aperturas psicoanalíticas

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revista internacional de psicoanálisis

Número 011 2002 Revista Internacional de Psicoanálisis Aperturas

Explorando el concepto de Ferenczi de identificación con el agresor. Su rol en el trauma, la vida cotidiana y la relación terapéutica

Autor: Frankel, Jay

Palabras clave

disociación, Ferenczi, Identificación con el agresor, Introyeccion, Masoquismo, Relacion analitica, trauma, Vida cotidiana.


“Exploring Ferenczi´s concept of identification with the aggressor. Its role in trauma, everyday life, and the therapeutic relationship” fue publicado originariamente en Psychoanalytic Dialogues. A Journal of Relational Perspectives, vol. 12, No. 1, p. 101- 139. Copyright 2002 de Analytic Press, Inc. Traducido y publicado con autorización de The Analytic Press, Inc.

Traducción: María Elena Boda
 

    Cuando nos sentimos agobiados por una amenaza ineludible, nos "identificamos con el agresor" (Ferenczi, 1933). Con la esperanza de sobrevivir, sentimos y nos "convertimos" precisamente en lo que el atacante espera de nosotros, en cuanto a nuestra conducta, percepciones, emociones y pensamientos. La identificación con el agresor está en estrecha coordinación con otras respuestas al trauma, incluida la disociación. A la larga, puede volverse habitual y llevar al masoquismo, a la hipervigilancia crónica y a otras distorsiones de la personalidad.

     Pero la identificación habitual con el agresor también ocurre frecuentemente en personas que no han sufrido traumas severos, lo cual hace surgir la posibilidad de que ciertos eventos, generalmente considerados como no constitutivos de trauma, sean frecuentemente experimentados como traumáticos. Siguiendo a Ferenczi, sugiero que el abandono emocional o el aislamiento y el estar sujeto a un poder superior, son eventos de esta índole. Además, la identificación con el agresor es una táctica típica de personas que se encuentran en una posición débil; como tal, desempeña un papel importante en la interacción social en general.

     Y como, de alguna manera, paciente y analista son amenazas intrínsecas el uno para el otro, en parte cada uno ve al otro y se identifica con él como agresor. El resultado es de coaliciones inconscientes: "acuerdos tenues" para evitar áreas de ansiedad en ambos. El proceso de análisis puede ser entendido como la elaboración de estas inevitables coaliciones.

    Él sabía que mientras los ojos de su padre estuvieran puestos en él, debía parecer franco, con los ojos muy abiertos, cándido.- Henry Roth, Llámalo dormir.

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    La identificación con el agresor que propone Ferenczi (1933), es nuestra respuesta cuando nos sentimos agobiados por la amenaza, cuando hemos perdido la sensación de que el mundo nos protegerá, cuando estamos en peligro sin posibilidades de escapar. Entonces hacemos desaparecer nuestro self. Esta respuesta sucede bajo disociación de la experiencia presente: como camaleones, nos mimetizamos con el mundo que nos rodea, exactamente con aquello que nos atemoriza, para protegernos. Dejamos de ser nosotros mismos y nos transformamos en la imagen que algún otro tiene de nosotros. Esto sucede de manera automática.

     El presente trabajo se propone explorar la identificación con el agresor como una respuesta a los traumas, tanto grandes como sutiles, como un fenómeno persistente en las relaciones humanas y en la situación clínica.

El concepto

     Voy a comenzar con una breve pero necesaria clarificación de la definición e historia del concepto de Ferenczi (1933). La mayoría de los analistas asocian el término identificación con el agresor con el uso dado por Anna Freud. El término fue introducido por Ferenczi en 1932(1). Su concepción era muy diferente del uso posterior que Anna Freud (1936) hace del mismo, el cual denota cómo "personificando al agresor, asumiendo sus atributos o imitando su agresión, el niño se transforma a sí mismo de la persona amenazada en la persona que profiere la amenaza" (p.113).

     Para Ferenczi, se trataba de un concepto extenso en dos sentidos: describía el penetrante cambio en el mundo perceptual de una persona, más que el evento limitado que discutía Anna Freud, y hablaba más de protegerse realmente a sí mismo que de sentirse simplemente más seguro. He aquí el concepto de Ferenczi: explorando los recuerdos tempranos de sus pacientes adultos que sufrieron abusos siendo niños, Ferenczi (1933) halló evidencias de que los niños que son aterrorizados por adultos que están fuera de control, "se someterán como autómatas a la voluntad del agresor para adivinar cada uno de sus deseos y gratificarlos; completamente olvidados de sí mismos, se identifican con el agresor... La personalidad débil y poco desarrollada reacciona al displacer súbito no con defensas, sino con una identificación guiada por la ansiedad y por introyección del agresor o persona amenazante" (pp. 162-163, el pasaje completo figura en cursiva en el original - sic -). (2) El niño "deviene uno" (p.165) con el atacante.

     Aquí Ferenczi describe tres acciones virtualmente simultáneas que constituyen la identificación con el agresor. (Voy a postergar brevemente mi discusión acerca de la introyección, que Ferenczi también menciona en este pasaje). Primero, nos sometemos mentalmente al atacante. Segundo, este sometimiento nos permite adivinar los deseos del agresor, penetrar en la mente del atacante para saber qué está pensando y sintiendo, para poder anticipar exactamente lo que el agresor va a hacer, y de esta manera saber cómo maximizar nuestra propia supervivencia. Y tercero, hacemos aquello que sentimos que nos salvará: por lo general, nos hacemos desaparecer a nosotros mismos a través de la sumisión y una complacencia calibrada con precisión, en sintonía con el agresor. Todo esto sucede en un instante. El resultado final con frecuencia es el opuesto a lo descrito por Anna Freud (1936): complacencia, acomodación y sumisión en la situación amenazante, más que agresión desplazada a un tiempo posterior o a otro campo de batalla.

     ¿Cómo funciona la identificación con el agresor? El niño, esforzándose constantemente en vivir interiormente y descifrar la experiencia de la otra persona (e.g., Ferenczi, 1933, p.165), llena el vacío dejado por la disociación de sus propios sentimientos y percepciones con una inteligencia sobrecalentada y siempre alerta. De esta manera, trata de anticipar los peligros que puedan provenir del atacante para poder eliminarlos.  Ferenczi (1930 - 1932, p. 262; 1932, pp. 81, 89, 139,203, 214) describió el desarrollo precoz instantáneo de hipersensibilidades, superinteligencia, incluso de clarividencia, cuyo propósito es el de valorar el entorno y calcular la mejor manera de sobrevivir. Conocer al agresor "desde dentro" en un puesto de observación tan cercano, permite al niño calibrar con precisión en cada momento cómo apaciguar, seducir, o bien desarmar al agresor. Sin que medie un pensamiento consciente, descubre rápidamente las habilidades precoces que se necesitan para la tarea (e.g., Ferenczi, 1933, pp. 164 - 165). (3)

     La identificación con el agresor también incluye sentir lo que se espera que uno sienta, lo cual puede significar tanto sentir lo que el agresor quiere que sienta su víctima particular, o sentir lo que siente el propio agresor. (4)El niño puede incluso compartir el placer que el abusador obtiene haciéndole daño: Ferenczi (1932) observó que un niño traumatizado puede "volverse tan sensible a los impulsos emocionales de la persona a quien teme, que siente la pasión del agresor como propia. Así, el miedo... puede volverse... adoración" (p. 91). Un fenómeno similar, donde las personas carecen de poder frente a la amenaza y complacen, no sólo con su conducta, sino también con sus emociones, es el "síndrome de Estocolmo", en el cual los prisioneros desarrollan sentimientos de simpatía, protección, atracción, incluso amor hacia sus captores. Sintiendo igual que la otra parte, pienso que nos permite representar el papel requerido sin tacha. Aunque siempre hay una parte de la propia percepción que permanece y se resiste a rendirse a la identificación, no importa lo perdida que pueda parecer (pp. 17,19,113).

     Recientemente, Davies (2000), ha descrito en términos vívidos su apreciación similar de los efectos de este proceso de identificación como respuesta al trauma:

     “El aspecto más particularmente devastador del abuso en la infancia es la penetración y clausura de la mente que sucede cuando se depende física y emocionalmente de otro que viola y explota , cuando... una persona tiene concedida la autoridad de controlar y definir la realidad del otro, incluso cuando la definición de esa realidad subsista en duro contraste con la experiencia real vivida por la persona” (p. 219).

     ¿Por qué llamó Ferenczi a este proceso identificación si no estaba hablando de imitación del agresor? Racker (1968), nos puede ayudar aquí con su delineación de dos tipos de identificación, concordante y complementaria. Al conocer al atacante desde dentro, la víctima moldea su propia experiencia según la propia experiencia del atacante, que es lo que Racker llama identificación concordante. Haciendo esto, la víctima aprende qué quiere el atacante que ella sea y se ve conducida a identificarse, en su conducta y sentimientos, con el objeto interno del atacante, su "otro". Esta identificación complementaria lleva luego a la complacencia con el agresor. Como ejemplo de esta distinción, si estoy con alguien que está siendo ultrajado por una injusticia y yo respondo sintiéndome también ultrajado, he hecho una identificación concordante. Si estoy con la misma persona ultrajada pero en cambio me siento culpable, como si yo hubiera causado daño a esta persona, lo que he hecho es una identificación complementaria. Así, la identificación con el agresor puede tomar ambas formas, concordante y complementaria.

     En otro trabajo (Frankel, 1993a, b), he descrito cómo las confabulaciones inconscientes que inevitablemente caracterizan la relación terapéutica se configuran en la base de identificaciones concordantes y complementarias. Davies y Frawley (1994), han delineado con gran detalle de qué manera el abuso sexual en la infancia conduce a ciertas configuraciones típicas de transferencia - contratransferencia basadas en identificaciones complementarias.

     La descripción de la identificación que hace Seligman (1999), nos ayuda a ver cómo el concepto se extiende más allá de la idea de comportarse como algún otro. Propone que esa identificación "es con un sistema de relación diádica más que con un rol singular o, dicho de otra manera, es como la orientación de la propia subjetividad hacia la díada relacional de ser-con-otro, caracterizada por oscilaciones entre una posición y la otra" (p. 141). Los modelos de identificación "no se describirían mejor en términos que especifiquen los atributos particulares [de la otra persona] involucrados, sino más bien en términos del ámbito que abarca el proceso interaccional" (p.140). La articulación que hace Seligman del concepto, sostiene la idea de que identificación significa que la propia experiencia deriva de, y está plasmada, definida y limitada por los parámetros de una configuración relacional particular, sin necesariamente incorporar los atributos de otra persona. Más específicamente, en la identificación con el agresor, los parámetros que definen el propio mundo experiencial no han sido negociados entre los participantes en una relación interpersonal; han sido más bien importados directamente de la mente de la otra persona amenazante.

     En el pasaje de Ferenczi que cité antes, distinguía realmente dos mecanismos, identificación e introyección, que pienso que son dos caras de una misma moneda, pero estas dos palabras nos conducen a diferentes aspectos del proceso. De la manera en que yo entiendo el uso que hace Ferenczi de estos términos, identificación significa tratar de sentir algo que algún otro siente, esencialmente, entrando en la cabeza del otro, moldeando la propia experiencia en la del otro.(5)En el caso de alguien que se siente amenazado, la identificación es un camino que guía la propia adaptación a la persona atemorizante.(6)La introyección se refiere a incorporar una imagen del atacante en la propia cabeza.(7) El hacer esto puede ayudarle a uno a sentir que controla la amenaza externa, sentir que la amenaza ha sido transformada en algo interno más manejable; lo que Fairbairn (1943) llamaba internalización del objeto malo.

     Hay un tercer concepto, el de disociación, que Ferenczi enfocó como una respuesta al trauma. Brevemente, la comprensión de Ferenczi de la disociación es similar a la de otros autores; él ve la disociación como la expulsión de la percepción inmediata de la experiencia de aquello que resulta intolerable.

