aperturas psicoanalíticas

aperturas psicoanalíticas

revista internacional de psicoanálisis

Número 018 2004 Revista Internacional de Psicoanálisis Aperturas

El inconsciente relacional: un elemento nuclear de la intersubjetividad, la terceridad (thirdness) y el proceso analítico

Autor: Gerson, Samuel

Palabras clave

Espacio triangular, Inconsciente mutuo, Inconsciente relacional, Influencia reciproca, Discurso analitico, Perspectiva intersubjetiva, Terceridad, Resistencias intersubjetivas, Sistema interactivo..


The relational unconscious: A core element of intersubjectivity, thirdness, and clinical process" fue publicado originariamente en Psychoanalytic Quarterly, LXXIII, p. 63-98. Copyright 2004 The Psychoanalytic Quarterly. Traducido y publicado con autorización de The Psychoanalytic Quarterly.

Traducción: Marta González Baz

Revisión: Raquel Morató de Neme

El inconsciente relacional es la propiedad estructurante fundamental de toda relación interpersonal; permite, a la vez que limita, modos de compromiso específicos de esa díada e influye en la experiencia subjetiva individual dentro de la misma. Se delinean tres usos del concepto de terceridad y se comparan con el concepto de inconsciente relacional el cual, se sugiere, presenta la ventaja de ser tanto consistente con las perspectivas existentes de los procesos inconscientes como más directamente aplicable a los intereses terapéuticos. Las puestas en acto y las resistencias intersubjetivas se contemplan como manifestaciones clínicas del inconsciente relacional y la acción terapéutica del psicoanálisis resulta, en parte, de alterar la estructura del inconsciente relacional que une a analizando y analista.

¿Quién es el tercero que camina siempre junto a ti?
Cuando cuento, sólo estamos tú y yo
pero cuando miro hacia delante el camino blanco
siempre hay otro que camina junto a ti
deslizándose envuelto en una capa marrón, encapuchado
no sé si hombre o mujer
-pero ¿quién es el que camina a tu otro costado?

T.S. Elliot, «La tierra yerma» (1922, p. 48)

Introducción

Al campo del psicoanálisis le puede haber llevado 80 años tomar nota plenamente del “tercero” que tan evidente le resultaba a la visión poética de Elliot (1922), aunque parece que habiendo ampliado recientemente el ámbito del foco singular en el paciente, nuestra mirada va ahora rápidamente trascendiendo los compromisos de la díada hacia un espacio opaco más allá de los sujetos identificables. Para algunos, este algo denominado un tercero que trasciende las individualidades se considera un producto de la interacción entre personas; otros hablan de ello como un contexto que se origina de manera ajena a nosotros a pesar de que nos mantiene unidos; y hay otros para los cuales el tercero es un logro evolutivo que crea una ubicación que permite la observación reflexiva de la experiencia vivida, sea ésta singular o comunal. Estos múltiples significados indican que nuestro campo está buscando conceptos que contengan y favorezcan las abundantes nuevas observaciones que nos han estimulado según hemos evolucionado hacia una disciplina teóricamente pluralista vinculada con desarrollos contemporáneos en otros campos de estudio.

En este artículo, espero promover este proyecto reconsiderando algunos de los conceptos fundamentales que se originaron dentro de una orientación intrapsíquica más exclusiva y ampliándolos a partir de una perspectiva intersubjetiva (1). Tras considerar brevemente algunas premisas que orientan una visión relacional de la mente, elaboraré estos elementos de la intersubjetividad, con tres propósitos en mente. El primero es ampliar el concepto de inconsciente y sus procesos de un modo consistente con las perspectivas intersubjetivas del desarrollo humano y la comunicación de conocimiento. A este respecto, sugeriré que el concepto de inconsciente relacional es el que mejor capta las implicaciones teóricas y técnicas de la intersubjetividad. En segundo lugar, contrastaré el concepto de inconsciente relacional con aquellos que implican nociones de terceridad y en este intento delinearé tres usos diferentes del concepto de terceridad –a saber: el tercero evolutivo, el tercero cultural y el tercero relacional. Mi tercer objetivo es llamar la atención sobre las operaciones del inconsciente relacional con la práctica psicoanalítica. Aquí examino dos viñetas clínicas en las cuales el trabajo se estanca temporalmente como consecuencia de las resistencias intersubjetivas; sugiero que el desenmarañamiento de dichas resistencias altera tanto las estructuras del inconsciente de cada individuo como el diseño  del inconsciente relacional de ambos. Concluyo con la opinión de que el progreso clínico se caracteriza normalmente por el discurso analítico que crea la acción terapéutica dual de afectar tanto a los inconscientes individuales como relacionales de ambos participantes de la díada analítica.

