aperturas psicoanalíticas

aperturas psicoanalíticas

revista internacional de psicoanálisis

Número 056 2017

¿Pueden los bebés recordar el trauma? Formas simbólicas de representación en infantes traumatizados

Autor: Coates, Susan

Palabras clave

Memoria infantil, Trauma infantil, Memoria somatica, apego, trauma, Infant memory, Infant trauma, Somatic memory, Attachment.


Para citar este artículo: Coates, S. (Noviembre 2017) ¿Pueden los bebés recordar el trauma? Formas simbólicas de representación en infantes traumatizados. Aperturas Psicoanalíticas, 56. Recuperado de:http://www.aperturas.org/articulos.php?id=0000990&a=Pueden-los-bebes-recordar-el-trauma-Formas-simbolicas-de-representacion-en-infantes-traumatizados
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“Can babies remember trauma? Symbolic forms of representation in traumatized infants” fue originariamente publicado en Journal of American Psychoanalytic Association, 64:751-776 (2016)
Traducción: Marta González Baz
Revisión: Miguel Huertas
Resumen
Se abordan tres importantes áreas de investigación actual relativa al trauma temprano –los respectivos roles de realidad y fantasía, la capacidad según la edad para la representación simbólica del trauma, y el estatus del apego- mediante informes de casos clínicos de tres niños a quienes se vio inicialmente a edades muy tempranas. Los hallazgos son relevantes al tema de si los infantes preverbales pueden experimentar los acontecimientos traumáticos que más tarde están disponibles para la interpretación.  El foco está en la mayoría de  acontecimientos traumáticos –experiencias concretas angustiosas, que suponen una amenaza para la vida- que suceden a edades tempranas. Se enfatizan tres puntos principales. En primer lugar, los niños pequeños e infantes (incluyendo neonatos) pueden experimentar un intenso dolor y mostrar síntomas de traumatización. Son capaces de experimentar un acontecimiento como angustioso y que pone en riesgo la vida. en segundo lugar, estos acontecimientos pueden ser conmemorados o representados simbólicamente, es decir, almacenados en la memoria de un modo que puede afectar a la conducta y el aprendizaje posteriores. En tercer lugar, cómo se resuelve esa traumatización, o cómo no se resuelve, puede verse decisivamente afectado por el funcionamiento del sistema de apego.
Palabras clave: memoria infantil, trauma infantil, memoria somática, apego, trauma
Abstract
Three important areas of current inquiry concerning early trauma—the respective roles of reality and fantasy, age-related capacity for the symbolic representation of trauma, and attachment status—are approached through clinical case reports of three children seen initially at very early ages. The findings are relevant to the issue of whether preverbal infants can experience traumatic events that later are available to interpretation. The focus is for the most part on event traumas—single harrowing, life-threatening experiences— occurring at quite early ages. Three main points are emphasized. First, toddlers and infants (including neonates) can experience intense pain and show symptoms of traumatization. They are capable of experiencing an event as harrowing and life-threatening. Second, these events are capable of being memorialized or symbolically represented, that is, stored in memory in a way that can affect later behavior and learning. Third, how that traumatization resolves itself, or fails to, can be decisively affected by the functioning of the attachment system.
Keywords: infant memory, infant trauma, somatic memory, attachment, trauma
El psicoanálisis está al final de una reevaluación a lo largo de tres décadas de la patogénesis del trauma temprano a partir de fuentes endógenas y exógenas. Partiendo desde un modelo que privilegiaba el rol de la fantasía en la formación de síntomas, el campo reconoce ahora las realidades del trauma temprano, incluyendo el trauma de las separaciones tempranas, de un modo que no era concebible hace 30 o 40 años. Este desarrollo ha sido paralelo a –y en algún caso acrecentado por- desarrollos complementarios en pediatría, psiquiatría infantil, psicología evolutiva y neurociencia.
Una breve historia de la comprensión analítica del trauma temprano
Freud (1926) definió el trauma como la experiencia de afecto abrumador en respuesta a un acontecimiento. Sabemos que la experiencia del trauma está determinada por varios factores: la magnitud de la amenaza que supone el acontecimiento; la lente evolutiva de la persona para entender el acontecimiento en el momento (ocasionando lo que Erreich [2015] llama malinterpretaciones ingenuas); el temperamento de la persona (umbrales sensoriales altos o bajos); un historial de traumas previos; y el significado que el acontecimiento tiene para el individuo dadas sus elaboraciones après-coup en la fantasía.
Todos estos factores moldean la experiencia del trauma en general. Surgen cuestiones fundamentales, como si un infante puede experimentar de hecho un acontecimiento  traumático de un modo verdaderamente traumático y, si eso es posible, si el trauma puede representarse mentalmente y recordarse. Relacionada con estas cuestiones hay otra que en las últimas décadas se ha vuelto cada vez más prominente y que es de gran importancia práctica para trabajar clínicamente con niños y sus padres: cómo la relación de apego del niño funciona para mejorar o exacerbar el trauma temprano.
Anticipando una discusión posterior, la relación de apego parece tener un impacto no solo en el grado en que el niño se recupera del trauma temprano, sino también en moldear cómo se incorpora el trauma en la narrativa autobiográfica en desarrollo del niño. El resultado es que en la mayoría de los casos podemos esperar encontrar un cuadro clínico complejo en el que es difícil, aunque no imposible, desenmarañar los diversos temas.
Esta complejidad ciertamente no es nueva en el psicoanálisis clínico. El propio Freud se sintió movido al principio a reconocer la importancia etiológica del trauma temprano (es decir, el trauma antes de los 6 años) y a identificar diversos agentes traumatizantes, aunque su experiencia era que el trauma tenía que ser reconstruido (para una revisión histórica detallada, ver Schimek, 1987). Esto, por supuesto, fue mucho antes de que el apego se hubiera llegado a establecer como un fundamento necesario para el desarrollo psicológico del niño, y antes de que se hubiera presentado la idea del trauma acumulativo (Khan, 1963; ver también Erreich, 2003); en su favor, sin embargo, Freud escribió convincentemente sobre los conflictos relacionales verdaderamente imposibles que las insinuaciones “seductoras” de una figura parental provocan en el niño. Digamos, entonces, que aun en las primeras formulaciones psicoanalíticas del trauma temprano, se apuntó y se consideró importante el descarrilamiento consiguiente del apego, entrelazado, como solía estarlo, con el impacto del trauma como tal. Los temas del recuerdo también surgieron cuando Freud luchaba con el problema de que podría ser recordado y puesto en palabras.
La historia del pensamiento respecto al interjuego de fantasía y realidad en relación con el trauma está marcada por el desastroso conflicto entre Freud y Ferenczi en torno al papel de la realidad y el trauma en la vida psíquica y la consiguiente eliminación de las ideas de Ferenczi durante casi medio siglo. Ferenczi, basándose en su experiencia con pacientes con conmoción en la I Guerra Mundial y en su trabajo sobre el trauma dentro de las familias, propuso numerosas ideas que ahora son canónicas (Ferenczi, 1932). La experiencia del trauma fractura las mentes, creía Ferenczi, y las fallas en el reconocimiento y la representación empeoran radicalmente sus efectos.
A continuación abordaré tres áreas de investigación actual relativa al trauma temprano: los respectivos roles de la realidad y la fantasía, la edad en el momento del trauma y el estatus del apego. Los hallazgos presentados aquí también son relevantes a cuestiones relativas a las capacidades representacionales de los niños muy pequeños; es decir, la medida en que la representación simbólica de un acontecimiento traumático es posible en el niño preverbal. Revisaré brevemente parte de la literatura pertinente.
