aperturas psicoanalíticas

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revista internacional de psicoanálisis

Número 070 2022

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El daño que se hereda. Comprender y abordar la transmisión intergeneracional del trauma [Pitillas, 2021]

Inherited harm. Understanding and addressing the intergenerational transmission of trauma [Pitillas, 2021]

Autor: Pallás Serrano, Daniel

Para citar este artículo

Pallás Serrano, D. (2022). El daño que se hereda. Comprender y abordar la transmisión intergeneracional del trauma [Pitillas, 2021]. Aperturas Psicoanalíticas (70), artículo e9. http://aperturas.org/articulo.php?articulo=0001191

Para vincular a este artículo

http://aperturas.org/articulo.php?articulo=0001191


Reseña de Pitillas, C. (2021). El daño que se hereda. Desclée de Brouwer. 256 pp.

 

Nota: Como indica el autor, los términos “madre”, “padre”, “cuidador” o “adulto de referencia” serán intercambiables a lo largo de la reseña. Todos ellos se referirán a la función universal de la figura de dar cuidados primarios al niño durante sus primeros años.

Primera parte. Los vínculos afectivos al comienzo de la vida

1. Las relaciones, en el centro del desarrollo humano

Carlos Pitillas entra en materia afirmando que el bebé humano es un ser relacional. Frente a un psicoanálisis clásico que veía al bebé como un ser pasivo socialmente, la evidencia evolutiva indica que los bebés son seres sociales desde un primer momento. Al nacer, explica, nuestras habilidades para sobrevivir son escasas en comparación con otros mamíferos y esto ocurre durante varios años en el ser humano por lo que se hace imprescindible la presencia de uno o varios adultos que nos protejan.

Pitillas cita a Mitchell (1988) para explicar que la relacionalidad esencial del bebé humano concreta en tres aspectos: está orientado hacia las relaciones, fabricado para las relaciones, y su desarrollo responde a lo que sucede dentro de las relaciones significativas.

Respecto a la orientación relacional, el establecimiento de conexiones de apego es un objetivo primordial del bebé, hecho que los orienta hacia una percepción temprana de estímulos sociales (discrimina y registra este tipo de estímulos y además es capaz de rastrear el rostro humano y la voz o el olor de su madre), una preferencia por este tipo de estímulos, y la pronta adquisición de conocimiento acerca de lo que sucede en el mundo de las relaciones (a las 6 semanas son capaces de realizar pausas durante secuencias de interacción vocal con sus madres, a modo de regla conversacional). El niño buscará proximidad con sus relaciones de apego, y si estás figuras se alejan desplegará reacciones de protesta para evitarlo: el llanto, el aferramiento, intentos de alcanzar al cuidador físicamente. De no tener éxito, puede desarrollarse una tristeza similar al duelo en adultos. Si no se satisfacerse la necesidad de contacto, podría darse el desapego del niño y un interés mayor hacia objetos y actividades que no incluyan intimidad social (Fraley y Shaver, 2016). Conforme llega al primer año de vida, el bebé empieza a discriminar más y más al otro, teniendo preferencias hacia sus figuras de apego primarias y apareciendo la ansiedad ante el extraño.

El bebé está fabricado para las relaciones y tiene herramientas para atraer al adulto y mantenerlo cerca: mediante el llanto y la protesta llama su atención cuando se aleja o necesita algo, con la mirada sigue al adulto y cuando su capacidad de movimiento se lo permite, lo sigue. Sus características físicas suelen resultar adorables a ojos adultos. La imitación, sonrisa social y la habilidad proto-conversacional ayudan a que los adultos se interesen por ellos. La evolución dotó a los bebés de esas capacidades para aumentar su posibilidad de supervivencia en un ambiente hostil y asegurarse sus cuidados.

El autor afirma que las relaciones afectivas son el escenario en el que nos convertimos en personas. La calidad de dichas relaciones es un gran condicionante de cómo se desarrollarán aspectos posteriores de la adultez. Aunque las necesidades físicas de los bebés queden satisfechas, sin relaciones significativas aparecían importantes problemas de fracaso en el crecimiento y desarrollo. Las relaciones afectivas seguras tempranas propician el desarrollo de habilidades sociales, académicas, empatía y buena salud física, así como mejor capacidad de procesar más rápidamente situaciones adversas. La idea final del capítulo es que sin relaciones, no nos desarrollamos.

2. Un retrato de la seguridad

El objetivo del autor en este capítulo es desentrañar qué aspectos de todas las interacciones entre el niño y los padres aportan una base para que el niño crezca con seguridad. Comienza relatando una escena entre un bebé y su madre: parece una secuencia por turnos, en la que la madre se adapta al estado emocional del bebé para construir/reconstruir sus interacciones con él, adaptando la intensidad de sus interacciones y el contacto conforme el niño necesita.

Un sistema diádico de regulación mutua

Pitillas explica que tanto madre como bebé son activos en el intercambio de esta interacción, transformando el estado del otro e influyendo en sus respuestas. Este constante intercambio favorece un estado de coordinación y sincronía con las muestras afectivas (por ejemplo, ambos se calman) y con la dirección de los cambios afectivos (el rostro de la madre se ilumina al ver al niño sonreír). Esto se construye momento a momento, mediante conductas microscópicas que emiten los participantes de la díada para adecuarse al otro y complementarse.

Este fenómeno se da de distintas maneras:

  • Atención compartida: madre y bebé siguen la dirección de la atención del otro mientras las miradas se unen o se dirigen hacia un punto de interés común.
  • Sintonía afectiva a través de la cara y el tono de voz.
  • Co-regulación de la intensidad y el ritmo: coordinación del tipo e intensidad de estimulación física con el estado afectivo del bebé (si el bebé muestra niveles de bienestar más elevados, la madre lo estimula táctilmente más afectuosamente).
  • Coordinación de miradas, gestos, posturas y distancias.

Como cita el autor: “[…] el cuidador y el bebé aprenden la estructura rítmica del otro y modifican su comportamiento para ajustarse a dicha estructura” (Schore, 2010, p.20). Madre e hijo son más que la suma ambos componentes, en su interacción funcionan como un sistema dinámico de regulación mutua. Dinámico porque no deja de cambiar, de regulación mutua porque cada miembro transforma la experiencia e influencia al otro.

Algunos efectos de la influencia recíproca en las interacciones

Todo lo anterior confluye en una experiencia esencial de conexión interpersonal. Los estados del cerebro de bebé y madre se influyen y regulan mutuamente (Schore, 2010), y el registro continuo que ambos hacen de esa reciprocidad aporta una experiencia básica estar conectado a otro. El bebé vive una experiencia de compartir un momento significativo, lo que Stern (1985) denominó estar con (being with). Estas experiencias serán un pilar de la vida humana, así como una motivación fundamental. Además forman parte de un trasfondo de seguridad que necesitamos, lo damos por hecho cuando está presente y cuando se halla en peligro buscamos restablecerlo mediante actos que nos permitan volver a sentir conectados.

Las experiencias descritas previamente, explica el autor, probablemente sirvan para darle al bebé un sentido de agencia, es decir, que sienta que es capaz de modificar e influir sobre los acontecimientos. También aportarían un sentido de competencia, de saber que puede conseguir cosas en el mundo. En esta línea también provocarían en el bebé un sentimiento de confianza básica en el sentido que le daba Erikson (1950), respecto al mundo y respecto a sí mismo.

Un margen óptimo de activación

Pese a que la interacción cuidador-bebé sea mutua, es una relación desigual en tanto que el cuidador es más fuerte y sabio, con más experiencia y más desarrollado que el bebé. Buena parte del bienestar derivado de la relación es gracias a la poderosa influencia del cuidador. Las diferentes capacidades se hacen relevantes en la gestión de los afectos gracias a la modulación que hace la madre del niño, para amplificar estados emocionales positivos y rebajar los negativos. Los cuidadores regulan la intensidad de los estados afectivos para procurar un margen óptimo de activación (Schore, 2010). Las relaciones afectivas tempranas obedecen a unas normas de proximidad física y disponibilidad afectiva, hecho que cambiará a favor de la disponibilidad afectiva conforme el niño crezca.

Al cumplir este efecto de regulación emocional, los cuidadores ejercen una función de regulación externa o hetero-regulación que será importante durante un largo periodo del desarrollo. Esta garantiza una sensación de estabilidad y continuidad en el ser (Winnicott, 1958/2013).

En la teoría del apego se exponen dos sistemas motivacionales diferentes en el bebé que exigen del cuidador diferentes respuestas. Por un lago un sistema de apego que se activa en momentos de malestar, incertidumbre o miedo y que requiere a un cuidador como refugio seguro que tolera la dependencia y fragilidad del niño, establece contacto físico, consuela, da una explicación al malestar y regula las emociones intensas del niño. Por otro lado, un sistema de exploración que conecta con la curiosidad del niño, el juego, la necesidad de nuevas experiencias y que requiere un adulto como base segura, que tolera la diferenciación y autonomía del niño, invita a la exploración y la guía, ofrece apoyo y supervisa en la distancia y celebra los logros. 

Algunos efectos de la hetero-regulación

Las dinámicas de hetero-regulación, afirma Pitillas, harán posible que poco a poco el niño interiorice las acciones reguladoras de su cuidador y lo hetero-regulado se haga auto-regulado, adquiriendo una capacidad de afrontamiento autónomo de sus estados afectivos, que aprenderá a regular solo.

Neurológicamente, los actos mediante los que la madre estimula al bebé, dialoga con él o le ayuda a regularse, cita el autor, “apuntalan y sostienen una expansión de las capacidades de afrontamiento del bebé asociadas al cerebro derecho y subyacen al principio de que el apego seguro es la defensa primordial frente a la psicopatología […]” (Schore, 2010, p. 28).

No toda regulación del bebé viene del exterior, también desarrollan soluciones propias a estados de desregulación mediante comportamientos que piden regulación (llorar, buscar con la mirada), o comportamientos regulatorios auto-dirigidos (succionar el pulgar, morderse el labio).

Reparación interactiva

Las interacciones cuidador-bebé no suelen ser siempre ajustadas, son más un ensayo-error, un juego que busca la sincronía y no siempre la encuentra. La verdadera seguridad está lejos de una idealizada a irreal imagen de una madre cuidadora perfecta y estados permanentes de unidad con el bebé, sino más bien es una capacidad de flexibilidad y de fallar-y-reparar, nos aclara el autor. Winnicott  adelantó esta idea con el concepto de madre suficientemente buena: generalmente disponible pero capaz de cometer fallos, fallos que además impulsan su transición a la madurez. Los fallos ocurren también en la comunicación, la díada intenta comunicarse pero ambos no siempre saben cómo.

