aperturas psicoanalíticas

aperturas psicoanalíticas

revista internacional de psicoanálisis

Número 039 2011

Una deconstrucción de la pulsión agresiva

Autor: Cervetti, Agustín

Palabras clave

Deconstruccion, Pulsion de muerte, Pulsion agresiva, enfoque modular-transformacional, Teoria integradora.


Introducción

En un principio, se hará un recorrido de la concepción cultural de Freud (específicamente, haciendo un análisis crítico de El malestar en la cultura [1930] y otros escritos sociales), para intentar dar cuenta de un concepto controvertido y de compleja comprensión de la teoría psicoanalítica clásica, me refiero el concepto de pulsión de muerte/agresiva.

Luego se incluirá la visión del filosofo/sociólogo H. Marcuse (1961), quien a su manera, enriquece las categorías de análisis freudianas, brindándole un lugar decisivo al medio circundante y a las condiciones políticas del contexto como agentes agitadores de la pulsión agresiva.

Y para finalizar, se incluirá el aporte de H. Bleichmar que, con una intención superadora, logra una integración teórica con un fin claramente clínico. Deja en un segundo plano las dicotomías que pueden apreciarse en los 2 primeros autores y con la certeza de que una visión no excluye totalmente la otra, es decir, proporcionándole el lugar pertinente tanto a la pulsión agresiva (inherente del ser humano) como al contexto, se encauza en analizar cómo el interjuego dialéctico entre los sistemas motivacionales del sujeto y el medio circundante configuran la activación de la pulsión agresiva y, cómo trabajar clínicamente para que ésa activación pueda ser enfriada.

Se estima que la temática analizada en el presente trabajo podría tener gran importancia para el ámbito clínico más allá de su tinte filosófico teórico, ya que en la base de todo este asunto hay en juego una concepción de hombre, con todas las implicancias que esto conlleva.

A través del juego expositivo entre las diferentes concepciones teóricas, se hará una deconstrucción de la pulsión agresiva. Asimismo, se pretenderá matizar las posiciones extremas y, encauzarlas en un fin puramente práctico y clínico. Para dicho fin, se incluye el análisis Modular-Transformacional de H. Bleichmar.

Teoría pulsional freudiana

En un principio se planteó la existencia de dos pulsiones básicas: las pulsiones de autoconservacion del yo, cuyo modelo es el hambre, y las pulsiones sexuales, que no se limitan a la conservación de la especie solamente sino que van en búsqueda del placer, cuyo modelo es el amor, y tienen una evolución mucho más compleja que las anteriores, sobre las que se apuntalan.

Progresivamente, a partir de su estudio de la sexualidad infantil que realiza en sus Tres ensayos de la teoría sexual (1905), y merced a la participación de esta sexualidad infantil fijada en las perversiones sexuales adultas y en las neurosis, y al hecho de constituir el tronco del inconciente reprimido, la pulsión sexual pasa a ser la figura principal que va generando lo más complejo de la problemática psíquica. Este conflicto trata de ser explicado mediante la afirmación de que el yo encuentra en la pulsión de autoconservacion la mayor parte de la energía necesaria para la defensa contra la sexualidad.

En este camino, Freud atraviesa un estadio intermedio, donde el desarrollo de esta cuestión adquiere un nivel de complicación aún mayor, y es cuando introduce el tema del narcisismo.

Al comienzo, la sexualidad infantil es predominantemente autoerótica, está compuesta de pulsiones parciales que gradualmente van constituyendo una unidad. Ésta tiene un primer nivel de culminación en la etapa fálica, en la que se despliega el complejo de Edipo y se considera de manera definitiva al objeto como fuente principal de placer. Al mismo tiempo, todas las zonas erógenas aisladas se reúnen bajo la supremacía fálica y terminan de constituir el yo. La libido que ahora busca satisfacerse en el vínculo con el objeto se llamará objetal y la que complace al yo es la narcisista.

Dentro de las vicisitudes que se pueden encontrar ahora en cuanto a la elección de objeto, se ve que como resultante existe la posibilidad de conflicto entre la libido objetal y la narcisista, es decir entre dos modalidades de la pulsión sexual. De esta manera:

si predominan las experiencias placenteras en el vínculo con el objeto (incluyendo lo traumático de la problemática edipica), la atracción del objeto vencerá al narcisismo y la pulsión sexual se satisfará sobre todo en el vinculo con los objetos; de lo contrario el sujeto tendrá que dedicarse a restañar su narcisismo herido sobrecargando de libido al yo y refugiándose en él (Valls, 1995, pág. 472).

Para hacer más difícil la intelección, en el texto Más allá del principio de placer (1920),  Freud introduce nuevos elementos a la teoría pulsional que hasta ese momento había desplegado, creyendo necesaria la consideración de una nueva teoría pulsional.

2° Teoría Pulsional

Esta nueva doctrina pulsional, nuevamente dualista, opone pulsiones de vida y pulsiones de muerte y  transforma la función y  la condición de éstas en el conflicto.

Se anuncia ahora, algo que no se había dicho explícitamente hasta el momento:

(…) un carácter universal de las pulsiones y quizá de toda vida orgánica en general. Una pulsión seria entonces un esfuerzo, inherente a lo orgánico vivo, de reproducción de un estado anterior que lo vivo debió resignar bajo el influjo de fuerzas perturbadoras externas; seria una suerte de elasticidad orgánica o, si se quiere, la exteriorización de la inercia en la vida orgánica. (…) La pulsión sería la expresión de la naturaleza conservadora del ser vivo  (Freud, 1920, pág. 36).

Según Freud; es posible distinguir un masoquismo erógeno, uno femenino y uno moral. Para los fines de éste trabajo, interesa especificar el último de ellos.

El masoquismo moral, se aparta de la sexualidad; es vivenciado como un sentimiento inconsciente de culpa, como una norma de la conducta en la vida. Aquí lo que importa es el padecer mismo, interesa poco de qué fuente provenga, y ni siquiera busca la recompensa erótica. Este tipo de masoquismo se encuentra en íntima relación con la constitución del superyó en el aparato psíquico, el cual será sádico con el yo masoquista. A raíz de la sofocación cultural de las pulsiones (léase cultura, contexto, personas significativas, etc.) la pulsión de destrucción fue vuelta nuevamente hacia adentro teniendo como fin el sí-mismo propio.

Ese lastre de destrucción que retorna desde el mundo exterior al mundo interno puede ser tomado por el superyó y así aumentar su sadismo hacia el yo.

Ahora se puede colegir que tanto el masoquismo del yo como el sadismo del superyó se complementan para provocar idénticos efectos. Según Freud,

sólo así es posible comprender que de la sofocación de las pulsiones resulte un sentimiento de culpa, y que la conciencia moral se vuelva más severa y susceptible cuando más se abstenga la persona de agredir a los demás (Freud, 1924, pág. 176).

En 1929, Freud, hace los últimos aportes al concepto de pulsión de muerte, en su obra llamada “El malestar en la cultura”.

El modelo económico en El malestar en la cultura

Dentro de este artículo se pueden percibir dos momentos en relación a la concepción cultural: un primer momento donde Freud despliega su hipótesis cuando aún no había introducido la pulsión de muerte explícitamente, y un segundo estadio cuando entra en escena dicha pulsión, desembocando así en la concepción trágica de la cultura.

