aperturas psicoanalíticas

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revista internacional de psicoanálisis

Número 010 2002 Revista Internacional de Psicoanálisis Aperturas

La violencia y su relación con la sexualidad. Una precisión psicoanalítica

Autor: Gutiérrez Terrazas, José

Palabras clave

La violencia y su relacion con la sexualidad. una precision psicoanalitica.


Con este enunciado, en el que figura la expresión “una precisión psicoanalítica”, quiero significar de forma clara que trato de abordar esta temática desde una perspectiva estrictamente psicoanalítica, que conviene diferenciar abiertamente de una perspectiva más de tipo fenomenológico o descriptivo, la cual sin duda resulta siempre más atractiva, porque se sirve por ejemplo de rodeos literarios y de elementos coloquiales, que trasmiten la sensación de una preocupación más social o más cercana a los problemas habituales y candentes que sufren los seres humanos.

La perspectiva psicoanalítica, por el contrario, se mueve en un plano que no se ajusta ni se somete a lo más inmediato, a lo que parece preocupar por encima de todo al hombre de la calle o a los grupos sociales, porque está convocada a ocuparse de lo que fundamenta u origina el sufrimiento y la dinámica de las acciones humanas, lo cual siempre parece más abstracto y menos sugestivo.

Ahora bien,  a mi modo de entender, si el pensamiento psicoanalítico quiere hacerse valorar y respetar en general y muy particularmente en el ámbito académico-científico, tiene que saber renunciar a dar cuenta del sujeto humano en su conjunto o del psiquismo en general, bien sea en su plano más psicobiológico o bien sea en su plano más psicosocial.

Es cierto que el Psicoanálisis, como campo de un determinado saber, se ve convocado por la demanda social1 a situarse en esos planos, pero también es cierto  -aunque eso hay que atreverse a hacerlo explícito como tal-  que su teoría y su práctica (véase aquí más precisamente su objeto de estudio y su método) no le dan acceso a esos planos psicobiológico y psicosocial, en los que sí se mueven o están situadas con todo derecho otras disciplinas científicas, como la Psicología, la Sociología, la Antropología, etc.

A primera vista el Psicoanálisis con esa renuncia se ve privado de atender o de cubrir la demanda más manifiesta, más a flor de piel o más impuesta por los sujetos individuales y por los grupos de presión social, quienes exigen en todo momento una pronta y fácil solución a sus problemas. Pero hay que tener en cuenta que el Psicoanálisis  -diferenciándose de cualquier otro campo del saber y dándose así un espacio específico en el quehacer científico-  no se ocupa de los resultados finales o de los hechos como tal, por sobresalientes y preocupantes que sean, sino de las condiciones de producción de esos resultados o, mejor, de los conjuntos de las mediaciones estructurales que llevan a la producción de un hecho o de un problema y, en definitiva, a la constitución de la propia subjetividad, la cual  -para el Psicoanálisis-  no es un constructo natural ni biológicamente dado, sino sujeto a los avatares problemáticos de una historia singular que no se deja predecir de antemano.

Es más, a mi juicio, sólo ocupándose primordialmente de las transformaciones que en el devenir singular operan para que puedan aparecer unos determinados efectos y no otros, puede el Psicoanálisis cumplir con la exigencia de su método de interpretación asociativo-disociativo, que impone un proceder palabra a palabra, representación por representación o por concatenaciones individuales y no frase a frase,  y  que es lo que le permite tomar contacto (véase pensar y poder transformar) con lo que está en la base de la fundación del sujeto humano. Pero es que, además, sólo así podrá el Psicoanálisis salir de ese lugar pseudocientífico,  en el que es colocado una y otra vez por unos y por otros2, aunque el primero en hacerlo indirectamente fue Freud mismo cuando extrapolando dejaba de lado su terreno específico y se entrometía en otros campos del saber (como el biológico o el social), a los que su práctica psicoanalítica no le permite acceder de modo riguroso.

