi creencia de que contárselo sería un suicido relacional, que lo habría hecho sólo para darle lo que quería, para calmarla o por mi ilusión de que sintiera remordimiento por sus acciones. En ese momento, no podía formular (Stern, 1983) el tirón, contra el que luchaba, por contarlo todo, como cuando las demandas emocionales y articuladas de la paciente por inmiscuirse en la privacidad de la terapeuta son tan grandes que ella tiene que contar -por las razones equivocadas. Para ella, contarle era un modo de cimentar un vínculo de amor. Yo sentí que era un modo de cimentar un vínculo de esclavitud.
Aunque la no revelación aquí era una clara expresión de mi subjetividad (Aron, 1996), no estoy proponiendo un “mandato técnico” de no revelación. De hecho, sin suscribir el uso de la revelación de un modo prescrito, y creyendo, como he dicho más arriba, que la revelación puede ser negociada a partir de los intercambios mutuos entre paciente y analista, más adelante abordaré cómo lo enfoqué de modo muy distinto en otro momento del trabajo (Ehrenberg, 1995; Greenberg, 1995; Renik, 1995, 1996; Mitchell, 1998). Junto con muchos otros, mi modo es consistente con mi creencia de que la acción terapéutica a menudo depende de la revelación de la experiencia que el analista tiene del paciente (Bromberg, 1994; Ehrenberg, 1995; Renik, 1995, 1996). Aquí, sin embargo, usé la no revelación como suceso adverso para evitar el abuso de mi privacidad y la admisión de mi vulnerabilidad. En mi retirada y mi silencio, yo no me di cuenta de cómo estaba poniendo en acto mi autoprotección y mi derecho a la privacidad. Disocié mi capacidad para expresar en voz alta mis límites -para hablarle de por qué podía no hablarle. Convencida de que entendía lo que estaba pasando, evité cualquier señal interna que me hubiera hecho acercarme a una negociación diferente. Aunque relativo a la disociación, este ejemplo vincula fundamentalmente la revelación con los objetivos de la experiencia relacional (consciente o inconsciente) que ofrece el contexto para la misma. Esta idea retorna a lo que había abordado anteriormente; esto es, que la autorrevelación es tan negociable, o tan poco negociable, como cualquier otro aspecto de la relación paciente-analista.
 
Honestidad afectiva
La “realidad” de una interacción es significativa como metáfora o canal para la expresión honesta del analista. Su valor no reside sólo en el reconocimiento de ser auténtica, sino en que ofrece al paciente la oportunidad de reorganizar las fantasías y proyecciones sobre el analista que lo ayudan a establecer lo que está pasando dentro de la mente de éste (Fonagy, 1991). Si bien es importante analizar las fantasías en algún momento, en otras ocasiones “revelar” los pensamientos del analista es un alivio para el paciente, aun cuando abra paso a la rabia y a sentimientos dolorosos, porque deja las cosas claras. La inclusión de la “realidad” del analista, sea en términos de conflicto, afecto, o agenda, ha sido planteada en los escritos de muchos analistas, incluyendo Bird (1972); Ehrenberg (1974, 1984); Greenberg (1991); Frankel (1993); Spezzano, (1993); Renik (1993b, 1996); Bromberg (1994, 1996); Davies (1994); Maroda (1995); Aron (1996, 1998); Slavin y Pollack (1997); Mitchell (1998); y Slacin y Kriegman (1998). Una cosa en la que he estado interesada y de la que espero haber aprendido mediante estos intercambios es que “ser real” y contactar con otra persona no puede tener lugar siempre mediante gestos amorosos. Mi enfoque con esta paciente estaba generalmente orientado a alistar nuestra relación, y aceptar esta idea me planteó un desafío interpersonal que pedía un cambio dramático. Quería encontrar un equilibrio entre protegerla (reconocer su vulnerabilidad) y protegerme a mí misma de modo que su subjetividad no me violentara, manteniendo al mismo tiempo un canal abierto para expresar mi punto de vista. Esta tarea me parece conflictiva y se convirtió en un foco de mi propio crecimiento.
