aperturas psicoanalíticas

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revista internacional de psicoanálisis

Número 014 2003 Revista Internacional de Psicoanálisis Aperturas

La teoría del pscioanálisis: vicisitudes de su evolución

Autor: Rangell, Leo

Palabras clave

Historia, teoría psicoanalítica.


 
"The theory of psychoanalysis: Vicissitudes of its evolution" fue publicado originariamente en el Journal of American Psychoanalytic Association, vol. 50, No. 4, pp. 1109-1137. Copyright 2002 de Analytic Press, Inc. Traducido y publicado con autorización de The Analytic Press, Inc.

Traducción: Marta González Baz

Supervisión:María Elena Boda


La cúspide del psicoanálisis es su teoría. Todo lo demás proviene de la comprensión que ésta proporciona, del procedimiento técnico que se deriva a la ingente literatura del psicoanálisis aplicado. Puesto que mi invitación a escribir este artículo sobre el estado del psicoanálisis fue realizada sobre la base de mi antigüedad y supervivencia, como uno de los escasos contribuyentes vivos al primer volumen de esta revista, y puesto que he estado personalmente involucrado en la historia de esta teoría durante la mitad del “siglo de Freud”, mi intención es presentar una perspectiva general de su desarrollo, una vista aérea como si dijéramos del bosque más que de los árboles. Así, si bien no se tratarán los detalles, se logrará una orientación hacia movimientos amplios, cuyas relaciones entre sí permanecen generalmente fuera del alcance de la vista.
En el título digo “la” teoría del psicoanálisis deliberadamente, lo cual nos lleva de una vez a la esencia de esta perspectiva. En contra del pluralismo ampliamente vigente hoy en día, yo creo que el siglo dio lugar a una teoría unificada del psicoanálisis, no a varias ni muchas. Esa teoría permanece en contraste con explicaciones más limitadas de la vida mental –orgánica, cognitiva, conductual, existencial- cada una de ellas focalizando en uno u otro aspecto de la actividad mental y la conducta. El psicoanálisis las incluye a todas, pero puesto que se transformó en una teoría supraordinada añadió un sine qua non propio específico e idiosincrásico. Buscando su esencia, el núcleo que distingue al psicoanálisis de otras ciencias sociales o psicológicas, yo la encuentro en su dominio exclusivo de “conflictos intrapsíquicos inconscientes” (Rangell, 1967 b). Más adelante yo cambié o amplié esto a “proceso intrapsíquico” para incluir los elementos no conflictivos y los fenómenos pre y postconflictivos (Rangell, 1969). Esta era mi versión de la adaptación de Hartmann en el campo del psicoanálisis (1939) y contra Kris (1947) para quien el “psicoanálisis es la ciencia del conflicto”. Incluye a ambas. El ubicuo proceso intrapsíquico, que escudriña en busca de la ansiedad y el peligro, también está alerta para reconocer la seguridad y la posibilidad de acciones, afectos y otros productos psíquicos externos e internos no conflictivos,
Al final de este primer siglo, la teoría del psicoanálisis se halla en un estado de confusión. Una persona que se plantee el psicoanálisis se enfrenta a media docena de escuelas alternativas, frecuentemente excluyentes entre sí, cada una reivindicando teorías superiores o supraordinadas a las de las demás. Además, las disciplinas externas al psicoanálisis ofrecen enfoques competitivos. Hoy, los pacientes potenciales encaran un despliegue confuso entre el cualelegir una ayuda profesional. No es de extrañar que el público tenga dificultad en confiar en el psicoanálisis. Si bien las condiciones socioeconómicas contribuyen indudablemente al estado deprimido del campo, el factor de la dispersión teórica desempeña, en mi opinión, un papel importante en la baja estima en que actualmente se tiene al psicoanálisis en el mundo intelectual. Algunos, por supuesto, son de la opinión contraria, que la multiplicidad de teorías de hoy en día es un punto fuerte del psicoanálisis, una indicación de la creatividad que ha alcanzado en esta fase de su crecimiento.
La unidad de Freud
Al igual que el psicoanálisis sigue el camino de una vida para comprender a un individuo, el mejor modo de comprender el estado actual del psicoanálisis es trazar de modo similar su historial evolutivo. Freud abrió el camino hacia la unificación con el gran avance de sus descubrimientos. Sus primeros discernimientos implicaban la confluencia de fenómenos considerados dispares hasta entonces. Se observaba que los síntomas emergían de la misma fuente que los sueños, y ambos estaban ligados a rasgos de carácter. Los actos fallidosy los chistes (Freud, 1901, 1905 a) provenían de la misma fuente. El autoanálisis de Freud reveló material de las mismas profundidades que sondeaba con sus pacientes. Lo normal fusionado con lo patológico. Los hallazgos de estos descubrimientos concretos se extendieron a la psicología humana en general. La unidad era el tema.
Esta convergencia en una fuente común era tan asombrosa como novedosa. Cada nuevo avance, junto con el interés que despertaba, suscitaba otro nivel de incredulidad y oposición. Sin embargo, la integración de estos avances permitió a Freud contemplar los obstáculos al progreso como datos en sí mismos. Fue gracias a su negativa a dejarse vencer y ceder a la oposición –tanto exteriormente en forma de crítica externa como interiormente en forma de desánimo personal- lo que le capacitó para descubrir los dos pilares del método psicoanalítico, la resistencia y la transferencia. El enfado, o el amor y la sumisión, hacia el analista no eran causa para echarse atrás o abandonar, como lo eran para Breuer. Estas emociones también eran hallazgos; conducían a la transferencia, al desplazamiento, a la formación reactivay más. Cada nuevo elemento encontraba su modo de formar parte del todo.
Estos fueron los comienzos, las primeras incursiones en el nuevo campo por parte del hombre que lo descubrió. Las siguientes tareas de Freud fueron dos: avanzar en el conocimiento que había empezado a acumular y navegar por un periodo necesario e inevitable de relaciones con pares, ciñéndose a estos descubrimientos y logrando nuevos hallazgos. Las dos experiencias, como investigador individual y como participante de un grupo, no tendrían las mismas líneas de desarrollo. Las relaciones de Freud con sus primeros colegas y las tareas cooperativas variaron de las relaciones positivas que mantuvo con algunos como Abraham, Jones y Ferenczi, y al principio con Rank, a las dificultades que siguieron poco después con algunos como Jung, Adler y Shekel, y antes del final también con Ferenczi y Rank. Estas relaciones no eran las mismas que mantenía con Dora o Anna O. En la díada terapéutica, las relaciones, incluso la relación indirecta con Juanito, estaban definidas, los roles estaban establecidos; un observador, el primer analista, estaba al mando, al menos en la medida en que la teoría se aplicaba y se desarrollaba. Los grupos de pares, sin embargo, estaban constituidos sobre una base diferente, más participativa. En los grupos psicoanalíticos permanecía sin controlar, desde el primer momento, lo que no se permitía al paciente traducir a la acción. Esto introdujo otra determinante importante en el curso evolutivo de la teoría psicoanalítica, la naturaleza de las relaciones de grupo.
Desarrollando la teoría
Mientras que los variados datos de los sueños, la situación clínica y las observaciones directas de la vida se consideraban producto de una fuente común, el cuerpo en evolución de la teoría que los explicaba se transformó en un complejo cada vez mayor. Pero los descubrimientos de elementos específicos del interior explicativo, los ladrillos de la teoría psicoanalítica, aunque se producían en seriessiempre eran acumulativos, ocupando su lugar como partes de un todo en expansión. Las pulsiones fueron lo primero, el instinto sexual se postuló poco después y la libido y el complejo de Edipo se añadieron en el mismo periodo inicial. Según iban llegando los avances, los instintos y las pulsiones se contrapusieron a la defensa, que se subdividió gradualmente en mecanismos específicos. Cuando éstos se convirtieron en parte de un nuevo sistema –el yo- las pulsiones y los instintos formaron un sistema complementario, el ello. Paralelamente a estos desarrollos, se definieron y añadieron dos principios mentales reguladores, la búsqueda del placer y la adherencia a la realidad (Freud, 1911). Según proliferaban las funciones del yo, Freud (1920), observando fenómenos “más allá del principio del placer”, no sólo no se desanimó sino que añadió otro sistema, el superyó (e ideal del yo), redondeando una teoría triádica del funcionamiento mental. La multiplicidad continuaba: no había escasez de observaciones y adicciones al edificio explicativo. Sin embargo, todas eran automáticamente sincrónicas, partes de un solo operativo, un todo en expansión.
