aperturas psicoanalíticas

aperturas psicoanalíticas

revista internacional de psicoanálisis

Número 012 2002 Revista Internacional de Psicoanálisis Aperturas

Entre la objetividad, la subjetividad y la intersubjetividad. ¿Aún hay lugar para la neutralidad analítica?

Autor: Eizirik, Claudio

Palabras clave

Campo relacional, intersubjetividad, Neutralidad, Objetividad/subjetividad, Relacion analitica, Tecnica analitica.


Resumen: El autor inicialmente propone un esquema de la evolución de la técnica analítica, a partir de Freud, destacando dos momentos evolutivos posteriores. A seguir, cuestiona su propuesta, procurando evidenciar que no toma en cuenta la complejidad y las varias e inevitables interacciones entre objetividad, subjetividad e intersubjetividad. A continuación discute la controversia sobre el concepto de neutralidad analítica, tomando una posición a favor de su utilidad clínica. Sugiere al final que el estado mental del analista en el encuadre oscila entre momentos de mayor o menor objetividad y subjetividad, lo que le permite desempeñar su función recurriendo a cierta posible neutralidad.

Con una mirada ciertamente simplificadora de la evolución de la técnica analitica a lo largo de sus primeros cien años, podríamos hacer la siguiente proposición:

 Freud construyó su teoría de la técnica y elaboró recomendaciones sobre la práctica analítica dentro del paradigma cultural y científico de su época, y así estableció una forma de practicar el psicoanálisis en la que se reconocía claramente el sujeto y el objeto de un procedimiento terapéutico que pretendía estar fundamentado en una ciencia natural. Entonces podríamos afirmar que la función del analista era observar e interpretar los conflictos inconscientes del paciente principalmente a través de las asociaciones libres, los sueños y las manifestaciones de la transferencia. El analista es el sujeto que observa e interpreta al objeto aquello que percibe, infiere o construye acerca de ese mismo objeto de la observación. Por lo tanto, el ideal a ser alcanzado sería el de la objetividad.

La práctica analítica fue incluyendo progresivamente, a lo largo de su recorrido, la mente del analista y reconociendo su participación en el proceso analítico, permitiendo así el estudio y la construcción de nuevos conceptos como la identificación proyectiva y la contratransferencia. En este nuevo modelo el analista, al utilizar la contratransferencia como un instrumento de observación, no solamente observa e interpreta lo que percibe en el paciente, sino que incluye los datos provenientes de su observación a respecto de si mismo, de sus reacciones emocionales y de la posible conexión entre estas y lo que existe en el mundo interno del paciente. Por lo tanto, el ideal a ser alcanzado sería la observación de la subjetividad del paciente y analista.

Un tercer movimiento sobrepasa el anterior paso y rompe con la visión de las dos subjetividades en contacto, proponiendo que existe una interrelación continua entre contenido y continente, constituyéndose así un campo dinámico, creación especifica de aquella dupla y cuyas fantasías inconscientes deben ser identificadas por el trabajo en colaboración de ambas. Cualquier pretensión de algún tipo de objetividad es abandonada. Por lo tanto, el ideal a ser alcanzado es el reconocimiento y la búsqueda de los significados emergentes de la situación intersubjetiva de ese par analítico, único en su especificidad. Este punto de vista es congruente con las características de la posmodernidad, que habría sustituido las proposiciones de la modernidad que nutrieron la construcción del edificio teórico y técnico de Freud.

Al leer este esquema general, vendrá a la mente del lector un sinnúmero de autores, los cuales dejo de citar por considerar que todos están suficientemente evidentes y presentes en nuestro patrimonio común.

A continuación intentaré utilizar una de las propuestas posmodernas y procuraré des-construir cada una de las afirmaciones anteriores pues me parece que son incompletas, fragmentadas y reduccionistas. Si así lo son, ¿por qué las he presentado de esa forma? Porque he observado en sucesivos contextos la recurrencia de las mismas, aparentando indicar, necesariamente, una evolución de nuestra práctica analítica. ¿Seria éste el caso? ¿Realmente estamos viviendo el progresivo reemplazo de la objetividad por la subjetividad y por la intersubjetividad? ¿Cuáles serian las ventajas y los riesgos de tal evolución? ¿Podríamos decir que, a lo largo del siglo pasado, el analista se fue apartando progresivamente de una pretensión analitica y aproximándose de una posicion más artística en su praxis? ¿Tales formulaciones consideran la complejidad del contenido de la relación analítica y nos ayudan a aprehender, dentro de lo posible, todas las variantes epistemológicas que acompañan el emprendimiento psicoanalítico? Estas son algunas de las cuestiones que propone nuestro tema.