Primer momento

Se emprende este camino con la pregunta que formula Freud: “¿Qué es lo que los seres humanos mismos dejan discernir, por su conducta, como fin y propósito de su vida?”. Se puede responder sin demasiadas dificultades que ante todo se quiere obtener la felicidad y mantenerla en el tiempo. Ahora bien, el hombre se encuentra expuesto a diferentes fuentes de sufrimiento, a saber: la supremacía de la naturaleza, la caducidad de nuestro cuerpo y la insuficiencia de las normas para regular las relaciones humanas (la fuente más grande de sufrimiento). Ante esta realidad el hombre no puede más que rebajar sus pretensiones de felicidad, contentándose muchas de las veces con evitar el sufrimiento, privilegiando la prudencia y dejando así la búsqueda de placer en un segundo plano.

Así, el ser humano se sirve de diferentes métodos para transitar este designio de obtener la felicidad y mantener alejado el sufrimiento. Sin tener la pretensión de nombrar todos los existentes, se mencionará aquellos que se signen como necesarios.

Para evitar el padecimiento causado por el mundo externo la protección más inmediata puede ser el alejamiento y la búsqueda de la soledad. Otra actitud dable y probablemente mejor es la de servirse de la ciencia y la técnica para someter en lo posible a la naturaleza a nuestra voluntad.

También los fármacos cumplen un rol efectivo, ya que influyen directamente sobre el organismo, pero a la vez son harto peligrosos.

Otro camino es la moderación de la vida pulsional gobernado por el principio de realidad, si bien limita y reduce las posibilidades de goce.

Otra técnica para la defensa contra el sufrimiento se vale de los desplazamientos libidinales […] Es preciso trasladar las metas pulsionales de tal suerte que no puedan ser alcanzadas por la denegación del mundo exterior. Para ello la sublimación de las pulsiones presta su auxilio. Se lo consigue sobre todo cuando uno se las arregla para elevar suficientemente la ganancia de placer que proviene de las fuentes de un trabajo psíquico intelectual. Pero el destino puede mostrarse adverso. […] Por ahora solo podemos decir, figuralmente, que nos aparecen 'más finas y superiores', pero su intensidad esta amortiguada por la comparación a la que produce saciar mociones pulsionales mas groseras, primarias” (Freud, 1930, pág. 79).

El punto débil es que esta técnica no se encuentra a disposición de todas las personas. Y ni siquiera a los que la poseen puede garantizarles una protección eficaz contra el sufrimiento.

Freud continúa en esta descripción afirmando que hay individuos que buscan la satisfacción de los procesos psíquicos a través de la imaginación. Otros se enemistan con la realidad (fuente de todo padecer) y rompen todo vínculo con ella (el ermitaño). Pero es posible hacer algo más, dice Freud: pretender recrearlo, construir en su reemplazo otro donde sus rasgos más intolerantes se hayan descartado y sustituido en el sentido de los propios deseos. Es decir, asegurarse la dicha y evitar el dolor mediante una transformación delirante de la realidad efectiva. “No podemos  menos que caracterizar como unos tales delirios de masas a las religiones de la humanidad. Quien comparte el delirio, naturalmente, nunca lo discierne como tal” (Freud, 1930, pág. 81).

Una de las técnicas distinguidas por Freud es la que denomina el arte de vivir. Consiste en el desplazamiento de la libido pero sin aislarse del mundo externo, aferrándose a los objetos y encontrando la dicha en la vinculación afectiva con ellos. Es aquella decisión que pone el acento en el hecho de amar y ser amado, que sitúa el amor en el espacio central. Sin contentarse con evitar el placer sino más bien en atenerse a la aspiración originaria de felicidad. Pero como todo método humano, encuentra un punto endeble. En este caso, el sufrimiento que produciría la pérdida del objeto amado o el quebranto de su amor.

Para finalizar con este recuento, se puede también buscar la felicidad en el goce de la belleza en todos sus sentidos, ya sea de los gestos humanos, en la naturaleza, de creaciones artísticas o científicas, etc. (la belleza y el encanto son ejemplo de una moción de meta inhibida, originariamente atributos del objeto sexual).

El propósito de ser ilimitadamente felices que impone el principio de placer es inalcanzable para el ser humano pero a la vez es constitutivo. Por este motivo el hombre no se rinde sin esfuerzos, intentando infatigablemente encontrar caminos que lo acerquen a aquello que anhela. Para esto no existe un camino universal que sirva como referencia para todos, sino que depende inseparablemente de la constitución psíquica de cada uno.

El éxito nunca es seguro; depende de la coincidencia de muchos factores, y quizás en grado eminente de la capacidad de la constitución psíquica para adecuar su función al medio circundante y aprovecharlo para la ganancia de placer (Freud, 1930, pág. 84).

Hasta ahora se han nombrado las fuentes de sufrimiento a las que el ser humano se encuentra expuesto,  pero haría falta reconocer que no todas son razonables, o por lo menos se siente en principio, que se podría luchar con más justeza sobre aquellas que son fruto de la propia creación humana. Se destaca puntualmente a la tercera fuente, la social. No se comprende por qué las mismas normas que el hombre ha erigido para que lo resguarden no hacen más que lastimarlo muchas de las veces. Entonces es factible hipotetizar que detrás de esta invención se esconde una tendencia constitutiva dentro de nuestra naturaleza psíquica que tiende a este masoquismo, a este buscar el padecimiento.

Muchos afirman con gran hostilidad que la cultura tiene gran culpa de las miserias sufridas por el hombre. Este enunciado se muestra en el conocimiento que se tiene acerca de la neurosis. “Se descubrió que el ser humano se vuelve neurótico porque no puede soportar la medida de frustración que la sociedad le impone en aras de sus ideales culturales, y de ahí se concluyó que suprimir esas exigencias o disminuirlas en mucho significaría un regreso a posibilidades de dicha” (Freud, 1930, pág. 86). A esta realidad se le suma que los avances científicos y el domino sobre la naturaleza no han podido acrecentar en gran escala el nivel de felicidad.

Se tomará ahora la definición y  los rasgos de la cultura propuestos por Freud a fin de elucidar si es posible encontrar en ellas algún camino hacia la indagación sobre por qué es tan difícil para el hombre encontrar la dicha dentro del marco cultural.

Cultura designa toda la suma de operaciones y normas que distancian nuestra vida de la de nuestros antepasados animales, y que sirven a dos fines: la protección del ser humano frente a la naturaleza y la regulación de los vínculos recíprocos entre los hombres (Freud, 1930, pág. 88).

Sin recelo, se admiten como culturales todos aquellos dinamismos y valores que son de alguna manera útiles para el ser humano, o sea, aquellas actividades que ayudan a que la tierra y las fuerzas naturales estén bajo el domino humano. Del mismo modo se considera al orden y a la limpieza como exigencias esenciales de la cultura. Ahora bien, existen también otros valores que distan de ser útiles, como por ejemplo la belleza.

Sin duda uno de los rasgos que más distinguen a la cultura es la valoración de las actividades psíquicas superiores, las tareas intelectuales y las construcciones ideales del hombre, es decir la idea de perfección en sus distintas acepciones.

Un último rasgo es la forma en que son reguladas las relaciones sociales, los vínculos entre los seres humanos. Éste sirve para que tales vínculos no queden sumisos a la arbitrariedad del individuo. Sólo así la convivencia se vuelve posible. Éste es un punto de inflexión, ya que los intereses individuales se encuentran ahora subordinados a los de la comunidad toda, limitando así las posibilidades de satisfacción puramente personal. Con esto se interpreta que la libertad individual deja de ser patrimonio cultural. Ahora el hombre tiene que hallar un equilibrio entre sus demandas individuales y las exigencias culturales de la comunidad para alcanzar la felicidad, y su esperanza está puesta en saber si en una determinada constelación cultural puede alcanzar dicho equilibrio.