Lo que llegué a entender fue que tener mi propia voz no era sinónimo de agresión. Esencialmente, fui capaz de decirle a mi paciente “no voy a dejar que su subjetividad destruya la mía, ni debería hacerlo, porque entonces yo no existiría (y viceversa)”. Aquí estaba regulando mi capacidad para tolerar la agresión -algo que anteriormente me había resultado difícil. La clave de esta regulación es saber que no tenemos que estar de acuerdo con la realidad del otro, ni en el intercambio terapéutico tenemos que convencer a la otra persona para que esté de acuerdo con nosotros. La posición analítica aquí es para ambos reconocer que tenemos realidades diferentes (Ehrenberg, 1985; Benjamin, 1988; Bromberg, 1991a, b, 1998; Renik, 1993a, 1998), y la negociación reside en desarrollar la libertad de contarle al otro nuestras experiencias en torno a eso. O aprendía a hacer esto o estaría atascada con Ali en este lugar de aniquilación mutua.
Imaginar modos de abandonar los juegos de poder, aunque sutiles, abrió paso a la experiencia de conexión y seguridad para ambas. Como probablemente resulta evidente, sin embargo, Ali y yo tuvimos un ajuste que nos ofreció interminables oportunidades de involucrarnos en tipos particulares de juegos de poder. Para Ali, la envidia fue un producto desintegrado de mi cualidad de persona separada de ella. Odiaba mi vida y todo lo que había en ella porque me convertía en alguien separado. Yo había optado inconscientemente por disociar la parte de mí misma que podía percibir su vergüenza y negociar esta envidia y, en su lugar, a menudo entraba en juegos de poder con ella. Es decir, si bien podía hallar expresión para mi enfado, un enfado comprensible, era un enfado irresponsable porque no podía confrontarla con él de un modo integrado. Este tipo de expresión de mi enfado no dio lugar a una exploración productiva ni fue satisfactoria para ninguna de nosotras como modo de vida analítico. Al igual que la relación intersubjetiva no es sinónimo de expresión de acuerdo o de fusión, afirmarse uno mismo como sujeto separado no es sinónimo de ninguna y de todas las formas de expresión. El que yo reconociera la colisión de nuestras agendas (yo quería libertad donde la fusión resultaba amenazante; ella quería fusión donde la libertad resultaba amenazante) fue un punto de inflexión importante para cambiar mi dirección (Bromberg, 1996; Harris, 1996). Dos sujetos pretendiendo lo que en realidad eran agendas divergentes no fue la cuestión más problemática; el quedarse polarizados en estas necesidades fue lo que impidió la relacionalidad. Me di cuenta intensamente de que no me estaba relacionando con mi paciente. No es estableciendo la relacionalidad como abrimos paso a la comunicación; es el abrir paso a la comunicación lo que establece la relacionalidad. Estábamos teniendo experiencias continuadas que mantenían el foco del tratamiento demasiado limitado a su relación conmigo. Puesto que yo misma estaba claramente atrapada en juegos de poder, comencé a preguntarme si no era capaz de dejarlo pasar. Una vez que empecé a pensar así fui capaz de explorar el hablarle sin intentar ser comprendida, sólo con el deseo de ser tenida en cuenta (Renik, 1993a). Esto permitió otro tipo de confrontación que me liberó de alguna de mis operaciones de control.
 
Confrontación e intersubjetividad
La conciencia de que a cada una no le gustaban ciertas cosas de la otra, que quedó clara por nuestros esfuerzos por articular nuestros propios pensamientos, nos puso en riesgo a Ali y a mí. El articular puede testar las conexiones haciendo explícitas cosas desconocidas hasta el momento que habían mantenido su forma sólo en la fantasía. Vi que también éramos capaces de comunicar este riesgo a nuestra conexión, sin embargo, lo cual ayudó inconmensurablemente. En un momento dado, mi mensaje cambió a “Sabe que no estoy de acuerdo con Vd., pero podría sentirme más próxima a Vd. si dejara de intentar controlarme e intentara ver un poco más quién soy yo; es decir, que me vea menos como una figura transferencial y más como una persona compleja que a veces se parece a sus padres y a veces puede ser alguien nuevo”. Su posición también cambió y comenzó a parecerse a algo del tipo: “Me parece difícil creer que pudiera confiar en Vd. Prefiero verla como un monstruo controlador (padre), pero está claro que eso no me está conduciendo a ninguna parte y me estoy cansando”. La siguiente sesión elabora este tipo de confrontación afectiva real y cómo funciona tanto con la paciente como con la analista.