En 1994, el International Journal of Psychoanalysis publicó un número especial por su 75º aniversario titulado “La conceptualización y comunicación de hechos clínicos en psicoanálisis”.  En un artículo que realiza una visión general y resume el contenido de los artículos de ese número, Mayer (1996) escribía:

“Casi cada contribuyente enfatiza lo crucial y básica que es la naturaleza relacional, intersubjetiva y subjetiva de un hecho clínico psicoanalítico… Los hechos clínicos no se refieren a cómo, en el contexto de la mente de una persona, lo inconsciente se vuelve consciente o se produce el cambio estructural. La fantasía inconsciente y la reconstrucción genética no constituyen en sí mismas hechos clínicos; simplemente no existen como hechos discernibles fuera de la subjetividad e intersubjetividad de la relación analítica”. [p. 710]

Este amplio movimiento dentro del psicoanálisis para abarcar las concepciones de los procesos clínicos y evolutivos con base relacional representa un cambio importante con respecto a los debates que marcaron la emergencia de la perspectiva intersubjetiva (aproximadamente de mitad de la década de los 80 hasta mediada la de los 90). Encuadradas a menudo como un debate entre psicologías unipersonales y bipersonales, estas controversias reflejaban una falsa dicotomía entre concepciones intrapsíquicas (unipersonales) e intersubjetivas (bipersonales) de la interacción analítica. Existen contribuciones más recientes que han intentado trascender las polarizaciones iniciales revisando la teoría psicoanalítica de un modo que describe las contribuciones, siempre entremezcladas y necesarias, de cada punto de vista (Green 2000).

Además de los intentos generales de reconciliar lo intersubjetivo y lo intrapsíquico, el foco actual ha cambiado hacia los aspectos específicos de la teoría y la técnica que necesitan ser elaborados desde la perspectiva integradora emergente. Existen conceptos fundamentales que forman la base teórica de la práctica analítica que están siendo reconsiderados dentro de la perspectiva enriquecida de un modelo relacional plenamente formado por fenómenos intrapsíquicos (2). Estos intentos, creo yo, son parte de una evolución que busca remodelar la teoría psicoanalítica y los principios de la técnica asimilando nuevos modos de pensamiento a conocimientos anteriores de un modo que permita tanto la continuidad como la innovación.

La creación intersubjetiva de significado

Introduciré esta sección con una viñeta muy breve, que tuvo lugar hace veinticinco años, aunque hace poco que volvió a mí como recuerdo y ahora orienta mi pensamiento sobre la intersubjetividad y el proceso clínico. Al principio de mi carrera, un hombre acudió a verme con la esperanza de que yo lo ayudara a tomar alguna decisión de cómo proseguir con su vida profesional. Su frustración era palpable y, aunque yo sentía que él deseaba que lo aconsejara y lo rescatara de su interminable dilema, él descartó esta idea y dijo que sólo pretendía entender su propia mente.

Un día, en medio de sus reflexiones sobre cómo podría reconocer la opción correcta cuando se presentara, dijo “Estoy pensando sobre esa pregunta que se formula en todos los cursos de introducción a la filosofía, la pregunta de ‘Si un árbol cae en el bosque y no hay nadie que lo oiga, ¿hace algún ruido?’” Luego continuó diciendo, “Bueno, ninguna de las dos opciones me parece que tenga sentido. Me parece que para que un árbol haga ruido, tiene que haber más de una persona que lo oiga. Si yo estuviera solo en el bosque y cayera un árbol, necesitaría volverme hacia alguien y preguntar ‘¿Lo has oído?’ Sin la respuesta de otra persona, ¿cómo podría estar seguro de lo que ha ocurrido?”

Yo he llegado a creer que la original solución de este hombre a la pregunta de “Si un árbol cae en el bosque” puede considerarse una alegoría sobre los orígenes comunales del conocimiento --una interpretación que contiene verdades esenciales sobre el desarrollo humano, así como sobre el proceso analítico. Sus reflexiones sobre el enigma filosófico que nos resulta familiar contienen la creencia de que nuestro sentido del mundo que nos rodea, y de nuestra posición en ese mundo, se contextualiza constantemente en una matriz intersubjetiva de percepción, habla y significación.