En este punto el saber que el hombre cuenta con la capacidad de sublimación brinda cierto respiro, ya que las pulsiones pueden encontrar caminos diversos a los originales para el encuentro de satisfacción; pero a la vez es sabido que esta capacidad nos es patrimonio de la mayoría.

De esta forma es forzoso reconocer que:

la cultura se edifica sobre la renuncia de lo pulsional, el alto grado en que se basa, precisamente, en la no satisfacción (mediante sofocación, represión, ¿o qué otra cosa?) de poderosas pulsiones” (Freud, 1930, pág. 96).

En esta renuncia reside la hostilidad contra la cultura.

Siguiendo este marco, cabe la pregunta de cómo surgió la cultura, cómo es su génesis y por qué mociones esta regido su desarrollo.

Freud manifiesta que el hombre primitivo descubrió que el otro podía ser un colaborador para que su suerte sobre la tierra sea mayor y así se justificaba la vida en comunidad.  Se presupone también que el establecimiento de la familia fue en sus comienzos solo para satisfacer una necesidad sexual. El macho conservaba a la hembra por su valor como objeto sexual. La hembra permanecía junto al macho para no perder a sus hijos. Cabe destacar que hasta ese momento la fuerza y la arbitrariedad del jefe y padre de familia era ilimitada. Luego sobrevino un grado más desarrollado de convivencia basado en lo que Freud describe en Tótem y tabú (1913). Los hijos triunfan sobre ese padre déspota creando la idea de que una alianza entre ellos mismos era más poderosa que el individuo solo. Sólo de esta forma se garantizaba cierta protección. Así:

la convivencia de los seres humanos tuvo un fundamento doble: la compulsión al trabajo, creada por el apremio exterior, y el poder del amor, pues el varón no quería estar privado de la mujer como objeto sexual, y ella no quería separarse del hijo, carne de su carne. Así, Eros y Ananké pasaron a ser también los progenitores de la cultura humana. El primer resultado de ésta fue que una mayor cantidad de seres humanos pudieron permanecer en comunidad” (Freud, 1930, pág. 99).

En este mismo sentido continúa evolucionando, encontrando diversas formas de manifestarse; ya no sólo la compone el amor genital sino que una pequeña cantidad de seres humanos a los que su constitución psíquica se lo permite, logran hallar la felicidad por el camino del amor tierno. Esto supone un cambio de la pulsión original en una moción de meta inhibida, trasmutando su amor genital dirigido a personas singulares en un amor tierno que aglomera a todos los hombres en igual medida, evitando así la potencial pérdida del objeto único. Freud sostiene que una de las personas que ha podido recorrer este camino es San Francisco de Asís. De hecho, esta técnica de cumplimiento de deseo pertenece muchas de las veces a lo que la religión considera la “actitud suprema” hasta donde el hombre puede elevarse. Sin embargo, argumenta Freud:

Nos parece que un amor que no elige pierde una parte de su propio valor, pues comete una injusticia con el objeto. Y además: no todos los seres humanos son merecedores de amor[1] (Freud, 1930, pág. 100).

Vemos que aquel amor que organizó a las personas en familias sigue vigente tanto en su forma originaria (sin modificación de la pulsión) como en la mutación a la ternura de meta inhibida. Ambas variantes cumplen la función de unir entre sí a la mayor cantidad de personas posible, la primera establece nuevas familias. La de meta inhibida crea fraternidades y relaciones tiernas aportando un gran valor cultural.

En el curso de este desarrollo, Freud admite que existe una oposición entre el amor y la cultura. Esta discordia la podemos visualizar en la tensión existente entre los intereses de la familia y los que reclama la comunidad. No es sencillo para la familia renunciar al individuo, mientras que la cultura busca reunir a la mayor cantidad de personas posibles. Del mismo modo sabemos que el ser humano no cuenta con una energía psíquica ilimitada, teniendo entonces la necesidad de buscar una economía adecuada de su libido que a la vez que colabora con la cultura disminuye su cuota para la familia y su vida sexual, creando de este modo una carga de hostilidad.

Hasta este momento la cultura tiene dos tendencias palpables: restringir la vida sexual y ampliar el círculo de acción.

Se considera oportuno expresar algunas líneas de acuerdo a lo expuesto hasta el momento. Cuando se abordaba este apartado se indicó que dentro de este texto (El malestar en la cultura) se podían pesquisar dos concepciones de Freud con respecto a la cultura: una donde todavía no se incluía la pulsión de muerte y otra donde dicha pulsión entraba en escena. Se comprende que hasta el momento sólo se ha desarrollado la primera. Sería pertinente brindar, ahora, brillo a estas consideraciones a fin de dar mayor claridad conceptual a lo desarrollado hasta el momento: hasta aquí el proceso de la cultura se encuentra sujeto a la economía de Eros y Ananké. Es notorio que la cultura se constituye sobre renuncias pulsionales que de alguna manera deben compensar al ser humano y que de este balance de la economía pulsional depende la felicidad del hombre. Se advierte entonces una oposición entre la tendencia de los hombres y la de la cultura, produciéndose así una tensión dialéctica difícil de resolver. Ahora bien, por el momento, no se han encontrado elementos que denoten un antagonismo radical y hacedor del malestar que vivencia el hombre en aras de cumplir las exigencias que se le imponen. Quizás con el aporte de la segunda concepción, es decir, con la inclusión de la pulsión de muerte en el interjuego con la cultura, se pueda cristalizar lo que se describe como verdaderamente trágico.

Segundo momento

Se habló ya de las renuncias sexuales a las que somete la cultura y que para esto se sirve del Eros que busca conformar lazos libidinales entre las personas con el objetivo de que el grupo de individuos que conforman una comunidad sea cada vez más extenso. Utiliza para dicho fin todo tipo de medios y caminos que garanticen enérgicas identificaciones entre ellos. A la vez, reclama afanosamente la máxima proporción de libido de meta inhibida con el fin de establecer lazos tiernos de fraternidad. Es inevitable que de esta forma limite la vida sexual. Pero no se comprende profundamente por qué la cultura ha elegido ese camino y por qué existe oposición entre la sexualidad y la cultura. “Ha de tratarse de un factor perturbador que todavía no hemos descubierto” (Freud, 1930, pág. 106).

Freud cree hallar un camino en el mandato: "Amarás a tu prójimo como a ti mismo" y se pregunta ¿por qué deberíamos hacer eso? ¿De qué nos valdría? Pero, sobre todo, ¿Cómo llevarlo a cabo? ¿Cómo sería posible? La realidad muestra que cumplir con este precepto en toda su extensión es una tarea imposible y que además lejos de fomentar el amor, lo enflaquece.

Tras estas intenciones, se puede notar que una parte de nuestra naturaleza se pretende desmentir, y es que el ser humano no es íntegramente bueno, fácilmente manejable y siempre amable. Se cree dable atribuir a su constitución pulsional una buena parte de agresividad primaria. Seguramente no es agradable asumir que el hombre tiene una inclinación innata hacia la agresión y destrucción, pero quien tenga conocimiento de los sucesos de la vida y de la  historia no podrá menos que aceptar, al menos parcialmente, lo dicho (Ahora, cabe la pregunta: ¿esta inclinación explica todo el circulo de la tesis freudiana?). Esta tendencia agresiva constituyente en todos los hombres, muchas veces latente, muchas otras manifiesta, es el factor que trastorna el vínculo con el prójimo y que obliga a la cultura a realizar su gasto de energía.