Los niños pequeños pueden ser traumatizados
En primer lugar es necesario establecer algo que no debería seguir siendo controvertido, sino que demanda reconocimiento explícito: los bebés sí sienten dolor (Rodkey y Pillai Riddell, 2013). Históricamente, padres y médicos no han querido creer que los niños muy pequeños pueden sentir un dolor intenso físico o psicológico y no han querido registrar el verdadero impacto que un acontecimiento traumático tiene en el niño. En realidad, aun cuando los niños son mayores, la capacidad de los padres para negar el sufrimiento de sus hijos, sea este físico o psicológica, puede ser asombrosa.
La roca angular para este tipo de negación del sufrimiento, una especie de reductio ad absurdum, puede encontrarse en la creencia, prevalente en la clase médica durante casi un siglo, de que los neonatos y los infantes pequeños carecen de la capacidad neurológica para experimentar el dolor y, por supuesto, carecen de la capacidad para recordarlo. Henry Bigelow de Boston, que publicó el primer artículo americano sobre el uso de la anestesia en 1848, escribió que los anestésicos eran innecesarios para los infantes, puesto que estos carecían del “recuerdo del sufrimiento”. Esta concepción errónea se convirtió a partir de ese momento en dogma médico.
Más de un siglo después, en 1987, Philip Boffey, un editor de ciencias en el New York Times, consideró conveniente escribir un artículo titulado “La sensación de dolor de los infantes es reconocida, finalmente”. Intentando corregir la concepción errónea aún prevalente, citaba a John W. Scanlon, Director de neonatología en el Hospital de Columbia para Mujeres en Washington, cuando decía que la práctica de llevar a cabo una cirugía sin anestesia o con la mínima, una práctica que aún era común, era “un asunto bárbaro y despreciable”. Aunque los hospitales universitarios al menos han estado usando anestesia con niños pequeños durante bastante tiempo, en muchos distritos de este país la anestesia aún no se utilizaba, incluso para cirugías a corazón abierto, e incluso con infantes ya mayores, de un año y medio de edad.
En realidad, hasta que se publicó una investigación de Anand y Hickey, “El dolor y sus efectos en el neonato y el feto humanos” en el New England Journal of Medicine en 1987, esta práctica no empezó a desaparecer. Anand y Hickey revisaron amplias evidencias que sugerían que incluso en el feto humano “las vías del dolor así como los centros cortical y subcortical necesarios para la percepción del dolor están bien desarrollados al final de la gestación, y que los sistemas neuroquímicos que ahora se sabe que están asociados con la transmisión y la modulación del dolor están intactos y son funcionales” (p. 1329). En un estudio posterior (Anand y Hickey, 1992) hallaron que la anestesia profunda, en comparación con la anestesia ligera, aumentaba dramáticamente la tasa de supervivencia en infantes que fueron sometidos a cirugía. Casi un tercio de bebés con anestesia ligera fallecieron, mientras que ninguno de los que recibieron anestesia profunda falleció. Los bebés en el grupo de anestesia ligera tuvieron respuestas de estrés hormonal masivo; aquellos que murieron tuvieron las mayores respuestas de estrés hormonal de todas (Anand, Hansen y Hickey, 1990).
En resumen, los bebés sienten dolor, reaccionan con altos niveles de estrés, y pueden morir por ello. Sin embargo, este conocimiento, ahora indiscutible, tardó mucho en llegar a la institución médica.
Concomitantes emocionales al dolor somático
En este contexto merece la pena recordar, y celebrar, la notable contribución del pediatra y psicoanalista David Levy (1939, 1945), el padre de la investigación y el tratamiento del trauma infantil, quien apuntó muy pronto la realidad del sufrimiento en infantes y niños pequeños frente a la cirugía y otros procedimientos médicos invasivos. A ese respecto, Levy, uno de los padres fundadores del Instituto Psicoanalítico de Columbia, fue un adelantado en ese campo. Pero también fue un adelantado del campo en otro aspecto. En este país, fue una voz solitaria en la defensa del reconocimiento del impacto traumático de las políticas hospitalarias que mantenían a los padres alejados de los niños. Su investigación pionera resultó en políticas que animaban a los padres a permanecer con sus hijos durante la hospitalización.
Ahora está muy documentado que niños muy pequeños muestra las mismas tres categorías básicas de síntomas postraumáticos observados en los adultos: reexperiencia, entumecimiento, e hiperexcitación (Coates, Schechter y First, 2003; Scheeringa y col., 2003; Schechter y Tosyali, 2001). Estos tres grupos de síntomas son los medios por los cuales se diagnostican trastornos postraumáticos en adultos. Estos grupos han mostrado consistentemente que representan factores independientes en el proceso de respuesta traumática y ahora hay publicados unos cincuenta informes de casos clínicos que documentan su presencia en niños de menos de cuatro años (Scheeringa y Zeanah, 1995). Estos estudios reunidos constituyen prima facie un fuerte caso de que los cambios biopsicosociales subyacentes observados en niños son en realidad comparables con los observados en niños más mayores y adultos (Scheeringa y Zeanah, 1995).
Naturalmente, uno esperaría que el modo en que estos grupos de síntomas se manifiestan en niños pequeños, esté modelado por su desarrollo emocional y cognitivo. Tanto Terr (1988) como Gaensbauer (1995) informan que los niños menores de 3 años, aunque son incapaces de describir un trauma con palabras, lo representan en el juego mediante la conducta motora y las respuestas somáticas. Esto requiere una capacidad preverbal para representar simbólicamente acontecimientos traumáticos en la memoria. El juego postraumático en niños muy pequeños se distingue fácilmente del juego ordinario: desarrollado compulsivamente, presenta una reactuación repetitiva del trauma. Además, los niños muy pequeños muestran síntomas de reexperimentar el trauma muy parecidos a los que se observan en niños más mayores y en adultos: pesadillas reiteradas, malestar al exponerse a recordatorios del trauma, y episodios con rasgos de flashbacks o disociación.
Respecto a los otros dos grupos de síntomas, puede observarse el mismo nivel de semejanza con el trauma adulto. Un bloqueo de la sensibilidad en un niño se revela por un aumento de retirada social, una gama restringida de afectos, pérdida temporal de habilidades previamente adquiridas, y la disminución del juego o la restricción en el mismo. El incremento de la activación se revela mediante síntomas tales como pesadillas, dificultad para irse a dormir, repetidos despertares nocturnos, dificultades de atención significativas, hipervigilancia y respuesta de sobresalto exagerada. Además, son secuelas frecuentes del trauma de infancia nuevos síntomas, principalmente temores de agresión de tipo fóbico, que no estaban presentes antes del acontecimiento traumático.
El trauma en niños muy pequeños se ve, obviamente, afectado por la relación que estos tienen con sus cuidadores primarios. Así sucede, también, con el Trastorno por Estrés Postraumático (TEPT). A partir de los 6 o 7 meses, los niños obtienen de sus padres señales respecto a lo que es peligroso y lo que no lo es. Y recordemos que el principal propósito de la relación de apego, visto desde una perspectiva evolutiva, es proteger al niño de la depredación o de otros peligros. Esto impacta no sólo en cómo se percibe el trauma, sino también en cómo se procesa cognitiva y emocionalmente.
El trastorno por estrés postraumático compartido o “relacional” se ha propuesto como un constructo para pensar en el trauma en niños muy pequeños de un modo que tenga en cuenta los diversos modos en que los niños obtienen de sus cuidadores primarios comprensión emocional de un acontecimiento determinado. En su análisis del TEPT relacional, Scheeringa y Zeanah (2001) conceptualizan diversas variantes. En el modelo de “efecto moderador”, el niño es traumatizado directamente por un acontecimiento, pero la relación de la madre con el niño, incluyendo su capacidad para leer las señales del niño y responder de forma eficaz a las necesidades de este, modera el grado en el que el niño se vuelve sintomático. La conducta de la madre puede regular hacia arriba o hacia abajo la angustia del niño. En el modelo de “traumatización vicaria”, por el contrario, es la madre quien ha experimentado un trauma, no el niño. Sin embargo, el impacto del trauma en la madre es tal que afecta a la relación que mantiene con su hijo, alterando su sensibilidad y alimentando el desarrollo de síntomas por parte del niño (Schechter y col., 2011). Esto es lo que encontramos en el fenómeno ya familiar de la transferencia intergeneracional del trauma.