 
Sesión tres
Ali se iba de vacaciones, y normalmente las separaciones eran complicadas. De hecho, al principio del tratamiento habíamos hecho un trabajo considerable en torno a los puntos de ruptura. En esta ocasión, dudó en la puerta antes de marcharse, para decirme algo. Parecía triste cuando dijo: “Espero que esté bien”. Aunque ya estábamos casi en la puerta, le pregunté sobre esto. Me daba cuenta perfectamente de la separación que tuvo lugar más o menos un año y medio antes cuando fui al hospital para que me reemplazaran una válvula de la aorta con un fallo congénito. Aunque Ali y yo habíamos vivido otras separaciones desde entonces, como sus vacaciones y las mías, me sentí preocupada por sus temores. “¿Qué pasa?” le pregunté. “Bueno, estoy preocupada de que se ponga enferma -por su corazón”. A causa de la realidad de la intervención quirúrgica que tuve, le reaseguré que no me pasaba nada malo, seguí diciendo que esto había tenido que ser corregido antes o después, que simplemente resultó que lo fue antes. Por otra parte tengo un corazón normal, le dije. De hecho, ahora mi corazón está mejor que antes. Ambas sonreímos. Le dije “De verdad, estoy bien”. Una semana más tarde volvió. Me senté y ella sonrió abiertamente, de un modo familiar y penetrante. “¿Así que ha sobrevivido a mi ausencia, Holly? ¡No se murió sin mí!”
Le respondí con una pregunta en serio: “¿Su sonrisa está intentando decirme algo?” Tuve un antiguo sentimiento de opresión y un deseo de retirarme, sólo quería permanecer conectada con el buen sentimiento que tuve hacia ella cuando se fue. No dijo nada. Esperé un rato y luego le pregunté directamente: “¿Quería oír que no podía vivir sin Vd.?”
“Sí, es cierto. Quería que me echase de menos, que me tuviera en sus pensamientos como yo la tengo a Vd. Que pensara en mí todo el rato y deseara que estuviese aquí. ¡Estaba triste cuando me marché! No pareció importarle demasiado”. Continuó diciendo que no sabía si iba a alguna parte con la terapia; estaba cansada de venir, era muy largo. Tal vez debería parar. Le dije que no lo veía así en absoluto. Aun cuando el tema de mi operación fue real, añadiéndose a las tensiones de las separaciones para Ali, empecé a enfadarme. Me di cuenta de que también me sentía amenazada. A nadie le gusta oír que alguien está pensando en marcharse, especialmente si se ve como algo manipulador. Durante algún tiempo no había actuado de este modo, sin embargo, y yo no sabía porque lo estaba haciendo ahora. Todo lo que sabía es que estaba exagerando las cosas, usando algo que nos podía haber aproximado más para alejarnos; me había echado de menos y se había preocupado por mí. Tal vez yo sentía que, independientemente de las emociones provocadas por mi operación y su conciencia de que yo era mortal, no podía asistir a un reencuentro entre ambas si ella pasaba por alto el resto de los aspectos positivos de nuestra relación. Decidí abordar aquello que se interponía en mi camino.
“¿Qué pasa?”, pregunté. “Puede pensar que lo sé - ¡pero no es así!” “Nada”, dijo, “Pero no puede aceptar que tenga fuertes sentimientos”. Respondí “Creo que sí puedo hacerlo, pero mire, Ali, me gustaría decirle lo que tengo en la cabeza -que es en lo que no estoy de acuerdo con Vd. Entra y me dice que quiere que la tenga en mis pensamientos y piense mucho en Vd. Vale, lo hago. Me gusta, me preocupo por Vd y pienso mucho en Vd. He estado diciéndoselo durante algún tiempo. Así que, ¿se trata de esto? No, creo que se trate de que quiera que la necesite tanto que no sea capaz de tolerar su ausencia, que la tenga en cada uno de mis pensamientos. Más aún, quiere que se lo diga. Pero no puedo hacer eso y, lo que es más, no debería hacerlo. Especialmente bajo la amenaza del asedio. Y si no actúo de un modo determinado, entonces pierde todo lo demás que le doy”.