Las pasiones que vienen de lo pulsional son más fuertes que unos intereses racionales. La cultura tiene que movilizarlo todo para poner límites a las pulsiones agresivas de los seres humanos, para sofrenar mediante formaciones psíquicas reactivas sus exteriorizaciones. De ahí el recurso a métodos destinados a impulsarlos hacia identificaciones y vínculos amorosos de meta inhibida; de ahí la limitación de la vida sexual y de ahí, también, el mandamiento ideal de amar al prójimo como a sí mismo […] Pero con todos sus empeños, este afán cultural no ha conseguido gran cosa hasta ahora (Freud, 1930, pág. 109).

Con lo dicho, parece que la perspectiva de análisis se vuelve más fecunda. Ahora la cultura no sólo reclama renuncia a la sexualidad sino también a la inclinación agresiva. Ante este panorama freudiano es entendible que sea tan difícil conquistar la felicidad pretendida.

Para Freud esta inclinación pulsional autónoma y originaria del ser humano es el obstáculo más poderoso al que se enfrenta la cultura, la cual:

sería un proceso al servicio de Eros, que quiere reunir a los individuos aislados, luego a las familias, después a etnias, pueblos, naciones, en una gran unidad: la humanidad […] Esas multitudes de seres humanos deben ser ligados libidinosamente entre sí; la necesidad sola, las ventajas de la comunidad de trabajo, no los mantendrían cohesionados. Ahora bien, a este programa de la cultura se opone la pulsión agresiva natural de todos los seres humanos, la hostilidad de unos contra todos y de todos contra uno. Esta pulsión de agresión es el retoño y el principal subrogado de la pulsión de muerte que hemos descubierto junto al Eros, y que comparte con éste el gobierno del universo. Y ahora, yo creo, ha dejado de resultarnos oscuro el sentido del desarrollo cultural […] Esta lucha es el contenido esencial de la vida en general, y por eso el desarrollo cultural puede caracterizarse sucintamente como la lucha por la vida de la especie humana” (Freud, 1930, pág. 117).

¿De qué medios se vale la cultura para restringir la agresividad?

Para dar cuenta de este punto Freud comienza haciendo una analogía con la historia evolutiva del individuo.

La agresión es introyectada, internalizada y devuelta a su punto de partida, es decir al yo propio. Ahí es recogida por una parte del yo, que se contrapone al resto como superyó, asumiendo la función de conciencia moral. Ahora, esta instancia  se empeña en ejercer contra el yo la misma severidad agresiva que el yo habría satisfecho con gusto en otros individuos distintos a él. La tensión existente entre el yo y el superyó se denomina conciencia de culpa, y se exterioriza como necesidad de castigo. De esta manera, la cultura yugula el peligroso gusto agresivo del individuo debilitándolo y vigilándolo mediante una instancia situada en su interior, como si fuera una guarnición militar en la ciudad conquistada.

Según Freud no existe en los seres humanos una capacidad esencial para diferenciar el bien del mal. Esta es una atribución que viene dada desde afuera, y a la que el individuo intenta responder. Indudablemente las personas deben tener algún motivo para hacer caso a este convenio. Se considera que este motivo se funda en el desamparo y la dependencia de otros que existe desde un comienzo. Sería entonces a causa de la angustia frente a la pérdida de amor del objeto. Ante esta pérdida de amor, del cual depende, queda expuesto a todo tipo de peligros y principalmente frente a la posibilidad de que este ser hiperpotente le muestre su superioridad en forma de castigo. De esta manera, en un principio, lo malo es aquello por lo cual uno es amenazado con la pérdida del objeto. Y la angustia se dirige solo a la posibilidad de ser descubierto. Se produce un cambio radical cuando se internaliza la autoridad en el superyó. En ese momento desaparece la angustia frente a la posibilidad de ser descubierto, ya que ante el superyó nada puede ocultarse, ni siquiera los pensamientos.

Luego de este cambio fundamental surge una característica que corresponde al ámbito de la ética, y se hace visible cuando se presenta una frustración exterior. En ese momento se produce una embestida de poder de la conciencia moral dentro del superyó. Así, mientras el individuo no vivencie grandes frustraciones su conciencia moral es compasiva; pero cuando la desgracia se hace presente, el individuo se sumerge dentro de sí, discierne su impureza, aumenta las exigencias de su conciencia moral, se asigna continencias  y se castiga mediante expiaciones.

Recapitulando, se puntualizan los dos orígenes del sentimiento de culpa: la angustia frente a la autoridad y, mas tarde, la angustia frente al superyó”. La primera obliga a renunciar a satisfacciones pulsionales; la segunda, además, a la punición, puesto que no se puede ocultar ante el superyó la persistencia de los deseos prohibidos. Ahora una desdicha que amenazaba desde afuera (pérdida del amor y castigo por parte de la autoridad externa) ha mutado en una desdicha interior permanente, la tensión de la conciencia de culpa.

Pasando ahora de la historia evolutiva individual a la filogenética, Comenta Freud, se presenta una nueva diferencia entre ambos procesos. Se destaca entonces que el sentimiento de culpa de la humanidad procede del “complejo de Edipo” que se originó a raíz del parricidio llevado a cabo por la unión de hermanos. El remordimiento es consecuencia de la ambivalencia de sentimientos hacia el padre, pues el asesinato del padre colma las tendencias agresivas, pero el sentimiento de amor hacia el mismo genera la conciencia moral y el arrepentimiento; así por vía de identificación con el padre, se instauró el superyó, creando limitaciones con el fin de prevenir un acto de igual índole.

Con lo dicho se comprende

la participación del amor en la génesis de la conciencia moral y el carácter fatal e inevitable del sentimiento de culpa. No es decisivo, efectivamente,  que uno mate al padre o se abstenga del crimen; en ambos casos uno por fuerza se sentirá culpable, pues el sentimiento de culpa es la expresión del conflicto de ambivalencia, de la lucha entre el Eros y la pulsión de destrucción o de muerte. Y este conflicto se entabla toda vez que se plantea al ser humano la tarea de la convivencia. […] Y si la cultura es la vía de desarrollo necesaria desde la familia a la humanidad, entonces la elevación del sentimiento de culpa es inescindible de ella, como resultado del conflicto innato de ambivalencia, como resultado de la eterna lucha entre el amor y pugna por la muerte” (Freud, 1930, pág. 128).

Llegando al final de su exposición sobre El malestar en la cultura, Freud plantea una cuestión categórica, haciendo depender el destino de la especie humana de la capacidad del hombre para domeñar la pulsión de muerte y brindarle una posición más destacada y de dominio a la fuerza del Eros.

He aquí a mi entender, la cuestión decisiva para el destino de la especie humana: si su desarrollo cultural logrará, y en caso afirmativo en que medida, dominar la perturbación de la convivencia que proviene de la humana pulsión de agresión y de autoaniquilamiento. […] Y ahora cabe esperar que el otro de los dos 'poderes celestes', el Eros eterno, haga un esfuerzo para afianzarse en la lucha contra su enemigo igualmente inmortal. ¿Pero quién puede prever el desenlace?”[2] (Freud, 1930, pág. 140).

Ahora más que nunca, queda claro la visión trágica en la que cae Freud al no darle el valor pertinente a otros factores más allá de los pulsionales.

Siguiendo con el destino de la humanidad, en el año 1932, existe un intercambio epistolar entre Einstein y Freud, conocido con el nombre de: ¿Por qué la guerra? Más precisamente, este artículo fue escrito en septiembre del mismo año, en respuesta a una carta del notable físico, en la cual le pide opinión a Freud como conocedor de la vida pulsional humana, acerca de cómo evitar las desgracias de la guerra[3].