Su solución también capta dos elementos fundamentales de una orientación intersubjetiva del psicoanálisis. La primera es la premisa de que toda subjetividad existe como un estado fluido en el cual se da un movimiento continuo desde las percepciones evanescentes hacia la estabilidad de los significados. Este aspecto nuclear de la actividad mental implica procesos para encontrar modos de representar ante nosotros mismos nuestros estados mentales de un modo por el cual la experiencia adquiera un sentido coherente. En este proceso, la subjetividad tiende a transformarse en objetividad mediante procesos que pretenden anclar lo interno en realidades externas (p. ej. la proyección y las teorías de causación). En estos esfuerzos fundamentales, nos hallamos continuamente comprometidos con la tarea de organizar nuestra experiencia interna de un modo que nos permita descubrir y crear realidades externas que ofrezcan reflexiones y justificaciones para nuestros estados afectivos. Como clínicos, articulamos esta comprensión en nuestros esfuerzos por demostrar a nuestros pacientes cómo sus sentimientos pueden transformarse en “hechos”. Esquiva como puede serlo, la subjetividad siempre busca ubicarse en el campo de la objetividad. Lear (1990) se refirió a esta cuestión cuando señalaba que “la subjetividad es de movilidad ascendente. Los significados y recuerdos que modelan la actitud de una persona ante el mundo no permanecen latentes en el alma; buscan su expresión” (p. 29).

Una segunda premisa del psicoanálisis intersubjetivo es que la organización de significado en una mente siempre está arraigada en procesos de influencia recíproca con otras mentes implicadas de manera similar en procesos de transformación de sensibilidades subjetivas en realidades aparentemente objetivas. El énfasis aquí es que el mantenimiento, transformación y/o creación de organizaciones de significado en una persona depende, para su realización, de un compromiso activo con otros (interna y/o externamente). El viaje desde la subjetividad hasta su expresión se produce mediante sistemas que se originan más allá del individuo y que, mediante su uso por parte de éste, orientan y transforman la subjetividad como tal.

Este movimiento de la subjetividad evolutivamente progresivo o “de movilidad ascendente” sigue una trayectoria desde el dominio interno, único y privado hacia mundos externos, compartidos y comunales; es un proceso dinámico en el cual el contexto se infiltra en la experiencia interna y satura la fantasía privada con significados que son públicamente comprensibles. Según cada persona se va esforzando por transformar una sensación privada en comunicación simbólica, también traza el camino por el cual toda mente individual se convierte tanto en creadora como en una expresión de la cultura. En esta descripción está implícita la cualidad inherente e inevitable de la mente de utilizar sistemas de significados externos a ella para transformar la expresión incipiente en una forma comunicable, al tiempo que preserva simultáneamente la verdad idiosincrásica de la experiencia.

Creo que esto es a lo que Bollas (1992) se refiere cuando analiza cómo estamos continuamente implicados en intentos de utilizar los elementos del entorno como oportunidades para “pensarnos a nosotros mismos”. Como él apuntaba, “Sin pensarlo demasiado, consagramos el mundo con nuestra propia subjetividad, invistiendo a personas, lugares, cosas y acontecimientos con una especie de significación idiomática” (p. 3). Los objetos que pueden contener la proyección de nuestros giros idiomáticos y reproducirlos sin destruir ni confundir nuestra experiencia son los que mejor nos permiten articular nuestras sensibilidades. En este proceso creativo y benigno, lo que se ha sentido pero no ha sido organizado reflexivamente se hace disponible para nuestra consideración y uso. Una implicación importante de la idea de que las mentes siempre están procurando oportunidades de conocerse y de ser conocidas es que la totalidad del contenido psicológico de uno mismo que se llega a conocer todavía no está organizado sino que, en cambio, ciertos contenidos adquieren coherencia sólo en actos de comunicación y reconocimiento.