El significado de las interacciones se creará de manera conjunta entre padres e hijos, la relación madre-bebé no tiene una forma general.

Algunos efectos de la reparación interactiva

La ruptura y reparación mueven al niño a hacer más complejas sus estrategias de comunicación, se va preparando para mantener contacto con la situación estresante en vez de retraerse defensivamente. Una sincronía total estancaría este desarrollo. Esto favorece también la sensación de ser competente en un marco de interacciones que no son predecibles. En díadas en las que es frecuente la reparación, los niños se comunican más con  sus madres. Pitillas teoriza que esto hace que los bebés desarrollen un modelo del mundo relacional más manejable, una imagen de sí mismos como capaces de pedir una respuesta ajustada y del cuidador como alguien disponible. También se inscriben en el niño mayores niveles de tolerancia afectiva. Lo contrario (díadas donde la reparación sea infrecuente) lleva a retraimiento, falla en la comunicación social de estados internos y comportamientos auto-regulatorios.

Especularización y nacimiento de la (inter)subjetividad

Cuando la madre ajusta sus acciones al estado del niño no solo hace, sino que también expresa. Al cambiar los estados del niño, este se encuentra con un patrón expresivo de la madre también cambiante (modula la voz, sonríe, abre o cierra los ojos), que además es congruente con el estado subjetivo del bebé, como un reflejo externo. En definitiva, lo que el adulto expresa es parecido a lo que le sucede al niño internamente. Esta particularidad de la comunicación padre-hijo ha sido denominada especularización (mirroring).

Pitillas da un ejemplo, si un niño quiere un objeto fuera de su alcance, por lo que estira su manita y esto le cansa. La cara de su cuidador, ojos abiertos y cejas arqueadas y la verbalización de un “uyyy” le devuelven al niño información sobre lo que le pasa, y comprende que lo que a él le pasa es lo que ve en la cara del cuidador. Bion (1962/1994) explicó como los cuidadores procesan los afectos “crudos” del bebé y los transforman en algo más “digerible”. El bebé desarrolla su capacidad de tolerar estados afectivos intensos e integrarlos en sí mismo, para usarlos como información de lo que sucede en su interior y en su relación con él mundo. Este reflejo empático del cuidador no es constante, también expresa gestos incongruentes con el estado del bebé. Esta dinámica de entrada-salida en la imitación del bebé quizá sirva para que ambos descansen de la intensa experiencia de compartir el mismo estado y evitar el contagio y confusión emocional.

Contingencia, sintonía y marcaje

Tres procesos permiten que el niño pueda conectar su estado interno y lo que ve en el patrón expresivo de su madre, permitiendo la especularización.

Primero ha de darse contingencia, una asociación: cada vez que cambia el estado afectivo del niño, cambia la expresión de la madre. La asociación aprendida no es solo temporal, también de similitudes en el patrón expresivo (“lo que hace mi madre se parece a lo que me pasa a mi”).

Segundo, ha de haber sintonía o congruencia. El niño ha de vivir la respuesta del padre como un reflejo de su estado interior.

Tercero, la respuesta parental, pese a ser similar a la del niño, ha de estar diferenciada. Es decir, es una expresión caricaturizada o exagerada, es un reflejo marcado. Este marcaje ayuda al niño entender que es algo que la madre representa sobre él, y no es algo que le esté pasando o esté sintiendo su madre.

Algunos efectos de la especularización

El autor afirma que las dinámicas de especularización contribuyen al mantenimiento del niño dentro de unos márgenes de activación emocional idóneas. Al verse reflejado en el adulto el niño tiene la sensación de ser reconocido y le da un sentimiento de competencia y agencia. Una y otra vez, el niño descubre que puede provocar expresiones afectivas determinadas en sus cuidadores. Esto contribuye no solo a la regulación afectiva sino también a desarrollar un sentimiento de seguridad.

También tiene un efecto calmante, y placentero pues es señal de que los padres reconocen y aceptan al niño. El ser humano está hecho para disfrutar de la interacción social y sentir que nuestra subjetividad es reconocida en el otro, pertenecer a un grupo. Yendo más allá: evolutivamente, ser visto y aceptado por otros equivale a sobrevivir.

También ayuda a que el niño pueda identificar sus contenidos mentales, desorganizados durante los primeros años de vida. Mediante la especularización matiza: tengo hambre, tengo frío, siento curiosidad… Esto sienta las bases de una capacidad posterior: la mentalización. O lo que es lo mismo, la habilidad de reconocer los estados mentales (intenciones, creencias, necesidades o emociones) que subyacen a la conducta. Esta facultar esencial para entender a otros funciona, en palabras del autor, como una correa de transmisión de la seguridad o la inseguridad entre generaciones.

Posteriormente el niño adquirirá una confianza epistémica (Fonagy et at., 2019): la creencia de que la información social es fiable, junto a la disposición al uso de dicha información y aprender de la experiencia, actualizar la imagen de uno mismo, de los otros y adaptarse en base a esta. La confianza epistémica es esencial pues nuestro entorno demanda una complejidad social y comunicativa enorme, e intercambiar información se hace necesario para adaptarse.

Dos sistemas convergentes

El sistema de apego del niño es paralelo al sistema de cuidados del adulto. Ambos sistemas han sido configurados y sofisticados a lo largo de la evolución humana para garantizar la supervivencia. Este sistema del adulto busca mantener protegido, estimulado y en un estado de equilibro emocional al niño. Dentro de este sistema estarían la capacidad de estar disponible y abierto a la interacción con el niño; empatía; capacidad de regular los estados emocionales propios y del niño durante la interacción y la capacidad de dar sentido e integrar en la identidad la experiencia de la parentalidad (Hughues y Baylin, 2012).

Estas capacidades son de gran importancia para los aspectos de la sensación de seguridad del niño:

  • La regulación mutua entre la madre y el bebé tiene como sostén la capacidad materna de apertura a la interacción y de dejarse impactar por su niño.
  • La capacidad de la madre de regular las necesidades de apego y protección del niño, así como las de exploración, sostienen el equilibrio tanto orgánico como emocional del niño.
  • Que las dinámicas de reparación tengan éxito es gracias a la capacidad del padre para regularse durante los momentos difíciles de la interacción.
  • Que el padre tenga la capacidad de ser empático es importante para el desarrollo de las dinámicas de especularización y mentalización del niño.

Pitillas destaca que la característica que define a un sistema de cuidados sería que es muy sensible a las señales, conductas y temperamento del niño. La investigación demuestra que la parentalidad va más allá de conocimientos teóricos o entrenamiento, es un fenómeno extremadamente sensible a la experiencia de ser padre y cuidar de este niño en concreto, es decir, es algo único en cada relación.

3. De fuera adentro: la construcción de un modelo de las relaciones

El autor comienza el capítulo afirmando que las interacciones de intercambio conductual del niño con los otros van paulatinamente interiorizándose en experiencias relacionales representadas en la mente del niño. El mundo relacional es tan complejo que es necesario para lograr adaptarnos condensar todo ese mundo en un modelo mental más sencillo que funcione como un mapa que nos permita guiarnos. A parte de guiar la interacción, estas representaciones mentales ayudan al niño a construir la confianza básica, en tanto que la relación con el cuidador pasa de ser una guía externa a una guía interna que da seguridad. Estas representaciones internas de la relación se componen de los siguientes componentes:

  • La imagen de uno mismo y del otro en una interacción específica.
  • Afectos asociados a la representación de la interacción.
  • Expectativas sobre la interacción.
  • Reglas procedimentales sobre qué hacer para que la conexión se mantenga y reducir el malestar.

Con la edad, las habilidades para reflexionar y la aparición del lenguaje harán que las representaciones aumenten en complejidad y puedan ser transformadas dentro del espacio de la mente.

Pitillas aclara que los modelos operativos internos de apego no son una mera copia idéntica de la interacción original objetiva, de lo que sucedió, sino que está modelada por la emoción y significados de la interacción que hicieron de ella tanto el niño como los cuidadores, lo que se experimentó.

Prototipos y ciclos: los modelos operativos internos y su influencia sobre las relaciones padres-hijos

Los modelos internos funcionan a modo de prototipo que es activado en nuevas relaciones, e influye en la percepción y significación de estas. Funciona a modo de filtro atencional y preparan para atender ciertas claves sociales, a su vez que es un fuerte condicionante de las interpretaciones que se harán de la conducta del otro.

Dentro del escenario de la crianza, explica el autor, el prototipo que se activa en los adultos condiciona directamente la calidad de la interacción con sus hijos. Las interpretaciones de la interacción suelen ser automáticas y coherentes con el prototipo y llevarán a activar estrategias orientadas a mantener la seguridad.

Los modelos internos disponen de reglas procedimentales que dirigen la actuación para ganar seguridad y evitar el malestar de no saber qué hacer. Si aprendizajes tempranos nos hacen ver el mundo social como inseguro, aparecerán estrategias como amenazar o agredir, aferrarse a otros, hacerse autosuficiente o distanciarse… Irónicamente estas estrategias llevan a lo que se estaba tratando de evitar. Wachtel (2018) llamó psicodinámicas cíclicas a estas dinámicas, que en la relación padre-hijo pueden organizar círculos viciosos que aumentan el malestar.

4. Adaptarse a lo que cabe esperar: los estilos de apego

En este capítulo el autor expone los estilos de apego descritos por Mary Ainsworth en 1979 utilizando el paradigma de la situación extraña. Muy brevemente:

  • En el apego seguro el niño prefiere al cuidador frente a extraños, explora la habitación y objetos con interés, frente a la separación del cuidador reacciona con llanto y al reunirse busca el contacto físico y se deja consolar, tras lo que retoma la exploración. Se desarrolla confianza básica en el cuidador y comunicación abierta a las necesidades y emociones propias.
  • Los niños con apego ambivalente-resistente (inseguro) se muestran preocupados respecto al cuidador y molestos o pasivos, la exploración es escasa y da muestras de malestar antes de la separación, también protesta al separarse pero le cuesta tranquilizarse ante la vuelta del cuidador y volver a explorar. No desarrolla confianza en sí mismo y trata de mantener al cuidador próximo, las emociones difíciles parecen amplificadas.
  • Con un estilo evitativo (también inseguro) hay indiferencia aparente ante el cuidador, tiene el foco en el entorno y los objetos, no da muestras de ansiedad ante la separación (no llora) e ignora/evita al cuidador, a consecuencia de la ausencia de confianza. Presenta actitudes pseudoindependientes.