Luego de exponer su reciente versión acerca de la teoría de las pulsiones en términos menos técnicos que en El malestar en la cultura, Freud sostiene que es imposible y hasta ilusorio pretender erradicar las inclinaciones agresivas de los hombres, pues ellas son constitutivas e inherentes a su naturaleza. Sin embargo, podría intentarse desviarla, transformarla, sublimarla para que no deba encontrar su expresión en la guerra. Asimismo, desde la doctrina de las pulsiones, se desprende una posible vía indirecta para prevenir la guerra.

Si la aquiescencia a la guerra es un desborde de la pulsión de destrucción, lo natural será apelar a su contraria, el Eros. Todo cuanto establezca ligazones de sentimiento entre los hombres no podrá menos que ejercer un efecto contrario a la guerra. Tales ligazones pueden ser de dos clases. En primer lugar, vínculos como los que se tienen con un objeto de amor, aunque sin metas sexuales. […] La otra clase de ligazón de sentimiento es la que se produce por identificación (Freud, 1932, pág. 195).

Conclusiones parciales

La concepción de la cultura de Freud es una consecuencia de su segunda teoría pulsional, donde el interjuego entre las dos pulsiones básicas forma una estructura teórica cerrada y trágica. Este sistema teórico permite comprender todas las manifestaciones del hombre y de la cultura, pero también al manifestarse como cerrado limita la interrelación/comprensión desde cualquier otro sistema interpretativo que no sea el  económico pulsional.

La segunda teoría pulsional le sirve a Freud para escribir y pensar el malestar en la cultura. ¿Cómo se genera ese malestar? El malestar sobreviene como consecuencia de los mecanismos utilizados por la civilización a causa del principio de placer que busca caprichosamente sus vías de satisfacción. Así la cultura recurre al sentimiento de culpa, como un factor de alta eficacia a la hora de sosegar las pulsiones básicas del ser humano. De esta manera, el progreso de la misma tiene como base la yugulación del principio de placer en aras del aplazamiento y postergación de impulsos individuales, con el fin de realizar un trabajo psíquico o cultural para el bien de la comunidad en delegamiento del bien egoísta. ¿Para qué la cultura busca demorar la voluntad individual en pos de la del conjunto? Porque si la humanidad respondiese a los intereses individuales la misma desaparecería, es así la única manera de cumplir con el designio de la especie. Se ve entonces que Freud deja sujeto el destino del ser humano a simplemente un plus de placer por participar en la cadena de una sustancia inmortal:

El individuo lleva realmente una existencia doble, en cuanto es fin para si mismo y eslabón dentro de una cadena de la cual es tributario contra su voluntad o, al menos, sin que medie esta. El tiene a la sexualidad por uno de sus propósitos, mientras que otra consideración lo muestra como mero apéndice de su plasma germinal, a cuya disposición pone sus fuerzas a cambio de un premio de placer; es el portador mortal de una sustancia –quizás- inmortal, como un mayorazgo no es sino el derecho habiente temporario de una institución que lo sobrevive” (Freud, 1914, pág. 76).

El hombre como eslabón presenta diferentes grados de adscripción a la cadena,  en esa pertenencia se da el malestar. En caso de prevalencia de Eros habrá ligazón, unión,  trabajo, afirmación y en caso de predominio de Tánatos habrá expulsión, negación, desligazón. Hay múltiples mezclas de ambos pulsiones. No hay una desmezcla pura; ésta solo es lograda ilusoriamente en el yo de placer purificado.

La cita mencionada anteriormente plasma lo que se decía sobre el sistema cerrado de interpretación que le confiere el carácter trágico o determinista a su teoría.

La idea de trascendencia en la teoría freudiana es clara, es la de continuidad de la especie, o sea, una trascendencia puramente biológica, excluyendo otros caminos o destinos vinculados con terceras dimensiones que hacen a lo humano, como por ejemplo la dimensión espiritual.

Aporte de la visión de los fenómenos sociales de H. Marcuse

Introducción

El malestar en la cultura. La civilización, nos dice, se construye sobre la sofocación de los instintos y gracias a la fuerza de éstos. Freud se sitúa ahí en la línea de los grandes problemas que atormentan a nuestra civilización desde el siglo XVIII-objeto de disertaciones propuestas por la Academia de Dijon, y a los cuales Rousseau se complacía en responder-: ¿la civilización hace feliz al hombre? ¿Va ella en el sentido de su realización vital? Freud da la impresión de retomar esos temas, pero con esta indicación o advertencia suplementaria que se opone al aire conquistador del hombre del siglo XVIII: es ilusorio imaginar a un hombre sin sofocación; ésta y el progreso cultural (humanización) son indisociables; la sofocación de los instintos es el precio ineluctable de nuestro devenir-hombre. Precio: no sólo en el sentido de un rescate o fianza (porque en ese caso podríamos intentar no pagarlo, 'robar' nuestro devenir-hombre), sino en sentido energético, porque la civilización se constituye sólo gracias a esta energía de los instintos. Es necesaria, en suma, una tapa en la caldera, para que una máquina pueda funcionar. No hay energía sin represión y, a la inversa, las civilizaciones felices no tienen historia, o la tienen apenas.

Se habla de un pesimismo de Freud. Pesimismo cierto, porque a partir de allí las metas más realistas, menos ilusorias, no pueden corresponder más que a una simple tentativa de atenuar la sofocación. Se nos propone a veces (pienso nuevamente en Marcuse) que delimitemos lo que es sofocación inevitable, ineluctable, y lo que es –se dice- 'plus sofocación'. ¿Qué balanza de precisión nos lo permitiría? ¡Cuantas dificultades teóricas y prácticas, infranqueables, para designar el momento en que una represión es sobreagregada, superflua! ¡Cuantas ilusiones, también, corren el riesgo de ser reintroducidas por esta vía! Ellas no están ausentes del pensamiento de Marcuse: la ilusión de una suerte de mínimo de 'moral natural' opuesto a los artificios de las prohibiciones de origen social. El pesimismo, diría Freud, no es una opción moral; es un rechazo de esta ilusión humanitaria: es lucidez (Laplanche, 1972, pág. 250).

Se propondrá, ahora, introducir una perspectiva de análisis, que quizás ayude a poner en escena otras categorías de investigación que hacen al tema en cuestión.

Para esto, se tomará la visión de H. Marcuse explicitada en su obra Eros y civilización. Aquí el autor desde un enfoque de la historia inspirada en el materialismo-histórico de Marx, toma las hipótesis de Freud referidas a lo cultural y teniendo como base la propia teoría freudiana y con la creencia en la posibilidad de una civilización llegada a su madurez, sostiene que las culturas occidentales, gracias a su desarrollo, han creado las bases necesarias para el surgimiento de una civilización no represiva.

Este pensador considera que la oposición en la que se basa Freud no es metafísica, esto es, que no se origina en la naturaleza humana, sino que es producto de una organización social histórica determinada, y que modificando ese contexto se modifica el antagonismo existente entre individuo y cultura, entre Eros y Tánatos.

Según Marcuse, las propias teorías de Freud dan razones suficientes para rechazar la identificación de la civilización con la represión. Es así que el problema debe abrirse nuevamente y sin el espíritu de llegar a una conclusión acabada, éste trabajo busca mostrar que existen otros factores cruciales a tener en cuenta a la hora de realizar un análisis profundo de la agresividad humana y su relación con el contexto.