En este sentido, y de modo particular a la hora de tratar el tema de la violencia humana (que se ha prestado y se presta, a que cuando es abordado por el pensamiento psicoanalítico éste se desborde en consideraciones de tipo antropológico y psicosocial3), me parece fundamental salir al paso de una de las grandes confusiones presentes a lo largo de la obra de Freud (e igualmente en el pensamiento postfreudiano), que es la de la equivalencia entre devenir pulsional o psicosexual (que tiene una genealogía o secuencia específica: “autoerotismo, narcisismo y elección de objeto”, que el psicoanálisis descubre y conceptualiza) y desarrollo del organismo psicobiológico (que es de orden no pulsional, no-sexual o de tipo autoconservativo, cuya descripción y estudio corresponden a la Psicología genética y a las teorías del desarrollo derivadas de ella, que por cierto han contaminado y siguen contaminando a la teoría psicoanalítica).

Dada esa equivalencia o dentro de ese supuesto profundamente infiltrado en el pensamiento freudiano, Freud  nos habla lógicamente de que desde el comienzo mismo de la vida está en juego una agresividad por parte del sujeto infantil dirigida hacia el exterior o hacia el objeto a consecuencia de su actividad muscular, y de una auto-agresión concebida como un proceso real, hasta fisiológico, consistente en dominarse, en vencerse a sí mismo: «no sería del todo disparatado construirla {etapa previa que desde el inicio se dirige a un objeto ajeno} a partir de los empeños del niño que quiere hacerse señor de sus propios miembros4».

Es más, ese planteamiento le conducirá a Freud a presentar la agresividad como una fuerza autónoma, originaria e independiente de la sexualidad: «la inclinación agresiva es una disposición pulsional autónoma, originaria, del ser humano»5.

Ciertamente la cuestión de la agresividad sigue siendo una cuestión muy controvertida en el ámbito del pensamiento psicoanalítico, pero -tal y como en conjunción con otros colegas he explicitado en un trabajo6-, justamente esa controversia se suscita siempre con motivo de no tener en cuenta que la agresividad remite propiamente al orden puramente autoconservativo o no-sexual.  Algo de lo que Freud se va a percatar en su discusión con A. Adler a propósito del término, propuesto por este último, de “pulsión de agresión”, pero  -como Freud mismo será el primero en olvidarlo-  se verá luego obligado a acudir a esa especie de oposición metabiológica entre las pulsiones de vida y las pulsiones de muerte, que termina siendo como un postulado o un principio metafísico, a no ser que se recurra a toda clase de precisiones metapsicológicas y a que los términos “vida” y “muerte” sean recolocados en el marco de lo psíquico en contraposición a lo biológico.

Y es que si seguimos esa confusión entre el plano de lo autoconservativo y el plano de lo estrictamente pulsional, el conflicto (intra)psíquico termina siendo planteado en unos términos que contradice abiertamente el descubrimiento psicoanalítico, puesto que va a ser situado ese conflicto entre lo autoconservativo y lo sexual7 y, en último término, -como lo sexual es colocado también y con gran frecuencia en el plano de lo instintivo- entre un instinto (el de vida) y otro (el de muerte), lo que hace del conflicto psíquico un conflicto de orden instintivo, que por definición resulta insobrepasable y da pie al pesimismo freudiano, claramente extrapsicoanalítico y contrario a su propia práctica clínica8.

Ha sido muy especialmente J. Laplanche quien ha denunciado insistentemente9 las aporías o callejones sin salida en que incurre el pensamiento psicoanalítico, cuando éste no discrimina entre el plano de lo autoconservativo o de lo psicobiológico y el plano de lo estrictamente pulsional, ya que no sólo se confunde lo específicamente humano con lo perteneciente al mundo animal, de tal modo que ante determinadas situaciones (cargadas de crueldad y de sadismo por puro placer destructivo, por cierto nunca existentes en el mundo animal, el cual sólo destruye por razones de supervivencia) se adjetiva al hombre de “bestia salvaje”10 o se coloca en su trasfondo el animal siempre dispuesto a despertar; sino que se reduce lo psicosexual a lo instintivo y lo genitalizado y, de ese modo, pierde todo valor la sexualidad infantil, es decir, la sexualidad descubierta primordialmente por el psicoanálisis, que es una sexualidad anárquica, autoerótica, no genitalizada y en abierta ruptura o discontinuidad con lo natural instintivo.