Segunda parte. Trauma temprano, desorganización del apego y estrategias de reorganización

1. Introducción: las cuatro dimensiones de la seguridad, bajo amenaza

En este capítulo introductorio Pitillas amplía la visión de lo que es la seguridad incorporando los fallos de la interacción bebé-cuidador en la ecuación, y algunas consecuencias de esto en el desarrollo. Brevemente:

  • El sistema de regulación mutua cuidador-niño falla cuando el cuidador sufre estados subjetivos demasiado abrumadores o desconexión, por lo que no le influyen las señales del bebé. De esto se deriva una descoordinación interactiva, e impotencia y desamparo en el niño.
  • Respecto al margen óptimo de activación que hay que procurarle al bebé, una forma de malograr esta dimensión sería sobreestimar o negligir sus estados internos. Provocará una desorganización afectiva, fragmentación del sentido del self y creará posteriormente unas expectativas relacionales inseguras.
  • En cuanto al fenómeno de la reparación interactiva que ayuda al ajuste de respuestas, un cuidador que no detecte bien los fallos o sus respuestas sean demasiado rígidas provocará en el infante impotencia y desamparo, inseguridad en las relaciones y el niño contará con menos herramientas para comunicaste afectivamente.
  • Por último, la especularización y la mentalización se verán afectadas cuando el cuidador emita respuestas inexpresivas, incoherentes o muy parecidas al estado del niño. Provocará malestar y confusión, dificultad para desarrollar el self, dificultad en diferenciar y simbolizar los estados internos y contará con muchas dificultades para adquirir sentido de confianza epistémica (este concepto se explica más adelante).

2. El apego desorganizado y su relación con el trauma

El autor expone que el apego desorganizado (AD) es un concepto teórico que ayuda a explicar la evidencia actual acerca del trauma temprano. No es un término exento de complejidad o controversia pero ha articulado muchas propuestas. Muchos niños con AD han sufrido maltrato y niveles de estrés familiar elevados que a largo plazo se convierten en adultos con estrés postraumático complejo, con un modo disruptivo de relacionarse y que, al convertirse en padres, pueden asimismo causar traumas relacionales en sus descendientes.

En el capítulo cuarto de la primera parte, el autor detalló los estilos de apego descritos por Ainsworth en 1979, mas había algunos niños que mostraban un estilo de difícil clasificación según las categorías de apego que ahí se describen. Main y Solomon (1990) revisaron los datos existentes sobre estos niños y encontraron un apego desorganizado: la incapacidad de organizar una estrategia sistemática de relación con su cuidador. Las formas de relacionarse con sus cuidadores ante necesidades de proximidad o consuelo, como temor repentino o bloqueo, o intenciones opuestas (acercarse pero manteniendo las distancias), o incluso miedo al cuidador, indicaban, según estos autores, una falla a la hora de sistematizar su relación con las figuras de apego. Están desorientados y no saben qué o cómo hacer en la interacción.

El autor aporta algunos datos sobre mitos del AD. No es algo fijo, sino que tiene mucha variabilidad contextual y relacional. No indica maltrato per se, si tampoco indica patología del desarrollo. Se ha demostrado que la mejora de las condiciones socio-económicas familiares y las intervenciones centradas en el vínculo pueden hacer virar hacia un estilo de apego organizado, por lo que no es para siempre. Tampoco es una propiedad de la relación, ni es similar a un trastorno del apego. La diferencia de este con el AD es que el trastorno es estable en diversos contextos y relaciones y no desaparece cuando las condiciones ambientales se vuelven seguras.

Los estilos ambivalente-resistente y evitativo, pese a la inseguridad relacional con la que se relacionan, están sistematizados y los niños tienen un modo de responder relacionalmente. El niño con apego desorganizado es incapaz de lograr esta sistematización. El autor se cuestiona qué puede llevar a esto.

El “miedo sin solución”

Los padres de niños con AD tienden a comportarse de formas atemorizadas o atemorizantes, lo que se deriva en diversos comportamientos (Lyons-Ruth y Jacobvitz, 2016): posturas, expresiones o movimientos agresivos o que transmiten temor por parte del cuidador, estados disociativos, comportamientos que expresan timidez o posiciones de inferioridad respecto al niño, comunicación demasiado íntima o erotizada con el niño y en general comportamientos desorganizados.

Todo lo anterior responde a una descoordinación del sistema de cuidados parentales y su principal consecuencia es una distorsión de la seguridad del niño. Estas respuestas atemorizadas y atemorizantes provocan un profundo miedo en el niño, pero al mismo tiempo su única fuente de confort frente a ese miedo son los padres, dando lugar a una paradoja que no tiene solución: aquel que me provoca inseguridad es al que debo acudir para calmarme. De se trata el “miedo sin solución”, que quiebra la capacidad de adaptarse del niño mediante estrategias de interacción organizadas y estables, atrapando al niño en la contradicción.

El camino hacia la desorganización: manifestaciones tempranas de desregulación en díadas madres-bebé

En este apartado, Pitillas comienza ahondando en el trabajo de investigación de Beatrice Beebe (Beebe et al., 2012; Beebe y Lachman, 2014). Su experimento consistió en grabar secuencias comunicativas entre madres y bebés de alrededor de 4 meses, y cuando estos tienen 12-18 meses evaluar su estilo de apego con la situación extraña (como lo hizo Ainsworth). Mediante esta metodología se buscó explorar los daños relacionales que caracterizan el apego desorganizado y si se manifiestan antes de que este etilo de apego se afiance.

El estudio revela que en el AD existe una dinámica interactiva muy temprana de desajuste e incongruencia comunicativa. Explicándolo desde la especularización, la madre no logra expresar ni responder ante el estado interno del bebé, la relación está marcada por el desencuentro entre madre e hijo. Ante signos de malestar del niño, las madres mostrarían expresiones de burla, inexpresión, excesiva preocupación y aferramiento al niño (invadiendo el espacio que necesita) o evitar el contacto con el bebé, lo que conlleva malestar y confusión en ambos participantes de la díada.

Seguidamente, el autor expone las tesis de Lyons-Ruth sobre comunicación maternal perturbada. Entre ellos encontraríamos, por ejemplo:

  • La confusión de rol, por la que el padre interactúa de tal manera que parece que es el niño el que debe encargarse de su propio malestar.
  • Comportamiento paternal muy desorganizado, extraño, cambios súbitos de tono de voz.
  • Errores de comunicación afectiva, contradicciones en sus acciones.
  • Dejar al niño solo o interactuando con él sin implicación, de maneras más o menos evidentes.

Otra manera de especularización extraña puede darse cuando el padre no marca la respuesta afectiva del hijo, sino que se ajusta excesivamente a la expresión del niño, es decir, prácticamente imita al bebé.

El desajuste o excesivo ajuste conducen a estados cada vez más insoportables de desregulación emocional. Ante esto aparece una necesidad de defenderse, el rostro del cuidador se convierte en un estímulo aversivo y que exige una respuesta protectora. Aquí aparecen respuestas de auto-protección, según Beebe y Lachman (2014), versiones primitivas de los futuros mecanismos de defensa de la angustia. Por ejemplo: el niño tapa parte de su campo visual colocando el puño frente a su cara, o aparta la mirada de la madre, o lleva la mano a su boca para autoestimularse. Las defensas del bebé buscan reducir la percepción del conflicto, en este caso ese miedo sin solución que describe el autor. Estas defensas son una manifestación temprana del organismo del niño que busca recuperar el control y la organización en un contexto traumático. Que se cristalicen estas defensas y se generalicen puede impactar y condicionar el desarrollo y las tendencias relacionales.

Los pacientes que crecieron con AD suelen encontrarse desorientados cuando tratan de observar y ordenar su mundo emocional y su subjetividad, sus necesidades y sus intenciones. El autor propone esta causa como una de las posibles de que el cuerpo se instrumentalice y lleve al adulto a consumir sustancias, comportarse violentamente o a presentar un comportamiento altamente promiscuo. Como animal social no saber qué tenemos en la mente ni lo que tiene el otro es algo aterrador.

Previamente hemos dicho que otra consecuencia de fallos en la especularización es la falta de la construcción de la confianza epistémica, que es la capacidad de confiar en las claves sociales y la comunicación como fuente fiable de conocimiento. A largo plazo esto supondrá un congelamiento epistémico (Fonagy et al., 2015), por lo que las señales sociales sobre estados mentales no serán fiables y sus predicciones sobre las intenciones ajenas serán incorrectas.

Que los adultos con trauma relacional temprano se vean desbordados por la angustia de sus bebés podría deberse a que estas situaciones comprometan áreas del cerebro relacionadas con la autorregulación. De ahí que a mayor malestar del bebé, se sientan indefensos e incapaces de autorregularse y regular a su hijo, y además se sientan cada vez más ineficaces y víctimas del rechazo del bebé. En estas situaciones el niño suele aumentar sus señales de dolor y peticiones de ayuda, que puede hacer más difícil para el padre sentirse cómodo y realizado, cerrando así un ciclo creciente de estrés.

El autor explica que el trauma infantil no se reduce a situaciones de violencia, abuso sexual o al abandono. Los fallos en la comunicación de los padres, dice, pueden provocar en el niño niveles intensos de dolor y desorganizar la forma en que funciona relacionalmente. Asimismo, la incapacidad de los padres para conectarse con el bebé puede ser traumática. Otras situaciones relacionalmente traumáticas son cuando el adulto funciona como fuente de angustia y calma a la vez. También cuando la comunicación del cuidador está bloqueada o se hace imposible, aunque esta no sea un estímulo amenazante de por sí para el bebé, por ejemplo, cuando el cuidador mantiene el rostro inexpresivo. Es decir, aunque la inexpresividad del rostro de su cuidador no sea de por sí amenazante, sí puede resultar desorganizante para el niño. Y por último cuando una motivación importante queda activada durante mucho tiempo sin ser satisfecha (como cuando las demandas de niños institucionalizados no reciben respuesta).

Beebe y Lachman (2014) evidenciaron que las madres de bebés con patrones de apego desorganizado presentan respuestas incongruentes tan solo cuando el bebé expresa su malestar. En momentos de calma, las interacciones diádicas son como las del apego seguro. Esto implica que las madres no son traumatizantes continuamente, sino que algo del malestar de niño desactiva sus capacidades de cuidado, seguramente algo del mundo interno del cuidador.