“Sí, es verdad”, dijo tras una breve reflexión, y la creí. Le dije que no sentía que lo que me estaba mostrando o el modo en que intentaba obtener algo de mi fuese amor ni nada parecido. Pensaba que era un deseo –una demanda- de que yo la amase. Quería tener un sentimiento de amor hacia ella, le dije, pero me estaba ahogando con su demanda. Le dije (aquí me detuve dudando) “Ali, mire, esto podría destruir esta terapia, esta relación. No quiero que eso ocurra. Así que ayúdeme a partir de aquí”. Estuvo conmigo, diciendo “No sé a qué se refiere con destruir. Sé que está hablando de algún tipo de necesidad que tengo de fusionarme con Vd –la tengo- y que me ciega. La idea que surgió en mi cabeza fue de algo que sentí hace años cuando tuve la fantasía de estar dentro de Vd. Solía pensar mucho en ello pero no ha estado presente durante años”. Le dije que mi experiencia era que había estado presente durante mucho tiempo. Me refería a un recuerdo de la intensidad de sus estados intermitentes de aturdimiento. Pareció asombrada. “¿Cuándo?” “Bueno –dije- en los años en que hemos luchado con su envidia hacia mí. Con que yo esté separada de Vd.” Pareció ponerse alerta y preguntó, “¿Por eso decía que yo era autodestructiva?”.
Le respondí diciendo que pensaba que sí, pero que no lo sabía, añadiendo “¿Siente que el que yo esté separada significa que estará sola para siempre?”
Respondió: “Preferiría estar dentro de Vd. y conectada de ese modo que encarar sola el mundo. Últimamente he estado pensando en dejar la terapia: ha durado mucho tiempo y yo he crecido mucho. No sé qué más puedo hacer, pero entonces me asusto y pienso que nunca podría dejarla, que tengo que quedarme, y me deprime que mis temores no puedan acabar nunca”.
Le dije: “esto me parece más honesto”. Sentí un cambio y añadí: “No creo que nadie le mostrara nunca que puede sentirse segura aun cuando esté separada. Creo que su madre le enseñó lo contrario”.
Cuando le pregunté si mi operación le había dejado el sentimiento de que me moriría y la dejaría desprotegida, comenzó a llorar. En este momento de la sesión fui capaz de decirle que no me había dado cuenta de qué atemorizante debía haber sido para ella, pero que en esta ocasión en que ella se fue de vacaciones sí lo había percibido. Le dije que sentía no haber comprendido lo asustada que estaba de perderme. No habíamos hablado abiertamente de esto con anterioridad. Algo había cambiado, y yo me daba cuenta de querer actuar mi interés por ser más abierta. Le dije que yo estaba bien, aunque por supuesto todos moriríamos. Nadie le había dicho antes, reflexioné, que ella estaría bien si le pasaba a alguien con quien estuviera conectada. Su trabajo, durante toda su vida, fue estar segura de que su madre estaba atendida emocionalmente. Luego, mientras le hablaba a Ali tuve un extraño recuerdo. Recordé que mientras mi madre se moría, no me dejaba llorar; es más, ni siquiera consideró que yo necesitase ser protegida en modo alguno. Negó su propia muerte y no me dejó entrar en ella. Yo estaba aterrorizada y, más tarde, cuando vi que podía sobrevivir a su muerte, deseé haber podido compartir más con ella. Con este recuerdo en la mente, le pregunté a Ali si sería posible durante el último tramo de nuestro trabajo conjunto incluir la consideración de que en algún momento yo me moriría, aun cuando no fuera a pasar en un tiempo, y que ella estaría bien. Después de todo, le dije, aun cuando somos más o menos de la misma edad, nadie sabe cuando morirá. Ella lloró y dijo que no creía que pudiera asumir ni soportar eso. Le dije que yo creía que sí podría. No estaba segura dónde nos estaba llevando esto, pero me pareció crucial, honesto y relacionado .
Asociando con el principio de la sesión, Ali dijo que tenía una extraña experiencia corporal, similar a las que había tenido al principio del tratamiento, cuando ocasionalmente se asustaba y se percibía flotando. Una vez, cuando había expresado su agudo temor ante este sentimiento, le dije que el diván la sujetaría. Se sintió enormemente aliviada por mi respuesta entonces, como si hubiera temido sentirse desconectada, disociada. Nunca habíamos llegado a entender estas experiencias corporales que habían retornado mientras discutíamos la muerte y la separación. Fue como si estuviéramos poniendo en acto algo con su cuerpo, hablándome a través de él. Comenzó a llorar, y dijo lo sorprendente que era que en realidad hubiera logrado tantas cosas en su vida y realmente estuviera básicamente bien, y sin embargo todo lo que quisiera hacer era estar acurrucada en mi vientre. Dijo que en la última sesión al oírme hablar de la separación, había tenido un fuerte anhelo de fundirse conmigo, físicamente, mientras hablábamos. Eso la había asustado y comenzó a sentirse en babia como si estuviera flotando a través del consultorio hacia mí.