Freud: ¿un analista objetivo?

Podemos obtener interesantes informaciones sobre el analista Freud, tanto en sus trabajos sobre técnica y casos clínicos, que seguramente fueron escritos con el cuidado de quien procuraba estructurar un modus operandi, como en toda la bibliografía adicional que constituyen los relatos de sus ex – pacientes. Sin duda hay un componente transferencial residual en todos estos relatos, donde tanto la idealización como la frustración de expectativas pueden haber influido en la distorsión de los recuerdos. Sin embargo, su utilidad está en el hecho de que similares versiones se confirman mutuamente, y así contribuyen a darnos una impresión sobre varios aspectos de la actitud de Freud como analista. De tales informaciones se desprende que Freud tenía una actitud menos austera y abstinente de lo que se podría esperar (Leider, 1983).

Escuchemos el relato de Joan Rivière: " empezó su primera sesión conmigo – de una manera poco recomendable y contraria a todas las reglas- diciendo: “Bien, ya sé algo sobre usted: tuvo un padre y una madre”. Con esto, quería decir algo como: rápido, no puedo esperarla con todas sus inhibiciones, quiero algo que me sirva para empezar; ¡deme un esquema en el cual me pueda apoyar! ...su interés ... se manifestaba de una forma curiosamente impersonal. Detrás de su avidez se tenía la impresión de cierta reserva. Tal vez lo más significativo en él era la simplicidad que había en esa impersonal avidez. Se concentraba en la investigación de tal modo que su propio ser actuaba únicamente como un instrumento. Sus ojos penetrantes y atentos tenían no solo esa simplicidad y esa clara e ingenua mirada de un niño – para quien no hay nada demasiado pequeño y nada grosero o sucio –sino también una paciencia y una cautela de un hombre maduro, al lado de una actitud de indagación impersonal (Ruitenbeek, 1973)

Según Flemm (1986), Freud participaba activamente en la sesión, haciendo reflexiones personales sobre personajes que conocía u obras que había leído. Lejos de ser austero, rígido y silencioso, se mostraba muy presente, atento y respetando al otro, pero también dotado de humor, aunque a veces impaciente e incluso irritado, cuando ostensivamente tamborileaba los dedos sobre el brazo del sillón.

S. Blanton, quien fue su paciente, le contó que estaba ahorrando dinero para comprar sus libros. Al día siguiente, recibió de regalo varios volúmenes de las Obras Completas, sucediéndose a esto un retraimiento de los sueños, que Freud interpretó como consecuencia de los regalos, agregando: “A partir de esto usted verá que los regalos siempre traen al análisis cierto tipo de dificultades” (Lipton, 1977).

Kardiner (1977) narra trechos de su análisis con Freud, entre 1921 y 1922. Después de haber irritado a su analista al decirle que el análisis era incapaz de hacer mal (“¡entonces no puede hacer bien!”), Kardiner hace referencia a que usualmente Freud era tranquilo, a veces de buen humor y hasta irreverente con el psicoanálisis. Al preguntarle sobre una duda respecto de la horda primitiva, Kardiner escuchó de su analista: “Oh, no se lo tome tan en serio. Es apenas algo que soñé en una mañana lluviosa de domingo”. Al comentar algo sobre Lou Andeas Salomé, escuchó de Freud: “Hay personas que tienen una intrínseca superioridad, una nobleza innata. Ella es exactamente una de esas personas”. Al hacer un balance de su análisis, 44 años después, este analista reconoce el desempeño terapéuticamente eficiente de Freud, pero critica lo que consideró el énfasis casi exclusivo en la homosexualidad inconsciente y en el complejo de Edipo, descuidando los aspectos agresivos, la transferencia negativa y una perspectiva más amplia del desarrollo.