3. Fantasmas, defensas y transmisión: el mundo interno de los padres traumatizados

Los estados irresueltos en el adulto

La investigación, dice el autor, parece indicar que el AD en niños suele hallarse asociado a estados mentales irresueltos respecto al apego en el cuidador. Estos adultos tienen una visión fragmentaria del otro y de sí mismo, y tienen dificultad para controlar el efecto que tienen sus emociones pasadas sobre su presente, así como para resolver experiencias tempranas traumáticas de dolor o pérdida. El estado mental irresuelto corresponde a una de las cuatro formas que toma el apego en el adulto, en base a la Entrevista de Apego Adulto (Adult Attatchment Interview, AAI) de George, Kaplan y Main (1984). Esta entrevista incluso predice antes de nacer el niño el estilo de apego que desarrollará en base al estilo de apego del padre.

Los sujetos con clasificación de irresuelto en la AAI tienen dificultad para monitorizar y organizar el discurso, aparecen muchas pausas o algunas frases quedan suspendidas, y aparecen muchas referencias a gente fallecida como si aún vivieran. Pudiera ser que este modo de narrativa sea así debido a que estados emocionales intensos se reactivan mediante la narración, y desorganizan cognitivamente a la persona.

Las interacciones niño-cuidador desorganizadas están invadidas por los estados no resueltos del cuidador. La interacción con el niño conecta al cuidador con su trauma, lo que provoca las respuestas atemorizadas/atemorizantes de las que se habló previamente.

Fantasmas en la habitación del bebé: reexperimentación postraumática en los padres y la necesidad de defenderse

El texto de Fraiberg, Adelson y Shapiro (1975) que da título a este apartado fue la síntesis del pensamiento de estas autoras. Trabajaron con familias multiestresadas y en exclusión social con la finalidad de proteger a los bebés de estas familias de los riesgos que implican estos entornos como lugar de desarrollo. De este texto Pitillas rescata las siguientes propuestas, que fueron uno de los primeros abordajes sistemáticos de la psicoterapia desde el punto de vista del sufrimiento del bebé.

El niño como recordatorio postraumático

La crianza es un escenario de rememoración para los padres, escribe el autor. Adultos con una historia de apego traumática vivirán emociones negativas, irresueltas y difíciles de articular al enfrentarse a convertirse en padre. La mayoría de adultos dispone de la tolerancia afectiva que implica interactuar con un bebé y su fragilidad, no obstante, para los padres con trauma no resuelto, esta interacción supone conectar con su propia fragilidad y estados afectivos preverbales que les resultaron tan intolerables y que fueron bloqueados defensivamente. No se trata tanto de que las respuestas de los hijos recuerden a estos padres a sus propios cuidadores traumatizantes, sino que les lleva a sentirse a ellos mismos de nuevo en aquella situación, ante lo que sienten la necesidad de protegerse nuevamente.

Esta lógica también sucede con padres con historias de apego seguro. Estos reconectarán con experiencias de seguridad y protección. Esta dicotomía entre padres que reviven apego seguro e inseguro, dice el autor, seguramente sea simplificar la realidad. Cabría esperar que todos los padres recuperen experiencias de ambos tipos. La capacidad del padre para ejercer cuidados dependería más de la proporción de la seguridad procedente del contexto en el que ese adulto cría a su hijo, o de sus procesos de reflexión y la integración de esos recuerdos que despierta la interacción con su hijo.

Externalizar el dolor

El autor cita a Fraiberg, que afirmó hay dos caminos ante la rexperimentación traumática de dolor: elaborarlo y regular de alguna manera esos afectos desorganizantes reactivados (lo que ejercerá un efecto protector ante su niño de la transmisión del trauma), o expulsarlos. Este último camino tiene su origen en una defensa primitiva, que consiste en poner afuera lo que uno lleva dentro y no puede soportar: la identificación proyectiva.  En este contexto, consiste en provocar en el niño los mismos sentimientos de los que el adulto desea deshacerse. Lo que estaba en el cuidador pasa a estar en el niño. Este mecanismo devuelve el equilibrio parcialmente a una parte de la díada (al padre) pero perturba al niño. A través de intercambios no verbales y pre-representacionales, el bebé es presionado a sentirse como el padre (impotente, incapaz…), a la vez que este mantiene sus sentimientos alejados de la conciencia.

El bebé no solo se identifica con los sentimientos que le proyecta el padre, sino también con una forma específica de estar en la relación. En los modelos operativos de las relaciones del bebé queda inscrita la lógica relacional víctima-agresor, que adoptará como guion, es decir, unas reglas de carácter procedimental tanto para lograr un tipo de conexión interpersonal admisible como para lograr el equilibrio y evitar sufrir. Un niño con esta lógica relacional podría hacer daño, dominar a los otros, evitar el control ajeno… La interacción intergeneracional del trauma implica heredar una forma global de entender el mundo de las relaciones y cómo desenvolverse en él.

La identificación proyectiva explica cómo las víctimas acaban por convertirse en atacantes. Se instaura una lógica global que implica los malos tratos como una manera de defenderse por parte de los cuidadores.

Los malos tratos como defensa

Las prácticas de crianza dañinas, dice Pitillas, ayudan al padre a controlar el recuerdo de un pasado doloroso, alejarse de sentir emociones intolerables y  recuperar cierto equilibrio. Las formas que toman estas formas de recuperar el control de ese recuerdo son diversas, desde la agresión, la evitación o alejamiento del niño, el bloqueo o la disociación y la inversión de rol (ponerse por debajo del niño y que este se haga cargo de su malestar).

Las interacciones que activan las defensas de estos padres parecen ser más específicas, dentro de interacciones muy particulares o frente a claves emocionales muy concretas. Es decir, están muy ligadas a las áreas en las que estos adultos experimentaron maltrato y frente a las que se encuentran especialmente frágiles. Pitillas y Berástegui (2018) expusieron que las necesidades de exploración o apego de los hijos de estos padres tienen un carácter amenazante porque de niños ellos fueron castigados, sufrieron negligencia o distorsiones en esas áreas. Los padres que han sufrido en relación al apego, cuando sus hijos buscan proximidad y muestran signos de ser vulnerables y dependientes, activarán diversas respuestas:

  • Presionarán al niño para que explore, exigiéndole autonomía, alto rendimiento…
  • Emitirán mensajes ambivalentes sobre la intimidad entre ellos.
  • Desacreditarán o menospreciarán los estados de malestar de su hijo.
  • El estilo de crianza será autoritario y muy práctico.

A los padres que han tenido experiencias dañinas respecto a la exploración, la curiosidad, autonomía y diferenciación de sus hijos harán que reaccionen de diferentes maneras:

  • Presionarán al niño para que se mantenga a su lado.
  • Magnificarán los peligros del entorno y lo frágil que es su hijo para que no explore.
  • Emitirán mensajes ambivalentes cuando estos exploren.
  • La crianza se caracterizará por un estilo hiperafectivo o ambivalente.

Concluye el autor explicando que las defensas son un aspecto del psiquismo con gran capacidad de retroalimentarse y de persistir. Debido a su eficacia en el corto plazo, tienden a cristalizarse y hacerse más fuertes. Respecto a la crianza, estas hacen que se tenga un estilo excesivamente rígido frente a las necesidades del niño. Se hace muy difícil reajustar la respuesta en situaciones emocionales intensas, por lo que se acaban creando círculos de inseguridad creciente al aumentar las señales de demanda del niño, que a su vez activarán las defensas del adulto, que incrementará a su vez las respuestas del niño…

Dos formas de romper la recursividad estos círculos viciosos pudieran ser, primero, que el padre se dé cuenta y así se reajuste al estado del niño y pueda repararlo. Segunda, que el niño se adapte a lo que el cuidador necesita.

4. La desaparición del niño real: interacciones imaginarias, fallos en la mentalización y dinámicas de no reconocimiento

Pitillas expone que, aparte de las defensas que la crianza activa en el padre traumatizado, muy en relación a ellas, la mente de este puede desarrollar una serie de distorsiones cognitivas que influyen en la forma en la que el padre ve al niño. Así, puede no ver lo que el niño necesita, siente o comunica.

Interacciones imaginarias

Brazelton y Cramer (1990) describieron ciertas dinámicas que llevan a los padres a percibir a sus hijos de manera distorsionada: colocan sobre el niño la imagen interna de una persona de su pasado (padres negligentes, ausentes, hermanos competidores…) o a una parte de ellos mismos que no aceptan (dependencia, agresividad…). Estos investigadores llamaron interacciones imaginarias al fenómeno por el cual los padres interactúan con la imagen que proyectan sobre el niño, procedente de partes de su mundo interior que no han sido integradas. Por esto, dice Pitillas, cuando recibimos en consulta pacientes jóvenes con auto-representaciones del tipo “soy malo, impulsivo, débil, sucio, envidioso, inmaduro, vago”, conviene observar cómo son los intercambios comunicativos en la familia y preguntarse si al joven paciente le ha sido impuesta esa visión de sí mismo, quedando dificultada la capacidad de registrar con realismo sus estados mentales verdaderos.

No todas las interacciones imaginaras adquieren forma negativa. Algunas son un intento de compensar, a través del hijo, sus carencias. Lo proyectivo sigue siendo lo que controla la relación, y no la realidad del niño. Al tratar de proteger al niño de daños experimentados en su propia infancia, los padres lo estarían dañando de otra forma inconscientemente.

Fallos en la mentalización parental

Cuando los padres distorsionan las imágenes que tienen de sus hijos y estas son intensas y relativamente inmunes a la realidad externa, puede suspenderse la capacidad de los cuidadores para la detección y comprensión de los estados mentales que hay tras la conducta del niño. La capacidad de mentalización paterna desempeña un papel de vital importancia en el desarrollo de un estilo de apego seguro, y esto se hace especialmente relevante en la transmisión intergeneracional del trauma. Aquellos adultos que son capaces de monitorizar sus estados internos y los de su hijo, consiguen mantener sus traumas pasados lejos de esa relación y lograr un modo seguro de crianza.

Cuando se dan déficits en la mentalización parental, la imagen del niño suele estar distorsionada, ya que el padre traumatizado interpretará las conductas del niño y sus rasgos de carácter como malevolentes. En los peores casos, esas interpretaciones harán caso omiso de los datos objetivos externos por parte de profesionales o del propio niño, aferrándose los cuidadores a su visión del niño. La dificultad para mentalizar de estos padres puede tener un carácter defensivo, si creen que sus bebés carecen de mente, de alguna manera evitan el dolor de su propia experiencia infantil.