     En este punto, abandono mi explicación de las ideas de Ferenczi para proponer mi propio entender acerca de cómo la disociación, la identificación y la introyección a menudo operan como una unidad durante el trauma. ¿Cómo funciona esto? Durante un ataque opresivo e ineludible, la víctima se rinde al atacante. Renuncia  a su propio sentido del self y a sus reacciones y sentimientos personales, es decir, disocia grandes porciones de su propia experiencia, tanto por resultarle intolerable como porque representa un peligro real (lo discutiré brevemente). Con la esperanza de que le será permitido sobrevivir, la víctima utiliza su capacidad de identificación para rehacer su mente y su conducta adecuándolas a una imagen apropiada para la mente del atacante. Al mismo tiempo, pone en su propia mente (introyecta) aspectos de la realidad externa y crea fantasías que le permitan vivir con lo que está sucediendo y con lo que sucedió.

Los objetivos y las consecuencias de la introyección

     A pesar de las apariencias, durante la situación traumática el propio self y las propias esperanzas de creer en objetos buenos no han sido desechados: viven en el propio mundo interno de introyectos. El introyectar los aspectos no abusivos de los padres es un intento de preservar las partes buenas de esa relación, un intento de "regresar... al estado de felicidad que existía antes del trauma, trauma que se esfuerza en anular" (Ferenczi, 1933, p. 164). Estos introyectos se transforman en un tesoro enterrado en un lugar secreto.

     Pero no sólo se introyectan los aspectos parentales buenos; también los aspectos malos y abusivos. Como yo lo veo, el introyectar al abusador nos permite continuar nuestra lucha contra él. En nuestra mente, el agresor (una imagen del agresor, el agresor introyectado) está disponible para nosotros; es nuestro. En la fantasía, con frecuencia en la fantasía inconsciente, continuamos interminablemente la batalla que no nos atrevemos a sostener en la realidad. El trauma y la humillación de tener que rendirnos en la realidad puede incluso llevarnos a no abandonar nunca la batalla interna y llevarnos a  encarrilar nuestros esfuerzos a subyugar o conquistar a nuestro agresor, ya sea en nuestra mente o proyectando su imagen en delegados designados en el mundo externo para luego luchar contra ellos. Podemos intentar doblegar a nuestro enemigo interno por dominación o, más hábilmente, por sumisión, pero continuará persiguiéndonos; no podemos vencerlo nunca de verdad, porque realmente nos ha abatido, al menos en un momento de nuestras vidas. (8)

     De esta manera, como yo lo veo, la introyección no sólo nos ayuda a hacer frente a los sentimientos traumáticos, sino que también perpetúa nuestra experiencia del trauma. Y esta experiencia de trauma perpetuo se convierte en una raison d'être (una razón de ser; en francés en el original, N.T.) para nuestra respuesta traumática continuada. Ya la identificación con el agresor y la disociación se vuelven habituales y refractarias. Aquí hago una distinción explícita entre lo que Ferenczi llama identificación con el agresor en el momento, y como un modo de vida.

     Ferenczi (1933), percibió que el aspecto más dañino de la identificación con el agresor es lo que llamó la "introyección de los sentimientos de culpa del adulto" (p. 162). El niño víctima de abuso se echa la culpa a sí mismo por lo sucedido y se siente malo. Este niño se ha identificado con la maldad del abusador y probablemente con la percepción del abusador de que el niño es malo. El término de Ferenczi implica que todos los abusadores sienten culpa, lo cual no es cierto. Pero la introyección está ciertamente involucrada cuando un niño asume la maldad del agresor, porque ese niño internaliza y reorganiza los hechos abusivos reales en su mente para convertirse a sí mismo en el causante de su propio abuso. Este sentimiento grandioso de control es preferible a encarar la realidad de ser una víctima desamparada.

La relación de disociación y disociación mutua en la identificación con el agresor

     La identificación con el agresor y la disociación están inextricablemente entrelazadas y se sostienen mutuamente. En el momento del trauma, la disociación vacía la mente de la propia experiencia, incluyendo percepciones, pensamientos, sentimientos y la sensación l de vulnerabilidad. (9)  La disociación también puede separar sólo parte de lo que está en la mente de una persona. En cualquier caso, creo que la disociación de la experiencia emocional puede desempeñar dos funciones: primero, nos aleja de la insoportable experiencia de dolor o miedo; segundo, nos ayuda en nuestra adaptación aislando selectivamente sólo aquellos sentimientos que pudieran suponer una amenaza en la situación inmediata si fuesen expresados. De esta manera, la disociación participa junto con la identificación con el agresor en la tarea de adaptación: la identificación nos informa cuáles de nuestros sentimientos son peligrosos en la situación presente, y la disociación destierra estos sentimientos de la conciencia. (La identificación también sustituye estos sentimientos peligrosos por otros que juzgue necesarios en la situación actual.) Por ejemplo, un niño puede disociar sus sentimientos de miedo, sin demostrarlos o incluso sin sentirlos porque sabe, a través de la identificación con el agresor, que demostrar sus sentimientos provocará un ataque más intenso del perpetrador. El simple hecho de sentir miedo acarrea la posibilidad de demostrarlo. El disociar (y por lo tanto no demostrar) el miedo puede amedrentar al atacante; o también el atacante, viendo que su intimidación no está obteniendo una respuesta atemorizada, puede perder su interés sádico. De esta manera, la disociación es una vía para negociar con la influencia de la realidad amenazante. Se siente lo que se debe sentir para resultar convincente en el rol que nos va a salvar.

     Cuando era un niño, Joe, uno de mis pacientes, era crónicamente atormentado y sojuzgado de forma severa por su padre. Su padre quería que Joe fuera fuerte y duro, y sistemáticamente lo entrenaba para no demostrar nunca vulnerabilidad o miedo. Una vez, cuando Joe tenía diez años de edad, su padre hizo como si fuera a cortarle el cuello al perro de Joe y obligó a su hijo angustiado y aterrorizado a mirar. Sólo cuando Joe dejó de llorar, cuando dejó de intentar salir corriendo y se comportó como un hombre valiente y duro, el padre dejó el cuchillo y le permitió al perro vivir.

     Ahora, siempre que Joe es abordado agresivamente, ya sea de una manera sutil o manifiestamente atacante, su estado habitualmente ansioso se intercepta. Se siente fuerte, de hecho, invulnerable. Su rabia comienza a aumentar hasta un punto donde no está seguro de poder controlarla, aunque nunca pierde el control; el hacerlo sería una pérdida de posición en su interminable competencia por un sentimiento de superioridad personal respecto a otras personas. No siente miedo, es incapaz de sentir miedo. La disociación de sus sentimientos de miedo le permite a Joe presentarse a sí mismo como se siente conscientemente, enfadado y sin temor, y esta conducta tiene un efecto realmente intimidatorio sobre los demás. (10) Junto a su disociación, su continuo y vigilante escrutar y leer los sentimientos y las intenciones de los otros y su bien desarrollada habilidad de "identificación con el agresor", le proveen una retroalimentación constante, permitiéndole graduar y ajustar su intimidación de modo que nunca es obvia y nunca aparece como intencionada.

     El ejemplo de este caso ilustra la influencia recíproca y la dependencia mutua de la disociación y la identificación con el agresor. La disociación despeja el camino para la identificación con el agresor vaciando la mente de reacciones emocionales espontáneas, de modo que podemos sentir lo que debemos. Recíprocamente, la identificación con el agresor orienta a la disociación y la estructura: a través de la identificación conocemos los sentimientos del agresor, y este conocimiento se convierte en una guía para lo que podemos sentir y expresar de forma segura y también para lo que debemos extirpar de nuestra persona externa y de nuestra experiencia interna. La disociación y la identificación con el agresor trabajan juntas, de manera coordinada y sosteniéndose mutuamente. Juntas, no sólo crean maneras de sentir seguras, sino que también ejercen una influencia activa sobre los otros.

     La disociación puede ser específica para ciertas percepciones y pensamientos, no sólo emociones. Alguien puede borrar algo de su conciencia porque sabe que lo conduce al temor de revelárselo al agresor. (11) La autoconciencia es un gran peligro, ya que puede llevar a una autorrevelación fatal. Puede ser más fácil erigir una barrera contra la percepción o el conocimiento de algo que el prevenirse a uno mismo para no decir algo que se sabe. El resultado es que la persona traumatizada construye una narrativa privada de su vida que deja fuera algunas cosas y exagera otras.

     El modelo que estoy proponiendo deja claro que la disociación es más que la creación de una muralla que aísla las áreas perturbadoras de la experiencia. Junto con la identificación con el agresor, forma parte de un proceso en curso (que se corresponde con la situación actual, guiado por la evolución de una comunicación inconsciente y perpetuado por motivos actuales) de anticipación y evitación de lo que uno supone que es el peligro del mundo real  (no sólo los sentimientos perturbadores) que podría ocurrir si ciertos pensamientos o sentimientos fuesen experimentados y consecuentemente (inevitablemente) expresados en la situación presente.

     Davies (1998), debate la distinción entre disociación y represión. La represión tiene la "misión inconsciente de mantener ciertas experiencias total y permanentemente fuera de la conciencia, en tanto que [la disociación] pone de relieve el fallo en la integración de ciertas experiencias interpersonales incompatibles y el splitting vertical de la conciencia en centros independientes de interconexión asociativa" (pp. 58-59). De lo que estoy hablando aquí es de disociación, porque pienso que involucra ideas y sentimientos que son fundamentalmente incompatibles, incluso peligrosos, en una situación interpersonal particular. No pueden nunca estar integrados con la experiencia del self en esa situación y por lo tanto deben mantenerse fuera de la conciencia cuando se está en esa situación. El resultado es un centro de conciencia asociativo, que incluye una experiencia del self, que es específico para esa situación. Incluso si hemos tomado conocimiento e integrado estas mismas ideas y sentimientos en un estado del self más habitual, cuando nos encontramos frente a una nueva situación amenazante, estas experiencias pueden convertirse en algo nuevo y totalmente diferente; su significado cambia con el contexto. Por ejemplo, lo que era una percepción confortable cuando uno estaba en suelo seguro puede repentinamente volverse peligroso en territorio enemigo, algo que no se debería conocer nunca y nunca fue conocido, desde ese estado del self. (12)

     Esto se corresponde con la idea de que los estados del self de un individuo son realmente eventos interpersonales: los estados afectivos de dos personas en interacción covarían de una manera coordinada. Lo mismo que sus disociaciones. Janice Earle (1997), ha descrito un evento misteriosamente similar al de mi paciente Joe. Una mujer a quien ella estaba tratando cayó en un estado de disociación cuando su vida se vio amenazada por su ex-novio, quien aparentemente estuvo a punto de matarla con un cuchillo. El estado disociado de esta mujer pareció "desarmar" al novio. Dejó su cuchillo y se fue sin hacerle daño. Earle piensa que el estado despersonalizado de su paciente indujo un estado disociativo en el novio. ¿Podemos hablar de "disociación proyectiva" como un caso especial de identificación proyectiva?

     Un fenómeno similar, aunque menos dramático, puede tener lugar en la relación analítica. Un paciente puede hablarle al terapeuta de una manera que excluya al terapeuta de la conexión personal con la experiencia del paciente; el terapeuta se siente desapegado y aburrido, tal vez somnoliento. En un caso así, el paciente puede inconscientemente estar actuando como su preocupada madre, llevando al terapeuta a identificarse con la experiencia del paciente de niño desatendido. Este paciente puede estar procurando de esta manera evitar y tomar distancia de su experiencia de ser un niño abandonado pero, en otro nivel, al adormecer al terapeuta hasta el sopor re-crea para sí mismo otra madre negligente, esta vez en la figura del terapeuta (precisamente la situación traumática que estaba esforzándose en evitar). Ambos, el paciente y el terapeuta, se han convertido en madres preocupadas y traumatizantes; ambos también son ahora como niños desatendidos. En ambas posiciones se han "dis-asociado" ("dis-associated") tanto de sus propios sentimientos, como el uno del otro. (Las configuraciones de transferencia-contratransferencia que tan típicamente suceden en el tratamiento de personas que han sufrido abusos sexuales siendo niños, incluyendo padres negligentes-niños desatendidos, han sido discutidas por Davies y Frawley, 1994).