Según el sistema teórico en evolución se volvía más inclusivo, Freud luchaba con las complejidades implicadas, ensayando varios diagramas (1923, p. 24; 1933, p. 78) para manejar las ambigüedades y aparentes contradicciones que se acumulaban como nuevas formulaciones provenientes de los crecientes datos clínicos. Comenzó a tomar forma una observación crucial, que el conflicto y las contradicciones son una condición intrínseca. El inconsciente, el descubrimiento primordial a explorar y comprender, estaba para contener explícitamente las contradicciones existentes en el proceso primario. Pero tampoco había una delimitación clara, no había “fronteras claras como las fronteras artificiales dibujadas en la geografía política… Tras hacer las separaciones, debemos permitir a lo que hemos separado que se fusione una vez más” (Freud, 1933, p. 79). El yo no es todo consciente, ni el ello y el inconsciente se ajustan bien entre sí. El pensamiento del proceso primario se entromete en la mente consciente, mientras que el proceso secundario de la vida mental consciente se extiende también al inconsciente. Desde que sabemos la regularidad con la que los modos inconscientes de pensamiento se extienden a la vida consciente, podemos sentirnos más seguros frente a lo que es normalmente irracional en los asuntos humanos, las “decepciones” de la vida cotidiana (Shengold, 1995).
Las relaciones, no tan ordenadas, entre estos conceptos psicoanalíticos en evolución condujeron a otra formulación teórica paralela. Cada elemento psicológico sujeto a estudio puede entenderse mejor desde múltiples perspectivas, todas trabajando al unísono, cada una de ellas aportando su punto de vista específico. Los puntos de vista dinámico, genético, tópico, económico y estructural se siguen el uno al otro, cada uno a su tiempo. El punto de vista adaptativo fue el único añadido por alguien distinto de Freud, proveniente básicamente de las formulaciones de Hartmann y Rapaport. La teoría unificada freudiana dista de ser monolítica. Y la investigación psicológica haría bien en emplear los seis puntos de vista metapsicológicos, como yo hice en un estudio sobre el trauma psíquico (Rangell, 1967 a).
Freud murió en 1939. Ese mismo año, Hartmann publicó su tratado clásico sobre laadaptación. En el homenaje a Hartmann en Nueva York treinta años después, yo afirmé que en 1939 Freud cedió la batuta a Hartmann en lo alto de una cima, la cual Hartmann continuó elevando hasta el doble de su altura (Rangell, 1970). Si bien esto pudo considerarse una exageración apropiada para la ocasión, merecía haber sido tomada en serio. Hartmann continuó haciendo por el yo lo que Freud había hecho por el ello. Puedo añadir que Hartmann no carecía de un compañero encomiable, David Rapaport en Topeka.
Tras un paréntesis bélico durante la década de los 40, el yo tuvo su escenario central en la década de los 50. No puedo decir lo mismo del tercer sistema importante, el superyó. Sus complejidades internas y sus relaciones externas nunca han disfrutado de un periodo de atención microscópica comparable al dedicado a los otros dos sistemas. Una monografía de Hartmann (1960) sobre valores morales desempeñó de hecho un papel en destacar esta falta de atención. Escrito para enfatizar la neutralidad, que en ese momento era necesaria para clarificar la creciente teoría y para apoyarla frente a sus detractores, este influyente trabajo condujo desgraciadamente a esta notable laguna en la teoría psicoanalítica. Los conflictos morales recibieron así menos atención de los analistas que los conflictos neuróticos. Sólo recientemente ha empezado a encararse la compatibilidad de la objetividad y la moralidad en la actitud analítica.
Yo entré en escena en 1940, momento desde el cual escribo desde la experiencia directa. Me uní inmediatamente a las discusiones científicas, con placer y también sufriendo las tribulaciones y la disforia que acompañan a la inmersión en la teoría. Además de ser introducido desde el principio en la teoría de los afectos participando en un panel (Rangell, 1952) de la Asociación Psicoanalítica Americana con Rapaport y Edith Jacobson, fui incluido en el primer panel de la asociación (Rangell, 1954) sobre psicoanálisis y psicoterapia, sus diferencias y similitudes, tras lo cual llegué a ser una especie de habitual en esa materia, participando en unos siete paneles consecutivos de la Internacional y la Americana sobre lo que denomino como “P y P.”. Era un desafío recurrente, en diferentes fases históricas, definir, combinar y distinguir estos campos de práctica contiguos.
El tema requería una definición del psicoanálisis para aquellos que lo ensayaban, como base para una discusión más amplia. Sólo dos lo hicieron, Merton Gill y yo mismo. La definición de Gill (1954) era más sucinta y elegante: el análisis de la neurosis de transferencia por parte de un analista neutral mediante la interpretación. La mía incluía tanto la neurosis de transferencia con la neurosis por la que el paciente acude originariamente a tratamiento. También me parecía que los cuatro o cinco mecanismos terapéuticos de Bibring (1954) tenían lugar y eran apropiados para ambas disciplinas, que el insight y la interpretación ocurrían adecuadamente en la psicoterapia y en el psicoanálisis, y la explicación y el esclarecimientolo hacían en el psicoanálisis así como en la psicoterapia. Me alegré de que este enfoque más flexible fuera finalmente aceptado. Sin embargo, a pesar de reconocer las áreas grises entre las dos modalidades, concluía con que a pesar de todo podía dibujarse una línea de demarcación entre el psicoanálisis y su derivado, la psicoterapia analítica dinámica. “El día es diferente de la noche, aunque exista el anochecer” (Rangell, 1954, p. 737); existe una entidad nítida que se denomina psicoanálisis.
En su segundo medio siglo de desarrollo, la teoría que define el psicoanálisis ha mostrado dos tendencias opuestas. Una ha sido una visión acumulativa en la que los nuevos descubrimientos considerados válidos se añaden al cuerpo de teoría existente y se consolida en un todo unificado y coherente. La otra tendencia es una preferencia por las teorías alternativas, que lleva a interrupciones paradigmáticas mientras los nuevos sistemas explicativos ocupan su lugar en lo que una vez fue la corriente principal del psicoanálisis. A pesar de presentarse como teorías y técnicas rivales, estas teorías alternativas, bien sean las avanzadas en la época de Freud o las de los disidentes contemporáneos, generalmente no surgen de datos nuevos, ni de observaciones clínicas novedosas ni de resultados convincentes, sino que generalmente son explicaciones nuevamente propuestas para la experiencia clínica acumulada en común por los analistas de todas partes.
Errores y falacias
La frecuencia de la controversia de matices afectivos en psicoanálisis se basa en una serie repetitiva de falacias y pensamiento erróneo que ha plagado de problemas nuestra historia y la ha conducido a una mezcla de razón y sinrazón desde el principio. Mencionaré alguno de estos errores y falacias. El primero es un método de progresión en el cual un conjunto preexistente de observaciones o un fragmento de teoría explicativa es totalmente reemplazado por otro cuando se postulanel viejo y el nuevo. Una posición acumulativa, más racional, conservaría los hallazgos y las teorías que siguieran siendo válidas al tiempo que se descubrirían otras nuevas; esta progresión por adición conduciría a un sistema teórico más comprensivo y menos incompleto o contradictorio internamente. Esto no significa que nos cerremos a las nuevas ideas o formulaciones, pero evita supresiones perjudiciales al tiempo que se acepta la inclusión de nuevos componentes válidos en un cuerpo de teoría en evolución.