Aunque el trauma imprime cierta tendencia a la distorsión y a la falta de confianza epistémica, la capacidad de mentalización es hasta cierto punto dinámica. Cuando estamos seguros y a salvo la mentalización permanece intacta, pero puede suspenderse si nos sentimos amenazados o desamparados. Recordemos que la crianza puede despertar recuerdos de su trauma a los padres, por lo tanto, en este escenario, la mentalización tenderá a desactivarse.

Algunas de las formas que pueden adquirir los fallos en la mentalización son:

  • Tener una perspectiva centrada de manera exclusiva en la conducta del niño y sus efectos, sin considerar su estado mental.
  • La mentalización que aparece es simulada o pseudomentalización, esto es, una interpretación aparente de los estados mentales asociados a la conducta pero desconectada de la experiencia real o muy superficial. Por ejemplo, ante un niño que llora, padres con este tipo de mentalización interpretarán que quiere llamar la atención, pero no serán capaces inferir las causas internas que han podido hacer llorar al bebé.
  • Interpretaciones en las que el padre vive sus miedos y sentimientos negativos como reales.
  • Incapacidad para reconocer los propios estados mentales y el impacto que esto tiene en la práctica de la crianza.

Una consecuencia directa de la desactivación de la capacidad de mentalización de los padres es que queda sustituida por lecturas muy distorsionadas, congruentes con el trauma del padre. La relación padre-hijo puede hacerse peligrosa para el niño, pudiendo provocar estados de ansiedad crecientes y respuestas de rabia o sobredemanda, que además confirmarán las distorsiones cognitivas del cuidador. Así, las propias distorsiones pueden llegar a funcionar como profecía autocumplida.

Dinámicas de no reconocimiento

El autor expone las tesis de Stolorow y Atwood, que afirman que el trauma se da en tres tiempos. Un primero en el que el niño depende de sus cuidadores y un entorno seguro y protector. Un segundo en el que este entorno le daña en forma de sobreestimulación o negligencia. Y un tercero en que es crucial la falta de reconocimiento por parte del entorno de las reacciones emocionales del niño. Los autores afirman que lo que daña permanentemente al niño va más allá del maltrato en sí, extendiéndose a las respuestas que niegan su dolor, prohíben su expresión e incluso dejan al niño dudoso de la realidad de su experiencia. En resumen, entienden el trauma como una experiencia de dolor combinada con la ausencia de una respuesta empática y reguladora del entorno del niño. La ausencia de respuestas de reconocimiento del trauma o del daño contiene un elemento traumatizante por sí misma.

Con frecuencia incluye el esfuerzo activo de los cuidadores para negar, enterrar, transformar o prohibir el despliegue las emociones difíciles del niño. Esto añade un nuevo proceso sostenedor de la transmisión del trauma, el modo de comunicación en que las emociones del niño no pueden ser reconocidas y contenidas. El niño priorizará el mantener la conexión con su figura de apego, por lo que se amoldará a las reglas de esta.

5. Los círculos viciosos de la inseguridad y el trauma

Para unos padres traumatizados, las señales de malestar del niño y algunos de sus gestos suponen reactivadores postraumáticos. Esta reactivación hace emerger emociones que invaden la subjetividad del padre y, por un lado, activan operaciones defensivas como la identificación proyectiva. Por otro lado, las emociones negativas hacen que el funcionamiento cognitivo del cuidador se altere, afectando a la capacidad de mentalizar estados internos del niño, especialmente en lo que al reconocimiento de su dolor se refiere.

Las consecuencias de esto en el bebé es que incrementa su experiencia de malestar, por lo que sus señales de dolor y de pedir ayuda se hacen más intensas. Esto a su vez podría agravar la reexperimentación traumática del cuidador, iniciando otra vez el ciclo con mayor gravedad.

De estos ciclos se puede salir de dos formas. La primera es el movimiento reparador del cuidador, que implica que detecte la ruptura interactiva y altere sus respuestas para lograr una nueva coordinación con las necesidades del hijo. Requiere una enorme toma de conciencia y quizá apoyo externo. Si esto no se produce, la segunda salida del ciclo es que el niño se adapta al cuidador y transforma su carácter y su identidad. Esta forma de conseguir el equilibrio es frágil y muy inestable. En el próximo capítulo se explora precisamente esto, todo aquello que hace el niño para acomodarse a estas situaciones de dolor insoportable que el cuidador no puede reparar.

6. Algunas consecuencias del trauma temprano sobre el desarrollo

Fracaso en la regulación y disociación

El autor explica que hay un patrón de respuesta al trauma que pueden desplegar los niños. Pueden ser secuenciales. Un primer momento es la hiperactivación, es decir, una reacción de alarma del organismo y la puesta en acción de sistemas biopsicológicos que permiten al niño estar listo para huir o enfrentarse al peligro. Esto contribuye a encarar activamente el peligro, pero algunos niños son incapaces de enfrentar o cambiar la fuente de peligro, no pueden escapar, y el miedo solo hace que aumentar. Lo paradójico que esto es que las respuestas que da el niño en busca de ayuda aumentan la intensidad del maltrato (como se ha expuesto previamente), siendo imposible evitar el daño.

En este momento se activa el segundo patrón, la disociación, que supone una desconexión con la realidad exterior y la experiencia interna, reduciendo el dolor. El niño pasa a comportarse pasivamente y demanda menos atención, por lo que no recibe tanto maltrato. Aunque eficaz a corto plazo, la disociación en un contexto que se repite y además es traumático tiene efectos muy nocivos en el desarrollo de la psique. La disociación sigue un patrón con los pasos que siguen.   

En un tercer momento, cuando el mecanismo de la disociación se repite largo tiempo es posible que se convierta de un estado temporal en una característica estructural del psiquismo del niño. Aunque se pueda funcionar con relativa normalidad (los procesos cognitivos básicos funcionan regularmente), algunos fragmentos de la personalidad quedan compartimentados (disociados) y pueden reactivarse ante estímulos gatillo, haciendo que invadan el comportamiento de la persona, alterando la organización y el procesamiento de la realidad. Esta fragmentación de la estructura mental recuerda a la de los propios padres traumatizantes. Karpman (1968) habló de un triángulo dramático, tres modos que pueden alternarse en la forma de funcionar del padre: agresor, víctima o salvador del niño. Davies y Frawley (1994), teniendo en cuenta a las víctimas de abuso sexual en la infancia, añadieron a estos tres un cuarto, el testigo desinvolucrado, cuando los padres niegan o rechazan la experiencia de maltrato de su hijo y permiten que sea maltratado por otros adultos.

El cuarto paso es la falla en la integración del psiquismo debido a la disociación, ahora cronificada. El sujeto no halla un sentido a su experiencia y es incapaz de usarla como guía para funcionar interpersonalmente, la autobiografía queda fragmentada.

Por último, a causa de la disociación no se pueden crear ni mantener relaciones que podrían ser reparadoras. Ante relaciones nuevas la persona puede verse emocionalmente cargada, activando la disociación, que puede provocar miedo o rechazo en los otros. Así, queda aislado un sujeto cuya necesidad imperiosa es la de establecer relaciones saludables.                                                      

Del niño al padre: hiperactivación y disociación

Aquí el autor recapitula, recordando que al hacerse más recurrentes y accesibles los estados disociativos, más se generalizan. Estos procesos que se dan en los niños también se dan en los padres traumatizados. La hiperactivación que supone la crianza convierte a estos padres en cuidadores inestables, sus cuidados oscilan y son ambivalentes y muy difíciles de predecir para el niño. La disociación, en un adulto traumatizado y ya con ciertos aspectos de su personalidad fragmentados, puede llevarlo a que también queden fragmentadas sus actitudes hacia el niño, haciendo aún más acusado el patrón de oscilación e impredictibilidad en la crianza.

Fracaso en la mentalización

El niño no puede usar las expresiones de un cuidador que no responde, lo hace con rabia o miedo o inexpresivamente, para usarlas de referencia de sus estados subjetivos, como ya explicó Pitillas en otros capítulos. Estas alteraciones de la mentalización vienen de la mano de dinámicas comunicacionales muy pobres que se dan en familias violentas o con mucho estrés. La comunicación se centra en la conducta y los efectos que esta provoca en el malestar o bienestar de los cuidadores. El juego y la comunicación afectiva en general son casi inexistentes. Esta comunicación que se articula en torno al poder y lo coercitivo impide llevar al niño sus experiencias a un espacio común donde puedan ser narradas y pensadas en colaboración con sus padres.

El niño tratará de comprender la mente del adulto, pero eso supone un reto y muchas veces reconocerse a sí mismo como odioso o no merecedor. Para defenderse de eso el niño puede evitar reconocer los estados mentales ajenos, o hiperdesarrollar la capacidad mentalizadora y tratar de detectar continuamente lo que el cuidador va a hacer y cuándo. La tendencia hipermentalizadora se observa en adolescentes y adultos con trastorno límite de la personalidad. Rara vez lleva a interacciones más seguras, porque viene acompañada de una rigidez interpretativa en la que los estados mentales de otros son amenazantes. Este mensaje es el que deja también el trauma: los estados mentales del otro son impredecibles, no se pueden comprender y pueden acabar en ataque, control o abandono.

Cuando estos sujetos sometidos a trauma se sienten amenazados o se activan sus necesidades de apego, puede entrar en un modo de funcionamiento que el autor nombra como prementalístico, que busca reducir la confusión y equilibrarse, pasando por alto los estados mentales y centrándose exclusivamente en la conducta manifiesta, además de controlar los estados mentales por medio de la acción (autolesión o agresión a otros, consumo de sustancias). Las interpretaciones que haga serán superficiales o desconectadas del contexto.

Del niño al padre: mentalización

Las dificultades de mentalización en el adulto pueden llevar a que interprete en su hijo estados mentales que no son, como pensar que su bebé le odia porque ha puesto una cara rara. Al adulto con fallos en la mentalización se le hace difícil mantener separadas las emociones que le hacen sentir vulnerable de otras emociones como la rabia, por lo que puede que sea tendente a agredir.

Mentalizar al propio hijo puede ser una fuente de malestar pues puede llevar al adulto a conectar con la idea de que sus propios estados mentales cuando era niño no fueron vistos ni cuidados.