     Bromberg (1996), nos da una visión de cómo la disociación mutua no es sólo un evento ocasional, sino un fenómeno clínico virtualmente continuo. Bosquejando sus ideas acerca de la multiplicidad de los estados del self, discute cómo “un analista cambiará inevitablemente su estado del self cuando el paciente cambie el suyo... La disociación como un proceso hipnoide... cualquier retirada no anunciada del campo [interpersonal] por cualquiera de los dos, va a resultar disruptiva para el estado mental del otro. Así, cuando empieza una puesta en acto (enactment) (no importa por quién sea iniciada), ningún analista puede entonar inmediatamente con el cambio en la realidad del aquí-y-ahora, e inevitablemente se convierte en parte del proceso disociativo... Está con frecuencia en un estado hipnoide cualitativamente similar al del paciente... las palabras [del paciente] empiezan a adquirir una cualidad "irreal", y esto es lo que frecuentemente "despierta al analista" a la evidencia de que algo "está pasando" (p.527)”.

     El analista, junto con el paciente, ha estado "dormido" acerca de algo que estaba pasando entre ellos. Un terapeuta puede simplemente no notarlo, no pensar el ello, no darse cuenta de un sentimiento, no responder de la manera en la que implícitamente se le ha solicitado que no responda por medio de una comunicación inconsciente del paciente. El paciente le señala al terapeuta que no asuma cierto rol o que haga algo determinado (por ejemplo: que no confronte, que demuestre interés o empatía) e implícitamente recompensa y castiga al terapeuta para asegurar la complacencia.

     Antes de terminar esta sección, quiero agregar unas pocas palabras acerca de la disociación y la introyección. Primero, estas dos defensas pueden funcionar concertadas. Mientras que la disociación se esfuerza por evitar un peligro presente (y de esta manera implícitamente lo reconoce), también niega este peligro, específicamente negándole el sentimiento de ser real. Así, esto implica una privada grandiosidad en la actitud de uno hacia el otro ("Tú no  puedes realmente hacerme daño"). En este sentido, la disociación facilita la introyección del agresor; él está dentro y bajo mi control, ya no es más una amenaza real. La lente de la disociación aleja el sentido de realidad de la realidad traumática y en su lugar le adjunta un sentimiento de fantasía, sirviéndole de puente para la introyección de la experiencia: permite sentir los eventos reales y externos como si fuesen una fantasía privada y controlable.

     Finalmente, la identificación con el agresor no es, por supuesto, una vía  segura para protegerse a sí mismo; a veces no hay manera de disuadir a un atacante. En ese caso, el único recurso es encontrar una manera de tolerar la experiencia insoportable, lo cual se lleva a cabo disociando e introyectando el hecho traumático.

Consecuencias a largo plazo de la identificación con el agresor

     Un niño que vive en temor (13)es probable que se vuelva alerta hacia todas las personas y situaciones potencialmente peligrosas. Para el niño hacer frente a esta percepción, la identificación con el agresor, la disociación y la introyección, pueden persistir como tendencias en la relación con personas que han aparecido con posterioridad. Estas tendencias se pueden poner de manifiesto de diferentes maneras. Ferenczi (1932, pp.91, 104, 167, 172, 177; 1933, pp. 163, 165-166) vio el masoquismo, en sus variados aspectos, como un resultado esperable a largo plazo en gente que se ha acostumbrado a identificarse con el agresor. Esencialmente, la identificación con el agresor se institucionaliza como un modo general de relacionarse con la gente. Además del afán de echarse la culpa, Ferenczi (1933) enunció el sometimiento, la provocación del agresor, el autosabotaje y la seducción del agresor como estrategias masoquistas posibles diseñadas para ejercer influencia en los otros de una manera sutil, encubierta o indirecta por personas que han renunciado al sentimiento de que pueden lograr sus objetivos de una manera más directa. (14)

     Ferenczi (1932, pp. 178, 190), también observó que la falta de convicción acompaña con frecuencia los recuerdos de personas que han sido víctimas de abusos siendo niños. Este déficit puede deberse a la continuidad del prestigio y de la credibilidad del agresor/figura parental introyectado (ver Fairbairn, 1943), cuya visión de los eventos clave frecuentemente contradice la propia percepción de la persona. Este sentimiento de autodesconfianza puede extenderse a otros aspectos de la propia experiencia. Algunas personas sienten que necesitan ser continuamente validadas por otros acerca de lo que ya saben por sí mismos. De hecho, la identificación crónica con el agresor puede conducir a una situación en la cual las creencias del agresor toman el lugar de las propias, y las creencias de uno mismo ya no pueden emerger de la propia experiencia. La narrativa acerca de la propia vida no deriva de la experiencia personal sino del relato de algún otro. El concepto tardío de Sullivan (1953) de desatención selectiva y la discusión de Bowlby (1980, cap. 4) acerca de las consecuencias patológicas de la divergencia entre los sistemas de la memoria episódica y la memoria semántica (i.e. narrativa) sugiere que esta discrepancia entre la propia experiencia y las propias creencias acerca de uno mismo y del mundo pueden verse como una medida de la psicopatología (ver también Davies, 2000).

     A lo largo de estas líneas, Ferenczi (1933) también habla acerca de cómo una víctima de abusos puede volverse "un autómata obediente, mecánico" (p. 163), perdiendo el sentido de personalidad propia y autenticidad interior. (15) La otra cara de esta moneda es que uno puede, de forma refleja, situarse en la mente de cualquier persona próxima, escrutando y evaluando a todos como una posible amenaza, sintiendo que la repetición del propio trauma se encuentra a la vuelta de cada esquina y transformándose en lo que haga falta para protegerse a sí mismo; un estilo perceptual traumático de un estudio vigilante y continuo de las otras personas para descifrar si poseen el sentimiento, el motivo, la intención de aquello que uno ha aprendido que es peligroso. Esta manera tendenciosa de escudriñar bajo presión a los otros, paradójicamente, da como resultado una tremenda sensibilidad y una enorme ceguera frente a los motivos de los demás. Todo esto sucede de forma automática, inconsciente e instantánea. Las habilidades para leer en los otros (superinteligencia, hipersensibilidad, incluso [de acuerdo con Ferenczi, 1930 - 1932, p. 262; 1932, pp. 81, 89, 139, 203, 214] clarividencia) se han desencadenado en el momento del trauma y permanecen como partes de la personalidad (Ferenczi, 1930 - 1932, p. 272; 1932, pp. 89, 203; 1933, p.165).

     Me gustaría agregar algo a las ideas de Ferenczi acerca de las consecuencias a largo plazo de la identificación con el agresor. Por ejemplo, he observado que a veces se puede desarrollar, junto a esta hipervigilancia, una rígida resistencia a ser influenciado por otros. Esta resistencia puede ocurrir en reacción al propio sentimiento de vulnerabilidad para identificarse con otros y la consecuente dificultad para discriminar quién es bueno y quién es malo. Pero ya sea que la hiperatención hacia los sentimientos de los otros esté acompañada de una resistencia a la influencia o no, el resultado es el de la pérdida de la propia espontaneidad emocional, y el sentido de autenticidad de los propios sentimientos y de la propia conducta se encuentran comprometidos (Ferenczi, 1932, p. 203; Meares, 1993, p. 115).

     Otra consecuencia de la identificación crónica con el agresor es que las víctimas pueden convertirse a su vez en agresores, como enunció Anna Freud (1936), aunque esto sucede frecuentemente de forma sutil. Así como el agresor original no puede tolerar que sus víctimas sean diferentes de lo que el agresor necesita, a su vez, las personas que han sido víctimas pueden no ser capaces de tolerar diferencias en los otros; las diferencias podrían resultar  peligrosas. Así, sus intentos encubiertos de influir en otros acarrean apremio y a veces agresividad. Una consecuencia a largo plazo de la identificación con el agresor puede ser un ruidoso o delicado fascismo propio, con intolerancia. En demostraciones experimentales de cómo las víctimas se convierten en agresores, los investigadores (Main y Hesse, 1990; Lyons-Ruth, Bronfman y Atwood, 2000; ver también Seligman, 1999, pp. 138-139) descubrieron que las madres que no habían resuelto sus propios pasados traumáticos podían ser candidatas a interactuar con sus niños de un modo que llegara a crear un miedo intolerable en ellos, esencialmente forzando su propio estado mental en la mente de sus hijos, no dejando espacio para la propia experiencia autogenerada y espontánea del niño. Las madres, una vez víctimas, se han transformado ahora en perpetradoras. El trabajo de Ferenczi (1932) con Elizabeth Severn es una demostración clínica de esta transformación, ya que ella fue víctima en su pasado y posteriormente una tirana para Ferenczi.

     Pienso que la identificación con el agresor también puede contribuir a otros desórdenes de la personalidad. Por ejemplo, la hiperatención hacia los sentimientos de los otros puede conducir a maniobras histéricas: aquí, la ansiedad constante acerca de las intenciones de las otras personas es enfrentada mediante los esfuerzos para controlar a los otros a través de manipular sus emociones, teniendo como base la bien entrenada habilidad para percibir sus vulnerabilidades. Estas maniobras pueden aparecer como seducción, vulnerabilidad, intimidación, pérdida de control o incluso psicosis. Esencialmente, al tratar de manipular la agenda emocional más que siendo vulnerable a ella, la persona asume un rol activo en las interacciones con otra gente, aunque los otros continúen siendo experimentados como más poderosos, como los sujetos activos reales de la situación. Así, esta manera histérica de hacerse cargo puede dar una sensación de influencia que es sentida como inconsistente o fraudulenta.

     Creo que la identificación con el agresor también puede dar como resultado desarrollos obsesivos y compulsivos. En estos casos, uno ha renunciado de forma más o menos permanente a la posesión de la propia mente,  transformándose en un empleado de la misma. No se siente ninguna autoridad para establecer un conflicto interno por su cuenta o tomar una decisión independiente. El resultado es la rumiación y la duda, sintiéndose sin derecho a resolverla, o actos compulsivos repetitivos, sentidos como divorciados de los propios deseos, como si estuvieran dirigidos por un poder externo.

     Por ejemplo, un chico que sufría de rumiaciones y compulsiones llegó a su sesión refiriendo que su padre le había dicho de qué tenía que hablar. Su terapeuta le preguntó si eso era de lo que él quería hablar. La pregunta sorprendió al chico; sintió que eso era una incitación a la desobediencia, ya que se suponía que él no iba a hablar de lo que quisiera sino de lo que había sido instruido para hablar. Cuando el terapeuta y el niño exploraron esto, apareció que el chico sentía como si su padre estuviera sentado en su hombro, atisbando dentro de su cabeza, de modo que él no podía tener ningún pensamiento que pudiera no ser aprobado por su padre, no tenía privacidad ni siquiera en su propia mente. Simplemente el considerar y jugar con la posibilidad de que su mente fuera de su propiedad y que él pudiera decidir en qué pensar o no, y qué decir o no, resultó estimulante para este chico. Este insight marcó el comienzo de una dramática reducción de sus obsesiones y compulsiones. Una paciente adulta presentó una experiencia similar: refirió el sentimiento de que su mente había sido decorada por su madre.

La identificación con el agresor como fenómeno muy extendido y una nueva mirada al trauma

     La identificación con el agresor es un fenómeno muy extendido cuya acción, al menos en cierta medida, no se restringe a gente que haya sufrido traumas severos. Pienso que su extensión nos empuja hacia  el punto de vista de que algunos grados o elementos del trauma han representado un papel importante en la vida de muchas personas, en cuya historia el trauma no aparece como prominente.