Esta falacia prendió muy temprano, cuando Freud (1897) pasó de la teoría de la seducción apostular el papel de la fantasía inconsciente en la etiología de las neurosis. La disputa emergíaya entonces: ¿Freud reemplazaba la vieja teoría o añadía una a la otra? Mi opinión es que tras una breve vacilación, el propio Freud se adaptó a la creencia de que se aplicaban ambas teorías. Incluso afirmó más adelante (Freud, 1916-1917) que la diferencia no importaba. Sin embargo, había nacido la dicotomía interno-externo, crucial para el desarrollo futuro del grupo, y no ha cesado de provocar un debate apasionado. Este momento de duda, con su confusión inherente, afecta a una amplia franja de pensamiento en la que los nuevos hallazgos o teorías degradan o eliminan a los anteriores cuando en realidad ambos se aplican igualmente. El reemplazo, en lugar de la adición, conduce a la omisión y la distorsión en lugar de a la comprensión acumulativa. La verdad parcial es sustituida por la verdad total.
Esto nos lleva a una segunda falacia operativa a lo largo de la historia del psicoanálisis en la producción de división y discordia innecesarias. Este es el mecanismo de pars pro toto, una forma de pensamiento que selecciona una parte y la sustituye por el todo. En este caso, se considera que una explicación parcial es todo el sistema explicativo. Esta falacia es un correlato de otra previa, en la cual se descartan los elementos necesarios para el todo. Se hipertrofia la importancia de los primeros años de vida en perjuicio del periodo edípico. Los trastornos del self ocupan una posición central y los conflictos intrapsíquicos se eclipsan o desaparecen. El propio Freud apuntó este mecanismo al principio. Comparando el trabajo de Klein con el de Jung en 1927, escribió a Jones, “Todos nuestros apóstatas captaban parte de la verdad y querían declararla la verdad completa” (Freud y Jones, 1908-1939, p. 635). Dijo lo mismo de Adler: “Debe haber, por supuesto, algo correcto en esta teoría de la ‘Psicología Individual’: una pequeña partícula es tomada por el todo “(Freud, 1933, p. 142). “Es casi una característica humana universal de estos ‘movimientos secesionistas’ que cada uno de ellos capta un fragmento de la riqueza de temas en psicoanálisis y lo transforma enindependiente sobre la base de esta confiscación –seleccionando el instinto de dominio, por ejemplo, o el conflicto ético, o la [importancia de la] madre, o la genitalidad, etc.” (pp. 143-144). La prominencia de este tipo de pensamiento erróneo ha sido señalada por muchos autores a partir de entonces, incluyendo a Hartmann, Rapaport, Fenichel y yo mismo. La psicología del yo no reemplazó al ello, sino que se añadió a la primera formulación junto con el conocimiento de cómo ambas se interrelacionaban. El avance de la teoría por fusión sumatoria conduce a una cultura teórica diferente de la que se observa cuando teorías en competición rivalizan por el dominio y la exclusividad.
El término psicología del yo es en sí mismo una formulación incompleta, una abreviación que parece invitar a ataques al “hombre de paja” por parte de los descuidados o los que no comprenden. No existe una teoría “del yo” del psicoanálisis, como no existe una teoría “pulsional” aislada. No hay teoría explicativa sobre los seres humanos que trate sólo de las pulsiones, o del yo, o del superyó, o de los equivalentes a estas funciones en otros sistemas psicológicas o de pensamiento. Yo no soy un “psicólogo del yo”, como se suele pensar, sino un psicoanalista-psicosintetizador-del ello- del yo-del superyó-interno-externo. “Sintetizador” puesto que el propósito del psicoanálisis no es sólo extraer sino también unir. Yo he visto al psicoanálisis tambalearse cuando no se da este paso final.
Una tercera deficiencia en el pensamiento lógico, que también ha sido una forma característica de progresión, o regresión, de la teoría es que el conocimiento y los logros alcanzados en una esfera no se aplican a situaciones relacionadas, al menos no sin un retraso significativo. El acierto de Freud de las series complementarias (1905 b), por ejemplo, que él aplicaba a la dicotomía genético/experiencial en la producción de desviaciones sexuales, puede ser aplicado fructíferamente a otras muchas dualidades. “La intensidad decreciente de un factor se equilibra por la intensidad creciente del otro”, razonaba Freud (1905 b, p. 240) con respecto a las influencias de las pulsiones sexuales y las experiencias vitales accidentales o rutinarias. “Sin embargo, no existe razón para negar la existencia de casos extremos en los dos cabos de las series”, continúa. Mucho se ha perdido o pasado por alto en el desarrollo de la teoría por el fracaso común a la hora de aplicar esta lúcida formulación a una miríada de otros pares dicotómicos. Por ejemplo, ¿este pensamiento no aportaríaclaridad sobre los desacuerdos continuos y siempre cargados sobre los roles de la verdad histórica y la verdad narrativa, o sobre la dualidad objetivo/subjetivo? En cada una de estas dicotomías, los polos coexisten y cualquier caso específico es generalmente una combinación de ambos.
El cuarto error lógico o insuficiencia que se suele encontrar como un obstáculo para progresar es el fracaso, en pensamiento o acción, para seguir los propios descubrimientos o hallazgos hasta sus consecuencias lógicas. Este fallo también es común en los análisis individuales, un hecho que llama la atención sobre las fases subsiguientes que describí en “Del insight al cambio” (Rangell, 1981) como muy necesarias. De forma parecida, en la vida del grupo psicoanalítico solemos discutir cuestiones sin encarar efectivamente sus consecuencias. Ernest Jones (1920), en un editorial al primer número del Internacional Journal of Psychoanalysis, escribió que existen dos formas de oposición al psicoanálisis. La primera, una oposición directa que rechaza las nuevas verdades como falsas, es la menos peligrosa. La “más formidable es admitir las nuevas ideas con la condición de que su valor no se tenga en cuenta, no se extraigan las consecuencias lógicas y su significado se diluya” (p. 1). En el contexto presente, esto significa un mecanismo de negación institucional que cobra fuerza frente a cualquier resistencia individual por inmensa mayoría. Esta actitud es endémica hoy en día en una dirección opuesta a la negación de lo nuevo y lo molesto; en su lugar lo son las viejas ideas que, incluso cuando se reconocen, se niegan operativamente. En una sociedad analítica que desdeña la teoría pulsional, por ejemplo, la prueba de las pulsiones puede ser presentada por un profesor invitado a una clase de estudiantes, que la reciben bien cognitiva y afectivamente, aunque la lección se desvanece rápidamente cuando los estudiantes sucumben a la influencia y la autoridad de sus mentores locales. La patología del grupo es incluso más difícil de influenciar que la resistencia individual.
Las escisiones y lo que permanece unido
La historia teórica que condensaré aquí abarca el siglo, comenzando con los primeros disidentes de la teoría construida por Freud y ampliándose a una línea irregular pero continua hasta los intersubjetivistas de hoy en día, que distan mucho de las metas y el cuerpo de la teoría que constituyó en su momento al psicoanálisis. En el principio estaban Jung, Adler y Rank, individuos fuertes e independientes, cada uno con un concepto organizador definitivo, pero que carecían aún de los adherentes y las instituciones que se unían entonces alrededor del concepto rompedor del inconsciente freudiano. Más adelante, las teorías divergentes intentaron atraer un apoyo grupalsignificativo, como círculos en los que la psicología entre los líderes y los guiados funcionaran como motivadores y moldeadores en sí mismos, a la par de las convicciones que surgieran de los datos clínicos y las pruebas. En las décadas que siguieron a la excitación inicial alrededor de los descubrimientos de Freud, aparecieron en los Estados Unidos, a principio de los años 20, las teorías de Sullivan, Thompson y White y, en los 30, las de Horney. Los grupos que se formaron alrededor de estas teorías interpersonales y socioculturales se vieron afectados por el creciente cisma social que comenzaba a dividir el mundo y a presagiar una amenaza para la paz.