Desde este punto de vista, el inconsciente no sólo es receptáculo del material reprimido enterrado para protegerlo a uno de angustias inducidas por el conflicto; también es un área de sostén cuyos contenidos esperan nacer en un momento receptivo en las contingencias de la experiencia evolutiva. D. Stern (1989) esbozaba esta perspectiva cuando describía la naturaleza de la experiencia no formulada:

Los contenidos inconscientes ya no pueden concebirse como algo concreto o literal, sino que en su lugar deben entenderse como actividad mental potencial: pensamientos aún no pensados, conexiones aún no realizadas, recuerdos para cuya construcción uno todavía no posee los recursos o la voluntad. [p. 12]

Esta idea de la experiencia no formulada es similar al concepto de Bollas (1987) de lo sabido no pensado, al concepto de Bion (1962) de elementos beta y a la formulación que hace Mitrani  (1995) de la experiencia no mentalizada --cada uno de estos conceptos se refiere a la experiencia que elude la conciencia debido a la ausencia de un entorno interpersonal resonante. De un modo similar, Stolorow y Atwood (1992) ofrecían el concepto de un inconsciente invalidado, constituido por aspectos de la experiencia que “no pudieron ser articulados porque nunca evocaron en el entorno la respuesta validadora que requerían” (p. 33). Ellos creen que este campo de lo inconsciente, si bien está ubicado en la mente de un individuo, se ve no obstante afectado por el contexto intersubjetivo y, como tal, se halla siempre en un estado fluido y susceptible de ser transformado en consciente, si cuenta con un acoplamiento adecuado del entorno.

Estas teorías de la organización mental describen un inconsciente que modela las formas de la subjetividad individual, aun cuando sus contenidos estén a la espera de elaboración y de la posibilidad de auto-conocerse a través de la experiencia externa con un otro. Todas ellas resaltan la necesidad de otra mente capaz de recibir, contener y elaborar expresivamente la experiencia propia, si esa experiencia va a convertirse en un elemento vital de la conciencia.

Spezzano (1995) se refiere a estos procesos fundamentales como constituyentes de una “teoría de la mente que plantea una psique inconsciente constantemente empujada a traer sus contenidos a la conciencia. Lo consciente, a su vez, se considera inherentemente como la creación de mentes en interacción” (p. 24). De modo similar, Cavell (1988) ha escrito que “puesto que el significado se entiende como intrínsecamente social, en un sentido importante es mente” (p. 859). Ambos autores tienden a postular que el desarrollo y transformación de lo inconsciente forma parte de un proceso continuo que tiene sus raíces en las dialécticas siempre en evolución de la experiencia privada y social, y por tanto no pueden progresar como acto de una mente en solitario. En cambio, se requiere la presencia de otra mente para el registro, reconocimiento y articulación de los elementos inconscientes de la primera. Es esta presencia necesaria del otro la que establece el conocimiento como una creación intersubjetiva y hace que lo conocible esté socialmente determinado. Como lo expresa Bruner (1986): “La naturaleza de lo ‘no expresado’ y de lo ‘no expresable’ y nuestras actitudes hacia ello son profundamente culturales en su carácter” (p. 68).

Toda la teorización intersubjetiva existe en oposición al “mito de la mente aislada” (Stolorow y Atwood, 1992, p. 7), y por tanto supone un desafío fundamental a las perspectivas contemporáneas sobre la privacidad, la unidad y la primacía del self (Blatt y Blass, 1990; Cushman, 1995). El foco intersubjetivo subraya aquellos modos de experiencia en los cuales las claras distinciones entre lo interno y lo externo, entre el self y el otro, son reemplazados por límites que rodean en lugar de separar al individuo.  Como tal, esta área conjuntamente constituida puede ser pensada de manera más fecunda como una entidad por sí misma, más que como un lugar de intercambio entre los selfs individuales delimitados. Winnicott (1953) captaba las implicaciones radicales de esta perspectiva en su formulación de un área intermedia de experiencia:

No existe intercambio entre la madre y el infante. Psicológicamente, el infante succiona de un pecho que es parte del infante, y la madre ofrece leche a un infante que forma parte de sí misma. En la psicología, la idea de un intercambio se basa en una ilusión del psicólogo. [p. 12]

Winnicott, en sus descripciones de la experiencia como residente en una zona indiferenciada poblada por individuos, aunque no definida por sus atributos o potenciales singulares, anunciaba la investigación y literatura contemporáneas sobre la naturaleza relacional arraigada de la percepción, el significado, la conciencia y la comunicación (3). Estos estudios contemporáneos han incluido contribuciones evolutivas (Beebe, Lachmann y Jaffe, 1997; Emde, 1990; Main, 2000; D.N. Stern, 1985), filosóficas (Cavell, 1988, 1998; Elliott y Spezzano, 2000; Gergen, 1994) y semióticas (Muller, 1996). En toda esta literatura se nos recuerda que nuestras sensibilidades están formadas y reformadas por la presencia del otro y que nuestros selfs aparentemente autónomos son construcciones sociales, que contienen aquello a lo que Vygotsky (1978) se refirió acertadamente como un “préstamo de conciencia” culturalmente arraigado, al tiempo que constituyen individuos que contienen “la conciencia de dos” (p. 88).