     ¿De qué manera es la identificación con el agresor un fenómeno extendido? Primero, la identificación con el agresor, en una escala moderada, es una táctica universal utilizada por personas que están en una posición débil o desamparada como una manera de enfrentarse con otros que son vistos como más fuertes y, por lo tanto, como una amenaza. Los experimentos de Milgram (1963), en los que alguien, que se hace pasar por un "investigador" autoritario, logra frecuentes éxitos en captar sujetos (que no han sido seleccionados basándose en una historia de trauma) para administrar lo que ellos piensan que son choques eléctricos dolorosos a otra persona, incluso cuando el hecho de hacerlo resultara muy inquietante para los sujetos, demostraron cuan extendida es la tendencia a complacer a la autoridad, incluso cuando la complacencia ofende seriamente nuestros propios valores.

     Iré más allá al proponer que la identificación con el agresor puede ser vista como influyente en las vidas de muchos, tal vez la mayoría, de los pacientes que acuden a nosotros para psicoterapia. Los siguientes ejemplos clínicos breves nos sugieren cómo la identificación con el agresor se ha vuelto prominente en el funcionamiento interpersonal de un amplio rango de personas cuyas historias incluyen sólo "traumas normales", más suaves, no habiendo sufrido ninguna de estas personas crasos abusos físicos o sexuales.

     *Tom, un hombre sensible cuya madre estaba frecuentemente deprimida cuando él era un niño y cuyo complicado padre abandonó a la familia siendo pequeño y que rechazó a Tom por no ser un "chico duro", desarrolló una fuerte sensibilidad hacia lo que la gente quería o esperaba de él. Tom tendía a complacer las expectativas que los demás tenían de él y a descartar sus propios sentimientos y percepciones, y plegarse a los puntos de vista que aquéllos sostenían. Por ejemplo, el supervisor del trabajo de Tom una vez se puso serio e interrogó incisivamente a Tom cuando éste le dio unas hojas que requerían la firma del supervisor. A pesar de que Tom sabía que estaba haciendo lo correcto, sintió que había hecho algo estúpido, sólo por la manera en la que el supervisor lo había tratado. Sólo más tarde, cuando estaba hablando del incidente en su sesión de terapia, Tom cayó en la cuenta de que el supervisor estaba encubriendo su propia turbación e ignorancia acerca de esos papeles actuando de una manera áspera y acusatoria. La terapia de Tom fue marcada regularmente por realizaciones como ésta: cómo él se plegaba a los puntos de vista de otros acerca de sí mismo e ignoraba sus propias percepciones e inteligencia.  De hecho, Tom desarrolló el talento de desechar sus propios pensamientos y sentimientos con una pequeña sensación de resistencia interna si había alguna probabilidad de que pudieran llevarlo a entrar en contradicción con alguien más. Un resultado era que frecuentemente se sentía crédulo y "estúpido". El análisis ayudó a Tom a empezar a darse crédito y a sentir realmente sus sentimientos contradictorios.

     *Ann, una mujer de mediana edad, fue educada por un padre que parecía estar orgulloso de tomar decisiones arbitrarias acerca de sus hijos y no dejarse influenciar por nadie, y por una madre retraída, preocupada, y cuya preferencia por Ann respecto a sus tres hermanos fue ocultada y desautorizada. Siendo adulta, Ann muchas veces se esmeraba en marginarse, en ser discreta y en intentar pasar desapercibida, como si continuara en connivencia con los designios de su padre para impotentizarla y con los requerimientos de su madre de ocultar sus demandas de atención y trato especial. Otras veces, cuando crece el resentimiento de Ann por permitir que la hagan a un lado, puede volverse ansiosamente asertiva con los demás, algo que tentativamente comenzó a hacer en la adolescencia.

     Pero no es sólo en la conducta de Ann, sino también en su experiencia interna, donde parece estar identificada con las expectativas de sus padres de que permanezca desapercibida. Con frecuencia duda internamente incluso de aquellas percepciones de las cuales parecería estar segura cuando se la escucha hablar. Por ejemplo, Ann habló una vez acerca de un primo, que era abogado. Ocasionalmente daba breves conferencias sobre la ley o actuaba de una manera pedante. Aunque ella retrataba a su primo exactamente en estos términos (¡y enérgicamente!), no fue sino hasta que el terapeuta le hizo un comentario espontáneo, que aparentemente validaba la caracterización que ella había hecho, que Ann de repente creyó realmente lo que había dicho acerca de su primo. Fue impactante para ambos, tanto para Ann como para su terapeuta, que Ann realmente no creyera en sus propias percepciones, tan claramente articuladas, hasta que el terapeuta se hizo eco de ellas.

     *Jack es un hombre joven cuyos padres se divorciaron cuando él era un niño. Durante muchos años, la madre de Jack estuvo preocupada por su propio dolor acerca de su divorcio. Posteriormente, Jack desarrolló una tendencia a sobreempatizar con la gente, incluso si no le gustaban o no estaba de acuerdo con ellos, exactamente de la manera en que se había sentido compelido a hacerlo con su madre durante sus años de dolor (ver Ferenczi, 1933, la discusión acerca del "terrorismo del sufrimiento", p. 166). Incluso siendo adulto, Jack se siente atrapado en este rol e incapaz de actuar de una manera diferente, a veces incluso enfadándose y volviéndose crítico consigo mismo por esta empatía compulsiva.

     Otros ejemplos se presentan regularmente, en el día a día de todo trabajo analítico, en el tratamiento de personas que no han sido severamente traumatizadas. Por ejemplo, una mujer joven tenía padres que siempre parecían muy interesados en sus encantos y excitados por su atractivo sexual. Durante un período muy estresante de su vida, llegaba a  actuar a veces de una manera llamativamente sexy en situaciones sociales cuando salía con sus padres. En otro ejemplo, un hombre joven recibió una llamada telefónica de un desconocido, interesado en un aviso que había puesto para vender su coche. Cuando el interesado se puso grosero y demandante, este hombre actuó y se sintíó de manera cada vez más compungida por no poder satisfacer las ofensivas demandas del interesado.

     Veo estos ejemplos como manifestaciones típicas de identificación con el agresor en personas que no han sido severamente traumatizadas. En cada caso, la persona ejecuta, y a menudo siente, el rol que otros esperan que represente. Estos ejemplos muestran cómo un cierto grado de identificación con el agresor (generalmente visto como una respuesta al trauma) puede transformarse en un rasgo importante de la personalidad en personas que no han sufrido abusos o traumas groseros (ninguna de las personas de estos ejemplos lo ha sufrido). Mi impresión es que estas personas constituyen una amplia presencia, si no una mayoría, en la práctica de muchos analistas. Una posible implicación es que hay eventos en el desarrollo de muchas personas que a menudo funcionan, en algunos aspectos, como traumas, pero no son plenamente reconocidos como tales. Pienso que hay dos eventos de esta clase: abandono emocional o aislamiento, y el estar sujeto a un poder superior.

     Las discusiones de Ferenczi acerca del abandono emocional sugieren que él pensaba que era el peor trauma,(16) una conclusión que obtiene apoyo en trabajos posteriores que proponen que nuestra necesidad más básica es el apego (e.g. Fairbairn, 1941; Spitz, 1946; Sullivan, 1953; Bowlby, 1969, 1980). La experiencia sugiere que las amenazas recurrentes de abandono emocional por parte de los cuidadores, incluso si se trata de amenazas sutiles, pueden evocar una identificación con el agresor persistente.(17)

     Las amenazas frecuentes de abandono emocional (si a menudo son implícitas) ocurren con probabilidad en la vida de niños cuyos padres son depresivos, como en la mayoría de los breves ejemplos citados (ver Ferenczi, 1933, p.166). Estos niños pueden sentir que deben identificarse con la autoimagen consciente o despreciada y repudiada de sus padres (y luego, de otras personas), o con el objeto interno "malo" de sus padres, como una manera de mantener un sentimiento de conexión con el progenitor que es  emocionalmente inaccesible. La identificación con el agresor también es especialmente notoria en niños cuyos padres les imponen sus propias aspiraciones grandiosas o expectativas (Ferenczi, 1933; Miller, 1981). En estos casos, el apremio de la identificación de los padres con el niño puede acarrear un peligro perpetuo de abandono emocional si el niño no se identifica con la imagen que sus padres tienen de él. En ambos casos, ya sea que el progenitor requiera que el niño sea "malo" o especialmente "bueno", se convierte en una misión para estos niños el satisfacer estas expectativas.

     Otra amenaza no articulada pero implícita en el trabajo de Ferenczi es que incluso el simple hecho de que alguien tenga poder sobre nosotros, benigno la mayoría de las veces, es traumático (Frankel, 1998, p. 46; Vida, 1998, p. 7). Siempre hay un potencial para que su poder se vuelva peligroso (frente a esta amenaza estaríamos indefensos) ya que el peligro puede abarcar desde una leve desaprobación hasta consecuencias terribles. Desde este enfoque, el trauma de un abandono emocional real o potencial se puede entender como un subtipo del trauma más amplio de estar sujeto a un poder superior: nuestra naturaleza inherentemente social les da poder sobre nosotros a las personas a las cuales estamos apegados.

     Pero ¿es cierto que "el ejercicio asimétrico del poder [es] intrínsecamente traumático" (Vida, 1998, p. 7)? Pienso que el cuerpo de este trabajo argumenta que lo es. Se podría objetar que la mayoría de nosotros no estamos atemorizados la mayor parte del tiempo a pesar de estar a menudo en el  lado débil de las varias formas en las que hay diferencias de poder. Pero el estar sujeto a una amenaza no necesariamente da como resultado la experiencia de miedo: tanto Freud (1926) como Sullivan(18) (1953) asignaron un rol crucial a la ansiedad inconsciente hacia los cuidadores en sus teorías de la personalidad. El que lo hayan hecho sugiere, primero, que consideraron en qué gran medida la influencia, incluso de las personas amadas, está basada en las potencialidades negativas de los otros; y, segundo, que es como si el miedo perfilara la personalidad, la gente organiza su experiencia como forma de rastrear, muchas veces con éxito, la forma de evitar tener conciencia del miedo. Pienso que es razonable sugerir que todos los niños, debido a lo inevitable de la pérdida y la desilusión, y en virtud de ser niños cuyas vidas están bajo el control de sus padres y de otros adultos a quienes necesitan, llegan a sentir el sabor del trauma, que colorea sus experiencias de forma permanente (incluso si es esencialmente benigna). (19)

     Parece probable que la identificación y la complacencia estén destinadas a combatir cualquier tipo de acontecimiento que haya sido traumático. En casos de abuso activo, el esfuerzo podría consistir en prevenir que la otra persona se convierta en un peligro físico del tipo del que se ha experimentado en el pasado. En los casos que he descrito, en los cuales el abandono emocional o el aislamiento eran la amenaza o el trauma real, la identificación estaba destinada a prevenir que la otra persona desparezca emocionalmente. En todos los casos, está orientada a contrarrestar el sentimiento de impotencia.