Pues bien, toda esa gran confusión ampliamente extendida en el pensamiento freudiano y postfreudiano, impone  -a mi entender y para cumplir con el marco teorético del psicoanálisis o con las exigencias epistemológicas que su objeto y su método específicos requieren-  el (re)situar la violencia en relación con la psicosexualidad11.

Se ha señalado con todo rigor que la violencia «no es un concepto psicoanalítico»12 y que, de hecho, Freud sólo en una ocasión13 a lo largo de toda su obra va a utilizar este término. Fue, como es sabido, en un texto de 1932 enviado a Einstein como respuesta a su carta del 30 de junio del mismo año, en la que éste le solicitaba a Freud su esclarecimiento sobre el problema de la guerra dado «su vasto saber acerca de la vida pulsional del hombre»14. Será poco después del inicio de su detallada respuesta cuando Freud, a raíz de la relación establecida  por Einstein entre derecho y poder, le plantee lo siguiente «¿Estoy autorizado a sustituir la palabra “poder” por violencia {Gewalt}, más dura y estridente? Derecho y violencia soy hoy opuestos para nosotros. Es fácil mostrar que uno se desarrolló desde la otra»15.

Ahora bien, precisamente porque el vocablo “violencia” no es propiamente un concepto psicoanalítico es por lo que –a mi parecer- resulta más que necesario resituarlo en una estrecha vinculación con la psicosexualidad (cuya conceptualización es parte central del objeto de estudio del psicoanálisis), ya que de lo contrario el término “violencia”, por pertenecer al campo fenomenológico, se presta en el discurrir psicoanalítico a cualquier descripción sobre determinadas conductas y actitudes humanas, algo que por cierto se corrobora cuando se recorre la literatura psicoanalítica acerca de esta temática16.

Afirmar, entonces, que la violencia tiene un vínculo con la psicosexualidad es plantear  -de un lado-  que tiene un origen histórico o que se origina en la relación con el otro significativo17. Y, en ese sentido, hay que decir que no existen de entrada seres humanos constitucionalmente violentos, puesto que la violencia se establece en el devenir de lo intrapsíquico, devenir que no se construye a partir de o tomando como arranque lo natural, lo instintivo, al estilo de lo planteado por J. Bergeret, para cuyo autor existe una violencia instintiva e innata, necesaria a la supervivencia del individuo y orientada hacia la satisfacción de una necesidad de supervivencia narcisista18.

Según mi criterio, es únicamente el Psicoanálisis  -a diferencia de la Psicología, de la Medicina y de la Biología- el que ha puesto de relieve que no hay una continuidad entre la naturaleza y lo humano, sino una clara ruptura, hasta el punto de que la vida intrapsíquica se funda sobre un trastorno del orden natural y de que esa discontinuidad o ruptura, necesariamente traumática, es el verdadero motor de la vida humana o, con más precisión, lo que pone en movimiento la constitución de un aparato intrapsíquico, que no es equivalente a la mera subjetividad o realidad psicológica. De otro modo, no se entiende bien o al menos no se explica con el suficiente rigor epistemológico la razón por la cual el Psicoanálisis defiende la existencia de un “aparato psíquico”, que las demás disciplinas científicas ni siquiera contemplan.

Pero es que además ese planteamiento de lo humano, enraizado de modo fundamental en lo instintivo natural, implica de entrada también el pensar al individuo como un ser antisocial, llamado ante todo a la realización de una descarga instintiva, cuando  -como ha señalado G. Royer- «el individuo debe ser pensado como un ser cuya existencia es social desde el primer día de su vida: su ambiente no es un ambiente natural sino social; su intercambio con éste va estructurando la realidad como una realidad psíquica, realidad simbólica en la cual toda experiencia es experiencia objetal»19.