Estas divisiones en el psicoanálisis aumentaron más aún por las innovaciones de Alexander que, en la década de los 40 elaboró ideas esbozadas antes por Ferenczi, y culminó más adelante en esa década conlas grandes escisiones dentro de la Asociación Psicoanalítica Americana. Mientras que el efecto de los grupos divergentes anteriores fue una serie de separaciones del cuerpo principal, las escisiones que tuvieron lugar alrededor de 1950 resultaron en un grupo de nuevos institutos-sociedad que preferían permanecer en la asociación nacional (un síntoma de la cohesión y el poder organizativo que había alcanzado por aquel entonces). El resultado de estas dos tendencias opuestas –el éxodo de disidentes y la estancia en el redil por parte de quienes querían y podían- fue durante un tiempo una corriente homogénea que creció en número y cohesión organizativa en la década de los 50 y los 60. Esta fue una edad dorada del psicoanálisis, durante la cual ríos de pacientes motivados buscaban analistas que los trataran con un conjunto de ideas y un compás terapéutico aceptado con confianza por ambos miembros de la díada analítica.
Al final de los 60 la ola se había encrespado. La unidad, la fuerza y la confianza, primero en el campo y luego fuera de él, empezaron a retroceder. Este cambio en el estatus de la disciplina provino de una convergencia de acontecimientos científicos e interpersonales que, más adelante, encontraron las condiciones socioeconómicas y los avances competitivos en disciplinas contiguas para favorecer el declive del campo.
El crecimiento del pluralismo
Me concentraré en tres desarrollos, llevados a cabo en Topeka, Roma y Los Angeles al final de la década de los 60, que desempeñaron un papel definitivo para iniciar y favorecer la multiplicidad teórica que caracteriza hoy al psicoanálisis. Estos acontecimientos científicos, interpersonales y organizativos, aunque iniciados por unos líderes, encontraron la receptividad oportuna en el psicoanálisis americano como para crear el fuerte pluralismo actual que caracteriza hoy al mundo psicoanalítico.
En Topeka, comenzando a mitad de los sesenta, un sólido grupo de analistas trabajando a las órdenes de David Rapaport y conducido por George Klein, se apartó de su mentor para propugnar “dos teorías, no una” (Klein, 1973): una teoría abstracta del psicoanálisis, especulativa y no apoyada por datos, y una teoría clínica aislada, defendible mediante la observación clínica. Waelder (1962) había encarado anteriormente la cuestión de los datos seguidos de una teorización abstracta; enunciaba una jerarquía de teorías, de la clínica a lo abstracto, cada una de las fases conteniendo más de una y menos de la otra. En otro ejemplo de una serie complementaria ignorada junto con sus resultados, el insight de Waelder ni se reconoció ni se absorbió. Este cuestionamiento de la posición freudiana por colaboradores como Klein, Gill, Schafer y Holt fue libre, por tanto, para producir sus efectos. Howard Shevrin, parte notable del grupo original, mantuvo la postura anterior. Más tarde llevó a cabo la investigación en Ann Arbor para confirmar experimentalmente, mediante el estudio de los procesos cerebrales, las teorías de Freud desde una perspectiva psicológica (Shevrin, 1973).
Durante el mismo periodo, se produjo otro acontecimiento en el Congreso de la IPA en Romaen 1969. De trascendencia científica y política, iba a tener un efecto importante en el curso de la teoría psicoanalítica. Heinz Kohut reaccionó a un acontecimiento personal y organizativo, el no ser elegido presidente de la IPA, desarrollando sus teorías sobre el narcisismo y la empatía, que hasta entonces habían estado contenidas en la teoría clásica, y convirtiéndolas en la base de una nueva teoría supraordinada, la psicología del self. Desde mi experiencia de ese suceso, incluso entonces sentí que fue en ese momento cuando Kohut se hizo kohutiano. Si bien he mantenido esta opinión en privado durante un cuarto de siglo, temiendo que pudiese parecer impresionista, finalmente quedó refrendada en La Curva de la Vida (Cocks, 1994), una colección de la correspondencia de Kohut, en cartas entre éste y Anna Freud (véase Rangell, en prensa).
En Los Angeles, 1969 marcó otro cambio trascendental, un esfuerzo grupal intenso y agresivo que provocó una mutación importante en el entorno teórico. En parte estaba relacionado con el mismo acontecimiento político que provocó el desarrollo de Kohut: la elección de presidente en el Congreso de Roma, basada en la rivalidad interpersonal y la competición envidiosa que alimentó acciones negativas con respecto a la teoría. Contra este trasfondo, un analista, con la ayuda posterior de otros, realizó una invitación que provocó un influjo de kleinianos británicos a Los Angeles. Entre ellos estaban Hanna Segal, Betty Joseph, Herbert Rosenfeld y otros, y su presencia llegó a tener un efecto histórico sobre el psicoanálisis americano. Se siguió una procesión de analistas británicos, ajenos todos ellos a los auspicios de la sociedad/instituto locales, y se introdujo una gran cantidad de disensión. Una invitación culminó con la residencia a largo plazo en Los Angeles de Wilfred Bion, cuya influencia teórica arraigó con este grupo.
Estos sucesos socio-teóricos se describieron muchos años después en un estudio historiográfico directo de la comunidad psicoanalítica (Kirsner, 2000) y se documentaron más a fondo en un trabajo más extensivo sobre los efectos de procesos grupales sobre la formación de teoría (Rangell, en prensa). El que estos intereses y acciones teóricas se apoyen en los procesos grupales en lugar de hacerlo en la investigación científica queda atestiguado por los rápidos cambios en la afiliación teórica realizada casi al unísono por los líderes y sus seguidores. Ninguna de estas teorías duró lo suficiente para haber generado datos clínicos suficientes para un juicio científico. El mismo iniciador, seguido por el mismo grupo, cambiaba abruptamente de Klein a Kohut en el mismo momento en el que la psicología del self apareció en escena de forma prominente. Bion siguió a Klein, ambos fueron reemplazados con igual vigor por Kohut y muy pronto llegó la intersubjetividad de Stolorow. Tras mudarse de Nueva York a Los Angeles, Stolorow conectó inicialmente con el mismo líder que había importado a Bion, que regresó a Londres antes de morir. Como resultado de estos rápidos cambios, los invitados extranjeros pronto se encontraban con que no eran bienvenidos, mientras que algunos analistas locales,  cuyas convicciones eran más duraderas y con una base más sólida, se sentían más cómodos formando sus propias sociedades. Este periodo de excitación concluyó en la formación de cuatro o cinco grupos diferentes, conocidos algunos por la teoría kleiniana, de psicología del self o intersubjetiva. La Sociedad de Los Angeles, de la cual provenían los disidentes originales, se fue volviendo “ecléctica” según progresaban los acontecimientos, aunque todavía afirmando ser el grupo más clásico de la ciudad. Todos los grupos llegaron a presentarse, ante los candidatos y ante el público, como representantes del pluralismo.
La “transferencia a la teoría”, un mecanismo que he descrito como algo que ocurre de forma regular en la vida de un grupo psicoanalítico, en el cual el periodo de los afectos, positivos y negativos, se desplaza desde transferencias con los analistas en formación o con los institutos hasta actitudes hacia sus teorías, ejerce efectos grupales sobre la teoría en los que no está de más insistir (Rangell, 1982). Junto con estos procesos grupales, que implican relaciones horizontales con pares, encontramos transferencias verticales hacia figuras carismáticas o de autoridad, así como la necesidad de pertenecer y estar conectado. Estos factores se injertan en actitudes de analistas individuales hacia sus resultados y experiencias, tanto personales como profesionales, en una vida de psicoanálisis. En mi opinión, inspirada por mi experiencia clínica y vital, una posición negativa hacia el psicoanálisis se basa generalmente en una reacción silenciosa de decepción sobre lo que se esperaba del análisis. He oído esto muchas veces en momentos íntimos, en todos los niveles de jerarquía, por todo el mundo. El Sr. Z. (Kohut, 1979) que resulta ser el propio Kohut, es un caso de esto. Este hecho no necesita el rechazo a la validez del psicoanálisis para comprender la vida humana. El resultado terapéutico en sí mismo no es necesariamente el criterio por el cual se va a juzgar a la teoría psicoanalítica. El logro de una mayor autonomía no va automáticamente acompañado de un estado afectivo más feliz. Las razones son sutiles; están en juego multitud de factores. No es en vano que Freud (1933), que nunca se consideró “un entusiasta terapéutico” (p. 151) hiciera la afirmación tan a menudo citada de que el análisis transforma el sufrimiento neurótico en infelicidad común.