     Pienso que la identificación con el agresor, en una escala menor, opera de forma invisible pero persistente en la vida cotidiana de la mayoría de la gente. Su omnipresencia es probablemente debida, en gran parte, al hecho de que el abandono emocional y la impotencia relativa son experiencias de las cuales no se puede escapar por completo.(20) ¿Dónde descubrimos la identificación con el agresor en la vida cotidiana? Pienso que la podemos encontrar en la virtualmente universal tendencia a "aceptar" las identificaciones proyectivas de los otros. Además, Fromm (e.g. 1941), exploró el anhelo prevalente de "escapar de la libertad", de renunciar voluntariamente a la propia autonomía y de identificarse con una figura percibida como fuerte; y Hoffman (1998), habló acerca de la tentación universal a buscar refugio en algo más extenso que nosotros mismos para evitar la terrible soledad (y en consecuencia, la necesidad de asumir la responsabilidad por nuestras propias elecciones) que es nuestra condición existencial. (21) Estamos todo el tiempo borrando nuestra particularidad en nuestras interacciones sociales con figuras simbólicamente fuertes en cuya presencia nos volvemos temerosos, dóciles, enmudecidos o tontos: médicos, jefes, celebridades, expertos, gente que lleva uniformes o trajes. Nos volvemos pacientes complacientes, empleados dóciles (incluso si estamos resentidos), consumidores voraces, anuncios corporativos andantes, ciudadanos pasivos. La identificación con el agresor desempeña un papel cuando nos quedamos helados por el tono enfadado de alguien, probablemente incluso si se nos tranquiliza con una sonrisa seductora. La amenaza que recorre todas estas situaciones es que automáticamente ponemos a un lado nuestros propios pensamientos, sentimientos, percepciones y juicios, y hacemos (y, lo más importante, pensamos y sentimos) lo que se espera de nosotros. Dado lo extendido que en definitiva puede estar cierto grado de identificación con el agresor, sugiero que la identificación con el agresor forma generalmente parte de los aspectos inconscientes de la comunicación que transcurre de manera continua entre las personas mientras interactúan.

     La identificación con el agresor posee un claro valor evolutivo, tanto en sus formas extremas como en las cotidianas. Frente a una amenaza extraordinaria, el niño que se identifica con el agresor sabrá, sentirá y hará lo necesario para sobrevivir. En su versión menor (identificación con una autoridad esencialmente benigna, tal como padres lo suficientemente buenos  esgrimiendo amenazas de desaprobación, menos terribles que las de muerte) el niño se mantiene en la fila, se ajusta a los valores y normas familiares y cumple con las expectativas. Esta versión menor de identificación con el agresor ayuda al niño, y no de una manera despreciable, a integrarse mejor en su cultura y progresar.

     Una sensibilidad interpersonal incrementada, al punto incluso de sentirse permeable a los sentimientos de los demás, puede ser también a menudo el resultado de haber aprendido a identificarse con los agresores. Diversos grados de esta cualidad pueden ser adaptativos e importantes en  muchos momentos en las relaciones interpersonales y también en muchas profesiones, incluida la nuestra. (22)Ferenczi (1932) observó que esta "identificación con las tensiones y dolores externos" pueden conducir a la generosidad y a la compasión (p. 104).

     Surge otra pregunta acerca de la sugerencia de que la identificación con el agresor es un fenómeno extendido: ¿hay una diferencia entre la identificación con el agresor en respuesta a un gran trauma y la identificación con el agresor en respuesta a sucesos más leves y omnipresentes? Propongo, como respuesta provisional a esta cuestión, que la magnitud del trauma afecta tanto a la persistencia como a la rigidez de la identificación. Lo que entiendo por persistencia es que, en personas muy traumatizadas, la identificación con el agresor sucede más veces en el tiempo, en respuesta a muchas más situaciones. Por rigidez me refiero a que alguien tiene mucha menos habilidad para "permanecer en los espacios", usando el término de Bromberg (1998).  Esta persona está encantada con su identificación y es poco probable que sea capaz de mantener una segunda perspectiva simultáneamente.

     Tal vez el denominador común explicativo de estos dos caracteres distintivos es lo que los investigadores de la personalidad han llamado "rasgos específicos de situación" (Epstein, 1979). Este término se refiere a la integración de dos puntos de vista rivales acerca del determinante primario de la conducta: rasgos de personalidad versus situación. En esta posición integradora (en la cual la investigación de Epstein ha demostrado tener un valor predictivo más alto que las hipótesis de rasgo o situación) se da por entendido que hay consistencia en la conducta de un individuo a lo largo del tiempo pero sólo en una situación dada; y la conducta puede variar mucho a través de las situaciones. Por ejemplo, uno puede estar consecuentemente ansioso en una situación académica mientras que está consecuentemente relajado socialmente. Algún otro puede manifestar el patrón inverso. Un giro en esta investigación es que ciertas personas han demostrado más variaciones al enfrentarse a situaciones, mientras que otras parecen más consistentes (Frankel, 1980). Aquí resalto la cuestión de si las personas que han sido más severamente traumatizadas, comparadas con las menos traumatizadas, tienden a ser más consistentes al enfrentar  situaciones de alguna manera particular. Para estas personas son muchas más las situaciones que les evocan asociaciones traumáticas en comparación con las personas menos traumatizadas. El resultado probable es que para los más traumatizados: 1) habrá menos variabilidad y menos diferenciación de conductas al enfrentar situaciones, es decir, que la identificación con el agresor (como asimismo otras respuestas traumáticas) es la respuesta más probable, independientemente de la situación (lo que yo llamo una respuesta persistente); y 2) habrá menos alternativas o percepciones competentes de una situación, con el resultado de una falta de percepciones simultáneas, alternantes y no referidas al trauma en cualquier momento, y así una falta de perspectiva y distancia cuando sucede la identificación traumática. Esto es lo que yo llamo una respuesta rígida.

     La última cuestión es: ¿qué pasa con las personas que siempre parecen firmes en su rumbo, son impermeables a la influencia y se muestran raramente sumisos y complacientes? ¿Se identifican alguna vez con los agresores? Mi impresión es que su resistencia a identificarse con los agresores en un momento dado,  a menudo deriva de (en adición, probablemente, a factores constitucionales) una identificación permanente con alguien o algo (una persona, un ideal, una misión, un grupo, una cultura). Parece probable que nuestro nivel general de resistencia a identificarnos con otros en un momento dado  puede depender de cuán fuerte y no conflictiva es la identificación que tenemos con ese objeto internalizado; el grado en el cual sentimos que debemos adherirnos a esta identificación; cuán rígido e inflexible es el objeto con el cual nos identificamos. Somos candidatos a ser especialmente resistentes a identificarnos con otros de maneras específicas que vayan a contrapelo de estas identificaciones más profundas. Además, algunas personas tienden a ser oposicionistas o desafiantes por reflejo. Este oposicionismo puede ser una defensa contra la tendencia a identificarse y acatar, una necesidad compulsiva de repudiar el miedo hacia el otro. (23)Por muy fuerte que sea la voluntad de uno, siempre habrá momentos en los cuales alguien o algo sea percibido como amenazante; estos momentos son aptos para reavivar la tendencia a identificarse con el agresor.

La identificación con el agresor en la relación analítica

     Ferenczi (1933), dijo que la identificación con el agresor ocurre en la relación analítica. Los pacientes a menudo ven a los analistas como agresores y se identifican con ellos, y los analistas (con frecuencia inevitablemente y sin intención de hacerlo) actúan de verdad como agresores. Estoy de acuerdo. Pero la relación analítica, como cualquier relación, es un camino de doble vía y la identificación con el agresor también puede ocurrir, y de hecho ocurre, en la dirección opuesta. A juzgar por los relatos clínicos sumamente autorreveladores de su Diario Clínico, está claro que Ferenczi (1932), conocía de primera mano que los analistas también ven a los pacientes como agresores y que responden, al igual que los pacientes, identificándose. No profundizó en este fenómeno, es decir, no entró en muchos detalles acerca de las especificidades de los pacientes que se identificaban con los analistas como agresores.

La identificación de los pacientes con los terapeutas como agresores

     “Los pacientes tienen una sensibilidad sumamente refinada para los deseos, las tendencias, los caprichos, las simpatías y las antipatías de sus analistas, incluso si el analista es completamente ajeno a esta sensibilidad. En lugar de contradecir al analista o de acusarlo de ceguera o de cometer errores, los pacientes se identifican con él;... normalmente no se permiten a sí mismos el criticarnos; esta crítica incluso no es consciente en ellos “[Ferenczi, 1933, pp. 157 - 158].

     Los pacientes identificados con sus analistas, vistos como agresores, están deseosos de perdonar, de asumir la culpa, de minimizar, de no darse por enterados, de hacer la vista gorda y de justificar los pecados de sus analistas. Pueden hablar de lo que no están realmente interesados, o pueden ponerse en situación de mayor dolor o exposición en sesión de la que quisieran, en complacencia con la percepción de las expectativas de sus analistas.

     Aunque Ferenczi focaliza sus formulaciones en pacientes que responden a sus analistas de manera tímida y masoquista, ésta no es la única posibilidad. Racker (1968), ha sugerido que los analistas a menudo tenemos más que una sana dosis de masoquismo en nuestras personalidades; después de todo, hemos elegido una profesión en la cual invitamos a los otros a expresarse con nosotros sin inhibiciones, mientras que nosotros nos comportamos con responsabilidad y restricción (M. Bergmann, comunicación personal). El resultado es que, con bastante frecuencia, los pacientes son candidatos a gratificar la necesidad de sus analistas de ser castigados (Racker, 1968). Esta posibilidad, aunque no está explícita en las formulaciones de Ferenczi, es prominente en las descripciones clínicas de su Diario Clínico (Ferenczi, 1932). Ahí, en su notable trabajo con su ahora famosa paciente Elizabeth Severn, Ferenczi describió en detalle cómo la escalada de su paciente en su dominación  hacia él encajaba con sus propias proyecciones transferenciales hacia ella. A Ferenczi le recordaba a su madre fría y controladora, a quien él odiaba; y su conducta sumisa con su paciente, bajo el razonamiento de ser indulgente hacia ella por propósitos terapéuticos, inflamó la conducta sádica y dominante de su paciente hacia él (ver Frankel, 1993a). No son sólo los pacientes más perturbados (como Severn) los que van a responder de esta manera a nuestro masoquismo personal. Muchos pacientes mejor integrados se aprovecharán también de nuestros pequeños fallos, lo cual puede llevarnos luego a sentirnos un poco culpables por fallarle a los pacientes. Incluso en esos momentos seguimos siendo inconscientemente agresores: los pacientes se amoldan a nuestros requerimientos.

     ¿Por qué los analistas son vistos como agresores? Hay muchas razones, pero creo que todas tienen un denominador común: la diferencia de poder inherente a la relación analítica. Nuestros pacientes vienen a nosotros a causa de sus necesidades y vulnerabilidades, y la ayuda que esperan recibir depende en gran medida de nosotros. Este acuerdo nos otorga el poder en la relación, y hace que de hecho los pacientes dependan de nosotros. Esta dependencia constituye no sólo un balance asimétrico del poder; también, y más específicamente, establece una amenaza potencial de abandono emocional. Como he expuesto, creo que estas condiciones son, en cierto grado, inherentemente traumáticas.

    ¿Cuáles son las formas específicas de poder que tenemos, o que nos hacen aparentar tenerlo, que nos convierten en agresores para nuestros pacientes? Primero, de Balint (1968), alumno, paciente y amigo de Ferenczi, tomamos la idea de que nuestra simple "alteridad" nos otorga el potencial de trastornar; de modo que debemos ser dirigidos. El primer gran trauma de cada uno de nosotros, según Balint, es el haber sido arrebatados del estado de fusión con nuestra madre. O sea, que la separación y la diferenciación permanecen siempre como amenazas. Las simples diferencias de percepción del analista acerca del paciente, el ser un "objeto separado y claramente definido" (p. 167), especialmente en la relación analítica, donde se reactivan los deseos de fusión, son muchas veces disruptivas para éste. Lo opuesto también puede ser cierto para algunos pacientes: los deseos o sentimientos de fusión que emergen en la terapia pueden ser experimentados como amenazas provenientes del analista, el cual es visto entonces como peligroso.

     El analista es intrínseca y genéricamente "otro" para el paciente, pero puede también enfatizar su particular alteridad de muchas formas. El analista simplemente expresará su individualidad, sin tratar de evitarlo y sin intenciones maliciosas. Sus actitudes, particularidades y rasgos personales sin duda le  parecerán a veces "erróneos" al paciente, no es lo que el paciente espera que sea el analista. Debido a sus propias necesidades y limitaciones personales, a veces frustrará o deprivará al paciente.