Wortis (1974), otro ex - paciente, no tuvo una relación muy cordial. Relata un análisis marcado por discusiones, que culminó en una sesión en la cual Freud le recrimina no estudiar temas analíticos como se había propuesto, y le advirtió: “Si vienen a preguntarme de un tal Wortis, que presentaba ciertos dones y vino a estudiar conmigo, contestaré que no aprendió nada conmigo y me eximiré de cualquier responsabilidad”. Wortis posteriormente se apartó del psicoanálisis volviéndose un crítico del mismo. ¿Freud habría percibido su resistencia al psicoanálisis, o la provocó con su rechazo?

Otros conocidos episodios flagrantes, revelan a Freud mostrando a Hilda Doolitle antigüedades que tendrían relación con su caso, mientras la conducía a su gabinete de trabajo, y encendiendo un habano para conmemorar una interpretación ocurrida particularmente bien y que formulara a Alix Strachey, quien quería continuar discutiendo la cuestión y escuchaba: “No sea voraz. Esto ha sido suficiente insight por una semana”.

¿Qué nos dicen estos episodios retirados de su contexto, dispersos relatos de una práctica analítica de más de cuarenta años, quizás dados de segunda mano, recubiertos por el tiempo pasado y revestidos por tantos ocultos significados? Quizás no nos aporten nada de valor. Pero quizás atestigüen de modo más libre y menos contenido en la “historia oficial” de los textos formalmente escritos y revisados, algo que Freud menciona en uno de sus momentos más difíciles, su ruptura con Jung, cuando reivindica el psicoanálisis como creación suya y de nadie más: “Me juzgo con derecho a defender este punto de vista: todavía hoy, cuando hace mucho he dejado de ser el único psicoanalista, nadie puede saber mejor que yo lo que el psicoanálisis es, en qué se distingue de otros modos de explorar la vida anímica, qué debe correr bajo su nombre y qué sería mejor llamar de otra manera”.(Sigmund Freud, Obras Completas, vol. XIV - Amorrortu editores 1914, pag.7)

Quizás lo que estos tramos del discurso nos dicen es que, de la misma forma que hoy en día algunos autores pretenden describir el “mito de la neutralidad analítica” (Orange et al, 1999), ejemplifican la irreductible subjetividad del analista (Renik, 1993). A pesar de su precario carácter como fuente documental, nos muestran al primer analista como alguien inmerso en su tarea, alguien que continuamente estaba con el paciente (Sterba, 1982) y, en esa relación, a pesar de que buscaba alcanzar el ideal de sus maestros de investigación fisiológica, no podía evitar la participación de su subjetividad. Esos episodios, aún fragmentados, sugieren que deben haberse constituido diferentes campos analíticos, diferentes partes del self del paciente deben haberse alojado en otras partes de la mente del analista, se habrán establecido sucesivas fantasías de esas duplas, llevándonos tantos años después, a imaginar, con la capacidad creativa de cada uno de nosotros, aquellos encuentros que ilustran tan bien el psicoanálisis como literatura y terapia (Ferro, 2000).

Con lo expuesto pretendo contribuir de alguna forma a señalar lo difícil y simplista que es presentar a Freud como un analista que buscaba la objetividad, y que se guiaba solamente por una visión positivista o exclusivamente basada en la ciencia natural. A pesar de que ésta pudiera haber sido su aspiración, explícita en la conferencia XXXV, en la cual él afirma que la Weltanshauung (cosmovisión) del psicoanálisis es la misma que la de la ciencia natural, su encuentro con la clínica no podía evitarle la irreductible necesidad de lidiar con la subjetividad, tanto de los pacientes como la propia.

¿Adiós al analista objetivo?

Este es el título de un trabajo de Goldberg (1994), donde el autor describe como analista objetivo a aquel que es capaz de colocarse afuera de una determinada situación y hacer observaciones neutrales, sin descuidar un estrecho contacto con su contratransferencia. Se posiciona contrario a tal objetividad pues considera que la mente del analista existe en un contexto, que su actividad involucra a conceptos previos, a su propia participación y a un inevitable cambio en sí mismo. Para Goldberg es necesario reconocer la participación de los estados subjetivos del analista, que van más allá de la contratransferencia e incluyen a su propio self. Así, nunca se puede pretender que las interpretaciones tengan una única lectura, lo que lleva a concebir el intercambio entre paciente y analista como un proceso siempre abierto y continuo.