En la conducta de un grupo amplio, las opiniones del líder no son las únicas, ni las más decisivas para los resultados del grupo; las acciones de los seguidores tienen al menos la misma importancia. En mi estudio del fenómeno Watergate (Rangell, 1980), la idea central no era un estudio psicológico de Richard Nixon, que como individuo estaba de hecho más allá de los límites, sino la psicología de aquellos que loeligieron por una victoria aplastante a pesar de que durante un cuarto de siglo su apodo había sido “Dick el Tramposo”. En este estudio y en otros (Rangell, 1974) describí que “el síndrome del compromiso de integridad” estaba a la par de la neurosis en los asuntos humanos. Este síndrome, como la neurosis, es aplicable universalmente.
De modo similar, lo más importante para el futuro fue la predisposición de la población analítica para aceptar el pluralismo apartándose de los principios freudianos, más que las acciones u opiniones de líderes concretos. Aunque las reacciones adversas a los hallazgos psicoanalíticos han estado presentes desde el principio, han llegado a tener una base diferente según se acumulaba más experiencia sobre el campo. La reacción de shock a la primera aparición del psicoanálisis no fue la misma que la ambivalencia, las confusiones o las diferentes opiniones sobre los métodos, las afirmaciones, o los resultados psicoanalíticos entre pacientes y analistas, tras un siglo de vida con ellos.
No fue casualidad que la población analítica en los años 60 mostrara una receptividad dispuesta al torrente de teorías alternativas provenientes de los líderes. Esta fue la culminación de un descontento analítico de larga evolución, un ejemplo de la observación de Erikson (1950) de que las ocasiones encuentran al hombre, de que la necesidad de cultura y la presencia de un líder coinciden históricamente. Cuando Robert Wallerstein (1988) en un discurso presidencial de la IPA, preguntaba “¿Un psicoanalista o muchos?” y elegía “muchos”, el pluralismo recibió su sanción oficial y se convirtió en una unidad teórica. La audiencia psicoanalítica lo celebró. Por el contrario, cuando yo defendí una teoría sobre muchas, Wallerstein (1991) criticó mi postura como “imperialismo por afirmación” (p. 288). En el espíritu de la democracia, los peyorativos políticos se aplicaban a cuestiones científicas. Wallerstein y yo enfocamos nuestra responsabilidad común como líderes de la IPA de forma diferente en épocas diferentes. En los sesenta, cuando viajé por toda Sudamérica, me animé a presentar y explicar, en un clima analítico mayoritariamente kleiniano, mi psicología del yo (es decir, una psicología interestructural total). Encontré un interés considerable y cierta receptividad interesante. Por ejemplo, en el breve periodo en que di clases en Perú, creo que dejé una semilla bastante vital. En el ambiente de los años 80, Wallerstein, un “psicólogo del yo” de la misma creencia que yo, fue de una gran importancia para generar armonía. Puedo identificarme con sus sentimientos y motivación.
Juntos fragmentados
Waelder (1967) en un amplio estudio sobrela historia de la civilización, afirmaba que el progreso tiene víctimas además de beneficiarios. Tal desarrollo puede contemplarse en la historia del psicoanálisis. Dentro de la atmósfera global de lo que el psicoanálisis ha llegado a ser, los objetivos y el método básicos de su teoría y práctica se han convertido casi en lo contrario de lo que eran a base de ser perfeccionados. La actitud analítica original, desarrollada para ser correcta e impecable con el fin de preservar los nuevos descubrimientos de un torrente de fuerzas de resistencia, llevaron con el tiempo a una posición excesivamente rígida que provocó críticas justificadas y se hizo menos necesaria según se fue asimilando el análisis y volviéndose más familiar. Pero el camino de la reforma de la mayoría de las cuestiones se llevó al punto de la corrección excesiva, a menudo en la dirección opuesta. En el entusiasmo que siguió a la declaración de igualdad de teorías, hubo elementos básicos de la orientación “clásica”, como los relacionados con la lógica, los objetivos y los métodos que se convirtieron casi en sus opuestos. El modelo tradicional de un analista posicionado para obtener datos del inconsciente de un paciente, transmitiendo e interpretando los contenidos emergentes con el objetivo de cambiar la vida mental del paciente, como resultado de estos cuidados, hacia el logro de las metas por las cuales se emprendió el procedimiento, hoy se hace difícilmente reconocible. No es una orientación aprobada, ni como teoría ni como principio que guíe el trabajo analítico. Este modelo es opuesto en prácticamente todos sus pasos, y se proponen objetivos bastante distintos de los originales.
Mientras que en muchas instancias las modificaciones eran adecuadas, la rigurosidad o pureza excesivas a menudo fueron reemplazadas por sus opuestos, descartando los beneficios ganados con esfuerzo e ignorando las metas originales del análisis. En 1996, se dedicaba todo un número del Psichoanalytic Quarterly (Renik, 1996) a cuestionar el conocimiento o la autoridad del analista, a favor de una relación más igualitaria entre los dos participantes y una atmósfera mutuamente negociada para las interpretaciones y la comprensión. En un muestreo de 12 analistas prominentes, emergió una actitud general, que amplía la declaración de Wallerstein del estatus equitativo de todas las teorías, de casi negar cualquier conocimiento psicoanalítico concreto y cualquier posición de autoridad justificada desde la cual el analista pueda transmitir legítimamente al paciente comprensiones fiables.
En las últimas décadas la investigación analítica sobre el pasado reprimido ha perdido terreno a favor del análisis de la transferencia y el foco sobre el aquí y ahora, hasta el punto de ridiculizar la meta de la reconstrucción y la teoría que hay detrás de esta meta. Esta actitud tiene fuentes variadas –el pensamiento kleiniano, la teoría de las relaciones objetales, segmentos de psicología del yo, y especialmente la recepción general del influyente artículo de Strachey de 1934, que describía la transferencia como la única “interpretación mutativa”: Expresando esta visión de forma extrema, Fonagy (1999) escribe: “Algunos todavía parecen creer que la recuperación de la memoria es parte de la acción terapéutica del tratamiento. No existe nada que demuestre esto y, en mi opinión, anclarse a esta idea es dañino para el campo… Las terapias que focalizan en la recuperación de la memoria persiguen a un falso dios” (p. 215, 220).
Paradójicamente, mientras que la transferencia estaba siendo elevada a su papel exclusivo, se vilipendiaba la posición neutral del analista que hace posible exponer la transferencia. De nuevo una exageración, en lugar de ser corregida, fue llevada al extremo opuesto. De forma similar, el anonimato del analista, a menudo exagerado y objeto frecuente de caricatura, fue reemplazado por una recomendación de autorrevelación que en la cima de su popularidad tendía a hacer a los dos participantes prácticamente intercambiables. Pasando a algo menos serio, una analista de Nueva York (Maza, 1999) escribe sobre sus viajes por Sudamérica para asistir al Congreso de Santiago. Allí, un colega le pregunta, indagando sobre el máximo exponente de la autorrevelación, “¿qué es owenrenik?- juro que intenté ser objetiva sobre este último, pero las nociones de intersubjetividad y autorrevelación se veían como intrusión, contratransferencia no revisada y finalmente eran desestimadas con expresiones como ‘es el análisis del paciente, no el del analista’” (p. 10)
Para reforzar estas modificaciones “liberales” con un fondo de teoría, Sandler y Sandler (1984) aportaron un concepto del inconsciente presente distinto del inconsciente pasado. Citado por Wallerstein como apoyo de su nueva visión, este concepto parece simplemente rediseñar el preconsciente, dejando de considerarlo como el almacén durante la hora analítica de lo que en el pensamiento psicoanalítico anterior sobre la etiología se consideraba como lo inconsciente. Lo que se pasa por alto en este enfoque más directo hacia el inconsciente es la teoría de las defensas en primer lugar, que era central en el pensamiento previo de los Sandler.
