aperturas psicoanalíticas

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revista internacional de psicoanálisis

Número 010 2002 Revista Internacional de Psicoanálisis Aperturas

Los riesgos de la neutralidad

Autor: Renik, Owen

Palabras clave

Los riesgos de la neutralidad.


“The perils of neutrality” fue publicado originalmente en The Psychoanalytic Quarterly, vol. LXV, No. 3, págs. 495-517 (1996). Copyright The Psychoanalytic Quarterly . Traducido y publicado con el permiso de The Psychoanalytic Quarterly y del autor.

Traducción: Ana Ruiz Sancho

    Resumen:
    En este artículo se revisa la utilidad del concepto de neutralidad analítica como guía técnica. Se discute sobre la influencia de las opiniones personales del analista y sus afectos en el trabajo clínico relacionándolo con distintas concepciones sobre cómo tiene lugar el aprendizaje en el análisis. Se trata la cuestión de qué es lo que en realidad protege al paciente de la explotación* por parte del analista y se proporciona un caso como base para la discusión.

Como analistas clínicos deseamos ayudar a nuestros pacientes a sentirse mejor y queremos que en el análisis sean libres de elegir su manera particular de hacerlo. Pero sabemos muy bien que existe un conflicto potencial entre estos dos aspectos de nuestro objetivo terapéutico. Por un lado, intentamos influir en nuestros pacientes; por el otro, intentamos no constreñirlos. Desde Freud, los analistas hemos luchado habitualmente con esta tensión, que se ha tratado bajo una variedad de enunciados relacionados entre sí—al principio era el problema de la sugestión; más recientemente, se trata de determinar cuáles son las apropiadas pericia y autoridad del analista en el contexto de una colaboración intersubjetiva.

Evidentemente, el conflicto que existe entre ayudar a una persona e interferir en su autodeterminación no es exclusivo del análisis clínico. Lo experimentan los padres cuando han de decidir cómo transmitir sus valores y consejos a los hijos; los médicos tienen que enfrentarse a ello cuando recomiendan medidas terapéuticas que entrañan efectos secundarios, riesgos y resultados inciertos; también se topan con él algunos amigos bien intencionados. A pesar de que los psicoanalistas hemos estudiado el problema de la influencia de forma más explícita que otros profesionales, no hemos tenido más éxito a la hora de enfrentarlo.

Para reducir al mínimo cualquier influencia personal desfavorable por parte del analista precisamos una metodología clínica que tenga en consideración el hecho de que la influencia de aquél se encuentra en la misma esencia de la técnica. Por muy diligente que sea el analista en sus esfuerzos auto-analíticos, sus observaciones, formulaciones e intervenciones estarán siempre influidas por factores personales que se encuentran al margen de la conciencia. Un analista es irremisiblemente subjetivo en el contexto clínico y la forma de mitigar la influencia restrictiva de esta condición subjetiva es establecer principios técnicos que la tengan en consideración (por ejemplo, admitiendo que el analista no puede conocer en todo momento, la forma y cuantía de la participación  de su propia psicología en el trabajo analítico).

El concepto de neutralidad analítica tiene como objeto establecer este principio. Nadie concibe la neutralidad como algo baladí y sencillo de conseguir en la situación clínica. Sin embargo, al esforzarse por conseguir la neutralidad, el analista espera reducir el grado en el que sus opiniones, necesariamente subjetivas, menoscaban la autonomía del paciente. Por ejemplo, Poland (1984) afirma que: “la neutralidad es....un principio que se usa para aislar los aspectos interpersonales del proceso transferencial de las intrusiones externas de las fuerzas intrapsíquicas del analista.”

En mi opinión, aunque el concepto de neutralidad analítica es bienintencionado, no sirve al propósito para el que fue formulado: no constituye un objetivo útil hacia el cual dirigir nuestros esfuerzos en el análisis clínico. Creo que permanecemos siendo fieles al concepto de neutralidad analítica y seguimos esforzándonos por conseguir en vano versiones útiles de él, porque nos percatamos de lo importante que es el problema de la influencia perjudicial que el analista puede ejercer en un paciente y para cuya solución fue diseñado dicho concepto. En sus orígenes, el concepto de neutralidad persuadía a los analistas de que eran diferentes a los terapeutas que funcionan a base de sugestión; sin embargo,  pienso que hemos llegado a un punto en el que nos damos cuenta de que esta tranquilidad se compraba al precio de cierto grado de autoengaño.  El concepto de neutralidad analítica se ha convertido en una carga en la medida en que nos anima a perpetuar algunas ilusiones limitantes acerca del rol del analista en el proceso psicoanalítico. Por ello, propongo realizar una crítica del concepto de la neutralidad analítica en tres aspectos:

    1) En cuanto no tiene en consideración el modo en que tiene lugar el aprendizaje en el análisis y, por tanto, no describe la relación óptima que ha de existir entre los juicios del analista y los conflictos del paciente.
    2) Porque sugiere una visión mal informada del rol de las emociones del analista en la técnica psicoanalítica.
    3) Y por último, porque es expresión de una concepción errónea de la técnica analítica y por tanto contribuye a confundir qué es lo que disuade al analista de explotar al paciente.

Ya se ha discutido en numerosas ocasiones que mantenerse neutral es imposible para el analista (Ejemplos: Greenberg, 1991; Hoffman, 1996; Renik, 1995; Singer, 1977; Stolorow, 1990). El objeto de mi discusión es argumentar porqué, aun en el caso de que fuese posible, no sería útil alcanzar la neutralidad (porqué la búsqueda de la neutralidad como un ideal técnico es contraproducente).