En una serie de revisiones sobre la evolución del concepto de contratransferencia, Jacobs (1999), Hinshelwood (1999) y Bernardi (2000), demuestran cómo el concepto ha pasado a ser, en las tres regiones geográficas, una especie de terreno común actual del psicoanálisis, con especificidad en el desarrollo de la teoría y la técnica en cada una de ellas, reafirmando el estudio realizado por Kernberg (1993) sobre las convergencias y divergencias de la práctica analítica actual, en el cual se evidenció haber, en las distintas escuelas, más semejanzas que diferencias en lo que se refiere a transferencia, al aquí y ahora, al análisis del carácter, a la contratransferencia, a la formulación de los conflictos en términos de relación de objetos y al énfasis creciente en la experiencia afectiva del paciente.

Hay un reconocimiento explícito de que el cambio que afectó a las diferentes orientaciones tuvo origen en los desarrollos kleinianos, principalmente en el trabajo de Bion y de los autores contemporáneos poskleinianos. Jacobs (1999) destaca que la contribución de Racker ha sido central principalmente por dos razones: haber estimulado el interés en la contratransferencia como un fenómeno de profundos efectos en el proceso analítico y por haber permitido la aceptación creciente de la idea de que el proceso analítico no tiene como único objetivo el develar las creencias y fantasías inconscientes, sino la creación de nuevas realidades psíquicas.

Con respecto al tema en cuestión, Racker (1973) formuló la hipótesis de que la objetividad del analista consiste, principalmente, en una cierta posición frente a su propia subjetividad, la contratransferencia. El ideal neurótico (obsesivo) de la objetividad llevaría a la represión y al bloqueo de la subjetividad, contribuyendo a la aparente realización del mito del analista sin angustia y sin rabia. El otro extremo neurótico seria fundirse en la contratransferencia. Por lo tanto, para Racker, la verdadera objetividad se basa en una disociación interna, lo que capacita al analista a tomarse a sí mismo como objeto de observación y análisis continuos, que también le permitiría ser relativamente “objetivo” frente al paciente.

El matrimonio Baranger (1961), fue quien inicialmente propuso, dentro de la tradición kleiniana desarrollada en Latinoamérica, la noción de campo analítico, que lleva más lejos el problema de la subjetividad, imponiéndose como expresión de la intersubjetividad presente en la dupla analista-paciente, siendo un concepto en expansión, conduciendo a nuevas y creativas profundizaciones, como las de (Ferro, 2000) y desafiando, al mismo tiempo, los conceptos de transferencia y contratransferencia. Esto porque “...son concebidas como fenómenos individuales, que ocurren en el paciente y en el analista respectiva y separadamente. La noción de campo, o más genéricamente, de intersubjetividad, trajo ajustes al modelo que permite percibir mejor su acción reciproca”. (Favalli, 1999). Según este autor, al concebirse un campo relacional estructurado por el juego de identificaciones proyectivas recíprocas, no se podría pensar más en las ocurrencias aisladas de la vida mental del paciente y analista, sino en una tensión oscilatoria constante entre las individualidades de cada uno, y su absorción hacia dentro de la intersubjetividad. Aún así el autor no deja de destacar la importancia de mantener la asimetría en la relación analítica.

Renik, en sucesivos trabajos (1993, 1995, 1996), ha cuestionado la validez de conceptos como la objetividad, la neutralidad, la abstinencia y hasta la contratransferencia. Parte de la idea de que la subjetividad del analista es parte inherente e irreductible del proceso analítico, ejerciendo una continua influencia sobre el mismo y sobre todo lo que el analista piensa y hace, aun cuando crea que está siendo neutral. Según Renik, tal subjetividad solo puede ser identificada cuando es enacted (puesta en escena, escenificada) en la situación analítica, de manera obvia o sutil. Así, para este autor, los peligros del concepto de neutralidad consisten en la absoluta imposibilidad de monitorizar y controlar la subjetividad del analista. Piensa que es un concepto inútil, aunque bien intencionado. Sugiere que estamos aprisionados en él, intentando encontrar versiones útiles del mismo, y esto deriva de la búsqueda de evitar o reducir influencias indeseables del analista sobre el paciente. Renik es el representante radical de un reciente debate sobre la neutralidad analítica, con posturas que varían entre considerarlo todavía útil, al menos como un ideal teórico, buscar redefinirlo dentro del pensamiento analítico contemporáneo o describirlo como potencialmente destructivo para el proceso analítico. (Makari, 1997; Stolorow and Atwood, 1997; Cooper, 1996)