     Habrá también momentos en los que el analista fallará en darle al paciente lo que éste necesita debido a sus propias (conscientes o inconscientes) ansiedades o rabia hacia el paciente; y esto, por supuesto, hace de él un agresor. A veces parece justificado para el analista el no satisfacer los deseos del paciente hacia él; aunque con frecuencia hay factores personales inconscientes involucrados en las decisiones acerca de los procedimientos terapéuticos. No oponerse al paciente cuando éste le parece al analista que  está haciendo algo autodestructivo también puede ser una forma de agresión analítica, y el paciente puede experimentarlo como tal.

     Otro factor que puede hacer del analista un agresor es la transferencia del paciente, negativa o de otra manera: el analista viene a representar a los padres poderosos de la temprana infancia. Nuestro conocimiento y nuestra competencia real sólo acrecientan la percepción de este poder. El poder de los otros, incluso siendo benevolente, es una amenaza, ya que la benevolencia está a discreción de la persona poderosa. La benevolencia puede ser temporaria; el poder permanecerá. El paciente tiene en cuenta esto en sus negociaciones con el analista. Incluso alguien a quien amas y sientes que  necesitas, y que a su vez te ama a ti, puede ser en parte un agresor si hay algún elemento de preocupación acerca de la disponibilidad de su amor (lo cual en ocasiones parece inevitable), esto es, si el abandono emocional es sentido como una posibilidad. Por lo tanto, la identificación con el agresor puede ocurrir en el contexto de las relaciones de amor y transferencias positivas.

     Un "buen" terapeuta también puede evocar la identificación con el agresor por otras razones: Klein (1957) nos alerta sobre cómo la cordura del terapeuta (o lo que al paciente le pueda parecer cordura) puede evocar envidia en el paciente y cómo un "buen" terapeuta puede entonces convertirse en  fuente de odio y foco de un posterior miedo a la retaliación.(24)

     Pero la identificación con el agresor no sólo está basada en una percepción tendenciosa y en la transferencia. Algunos aspectos de la terapia analítica, como quiera que sean conducidos, pueden implícitamente instituir al analista como un agresor. Por ejemplo, el uso del diván ubica al paciente en una posición ciega y de sumisión (Bott-Spillius, comunicación personal). Una teoría del analista también puede implícitamente obrar como una directiva dada  al paciente; por ejemplo, la discusión de Mitchell (1993) sobre el análisis de Margaret Little llevado a cabo por Winnicott sugiere que la regresión de Little puede haber sido una complacencia con las creencias teóricas de Winnicott. Y, con pacientes que tienen dificultad para hablar de su experiencia privada o que se sienten más cómodos contando a otros lo que éstos quieren escuchar, el deseo del terapeuta de descubrir una experiencia personal auténtica del paciente (otro elemento básico de la psicoterapia) puede ser sentido por el paciente como un ataque.

     Para trabajar sobre un punto mencionado antes, incluso los términos esenciales de la relación analítica constituyen diferencia de poder intrínseca, y esto hace del analista un agresor. El paciente está ahí porque siente que necesita ayuda y a menudo también amor, y paga por ello. Con frecuencia hay cierta vergüenza ligada a estos hechos. La necesidad y la vulnerabilidad del paciente lo colocan en una posición de inferioridad. En contraste, el analista tiene poder no sólo en virtud de ser la parte menos necesitada y porque las expectativas del paciente de recibir ayuda dependen de él, sino también por otras razones. Los analistas son representantes de la autoridad y el prestigio de una institución social poderosa (ver la discusión de Hoffman, 1998, acerca de cómo la autoridad del analista es un elemento inherente y terapéuticamente importante en la relación terapéutica; y la exploración de Phillips, 1996, de pacientes que necesitan dotar a sus analistas de habilidades irreales). El tratamiento es (y se lleva a cabo) en el terreno del analista. A través de su relación con Freud (la cual en su totalidad, según sugiere Dupont, 1988, puede ser entendida como una relación analítica), Ferenczi estaba muy enterado de lo que era la experiencia del paciente de ser la parte más débil en la relación analítica.

     Uno de mis pacientes se preguntaba por qué su mujer se enfadaba con él a menudo pero él no se enfadaba nunca con ella. Yo sugerí que ella se enfadaba cuando se anulaba a sí misma, pero que él no tenía motivos para enfadarse; él confiaba en ella y siempre obtenía lo que quería. Miró tranquilamente a través de la ventana un rato y asintió, "Es bueno ser el rey".

     El analista es el rey de la relación analítica. Ciertamente este desequilibrio se debe en parte a la transferencia y a la diferencia de poder socialmente establecido, pero también a la experiencia real y a la competencia del analista en este tipo de relación dispar. El analista conoce el juego y es un jugador experimentado. Las prerrogativas del analista están avaladas por la licencia que ejerce ocasionalmente para trastocar los parámetros de esta relación en nombre del juicio clínico y por su rol de ejecutor de las reglas: "Es su reloj y su puerta", se quejó una vez uno de mis pacientes. Todos estos factores predisponen al paciente a ver al analista como poderoso.

     Ferenczi creía que la diferencia de poder en la relación analítica se basaba también en actitudes y procedimientos que, aunque no fuesen inherentes a la situación analítica, han ido construyéndose en la práctica del psicoanálisis; y él pensaba que el análisis se desarrolló en este sentido debido a la personalidad de Freud. Ferenczi (1932) finalmente llegó a ver la totalidad del formato analista-paciente como un "distanciamiento por inferioridad" del paciente (p. 65). Ferenczi creía que la "hipocresía profesional" del analista (Ferenczi, 1933, p. 158), la postura de atención e interés detrás de la cual podrían esconderse "fatiga, tedio... aburrimiento" (Ferenczi, 1932, p. 1), o incluso hostilidad hacia el paciente (Ferenczi, 1932, p. 99), tenían el efecto de culpabilizar a los pacientes y de hacerlos dudar de sus propias percepciones, que era esencialmente una acción de poder, la desafiante prerrogativa del analista de parapetarse tras la asimetría de la relación analítica. De manera similar, Balint (1968) criticó posteriormente a los analistas kleinianos por presentarse a sí mismos como "confiables, sabios y quizás hasta agobiantes" (p. 107). Él observó que esta postura evoca en el paciente, "impulsado por su agobiante necesidad de ser comprendido... una identificación tal vez algo superficial “(p. 106), como asimismo introyección e idealización. Estas dos últimas, decía, "son los mecanismos de defensa más frecuentemente utilizados en cualquier relación en la cual uno de los participantes, débil y oprimido, tiene que vérselas con otro opresivamente poderoso" (p. 107).

     Podemos también utilizar los insights de Racker (1968) para ampliar la explicación de por qué los analistas buscan ser el rey de la relación analítica. Como he mencionado, Racker (también M. Bergmann, comunicación personal), veía a los analistas como tendiendo a menudo a ser más bien masoquistas en su orientación personal, habiendo elegido una profesión en la cual se colocan de blanco para las emociones fuertes de otras personas mientras ellos (los analistas) deben contener sus propios sentimientos. Una de mis pacientes, una masoquista sexual, lo vio claramente cuando intentó seducirme sexualmente (incluso extendiendo la mano para intentar tocarme mientras estaba en el diván) y miraba cómo yo seguía sentado castamente detrás de ella, inquieto en mis propios límites. Así como los masoquistas son candidatos a sentir resentimiento y a rebelarse sutilmente incluso mientras se someten, a mí me parece probable que muchos analistas puedan estar tentados a utilizar la situación analítica para sobrecompensar su incómodo deseo de sometimiento a través de dominar en un terreno (la situación analítica) donde lo pueden hacer. Y, ciertamente, yo era "rey" con mi paciente masoquista: el objeto de su deseo, a cargo de la puerta, del reloj, del tratamiento, esposado a mi trono detrás del diván.

     Antes de volver a la exploración de la identificación de los analistas con los pacientes, permítaseme retornar a Ferenczi y sus experimentos en la técnica, especialmente los últimos. Éstos constituyen una evaluación sorpresivamente contemporánea de si acaso, y de qué manera, la técnica analítica puede encarar los peligros de la identificación de los pacientes con sus terapeutas.

     Como ha sido referido, Ferenczi condenó la técnica analítica estándar de su tiempo como proveedora de una cobertura para el sadismo de los analistas, de sacar partido más que analizar, desmontando la dinámica de poder inherente a la situación; esencialmente, vio a la técnica estándar como traumatizante para el paciente. Cerca del final de su vida, Ferenczi ensayó una protección contra los peligros de esta técnica, primero con su "técnica de relajación" (N. T. Relajación respecto a los estándares de la técnica clásica) (Ferenczi, 1930, 1931), enfocada en la amabilidad, la indulgencia y el ser “nutriente” (con esta técnica Ferenczi estableció la base para futuras terapias de relaciones objetales y de la psicología del self, en las cuales el analista se ve a sí mismo como una amante madre para el paciente) y con su posterior técnica de "análisis mutuo" (Ferenczi, 1932), donde el énfasis estaba puesto en la honestidad del analista (ver también Ferenczi, 1933). Con el análisis mutuo, estableció la base para las futuras terapias interpersonales y relacionales, enfocadas en la autenticidad y la sinceridad.

     ¿Son estos modelos terapéuticos más contemporáneos inmunes a los peligros de la identificación con el agresor? Ferenczi mismo vio la debilidad de su técnica de relajación, en la cual el terapeuta se esfuerza por ser indulgente. A pesar de sus esfuerzos por ser amable y nutricio, continuaba observando que sus pacientes se identificaban con él. Ferenczi concluyó que los pacientes, especialmente aquellos que habían sufrido abusos siendo niños, eran muy sensibles a los sentimientos conscientes e inconscientes de sus analistas, y que el hecho de actuar de una manera amable no engañaba a los pacientes si el analista era inconscientemente hostil. De hecho, pensaba que los esfuerzos para actuar amablemente como técnica, cuando no se lo sentía de verdad, eran recreaciones de la situación traumática de la infancia de sus pacientes, en las que el abuso y la hostilidad parental se encubrían con una "bondad" hipócrita, un desarrollo incluso más perjudicial que el simple abuso, porque la hipocresía de los padres dejaba a los niños completamente solos con su experiencia. Como he mencionado antes, Ferenczi creía que la experiencia de abandono emocional total era la más lesiva.

     La solución de Ferenczi, que no era un rechazo absoluto de su propuesta de la técnica de relajación, era que la honestidad es lo más importante. En su técnica de análisis mutuo, el analista asociaba libremente para el paciente para asegurar que incluso las resistencias inconcientes del analista y sus contratransferencias negativas eran perceptibles para el paciente. Concluyó que esta nueva propuesta abierta liberaba análisis atascados, aunque le costara caro al analista. Observando el análisis mutuo de Ferenczi desde una perspectiva contemporánea, podemos ver que incluso esta técnica alberga lugares ocultos para las resistencias inconscientes del analista, notoriamente para su sadismo y masoquismo inconscientes (ver Frankel, 1993,a). Incluso en una relación más simétrica y mutuamente abierta, pienso que el analista tiene la mayoría de las cartas.

     Ninguna técnica puede eliminar el uso defensivo inconsciente que el terapeuta hace de la relación terapéutica. El descubrimiento de Ferenczi de la tendencia de los pacientes a identificarse con sus terapeutas como agresores debería alertar a todos los terapeutas sobre las inevitables formas en las que ejercen la autoridad con sus pacientes y del efecto que esto tiene sobre sus pacientes.