El inconsciente relacional

Propongo que esta influencia mutua y recíproca de mentes inconscientes entre sí crea un inconsciente relacional. La unicidad de cada relación se debe en gran parte a su mezcla singular de lo permitido y lo prohibido, una mezcla que se forma a partir de los elementos individuales conscientes e inconscientes de cada participante, aunque trasciende a los mismos. Imaginemos la relación como hija de los dos individuos, constituida por material inconsciente de ambos y, como sucede en la mezcla de material genético, con aspectos tanto reconocibles como nuevos y conteniendo siempre marcas de origen misterioso. El inconsciente relacional conjuntamente desarrollado ofrece a cada participante nuevas oportunidades de expresión de elementos de subjetividad y experiencia previamente no actualizados, además de los reprimidos, aun cuando contiene limitaciones y prohibiciones únicas para la díada, que culminan en una variedad de procesos defensivos mutuamente soportados.

El inconsciente relacional, como un proceso conjuntamente construido mantenido por cada individuo en la relación, no es simplemente una proyección del self inconsciente de una persona, sus representaciones de objeto y sus esquemas interaccionales sobre otra, ni está constituido por una serie de tales proyecciones e introyecciones recíprocas entre dos personas. Más bien, tal como se usa aquí, el inconsciente relacional es el lazo no reconocido que envuelve a toda relación, infundiendo la expresión y constricción de la subjetividad de cada participante y su inconsciente individual dentro de esa relación en particular. A este respecto, el inconsciente relacional es un concepto que permite la unión del pensamiento psicoanalítico sobre los fenómenos intrapsíquicos e intersubjetivos dentro de un marco teórico que contenga cada perspectiva y elabore su interconexión inherente.

Creo que esta es la tarea y la visión articulada por Green (2000) en el siguiente párrafo:

Necesitamos considerar que es más enriquecedor pensar en la relación entre los dos polos que pensar en cada polo (el intrapsíquico y el intersubjetivo) de forma separada, puesto que no permanecen iguales en el contexto de las relaciones mutuas… Es más, nuestro pensamiento sobre lo “inter” en psicoanálisis no puede verse confinado solamente a lo que tiene lugar entre los dos miembros de una pareja; también se refiere a otro orden de determinación que elude la observación de sus relaciones. Lo que sucede en la vida intrapsíquica de cada persona y en el curso de la relación entre dos sujetos revela que la relación intersubjetiva se halla, como si dijéramos, más allá de los dos polos… La relación intersubjetiva tiene la propiedad de crear un valor añadido de significado comparado con la significación que ésta adquiere para cada uno de los participantes. [pp. 21-22, cursiva en el original]

El inconsciente relacional puede considerase aquello que está, en palabras de Green, “más allá de los dos polos” y como el puente invisible que “elude la observación de sus relaciones”. Es a fuerza de su existencia en ambas mentes, y entre ellas, que el concepto de inconsciente relacional descrito aquí difiere de otros usos recientes del término, cada uno de los cuales ha abordado el contenido del inconsciente de un individuo, en lugar del vínculo entre los dos individuos que va más allá de cada uno de ellos.

La concepción de Davies (1996) del inconsciente relacional delineaba un conjunto de experiencias contenidas individualmente de deseos o fantasías inaceptables relacionadas con el objeto, y de experiencias del self incompatibles en relación con el otro. Estas experiencias, aunque de naturaleza relacional, en tanto se actualizan siempre en el presente interpersonal y evocan el pasado interpersonal, se consideran como aspectos, si bien es cierto que aspectos básicos, de la psique de cada persona y no como un inconsciente mutuamente construido y mantenido.