Sumado a todo esto, las experiencias de peligro pueden funcionar como elementos que desactivan la mentalización, dificultando aún más su correcto desarrollo.

El impacto del trauma sobre la identidad

Las distorsiones sobre el desarrollo de la identidad son una de las causas más devastadoras del trauma relacional temprano. No solo lleva al niño a disociar aspectos significativos de su experiencia, sino que incorpora en su autoimagen los elementos negativos y destructivos de la interacción desde el trauma, formando estos parte de su identidad.

Lo que queda fuera: exclusión defensiva y las narrativas incompletas

El mayor peligro al que tiene que enfrentar el niño en ambientes de maltrato es la ausencia de respuesta por parte de su entorno cercano, mostrar su dolor equivale a arriesgar su vínculo con los que le cuidan. El niño excluye de su experiencia los sentimientos que su cuidador interpreta como indeseables o dañinos. Incorpora el niño un principio organizador que guía qué facetas puede mostrar y desarrollar y cuáles quedarán atrofiadas. Es decir, acabará escogiendo mostrar los comportamientos que generan respuestas agradables en sus cuidadores, aunque estén lejos de su necesidad. Esta forma de organización limita el desarrollo y la espontaneidad del niño, organizándose una dinámica entre el niño y el cuidador de tapar ciertas emociones o conductas que pueden remover experiencias dañinas en los padres. Debido a esto pueden producirse graves distorsiones cognitivas, desde amnesia selectiva y sensación de irrealidad a perder la curiosidad. El niño deja de ser el mismo, pierde su espontaneidad para intentar adaptarse a lo que el entorno demanda, un falso self, como decía Winnicott, una máscara tras la que poder ocultar y dejar a salvo al verdadero sí mismo.

Contar la propia historia de uno mismo, crear una narrativa del yo, es fundamental y cumple tres funciones: hace presente y externa una experiencia interna, acota esta experiencia en el tiempo y la coloca en su lugar, y nos conecta con el otro en base a esa experiencia, buscando su comprensión, ayuda o colaboración. Algunas víctimas de trauma cuentan con narrativas escindidas o no completas, el individuo no cuenta con una historia para saber quién es o para establecer contacto con otros, queda incapacitado para narrar sus estados mentales.

Lo que invade el interior: incorporación y las narrativas “embrujadas”

Que las personas que deberían cuidarte cuando eres pequeño te maltraten supone una experiencia de sinsentido, esto está en contra de cualquier representación del mundo como un lugar ordenado, conlleva que las relaciones causa-efecto no se comprendan y mucho menos lleguen a predecirse. Para darle sentido a ese sinsentido, el niño puede llegar a contarse la historia de un modo en el que es él el que ha provocado el trauma, haciendo suyos rasgos negativos e indeseables que darían sentido a los ataques de su cuidador. Pese al dolor que conlleva asimilar esta manera de ver el mundo, da sentido a la paradoja de que el que te quiere te hace daño. A modo de una casa embrujada, explica el autor, la identidad queda habitada por “voces” negativas. Estas voces dejarán su impronta en la vida adulta, y pueden reproducirse de tres formas (Critchfield y Benjamin, 2008):

  • El niño ya adulto se comporta como lo hacía su cuidador, asumiendo el papel del agresor (identificación).
  • Aparecen comportamientos que responden a la presencia imaginada del cuidador. Son conductas que, cuando era niño, le ayudaron a protegerse (recapitulación).
  • Se trata a sí mismo como lo trataba el cuidador (introyección). Auto-lesiones, revictimización, auto-exigencia...

Del niño al padre: identidad

Dice Pitillas que ser padre no consiste en criar, sino también en sentirse un padre. Es decir, tener integrado el rol de cuidador. Por tanto, todo daño en la identidad puede comprometer este aspecto. Un padre que fue niño traumatizado, podrá verse como un inútil a la hora de ser padre, sentir que no está a la altura, pensará que es malo para su niño o se verá incapaz de mantenerse en equilibrio emocional.

7. Recuperar el control: la reorganización de estrategias de apego

Los niños que han sido criados en ambientes hostiles usarán las nuevas habilidades que vayan desarrollando (motoras, intelectuales, el lenguaje) para organizar nuevos patrones de funcionar relacionalmente con fin de procurar evitar sentirse indefensos. Se han descrito dos patrones a este respecto.

Con un patrón de control coercitivo, el niño tratará de controlar las reacciones de sus cuidadores con amenazas y agresiones hacia estos. Se trata de rabietas “premeditadas”, portarse mal en momentos incómodos, la violencia ascendente… Esto genera indefensión en los padres y suelen abandonar el rol de cuidador. Las interacciones serán una mezcla de hostilidad, sumisión y estados de sentirse agotados los padres, por lo que se desconectarán más aún del niño.

El niño puede adoptar una postura casi adulta o de protección respecto a sus padres en el patrón de control a través de los cuidados. Esto se manifiesta en niños muy disponibles para sus padres, muy sensibles a sus necesidades y una tendencia a no expresar las emociones propias.

En ambos patrones aparece la inversión de rol, poniéndose el niño por encima y obteniendo cierto poder sobre su cuidador. A largo plazo oculta un gran desamparo y la necesidad de tener figuras que protejan al niño.

Crittenden (2016) hace una diferencia entre estrategias coercitivas (niños seductores, protestones, más llamativos) y compulsivas (ausencia reactividad emocional, niños silenciosos, sumisos, sobreadaptados). Algo interesante sobre las ideas de esta autora, dice Pitillas, es que bajo cada una de estas estrategias se producen operaciones cognitivo-afectivas diferentes. El uso de coerciones implica que el niño amplifica la percepción de su mundo interno y sus necesidades, a la vez que reduce las del otro. El niño que usa estrategias compulsivas, tiene una capacidad aumentada para detectar señales sociales y presta mucha atención a lo que el otro necesita. Ambos tipos de estrategias pueden implicar que las dinámicas que trasmiten el trauma entre generaciones no sean continuas.

8. Caminos de discontinuidad en la transmisión

El autor explica que aunque el trauma puede transmitirse directamente y aunque los padres desarrollen formas idénticas de victimización en sus hijos, puede cambiar de aspecto entre generaciones. Es decir, el trauma puede transformarse y no adoptar la misma forma, el trauma transmitido se co-construye con los hijos. Algunos padres tratando de evitar reproducir su trauma, pueden dañar de diferente forma.

Esta discontinuidad en la transmisión del trauma es un reto ético y de salud, afirma Pitillas. En la parte de la ética, puede que se desdibuje el daño del trauma y pase desapercibido. Aporta un ejemplo en el que un niño es violento y tiene unos padres deprimidos (inestables y sutilmente atemorizantes para el niño). Este trauma diferente en el niño puede hacer que sea visto por la comunidad como cualidades inherentes al niño y no verlo como una víctima, un tipo de ceguera social. Fricker (2007) propone el concepto de injusticia epistémica para referirse al fenómeno en el que los recursos conceptuales y narrativos de una cultura no cuentan con las herramientas para poder reconocer cierto tipo de victimización.

En cuando al tema de la salud, al obviar la historia de estos niños empleamos estrategias individuales coercitivas para solventar sus problemas en el caso de los niños complicados, mientras que a los sobreadaptados los elogiamos. Así, la lógica traumática se reproduce una vez más en la cultura.

Tercera parte. Fortalecer y reparar las relaciones tempranas: principios y técnicas de intervención centrada en el vínculo

1. Introducción

Fortalecer las relaciones afectivas entre padres e hijos cuando los menores están expuestos a alto nivel de riesgo es fundamental y prioritario, dice el autor. Una forma de prevenir el daño es educar al cuidador a desarrollar la sensibilidad y ejercer cuidados seguros y sistemáticos. Es dar una oportunidad de romper el ciclo traumatizante.

Algunos factores de riesgo a tener en cuenta son: una situación de pobreza, exclusión social, padres que han sufrido trauma y elementos traumatizantes en el presente. Como factores protectores frente a todo esto serían padres capaces de regularse y ofrecer un cuidado suficientemente sensible y ajustado.

El autor presenta un modelo terapéutico de trabajo relacional, centrado en el vínculo y con la intención de reparar y fortalecer las relaciones tempranas. Las técnicas han de ser utilizadas en un marco de seguridad, que es la terapia. El trabajo principal será la experiencia de seguridad dentro de la relación terapéutica.

2. Un escenario clínico por derecho

Dos tradiciones de intervención centrada en el vínculo

Desde los 70, las terapias padres-hijos tienen como objetivo alejar al niño de las distorsiones cognitivas de los padres y sus afectos negativos. Su interés está en los procesos afectivos y representacionales entre la díada madre-bebé. Intentan desarrollar en los padres una comprensión de su pasado y de cómo incide en el presente y promueven experiencias emocionales correctivas. Las sesiones las componen el cuidador(es) y el niño en la consulta con el terapeuta. Reparar la relación frena la transmisión intergeneracional del trauma y además promueve el desarrollo de un apego seguro en el niño. Los resultados son superiores al no tratamiento o a tratamientos cognitivos y educativos.

Los programas de intervención familiar basados en la teoría del apego son menos protocolizados y su tiempo es limitado. Su objetivo es hacer más fuertes o reactivar habilidades parentales en contextos de riesgo psicosocial a nivel comunitario. Su alta focalización e intensidad parecen aumentar los efectos en niños y cuidadores vulnerables.

Tres premisas

Los tiempos de intervención. Frente a la psicoterapia individual en adultos, dice Pitillas, el marco temporal cuando la intervención recae sobre el cuidador-niño está supeditado a periodos sensibles del desarrollo del niño y a la vivencia subjetiva del tiempo que tienen los niños. Una intervención de alta intensidad y breve en el tiempo puede ser altamente beneficiosa, hecho cuya importancia se realza cuando los niveles de estés o peligro para el niño son altos. Los niños en este tipo de ambientes requieren de intervención inmediata y no pueden esperar que los padres resuelvan sus conflictos (hecho que puede llevar años). Por eso, el mejor modo de intervención es focalizado y limitado el tiempo.

La relación es el paciente. El autor explica que, aunque tanto el padre como el niño puedan llevar conflictos individuales a la terapia, el objetivo no es centrarse en estos sino ejercer un efecto reparador y reactivar los procesos que permiten que entre ellos (el cuidador y el niño) se dé una relación segura. Nuevamente, esto requiere un alto nivel de focalización. El éxito en mejorar la relación puede permitir al niño retomar un desarrollo saludable y quizá gracias a esto movilizar el cambio individual en los padres.