Fue capaz de calmarse y preguntar qué era este sentimiento. Aunque pensé que ella lo sabía, le sugerí que podía ser el inicio de un reconocimiento de separación. Dijo que le asustaba pero estaba bien. Le dije “Nadie le habló nunca de estar separada, pero lo más importante para nosotros es que nadie se separó nunca de Vd. de un modo amoroso.” La sesión terminó aquí.
 
Discusión
He abordado la relación analítica como una experiencia “viva” entre dos personas que intentan, mediante una variedad de esfuerzos, sutiles y directos, conscientes e inconscientes, satisfacer sus necesidades individuales. En todas las situaciones de “relación”, creo, esta es una lucha humana básica. Sostengo que para que el tratamiento analítico sea exitoso, debemos depender de la negociación continuada de esta actividad interpersonal fundamental, la actividad de conseguir al objeto de nuestro deseo, más concretamente de conseguir que el objeto de nuestro deseo nos reconozca. Esta idea central establece un campo que contiene lo infalible de desear preservar la relación. Sin embargo, este mismo deseo nos llena de expectativas por las cuales luchamos, a menudo, como puede verse con Ali, de modos que evitan que este deseo se haga realidad.
Estos esfuerzos relacionales determinan el curso de nuestras agendas divergentes y hacen omnipresente la puesta en acto. Sin embargo, creo que este preciso deseo es el que está en el corazón de la acción terapéutica, con la acción terapéutica arraigada en la capacidad del analista para comprometer su deseo, para “invitar” al paciente a negociar, con seguridad, puntos concretos y persistentes.
 
Puesta en acto y disociación
Sostengo que la elaboración de puestas en acto transferenciales no se consigue después de todo por un análisis a posteriori sino desde dentro de lo viva que es la experiencia, como parte de lo que paciente y analista viven juntos. Aun con la aceptación contemporánea de la puesta en acto como parte rutinaria de la conducta humana, a menudo se sigue discutiendo como algo que “sucede” fuera del curso ordinario del tratamiento, algo que se acepta en tanto es analizado más adelante. El problema con esta idea es que las experiencias “puestas en acto” están separadas de otras formas de proceso mental, haciendo de su análisis un orden de pensamiento apartado de lo vívido de la experiencia.
Creo que mi trabajo con Ali no habría llegado a un fin analíticamente pleno si yo hubiera procedido como si las puestas en acto fueran entidades patológicas, delimitadas, que requiriesen quedar fijadas en el tiempo y sólo más tarde ser analizadas mediante la interpretación. Junto con otros muchos, enfatizo que la puesta en acto existe en todo momento como el substrato de la interacción analítica (Wolstein, 1959; Levenson, 1983; Ehrenberg, 1992; Renik, 1993b; Aron, 1996). El uso radical por parte de Renik (1997) especifica que “sólo hay puesta en acto (singular), un aspecto constante, inevitable, de lo que todo paciente y analista hacen en el análisis” (p. 282). Esta afirmación subraya mi propia definición de puesta en acto, como compromiso continuado, no planeado, que representa la naturaleza del proceso mental, coreografiada momento a momento mientras asociamos y disociamos (Davies, 1998) con las fantasías conscientes e inconscientes de otra persona. Esta conducta que regula a uno mismo y al campo (Mitchell, 1988), observada en un acto mutuo, explica las puestas en acto como construidas en torno a los aspectos tanto disociados como conscientes (fantasías) de ambas partes. Puesto que estos aspectos están intrincadamente conectados, la ventaja analítica para su expansión es que sostienen el potencial de expresión para ambos. La cuestión clave aquí, estemos o no de acuerdo con que la puesta en acto está ocurriendo siempre, es cómo uno define y usa clínicamente la venida a la conciencia del fenómeno llamado puesta en acto, puesto que es aquí en la conciencia en donde podemos actuar conscientemente sobre él.
 
Confrontación e intersubjetividad
Un componente esencial de la mutualidad es tomar la conciencia de las realidades separadas como una base para todas las negociaciones. Sin embargo, defiendo una forma de acción terapéutica basada en un tipo de confrontación, una que se convierta en intersubjetiva cuando aborde aquello a lo que Benjamin se refiere como la paradoja fundamental del reconocimiento, que se expresa como “una tensión constante entre reconocer al otro y afirmar el self” (Benjamin, 1992, p. 51). Es decir, cuando el analista puede afirmar su punto de vista ofreciendo al paciente su “experiencia”, en tanto no insiste en que el paciente abandone su sentido de la realidad (Ehrenberg, 1984; Bromberg, 1991b, 1998; Renik, 1993a, 1998; Mitchell, 1997).