Los conflictos del paciente y las opiniones del analista

La razón de ser de la neutralidad analítica como salvaguarda frente a la imposición de la visión personal del analista es la siguiente: si las intervenciones del analista se mantienen imparciales frente a los conflictos que el paciente está tratando de resolver, la subjetividad del analista se expresará de tal forma que amenazará en menor medida la libertad de elección de aquel. De ahí, las conocidas recomendaciones de Anna Freud acerca de la equidistancia entre el ello, el yo y el superyó. No es preciso ni decir que la opinión que un analista tiene acerca de cuáles son los conflictos del paciente y acerca de lo que constituye tomar o no partido es tan subjetiva como cualquier otra opinión. Por este motivo, al esforzarse por ser neutral, un analista contemporáneo evitará una postura positivista ingenua. En la práctica, ser neutral para un analista equivale a evitar, lo mejor que puede, comunicar sus preferencias entre las soluciones posibles a los conflictos que el paciente parece afrontar; esforzarse por identificar y analizar cualquier idea que el paciente pudiera haberse hecho sobre el partido que ha tomado el analista en relación con los distintos aspectos del conflicto; y mantenerse atento ante cualquier cosa que él que pudiera o no haber hecho, quizás inconscientemente, para suscitar esta idea en el paciente.

A estas alturas, numerosos investigadores han señalado cuáles son las dificultades que surgen cuando el analista intenta mantenerse neutral para así evitar su influencia personal. Por ejemplo, Raphling (1995), señala que “en último término, una línea interpretativa favorece un aspecto del conflicto en detrimento de otro, reflejando así la evaluación que el analista se hace de lo ineficaces que son las transacciones de un paciente y sus intentos por resolver el conflicto”. Si damos crédito a la observación de Raphling (creo que la mayoría de nosotros lo hacemos), nos daremos cuenta de que el analista se aleja de una postura neutra tan pronto como contribuye con su interpretaciones a la auto-investigación del paciente.  En otras palabras, ¡la única forma en la que un analista puede ser neutral, es siendo inactivo!. Por tanto, no parece que aspirar a la neutralidad analítica como objetivo técnico tenga sentido alguno. Sin embargo, Raphling no sugiere que abandonemos el concepto de neutralidad analítica y que repensemos nuestra concepción de la posición analítica ideal. En lugar de ello, se limita a constatar que el concepto de neutralidad analítica es muy poco realista. En este sentido, Raphling secunda los comentarios que Shapiro hizo una década antes y según los cuales: “las personas que son psicoterapeutas se alejan algunas veces (incluso frecuentemente) de la neutralidad perfecta; a Freud también le ocurrió, al fin y al cabo, eso es humano.”  Raphling y Shapiro, como muchos otros clínicos perspicaces, anteriores y posteriores a ellos, informan de la existencia de algunos fallos en el concepto clásico de neutralidad analítica; sin embargo, no recomiendan que prescindamos de él. Cuanto más detenidamente lo estudiamos, más evidentes se nos hacen dichos fallos. Los analistas eficaces y conscientes de sí, se esfuerzan por calificar como neutral su actividad real de analistas. Poland (1984), por ejemplo, describe el caso de una paciente que aún queriendo acudir a las sesiones analíticas no conseguía organizar el cuidado de su hijo, de forma que decidió dejar al niño de 5 años desatendido y encerrado en una habitación durante 2 horas cada vez que acudía a una sesión. Poland opina que no manifestar una opinión en un caso como éste sería un ejemplo de “pseudoneutralidad”. Kriss (1933), subraya lo importante que es oponerse en muchos tratamientos al superyó punitivo del paciente, mostrando una fuerte oposición frente a la autocrítica irracional de éste. Reconociendo que su postura contradice el precepto de equidistancia propuesto por Anna Freud,  Kris denomina su postura “neutralidad funcional”. Hoffer (1985), al encontrarse con dificultades similares en su intento de reconciliar el concepto de neutralidad  con sus observaciones clínicas, sugiere que debemos añadir la realidad externa como un cuarto punto de apoyo al compás formado por el ello, el yo y el superyo, compás que utilizamos para encontrar nuestra posición equidistante. Dice Hoffer que “de esta forma el concepto de neutralidad frente a conflictos específicos, se amplía para incluir: (a) el conflicto intepersonal dentro de la relación psicoanalítica; (b) los conflictos del analista” (p. 793).

Cuanto más detenida y honestamente observamos la forma en que, en realidad, analizamos, más cautamente habremos de elaborar el concepto de neutralidad analítica para así poder mantenerlo. Y así son cuatro los puntos de los que mantenerse equidistante en lugar de tres:  neutralidad frente a los conflictos del analista y los conflictos que surgen en la relación, a la vez que neutralidad con respecto a los conflictos del paciente; no se trata de neutralidad simplemente, sino neutralidad genuina, pseudoneutralidad y neutralidad funcional. Parece que para adecuar el concepto de neutralidad con la realidad de nuestro trabajo habremos de acudir a un concepto de una complejidad cada vez más mayor y más cuestionable. ¿No empiezan a parecerse nuestras elaboraciones teóricas a las de la astronomía Ptolomeica en sus fases finales?¿No sería más simple, claro y  útil desde el punto de vista clínico  que conceptuemos al analista como alguien que, en el mejor de los casos, no es neutral?

No creo que la neutralidad sea un ideal que el analista haya de perseguir, un ideal deseable, aún cuando pudiésemos solamente aproximarnos a él, y dada la falibilidad humana. Cuando observamos lo que en realidad hacemos, y lo que verdaderamente funciona, nos percatamos que el concepto de neutralidad no describe fielmente la actitud de un clínico eficaz. De hecho, la neutralidad representa una actitud que interfiere en un análisis productivo. Hay ocasiones en las que un analista puede y debe opinar acerca de cual es la mejor  forma de resolver el conflicto del paciente (cuando la contribución más crucial que puede hacerse al trabajo analítico es precisamente la comunicación de estas opiniones), y hay otras ocasiones, sin embargo,  en las que un analista no debería hacer -y mucho menos comunicar- sus opiniones acerca del conflicto del paciente. Por tanto, el concepto de neutralidad analítica que prescribe al analista que nunca tome partido respecto al conflicto del paciente es un concepto malentendido e inútil. Es cierto que queremos una teoría de la técnica analítica que proteja la autonomía del paciente, pero hemos de reconocer que, en último término,  el concepto de neutralidad analítica no nos sirve para tal propósito.