Por otro lado, afirmar que la violencia está estrechamente relacionada con la psicosexualidad es indicar que se enraiza en el devenir pulsional, de acuerdo con una determinada caracterización de ese devenir que el Psicoanálisis con su llamada “teoría de la libido” (cf. por ejemplo Introducción del narcisismo) trata de precisar tanto tópica como psicodinámicamente. Una precisión según la cual la violencia da cuenta de una imposibilidad de ligazón del ejercicio pulsional directo o, mejor, de una imposibilidad de transformar lo pulsional erótico en pulsional tierno o amoroso, lo cual conduce a apropiarse del objeto o del otro sin tener en cuenta ni su existencia ni sus intereses y deseos propios.

De este modo, la violencia «no es del orden del narcisismo ni del yo –aún cuando pudiera entrar en confluencia con éste- sino que se sostiene en el ejercicio de la pulsión, remite al placer pulsional concomitante al acto ejercido sobre el cuerpo ajeno sufriente»20.

Es decir, la satisfacción pulsional que opera en el ejercicio de la violencia no es propiamente una satisfacción de tipo narcisista21, ya que ésta  -según la precisión aportada por Freud de modo especial en Introducción del narcisismo-  remite a una sexualidad ligada en torno al primer objeto totalizado que es el yo y está por tanto conducida por el amor al yo en cuanto objeto pulsional conjuntado; sino una satisfacción por excelencia de tipo autoerótico, que corresponde al modo de funcionamiento de una sexualidad anárquica, no conjuntada o no ligada y con ninguna consideración por el objeto.

Satisfacción autoerótica cuya renuncia sólo por el amor, aportado por el otro que cuida, se va a poder establecer realmente de modo intrapsíquico a través del proceso de la represión originaria, un proceso sujeto necesariamente a los avatares del vínculo con el otro y en cuyo fallo o insuficiente instalación en mayor o menor grado se enraíza tanto tópica como económica  y dinámicamente el ejercicio de la actuación violenta, que siempre supone una falta de interiorización y de simbolización de la renuncia a la satisfacción directa e inmediata de lo pulsional desligado y, por consiguiente, una falta de contención del ataque interno pulsional, que obliga al sujeto a expresarlo tanto hacia el exterior como hacia el interior de modo autodestructivo.

Desde esta óptica, el acto violento no es propiamente  un ataque dirigido desde el yo como tal (o en cuanto instancia intrapsíquica) hacia el objeto, sino desde lo pulsional destructivo, predominante momentánea o estructuralmente en el sujeto, contra la integración-ligazón yoica, convocada siempre al establecimiento de vínculos en los que el yo y el objeto tengan reconocimiento recíproco y espacio diferenciado.

Por tanto, la relación de la violencia con la sexualidad no es a ser entendida en el sentido que apunta J. Bergeret22, cuando relaciona los casos de personalidades estructuradas según el modelo neurótico y edípico con una violencia integrada en el seno de la problemática libidinal (pulsional), a la cual aquella aporta su dinámica poderosa y eficaz. Bien al contrario, la violencia se conecta con aquellos otros casos clínicos en los que «una demarcación adecuada entre la realidad material y la realidad psíquica parece faltar»23  y se puede caracterizar  -tal y como es indicado por J.J. Rassial24- por un anular toda diferencia entre padres e hijos, entre hombres y mujeres, entre objetos inanimados y objetos animados, etc., en cuya situación el otro es reducido a no ser otra cosa que el instrumento virtual de la satisfacción propia. Situación que, en definitiva, remite a un no reconocimiento del propio inconsciente y de su alteridad fundadora (por medio de su separación con lo yoico) o del aparato intra-psíquico y, por consiguiente, de la posibilidad de establecerse como un sujeto con entidad propia y distinta del objeto.