En resumen, entonces, existe evidencia no solo de que los niños pequeños puedan experimentar y codificar el trauma cuando éste tiene lugar, pero también que son capaces de revivirlo una vez pasado el acontecimiento mediante la representación afectiva y somática (Schechter, en prensa). Lo que es diferente en los niños no es el elemento del trauma per se, sino el impacto significativo, para mejor o peor, que sus cuidadores tienen en ellos. Cómo se despliega esto es tema para la exploración clínica, así como para más investigación.
Tres casos
Fijémonos ahora en tres casos en los que el trauma se vivió a la edad de un año o menos y se recordó más adelante. En los tres casos hubo una confirmación independiente de la realidad del trauma, un criterio importante que se remonta a Freud. En los tres casos también había una clara indicación de que el trauma era representado y codificado en la memoria.
Audrey: trauma a los 12 meses
Gaensbauer (1995, 2004) ha presentado el caso de su paciente Audrey, a quien vio por primera vez con cuatro años y medio. A los 12 meses, Audrey presenció en primera fila la explosión de una carta bomba que mató instantáneamente a su madre e hirió gravemente a una amiga. Audrey fue encontrada en la escena sobre el cuerpo de su madre muerta.
Cuando Gaensbauer (2004) le preguntó a Audrey a sus cuatro años y medio cómo había muerto su madre, se tiró al suelo y se retorció, supuestamente imitando a su madre antes de que muriera, o imitando a la amiga de su madre, quien estaba gritando y retorciéndose de dolor cuando llegó la ayuda. En la misma sesión, representó una interacción entrañable entre dos muñecas, siendo una la madre y otra el bebé, pero entonces, agarrando a la muñeca que era el bebé, “la llevó por toda la escena de juego, desparramando en todas direcciones las muñecas y los muebles de juguete” (p. 28). A continuación, puso a la muñeca bebé delante de la muñeca madre y dijo “ella muerta”.
También se observó que Audrey se angustiaba bastante si se posaban sobre ella bolas de pelusa o moscas o si se veía expuesta a un viento fuerte o al color rojo. Estos eran desencadenantes que aparentemente activaban experiencias sensoriales incrustadas en su experiencia de la explosión.
Betsy: trauma a los 10 meses
Hace algunos años, trabajé con una niña de seis años extremadamente brillante, inquisitiva y muy verbal, a la que llamaré Betsy. A los 10 meses, mientras estaba en un parque del vecindario con su niñera, Betsy fue apuñalada en el estómago por un paciente psiquiátrico perturbado  con la fijación delirante de asesinar a un infante. Sobrevivió solo porque el apuñalamiento tuvo lugar cerca de un importante hospital universitario y porque Patka (la niñera), así como la policía y los cirujanos actuaron a toda velocidad. Cuando Betsy llegó al hospital, estaba en parada cardiaca y casi desangrada porque una arteria había sido cortada. Tras una cirugía de 8 horas, el equipo médico se las arregló maravillosamente para salvarle la vida.
Curiosamente, los padres de Betsy no recordaban que hubiera tenido ningún síntoma de TEPT cuando llegó a casa después de la hospitalización. Dormía y comía bien y no mostraba reacciones de temor hacia los hombres que no le eran familiares, a que se le aproximaran con demasiada rapidez, a estar en el parque con Patka, o a los cuchillos. Según crecía, se fue interesando en las cicatrices que tenía en el abdomen, a las que todos llamaban su “línea”, y las miraba de vez en cuando, pero parecía tener reacciones de protección hacia esta área. No tenía respuestas de entumecimiento ni respuestas que indicasen una hiperactivación de las que los padres fueran conscientes.
Cuando tenía unos tres años, sin embargo, Betsy estaba en la cocina, de pie en una silla y apoyada en el borde del fregadero, de modo que éste presionaba su cicatriz. “Papi –dijo- me duele la línea”. Su padre dijo “¿Te refieres a tu pupa especial?”, usando esta palabra para referirse a la cicatriz. Betsy dijo: “No, papi”, y luego hizo con la mano un violento gesto de acuchillar. “Fue un día muy malo”, dijo. Claramente, tenía un recuerdo somático del trauma. Volveré a Betsy más adelante.
Laura: trauma a los 3 meses
El primer recuerdo que aparece en la literatura sobre un trauma que se recuerda verbalmente más adelante, es el de Laura, hija de un médico, a quien se le diagnosticó hidrocefalia en el momento de nacer y a quien se le realizó a los tres meses una neumoencefalografía por vía lumbar, la cual incluía rayos X y drenaje subdural, un procedimiento doloroso (Bernstein y Blacher, 1967). En el momento del tratamiento, el hospital estaba en obras de renovación, un proyecto que suponía un constante martilleo durante las pruebas de Laura. Tras la neumoencefalografía, Laura se despertó llorando e inconsolable. Lloraba siempre que un hombre que no fuera su padre se acercaba a ella.
Cuando tenía 28 meses, oyó golpes de martillo en la casa de al lado. Laura pareció aterrorizada y no podía calmarse con las explicaciones sobre el ruido. Comenzó a llorar cuando se despertaba de las siestas. Se quejó: “Mi muñeca no ha dormido en toda la noche”. Cuando se le preguntó por qué, respondió: “Un hombre está dando golpes; podía golpearla en la cabeza”. A la pregunta: “¿Qué hombre?”, ella respondió: “En el hospital, el hombre golpeaba mi cabeza” (p. 158). Su madre recordó entonces el martilleo que había tenido lugar durante las obras cuando Laura estuvo hospitalizada. La siguiente ocasión que Laura sacó a colación el tema del golpeteo, su madre le preguntó “¿Qué pasó en el hospital?” Laura respondió, señalando a su costado: “un hombre me cogía por el culete y me golpeaba la cabeza” (p. 158). Luego siguió explicando que esto significaba que el procedimiento le había hecho daño en la cabeza.
Discusión de los tres casos
Consideremos lo que los tres casos tienen en común. Todos implican traumas que tienen lugar en niños de un año de edad o menos. Todos fueron un único acontecimiento traumático verificado externamente. Las tres eran niñas, lo que resulta interesante puesto que hay evidencia que sugiere que las niñas tienen más probabilidad que los niños de recordar el trauma temprano (Terr, 1988). No se sabe por qué podría ser así. Puede tener algo que ver con el hecho de que las niñas son más precoces verbal y evolutivamente que los niños. En cada uno de estos tres ejemplos de recuerdo, existió un estímulo externo que activó un recuerdo somático del trauma que, luego, se expresó en una puesta en acto corporal. Laura comenzó a llorar cuando oyó el martilleo y dijo que el hombre estaba golpeando la cabeza de su muñeca. Betsy representó el gesto de apuñalamiento del cuchillo en su estómago cuando el fregadero le presionó la cicatriz. En respuesta a una pregunta, Audrey representó el movimiento de la amiga de su madre cuando ésta estaba sacudiéndose y gritando, también se sentía muy mal si veo el color rojo, o si se posaban en ella moscas o bolas de pelusa, o cuando sentía el viento, todos ellos estímulos visuales y táctiles incrustados en la escena traumática. En resumen, las tres niñas habían codificado y representado claramente recuerdos somáticos, sensoriales, del trauma que ahora podían reproducir de forma motora. Sus narrativas verbales eran simples, razonablemente certeras, desprovistas de detalles contextuales y periféricos, y conectadas con su experiencia somática.