Algunos analistas responsables como Poland, Kriss y Hoffer siguen tratando de conceptualizar la neutralidad analítica de tal forma que se mitigue el daño que causa mantenerla como un ideal técnico. Estos efectos perjudiciales incluyen el que disuade al analista de comunicar de forma explícita aquellas opiniones útiles que pueda tener relativas a los conflictos del paciente y el que lo anima a asumir un distanciamiento hipócrita cuando transmite sus juicios acerca de los conflictos del paciente implícitamente. Creo que nos haríamos mejor servicio si hablásemos abiertamente sobre el momento y la forma en los que un analista se hace o no, comunica o no (debería o no debería) una opinión acerca de la resolución del conflicto del paciente. En ese caso, en lugar de aferrarnos a la idea ficticia de neutralidad analítica podríamos dirigir nuestros esfuerzos a desarrollar formas de proceder que impidan que el analista, que es necesariamente no-neutral, ejerza una influencia restrictiva en los pacientes.

Caso clínico

Diane, una cardióloga en la treintena, comenzó análisis para tratar su depresión crónica.  A pesar de haberle ido bien durante el período como residente y en su formación postgraduada, era consciente de una falta de confianza que la constreñía. Rechazó oportunidades de promoción por miedo al fracaso. Evitaba en particular todas aquellas situaciones en las que precisaba colaborar estrechamente con otros. Tendía a valorar muy negativamente su capacidad para llevarse bien con sus colegas. Algunas veces perdía los nervios, o más frecuentemente se aislaba malhumorada cuando se enfadaba. Diane creía que no era una persona que resultase agradable a los demás y le preocupaba que nadie quería ser amigo(a) suyo. La mayor parte de sus autorecriminaciones estaban relacionadas  con el sentimiento de culpa que Diane tenía pues, según ella, desde siempre había sentido envidia y hostilidad hacia su hermana, dos años mayor que ella.  A los 6 años, a su hermana le fue diagnosticada una diabetes juvenil que resultó muy difícil de controlar. Desde que Diane podía recordar, la niña fue  el centro de atención de sus padres. La hermana de Diane resultó ser siempre más bien mediocre en el colegio,  hecho éste que incrementó la preocupación de los padres que eran ambos profesores de universidad. Diane, que era muy buena estudiante, se sintió siempre descuidada. Los padres no solían felicitarla por sus buenas notas, pues estaban demasiado preocupados por las calificaciones de su hermana.

Cuando Diane me contó esta historia, le comenté que aunque podía entender lo difícil que esta situación había sido para ella dudaba que, considerando la atención tan triste que su hermana había recibido y lo doloroso del problema que había motivado tales atenciones,  la reacción principal hacia su hermana hubiese sido de resentimiento y envidia. Diane me explicó que recordaba haber deseado que su hermana muriese y haberse sentido muy mal por ello. Durante  semanas, estuvo elaborando la culpa por la rivalidad que sentía con su hermana. Absteniéndome de cuestionar la sinceridad de sus sentimientos, continué objetando que señalase a su hermana como el foco de su resentimiento. Le pregunté si sus padres se habían dado cuenta de que al preocuparse tanto por su hermana la habían descuidado a ella. Si se habían percatado que Diane se sentía infeliz, y si habían intentado ayudarla.

La línea de investigación que elegí reflejaba que me preguntaba si la hostilidad de Diane hacia su hermana y sus sentimientos de culpa podían estar cumpliendo la función defensiva de ahorrarle criticar seriamente a sus padres y los sentimientos desagradables que esto conllevaría. Era evidente que dudaba del  énfasis puesto por Diane en la envidia, hostilidad y culpa hacia su hermana. Fui explícito con Diane acerca de mis opiniones y las hipótesis que éstas suscitaban.

Diane entendió y consideró el alcance de mi perspectiva, pero tenía sentimientos encontrados respecto a ésta. Le preocupaba poder estar transmitiéndome una imagen distorsionada de los acontecimientos que la favoreciesen y que yo estuviera respondiendo a ello. Conectado a esto último, surgió en su mente un recuerdo terrible. Cuando su hermana tenía doce años y Diane diez, los padres las dejaron solas en casa cuando fueron en viaje de negocios a una ciudad que estaba a una hora de distancia en avión, lo que los obligaba a pernoctar fuera. Aquella noche, la hermana de Diane comenzó a quejarse de que no se sentía bien y empezó a mostrarse como desconectada y poco comunicativa. Diane, que estaba muy asustada, llamó a sus padres al hotel pero éstos se encontraban fuera. Intentó localizar a los vecinos, pero desgraciadamente, era sábado por la noche y no había nadie en casa. Su hermana empezó a ponerse muy pálida y sudorosa, tenía los ojos cerrados y Diane no lograba despertarla. Desesperada, Diane llamó al teléfono de emergencia. Los sanitarios que respondieron a su llamada y los médicos que la atendieron en el hospital le dijeron que su hermana había estado a punto de morir como consecuencia, al parecer,  de un error al administrarse la dosis de insulina. Esa noche fue traumática para Diane. Desde entonces, se torturaba recordando la imagen de su hermana tumbada en el suelo y pensando que ella, Diane, había sido responsable pues había deseado que su hermana muriese. ¿Por qué no se dio cuenta de lo que le estaba pasando y  no le dio un zumo de naranja y azúcar?

Le pregunté porqué se acusaba de irresponsabilidad y no acusaba de lo mismo a sus padres. Le dije que pensaba que había manejado la situación tan bien como podría esperarse de una niña de diez años. Por el contrario, a casi nadie se le ocurriría, tal y como sus padres habían hecho, dejar solas y sin nadie a quien recurrir en caso de emergencia a dos niñas pequeñas (especialmente cuando una de ellas tenía una enfermedad tan seria).  Diane había mencionado este incidente infantil con el objeto de ilustrar su hostilidad y sentimientos de culpa respecto a su hermana. Sin embargo, desde mi punto de vista, este incidente confirmaba cómo la autoinculpación surgía de su lucha por evitar confrontar una imagen muy inquietante de sus padres.