En último término y a mi juicio, la violencia tiene como punto de arranque o se origina en lo que J. Laplanche ha denominado25 “la variante violenta de la implantación”, esto es, en la intromisión de un mensaje parental que cortocircuita la posibilidad de traducir-simbolizar los mensajes parentales (que son tanto verbales como de orden pre y para-verbal) y obliga al sujeto infantil a no poder dar una salida fantasmático-representacional, quedando sólo abierto el camino de la actuación, tanto hacia-contra lo exterior como hacia-contra lo interior. Con lo cual, en lugar de abrirse para el sujeto aquello que por excelencia le caracteriza en cuanto ser simbólico, esto es, la vía de la interiorización de la producción simbólica o el camino del espacio de pensamiento y de reflexión, que supone una integración e interiorización de la alteridad pulsional, el sujeto sólo va a poder disponer de una mera evacuación actuadora de esa dinámica pulsional interna que no se deja metabolizar.

Planteamiento que, por otra parte, permite tomar contacto con lo que el Psicoanálisis ha puesto específicamente de relieve al hablar de la crueldad o de la violencia humana y es que ésta es por excelencia y en primer lugar una autodestrucción, en la medida en que es ante todo una aniquilación de la propia actividad psíquica o de la propia capacidad de pensamiento y, por tanto, de la posibilidad de la construcción de un espacio intrapsíquico propio, no sometido por entero o en gran parte a la ajenidad del inconsciente. En este mismo sentido, A. Green ha indicado que «es necesario...pensar la destructividad no como una simple manifestación exteriorizada sino como una destrucción de los procesos de pensamiento»26.

Freud en la mencionada carta a Einstein oponía a la violencia el camino de las “identificaciones” o el de “ligazones de sentimiento”, es decir, frente al ejercicio pulsional directo sin contención, correspondiente a la acción violenta, está el trabajo de ligazón de lo pulsional.

En el pensamiento psicoanalítico hay una tendencia casi institucionalizada, dado el constante deslizamiento hacia lo genético o hacia lo primero en el orden del tiempo, a establecer siempre la oposición en relación con la naturaleza del objeto (por ejemplo, lo yoico contra lo objetal, lo preedípico contra lo edípico, etc.), cuando el problema parece situarse más en relación con la naturaleza del proceso o con la modalidad de funcionamiento de lo pulsional, que define y caracteriza a la realidad (intra)psíquica humana.

Funcionamiento de lo pulsional que se establece en el ser humano, no de una manera innata y mecánica o por un principio regulador de base que reparte la energía psíquica de modo más o menos homogéneo y contrapuesto, sino sujeto a las vicisitudes históricas de la relación con un otro, en y desde la cual  -dado el poder de éste por ser el que proporciona los cuidados autoconservativos- lo pulsional no sólo se origina abriendo la posibilidad de la construcción del aparato psíquico, sino que también se establece de modo disruptivo, no natural, no espontáneo, no de dentro hacia fuera, sino de fuera hacia dentro, desde el otro hacia el propio sujeto27.

Y eso implica que el establecimiento y el funcionamiento del otro interno (véase lo inconsciente) sea siempre vivenciado como un efecto de los avatares del vínculo con el otro, como aquello que se ha impuesto de algún modo a la fuerza desde el otro y que reclama la devolución de un mayor o menor grado de violencia hacia el exterior y el interior, de acuerdo con el sufrimiento que esa realidad psíquica interna conlleve y con la mayor o menor contención que se vaya estableciendo internamente frente a ese ataque pulsional desbordante.

Desde esta perspectiva y extrapolando lo que el trabajo psicoanalítico permite indagar en la dinámica intrapsíquica singular, podría decirse que las manifestaciones de violencia, tan extendidas actualmente en las relaciones sociales y tan impúdicamente exhibidas en los medios audiovisuales, no sólo son consecuencia de la fuerte violencia que ejerce en este momento la propia sociedad imponiendo por ejemplo, a través de los influyentes medios de comunicación a escala mundial, el pensamiento único o una visión globalizadora sometida al poder del más fuerte económica, científica e ideológicamente sin consideración alguna de la diversidad de los grupos sociales y de los sujetos singulares; sino que también dan cuenta del constante ataque destructivo y desorganizador que se ejerce, tanto a nivel singular como colectivo, contra el permanente e inagotable trabajo de ligazón-interiorización de lo pulsional al que, según el psicoanálisis, todo sujeto humano está convocado en su tarea civilizadora.
 