Otra innovación introducida para alcanzar más fácilmente los contenidos psíquicos que, al igual que otros métodos novedosos y fascinantes, generó un entusiasmo inmediato, fue subsumida bajo la expresión de moda puesta en acto (enactment). De nuevo se trajo a escena una técnica creativa utilizada en situaciones clínicas especiales, mientras que se le restó importancia al método más usual. La nueva recomendación es: “actúa, haz, representa y aprende lo que piensas por lo que haces, no por lo que dices”. La gran tensión del analista silencioso y pensativo es aliviada de repente por una avenida de expresión liberadora. La apreciación omnipresente del papel de la comunicación paraverbal, que siempre tuvo un lugar junto al contenido verbal, se hipertrofió en una conducta más orientada hacia la acción dentro del intercambio analítico, tanto por el paciente como por el analista. Si bien la comunicación no verbal, es decir la postura, la inflexión, la expresión facial o el movimiento corporal se ha utilizado de forma rutinaria y ha sido escrutada por el analista, ese segmento de observación se eleva a una posición primaria excesiva. Freud se refirió a esta área como “Nachträglichkeit”, conocida mucho después, un aspecto muy utilizado y apreciado por los analistas franceses (Faimberg, 1997). Aunque esa actitud terapéutica puede comenzar como útil y creativa, aplicada por los clínicos a impasses como un intento de aproximaciones razonables, las tendencias grupales actuales la generalizan más allá de los casos específicos, llevándola al extremo, la caricatura de un drama interactivo entre el par analítico. Se le ha dado la vuelta al mecanismo intrapsíquico del pensamiento como una acción de prueba, dirigida a analizar cada pensamiento precedente a un acto.
No es aquello que cada teoría aislada aporta o enfatiza lo que perjudica a los sistemas competitivos, sino lo que cada una de ellas omite. “Ninguna [de las teorías alternativas] es errónea, pero todas son incompletas” (Rangell, 1974, p. 6). Incluso los disidentes originales comenzaron sus diferencias excluyendo elementos esenciales. Adler focalizó en el poder y el yo, pero omitió las pulsiones y el ello. Rank apuntó al nacimiento y la primera infancia pero pasó por alto la niñez. El punto importante de discusión, la fuente de toda la pasión que históricamente se ha volcado en estas disputas, es si una teoría sin el complejo edípico, las pulsiones sexuales y las defensas es una teoría de psicoanálisis. La teoría de las relaciones objetales, en su vertiente más pura, sustituye a los objetos y excluye las pulsiones. Las teorías interpersonal y culturalista menosprecian lo intrapsíquico. Kohut relega las funciones del self como pertenecientes al yo. El self o la persona como un todo no desempeñan funciones de un sistema especializado. El self es más inclusivo. El hombre trágico es una adición importante, pero no debería excluir al hombre culpable o a la esfera del conflicto edípico más en general. Muchos teóricos modernos también miran con recelo a la defensa. En un instituto, se refieren en tono desdeñoso a los “analistas de pulsión-defensa”. Las pulsiones, los conflictos edípicos, la ansiedad de castración, la etiología sexual de las neurosis y la ansiedad neurótica que hay detrás de la psicopatología sexual están perdidos en el despliegue de análisis interpersonales, intersubjetivos y de objeto del self.
El efecto final del aumento de las teorías con omisiones es la desintegración de la teoría psicoanalítica per se. La integración y la integridad, ésta última tanto en el sentido de totalidad como en el sentido moral de consistencia y pensamiento disciplinado, quedan comprometidas. La teoría es gradualmente despojada de sus elementos esenciales, terminando en la fragmentación y la discontinuidad de la historia.
Ninguna de las excepciones que he tomado de las teorías alternativas mencionadas pretende restar importancia a las contribuciones de sus autores. Incluso al comienzo, los primeros disidentes señalaron direcciones importantes para el futuro. En un artículo sobre la amistad (Rangell, 1963), me resultaron de ayuda las contribuciones de Adler. Adler fue el primero en plantar las semillas de la psicología del yo, encarando al sujeto bastante antes de que lo hiciera Freud. Su error, como el de muchos otros, fue descartar lo que se había descubierto hasta el momento. Las contribuciones de Melanie Klein sobre la actividad mental infantil temprana apuntaron a direcciones útiles e importantes. El énfasis de Kohut en la preservación del self y el rol de la empatía añadió conceptos válidos, como lo hizo el énfasis de Alexander sobre los aspectos emocionales correctivos de la relación analítica, que son tanto afectivos como cognitivos. Incluso el viraje de Jung hacia lo espiritual no carecía de valor, y tiene su eco en la corriente principal de psicoanálisis actual como un énfasis en lo afectivo, lo creativo y lo desconocido.
Me opongo a la omisión y a la elevación excesiva de partes del todo. No difiero con ninguna de las contribuciones válidas de los autores disidentes, sino con sus omisiones, así como con la elevación de aspectos parciales como base para nuevos sistemas teóricos. Desgraciadamente, muchos autores disidentes son más conocidos por sus intentos de formular teorías dominantes, aunque parciales, que por sus contribuciones, a menudo considerables y significativas, a una teoría del psicoanálisis en desarrollo. Así, las acertadas observaciones de Klein sobre la primera infancia, sus artículos específicos sobre la envidia y la psicopatología de estados muy perturbados, o los primeros trabajos de Kohut sobre el narcisismo y la empatía podían haberse añadido a la corriente principal de la teoría con un provecho más duradero que el adquirido a partir de la influencia carismática que ambos ejercieron para establecer escuelas escindidas. Ambos habrían sido conocidos de un modo más tranquilo y menos deslumbrante, pero también más sólido y duradero.
La teoría compuesta total
Existe otro camino, una alternativa a las teorías alternativas. En el continuo debate sobre “una teoría o muchas” (Rangell, 1988, 1997), yo he defendido la idea de una “teoría psicoanalítica compuesta total”. Esta teoría es unificada y acumulativa. Es total porque contiene todos los elementos imprescindibles; compuesta porque es una mezcla de lo viejo y todos los nuevos conceptos y descubrimientos válidos; y es psicoanalítica puesto que cumple los criterios de lo que es el psicoanálisis. Cada contribución viable hecha por las teorías alternativas encuentra un lugar dentro de esta teoría compuesta total. Bajo su paraguas integrador se hallan las pulsiones y la defensa, el ello, el yo y el superyó, el self y el objeto, lo intrapsíquico y lo interpersonal, los mundos internos y externos. Esta teoría apunta a lo completo y a la parquedad. Tal teoría unitaria no es monolítica, como temen algunos. En ella existen muchos principios de multiplicidad, tales como la teoría de la sobredeterminación de Freud, el principio de Waelder de función múltiple (1936) y los múltiples puntos de vista metapsicológicos de Freud que convergen en un solo fenómeno psicológico.
Acercamiento y conflicto continuo
Al final del siglo XX, tras décadas de controversia ininterrumpida, no es sorprendente que veamos intentos de acercamiento entre grupos y teorías divergentes. El desacuerdo, la división y el rencor finalmente dan lugar a la armonía y la cooperación, aunque sólo sea para silenciar una cacofonía chirriante. Tras un largo periodo de revisionismo, el péndulo está empezando a oscilar de nuevo.
En vista de la observación de Waelder (1967) de que el progreso es una alternancia de excesos, puede considerarse este el momento de romper el ciclo de la distorsión. Los mismos mecanismos sintónicos de grupo, basados en la dominancia del afecto sobre la ideación, pueden operar en ambas direcciones, llevando primero hacia el separatismo y luego hacia la reunión. Puesto que en ambos procesos están implicadas las ideas y las personas, las reconciliaciones pueden tener resultados variables según su racionalidad, su sinceridad y su poder de permanencia
Probablemente la tendencia que da más fruto es un movimiento hacia el acercamiento entre las dos escuelas teóricas más importantes que han dividido el psicoanálisis durante la mayor parte de su existencia. Hoy los “kleinianos modernos” y los “freudianos contemporáneos” parecen estar dirigiéndose a un centro coincidente. Para muchos de los que se sienten más tranquilos con esta tendencia, parece que el área común entre las dos escuelas es cada vez mayor, ofreciendo la promesa de fraguar vínculos afectivos y científicos. A veces parece que lo que las largas e intensas “Discusiones Polémicas” no pudieron alcanzar en Gran Bretaña se está logrando ahora sin debate alguno.