Diane experimentó fuertes sentimientos encontrados en relación a mis intervenciones. En cierto sentido, se sentía aliviada,  pues pudo entrever una imagen de sí misma que podía sacarla de la depresión con la que había vivido durante tanto tiempo. Al mismo tiempo, notaba una sensación terrible, muy difícil de definir, una sensación de amenaza en la boca del estómago. Cuando le pedí que lo asociara a algo, ella expresó de mala gana que le parecía que yo estaba escandalizado por la manera en que sus padres la habían tratado. La intranquilizaba que yo estuviese involucrándome en demasía. Una vez más, volvió a mencionar que estaba preocupada por si de alguna forma me hubiese transmitido una imagen equivocada.

Yo reconocí que era cierto que estaba reaccionando a la descripción de los acontecimientos que ella misma me había dado y que pensaba, que según esta descripción, lo que sus padres habían hecho era  irresponsable. Le dije que confiaba que si hubiese algo más que averiguar lo haríamos más adelante, que por el momento parecía que ella estuviese evitando su propia visión de los acontecimientos, una visión bastante clara a la vez que desasosegante. Considerando lo que conocíamos hasta el momento yo me sentía indignado en su nombre. ¿Qué  era lo que le preocupaba de ello?

Diane comenzó a sollozar de forma incontrolable. Al fin, consiguió dilucidar sus sentimientos. Pensaba que yo la entendía y esto la conmovió profundamente a la vez que la entristeció mucho. Algo en mi preocupación genuina por su bienestar e intentos de  ayudarla la conmovía (a pesar de que ella cuestionaba mi apreciación de las cosas); esto hizo que se sintiese tan bien, pero a la vez tan mal. En ese momento, sus asociaciones fueron hacia su madre y el recuerdo (hasta ahora no había surgido) que guardaba de la sensación que experimentaba al volver a casa cada día, a un apartamento vacío,  pues ambos padres enseñaban hasta muy tarde y su hermana se habituó a  pasar mucho tiempo fuera de casa con sus amigos tan pronto como empezó la escuela secundaria. Diane continuó describiendo  la sensación que siempre tuvo del desapego materno. Yo estaba involucrado emocionalmente; era evidente que me preocupaba por ella. Nunca había sentido esto de parte de sus padres y odiaba tener que encarar este hecho. ¿Que podía hacer ahora al respecto? Su padre había muerto y su madre vivía en una residencia de ancianos.

Un año más tarde, Diane se refirió a los problemas que estaba teniendo en las relaciones sexuales con su novio. Decía que él,  simplemente, no mostraba ningún interés en las mismas. Comparaba la actitud distante de su novio con la de su madre. Diane pensaba que la relación con este hombre era maravillosa en muchos aspectos; tenían muchas cosas en común y disfrutaban haciendo cosas juntos. Yo no tenía muy claro en qué medida el desinterés de su novio era creación de Diane. ¿Se debía en parte a sus propias inhibiciones? Si él tenía algún problema, ¿en qué medida estaba Diane afrontándolo directamente, etc.? Mis preguntas iban en ese sentido.

Diane se sintió criticada y traicionada por mí. Había comprendido tan bien su sentimiento de privación con respecto a su madre... ¿Cómo era que ahora defendía a su novio? ¿Acaso era sexista? ¿Estaba identificándome en demasía con él? Le dije que no creía que fuese el caso, aunque siempre podía ocurrir que no fuera consciente de tal eventualidad, pero le dije que lo que me parecía significativo era que ella se hubiese sentido tan atacada cuando mi intención -posiblemente mal dirigida- era ayudarla a incluir el placer sexual en una relación que ella valoraba tanto. Conforme discutíamos la reacción de Diane a mis preguntas, ella reconoció acertadamente que yo estaba animándola a explorar la posibilidad de disfrutar de mayor actividad sexual y que eso le producía cierto malestar. Finalmente, terminó saliendo a la luz la ansiedad adolescente que había sentido ante la apreciación paterna de su naciente femineidad. Entonces Diane revisó la imagen distante de su madre, y la modificó un poco. Era cierto que su madre era reservada, y que ambos progenitores eran capaces de cierto grado de egocentrismo que dañaba a sus hijas, pero Diane también se dio cuenta de que la culpa que sentía por la competitividad con su madre la había conducido a infravalorar el interés que su padre mostraba por ella y a sobrevalorar el distanciamiento materno.

A pesar de que mis intervenciones nos condujeron a  una investigación muy útil de las ansiedades que Diane sentía por ser sexualmente activa y atractiva a los hombres, mis preguntas resultaron estar fuera de lugar en lo que se refería al futuro de la relación con su novio. El caso es que en un momento dado, éste confesó a Diane muy apenado que nunca había encontrado a las mujeres sexualmente estimulantes y que había decidido hacer pública la vida homosexual que venía ocultando desde hace años.

Tomando partido: aprendiendo en análisis

El objetivo de mi exposición es describir el día a día del análisis clínico. Mis elecciones técnicas reflejaban mi propio estilo, por su puesto, pero creo que se ajustaban a la forma en la que muchos analistas trabajan. ¿En qué consiste la actividad analítica? ¿De qué forma contribuí yo a la investigación que Diane y yo habíamos iniciado juntos? Si examinamos mis intervenciones, creo que  resulta  evidente que durante todo el tiempo  estuve comunicando juicios evaluativos acerca de la forma en que Diane manejaba el conflicto psicológico. A menudo, mis opiniones la dirigían en una dirección o en otra (en otras palabras, tomé partido en la forma que discute Raphling). Le dije a Diane varias veces que me parecía que la culpa hacia su hermana era injustificada, que daba la impresión que era menos crítica con sus padres de lo que se merecían, que tenía derecho a ser más  activa sexualmente de lo que era, que las objeciones que me hacía eran conjeturas, etc. Difícilmente podría decirse que estaba siendo neutral en relación a los conflictos de Diane y pienso que mis observaciones eran como las que hubieran hecho muchos colegas en las mismas circunstancias. Estaba en consonancia, por ejemplo, con el énfasis puesto por Kris en cuán necesario es que el analista contradiga lo que parece ser auto condenación irracional de un paciente.