Notas del autor
1. Un ejemplo paradigmático de esa demanda o convocatoria social lo tenemos en la carta que Einstein, a instancias de la “Liga de las Naciones”, le dirige a Freud en julio de 1932 para consultar su parecer sobre «el más imperioso de todos los problemas que la civilización debe enfrentar», esto es, el de la guerra entre los mismos seres humanos (cf.O.C., Amorrortu, t.XXII, p.183).

2. Entre ellos puede citarse, a modo de un nuevo y último ejemplo, a G. Steiner, considerado en los medios de divulgación cultural (cf. el nº471 del ABC Cultural del 3-2-2001 y Babelia de El País del 10-2-2001) como “el crítico literario y de la cultura más importante de nuestro tiempo” y que define al Psicoanálisis, junto al Marxismo y al Estructuralismo, como un movimiento pseudocientífico que ha tratado de sustituir a la religión, pero que es muy semejante a las iglesias y a la teología que pretende reemplazar. Claro que este crítico puede ser a su vez situado en el marco del llamado por A. Green “reforzamiento actual de las ideologías religiosas y filosóficas, que no toleran el materialismo psicoanalítico” (cf. «Le cadre psychanalytique...», en L’avenir d’une désillusion, p.15-16).

3. Al estilo de la consideración que se ha suscitado en las páginas de “Diálogo” del Newsletter IPA (vol.8, nº1, 1999, p.25-37) a raíz del texto de W. Sofsky «La permanencia de la impotencia. La dinámica de la violencia persecutoria» y que ha llevado a que G. Diatkine (ibid. vol.8, nº2, 1999, p.5) a realizar algunas puntualizaciones a fin de lograr una presentación del punto de vista psicoanalítico sobre la violencia, que sea menos simplista y que diferencie de algún modo la violencia individual de la colectiva.

4. Cf.«Pulsiones y destinos de pulsión», O.C., Amorrortu, t.XIV, p.125.

5. Cf.«El malestar en la cultura», ibid., t.XXI, P.116.

6. Cf.«La agresividad, una cuestión controvertida», Revista de Psicoanálisis de la A.P.M., 1996, nº24, p.45-57.

7. Con lo que eso supone ya no sólo de distorsión, sino de eliminación de lo aportado por el psicoanálisis, para el que el conflicto mental o el sufrimiento psíquico obedece siempre a una dinámica intrapsíquica de orden pulsional o sexual, cuyo doble modo de funcionamiento (ligado u objetal y desligado o destructivo) no sólo da cuenta de la posibilidad del predominio momentáneo o bien más estructural de un modo sobre el otro, sino también de la posibilidad del pasaje del uno al otro y por tanto de una salida sana y constructiva, sin tener que estar a expensas de una dependencia de lo exterior real y/o social.

8. Pesimismo ante el que –a mi juicio- se debe mostrar un abierto “desacuerdo”, como lo ha hecho por ejemplo E. Moreno (cf. «Violencia y destrucción a la luz de la teoría psicoanalítica», Revista de Psicoanálisis de la A.P.M., 1991, nº13, p.67).

9. Cf. cada uno de sus escritos recogidos en la bibliografía.

10. La referencia más conocida y explícita la tenemos en el propio Freud, cuando en su texto de 1930 «El malestar en la cultura» señala lo siguiente: «Esa agresión cruel... desenmascara a los seres humanos como bestias salvajes que ni siquiera respetan a los miembros de su propia especie» (cf. O.C., Amorrortu, t.XXI, p.108).

11. En la línea de lo apuntado por J. Laplanche, cuando habla del «vínculo interno de la crueldad con la sexualidad», que  -a su juicio- «es el verdadero sentido de la introducción por Freud de la pulsión de muerte»(cf.«Homo homini lupus», Rev. Soc. Col. Psicoan.,1998,23,3, p.323- 324).