     Ahora, una pregunta que provoca perplejidad: ¿por qué, casi 70 años después de las observaciones de Ferenczi sobre el tema (y más de 50 años después de que algunos de los escritos de Ferenczi emergieran de la supresión) la mayoría de los analistas continúan pasando por alto el alcance que tiene el hecho de que no sólo son percibidos como agresores sino que también actúan como tales con sus pacientes? Primero, con frecuencia los analistas no quieren ser vistos como dañinos por sus pacientes, y ciertamente no quieren sentir que realmente son dañinos con ellos. Tal vez estén motivados para no ver su propia actuación dañina. Y, como reconoció Ferenczi (1933), los pacientes a menudo van a trabajar duro para ayudar a los terapeutas a evitar que lo vean:

     "Me daba cuenta de que incluso estos pacientes aparentemente bien dispuestos sentían odio y rabia [hacia mí], y empecé a animarlos para que no me hicieran concesiones de ningún tipo. Esta infusión de coraje tampoco logró mucho, ya que la mayoría de mis pacientes rechazaron enérgicamente este requerimiento interpretativo, aunque estaba bien sustentado por el material analítico" [p. 157].

¿Por qué hacen esto los pacientes? Ferenczi continúa.

     "En lugar de contradecir al analista o de acusarlo de errores o ceguera, los pacientes se identifican con él; sólo en raros momentos de excitación histeroide, por ejemplo en un estado casi inconsciente, pueden hacer acopio del coraje suficiente para proferir una protesta. Normalmente, no se permiten a sí mismos el criticarnos, y la crítica ni siquiera es consciente en ellos" [pp. 157 158].

     De modo que la razón de que los analistas sigan sin apreciar el alcance del hecho de que sean vistos como, y ciertamente sean, agresores, puede ser la sinergia entre sus deseos de sentirse benevolentes, que los pacientes los ayuden a sentirse de este modo al identificarse con ellos, y el hecho de que los deseos de los analistas de ser benevolentes resultan más sutiles, menos notorias y más renegadas formas de agresión.

La identificación de los terapeutas con los pacientes como agresores

     La identificación (incluida la identificación con el agresor) ocurre también en la otra dirección. Los terapeutas deben permitirse a sí mismos el identificarse con los pacientes para conocerlos en un nivel personal tan profundo como sea posible. Esta identificación también les dice a nuestros pacientes que compartimos su humanidad, incluidos los aspectos de sí mismos de los que se sienten avergonzados e intentan rechazar, y que nos conectamos con ellos y los apreciamos como seres humanos fraternos. Esto es lo opuesto a abandonarlos emocionalmente.

     Nuestra identificación con nuestros pacientes puede suceder automáticamente. La investigación de DiMascio mostró que cuando los pacientes y los terapeutas se sienten en sintonía, sus ritmos cardiacos (que son mediciones de la  tensión -en la relación-) tienden a fluctuar juntos (DiMascio y Suter, 1954), y que mientras mayor sea la experiencia subjetiva de tensión del paciente, mayor es la probabilidad de que aumente el ritmo cardiaco del terapeuta (Di Mascio, Boyd y Greenblatt, 1957). Una joven  paciente mía, una chica de 14 años, tuvo un ataque histérico repentino con fuga de ideas y tartamudeo, temprano ese mismo día. Todavía tartamudeaba cuando la vi. Al empezar yo a hablarle me dijo: "Usted no tiene que hablar como hablo yo". Sin darme cuenta, yo también había empezado a tropezar con mis palabras.

     La identificación tiene el riesgo de ser sentida como traumática hasta cierto punto: renunciamos a nuestra propia perspectiva y nos colocamos bajo la influencia de algún otro, a veces para encontrarnos en un lugar que no nos resulta confortable. Tenemos que mostrarnos atentos e interesados en nuestros pacientes aunque no queramos, sea lo que fuere que esté sobre la mesa. (25)Adoptamos una posición receptiva y algo pasiva en un campo de fuerza interpersonal cuyo propósito es permitir que la otra persona elabore sus traumas no resueltos y sus malas relaciones a través de la relación con el analista; cuando escuchamos a nuestros pacientes, nos involucramos. Nos identificamos con nuestros pacientes como agresores cuando representan una amenaza para nosotros, pero el simple hecho de que estemos en una posición en la cual somos vulnerables para identificarnos con ellos, puede hacer de ellos unos agresores. Como la identificación es nuestro caballo de batalla, los peligros que conlleva la identificación son riesgos vocacionales. Pequeños traumas acumulativos como éstos nos llevan a todos nosotros, incluso a aquellos con personalidades más libres y dominantes, a sentirnos ocasionalmente oprimidos por nuestros pacientes. "Con inquietud reclina la cabeza el que lleva una corona" (Shakespeare, Enrique IV, Parte 2º, III, i, 31).

     Además, el poder del paciente de inducir identificaciones y disociaciones en el terapeuta hacen que el paciente sea una amenaza. Los pacientes pueden percibir esto y tratar a veces de convertirse en nuestros agresores, al menos inconscientemente.

     Otra razón por la cual tememos a nuestros pacientes es porque sentimos que tienen el poder de satisfacer, o no, nuestros deseos personales profundos y a menudo inconcientes. Algunos de estos deseos son similares a aquellos que llevan a nuestros pacientes a identificarse con nosotros: sentimos que necesitamos a los pacientes para que nos ayuden a sentirnos seguros, útiles, competentes, satisfechos, reconocidos (ver Bacal y Thompson, 1996). Podemos querer sus regalos personales para sacarnos brillo. Podemos tener la esperanza de que nos curarán, o que el ayudarlos a resolver sus dificultades nos ayudará a resolver las nuestras. Podemos desear fusionarnos con ellos o querer que nos cuiden. Estos deseos hacen que nuestros pacientes sean poderosos, y este poder los hace agresores potenciales. Nuestros pacientes nos pueden frustrar o abandonar.

     Finalmente, todo terapeuta experimentará inevitablemente ciertas ansiedades personales y transferencias parentales negativas hacia el paciente. El repertorio de respuestas del terapeuta hacia el paciente siempre incluye la posibilidad de la identificación debida al miedo. Nuestras identificaciones con los pacientes impulsadas por la ansiedad pueden interferir de muchas maneras con nuestra función libre y creativa como terapeutas: pueden bloquearnos al intentar articular una observación desagradable, incluso al pensar en una interpretación potencialmente molesta; constreñirnos en roles inútiles para con nuestros pacientes; llevarnos a sobreadecuar las demandas de nuestros pacientes, a aceptar sus acusaciones no razonables hacia nosotros, o a negarnos (como una defensa contra nuestra identificación) a empatizar con ellos.

     Pero también pienso que en parte nuestros pacientes pueden volverse agresores para nosotros si no los estamos ayudando. Es a través de nuestro auténtico compromiso personal con nuestros pacientes que se evocan sus traumas, sus relaciones negativas, que son comprendidos íntimamente por nosotros, expresados completamente en el campo interpersonal, y resueltos.

Identificación mutua con el agresor: coaliciones

     Que los pacientes y los terapeutas se vean los unos a los otros como agresores conduce naturalmente a coaliciones inconscientes, impulsadas por la ansiedad (Frankel, 1993a): pactos en los que cada uno de nosotros concuerda tácitamente con el otro que ninguno va a mostrar su miedo real y su vulnerabilidad, y que tampoco va a señalar o exponer el miedo y la vulnerabilidad del otro. Estos acuerdos tenues se construyen en la cima de las identificaciones entrelazadas con el agresor. Cada persona se siente amenazada por la otra. Ambas concuerdan en enterrar el aparentemente irresoluble y peligroso conflicto que acecha; lo que hacen es sustituirlo por una relación que se siente como buena (o como mínimo más segura) pero que finalmente aumenta el ahogo. Estas coaliciones están omnipresentes. El proceso de la terapia puede ser visto como un trabajo mutuo a través de estas coaliciones, lo que abre el camino hacia un reconocimiento mutuo (Benjamin, 1988), la aceptación mutua y la propia, y la intimidad (Frankel, 1993a). Como la identificación con el agresor es lo que estructura estas coaliciones, es por lo tanto, una pieza que contribuye (junto con potenciales más expansivos, creativos y lúdicos) para la relación terapéutica inconsciente.

     Estas identificaciones entrelazadas y mutuas con el agresor constituyen nuestras negociaciones inconscientes, como si cada uno de nosotros, percibiendo nuestra vulnerabilidad frente al otro, tratase de obtener una sensación de seguridad ejerciendo algún grado de control indirecto sobre nuestro "adversario". Una mujer joven, con una historia de haber sufrido abuso sexual, era simpática, agradable, sonreía a menudo en las sesiones y teníamos una relación cálida. Al explorar el hecho de que ella sonriera, ya que se había vuelto muy notorio, ella pudo confesar que le sonreía a la gente para lograr que le sonrieran a ella (para neutralizarlos), y así se sentía segura. Yo, por supuesto, también le sonreía en momentos de ansiedad. La seducción sexual mutua y sutil también puede obrar de esta manera.

     Una ilustración más detallada: mi paciente Joe (el hombre que mencioné antes, cuyo padre lo torturaba) y yo desarrollamos una coalición basada en parte en nuestras relaciones no resueltas con nuestros propios padres. El padre de él lo aterrorizaba y él nunca estaba seguro de lo que su padre sentía realmente. Yo estaba desilusionado con la pasividad de mi propio padre. Nuestro pacto, que nunca fue verbalizado mientras se estaba negociando, era que yo iba a ser para él un padre "bueno", amable, confiable e interesado por él, mientras que él sería un padre fuerte, corajudo y osado para mí. Cada uno de nosotros evitó cuidadosamente ser el agresor del otro: por mi "bondad", yo evitaba ser su padre violento e impredecible, y él, manteniendo su aura de fortaleza, evitaba desilusionarme como habría hecho mi padre. Por mi parte, no aceptaba realmente que él era una persona atemorizada casi todo el  tiempo, a pesar de que hablaba de sus temores, tanto porque yo necesitaba que él fuera alguien a quien yo pudiera ver como fuerte, como porque él era incapaz de mostrar miedo y siempre transmitía fuerza. Él era adecuado para el rol.

     De su lado de la coalición, él estaba muy atento a mis momentos de rabia, ansiedad, desconfianza o distancia emocional, pero raramente hacía comentarios directos sobre esto mientras estaba sucediendo. Las bien desarrolladas habilidades de Joe para identificarse con el agresor (su escrutar vigilante, nunca obvio, de mis reacciones, estados de ánimo y emociones) nunca le permitieron dejar de lado la idea de que yo podía ser peligroso para él. Con todo, él parecía tratar de adherir a una única buena versión de mí. Puede haber sentido que el comentar directamente sus observaciones sobre mis "fallos" podría abrir las compuertas, que toda mi bondad podría desaparecer y que yo podría volverme genuinamente impredecible y peligroso. Y yo era renuente a desafiar su idealización de mí porque estaba feliz de ser visto como tan bueno y estable por un hombre a quien yo admiraba.

     Tiempo después, cuando Joe fue capaz de ceder y de no sentir que tenía que defender su fuerza y superioridad en cada situación, comenzó a aparecer que mi necesidad de que él fuera fuerte, tan sutilmente como esto le puede haber sido comunicado, puede haberle hecho más difícil el dejarnos ver a mí y a los demás sus aspectos vulnerables y corrientes.

     Joe y yo teníamos miedo de descubrir a nuestro peor padre sentado al otro extremo  de la habitación, de modo que el pacto inconsciente era para ambos el convertirnos en el antídoto, en el padre "bueno" que cada uno quería que fuera el otro. Estas identificaciones mutuas con el agresor constituían, para utilizar la frase de Ferenczi (1915), nuestros "diálogos del inconsciente" (p. 109). Nos complacían, aunque estaban en la vía de confrontación de los traumas que estaban en el centro de nuestra relación inconsciente.

     El concepto de identificación con el agresor ayuda a arrojar luz sobre el complicado campo en el que trabajamos y en el que debemos resolver, con cada paciente, la forma en la que ambos podemos estar más presentes para el otro.

Notas del autor

(1) El artículo de Ferenczi de 1933 fue presentado en el Congreso de Wiesbaden en septiembre de 1932 y publicado en 1933 en alemán. No se publicó en inglés hasta 1949.