 Últimamente se discute la cuestión de cómo tiene lugar el aprendizaje en el análisis clínico y qué es lo que permite que se produzca el conocimiento de sí por parte del paciente. El concepto técnico de neutralidad analítica es un asunto pendiente de una concepción del proceso analítico que está ahora ampliamente desacreditada.  Esta concepción, está basada en la idea de que en el análisis un paciente proyecta su psicología en una pantalla tan en blanco como sea posible. Una vez proyectada, el analista (que apartado de los conflictos del paciente es por tanto relativamente objetivo) en colaboración con las capacidades del paciente para la autorreflexión, pueden ver y examinar la psicología de éste. Según ello, el analista intenta ser neutral,  para así permitir que las proyecciones del paciente tengan lugar y puedan ser observadas con una mínima contaminación. Sería útil subrayar que esta concepción del proceso analítico es implícitamente una teoría del aprendizaje; y si la hemos abandonado, ¿cuál es ahora nuestra nueva teoría del aprendizaje?

 Desde mi punto de vista,  el aprendizaje en psicoanálisis clínico, como en cualquier otro contexto, tiene lugar dialécticamente. El analista es capaz de presentar a un paciente una nueva perspectiva y, conociendo las del paciente, se cuestionan aquellas que constituyen la base de sus problemas. Ambos llegan a encuentros cruciales de tesis y antítesis, por decirlo de alguna forma, que luego resuelven a través de un proceso de negociación (Pizer, 1992). Algunas veces la yuxtaposición de tesis y antítesis toma la forma de confrontación, básicamente cuando la nueva perspectiva va en contra de la motivación del paciente que tiende a mantener una perspectiva antigua. Pero hay otras ocasiones en las que más que recibir un punto de vista que contraviene su perspectiva, lo que el paciente recibe es información adicional, suplementaria.  Creo que es más conveniente que estas negociaciones se conviertan en asuntos de escrutinio consciente y explícito. Aunque muchas veces es casi inevitable que acontezcan más allá del control consciente de los participantes. He seleccionado estas viñetas del análisis de Diane para ilustrar algunos de los intercambios dialécticos importantes de los que  tuve constancia; algunos fueron emocionalmente confrontativos, otros no. Por desgracia,  soy incapaz de dar cuenta de aquellos que (sin lugar a dudas) ocurrieron fuera de mi consciencia.

 Estoy de acuerdo con Weiss (1993) cuando afirma que, en un psicoanálisis clínico exitoso, el paciente contraviene sus creencias patogénicas centrales. Sin embargo,  en contra de lo que defiende Weiss, no creo que el paciente construya a propósito tests para examinar al analista. En la mayoría de los casos, el aprendizaje ocurre gracias a una serie de experiencias emocionales correctoras que ocurren de forma inadvertida al tropezar constantemente las motivaciones inconscientes del analista y las de su paciente. Cuando es posible, el analista y el paciente examinan retrospectivamente estas experiencias (no cabe duda que este examen, en sí mismo, constituye  en parte, una nueva actuación de los esfuerzos inconscientes de ambos; ver Renik, 1993).

 El argumento que quiero enfatizar es que la neutralidad del analista no facilita un proceso de aprendizaje dialéctico. Lo que realmente contribuye a una investigación psicoanalítica exitosa es la  capacidad del analista para aprehender la esencia de los conflictos del paciente y para comprometerse con éste. Aunque los silencios del analista, la reticencia para formarse opiniones o la negativa a aprobar el punto de vista de un paciente pueden constituir intervenciones analíticas importantes y útiles, cuando lo son, es porque comunican opiniones y valores específicos, no porque representan neutralidad. La neutralidad considerada en sentido estricto (si es que pudiese conseguirse), más bien aparta al analista del campo de trabajo. Para que tenga lugar un proceso de aprendizaje dialéctico es preciso que el analista participe personal y motivadamente.

Por ejemplo, ¿cómo llegué a la conclusión que luego le presenté a Diane de que la envidia  hacia su hermana ocultaba el resentimiento y la desesperación ocasionados por la percepción crítica que de sus padres tenía? Esta hipótesis fue el resultado de una serie de complejos juicios por mi parte, que a su vez surgieron de mi identificación con Diane, con sus padres y con su hermana (identificaciones que estaban influenciadas por mis propias experiencias de  infancia y de parentazgo y por mi historia particular de satisfacciones y carencias, arrepentimientos y preocupaciones.) Quería para Diane lo que deseaba para mis propias hijas y lo que quería para mí como hijo. Estaba indignado en nombre de Diane, por lo que me indignaría y me había indignado durante toda mi vida, por mí mismo o en nombre de mis seres queridos. Fue precisamente mi participación apasionada interactuando con la de Diane  lo que constituyó el despliegue de la investigación psicoanalítica. Para que un analista contribuya al proceso de autoconocimiento de un paciente, tiene que ser capaz de colocarse en lo que fue felizmente calificado por Ehrenberg (1992) como  el “filo de la intimidad”. La necesidad de implicación emocional de parte del analista implica que se le conceda toda la importancia a la integridad del analista, que no puede ser sustituida por el mito de la neutralidad.

Creo que el aprendizaje que tiene lugar en el análisis es un proceso activo que va más allá de la introspección guiada del paciente. Lo que el paciente busca y, en el mejor de los casos, obtiene del analista es una perspectiva diferente de la propia. Se supone que la perspectiva del analista será  particularmente experta, aunque ello no puede ni debe asumirse. En el fondo, la experiencia de un analista y su grado de autoridad no descansan en la premisa de que su visión de los conflictos del paciente es necesariamente más válida que la del mismo paciente sino, más bien, en el hecho de que él está en condiciones de proporcionar una perspectiva alternativa, una nueva forma de construir la realidad que el paciente puede (o no) usar en función del  mérito que le otorgue. Desde mi punto de vista, lo importante no es que las ideas del analista sean correctas en sentido estricto, sino que estimulen el proceso de aprendizaje del que, en último término, se beneficia el paciente (ver Renik, 1994). Por eso, mi exploración en torno a si Diane podía estar contribuyendo al desinterés sexual de su novio nos condujo a una secuencia de acontecimientos analíticos muy interesantes, a pesar de que resultó que el desinterés sexual de éste era atribuible a factores externos a ella misma.