“El principio de realidad sustenta al organismo en el mundo exterior. En el caso del organismo humano, éste es un mundo histórico. El mundo exterior enfrentado por el ego en crecimiento es en todo nivel una específica organización sociohistórica de la realidad, que afecta la estructura mental a través de agencias o agentes sociales específicos. Se ha argüido que el concepto de Freud del principio de la realidad oblitera este hecho convirtiendo las contingencias históricas en necesidades biológicas (este hecho es fundamental para el curso de este trabajo): su análisis de la transformación represiva de los instintos bajo el impacto del principio de la realidad generaliza, convirtiendo una especifica forma histórica de la realidad en la realidad pura y simple. Esta crítica es válida, pero su validez no anula la verdad en la generalización de Freud en el sentido de que una organización represiva de los instintos yace bajo todas las formas históricas del principio de la realidad en la civilización. Si él justifica la organización represiva de los instintos por la irreconciabilidad entre el principio de placer original y el principio de la realidad, también expresa el hecho histórico de que la civilización ha progresado como dominación organizada. Este conocimiento guía toda su construcción filogenética, que deriva a la civilización del reemplazamiento del despotismo patriarcal de la horda original por el despotismo internalizado del clan de hermanos. Precisamente porque toda la civilización ha sido dominación organizada, el desarrollo histórico asume la dignidad y la necesidad de un desarrollo biológico universal. El carácter 'ahistórico' de los conceptos freudianos contiene, así, los elementos de su opuesto: su sustancia histórica debe ser recapturada, pero no agregándole algunos factores sociales (como lo hacen la escuelas neofreudianos culturales), sino desenvolviendo sus propios contenidos. En este sentido, nuestra discusión subsecuente es una 'extrapolación' que se deriva de las teorías, nociones y proposiciones de Freud, implicadas en su obra sólo en una forma diluida, en la que los procesos históricos aparecen como procesos naturales (biológicos).

Terminológicamente, esta extrapolación exige una duplicación de los conceptos: los términos freudianos, que no hacen ninguna diferencia adecuada entre las vicisitudes biológicas y las socio-históricas de los instintos, deben aparearse con términos correspondientes que denoten el componente socio-histórico específico. En seguida vamos a presentar dos de esos términos:

a)      Represión excedente: las restricciones provocadas por la dominación social. Ésta es diferenciada de la represión (básica): las <modificaciones> de los instintos necesarias para la perpetuación de la raza humana en la civilización.

b)     Principio de actuación: la forma histórica prevaleciente del principio de la realidad” (Marcuse, 1961, pág. 44).

Cabe subrayar que ya se ha descrito lo que Freud sostiene en Tótem y tabú  respecto de cómo se ha gestado la génesis de la cultura. En ella decía que, en un principio

la convivencia de los seres humanos tuvo un fundamento doble: la compulsión al trabajo, creada por el apremio exterior, y el poder del amor, pues el varón no quería estar privado de la mujer como objeto sexual, y ella no quería separarse del hijo, carne de su carne. Así, Eros y Ananké pasaron a ser también los progenitores de la cultura humana. El primer resultado de ésta fue que una mayor cantidad de seres humanos pudieron permanecer en comunidad.

Ahora bien, congeniando este postulado con lo que se ha sostenido sobre el principio de realidad, podríamos decir que detrás de este último se encuentra el hecho fundamental de la ananké o escasez. Que en resumidas palabras significa que la lucha por la existencia, se desarrolla dentro de un ambiente demasiado pobre para la satisfacción de las necesidades humanas. Así, el hombre se ve forzado a generar una cantidad penosa de tareas o trabajo (que por lo general ocupa la mayor parte de la existencia del sujeto) a fin de saciar sus necesidades. Este hecho hace que el placer se vea considerablemente disminuido y el displacer y dolor aumente. De esta manera se desprende la conclusión de que el principio de placer es antagónico con el principio de realidad y que las pulsiones guardan la necesidad de represión.

Ante este argumento sostenido por los desarrollos freudianos, H. Marcuse aduce que es una deducción equivocada en tanto que se aplica al hecho bruto de la escasez, cuando en realidad es consecuencia de una organización especifica de la escasez, y de una actitud existencial específica, reforzada por esta organización.

Éste explica que la escasez prevaleciente ha sido organizada a través de la historia de tal manera que los bienes y recursos no han sido distribuidos colectivamente en favor de las necesidades individuales, mediante una autoridad coherente; sino que ha sido comandada por la dominación de algunos, para sostenerse y afirmarse en una situación privilegiada. Claro está que esta dominación es lo que se encuentra presente a lo largo de todos los períodos de la humanidad, pero no por eso podemos sostener que es algo esencial  a la misma. Sino que es algo, según Marcuse, de alguna manera contingente, que gracias a los avances de la civilización, puede, con el tiempo, ser distribuido a favor del desarrollo del conjunto.

Los diferentes modos de dominación (del hombre y la naturaleza) dan lugar a varias formas históricas del principio de la realidad. (…) Estas diferencias afectan la esencia del principio de la realidad, porque cada forma del principio de la realidad debe expresarse concretamente en un sistema de instituciones y relaciones, leyes y valores sociales que transmiten y refuerzan la requerida modificación de los instintos. (…) Más aún, aunque cualquier forma del principio de la realidad exige un considerable grado y magnitud de control represivo sobre los instintos, las instituciones históricas específicas del principio de la realidad y los intereses, específicos de dominación introducen controles adicionales sobre y por encima de aquellos indispensables para la asociación humana civilizada. Estos controles adicionales, que salen de las instituciones específicas de dominación son los que llamamos represión excedente (Marcuse, 1961, pág. 47).

El principio de actuación prevaleciente en la cultura occidental, más allá de imponer excesivas restricciones a la vida pulsional, como ya se ha dicho, también parece haber creado las bases necesarias para producir un cambio cualitativo en el principio de realidad.

El progreso ha conseguido que los logros materiales e intelectuales de la humanidad permitan la construcción de un mundo donde más personas puedan satisfacer sus necesidades, donde la organización represiva de las pulsiones pareciera ser menos imperiosa para la lucha por la existencia, en definitiva, el progreso junto con la renuncia pulsional ha valido la pena para crear los prerrequisitos de un mundo más libre.

El problema del carácter histórico y las limitaciones del principio de actuación es de una importancia decisiva para la teoría de Freud. Hemos visto que éste identifica prácticamente el principio de la realidad establecido (por tanto, el  principio de actuación) con el  principio de la realidad como tal. Consecuentemente, su dialéctica de la civilización perdería su finalidad si el principio de actuación se revelara a sí mismo sólo como una forma histórica específica del principio de la realidad. Más aún, puesto que Freud identifica también el carácter histórico de los instintos con su <naturaleza>, la relatividad del principio de actuación afectaría inclusive a su concepción básica de la dinámica instintiva entre Eros y Tánatos: su relación y su desarrollo será diferente bajo un principio de la realidad diferente (Marcuse, 1961, pág. 128).

Freud sostiene que el conflicto entre el principio de realidad y el principio de placer es esencial, sin embargo, si se realiza un análisis exhaustivo de sus propios conceptos, se puede desprender de ellos que éste conflicto pertenecería a factores contingentes, exógenos, por tanto, sensible a modificaciones que puedan rebajar tensiones a este conflicto.

Se decía que no existe una organización pulsional fuera de una estructura histórica, por lo tanto, como dice Freud, las pulsiones son adquiridas históricamente. Ahora bien, si esas condiciones históricas, que en un momento determinado dieron forma a la estructura pulsional como hoy se la conoce, cambiaran, indefectiblemente la naturaleza de las pulsiones también se modificaría. De esta manera, como sostiene Marcuse, la hipótesis de una civilización no represiva, teniendo como premisa la posibilidad de un desarrollo no represivo de la libido, debe ser admitida no como una mera utopía, sino como una posibilidad real.