De forma similar, las ideas de Rucker y Lombardi (1997) sobre el “inconsciente relacionado” describían una región de experiencia “indiferenciada” dentro del individuo. Estos autores se referían a interacciones que tenían lugar en este plano como “relaciones de sujeto” e identificaban este nivel de interacción como uno en el que “dos individuos perciben su igualdad e indivisibilidad más que su individualidad” (p. 20). Basándose en la teoría de Matte-Blanco (1975) sobre la organización simétrica esencial de los procesos inconscientes, el inconsciente relacionado de Rucker y Lombardi denota una propiedad de todos los procesos inconscientes -a saber, un registro que no se organiza mediante la diferenciación basada en la lógica, la linealidad y la causalidad. En su modelo, el inconsciente se relaciona como un producto inherente de su propia actividad organizadora y no como un resultado de los modos reales de compromiso y separación creados por dos personas en su relación.

Recientemente, el concepto de inconsciente bipersonal o relacional se ha utilizado fructíferamente por los especialistas clínicos, que intentaron comprender los procesos terapéuticos desde el  punto de vista de las formas de regulación mutuamente constituidas y mantenidas (Lyons-Ruth, 1999; Zeddies, 2000). El énfasis creciente en las influencias recíprocas y reverberantes del analista y el analizando entre sí ha encontrado su mayor aplicación en el concepto de puesta en acto, y consideraré este fenómeno en una sección posterior de este artículo. Baste decir aquí que aun la literatura de la puesta en acto contiene escasas referencias a un inconsciente conjuntamente creado; más bien, las formulaciones ofrecidas suelen implicar cómo dos inconscientes distintos se afectan el uno al otro. Aquí, en el rico campo de la matriz transferencia-contratransferencia, como en la gran mayoría de especialidades psicoanalíticas, el inconsciente se representa casi exclusivamente como una propiedad de cada individuo en interacción con el inconsciente de un otro, igualmente delimitado aun cuando se muestre receptivo. Sin embargo, los clínicos y los teóricos que aplican conceptos psicoanalíticos a entidades más amplias como parejas, familias, grupos, organizaciones, y entidades étnicas, religiosas y nacionales, suelen hacer uso de cierta noción de un inconsciente compartido para facilitar su comprensión de las dinámicas motivacionales de dichas agrupaciones (p. ej. Hopper, 2003; Javier y Rendon, 1995; Ruszczynski, 1993).

Si postulamos que todas las agrupaciones humanas se caracterizan por campos conscientes e inconscientes de experiencia y creencias, entonces podremos describir la vida inconsciente de cada individuo como existiendo en continua relación con la vida inconsciente de todas aquellas personas y agrupaciones con las cuales vive su vida. Una descripción plena de la vida inconsciente de cualquier individuo en relación con los inconscientes de todos los individuos y agrupaciones humanas de la vida de esa persona sería de una complejidad inmensa, yendo inevitablemente más allá de las versiones bidimensionales. Sin embargo, me gustaría ofrecer algunas estructuras imaginarias para explicar el concepto de inconsciente relacional. 

En primer lugar, visualicemos una estructura triangular en la que el inconsciente individual forme el vértice y descanse sobre múltiples inconscientes relacionales diádicos. A su vez, podemos pensar que los inconscientes relacionales (uno por cada relación) descansan sobre una serie de inconscientes de grupos cada vez más inclusivos (p. ej. los miembros de agrupaciones sexuales, profesionales, políticas, nacionales, religiosas y culturales). Todas estas capas existen simultáneamente aunque están más o menos activas dependiendo del momento y de las agrupaciones con las que el individuo está activamente comprometido en un momento dado. De forma similar, uno podría imaginar que cada inconsciente relacional es como el punto de intersección en un diagrama de Venn entre el inconsciente de un individuo y el de un co-participante, y que este inconsciente relacional se ve, a su vez  interseccionado por un conjunto de agrupaciones humanas cada vez más inclusivas al cual pertenece cada miembro de la relación, en el que algunas de estas agrupaciones cambian del primer plano al segundo plano, aunque todas son representadas inconscientemente.

La metáfora visual de una estructura triangular o de una serie anidada de círculos que se superponen no capta, por supuesto, las complejidades creadas por los entrelazados multidimensionales de cada capa o círculo según evoluciona de una relación a otra. Sin embargo, espero que en estas configuraciones imaginarias, se represente la amplitud de la vida inconsciente y se arroje luz a cómo, en nuestra existencia como individuos, nuestro inconsciente aparentemente más privado siempre está siendo modelado por las múltiples fuerzas y contextos en los cuales estamos inmersos y mediante los cuales nos constituimos.