12. Cf.Ph.Jeammet «La violence à l’adolescence», Adolescence, 15,2,p.1.

13. Se suele repetir la idea de que Freud empleó sólo una vez (cf. P. Ferrari «Psychanalyse et violence» y A. Green «Sources, poussées, buts, objets de la violence», Journal de la psychanalyse de l’enfant, 1995,nº18,p.8 y p.323 respectivamente) este término, pero la acotación no es muy precisa, porque si bien es únicamente en un escrito, el de la carta de respuesta a Einstein en 1932, donde Freud emplea este término, allí lo utiliza sin embargo en más de veinte ocasiones.

14. Cf. «¿Por qué la guerra? (Einstein y Freud)», O.C., Amorrortu, t.XXII,p.183.

15. Ibid., p.187-188. Se puede precisar a este respecto que Freud hace proceder la violencia del poder de una mayor fortaleza del padre de la horda primitiva, mito al que recurre Freud obligado por el imperativo que le impone su propia teorización, al haber abandonado el terreno específico de lo singular por el terreno abstracto de lo universal o de lo supraindividual y a-histórico. Cf. J.Gutiérrez «Complejo de Edipo, amor y muerte», Anuario Ibérico de Psicoanálisis, IV, 1996, 61-92.

16. Cf. las diversas revistas citadas en la bibliografía.

17. Lo cual a su vez permite señalar que la violencia no es un afecto que se origina en el propio sujeto o  -dicho con unos términos que remiten exclusivamente al campo psicoanalítico-  no es un afecto que proceda directamente de una cierta “desintricación de pulsiones” o de una ambivalencia entre amor y odio, de tipo constitucional, existente de entrada y presentada como el elemento o la razón última de la hostilidad.

18. Cf. Freud, la violence et la dépression, p.121-129. A mi juicio, este texto es un ejemplo paradigmático de la confusión, existente dentro del pensamiento psicoanalítico, entre el desarrollo del individuo psicobiológico (objeto de estudio de algunas disciplinas científicas, como la Psicología) y el devenir de la psicosexualidad o de lo pulsional(que sólo el Psicoanálisis toma por objeto de estudio).

19. Cf. «¿Violencia y agresión o bien violencia y represión?», Revista de Psicoanálisis, t.XXVII, 2, 1970, p.281.

20. Cf. S. Bleichmar, Clínica psicoanalítica y neogénesis, p.192.

21. En este punto me encuentro en discordancia con Ph. Jeammet (cf. «La violence à l’adolescence», Adolescence, 15,2,p.7), con cuyo autor coincido cuando señala que la violencia comporta «la destrucción del vínculo con el objeto y la negación de la dimensión subjetiva del otro». Y es que yo no considero que «la violencia es un comportamiento narcisista de defensa de la identidad», puesto que el ejercicio pulsional narcisista  -de acuerdo con un Freud que pudo pensar el narcisismo originario no como algo anobjetal sino fundado en el narcisismo parental-  se sustenta en el reconocimiento de uno mismo por parte del otro y en el establecimiento de un yo, que no se constituye contra el objeto o el otro sino contra lo inconsciente o la alteridad pulsional interiorizada.

22. Cf. op.cit., p.145.

23. Cf. A. Green, «Le cadre psychanalytique...», op.cit., p.43.

24. Cf. Adolescence, 16,1,p.142.

25. Cf. La révolution copernicienne inachevée, p.358.

26. Cf. «Le cadre psychanalytique...», op.cit. p.24.

27. La idea, tantas veces suscitada en el pensamiento psicoanalítico, de que el odio es más antiguo que el amor, se puede entender de modo más preciso en el sentido de que, antes de que se establezca la represión originaria, lo pulsional procedente del otro adulto a raíz de proporcionar al bebé los cuidados para la supervivencia deja a éste sometido a esa dinámica pulsional sin poder ligarla y conjuntarla, de tal modo que, al no disponer de una integración suficiente de la misma, ésta se impone en su modo de funcionamiento anárquico y desligado, lo que da la impresión de que está operando antes que nada el odio, cuando odio y amor son afectos que operan sólo cuando están establecidos el yo y el reconocimiento del objeto.





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* Trabajo presentado en el Congreso de la Federación Europea de Psicoanálisis (Madrid , Abril 2001)

 

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