De la misma manera, un cambio en la naturaleza de la libido, debería alterar forzosamente las manifestaciones de la pulsión de muerte.

Esta modificación en el balance de la economía pulsional, alteraría y establecería una nueva experiencia básica del ser en el devenir de la existencia humana.

Freud tenía razón, la vida es mala, represiva, destructiva –pero no es tan mala, destructiva y represiva; también hay aspectos constructivos, productivos. La sociedad no es solamente esto, sino también aquello; el hombre no sólo está contra sí mismo, sino también por sí mismo (Marcuse, 1961, pág. 229).

Conclusiones parciales

Marcuse en Eros y civilización retoma la teoría freudiana de la cultura, la cual sostiene que el progreso de la civilización se apoya sobre la renuncia pulsional y sobre el sentimiento de culpa en detrimento de la felicidad y el principio de placer; enriquece las categorías de análisis teniendo en cuenta no sólo la interpretación económica sino también y principalmente la visión socio-antropológica.

Un punto crucial de desencuentro entre la teoría freudiana y la de Marcuse, es que la de este último sostiene que la interrelación entre el principio del placer y el de realidad no es antagónica esencialmente sino que ésta irreconciabilidad es el fruto de una configuración histórico-social determinada.

A partir de esta cosmovisión, el autor delinea una idea concreta donde existe lugar para una civilización no basada en lógicas represivas, sino en lógicas de satisfacción más ligadas al despliegue libre de Eros que al de Tánatos.

Cabe destacar que los progresos tecnológicos y científicos han venido a suturar el vacío que ocupaba la Ananké. Según Marcuse, hoy en día la no satisfacción de las necesidades humanas es la consecuencia de un problema político y no de una característica esencial de la civilización. Por lo tanto como dice Marcuse: “El irreconciliable conflicto no es entre el trabajo (principio de la realidad) y Eros (principio del placer), sino entre el trabajo enajenado (principio de actuación) y Eros” (Marcuse, 1961, pág. 56).

A la vez, y teniendo en cuenta la posibilidad de un desarrollo no represivo de las pulsiones, el autor abre un camino donde el Eros gana protagonismo dejando relegada a la pulsión de muerte sólo en su función de autoconservación.

De esta manera responde a los dos problemas esenciales e irreconciliables que plantea Freud. A saber, en un primer momento el problema de la Ananké y subsiguientemente el gran problema que la humanidad ha enfrentado desde sus inicios, la pulsión de muerte.

Ahora bien, esas contrariedades que dejaba la teoría freudiana son solucionadas por Marcuse de modo teórico. Aunque se considera que más allá de que cabe la pregunta sobre cuáles son las posibilidades reales y concretas de suturar ese conflicto tan profundo existente entre la misma vida pulsional humana, y sobre ésta y la civilización, es decir, más allá de lo fáctico, lo importante es qué es el mundo para H. Marcuse.

Según lo que se ha interpretado, existe una experiencia del ser fundamentalmente diferente, una relación entre el individuo y la cultura fundamentalmente distinta y unas relaciones existenciales  fundamentalmente diversas entre la concepción de Freud y la de Marcuse.

Aporte de Hugo Bleichmar sobre la agresividad

Cambiando de perspectiva y yendo al plano específicamente clínico, H. Bleichmar le da un giro al análisis de la agresividad humana mediante la exposición que se detallará a continuación.

Cuando se examina el tema de la agresividad,

generalmente se hace desde la perspectiva del objeto que sufre los ataques de otro, enfatizándose su carácter destructivo. Pero ¿qué sucede si en vez de esta posición de identificación con el objeto se analiza la agresividad desde lo que significa para el sujeto, de cuáles son las motivaciones que la activan, de la funcionalidad que cumple? (…) Los autores que adoptan la perspectiva de preguntarse qué significa la agresividad para el sujeto han visto en aquélla una forma de intentar superar un obstáculo que se opone a sus necesidades (Meissner 1987), una forma de afrontar un objeto patológico, de proteger a un self en peligro amenazado en su integridad (Atwood y Stolorow, 1984; Balint, 1968; Fairbairn, 1952; Fonagy, 1993; Kohut, 1971, 1972; Rudolph, 1981; Stolorow, 1984; Stolorow, 1987;winnicott, 1965). Desde esta posición, la agresividad no es inherentemente patológica y solo cuando el medio circundante o el objeto significativo son inadecuados llega a adquirir tal carácter. Una posición diferente es la de los autores que enfatizan el carácter innato y destructivo de la agresividad (Freud, 1920; Kernberg, 1992; Klein, 1935, 1937, 1940) (H. Bleichmar 1997, pág. 221).

Lo que propone Bleichmar es identificar las diferentes condiciones fundamentales que pueden activar la agresividad y ver cómo se relacionan con los diferentes sistemas motivacionales que comandan el psiquismo. Intenta localizar qué hay de común en las causas que promueven la agresividad y qué hay de diferente. En síntesis y haciendo honor al intento de este trabajo, lo que plantea éste autor es hacer una deconstrucción de la categoría de agresividad. Por ende, encauza dicha categoría desde el enfoque por él creado, el enfoque Modular-Transformacional.

Bleichmar sostiene que un denominador común de las condiciones que activan la agresividad es que todas ellas representan algún tipo de sufrimiento para el sujeto, sea en un orden puramente biológico o llanamente simbólico. Por lo que no se detiene en el orden biológico, sino y principalmente, en lo que simbólicamente puede resultar peligroso o amenazante para el sujeto y pueda despertar entonces la agresividad. En este sentido, el sufrimiento ya no es del cuerpo, sino el que causa por ejemplo, la humillación narcisista o los intentos de separación-individuación del sujeto ante una figura que invade y avasalla el espacio físico y psíquico. Pero el análisis no culmina aquí, ya que por tanto, solo se daría cuenta de la agresividad cuando presta alguna utilidad instrumental concreta. Bleichmar se pregunta ¿cuál es la razón por la cual la agresividad contrarresta el sufrimiento? Y concluye algo interesante:

Cuando el sujeto tiene una fantasía o una conducta agresiva, ésta es captada dentro de sus sistemas de significaciones; contemplando su propia agresividad adquiere una cierta identidad: por ejemplo, soy poderoso y no débil, soy el que ataco y no el atacado. O sea que si la agresividad puede, en el ser humano, constituir un movimiento defensivo en contra del sufrimiento psíquico de la humillación narcisista, de los sentimientos de culpa o de las fantasías de ser perseguido es porque mediante ella el sujeto logra reestructurar la representación de si y del otro (H. Bleichmar, 1997, pág. 222).

Con este nuevo giro, el autor da cuenta del papel de la agresividad como instrumento simbólico para generar una determinada representación del sujeto. Y éste es el eje alrededor del cual, Bleichmar examina las distintas condiciones que activan la agresividad.

Con éste análisis, el autor de ninguna manera quiere sostener que no existe una pulsión agresiva, de hecho si ante determinadas circunstancias esa pulsión se despierta, significa que esa tendencia esta ahí en potencia, a la espera de ponerse en acto ante un evento determinado que exija su despliegue. Por tanto, el tema de discusión no es si existe una pulsión agresiva innata o no, sino que lo que realmente importa es ver y entender por qué y para qué se activa (en términos defensivos), o bien, que deseo la sostiene (en el caso del sádico). De esa manera podríamos actuar sobre las representaciones del sujeto con el fin de serenar la biología.