La terceridad

El reconocimiento, ahora extendido, de que la práctica analítica implica procesos y fenómenos que trascienden las fronteras de una mente única, ha dado lugar a varios intentos de conceptualizar, nombrar y explorar aquello que existe más allá de las mentes individuales del analista y el analizando. Muchos de estos intentos han invocado a estructuras, posiciones, o ubicaciones que ocupan un espacio aparte de las mentes de los participantes. En los últimos años, el concepto de terceridad ha sido cada vez más utilizado para referirse a un campo que trasciende las subjetividades de los dos participantes. A continuación, destacaré algunos de los usos del concepto del tercero y de términos relacionados, contrastándolos con el concepto del inconsciente relacional planteado en la sección anterior.

La terceridad, o el concepto del tercero, al igual que el concepto de la subjetividad en sí misma (Levine y Friedman, 2000) no posee una definición singular consensuada. Sin embargo, una revisión de los significados del concepto de terceridad revela tres usos principales del término, cada uno de los cuales describe un campo diferente (aun cuando se superpongan en cierto modo) de la experiencia y un conjunto de cuestiones conceptuales. Denominaré a estos usos el tercero evolutivo, el tercero cultural y el tercero relacional, y explicaré brevemente cada uno de ellos refiriéndome al trabajo de aquellos que escribieron sobre la terceridad desde estas perspectivas particulares.

La connotación numérica del tercero como produciéndose en un orden secuencial se ve incorporada en aquellos usos del término que buscan denominar una fase de una progresión evolutiva a partir de las cuestiones individuales y diádicas y de las capacidades para reconocer la independencia de otra persona. El principal ejemplo del tercero evolutivo se encuentra en las aplicaciones del concepto de terceridad para referirse a los procesos edípicos. Aquí, los conflictos edípicos se consideran como una fuerza tercera que cambia (potencialmente) al individuo de una forma narcisista de relacionarse hacia una aceptación de la relación con aquellos a quienes necesita al tiempo que reconoce que los otros tienen sus propias necesidades.

Esta terceridad evolutiva se ve representada en el trabajo de Britton (1998), para quien la tercera posición siempre invoca una constelación edípica, puesto que representa una tercera entidad (sea persona, institución o símbolo) que perturba lo diádico. La intrusión en la dualidad enclaustrada crea una espaciosidad psíquica a la que Britton se refiere como espacio triangular (1998, 2004), un posicionamiento que permite la libertad mental de independencia de la mente, así como un punto de vista desde el cual observarse a uno mismo y sus interacciones con los demás. Britton escribe que “en todos los análisis, la situación básica del Edipo existe siempre que el analista ejercita su mente independientemente de la relación intersubjetiva del paciente y el analista” (1998, p. 44). Aquí hay que señalar que, para Britton, lo “inter-subjetivo” es una configuración diádica que, por la fuerza de su fusión con los sujetos, limita la independencia de la mente. Con la tolerancia de las relaciones parentales por parte del niño, de las cuales él se ve excluido, se desarrolla una tercera posición, y esto

… le proporciona al niño un prototipo de relación de objeto de un tercer tipo en la cual es testigo y no participante. Entonces entra en escena una tercera posición desde la cual pueden observarse las relaciones de objeto. [Britton, 1998, p. 42, cursiva n el original]

 Para Britton, el tercero representa una tercera entidad y, como tal, no es una cualidad de la relación intersubjetiva en sí misma. Más bien, en la acepción de Britton, la tercera posición podría considerarse un logro intrapsíquico, nacido del reconocimiento de la separación, que permite reflexionar sobre dicha separación. Desde esta perspectiva, la tercera posición –y el espacio triangular que crea- va más allá de lo intersubjetivo y tal vez, incluso, se opone a ello. En realidad, la “inter-subjetividad”, como la define Britton, parece limitar el desarrollo de una tercera posición.

La visión que Britton tiene de la terceridad como un logro evolutivo conlleva una afinidad a la cual me estoy refiriendo como terceridad cultural, puesto que ambos usos de la terceridad enfatizan al tercero como existiendo más allá de la díada e inmiscuyéndose en ella. El tercero cultural, tal como se representa en el trabajo de Chasseguet-Smirgel (1974) y Lacan (1977), también se refiere a una forma no intersubjetiva de terceridad; es decir, una forma de terceridad que no emerge de las subjetividades de los individuos que forman la díada, sino una que envuelva, se inmiscuya y modele las interacciones de la díada, así como las subjetividades de cada miembro de la misma. Ejemplos del tercero cultural son fuerzas tales como el tabú del incesto, el lenguaje y los estándares profesionales (Aaron, 1999; Crastnopol, 1999; Spezzano, 1998), cada una de las cuales representa una codificación, legal y semiótica (Peirce, 1972) de lo posible y lo prohibido. Muller (1996) ofreció una delineación sucinta de la terceridad como fuerza cultural, en lugar de como producto relacional, cuando apuntaba que “el código que estructura la interacción permanece como un tercer término para la díada, como el entorno de sostén tanto para la madre como para el niño” (p. 21).