Cognición y memoria en infantes pequeños
La comprensión científica de la memoria en la infancia temprana ha estado avanzando a gran velocidad. A lo largo del último cuarto de siglo ha emergido una nueva disciplina, la ciencia cognitiva evolutiva, que estudia la memoria temprana, incluyendo incluso recuerdos de la vida prenatal. Consiguientemente, se ha ampliado enormemente la perspectiva sobre las capacidades de memoria de los infantes. Carey (2009) ha sostenido convincentemente que la capacidad representacional es innata, y que hay evidencias de memoria episódica a los dos meses de edad, y de intencionalidad a los cinco meses.
Durante muchos años se ha creído que los infantes no recuerdan lo que les ha pasado antes de que el hipocampo madure a la edad de 18 meses, aproximadamente, más o menos cuando el lenguaje se adquiere por primera vez. Así, se pensaba que los infantes no pueden codificar acontecimientos específicos. Se entendía que la memoria implícita, procedimental, no episódica, se desarrolla bastante más temprano, mucho antes de la capacidad de formar un recuerdo episódico explícito de una escena. La memoria procedimental es el aprendizaje de hábitos, o el aprendizaje gradual, incremental, como aprender a caminar o a tocar el violín. También está implicada en las interacciones con los otros, donde general “representaciones de interacciones generalizadas” (RIGs [siglas en inglés]; Stern, 1983) y el “conocimiento relacional implícito” teorizado por el Boston Change Process Study Group (Nahum y col., 2002). La memoria procedimental está presente esencialmente a partir del nacimiento. Pero, se pensaba, la memoria episódica no está disponible para los acontecimientos que tuvieron lugar antes de los 18 meses.
En resumidas cuentas, recordar un trauma por un acontecimiento podría parecer requerir la capacidad de formar recuerdos episódicos. La memoria explícita, episódica, es muy diferente del aprendizaje procedimental; el estándar experimental para esto es el aprendizaje rápido, de un ensayo, de la escena. Ahí es donde entra en juego el cambio en nuestra comprensión general del desarrollo cognitivo. Ahora parece que un núcleo de memoria episódica, o más bien la capacidad de formar recuerdos episódicos, puede estar disponible desde el comienzo de la vida y puede desarrollarse al mismo tiempo que la memoria procedimental.
La forma concreta de la memoria episódica a la que llamamos memoria autobiográfica es la última en desarrollarse y depende no sólo de la memoria verbal, sino también de la interacción verbal con los padres acerca de los acontecimientos pasados. Lo que distingue la memoria autobiográfica de la memoria episódica de una escena es que la memoria autobiográfica requiere que el recuerdo de una escena esté vinculado a un tiempo y lugar determinados (Nelson y Fivush, 2004). Más aún, los recuerdos autobiográficos generalmente tienen una importancia personal en tanto que forman parte de la representación que uno tiene de sí mismo y de su historia vital. Ahora existe un consenso generalizado en cuanto a que no se establece un recuerdo autobiográfico estable hasta los tres años de edad, y que su estabilidad aumenta considerablemente por la provisión que hacen los padres de un andamiaje verbal para la experiencia de su hijo, que lo ayude a contextualizar su experiencia en tiempo y lugar (Nelson y Fivush, 2014). Un ejemplo de este andamiaje puede ser cuando un infante dice “me caí” y una madre elabora la observación del niño diciendo “Sí, te caíste ayer cuando estabas jugando con Johnny en la nieve”.
La cuestión es cómo deberíamos conceptualizar la formación de recuerdos episódicos en las edades tempranas, mucho antes de que se establezca la memoria autobiográfica y en un momento en que la mayor parte del aprendizaje del infante se realiza en modo procedimental. La respuesta implica el fenómeno de imitación diferida. La imitación diferida, considerada el estándar de oro para demostrar la adquisición de la memoria episódica, requiere que un bebé observe una conducta nueva y luego la repita en un intervalo demorado. Como fenómeno en general, Piaget creía que la imitación diferida emergía en torno a los 18 meses. Sin embargo, ahora existen diversos estudios que demuestran que los bebés de seis meses son capaces de imitación diferida tras un periodo de 24 horas.  Pueden aprender a manipular una caja de actividades de un modo concreto y repetirlo un día más tarde. Perris, Myers y Clinton (1990) incluso han demostrado que niños expuestos a un experimento a los 6 meses, consistente en ubicar un objeto concreto en conexión con un sonido determinado, mostraron evidencia de haber conservado la información relativa al mismo en un seguimiento dos años después: eran capaces de aprender la tarea a la que habían sido expuestos más rápidamente que otras tareas a las que no habían sido expuestos. Podemos pensar en esto como una especie de aprendizaje con un solo ejemplo: la experiencia concreta, siendo nueva y sin repetirse después, claramente ha quedado codificada de algún modo. Es bastante parecido a no tocar dos veces una estufa caliente; un toque es potencialmente suficiente, aun sin el aviso de una madre. Está claro que los bebés tienen esta capacidad, y que la tienen en torno a los seis meses.
Los bebés tienen también otras capacidades cognitivas llamativas. En realidad, ahora es bien sabido que incluso los recién nacidos tienen capacidades significativas. Pueden reconocer la voz de su madre. Puede incluso reconocer la historia del Dr. Seuss que su madre les había leído en el tercer trimestre del embarazo. Incluso más sorprendente es que pueden reconocer el libro concreto del Dr. Seuss que se les leyó frente a otros (DeCasper y Fifer, 1980).
A una manera diferente, se ha demostrado en el trabajo de Meltzoff (Meltzoff y Moore, 1983) que los neonatos de tan solo 42 minutos de vida son capaces de imitar expresiones faciales. También pueden imitar gestos de las manos y movimientos de giro de la cabeza. Esto no es baladí, puesto que los neonatos nunca han visto su cara ni su cabeza en un espejo. Como plantea Meltzoff, ¿cómo saben sacar la lengua cuando ven a otro ser humano haciendo lo mismo? También pueden, a la edad de un mes, identificar correctamente un objeto visual correspondiente a un objeto que tienen en la boca. Si sienten en la boca un chupete nudoso, miran al chupete nudoso más que al suave cuando se les muestran una junto a otra imágenes que los representan en una pantalla de cine. Este hallazgo llevó a Meltzoff a concluir que el neonato humano nace con una capacidad de mapeo intermodal innata mediante la cual la percepción y la acción se vinculan desde el principio, permitiendo que las sensaciones del neonato “hablen un idioma común”, por así decir.
Aún más interesante para lo que pretendo mostrar, Meltzoff y Moore (1977) dirigieron un estudio en el que había bebés con un chupete mirando a rostros con diversas expresiones. El chupar los chupetes les impedía imitar los gestos faciales que estaban contemplando y reaccionar en consecuencia. Cuando se les quitaba el chupete, se les mostraba un rostro expresivamente pasivo. Los infantes a menudo fruncían el ceño ante el rostro pasivo y, tras una pausa de unos segundos, comenzaban a imitar el rostro que habían visto mientras chupaban el chupete. Es más, los infantes mejoraron sus respuestas tras sucesivos esfuerzos aun cuando no podían acceder de nuevo al estímulo original. Meltzoff está estudiando actualmente este efecto con intervalos más largos, pero concluyó que incluso la primera infancia no está caracterizada como el funcionamiento de un sistema exclusivamente de hábitos/procedimental; en cambio, escribe, “hay un núcleo de un sistema de memoria más elevado ya desde las primeras fases de la infancia humana” (Meltzoff, 1990, p. 25). Rovee-Collier (1997) escribe algo similar cuando dice que “tanto la memoria implícita como la explícita deben considerarse sistemas primitivos que funcionan simultáneamente desde muy al principio del desarrollo” (p. 468; para una discusión más amplia sobre la memoria y el trauma, ver Gaensbauer, 2004).