En realidad, las modificaciones y cambios que presagian un futuro unido son evidentes en todas las escuelas. Goldberg (1999), una de las figuras más importantes de la psicología del self, ha ensalzado a Hartmann en un discurso plenario ante la Asociación Psicoanalítica Americana: “Los dos Heinzes –Kohut y Hartmann, deben unirse en esta reconciliación de la empatía y el juicio (p. 357). Greenberg (véase Richards, 1996), líder junto con Mitchell de los teóricos relacionales, ha roto con su colega defendiendo que las pulsiones se añaden a la teoría de las relaciones objetales. Más recientemente, Greenberg (2001) ha presentado un cambio de posición todavía más sorprendente. En una afirmación con reminiscencias de Waelder, apunta que “el psicoanálisis ha crecido como disciplina bajo el impacto de un inspirado exceso teórico detrás de otro” (p. 359). Diferenciándose todavía más de Mitchell y coincidiendo con los críticos de sus propias teorías parciales, Greenberg habla de añadir, no de reemplazar. Desde el principio, él buscó acomodar la teoría relacional y la “sabiduría acumulada del pensamiento psicoanalítico tradicional” (Gabbard, 2001, p. 356). En un número de Studies in Gender and Sexuality dedicado a la memoria de Mitchell, dos colaboradores (Chodorow, 2002; Drescher, 2002) señalan lo mucho que Mitchell (2000 a, b), en dos artículos publicados por primera vez en 1978 y 1981, estaba comprometido con los principios de la psicología del yo y con las posiciones de Hartmann y Rapaport sobre la autonomía y la falacia genética.
Otros analistas también tienden hacia una orientación más tradicional en sus posiciones. Michels (2001), un vehemente defensor del pluralismo, afirma que en realidad la abstinencia y la neutralidad son mitos que ignoramos por nuestra cuenta y riesgo. El propio Wallerstein (2000) anticipa ahora una convergencia, a nivel clínico y abstracto, de posiciones actualmente divergentes. Existen, dice, “señales reveladoras de convergencias significativas, al menos a nivel clínico y técnico… en realidad pueden ser los precursores de una unión cercana a corto plazo de niveles cada vez más altos de conceptualización teórica, tal vez en última instancia al punto de englobar y trascender la teoría general unificada o la metapsicología… Yo afirmaría que expresan nuestro desarrollo venidero como un campo” (pp. 23-24). En una comunicación personal sobre nuestras diferencias respecto al pluralismo versus la teoría unitaria, él ha dicho “ahora puede producirse una convergencia de nuestras posiciones”.
Pero parece una precaución necesaria examinar estas tendencias reparadoras con un ojo tan analítico como el que he empleado para las divisoras. El aparente acuerdo no siempre salva las diferencias, y para qué hablar de cicatrizarlas. Si bien Greenberg ha llegado a incluir las pulsiones en su teoría relacional, las que él menciona son la “seguridad” y la “efectividad” (effectance), puntos que no se encuentran en el sistema analítico rechazado por los relacionalistas. Los instintos sexuales y agresivos siguen desestimándose, y por tanto no encuentran lugar en la práctica clínica que se deriva de la teoría de Greenberg. Las nuevas pulsiones sugeridas por Greenberg pueden subsumirse, en una formulación más exhaustiva, bajo lafunción del yo –el proceso señalado para la ansiedad o la seguridad y las funciones del yo hacia la integración y el dominio. Las señales de ansiedad o seguridad en una teoría unificada se refieren a varias capas de peligros apenas reconocidos en las teorías intersubjetivas.
Wallerstein (2000) también presenta mensajes revueltos en su movimiento hacia el acercamiento. Mientras que su predicción de una teoría unificada abarcativa es bienvenida, su visión de la nueva fusión parece desconcertante y contradictoria cuando llama a Sandler “uno de los principales arquitectos de las nuevas integraciones”, un hombre al que recurrió en 1987 en busca de apoyo para su llamada al pluralismo. A pesar de la nota que me envió relativa a una confluencia inminente de nuestras posiciones, su desacuerdo con la teoría unitaria queda reservada para mi idea de una teoría psicoanalítica compuesta total, que, escribe, “por supuesto puede verse… como un esfuerzo por mantener el imperialismo americano que consideró a su propia psicología del yo como el único psicoanálisis verdadero” (2000, p. 23). En otros numerosos trabajos, Wallerstein (1998, 2001, 2002) ha dejado prístinamente claro que su blanco principal es la psicología del yo americana y todos los que existían a su alrededor –Freud, Hartmann, Rapaport, Anna Freud y cols.: la “hegemonía monolítica” de la “psicología del yo… paradigma metapsicológico”, con su intento imperialista, que dominaba el psicoanálisis americano en el periodo inmediatamente posterior a la II Guerra Mundial (Wallerstein, 2002, p. 135). Esta es una posición sorprendente, puesto que durante la mayor parte de ese periodo de supuesta hegemonía, Wallerstein había sido uno de los mayores partidarios de la psicología del yo, uno de los miembros del grupo de Rapaport en Topeka que no se unió a la secesión de George Klein, y un importante colaborador de los coloquios de Anna Freud en Hampstead bien entrados los 80.
Los movimientos hacia la reparación y el cambio siguen caminos muy variados. Algunos intentan tender puentes, pero de modos discutibles. Por ejemplo, el intento de Schafer (1999) de conservar a Hartmann como puente para acercarse a Klein parece una versión forzada de la historia, y en muchos sentidos no es históricamente fidedigna; el deseo obvio de Schafer es incluir en la teoría lo que en la práctica había dejado atrás. Esto es similar a cuando Gill me dijo que Rapaport, de seguir vivo, sería un seguidor de la psicología del self. Por el contrario, otros buscan, en lugar de incluirlas, deshacerse de teorías que muchos consideran centrales para el psicoanálisis. Este es el enfoque de Fonagy (1999) en un ensayo en el que invierte la visión psicoanalítica de los recuerdos recobrados. Más recientemente, hablando en Filadelfia acerca de si la asociación libre sigue siendo parte esencial del método psicoanalítico, Fonagy (2002) declaraba: “He llegado a enterrar la asociación libre, a no hablar de ella”. En su lugar él habla de “conversación libre”, en otra nueva recomendación de que un aspecto establecido del método psicoanalítico sea echado por la borda.
Pero tal vez la desviación más radical es el camino tomado por Brenner, que, siguiendo una serie de modificaciones a lo largo de numerosos años, ha propuesto una divergencia de la teoría tradicional más drástica que cualquiera de sus sugerencias anteriores. En un artículo publicado este año, Brenner (2002) sostiene que sobre la base de pruebas observables la división tripartita de la teoría psicoanalítica no es válida y por tanto debería descartarse. Donde una vez había escrito sobre “la posibilidad… de que el tiempo haya llegado a hacer desaparecer la idea… de las estructuras independientes ello, yo y superyó” (Brenner, 1994, p. 474; cursivas en el original), ahora escribe que la teoría de las estructuras funcionalmente identificables y separables “no es una teoría válida y debería ser descartada” (2002, p. 398).
He discutido el trabajo de Brenner en numerosas ocasiones, he apoyado la mayoría de sus conceptos básicos y he estado en desacuerdo con algunos (Rangell, 1999). Aquí ofrezco brevemente algunas de mis razones para no estar de acuerdo con él respecto a este tema. Él sostiene que los sistemas del ello y el yo, que se propusieron para explicar el conflicto patológico y su resolución, son insostenibles ahora que “sabemos que los conflictos nunca se resuelven… [sino que] son… parte del funcionamiento mental normal” (1994, p. 486). Sin embargo, el hecho de que los dos sistemas se propusieran inicialmente como explicación de los síntomas pero pronto se considerasen también aplicables a los conflictos que son ubicuos y normales, lejos de invalidar a estos sistemas, amplía de hecho su utilidad y aplicabilidad. Esta ha sido nuestra comprensión durante sesenta años, desde la importante contribución de Hartmann sobre la adaptación.