Froimtchuk (1998), destaca que el concepto de neutralidad puede ser visto como aquel que estuvo comprometido, durante mucho tiempo, con el ideal de pureza y objetividad exigidos en toda postura verdaderamente científica, y con los desarrollos del psicoanálisis cede lugar a una preocupación con la responsabilidad ética que debe regir la conducta del analista. El gran desafío para el analista, según esa autora, es encontrar el equilibrio entre las posiciones de observador y participante, entre elementos objetivos y subjetivos, buscando una postura de escucha que sea lo menos comprometida con sus propios valores, al mismo tiempo que interactúa con lo que el paciente le comunica, además de estar abierto a modificarse en esa escucha. Mello Franco (1994), ya se había referido a ese aspecto, el de riesgo para la identidad del analista y la aceptación de alguna posible modificación interna, al discutir nuevamente el concepto de neutralidad analítica.

Tenemos así, una tendencia creciente a enfatizar el aspecto intersubjetivo de la relación analítica, estimulado tanto por las ideas de la posmodernidad, frente a las cuales nociones como la objetividad y la propia neutralidad analítica se vuelven obsoletas, imposibles o incluso inútiles, como por las sucesivas llamadas de atención ante el riesgo de zambullirse en un desvariado subjetivismo que nos sacaría de cualquier compromiso, incluso con los objetivos terapéuticos del psicoanálisis. Este debate sigue vigente y ha ocupado crecientes espacios en nuestros principales periódicos psicoanalíticos, nacionales e internacionales, conforme se verifica en este número, habiendo derivado en estimulantes y divergentes posturas. (Steiner, 1996; Gabbard, 1997; Renik, 1998; Dunn, 1995; Ogden, 1994; Cavell, 1998; Almeida, 1998; Rezende, 1998; Assis, 1999; Rocha Barros, 2000).

Realmente pienso que es central la cuestión de la neutralidad analítica para el debate en curso. Situándome entre los que todavía lo consideran útil, aun necesitando ser actualizado y relativizado, sugerí que podría ser caracterizado como la postura, tanto en el comportamiento como en lo emocional, a partir de la cual el analista en su relación con el paciente observa, sin perder la necesaria empatía, manteniendo una distancia posible en relación al material del paciente y su transferencia; a la contratransferencia y a su propia personalidad; a sus propios valores; a las expectativas y presiones del mundo externo, y a la (las) teoría(s) psicoanalítica(s). Tal postura no implica ausencia de espontaneidad o naturalidad, pero sí el reconocimiento de que mantener una cierta distancia posible en relación a esos cinco aspectos es el elemento que nos permite un contacto y comunicación crecientes y más profundos con el mundo interno del paciente, con el objetivo de alcanzar los fines terapéuticos propuestos por ambos. “Una cierta distancia posible” es una expresión intencionalmente ambigua. Admite que es necesaria una distancia que reconoce ser relativa, y con “posible” pretende enfatizar que estamos tratando de una posición constantemente amenazada, por influencias internas y externas, que intentamos mantener dentro de las posibilidades (Eizirik, 1993).

En sucesivas contribuciones me empeñé en examinar la utilidad de tal caracterización en diversos contextos, como cuestiones ligadas al género y al ciclo vital del analista y del paciente, la transferencia erótica en la formación analítica y algunos limites del psicoanálisis (Eizirik, 1996a ; 1996b ;1998).