Desde una perspectiva clínica, la cuestión parecería ser si existe evidencia del recuerdo de acontecimientos dolorosos o estresantes en los primeros días de vida. Si los neonatos tienen un “núcleo” de memoria episódica de contenido neutral ya desde los primeros días de vida, podríamos esperar que los estímulos aversivos tengan más de una oportunidad de ser recordados, y de servir como base para una memoria emocional, en términos de LeDoux (1996); es decir, sería de esperar que los acontecimientos traumáticos tuvieran mayor relieve emocional para los niños muy pequeños del que tienen los estímulos neutros.
Taddio y sus colegas del Hospital para Niños Enfermos de la Universidad de Toronto (Taddio y col., 1997) intentaron evaluar el efecto de la circuncisión neonatal, que sorprendentemente sigue haciéndose rutinariamente sin tratamiento del dolor, en las reacciones posteriores de los infantes a las vacunas a los 4 y los 6 meses. Taddio halló que los infantes que habían sido circuncidados siendo neonatos sin medicación para paliar el dolor lloraban más y mostraban rostros más contorsionados cuando se les vacunaba. Gaensbauer (2004) ha reportado el caso de un hombre joven que, siendo adulto, siempre que estaba estresado sentía que le dolían los talones. Había permanecido completamente inconsciente de que se le habían practicado repetidos pinchazos en los talones siendo neonato. Así que disponemos de cierta evidencia de que incluso el trauma más temprano puede representarse en el momento del trauma y puede reexperimentarse mediante afectos dolorosos, experiencia somática y puestas en acto conductuales.
Betsy elaborada
En el caso de Betsy, la niña que fue apuñalada en el abdomen a los 10 meses de edad, es posible observar el desarrollo y transformación posteriores de un recuerdo traumático. El rector recordará que a los tres años, Betsy dio claramente señales de que conservaba un recuerdo somático del asalto, quejándose con su padre en la cocina de que la “línea” de su abdomen le dolía, y luego haciendo un violento gesto de apuñalamiento, diciendo “fue un día muy malo”.
Betsy recibió anestesia total para la cirugía, de modo que la cirugía no fue dolorosa ni era recordada y, por tanto, no fue retraumatizante. Los padres de Betsy eran padres excepcionalmente dedicados y atentos que hicieron todo lo posible para evitar que Betsy fuera retraumatizada. Uno u otro estuvieron con ella durante toda su estancia en el hospital. Estuvieron con ella durante los procedimientos complicados tales como la colocación de vías intravenosas.  La consolaron, estuvieron conectados con sus estados emocionales, y reforzaron sus defensas. Le ofrecieron una narrativa sencilla de su experiencia traumática refiriéndose a sus cicatrices como su pupa especial. Esto puede haberla ayudado a reprimir su reacción traumática. Desde el punto de vista de David Levy, habían evitado el trauma de estar separada de sus padres mientras estaba en el hospital. Desde el punto de vista de Scheeringa y Zeanah (2001), los padres moderaron su reacción ayudándola a contener su angustia y estando siempre presentes para consolarla. Esto puede haber influido en la rápida recuperación de Betsy. Los médicos habían pensado que ella estaría en el hospital durante tres meses, pero tras tres semanas estaba lista para volver a casa. Betsy tuvo muchas visitas de seguimiento con sus médicos tras la cirugía, pero parecía disfrutarlas, al menos en parte debido a que los médicos y las enfermeras estaban felices por verla.
Ahora, cuando Betsy tenía cuatro años y medio, sus padres buscaron ayuda profesional. Su hija iba a empezar el jardín de infancia en unos meses y ellos querían llegar a entender cómo hablarle sobre lo que le había pasado cuando tenía 10 meses. Eran conscientes de que la mayoría de los padres del colegio conocían que Betsy había sido apuñalada, y también algunos de los niños. No querían que ella supiera la historia del ataque por otro niño. Es más, el padre se daba cuenta de que Betsy estaba expuesta a los ordenadores cuando quedaba para jugar y que la primera vez que tecleara su nombre en Google aparecería la historia de su ataque en cientos de páginas. Sus padres solicitaban que Betsy recibiera terapia breve para ayudarla a integrar la historia de su ataque.
Es digno de atención que tanto pediatras como psiquiatras le habían dicho a los padres de Betsy que no había modo de que su hija pudiera recordar lo que le había sucedido y les habían aconsejado no hablar nunca de ello. Un problema con este consejo es que hacía que el padre sintiera que nunca iban a conseguir ayuda eficaz; le quedaba claro, dada la reacción de Betsy en el fregadero cuando tenía 3 años, que “los profesionales no sabían de lo que hablaban”, respecto a la capacidad de los niños para recordar el trauma. Querían ayuda de un médico que reconociera que en realidad su hija tenía un cierto recuerdo del trauma. Con la inminencia del jardín de infancia, acudieron a mí para que les ayudara a encontrar un modo de hablarle a Betsy sobre el ataque de un modo que no la retraumatizara; además, querían ayudarla a encontrar un modo de que esto formase parte de su historia vital, pero fuese sólo una parte, y no toda la historia de quién era ella.
Cuando conocí a Betsy a los cuatro años y medio de edad, era una niña adorable, encantadora, brillante, verbalmente precoz y bien relacionada emocionalmente. Era el tipo de niña radiante que desde el primer minuto que cruzaba la cuenta uno se daba cuenta de que era una niña amada. Tenía una relación muy cercaba y amorosa con cada uno de sus padres, y también con su niñera, y parecía tener un apego seguro con todos ellos. Podía acudir con facilidad a sus padres en busca de ayuda y tenía acceso a una amplia gama de sentimientos. En preescolar tenía muchos amigos, era muy curiosa, disfrutaba de las actividades de juego y era colaboradora con sus compañeros.
Vi a Betsy durante varias sesiones antes de que habláramos sobre lo que le había pasado. En cada una de estas primeras sesiones, ella construyó con gran intensidad un hospital y creó una atmósfera amorosa en la que todo el mundo cuidaba de todo el mundo. Los niños que venían al hospital tenían heridos un brazo o una pierna, y los médicos los arreglaban; lo pasaban bien jugando con los otros niños, y también con los médicos y las enfermeras. A mí me chocaba que el juego del hospital fuera tan repetitivo, y pareciera motivado como el juego de los niños traumatizados, y aún así no hubiera sensación de temor en sus historias. El afecto negativo asociado con el trauma parecía estar reprimido. El aspecto lúdico de sus fantasías probablemente fuera una defensa contra el horror de lo que había sucedido.
El contexto es importante aquí. Los padres de Betsy siempre se referían a su cicatriz como su “pupa especial”, refiriéndose a ella de un modo muy positivo. También tenían sentimientos positivos sobre el hospital y sobre el cirujano de Betsy, que literalmente había salvado la vida a su hija. Había tenido numerosas visitas posteriores al cirujano, que la adoraba. De hecho, tenía una foto de ella en el escritorio, y era fácil imaginar que él podía considerar la cirugía de Betsy como un logro que coronaba su vida profesional. Así que la experiencia continuada de Betsy con el hospital había sido positiva. Pero teniendo en cuenta lo tremendamente curiosa que era esta niña, me llamaba la atención que no les hubiera hecho a sus padres más preguntas sobre su cicatriz. Sobra decir que ambos padres habían sido profundamente traumatizados por esta experiencia, y yo empezaba a sospechar lo que había observado en muchos casos de trauma: es decir, que Betsy era consciente de la reacción traumática de sus padres y estaba intentando protegerlos no sacando a colación un tema que les causaba un tremendo dolor.