Para finalizar y a manera de nota clínica, Bleichmar sostiene que es preciso hacer una distinción entre una agresividad básicamente defensiva de una agresividad sádica en busca de placer.

Mientras en la agresividad defensiva la terapia tendrá como objetivo fundamental el trabajo sobre las angustias que la promueven-sentimientos de amenaza a la autoconservación y a la integridad del self, sentimientos de culpabilidad, de sufrimiento narcisista, de ahogo psíquico-, en el caso de la agresividad sádica, en cambio, el obstáculo de la modificación es el goce que la sostiene (H. Bleichmar, 1997, pág. 240).

Conclusiones finales

En primer lugar, se intentará presentar en estas conclusiones finales un panorama general de las nociones fundamentales de los autores abordados hasta aquí. Ellas serán graficadas mediante algunas citas claves:

Freud afirma

He aquí a mi entender, la cuestión decisiva para el destino de la especie humana: si su desarrollo cultural logrará, y en caso afirmativo en qué medida, dominar la perturbación de la convivencia que proviene de la humana pulsión de agresión y de autoaniquilamiento. […] Y ahora cabe esperar que el otro de los dos 'poderes celestes', el Eros eterno, haga un esfuerzo para afianzarse en la lucha contra su enemigo igualmente inmortal. ¿Pero quién puede prever el desenlace? (Freud, 1930, pág. 140).

Por otro lado, Marcuse sostiene

La dinámica recurrente de la lucha entre Eros y el instinto de la muerte, de la construcción y destrucción de la cultura, de la represión y el retorno de lo reprimido, es liberada y organizada por las condiciones históricas bajo las que la humanidad se desarrolla (Marcuse, 1961, pág. 106).

El concepto de Freud del principio de la realidad oblitera este hecho convirtiendo las contingencias históricas en necesidades biológicas: su análisis de la transformación represiva de los instintos bajo el impacto del principio de la realidad generaliza, convirtiendo una especifica forma histórica de la realidad en la realidad pura y simple (Marcuse, 1961, pág. 44).

Para finalizar, Bleichmar enfatizando en la clínica de la agresividad, dice:

generalmente se hace desde la perspectiva del objeto que sufre los ataques de otro, enfatizándose su carácter destructivo. Pero ¿qué sucede si en vez de esta posición de identificación con el objeto se analiza la agresividad desde lo que significa para el sujeto, de cuáles son las motivaciones que la activan, de la funcionalidad que cumple? (…) Los autores que adoptan la perspectiva de preguntarse qué significa la agresividad para el sujeto han visto en aquélla una forma de intentar superar un obstáculo que se opone a sus necesidades (Meissner 1987), una forma de afrontar un objeto patológico, de proteger a un self en peligro amenazado en su integridad (…) Desde esta posición, la agresividad no es inherentemente patológica y solo cuando el medio circundante o el objeto significativo son inadecuados llega a adquirir tal carácter. Una posición diferente es la de los autores que enfatizan el carácter innato y destructivo de la agresividad (H. Bleichmar 1997, pág. 221).

Con lo citado, se aprecia entonces el fondo de las cosmovisiones propias de los 3 autores. Por un lado se presenta la visión de Sigmund Freud, que por medio de El malestar en la cultura sostiene que dicho malestar es intrínseco, constitucional, propio de la naturaleza del ser humano y dado por el interjuego entre las dos pulsiones básicas descriptas en su segunda teoría pulsional.

Desde otra visión, Marcuse afirma que este conflicto existente en la naturaleza del hombre no es esencial a la misma sino producto de una organización socio-histórica determinada.

En cambio Bleichmar, a diferencia de los autores anteriores y a la luz de los avances en la teoría y clínica psicoanalítica, deja de lado la discusión sobre los modelos innatistas o la teoría reactiva y se encauza en el análisis puramente clínico de la pulsión agresiva. Con una tinte abierto, razonable y practico, no niega la existencia de una intención agresiva en el ser humano pero tampoco se detiene en ella, sino que lo que más le interesa (y lo que más nos tendría que interesar a todos los que pertenecemos al campo del psicoanálisis) es ver qué motivaciones la despiertan o qué deseos la sostiene. Brindándole así, importancia tanto al mundo interno como al mundo externo del sujeto, sin menospreciar ninguno de ellos y tratando de analizar cómo se articulan estos dos mundos y qué constelaciones psíquicas dejan como resultado.

Teniendo en cuenta las diferencias existentes entre los 3 autores y sin el espíritu de llegar a una solución acabada, se podría pensar más que en una posición ecléctica, en una postura complementaria. Es decir que, a partir de Marcuse, la visión dualista y monocorde de Freud podría ampliar sus horizontes de análisis teniendo en cuenta no solo la pura realidad psíquica (a demás, determinada únicamente por 2 pulsiones básicas) sino también incluyendo la gran influencia que puede ejercer el medio ambiente, el contexto socio-cultural y las condiciones políticas sobre el individuo y su constitución psíquica. Continuando con Bleichmar, dándole el lugar merecido tanto al mundo interno como al medio circundante y, con una intención integrativa, se hace lugar a pensar en cuál es la función que cumple la pulsión agresiva y qué motivaciones la activan para así arribar a una clínica de la agresividad. [4]

Bibliografia

Bleichmar, H. (1997). Avances en psicoterapia psicoanalítica (1ª ed.). Buenos Aires: Paidós.

Freud, S. (1913).Tótem y tabú (2ª ed.). Buenos Aires: Obras completas Amorrortu.

Freud, S. (1915).Pulsiones y destinos de pulsión (2ª ed.). Buenos Aires: Obras completas Amorrortu.

Freud, S. (1920).Más allá del principio de placer (2ª ed.). Buenos Aires: Obras completas Amorrortu.

Freud, S. (1924).El problema económico del masoquismo (2ª ed.). Buenos Aires: Obras completas Amorrortu.

Freud, S. (1930).El malestar en la cultura (2ª ed.). Buenos Aires: Obras completas Amorrortu.

Freud, S. (1933).Porqué la guerra (2ª ed.). Buenos Aires: Obras completas Amorrortu.

Marcuse, H. (1955). Eros y civilización (7ª ed.) Barcelona: Ariel.

Laplanche, J. (1972). La angustia (1ª reimp.). Buenos Aires: Amorrortu.

Valls, J. L. (1995).Diccionario freudiano. Buenos Aires: Julián Yebenes S.A.



[1] Se podría pesquisar en este argumento una cierta tensión o contradicción entre lo que enuncia y lo que se desprende de su segunda teoría pulsional. En sus palabras, le brinda un lugar preponderante al objeto,  mientras que éste no ocupa un lugar significativo en su última doctrina pulsional.

[2] Debe tenerse en cuenta el momento histórico. En esa época empezaba a ser notoria la amenaza que representaba Adolf Hitler para la humanidad.

[3] Cabe señalar las circunstancias que conformaban esa época. Un periodo convulsionado de entreguerras en Europa. Se vivía todavía bajo las secuelas de la Gran Guerra y se predecía con fundamentos la inminencia de una próxima. La Gran Guerra había mostrado, en función del desarrollo tecnológico y científico, su aterrorizante potencialidad destructiva.En este punto puede discutírsele a Freud su planteo en un nivel puramente económico cuantitativo de la dinámica pulsional y la omisión de factores sociológicos que maticen las reacciones de las personas.

[4] Podría hacerse referencia aquí a que la teoría de las relaciones objetales y el psicoanálisis interpersonal norteamericano, entre otras líneas, continuaron esta línea de otorgar importancia al factor social.