A nuestros pacientes les beneficia conocer lo que pensamos acerca de cuestiones muy importantes para ellos (a menudo, la opinión que tenemos acerca del manejo que hacen de sus conflictos). Un analista puede conseguir mantenerse neutral solamente si se limita a escuchar comprensivamente. Para que un psicoanalista, que contribuye activamente en el proceso de auto investigación de un paciente, se crea neutral es necesario que rechace las opiniones personales que constituyen sus formulaciones e intervenciones; la consecuencia de tal rechazo es que el analista reivindica implícitamente una comprensión desinteresada y, por tanto inadvertidamente,  asume una autoridad que no se merece y que compromete el respeto de la autonomía del paciente.

Tengo la impresión de que hemos hecho grandes esfuerzos por evitar reconocer que la emisión de nuestras opiniones personales acerca de cómo resuelve el paciente los conflictos cruciales de su vida,  constituye la esencia de nuestra actividad como psicoanalistas clínicos. El concepto de neutralidad analítica ha jugado un rol crucial en nuestra actitud evitativa. En aquellos casos en los que la teoría psicopatológica preferida por el analista no enfatiza el conflicto, se usan otros conceptos similares al de neutralidad para denostar la influencia personal sugestiva. Los psicólogos del self conceptúan su trabajo en términos de respuesta empática; los analistas orientados por no dominar se ven a sí mismos cómo si siguiesen el plan del paciente, tratando de superar el examen que éste les pone; muchos analistas kleinianos y de la escuela británica entienden su tarea como la articulación de las identificaciones proyectivas del paciente; de acuerdo con Schwaber (1992), McLaughlin (1981) y otros, el analista presta más atención a la realidad psíquica del paciente que a la suya propia. Estas distintas formulaciones son básicamente versiones del concepto de neutralidad analítica pues mantienen la noción de que la actividad analítica del psicoanalista no consiste esencialmente en comunicar al paciente sus opiniones personales: defienden que lo que hace el analista no es dar su propia visión personal sino descubrir la del paciente. De esta forma, la intención del analista de influir en el paciente se “envuelve en un velo de niebla” (usando la expresión afortunada de Friedman (1985).

Los afectos del analista

El término neutralidad se usa en lenguaje común para referirse a la imparcialidad con respecto al conflicto y además a la ausencia de sentimientos evidentes; ser neutral significa mantenerse emocionalmente no implicado. De hecho, esta segunda acepción que Strachey tradujo como neutralidad, la transmite aún más rotundamente el término original en alemán, la palabra Indifferenz (literalmente indiferencia, Hoffer, 1985). Todos conocemos la existencia de una línea de pensamiento que (desde Freud cuando tranquilizaba al  Hombre de las Ratas diciéndole que lo tenía en gran estima, pasando por los conceptos de alianza de Zetzel y Greenson, a la recomendación de Stone de que los analistas sean humanos en el contexto del tratamiento) disculpa, el establecimiento de una relación cordial entre el psicoanalista y el paciente. Sin embargo, es muy importante señalar que, aunque se consideren aceptables, las expresiones de calidez del analista se entienden como extra-analíticas. En lo que se refiere al trabajo analítico, Freud concibió el concepto de neutralidad como un precepto claramente dirigido a la consecución del distanciamiento emocional total, y como tal, fue suscrito por el grupo de Viena (ver Stepansky, 1988). Hasta ahora, el concepto de neutralidad ha hecho que el distanciamiento emocional  perdure como un ideal técnico.

El analista neutral de nuestros días, trata de mantener un estado emocional basal de ecuanimidad afectiva. Las desviaciones de la línea base (por ejemplo, cuando el analista se excita, irrita, aburre o entristece), son esperables, se advierten y convierten en material para el trabajo auto analítico del que se obtendrá información útil acerca del interjuego transferencia-contratransferencia; pero la meta del analista es recuperar el estado afectivo basal antes de actuar. Idealmente, el (una vez más) analista neutral, considera y se sirve de la información valiosa que se acumula en el transcurso de los alejamientos ocurridos de la neutralidad.

Sin embargo, como psicoanalistas, deberíamos ser los últimos en equiparar ingenuamente el ser consciente del afecto con la implicación emocional. Precisamente, cuando el analista es menos consciente de que está siendo emocional  es cuando puede verse influido más fácilmente y sin darse cuenta por sus sentimientos.  En cualquier caso, hemos de preguntarnos si realmente queremos conseguir la neutralidad afectiva en nuestro trabajo, asumiendo que eso fuese posible.

 Yo no fui afectivamente neutral en mi análisis de Diane. Las opiniones que me formé y las intervenciones que derivaron de éstas estuvieron orientadas por la diversidad de emociones que experimenté. Además de comunicar a Diane mis opiniones personales acerca de sus conflictos decidí comunicarle también los sentimientos asociados a éstas. Por ejemplo, a Diane no le pasó desapercibido que estaba indignado por ella debido a la forma en que, según sus referencias,  había sido tratada por sus padres, y se dio cuenta de que me agradaba la perspectiva de que obtuviera satisfacción sexual.

Tengo la impresión de que este segundo aspecto de mi postura de no neutralidad, el afectivo, más que obstaculizar contribuyó al trabajo analítico con Diane. Mi implicación emocional no impidió que fuese capaz de formarme ideas que Diane encontró útiles (lo que no debe sorprendernos, dado que numerosos y conocidos ejemplos testifican que los humanos tenemos nuestras mejores ideas mientras estamos experimentando sentimientos de diversa calidad e intensidad). El bioquímico Kekulé estuvo atenazado por un sueño en el que unas serpientes devoraban sus colas. lo que le reveló la estructura del anillo de la molécula de benceno. Einstein decía que, por regla general, sus descubrimientos más importantes le vinieron inicialmente, en forma de sensaciones quinestésicas placenteras. De hecho, la ciencia neural (Damasio, 1994; Edelman, 1993) indica que la dicotomía tradicional entre afecto y cognición es obsoleta. Ahora sabemos que el sistema límbico y otros centros del SNC (los tan llamados centros “de la emoción”), participan de forma importante en el proceso de resolución de problemas racionales. En definitiva, creo que apenas contamos con argumentos que nos hagan considerar la neutralidad afectiva como una condición que facilita un pensamiento analítico productivo.