Finalmente, hice un intento de poner todo esto en orden preguntándole a Betsy al final de una sesión si le gustaría enseñarle a papá el hospital que había construido. Con afecto intenso, dijo “¡Ay, no!” En nuestra siguiente sesión, mientras su niñera estaba en la sala de espera, le pregunté si le gustaría enseñarle a Patka el hospital que había construido. Dijo que sí con gran entusiasmo. Esto reforzó mi hipótesis de que ella estaba intentando proteger a sus padres.
Tras unas ocho sesiones, cuando hubimos establecido una alianza de trabajo positiva, y cuando yo estuve convencida de que Betsy era lo suficientemente fuerte psicológicamente como para manejar una explicación de su cicatriz, decidí que era el momento para contarle la historia. Le dije que yo pensaba que sus padres crían que ella era una niña ya mayor como para entender cómo se hizo su línea. Ella dijo “¿Te refieres a mi cicatriz?” Le dije “Sí”. Le pregunté si quería saber la historia de su cicatriz, y dijo “¡Sí!” con gran entusiasmo. Le pregunté si le gustaría esperar a la próxima semana (a su hora usual) o le gustaría concertar una cita especial para escuchar la historia mañana. Con gran convicción, dijo “¡Mañana!” Mientras tanto, yo había pasado varias sesiones trabajando con sus padres para encontrar un modo sencillo de contarle la historia, uno que minimizase la posibilidad de una retraumatización. He aquí lo que decidimos contarle: “Cuando tú eras muy, muy pequeña, estabas en un carrito de bebé con Patka, volviendo del parque a casa, y un hombre, cuyo cerebro estaba dañado y no sabía lo que hacía, te hirió con un cuchillo”. 
Los padres decidieron que el padre le contase la historia. Al día siguiente, cuando Betsy entró en mi consulta acompañada por sus padres, le pregunté si quería escuchar la historia ahora. Dijo que no, se dirigió a la mesa de dibujar y cortó un poco de papel blanco con las tijeras. Esto puede haber sido su forma de convertir lo pasivo en activo. Tras un breve periodo de tiempo, le pregunté si estaba preparada para escuchar su historia ahora. Dijo “Vale” y se sentí en el regazo de su padre cuando nos sentamos juntos en círculo para contar la historia. Su padre le contó la historia exactamente como habíamos planeado. Luego, por su cuenta, añadió: “Todos se asustaron mucho, Betsy, mamá, papá, Patka y tu hermana Janet. Todo el mundo te ayudó. Patka corrió al hospital y la policía también te ayudó a llegar allí. Tu hermana llamó a mamá para contarle lo que había pasado. Y mamá y papá fuimos allí tan rápido como pudimos. Y el Dr. L estaba allí y te ayudó, y otros médicos también. Y te pusiste mejor muy rápido. Y aunque daba miedo, tú fuiste muy fuerte y todo el mundo te ayudó y te pusiste mejor mucho más rápido de lo que nadie pensaba. Pensaban que ibas a estar en el hospital tres meses, pero te pusiste del todo bien en tres semanas, y cuando íbamos al hospital con tu nuevo carrito, eras muy feliz, y sonreías y dabas pataditas”.
Betsy se sentó chupándose el pulgar mientras su padre le contaba la historia. Cuando él dejó de hablar, ella comenzó a hacer preguntas.
Betsy: ¿Por qué lo hizo?
Padre: Porque su cerebro estaba dañado y no sabía lo que hacía.
Besty: ¿Qué significa dañado?
Padre: Su cerebro estaba enfermo y no funcionaba bien.
Betsy: ¿Quieres decir como una pupa?
Padre: Sí.
Betsy: ¿Qué tipo de cuchillo era?
Padre: No lo sé.
Betsy: ¿Dónde está ahora?
Padre: En la cárcel.
Betsy: ¿Cuánto tiempo estará allí?
Padre: Lo que le queda de vida.
Betsy: ¿Cómo está de lejos? ¿Cómo de aquí a África?
Padre: Está muy lejos, pero no en África.
Betsy: ¿Va a salir?
Padre: No.
Betsy: ¿Cómo se llama?
Padre: Peter.
Betsy: ¿Me dolió?
Padre: Sí.
Betsy: ¿Fue como un disparo?
Padre: Sí, como muchos disparos (pausa). ¿Sabes que Patka corrió tan rápido que perdió los zapatos?
Betsy: ¿Los encontré yo?
Padre: No, pero los encontraron los vecinos.
En ese momento, la mamá de Betsy la llevó al baño, donde continuó haciendo preguntas.
Betsy: ¿Cómo hacen para que no se vaya de la cárcel?
Madre: Hay barras y candados.
Betsy: ¿Cómo hacen para que se quede allí?
Madre: Hay policías y guardias que lo vigilan.
Betsy: ¿Allí hay otras personas malas?
Madre: Sí.
Betsy: ¿Está oscuro allí?
Madre: A veces.
Betsy: ¿La gente sale de la cárcel?
Madre: Lo normal es que no, y el hombre malo que te hizo daño no va a salir.
En un momento posterior de la sesión, Betsy preguntó qué le hizo el Dr. L. Su padre le dijo que el Dr. había hecho más grande la incisión que le hizo su atacante para hacerla mejorar. Su padre le mostró entonces en el espejo la parte de la cicatriz que le hizo el atacante y luego la parte que le hizo el Dr. L. Betsy observó con gran interés.
Esa noche, ella seguía inquieta después de haber leído varios cuentos antes de irse a la cama. Su padre le preguntó si le gustaría hacerle alguna pregunta más sobre la historia que le habían contado hoy. “Por favor, cuéntame otra vez toda la historia”, le dijo. El padre así lo hizo, y esto fue lo que pasó a continuación.
Betsy: ¿Qué pasó con los zapatos de Patka?
Padre: Corrió tan rápido que se le salieron. Algunos policías también ayudaron a Patka y te cogieron y corrieron contigo al hospital.
Betsy: ¿Lloraba yo cuando me tenían cogida los policías?
Padre: Probablemente. Daba miedo y dolía. ¿Quieres conocer a la mujer policía que te ayudó?
Betsy: Sí. ¿Cogió la policía al chico malo?
Padre: Sí. Todos en el barrio estaban muy enfadados y ayudaron a la policía a atrapar al chico malo.
Betsy hizo muchas más preguntas y luego se fue a dormir. Habló con sus abuelos y con Patka acerca de la historia durante el fin de semana.
En la siguiente sesión, le dije “La última vez que nos vimos, tuvimos una charla bastante importante”. Dijo: “Se lo conté a Patka. Construyamos un hospital. ¿Puedes ayudarme?” Luego, dirigiéndose al carrito de bebé de juguete, y poniendo en él una muñeca, dijo: “Esta soy yo”. Cogió una muñeca adulta y dijo: “Esta es Patka”. A continuación cogió un muñeco masculino y dijo: “Este es el chico malo”. Luego hizo que el chico malo golpeara al bebé con la mano y dijo: “Me clavó en el estómago”. Después representó la siguiente escena: la muñeca que es la niñera coge a la muñeca bebé y empieza a correr hacia el hospital. Le da el bebé a la policía, que corre al hospital y entra en el quirófano, donde le entrega el bebé a los médicos.  
Entonces Betsy preguntó: “¿Tú tienes la cosa con la que me cortaron para abrirme?” Le respondí: “No, pero puedes hacer como si fuera una de estas cosas”, ofreciéndole un pequeño par de pincitas de plástico de poco más de un centímetro de largo. Betsy colocó entonces a su madre, su padre, su hermana y Patka alrededor de la mesa de operaciones. Luego tomó las pinzas y las deslizó por el abdomen del bebé. “Hemos terminado”, dijo. A continuación, toda la familia, incluyendo a Patka, se fue a otra sala, donde ella estaba en una cuna: “Todos están conmigo todo el tiempo que estoy en el hospital”.