Winnicott (1969b) describe la importancia de la confrontación en relación a lo que el llamaba el “desafío adolescente” (p. 147). Escribe: “la palabra confrontación se usa aquí para designar que una persona que ha crecido se pone en pie y reivindica su derecho a tener un punto de vista personal” (p. 147, cursivas mías). Aunque no usa el término, Winnicott pone el fundamento de una teoría intersubjetiva de la relación cuando afirma que el infante, para convertirse en sujeto de propio derecho, primero tiene que reconocer a su madre como sujeto. Para hacer esto, el infante tiene que vivir la destrucción de la “madre como objeto” para recrearla-reubicarla mediante su propia experiencia subjetiva de la supervivencia de ésta (Winnicott, 1969a). Un modo de leer a Winnicott incorpora este logro como representante de una experiencia “unipersonal”, no intersubjetiva todavía. Ordena a un otro amoroso, sin self, que soporte los actos agresivos del niño y prescribe así como técnica (Greenberg, 1991) el estilo de supervivencia que la madre va a adoptar. Este esquema se vuelve relacional (intersubjetivo) con una lectura de Winnicott diferente, donde el objeto –la madre- que sobrevive a un sujeto puede ser reconocido por el niño en una variedad de intercambios afectivos (Benjamin, 1992).
 
Confrontación afectivamente “real”
Sea amorosa o adversa, la confrontación, como parte de la trayectoria de la relacionalidad desempeña un importante papel en la entrada en la conciencia del contenido previamente disociado, no mediante un insight obtenido de la “sabiduría” en la confrontación sino de lo que la confrontación llama a considerar. Las confrontaciones hacen trabajar a la gente, no porque sean amenazantes, sino porque entran en contacto con prejuicios que nos han impedido hacer uso de nuevas perspectivas. De acuerdo con los muchos analistas que han escrito sobre el valor de la confrontación y la inclusión de sentimientos “reales” (incluyendo a Winnicott, 1969b; Bird, 1972; Ehrenberg, 1974, 1992; Frankel, 1993; Renik, 1993b, 1996; Davies, 1994; Bromberg, 1995, 1996; Slavin y Pollack, 1997), creo que el analista debe tener la voluntad de poner alguno de sus sentimientos y experiencias en la línea de modo que paciente y analista puedan intentar resolver el conflicto “real” que sienten. Estoy convencida de que si esto no sucede, a pesar de nuestros avances terapéuticos para trascender el modelo de pantalla en blanco, el terapeuta puede seguir siendo un “manojo de proyecciones” (Winnicott, 1969a, p. 88) y el conflicto, permaneciendo en efigie, se elabora sólo de forma incompleta (Freud, 1912). Como he dicho antes, la inclusión del afecto del analista es esencial para comunicar la fuerza de la convicción en el contenido comunicado. Mayer (1996) dice que es “el fuego de cada corazón encontrando el fuego de cada mente lo que constituye la intensidad del trabajo analítico” (p. 159). Este concepto se aplica tanto si las confrontaciones son amorosas o adversas, pero la capacidad del analista para hacer esto con el paciente debe ganarse. Hubo dos confrontaciones ilustradas en la segunda y tercera sesión, la primera en la segunda sesión, adversa, y la siguiente en la tercera, amorosa. En ambas enfaticé con convicción y compasión mi experiencia de Ali y de mí misma, no mi certeza sobre su realidad. Un modo en el que aprendí a trabajar “afectivamente” con ella fue comprendiendo que la confrontación y la compasión eran necesarias para trabajar con una experiencia emocional compartida.