Tampoco existen razones para suponer que cuando un analista transmite su implicación emocional a un paciente ha de generarse necesariamente un obstáculo a la investigación analítica; sino más bien todo lo contrario. Por ejemplo, Diane se percató acertadamente de que yo estaba indignado y ello inició una secuencia de acontecimientos analíticos muy útiles; le condujo a cuestionar mis motivos y fiabilidad, lo que a su vez le angustió al darse cuenta de que me preocupaba por ella y que no me importaba exteriorizarlo y, finalmente, le llevó a confrontar memorias muy dolorosas del distanciamiento de sus padres. Poco después, la incomodidad que sintió ante mi enérgico interés por su satisfacción sexual (una variación del mismo tema) permitió un análisis transferencial productivo (en este caso de conflictos edípicos de Diane). Mi postura de no neutralidad emocional, comunicada a Diane, se convirtió en material aprovechable, en el mejor de los sentidos. Deberíamos preguntarnos si, como ha sido sugerido (ej. Spezzano, 1993), el intercambio afectivo no constituye, de hecho, la base del encuentro analítico.

La autonomía del paciente y el ámbito de la teoría analítica

Desde mi punto de vista, es mejor para la autonomía del paciente que las intervenciones del analista se ofrezcan directamente como lo que son: opiniones personales, a menudo modeladas por la teoría, pero formadas siempre en el contexto de la implicación emocional del analista. De esta forma, no se alienta la sobrevaloración irracional de la pericia del analista y una inmerecida autoridad de éste. Los analistas contemporáneos han estado explorando cada vez más, la cuestión de la franqueza y la autenticidad del analista en relación a los supuestos epistemológicas que subyacen a la técnica (ejs. Bader, 1995; Ehrenberg, 1992). Últimamente, se ha discutido mucho acerca de cómo reconceptualizar la auto revelación del analista y la forma de desarrollar una teoría del proceso terapéutico desde una perspectiva intersubjetivista (ver Natterson y Friedman, 1995; Renik, 1995). El concepto de neutralidad analítica nos conduce en la dirección opuesta a dichos esfuerzos, pues nos anima a creer que las intervenciones de un analista deberían ser tan libres, como fuese posible, de opiniones y sentimientos.

 El concepto de neutralidad analítica, en particular, ejemplifica una concepción más global (que creo errónea),  del ámbito de la teoría de la técnica analítica. Una teoría de la técnica puede contribuir a que la influencia que ejercemos sobre los pacientes sea más útil y menos restrictiva pero no puede hacer que dicha influencia sea menos personal (es decir, que exprese en menor medida la visión individual del analista). Una teoría de la técnica puede contribuir a establecer las condiciones clínicas idóneas para que ambos partícipes de la pareja analítica, puedan examinar con mayor detenimiento las opiniones personales que el analista constantemente hace y comunica, de forma que se tomen en menor medida como artículo de fe; sin embargo,  no puede determinar cuál ha de ser el contenido de los juicios del analista o el momento en el que éste debería o no hacer dichos comentarios. Una teoría de la técnica puede tomar en consideración la subjetividad del analista, pero no puede eliminarla de la influencia que él o ella intentan ejercer en el tratamiento. Lipton (1977) reconoció que el analista en la situación clínica constantemente toma decisiones acerca de cómo actuar que son inherentemente personales y que la teoría no puede estandarizar (si decir o no hola a los pacientes, el permitir el uso del teléfono, etc.); y Lipton señaló las consecuencias destructivas que tendría que intentásemos que nuestra teoría de la técnica guiase la toma de tales decisiones. Sin embargo, Lipton creía que las características individuales de la actividad del analista pueden separarse, mantenerse aparte y analizarse, usando una teoría de la técnica impersonal. Lipton no tuvo en cuenta lo necesario que es para nosotros que nuestra teoría incluya todos aquellos aspectos personales, no estandarizables, de la propia técnica analítica.

  Creo firmemente que existen ciertos temas acerca de los que un analista no debe ni formarse opiniones ni expresarlas, pero determinar cuáles son esos temas es, en sí misma, una cuestión de juicio personal. Cada analista dilucidará este asunto de forma diferente, y nuestra teoría de la técnica no puede ayudarnos a tomar esta decisión. Por ejemplo, llegó un momento antes de que su novio le informase de su actividad homosexual, en que Diane estaba segura de haber hecho todo lo que era razonablemente posible para mejorar las aún problemáticas relaciones sexuales con él, y se planteaba romper la relación. Yo opinaba, y de hecho así se lo comuniqué, que era razonable que ella esperase más placer sexual del que estaba obteniendo; sin embargo, no me formé ninguna opinión acerca de la relación de ambos (no sólo porque no creía conocer qué era posible sexualmente entre Diane y su novio, sino porque considero que cada uno organiza la vida a su manera y que no todo el mundo da la misma importancia al sexo). Mi posición (que creo sería compartida por muchos analistas), no derivaba de ningún concepto de neutralidad ni ningún otro principio técnico, sino que reflejaba mi visión personal de cómo son las cosas, basada en mi propia experiencia.

Al mismo tiempo, la teoría psicoanalítica puede moldear los juicios de un analista. Por ejemplo, en 1905 Freud escribió:

    “Uno debería ver más allá de la enfermedad del paciente y hacerse una idea de la personalidad global de éste....No debería olvidarse que existen tanto personas sanas como personas enfermas que no sirven para nada en la vida, y que podemos caer en la tentación de atribuir a su enfermedad todo aquello que los incapacita.... (p.263)”.

Durante  unos 50 años, los analistas censuraron como Freud a los pacientes con rasgos del carácter tales como falta de honestidad, egoísmo, arrogancia e irresponsabilidad (pacientes que, en pocas palabras y a grosso modo, son  narcisistas). La gran contribución de Kohut fue afirmar que estos pacientes presentaban trastornos de la autoestima. Sus características tan escasamente atractivas pasaron a considerarse síntomas que merecían ser estudiados en análisis con el mismo interés compasivo que se prestaba a otros síntomas, en lugar de como faltas sobre las que moralizar más o menor abiertamente en análisis. El concepto de narcisismo de Kohut constituyó una contribución a la teoría psicoanalítica y la psicopatología, no a la teoría psiconalítica de la técnica. Kohut propuso también una teoría de la técnica psicoanalítica, pero incluso aquellos analistas que rechazan su teoría de la técnica, se han visto influidos en su trabajo clínico a través del impacto que sus ideas acerca del narcisismo y sus vicisitudes han tenido en sus juicios morales personales.