Exclusión social y relaciones de apego. El apego es un factor que modula el impacto que la exclusión social tiene sobre el desarrollo. Las relaciones de apego inseguras en un conecto de crianza aversivo son facilitadoras de las implicaciones negativas que pueda tener la exclusión social sobre el niño. Frente a esto, un estilo de apego seguro es un potente factor protector. En un contexto de riesgo, que los niños crezcan saludablemente o no parece deberse a procesos relacionales tempranos. Desde estas condiciones de riesgo, que los padres reconozcan sus traumas y que comprendan cómo les hace funcionar a la hora de criar a sus hijos, parece la clave que diferencia un desarrollo sano de uno patológico.

Hay que tener en cuenta que en estos contextos se ha gestado una larga historia de trauma que requerirá de una poderosa alianza terapéutica. Por ello, las intervenciones al principio deberían ir más por el lado del apoyo y la formación de esta alianza que de interpretaciones analíticas o técnicas específicas. También es importante entender que cada historia y persona es diferente, por lo que es importante adecuar el lenguaje, apoyarse en material audiovisual y utilizar selectivamente medidas psicoeducativas que fomenten la reflexión y el diálogo.

3. Un marco de seguridad para el trabajo terapéutico con los padres

De la evolutiva a la terapia: trabajar relacionalmente con el cuidador

Mejorar las relaciones tempranas cuidador-niño implica afianzar vivencias de seguridad en el cuidador para contrarrestar el efecto de los traumas no resueltos y así pueda trasladar esa seguridad al niño. Pitillas habla de cadenas de seguridad para referirse a esto. Solo en un marco terapéutico de seguridad, comprensión, reconocimiento y regulación afectiva puede aumentar el cuidador su confianza epistémica, adquirir capacidades autorregulatorias, modificar sus percepciones no realistas y revisar su pasado. Este tipo de psicoterapia se entiende como un proceso evolutivo y una segunda oportunidad (Selligman y Harrison, 2018).

Sistema dinámico de regulación mutua

La díada cuidador-niño tiene dinámicas de sincronía, sintonización y ajuste mutuo. De este intercambio se obtiene un sentimiento de conexión y de competencia social, de tener cierto poder sobre la interacción. Este tipo de intercambios se traslada también a la relación terapéutica. Muchas de estas dinámicas de regulación mutua en terapia son no verbales e inconscientes (cambios de postura, tono de voz…). Cuando hay sincronía en ritmos, los pacientes logran una mayor elaboración y el discurso es más profundo, y también desarrollan expectativas positivas sobre la terapia (Beebe y Lachman, 2014). El autor describe a continuación las implicaciones de estos datos en terapia.

Frente a enfoques tradicionales, habría que optar por evitar la neutralidad del terapeuta. Conviene resonar con asombro, curiosidad, comprensión, compasión, miedo o enfado, dice Pitillas. El terapeuta se convierte en alguien que atiende a los estados subjetivos del padre. No se trata de oscilar ante intensidad emocional ni confundirse en las emociones del padre, sino reflejar cómo el otro se siente y poder sentir con él.

Es importante como terapeutas observar el impacto sobre la relación en consulta, explorar las dinámicas subyacentes y como pueden ser una versión de cómo actúa el padre en la crianza. La observación mutua de estas dinámicas puede ser muy valiosa.

Tener en cuenta la contratransferencia permite que el terapeuta no se dejé llevar por lo que le está ocurriendo internamente y actúe en contra del proceso terapéutico. Además, debido a la similitud de la relación es posible entender desde dentro lo que experimentan uno o más miembros de la familia. También puede guiar la acción terapéutica, ayuda a poner palabras a lo que no se está expresando gracias a lo que el terapeuta identifica que le está pasando.

Margen óptimo de activación

La similitud entre las díadas terapeuta-paciente y criador-niño implica también asimetría, en tanto que el terapeuta tendrá que ser la persona que regule la activación del paciente o le ayude a recuperar su equilibrio.

Reducir el dolor, aumentar la confianza

La terapia proporciona una función similar a lo que en la crianza Winnicott llamó sostén (holding). Bateman y Fonagy (2016) sugieren asentar la capacidad de tolerar sus afectos en los pacientes utilizando en el diálogo clínico movimientos de equilibrado, lo que implica activar o calmar al paciente, procurando que permanezca en un margen óptimo de activación. El objetivo es que se internalicen las funciones reguladoras que ejerce el terapeuta y que la información afectiva no sea vivida como peligrosa sino como fuente de información.

Regular el miedo, rebajar el peligro

Un objetivo fundamental es reducir el miedo que, muchas veces implícitamente, rodea a la crianza. Para abordar este tema hay que descubrir cómo se organizan los estados mentales del cuidador que le llevan al miedo:

  • En padres con mucha sensibilidad a la separación habrá que hacer explícitas las señales de que el bebé está apegado al cuidador, o redefinir y dar sentido a las separaciones para que el niño pueda explorar.
  • En padres con sensibilidad al aprecio que despierta en los demás, habrá que mostrar al padre cómo su hijo lo admira, o valorar nosotros y admirar las prácticas del padre, así como ayudarlo a desarrollar la capacidad de reparar y tolerar sus fallos.
  • Cuando existe sensibilidad a la seguridad, habrá que señalar cuando el niño es independiente y mostrar que no quiere invadir o controlar al cuidador.

Muy relacionado con reducir el miedo, dice el autor, está que el paciente aprenda a aceptar sus emociones y necesidades en conflicto. Esta auto-aceptación es especialmente importante en padres que, debido a su historia, se sienten incapaces, inaceptables o vergonzosos. No basta con hacer consciente al paciente, también hay que conseguir que sea menos auto-rechazante. Para lograr eso el terapeuta tendrá que mostrar una actitud de apoyo, empatía y regulación.

Desafiar expectativas ofreciendo algo distinto

En la relación terapéutica también se da una respuesta de seguridad frente a las sensibilidades nucleares y se ofrecen respuestas diferentes a las que los cuidadores recibieron cuando eran pequeños. Un padre que de niño fue demasiado controlado por sus padres con el que somos demasiado activos podría confirmar su expectativa negativa sobre las relaciones. Una intervención más en sintonía sería respetar la distancia del paciente, a su ritmo.

El cuidado de la transferencia positiva (o cómo ser una abuela buena)

La transferencia positiva consiste en que el terapeuta se convierte en una figura idealizada y una fuente de apoyo, un guía y consejero. Desde una perspectiva clásica se procura devolver la autonomía al paciente, pero desde las intervenciones centradas en el vínculo este tipo de transferencia se convierte en una importante fuente de reparación. Salvaguardar esta transferencia supone adoptar una actitud de apoyo activa, y en palabras del autor, un andamiaje de la parentalidad. Al convertirse en una figura de apego auxiliar, podemos invitar al paciente a probar nuevas habilidades, lo que promueve una reducción de la angustia y ayudar a dar explicaciones para disminuir la angustia, así como a confirmar y legitimar el vínculo con su hijo.

Una madre al tener un hijo, también convierte a su propia madre en abuela y se forma una matriz de tres generaciones. Las respuestas positivas de la abuela sobre el la madre y el niño puede contener la angustia, ayudar a la díada a diferenciar entre sus angustias, y puede aportar una visión del vínculo desde fuera, articulándolo y validándolo. Cuando la abuela no está presente o no es un apoyo seguro, que el terapeuta encarne esta figura arquetípica puede ser muy positivo.

Reparación interactiva

En terapia a veces se dan conflictos cuyo origen está tanto en el mundo interno del paciente como en el del terapeuta. Analizar y reparar estas rupturas conlleva una capacidad creativa y curativa que supone un avance respecto a perspectivas clásicas. Estas rupturas son inevitables en el proceso terapéutico pero también son un potencial de cambio.

Dos movimientos para la reparación

El primero supone que el terapeuta detecte lo que pasa, hacer consiente la ruptura. Implica encontrarse en la matriz relacional (Mitchell, 1988) con el paciente y reconocer sus propias respuestas nacidas de la interacción.

Después es necesario que el terapeuta comunique su percepción de lo que pasa con la intención de explorar junto al paciente el juego relacional. Implica que el terapeuta reconozca su implicación en la ruptura. Al hacerse cargo de sus fallos, el terapeuta incurre en un acto de magnífico poder curativo, ofreciendo al paciente una mirada que acepta su perspectiva y legitima su visión de la relación. Esto inscribe en la experiencia del paciente algo que no tuvo en su pasado relacional, esa sensación de ser tenido en cuenta y tratado con humildad y responsabilidad por parte de su cuidador. Además, mejora los modelos operativos internos del paciente y su confianza epistémica, así como su competencia social al sentir que una relación puede repararse.

Especularización y mentalización

Es posible desarrollar la capacidad de mentalización que no han podido organizar o procesarse adecuadamente mediante la repetición de secuencias con el terapeuta. Ver los contenidos de su mente expresados por el terapeuta puede dar progresiva seguridad frente a los mismos. Por ello gran parte del diálogo en terapia consiste en observar los estados subjetivos del paciente. No tanto interpretar sino reconocer y nombrar lo que se está experimentando.

La postura mentalizante con el cuidador

Esta postura se compone de (Allen, Fonagy y Bateman, 2008):

  • Genuina curiosidad sobre la experiencia del paciente y actitud de no saber.
  • Tolerar la incertidumbre de lo que significa la experiencia y aceptar que hay más de un punto de vista.
  • Poder reconocer y reparar las rupturas interactivas en terapia.
  • Revelar selectivamente aspectos de la experiencia relacionados con lo que está pasando (“cuando me cuentas esto, noto una presión en el pecho, parece una situación asfixiante”).
  • Tener capacidad de reconocer y tolerar emociones difíciles, ambivalentes y prohibidas.
  • Ser claro respecto a la recepción del estado subjetivo del paciente y no dar por sentado que el paciente sabe que le entendemos.

Al convertirse el terapeuta en receptor y metabolizador de las emociones del padre, este no necesitará depositarlas en su hijo, por lo que podrá pensar nuevas formas de responder ante la fragilidad del niño.

Reconocimiento y discrepancia

Pitillas recuerda que las respuestas expresivas de los padres no reflejan siempre el estado del niño, sino que alternan modos de casi imitación (reflejo) y modos discrepantes (para movilizar al niño a buscar alternativas). Lo mismo ocurre en la relación terapéutica. Por un lado el terapeuta sigue al cuidador en sus estados afectivos y en cómo interpreta la realidad, se pone al lado del cuidador para ayudarlo a elaborar perspectivas distorsionadas y a reconocer su experiencia.