Otra cuestión que Brenner plantea es que la separación del ello y el yo implica claras distinciones entre el funcionamiento de los dos sistemas: uno, el ello, es infantil, opera por proceso primario, no tiene vinculación con el lenguaje y no está conectado a la realidad, mientras que el otro, el yo, funciona de un modo maduro, utiliza el proceso secundario, es verbal, lógico y está anclado a la realidad. Brenner (2002) utiliza el que estas distinciones no son claras ni absolutas para sostener que por lo tanto no se sostiene la separación en dos sistemas. En ambos argumentos, Brenner pasa por alto una serie complementaria; no se da cuenta de que cualquier elemento psíquico en esa serie está más cerca de un polo y menos de otro. El que los procesos primario y secundario no correspondan totalmente con el yo y el ello no es un hallazgo que niegue la teoría de las estructuras psíquicas; es parte de esa teoría. Yo he citado a Freud (1933, p. 79) sobre las “fronteras” psíquicas indistintas y fusionadas. Loewald (1978) ha demostrado la interpenetración fenomenológica de lo racional y lo irracional. El que se suceda la fusión de las fronteras entre el yo y el ello, y no sólo en la psicopatología, no invalida la utilidad del concepto tripartito. Ni ese concepto es incompatible con la operación simultánea del principio de placer-displacer, al cual Brenner atribuye exclusivamente la formación de compromisos. Aunque este principio de placer-displacer siempre esté en funcionamiento, la división tripartita proporciona una explicación psicoanalítica que todavía es útil sobre cómo se ocasiona el compromiso. Si la función del yo de formación de compromiso introduce un homúnculo, este “hombrecito” debe ser dividido a su vez en ello, yo y superyó.
La teoría estructural ha contemplado cómo dos de sus defensores más vehementes le han retirado su apoyo, aunque por razones diferentes. Wallerstein ha atribuido retroactivamente motivos dudosos a sus seguidores, mientras que Brenner ya no la considera válida. Pero las estructuras psíquicas siempre han encontrado oposición: por ser mecanicistas (G. Klein, 1973), por fomentar la reificación (Beres, 1965), o por la crítica del homúnculo (Brenner, 1982). Beres ha enunciado cómo estas objeciones pueden obviarse considerando a los agentes psíquicos como metáforas, no como entidades concretas: “El uso metafórico de los términos ‘ello’, ‘yo’ y ‘superyó’ se ha convertido en parte del lenguaje psicoanalíticoy es necesario no abandonarlo. La metáfora es un elemento básico en el lenguaje y sirve como ilustración y énfasis en el discurso científico así como en el discurso ordinario. Cuando la metáfora se trata concretamente… es cuando conduce a un falso sentimiento de comprensión” (p. 56). El antídoto para la reificación es no reificar.
Yo considero a la posición estructural la cúspide de la teoría psicoanalítica. Sin ella, se pierde mucho del poder de la teoría psicoanalítica. Sin la posición estructural no es posible explicación alguna del proceso intrapsíquico inconsciente ubicuo, con su continua búsqueda de seguridad o ansiedad y su millar de resultados psíquicos desde los normales a los patológicos. Mi conclusión, después de sesenta años de observación psicoanalítica, es que no existe aspecto alguno de la vida mental humana al cual no eche luz. El yo, el ello y el superyó han llegado a ser por derecho propio parte de nuestro lenguaje. Este es un ejemplo en el que el desarrollo popular coincide con una experiencia profesional más controlada.
Probablemente sorprenderé a muchos amigos diciendo que no me considero un “freudiano contemporáneo”. Más bien soy un “freudiano desarrollado”, alguien que ha retenido el grueso de las observaciones y formulaciones anteriores, todavía evolucionando, y ha añadido otras que considero que deberían incluirse en la teoría completa. Mis diferencias con algunos colegas freudianos, con los que estoy de acuerdo en lo básico, atestiguan que incluso esta categoría está lejos de ser monolítica. Si bien estoy de acuerdo con un artículo reciente de Brenner (1999) que se refiere al psicoanálisis como una ciencia natural (véase Rangell, 1999), he discrepado con él cuando ha modificado notablemente los conceptos tradicionales. No estamos de acuerdo en la forma de ver las dos teorías de la ansiedad de Freud. Al contrario que a  él, a mí los mecanismos de defensa me parecen un concepto clínico útil. También creo que la ansiedad está detrás de todos los demás afectos, incluyendo el depresivo, y los reemplaza por motivos de defensa (Rangell, 1978). Además, yo difiero con él en la definición de los efectos en relación con la ideación (Rangell, 1995). Principalmente, yo siento que se le ha concedido un papel excesivo al concepto de formación de compromiso. Brenner ha pasado por alto el lugar de la elección, primariamente inconsciente, por supuesto. Yo creo que la elección de un componente del conflicto, desde niveles inconscientes hacia arriba, es a veces operativa sin compromiso siendo la elección automática o, mejor incluso, electa.
Tengo más diferencias con opiniones freudianas contemporáneas ampliamente aceptadas. Estas diferencias no incluyen las cuestiones más básicas, pero diferencian sin embargo mi camino evolutivo del seguido por otros. Así, me he puesto al lado de Anna Freud y de una minoría de analistas contemporáneos al parecerme útiles los puntos de vista tópico y económico, y contra las posturas de Arlow y Brenner (1964) y Gill (1963), que parecen ser aceptadas por la mayoría de los freudianos contemporáneos. Mis opiniones sobre la cuestión central del concepto de agencia también me han separado de Brenner que, preocupado en 1982 por la intrusión de un homúnculo en el sistema psíquico, fue más explícito más adelante (1994, 2002) cuando, al rechazar la posición estructural tripartita, sustituyó a toda la persona por el sistema del yo. “En lugar de posicionar “un yo”, la nueva teoría habla simplemente de un individuo, de una persona, y de la mente de esa persona. No “del self”… sino simplemente de una persona o individuo en el sentido ordinario, coloquial de las palabras” (1994, p. 482). En este sentido Brenner une sus filas con las de George Klein y sus seguidores, quienes consideran a toda la persona como agente. Esto, en mi opinión, revierte a la visión preanalítica de la acción. Mi concepto del yo como agente de la acción (Rangell, 1989), que considero el punto crucial de la teoría estructural (es decir, el yo “actúa” en respuesta a las fases preliminares del proceso intrapsíquico), no ha sido adoptado, ni siquiera confrontado, ni por los “freudianos contemporáneos” ni por otros grupos. La cuestión de la persona, o el self, o el yo como agente permanece sin resolver, incluso sin encarar, en la mayoría de los grupos, freudianos, objeto-relacionales o kleinianos. Para mí ésta es una de las cuestiones más profundas e inacabadas de la teoría psicoanalítica. He descrito cómo incluso los teóricos más abstractos, Hartmann y Rapaport, pusieron objeciones a este punto en la construcción de su teoría.
Es una teoría compuesta total que es confirmada y se fortalece por los desarrollos reparadores actuales, no la coexistencia y equivalencia de ninguno de los sistemas diferenciados que dividen el campo. Mi esperanza es una teoría unitaria, y en mi opinión es necesaria si prevalece la razón y regresan la confianza y la convicción intelectual. El amplio ámbito del análisis ha crecido continuamente, como lo ha hecho la gama de enfoques analíticos para tratar nuevas categorías de pacientes. Sin embargo, como escribió Fenichel (1945) “Existen muchos modos de tratar las neurosis, pero sólo existe un modo de entenderlas” (p. 554). La teoría que guía ese modo es la teoría del psicoanálisis.
 
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Una versión más reducida de este artículo, adaptado al psicoanálisis de niños, se presentó como Conferencia Conmemorativa John A. Hadden, Jr., M.D., Centro Hanna Perkins para el Desarrollo del Niño, Cleveland, OH, 26 de Abril de 2002. Remitida para publicar 9 de Agosto de 2002.

 

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