En una revisión retrospectiva de mi trabajo clínico a lo largo de ese período, y el estimulante trabajo de supervisión de casos analíticos, compruebo que he considerado útil pensar en la neutralidad analítica en estos términos. Por un lado cada vez nos beneficiamos más del concepto de campo analítico, aceptando la irreductible intersubjetividad que se desarrolla entre cada analista y cada paciente, y por otro lado necesitamos de un encuadre, de un contrato y de la posibilidad de vernos a nosotros y al paciente como personas independientes, dentro de una asimetría igualmente irreductible. Más allá de esto, como lo evidencia Cruz (1994) al estudiar la teoría y el significado de los sueños como vía del conocimiento del mundo interno, las sucesivas formulaciones teóricas y sus repercusiones clínicas no necesariamente sustituyen a las anteriores, más bien aumentan y amplían nuestra capacidad de comprensión de los fenómenos. Según este autor, aun cuando los sueños pasaron a ser una de las vías y no “la” vía real de acceso al inconsciente, siguieron siendo una de las vías.

 Así como Bion (1963) sugiere que el funcionamiento mental oscila entre las posiciones PS y D, y Meltzer (1968) propone que el trabajo psicoanalítico puede ser comparado a un acto de virtuosismo, una combinación de actividad artística y atlética, que tiene como principio guía una tensión equilibrada y próxima al límite, podríamos concebir nuestro estado mental o nuestra posición dentro del encuadre como oscilando entre momentos de mayor o menor objetividad y subjetividad, y en estos, estando más o menos inmersos en un estado de intersubjetividad con el paciente.

Una cierta y posible neutralidad nos permite oscilar entre esos dos estados, sumergiendo y emergiendo sucesivamente, a lo largo de un proceso necesariamente extenso, incompleto, fragmentario y que frecuentemente nos defrauda, en el cual buscamos entender y ser entendidos, intentando captar de alguna forma quién es, qué piensa, qué siente y por qué siente ese otro u otra con quien nos encontramos en la búsqueda de algún significado para su dolor psíquico.

Una indudable neutralidad posible nos recuerda, de tiempo en tiempo, que este otro u otra tiene una peculiar estructura de personalidad, recurre a algunas defensas predominantes o establece relaciones con un patrón o estilo que se repite, o busca impulsar a aquel con quien convive para adoptar tal o cual actitud, o para experimentar tal o cual estado mental.

Una cierta y posible neutralidad también nos alerta acerca del hecho de que el psicoanálisis es un emprendimiento tanto ético como terapéutico, y que estamos comprometidos a buscar el cambio psíquico y el crecimiento mental, pero también la reducción del sufrimiento y el aumento de la capacidad de amar y de trabajar, como mínimo, siendo que para esto nos pagan. Más allá de esto, uno de nuestros actuales desafíos consiste en mostrar que nuestro método funciona y que merece seguir siendo practicado. Pero no basta con decirlo, es necesario que recurramos a cierta objetividad y que aceptemos compartir las dificultades y los penosos ejercicios metodológicos que otros métodos ya están practicando, en búsqueda de la comprobación de resultados, frente a la franca competencia en el mercado de trabajo.

Objetivamente (¿Subjetivamente?)

En síntesis, procuré discutir los conceptos iniciales acerca de la evolución de la técnica psicoanalítica de un período de búsqueda de la objetividad hacia otro de búsqueda de la intersubjetividad, intentando mostrar que tanto una formulación como la otra no dan cuenta de la complejidad de cada momento evolutivo, ni incluyen las varias dimensiones contrastantes y ambiguas de la práctica analítica. Si esta fue mi propuesta objetiva, así expresada y afanosamente buscada a lo largo de este texto, ella se acompaña de una disposición subjetiva de encontrar alguna resonancia en el lector, con quien posiblemente comparto ansiedades, inseguridades, y pequeñas alegrías de una práctica analítica continua y que siempre nos exige lo mejor de cada subjetividad, tanto del analista, cuanto del paciente. Suponiendo que con algunos eso haya ocurrido al menos parcialmente, y que con otros hayamos constituido una fugaz intersubjetividad que nuevamente nos separa al finalizar, evaluamos objetivamente algo de lo que pueda haber ocurrido y nos preparamos para nuevos encuentros. Tal vez ese interminable suceder de encuentros y despedidas, una manera “miltonascimentiana” de describir el proceso analítico, también sea útil y sirva como síntesis de lo que intenté proponer.
 
 

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Traducción: Mariza D. do Bomfim

* Nota: Una versión modificada de este trabajo ha sido publicada por la Revista Brasileira de Psicanálise, vol 34, n 4, 2000.

 

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