Pero también lo mueve hacia nuevos estados, al discrepar con el cuidador se le desafía sobre su modo de vivir la conducta con el niño y su relación. Sería otra forma de reconocimiento, pues promueve el cambio entendiendo desde donde viene el paciente.

Este tipo de intervenciones buscan restaurar la confianza epistémica con el fin de que los cuidadores puedan buscar nuevos modos de relacionarse con el niño. Ser comprendido y reconocido ayuda a querer aprender del otro, de uno mismo y de la relación.

4. Tres líneas de trabajo técnico en psicoterapia centrada en el vínculo

Tener al niño en mente: reactivar y fortalecer la mentalización parental

Los padres que no hayan desarrollado una capacidad de mentalización suficiente, viven las conductas del niño sin darles ningún tipo de intención subjetiva. Es decir, consideran que la conducta de su hijo es simplemente algo que controlar, sin causa subjetiva. Por ello, rara vez existe conversación, juego o negociación en familias en las que existe el maltrato. Para mejorar la mentalización parental se requiere un trabajo previo y simultáneo de la mentalización del cuidador, en palabras del autor. El objetivo es lograr una articulación y regulación del mundo subjetivo del paciente gracias a verse este a sí mismo en la mente del terapeuta.

Observar y describir

Estos dos procesos, fundamentales para mentalizar, están seriamente alterados en padres traumatizados.

Una de las habilidades que trabajar sería hacer sensibles a los cuidadores del carácter semántico de los comportamientos (los comportamientos tienen significado) y de su carácter sistémico (no existen aislados, provienen de una secuencia). Con este fin se emplean técnicas de entrenamiento de las capacidades para observar la interacción y reconocer el efecto de la misma. Durante el diálogo terapéutico habrá que observar y señalar lo que sucede en cada momento en la interacción del cuidador con el niño. Incidiendo en esto, el cuidador irá desarrollando la capacidad de pararse y mirar.

La técnica principal para lograrlo es reflejar la interacción, tratar de hacer notar los micro-momentos significativos, que pueden funcionar como elementos de seguridad (o peligro). Un ejemplo que aporta el autor de una terapia con un cuidador y su bebé: “Cuando me has hablado de las peleas con tu marido, ella ha dejado de jugar, ha encogido los hombros y ha bajado la mirada.”

Otro abordaje posible consiste en la separación de observaciones e inferencias. Consiste en frenar las inferencias que hacen los padres sobre los hijos e intentar hacerles describir la conducta. Este cambio a un enfoque descriptivo favorece la rigidez en las interpretaciones.

Las técnicas de videofeedback (el uso de material audiovisual) pueden resultar útiles para explorar con más detenimiento la observación y descripción de la interacción.

Cuando los padres se refieren a momentos que han sucedido fuera de consulta, puede ser útil invitarlos a frenar la interpretación que están haciendo y pedirles que añadan riqueza narrativa de lo que sucedió para tomar perspectiva.

Explorar perspectivas alternativas acerca del niño y de la relación

Se trata de desarrollar imágenes más benevolentes y empáticas del mundo mental del niño. Para ello podemos:

  1. Explorar perspectivas alternativas. La ventaja de esto, expresa el autor, es considerar la subjetividad del niño desde una perspectiva más realista, con el objetivo de promover el cuidado.
  2. Hablar por el niño. Literalmente poner en palabras lo que podría estar pensando el niño, a modo de traductor. El niño puede sentirse regulado por el terapeuta y supone un modelo de mentalización para el cuidador.
  3. Orientación evolutiva. Conforme la terapia lo requiera, puede ser interesante aportar información sobre el desarrollo para ayudar a comprender las manifestaciones infantiles. Se trata de aportar información sensible, no una mera transmisión de conceptos teóricos.

Transformar las autorrepresentaciones de los padres (trabajo centrado en fortalezas)

En consulta, dice Pitillas, los padres atendidos normalmente tienen representaciones negativas sobre sí mismos, lo que conlleva también una representación muy negativa sobre cómo ejercen ellos la crianza. Hay muchas causas que pueden llevar a un padre a desarrollar esta dificultad. Debido a sus propias experiencias de maltrato, no tienen una identificación sana con sus padres, sus recuerdos sobre el cuidado son ambivalentes. Muchos de ellos han transitado hacia la experiencia de ser padres en aislamiento social, con la consecuente falta de apoyo. Hay que recordar que un mal cuidador puede hacer aparecer un círculo vicioso que hay que romper.

La reparación del vínculo pasa por ayudar al padre a verse así mismo con una mirada más positiva, incluso a verse a sí mismo como padre. Una manera de hacerlo es hacer que el paciente narre sucesos en los que puede evaluarse a sí mismo con una nueva visión, desde una narrativa más amplia, con una nueva esperanza e incorporando sus competencias actuales. En esta línea de acción terapéutica se encuentras las siguientes técnicas:

Señalamiento de interacciones armónicas niño-cuidador: las interacciones positivas existen en el ambiente de conflicto, aunque tienden a pasarse de largo o a no ser relevantes. Si el terapeuta se centra en los microsucesos de la relación que suponen una interacción positiva, se es capaz de, poco a poco, articular una imagen positiva del cuidador sobre sí mismo e ir incorporando cada vez más interacciones armoniosas.

Señalamiento de habilidades infrautilizadas del cuidador: mediante el diálogo, consiste en hacer notar al padre cuando hace uso de una habilidad o forma de interacción que normalmente no realiza y es beneficiosa para el niño.

Señalamiento de indicadores de apego en el niño: la finalidad es que el padre pueda contrarrestar la idea de algunos padres de que no son buenos para sus hijos, que no son buenos cuidadores. Consiste en señalar las veces que el niño muestra preferencia por el cuidador.

Trabajar con la memoria amable: supone conectar con la memoria amable (Pitillas y Berástegui, 2018), que son aquellos momentos de encuentro, conexión, comprensión y apoyo que los padres han vivido a lo largo de su historia. Se puede ir más allá del recuerdo, explorando su significado en detalle y buscando similitudes con su experiencia actuales como cuidadores. Se puede llegar al recuerdo amable de otro modo, explorando la procedencia de prácticas de crianza saludable que quizá alguien les enseñó o han vivido. En padres traumatizados a veces recordar que las cosas fueron bien una vez puede estimular emociones negativas, por lo que hay que estar atentos al afecto que muestran y abordar esto desde la regulación emocional y la mentalización.

Comprender(se) para cambiar: el uso de la interpretación

La interpretación es más adecuada para procesos terapéuticos que estén en su proceso final, y su finalidad es que el adulto reconozca las influencias de su pasado sobre el presente, abordar la lógica del trauma y ayudarlo a desarrollar defensas más maduras, así como hacerse dueño del proceso de crianza. Favorece procesos activos de auto-observación y reflexión.

Ha de tomar una forma de hipótesis, pues una interpretación dicha como una verdad inamovible puede reactivar esquemas relacionales de sometimiento y del trauma temprano. Las interpretaciones pueden cambiar de forma, ampliarse o descartarse.

Áreas o focos de la interpretación

Son principalmente tres particularmente relevantes en las relaciones de apego. Primero, los miedos y defensas del cuidador. Segundo, las influencias tanto del cuidador como del bebé en la interacción entre ambos. Y tercero, cómo el pasado tiene influencia en el presente.

Más allá del acierto: la pertinencia de la interpretación

No es suficiente con que lo que interpretamos sea verdadero, además debe ser adecuado. Para Pitillas una buena interpretación debe contar con tres aspectos:

Que el material que estamos interpretando sea accesible. Es decir, que el paciente sienta que la información se relaciona con su experiencia. Si la interpretación es sobre algo que elucubramos que podría estar en lo inconsciente pero el paciente no está conectado con ese material, quizá no pueda utilizar la información de la interpretación en su beneficio.

La interpretación debe ser aceptable. Esto es, no generar reacciones negativas en el paciente como vergüenza, sentimiento de rechazo o juicio del terapeuta. Se trata que los mensajes implícitos de lo que se dice generen una actitud que valida y legitima la vivencia interpretada.

La interpretación en acción

En la particularidad de este tipo de terapia, la acción puede usarse para expresar cosas. El terapeuta realiza muchas actividades activas, como interactuar físicamente con el niño, proponiendo a la madre nuevas formas de coger a su hijo… Cuando estas acciones se apoyan en una reflexión, pueden ser una buena vía de hacer una interpretación. Esta interpretación en acción pretende decir algo sin utilizar palabras y con ello activar la reflexión.

Comentario del reseñista

El libro explica con sencillez, rigor y mucho acierto las vicisitudes de la paternidad, se aleja de la visión idealizada de la parentalidad transmitida por la cultura en la que ser buen padre o madre es casi un epifenómeno al hecho de tener hijos. Muestra la ambigüedad del amor y el trauma desde una perspectiva relacional y evolutiva, exponiendo un marco muy interesante desde el que comprender para luego intervenir sobre el proceso de la transmisión intergeneracional del trauma.

La primera parte es un resumen muy cuidado y seleccionado tanto de autores psicoanalíticos como de psicólogos del desarrollo, aportando un marco teórico idóneo para el tema que ocupa el libro.

Una de las reflexiones que hago de lo expuesto es lo importante que es  para los  adultos en general, y para los que van a ser cuidadores en particular, elaborar su propia historia. Pitillas muestra en la segunda parte del libro que el dolor escondido del trauma puede llevar a un adulto a ser devorado por su propia infancia, y las consecuencias relacionales y psicológicas tan dolorosas que esto conlleva.

La vulnerabilidad de un niño en resonancia con la nuestra propia, en un ya de por sí imperfecto equilibrio, cuando se añade el trauma a la ecuación, provoca un círculo y encadenamiento traumático difícil de romper. Las herramientas que el autor propone requieren de una sensibilidad y atención especial a lo que sucede en la relación terapéutica. Lo bonito y a la vez difícil de su propuesta es que la relación que se forja en terapia sea el andamio sobre el que el cuidadores y cuidadoras puedan darle sentido a su historia y aprendan que una relación puede ser segura. También supone un enfoque interesante para prevenir que el trauma sea transmitido a niños y niñas, salvaguardándolos de sus consecuencias sobre el desarrollo y limitando el impacto que un ambiente muy estresante tiene para relación cuidador-niño.

Referencias

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