Betsy comentó a continuación sobre la escena: “Esto pasó cuando yo era una bebé muy pequeña, y yo creo que Janet [que en realidad tenía 10 años en aquel momento] también era una bebé, y que ella estaba en la cuna conmigo. Yo quería tener una televisión en mi habitación”. Cogió la televisión de juguete y la puso junto a su cama. Luego sacó de su a la muñeca que hacía de su hermana y le dio una cama para ella sola. A partir de aquí siguió elaborando: “¿Qué te parece si convertimos esto en un hospital de bebés? Hagamos un colegio junto al hospital. Y esto podría ser su piscina”. Aquí Betsy volvió al hospital y dijo “No iba a quedar aquí tres semanas. Todos se marchan juntos y luego se van a casa”. La historia está empezando a pasar por su fantasía, y vemos el comienzo de un “après-coup”. Antes de que terminara la sesión, anunció: “Creo que voy a construir una cárcel”. Le dije: “Es hora de parar, pero puedes hacer una cárcel en casa esta noche, y hacer otra el próximo día que te vea”.
En la siguiente sesión me dijo: “¿Sabías que el cuchillo estaba muy afilado?” Le contesté: “Sí, lo estaba”. Luego empezó a jugar de nuevo al hospital, pero esta vez por poco tiempo, tras el cual se interesó por explorar otras cosas de la habitación. Algunos meses más tarde, cuando estaba sentada con su padre en una tienda de donuts, le pidió que le contara de nuevo toda la historia. Después de oírla, dijo “Me alegro de que no me matara”. Su padre contestó: “Todos nos alegramos de que no te matara”. Ella pasó un tiempo entonces diciéndole que “los chicos malos a veces matan a personas y entonces están muertas”.
No es sorprendente que una de las mayores preocupaciones de Betsy tras conocer la historia fuera si el hombre malo estaba retenido con seguridad en la cárcel lejos de ella. La seguridad parecía ser su mayor preocupación inicial. A lo largo del fin de semana después de haber escuchado la historia por primera vez, representó temas del hombre malo estando en la cárcel y quería hacerlo de nuevo en mi consulta la semana siguiente. Aparte de sus preocupaciones en los primeros días después de haber escuchado la historia, sus padres notaron que estaba aliviada. A mí también me llamaba la atención lo aliviada que parecía estar una vez que supo la historia y pudo hablar de ello.
¿Por qué estaba aliviada? Situar un trauma en una narrativa cohesiva es terapéutico en sí mismo (Coates y Gaensbauer, 2009) y este parecía el caso de Betsy. Ella tenía ahora una narrativa que podía ser integrada con su previamente rudimentaria experiencia corporal de “un día muy malo”. Ahora su experiencia podía ser procesada y construida intersubjetivamente con su familia y con su terapeuta. Es especialmente importante que los padres del niño se impliquen, siempre que sea posible, en construir y coconstruir la narrativa del trauma, de modo que el niño pueda continuar procesando la experiencia traumática en el marco familiar durante tanto tiempo como necesite (Coates y Gaensbauer, 2009). De hecho, Betsy quiso inmediatamente procesar su experiencia de conocer su historia con toda su familia. En las semanas que siguieron, el colegio también desempeñó un papel de apoyo al permitirle hablar con una profesora siempre que necesitara hablar sobre su historia. Así, su amplia comunidad, al igual que su familia, se involucró para construir conjuntamente y contener su historia.
También es notable lo relativamente rápido que empezó a someter la historia a la elaboración de la fantasía. Su historia empezó a ser pasada por la fantasía (por ej. su inclusión de toda su familia en la sala de operaciones y de su hermana, a quien imaginaba como infante, en la cama con ella en el hospital). En la sesión final, ella no jugó al hospital para nada. Es como si una vez que supiera que podía hacer preguntas sobre el ataque, las compuertas se hubieran abierto. Aunque al principio bombardeó a preguntas a sus padres hasta que se quedó satisfecha de haberlo “entendido”; una vez que trabajó sobre ello durante una serie de semanas, el juego que yo había presenciado cuando comencé a verla, y en las pocas sesiones después de que supo la historia de su trauma, cesó del todo. Capaz ahora de avanzar, comenzó a jugar de un modo despreocupado como haría cualquier niñita de su edad.
En una conversación de seguimiento con su padre muchos años después, cuando Betsy tenía 9 años, me enteré de que había sido invitada a una fiesta de Halloween en una casa encantada. Entró en una habitación oscura y cuando se encendió la luz Betsy vio a un hombre con un puñal en las manos. Inmediatamente tuvo un ataque de pánico severo. De modo que aunque no mostró signos de TEPT justo después del ataque, esta imagen tan específica activó un flashback ante el cual tuvo una respuesta afectiva severa.
¿Qué podemos decir acerca de las fantasías de Betsy acerca de su “línea” antes de conocer la historia de su trauma? Desgraciadamente, muy poco. Parece claro en retrospectiva que había leído correctamente todas las señales que se le habían dado para deducir que fuera lo que fuera que había detrás de su “línea” asustaba a sus padres, y por tanto era potencialmente atemorizador para ella. Su alegría, su disposición a jugar y la ausencia de afecto negativo seguramente eran defensivas, diseñadas para emular las actitudes de aquellos que la amaban y se preocupaban por ella, y para protegerla a ellos y a sí misma del horror de lo que le había sucedido. Esto era un armario en el que no se atreví aa entrar. Es imposible deducir que podía haber imaginado que había en ese armario.
Hay tres cuestiones que hacen este caso especialmente interesante. En primer lugar, por supuesto, el que existía un claro recuerdo somático del trauma, un cuando tuvo lugar a los 10 meses de edad. Este recuerdo somático, además, se había emparejado espontáneamente con la ominosa fórmula verbal “Fue un día muy malo”. Esto ofrece una evidencia –a los 10 meses- del tipo de “núcleo” de formación de memoria episódica que Meltzoff (1995) ha postulado. En segundo lugar, el acceso de la niña al conocimiento externo de lo que había sucedido y a conversaciones sobre ello permaneció restringido hasta la sesión en mi consulta cuando tenía cuatro años y medio. Dada nuestra comprensión actual de cómo se desarrolla normalmente la memoria (es decir, como dependiente no sólo de la capacidad verbal, sino también del andamiaje ofrecido por los padres), la memoria autobiográfica de Betsy relativa al suceso, pudo ser elaborada una vez que se le hubo contado el suceso. En este contexto, es interesante observar cómo Betsy introdujo inmediatamente en su nueva narrativa del ataque los sentimientos positivos que tenía sobre el hospital y cómo, cuando empezó a crear su propio recuerdo autobiográfico de nueva construcción, usó tanto la fantasía como elementos de la realidad.
El tercer aspecto que hace que este caso sea inusual, es que un solo trauma, muy severo, ocurrido en el contexto de lo que parece haber sido una relación manifiestamente de apego seguro que continuaba como tal. Por lo general, desgraciadamente, cuando un niño ha sufrido un trauma severo por un suceso ocasionado por un ser humano, ese acontecimiento no es único en la vida del niño; con demasiada frecuencia, la presencia de traumas adicionales tanto para el niño como para los miembros de su familia hace difícil parcelar el impacto de un acontecimiento individual. En el caso de Betsy, por el contrario, el acontecimiento aislado destaca, no solo por su naturaleza verdaderamente traumática, sino también porque fue un acontecimiento aislado, que tuvo lugar en una situación, por lo demás, de apego seguro.