(2) Además de Ferenczi (1933), ver también sus escritos anteriores (Ferenczi, 1930, 1930-1932, 1931, 1932) para consultar sus ideas acerca de la identificación con el agresor. Ver Frankel (1998) para referencias más detalladas sobre los escritos de Ferenczi sobre éste y otros tópicos mencionados. De hecho, el interés de Ferenczi en las distintas formas de influencia interpersonal, específicamente el amor y el odio y el poder que tienen para inducir estados alterados de conciencia, una idea que constituye la base de su concepto posterior de identificación con el agresor, se remonta en última instancia a uno de sus primeros artículos psicoanalíticos (Ferenczi, 1909).

(3) Ver la discusión de Davies y Frawley (1994, p. 117) sobre la hipervigilancia, la pérdida del self y la complacencia compulsiva con otros en las víctimas de trauma.

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(4) Está más allá del alcance de este escrito el referir el artículo a la intención del agresor de eliminar la subjetividad de la víctima. Queda todavía mucho por explorar acerca de la relación entre esta intención del agresor con la complacencia de la víctima de eliminar su propia subjetividad. Herman (1992), ha escrito sobre técnicas mediante las cuales los captores sistemáticamente tratan de obliterar la subjetividad de sus prisioneros. En un nivel más moderado, Rushkoff (1999), ha discurrido sobre las formas sutiles de influencia utilizadas en publicidad para lograr que la gente actúe en contra de su interés y de su voluntad. Podemos ampliar el enfoque de Rushkoff y preguntarnos si nuestra sociedad de consumo requiere esto de nosotros para perpetuarse a sí misma. Y en las familias, donde todas las visiones que los padres tienen de sus hijos están afectadas por sus tendencias personales, algunos padres parece que entrenaran a sus hijos para vivir falsamente y para negar sus propias maneras de experimentar. Una madre, por ejemplo, no abrazaba o calmaba a su hija pequeña cuando la niña estaba alterada, pero en cambio requería que su hija fuera "crecida" y que pusiera sus sentimientos en palabras. Su hija creció enunciando "sentimientos" que no sentía.

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(5) Ferenczi (1930-1932) enfatizó la pérdida de la integridad personal, del propio molde psíquico y la "consecuente plasticidad" de la gente, su "adaptación autoplástica" (p. 220; ver también Ferenczi 1933, p. 163) en respuesta al trauma. Al describir la identificación como el amoldarse uno a la psique de otro, yo sigo el uso que hace Ferenczi de la evocativa metáfora de la autoplasticidad.

(6) Ferenczi puede haber creído que toda identificación es el resultado de un trauma (ver Frankel, 1998, pp. 59-60), aunque sus escritos no son consistentes en este punto.

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(7) Torok (en Abraham y Torok, 1968) señaló que introyección significa literalmente "arrojar adentro” (p. 111). Ella (Torok) ha expuesto cómo, en el curso de la historia del psicoanálisis, el término introyección ha sido utilizado de una variedad de formas confusas y, a veces, hasta contradictorias (pp. 110-111). Ferenczi, que introdujo el término (Ferenczi, 1909) y luego aclaró lo que él entendía por el mismo (Ferenczi, 1912), definió la introyección como "una extensión al mundo externo de los intereses autoeróticos originales mediante la inclusión de sus objetos en el yo" (p. 316). Esencialmente, ponemos a los otros dentro de nosotros, en el proceso de expansión de las fronteras de nuestro mundo interno. Al discutir específicamente el tema principal de este artículo, Ferenczi (1933) dijo: "A través de la identificación, permítasenos decir, introyección del agresor, éste desaparece como parte de la realidad externa y se convierte en intra, en vez de extra-psíquico" (p. 162). El concepto de introyección influyó mucho en Klein (e.g., 1935) y, a través de ella, a Fairbairn (e.g., 1943). Este último, como Ferenczi, veía a la introyección como una reacción al trauma. Fairbairn creía que introyectamos (él decía "internalizamos") una versión transformada de nuestras propias relaciones traumáticas con otras personas para obtener algún sentimiento de control sobre ellas.

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(8) En un sentido amplio, la identificación con el agresor es una forma de adaptación a una realidad externa amenazante, ya que la introyección del agresor es una manera de habérselas con los sentimientos internos perturbadores que surgen como resultado de un ataque. Desde esta perspectiva, la noción de Anna Freud de identificación con el agresor se parece, de alguna manera, más a la introyección que a la identificación, ya que su objetivo es poder manejar los sentimientos vulnerables más que enfrentarse a una persona amenazante real (S. Fabrick, comunicación personal): luchamos en el mundo externo con lo que esencialmente es una batalla con objetos internalizados. Las ideas de Ferenczi acerca de la introyección del agresor bosquejaron el esquema posterior de Fairbairn (e.g., 1944) de la internalización y escisión del objeto malo para enfrentar sentimientos traumáticos de rechazo.

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(9) Las reacciones disociativas varían en severidad. Ver las descripciones de Ferenczi (1932, pp. 103, 104, 176, 180) de los diferentes grados de disociación.

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(10) Mientras Joe se identifica con su padre/agresor en el sentido de Anna Freud de volverse agresivo como su padre, también se identifica en el sentido de Ferenczi: Joe se transforma en el hombre sin miedo que su padre quería y para lo cual lo entrenó. El caso de Joe también demuestra cómo alguien puede tener una identificación persistente con un otro significativo que fue un agresor en el propio pasado, paralelamente a una fuerte tendencia a ponerse en la mente de otras personas en el momento presente.

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(11) Ferenczi (1932) comentó: "Para asegurar el silencio, también el silencio interno: olvido, represión" (p. 118).

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(12) A lo largo de estas líneas, Bromberg (1998, pp. 214-215) discute cómo la disociación requiere una vigilancia constante; esencialmente, enlaza la disociación con la identificación con el agresor. Desde este punto de vista cita a Sullivan, quien dijo que la disociación : "no es una cuestión de mantener a un perro dormido bajo anestesia. Trabaja en constante alerta o vigilancia de la conciencia, con ciertos procesos suplementarios que previenen que uno llegue a descubrir las claras evidencias de que parte de nuestra vida transcurre sin ninguna conciencia."

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(13) De manera similar, un niño que vive con la permanente crítica de sus padres, menosprecio o desapego, puede desarrollar un sentimiento persistente de ser defectuoso, malo, vergonzoso o de alguna manera culpable. Ferenczi (1933) entendió esto como el reflejo de la "introyección de los sentimientos de culpa del adulto" (p. 162), como he descrito antes. El niño instala a su progenitor crítico o distante como residente permanente en su psiquis. Aunque esta situación puede considerarse como una identificación con el agresor, difiere de la situación del niño que espera que alguien sea peligroso: el niño del peligro desarrolla una tendencia general a "convertirse" en quien los otros quieren que sea en cualquier momento presente, mientras que el niño de la crítica continúa "siendo" la imagen que su progenitor tuvo de él en el pasado y es menos probable que sea complaciente en general. De todas maneras, ambos siguen esperando que la gente sea como el progenitor ofensivo, ya sea el peligroso o el crítico, y ambos se tragan el juicio de los padres acerca de ellos. Por supuesto, mucha gente tiene padres que son tanto atemorizantes como críticos.

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(14) Las ampliamente difundidas e importantes ideas de Ferenczi sobre el masoquismo, según mi entender, no han sido comprensivamente recogidas, integradas y organizadas por escrito. Esa tarea excede el alcance del presente artículo. En otra parte (Frankel, 1998), he documentado e integrado lo que veo como la sustancia de estas ideas. Para una exploración posterior de las ideas específicas de Ferenczi acerca de la provocación del agresor, ver Ferenczi, 1930-1932, pp. 225, 244, 249; 1931, p. 133; 1932, pp. 7, 95-96, 120, 167, 171, 172, 177, 179, 180; 1933, p. 163.

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(15) Winnicott (1960), con su concepto de organización del falso self, encara temas similares. Pone el foco en la complacencia con otros y el consecuente sentimiento de falsedad y desapego; esto sirve para proteger el potencial de autenticidad. Ferenczi resalta una reactividad ansiosa y una hiperatención constante hacia los demás, cuyo propósito inicial es, y sigue siendo, influir en las otras personas al servicio de la propia seguridad. A mí me parece que tanto los conceptos de Ferenczi como los de Winnicott incluyen elementos que son centrales en los conceptos del otro. Además, ambos desarrollaron la idea de "self cuidador" (Winnicott, 1960, p. 142; Ferenczi, 1932, lo llamó "Orpha", p. 95 ; ver también Smith, 1999). Brandchaft (citado en Barish y Vida, 1998) ha discurrido más recientemente sobre la "acomodación patológica" a costa de una experiencia del self  auténtica en niños cuyos padres no acogen sus necesidades.

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(16)Ferenczi (1932) parecía sostener este punto de vista cuando escribió que "el miedo a ser abandonado por la madre, es decir, la amenaza de sustraer la libido... se siente tan mortal como una amenaza agresiva hacia la vida" (p. 18). Ver también Ferenczi, 1929; 1931, p. 138; 1932, pp. 18, 164; Frankel, 1998.

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(17) Ver la discusión de Meare de este tema en la experiencia del desarrollo del falso self: "El niño hará cualquier cosa para mantener el vínculo [con los padres], incluso al extremo de sacrificar su realidad... El niño busca un indicio de lo que la madre quiere. Aprende a emitir ciertas conductas para mantener cierto vínculo con la madre" (p. 115).

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(18) Sullivan relacionó la ansiedad con el miedo a la desaprobación de los otros significativos.

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(19) Ferenczi creía (1930-1932) que "los pequeños traumas son fáciles de superar" (p. 263) [y] son necesarios para el desarrollo de una personalidad normal.

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(20) Por lo tanto, podríamos especular que hay una tendencia persistente a identificarse con el agresor en una sociedad como la nuestra, en la cual las personas a menudo se sienten desconectadas de las otras personas.

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(21) Ver también Levenson (1983): la ecuación de autenticidad al sumir la responsabilidad por las propias elecciones.

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(22) Ver, por ejemplo, las descripciones de Ferenczi (1931) del analista "entrando al juego" (p. 129) de los estados regresivos del paciente. La descripción de Kohut (1977) del "método de observación empático" del analista (p. 303) y la idea de Bromberg (1998) de "conocer al paciente desde dentro" (p. 127) como parte de su rol, "el analista de alguna manera debe 'perder' su mente para conocer la del paciente" (Bromberg, 1998, p. 138).

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(23) Esta interpretación alude a Ferenczi (1933) cuando dice: "El niño maltratado se convierte en un autómata mecánico y obediente o se vuelve desafiante, pero es incapaz de referir las razones de su desafío" (p. 163).

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(24) La puntualización de Searles (1975) de que los pacientes tienen que ser capaces de  sentir que pueden ayudar a sus analistas, también sugiere que un analista que parece demasiado "sano" (que no necesita ayuda) puede evocar un sentimiento de futilidad en el paciente.

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(25) Similar a la discusión de Ferenczi (1919) sobre la asociación libre como proveedora de la libertad no sólo de decir cualquier cosa sino también del requerimiento de decirlo todo, el rol del analista apela a la inusual libertad de explorar y también al difícil requerimiento de atender.

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 El autor desea agradecer a Neil Altman, Ellen Arfin, Lewis Aron, Anthony Bass, Jody Davies, Judith Dupont, Susan Fabrick, Beth Lawrence, Helene Nemiroff, Frederic Perlman, Shari Rosenblatt, Brenda Szulman y Joyce Whitby por sus reflexivas lecturas de las versiones preliminares de este artículo y por sus útiles comentarios. Gracias también a Beatrice Beebe, Leah Lipton y Karlen Lyons-Ruth por su ayuda en localizar material de primera fuente. Una versión anterior de este artículo fue presentada en la 23a. Conferencia Anual de la Asociación de Psicoterapia de Israel, Tel Aviv, 7 de mayo de 1999.

 

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