 
Conocimiento y autoridad en la acción terapéutica
No hace falta decir que pueden y deben surgir preguntas acerca de este enfoque. Si el analista verbaliza su opinión, es posible que el poder cambie hacia el analista e influya indebidamente en el paciente (Price, 1977). Price advierte contra la ilusión de que podemos escapar de nuestros lazos con el poder. La distinción entre la autoridad no ganada (Renik, 1996) y poder (Stein, 1997) enfatiza una forma “positiva” de poder en el marco analítico. El continuo de poder y autoridad está disponible para la mayoría de los analistas bien intencionados, haciendo deseable que las acciones del analista sean espontáneamente conscientes y de escrutinio explícito (Renik, 1996). Con el tiempo, Ali y yo discutimos nuestras interacciones con una facilidad cada vez mayor, en parte porque el desarrollo del candor es una evolución natural que surge de cualquier negociación exitosa y en parte porque ambas aprendimos que articular lo que experimentábamos no conducía a rupturas irreparables del apego.
A la luz de esto, la revelación mutua de nuestro pensamiento se vuelve colaboradora y por tanto negociable, en lugar de estar basada en el poder. Afrontamos un dilema relacional inevitable si adoptamos una posición que nos facilite vocalizar nuestro punto de vista, a menos que estemos abiertos a escuchar nuestros puntos ciegos y reconsiderar nuestras posiciones, así como la urgencia con la cual las presentamos. El impacto putativo, entonces, se ve favorecido por el reconocimiento de que alguien no cambiará simplemente porque necesitemos o queramos que lo haga. Si podemos acceder a esta conciencia, seremos capaces de reparar con el paciente al menos alguno de aquellos momentos que pudieran convertirse en juegos de poder. Esto puede tener un efecto curativo en sí mismo. Al mismo tiempo, si podemos aferrarnos a nuestra subjetividad al servicio de mantener una realidad separada, tanto analista como paciente pueden decirse el uno al otro: “Su subjetividad no es suficiente para neutralizar la mía. Lo siento, pero es así. Ciertas diferencias entre nosotros pueden no resolverse nunca, pero podemos seguir adelante y seguir teniendo una conexión, incluso amor, entre nosotros. Aunque pueda no darle la razón o estar de acuerdo con Vd., puedo responder honestamente a partir de mi propia experiencia del impacto que pueda tener sobre su subjetividad”.
Cuando Ali sintió mis afirmaciones como operaciones de control (lo cual eran a veces) no podía hacer nada sino luchar contra su deseo de estar más relacionada y acallarlo. Entonces se colgaba tozudamente de viejos puntos de vista (como lo hizo cuando yo la apercibí que me estaba tratando de ese modo). En ciertos momentos, si Ali o yo estábamos enfadadas, retraídas o expresábamos sentimientos cariñosos, si estas expresiones afectaban al trabajo manteniendo cerrado el sistema (Ringstrom, 1998) una de nosotras tenía que intentar abrirlo. Durante algún tiempo ese fue mi rol. El control como operación interpersonal fundamental es inevitable. No podemos predecir cómo será visto por otra persona algo que nosotros experimentamos de un modo determinado. A causa de nuestras agendas separadas, las operaciones de control son inevitables. También es un aspecto necesario de lo que se comunica en el análisis porque un paciente puede “curarse” haciendo que nos demos cuenta de nuestras operaciones de control (tal como las experimenta el paciente). Estas operaciones de control se provocarán no importa lo duro que intentemos eliminarlas de nuestro repertorio. De este modo, nuestros pacientes nos hacen darnos cuenta de lo que podemos haber disociado y por el impacto del paciente en nosotros, mediante las puestas en acto, obtenemos la oportunidad de abandonar ese control o intentar alterarlo. Si no lo hacemos, porque estamos enredados en una u otra cosa, el paciente no crece y nosotros tampoco lo hacemos. Mediante las puestas en acto y nuestra “honestidad afectiva”, podemos mostrar a los pacientes su impacto sobre nosotros, ofreciéndoles una nueva perspectiva de nosotros y de su propio sentimiento de ser sujetos agentes. La puesta en acto es básicamente, después de todo, el desarrollo continuado de nuestros deseos y fantasías de cambiar e influir en el otro en modos de los que a menudo no nos damos cuenta. Espero haber mostrado que lo ideal es que el proceso de lo que llamamos “elaborar una puesta en acto” no tenga lugar mediante un análisis a posteriori sino que la elaboración sea el análisis y tenga lugar mientras lo vivimos. Así se logra la negociación.
 
 
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[1] Considero la intersubjetividad como una teoría del campo relacional (Stolorow, Atwood y Ross, 1978) y como una teoría de logro evolutivo (Benjamin, 1988). Uso el término en ambos sentidos. En este artículo, mi uso principal representa esto último (es decir, una situación clínica que aborda un avance evolutivo en la relacionalidad humana).

 

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