Los riesgos de la neutralidad

Tengo la impresión, de que nuestra reticencia a abandonar el concepto de neutralidad analítica, en cualquiera de sus formas y de una vez por todas, está motivada por dos preocupaciones principales. La primera es, que si reconocemos que no somos neutrales—que defendemos nuestras posiciones vitales y nos implicamos con pasión—comprometemos nuestra reivindicación de que estamos ofreciendo una terapia basada científicamente. Tememos que nuestra posición de no neutralidad nos convierta esencialmente en consejeros, incluso en clérigos seglares. Pues bien, creo que como analistas defendemos, de hecho, nuestras creencias personales, tal como han ilustrado las viñetas clínicas que he presentado del análisis de Diane.

 Al defender sus creencias personales, un analista no pretende necesariamente, como haría un clérigo, que se le considere una autoridad, como tampoco aprueba la atribución de autoridad que los pacientes le otorgan por dichas creencias cuando las defiende. No estoy de acuerdo con Hoffman (1996) cuando sugiere que, como analistas, deberíamos aceptar la posición de “autoridad moral” en la que los pacientes nos colocan. Más bien al contrario, creo que es mejor que reconozcamos que la ausencia de neutralidad constituye la esencia de nuestro método clínico, precisamente porque el hacerlo nos anima a declinar una autoridad a la que no tenemos derecho (se trata de ofrecer nuestra comprensión subjetiva con una actitud de apertura mental  y cuestionar cualquier tendencia que los pacientes pudieran tener de recibirla como auto de fe). Paradójicamente, la ciencia psicoanalítica se ve más comprometida, y nos comportamos de forma más dogmática, cuando fingimos frente a nosotros mismos y nuestros pacientes que somos capaces de permanecer neutrales y que nuestras intervenciones son verdades reveladas.

 Desde hace ya algún tiempo, las discusiones relativas al psicoanálisis como una narrativa, acerca de la intersubjetividad del encuentro psicoanalítico, y otros temas relacionados, reflejan que apreciamos cada vez más y de forma explícita la naturaleza enormemente personal del trabajo individual de cada analista. La aceptación de la naturaleza no neutral de nuestra actividad destaca la idea de que la intención del analista (afectivamente dirigida) de influir personalmente, es inseparable de nuestro método clínico. Creo que nos engañamos si no estudiamos el psicoanálisis clínico como un proceso dialéctico entre dos participantes que no son neutrales. Al estudiar de forma sistemática y rigurosa la dialéctica existente entre dos participantes que no son neutrales, convertimos al psicoanálisis en una ciencia y a la clínica psicoanalítica en una terapia basada científicamente.

 Considero que la segunda preocupación a la que me refería es, que si aceptáramos que la técnica analítica no es neutral podríamos estar abriendo la puerta  a un “todo vale” en psicoanálisis clínico,  facilitando la explotación de los pacientes. Aunque es completamente legítimo que nos preocupemos por esta explotación potencial, hemos de saber que la técnica no la previene. Por ejemplo, no es la teoría de la técnica la que nos disuade de tener relaciones sexuales con nuestros pacientes, como tampoco se debe a razones basadas teóricamente el que los pediatras no tengan relaciones sexuales con sus pacientes o los padres con sus hijos, si fuese este el caso. Lo que ocurre, es que las personas responsables no desean comerciar egoístamente con las esperanzas y temores de aquellos que han puesto su confianza en ellos. Las normas éticas que establecemos en nuestras comunidades profesionales (que son bastante independientes de nuestras teorías de la técnica), son las que protegen a nuestros pacientes. Después de todo, un analista que para mantenerse a raya, precisa un principio tal como que el sexo con un paciente enturbia la relación o estropea la neutralidad analítica, se encuentra de hecho en un terreno muy movedizo. Diría que la forma más frecuente de abuso de los pacientes suele consistir en  relaciones terapéuticas prolongadas y nada productivas que satisfacen las necesidades financieras (y en ocasiones, inadvertidas y sutiles necesidades sexuales, del analista). Obviamente, es fácil racionalizar esta forma de abuso a través del concepto de neutralidad analítica.

Al renunciar a la idea de que un analista es más efectivo porque es capaz de ser más objetivo que el paciente frente a los problemas de éste, no nos privamos de nuestra calidad de expertos ni eludimos nuestra responsabilidad. El trabajo de un analista no consiste en tener la razón, sino en ser efectivo. El valor de nuestra pericia no descansa en saber mejor que nuestros pacientes qué es lo correcto sino en conocer cómo hemos de implicarnos con ellos para que, en último término, puedan aprender más acerca de sí mismos. Esta es una tarea difícil y complicada que venimos aprendiendo desde que Freud escribió Estudios sobre la Histeria. Preservamos mejor el bienestar de nuestros pacientes si dejamos de asumir la perspectiva del proceso analítico en la que se idealiza al analista como un participante relativamente neutral.

 Pero si no es neutralidad, entonces, ¿qué? ¿Cómo caracterizaremos la óptima participación de las opiniones personales del analista y sus sentimientos en el trabajo analítico? Esta es la tarea que deberemos de abordar en el futuro. Cuanto más aumente nuestra confianza en la ciencia psicoanalítica, más podremos permitirnos admitir sus límites. Cuanto más segura sea nuestra identidad como analistas, más holgadamente podremos reconocer los puntos que tenemos en común con otros terapeutas. Pienso que esta evolución no sólo hace posible sino necesario que dejemos atrás la idea de neutralidad y que encontremos otras formas más útiles de conceptuar la influencia beneficiosa del analista.

*  Nota del traductor. Explotación: uso en beneficio personal.
 

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