Esta circunstancia es la que nos permite obtener una conclusión importante de la experiencia de Betsy. A partir de este caso podemos ver qué pasa cuando los padres tienen excelentes capacidades para proteger al niño y contener el trauma, incluso, como aquí, cuando este implica un ataque asesino que casi acabó con la vida de la niña y también traumatizó gravemente a los padres. En pocas palabras, el en caso de Betsy, el apego seguro con sus padres triunfó sobre el trauma. Su apego seguro y el apoyo parental continuado, así como sus propios recursos, fueron la fuente de su resiliencia. Es llamativo que Betsy consiguiera integrar un trauma inimaginablemente severo en su sentido del self y continuar con su vida. No hay duda de que revisitará este trauma en distintas fases evolutivas venideras, y que necesitará reelaborarlo en cada ocasión.
Discusión
Me interesé en los efectos persistentes del trauma temprano hace unos años cuando un paciente, a quien había visto por primera vez cuando él tenía tres años debido a problemas con la agresión y con sus pares, volvió a consulta cuando tenía 22 años. Tenía que contarme un síntoma interesante.
Cuando tenía dos años, este niño había sido aterrorizado por su madre que, cuando se enfurecía, le rodeaba el cuello con las manos y lo agitaba con fuerza. Este estrangulamiento continuó intermitentemente hasta que ella empezó a reconocer el terror en los ojos de su hijo y empezó a controlarse. Ella contó todo esto al principio del tratamiento inicial del niño.
El niño tenía 8 años cuando terminó su tratamiento. Sus síntomas originales que incluían la agresión hacia sus pares y sus padres habían mejorado notablemente. En el momento de la terminación, le hice preguntas sobre los distintos sentimientos que tenía. Esto incluía la pregunta: “¿Tienes algún sentimiento raro?” “Raro” era una palabra que él usaba espontáneamente en numerosas ocasiones cuando tenía cuatro años para describir los sentimientos perturbadores. Ahora me sorprendió al preguntarme qué eran “sentimientos raros”. Le respondí: “Sentimientos que son difíciles de entender”. Con gran énfasis, dijo: “Ah, sí, cuando mis cerdos de guinea se pelean se me pone el cuello rojo y caliente y mamá y papá dicen que me pongo blanco”. En ese momento, conecté en mi mente esto con el terror que sin duda había sentido durante las explosiones de ira de su madre cuando ella lo agarraba del cuello (Coates y Moore, 1997).
Como he dicho, este niño volvió a verme cuando era un hombre joven de 22 años, tras la ruptura con su pareja de varios años. El lector puede imaginar mi sorpresa cuando en el transcurso de la entrevista hizo la siguiente petición: “Me pregunto si Vd. podría ayudarme a entender una experiencia que suelo tener cuando veo una película. Siempre que aparece una escena violenta, siento el cuello muy débil y tengo que poner las manos alrededor de él para sostenerlo”. Hizo la demostración agarrándose el cuello, colocando las manos en idéntica posición a la que su madre me había mostrado cuando describía lo que le había hecho. Yo estaba estupefacta por lo específico del gesto. Parecía que su cuerpo había “llevado la cuenta”, como describe van der Kolk (2014); tras todos estos años, el trauma aún estaba almacenado en la memoria somática, como pasaba en el caso de Betsy. El incidente despertó mi curiosidad sobre cómo un niño puede mantener, décadas después, recuerdos del trauma sufrido muy al principio de su vida.
Pueden apuntarse varias cosas sobre el trauma en este niño. El trauma no era un incidente aislado. Tuvo lugar más de una vez, terminando sólo cuando la madre se preocupó por la profundidad de su ira. Luego, también, estas escenas tuvieron lugar a la edad de dos años en adelante, en un momento en que el niño ya estaba desarrollando el lenguaje. Es más, puesto que sufrió el trauma, literalmente, de manos de su madre, ello ocasionó un descarrilamiento severo del sistema de apego. Y, finalmente, aparte de la memoria somática, la memoria de esta escena se mantuvo afectiva y pictóricamente, en un temor a las mujeres con “ojos enfadados”. Esta representación visual, además, reaparecía en su juego en el trascurso de la terapia, primero en diversas preocupaciones repetitivas (haciendo dibujos de mujeres con los ojos enfadados) y después en elaboraciones simbólicas posteriores, cuando el niño pareció elaborar el trauma y restablecer una conexión más segura con su madre. Y sin embargo, por debajo del mundo aparentemente familiar de “ojos enfadados”, se nos presenta la extraña supervivencia de un recuerdo corporal (el ataque en el cuello) que continúa su propia existencia, su propia temática y resonancia simbólica con las experiencias vitales que se van produciendo, y su propio sentimiento concomitante de temor y perplejidad. Este es el tipo de cosa a la que uno puede haber aproximado como posiblemente conectada con una fantasía y que ahora se etiqueta rápidamente como “disociativa”. Pero no está disociada en absoluto; ni responde a un deseo en ningún sentido. Se pone en acción como un síntoma somático.
He intentado aclarar algunas cuestiones relativas al trauma a edades muy tempranas estableciendo cuatro puntos interconectados. En primer lugar, es indiscutible que los infantes muy jóvenes, incluyendo neonatos e incluso, tal vez, fetos, experimentan dolor. Apenas parece necesario afirmar esto, aunque durante más de un siglo tanto padres como médicos fueran de la opinión contraria, incorrecta; es más, aun hoy, no siempre se da el caso de que la anestesia se use adecuadamente en procedimientos médicos dolorosos, tales como la circuncisión, en niños pequeños.
En segundo lugar, los infantes no sólo experimentan dolor –y estrés severo- sino que son capaces de formar representaciones simbólicas y recuerdos somáticos de los traumas que han sufrido. Además, ahora sabemos que sus capacidades para otro tipo de memoria son mucho más sofisticadas de lo que se pensaba aun hace treinta años, y que estas capacidades incluyen los rudimentos de un sistema de memoria episódica aun antes del surgimiento del lenguaje.
En tercer lugar, estos dos factores –la experiencia de dolor y su recuerdo- crean condiciones necesarias y suficientes para la traumatización y el desarrollo de TEPT. La existencia de este trastorno en niños muy pequeños, menos de cuatro años, ha sido actualmente ampliamente documentada. Clínicamente, el niño traumatizado por lo general carece de la capacidad de poner en palabras el trauma antes de los tres años; sin embargo, sí ofrecerá evidencia de reexperiencia traumática en el juego, siendo dicho juego fácilmente distinguible del juego simbólico ordinario. La integración que hace el niño del trauma en la memoria autobiográfica, si tiene lugar, empieza por lo general a la edad de 3 años o un poco después y requiere tanto desarrollo verbal como andamiaje parental.
En cuarto lugar, el impacto del acontecimiento traumático en el niño será mediado en todos los casos por el sistema de apego continuado. Cuando el trauma tiene lugar como parte de la relación de apego, un tema que he mencionado aquí sólo brevemente, es de esperar que la situación sea más grave. Cuando el trauma les sucede al niño y a los padres, su impacto es más complejo. Incluso cuando el trauma le sucede sólo al niño y tiene lugar en el contexto de un sistema de apego seguro continuado, también es posible que se produzca la traumatización, y el desarrollo de un TEPT. Finalmente, como muestra el caso de Betsy, es posible que tenga lugar un trauma severo y no de lugar a una traumatización severa, o que contamine el desarrollo de la memoria autobiográfica inclinándola en la dirección del trauma como rasgo único, destacado y determinante de la vida de la persona joven. Esto es raro, y refleja una relación de apego inusualmente segura y adaptable, como en el caso de Betsy. En realidad hay ocasiones en que, sorprendentemente, el apego triunfa sobre el trauma.
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