Bernstein (1999) elaboró esta perspectiva sobre las funciones del tercero cultural dentro de la práctica clínica en su concepción del analista como interlocutor de una tercera fuerza que permanece ajena a las dinámicas intersubjetivas del analista y el paciente.

Como portador del habla, el analista –en el marco lacaniano- ocupa el lugar del Otro que escucha más allá de la dimensión de las palabras habladas, siempre mirando más allá de la relación analítica Yo-Tú, apuntando a la Otredad del discurso inconsciente puesto que éste determina e interrumpe el drama dual de la relación psicoanalítica. [p. 293]

Cavell (1998) ubica al tercero como una entidad ajena a la díada (p. ej. otra persona, real o imaginada, o el idioma) pero que sirve como punta de una estructura triangular que incluye al tiempo que organiza la relación intersubjetiva de la díada. En su opinión, el tercero crea una triangulación que permite  organizar reflexivamente experiencias que emergen dentro de la díada además de compartirlas también como realidades externas. A este respecto, el tercero cultural de Cavell es un constituyente necesario de la intersubjetividad en lugar de ser una fuerza disyuntiva.

En una posición compartida por la visión integradora que Cavell tiene de la terceridad y la intersubjetividad, Benjamin (2004) intenta anclar firmemente dentro de una esfera intersubjetiva los logros evolutivos que Britton ubica en una tercera área más allá de la díada. Las ideas de Benjamin ofrecen una visión de la terceridad que abarca la relación diádica y la trasciende. En su descripción de la terceridad como una cualidad de espacio mental, contrasta esta idea del tercero como un espacio reflexivo basado en el reconocimiento mutuo con el concepto de dualidad complementaria, en el cual no existe un tercer espacio desde el cual observar la interacción. En este sentido se muestra afín a las ideas de Britton sobre la necesidad de un tercero para crear un espacio reflexivo y se opone a la posición lacaniana de un tercero cultural. Benjamin (2004) también rebate la idea de que el tercero se inmiscuye en la asfixiante díada de la interacción temprana madre-bebé:

En mi opinión sobre la terceridad, el reconocimiento no se constituye en un principio por el habla verbal; más bien, comienza con la experiencia temprana no verbal de compartir un patrón, una danza, con otra persona. Yo… por lo tanto he propuesto un tercero incipiente o energético… presente en el primer intercambio de gestos entre la madre y el niño, en la relación que se ha llamado unicidad. Considero este intercambio temprano como una forma de terceridad y sugiero que llamemos al principio de resonancia afectiva o unión que subyace a él el uno en el tercero… [pp. 16-17, cursiva en el original]

En este trabajo y en otro anterior (1995), Benjamin utiliza la noción de terceridad para representar una creación de la díada en sí misma, que contendría fuerzas culturales que se internalizan en operaciones de la díada desde un principio. En la concepción de Benjamin (2004), al igual que en la de Cavell (1998), el tercero cultural no perturba la intersubjetividad, sino que es uno de sus componentes básicos.

La noción de la terceridad como emergiendo de la díada es a lo que me refiero como el tercero relacional y es este uso del concepto de terceridad el que con más frecuencia se asocia con una perspectiva intersubjetiva. Las primeras referencias al concepto de un tercero relacional no invocaban la nomenclatura del tercero, aunque hablaban del mismo fenómeno que más adelante se ubicaría bajo esta rúbrica. En una de sus primeras contribuciones, Green (1975) consideraba que los procesos intersubjetivos constituían un objeto analítico. Green describía el objeto analítico como creado por la organización novedosa de los significados entre analista y paciente, la cual existe  “en el encuentro de estas dos comunicaciones en el espacio potencial que existe entre ambas” (p. 12). Adoptando también una metáfora espacial, Baranger (1993) situaba la intersubjetividad y la noción de terceridad en un campo analítico, en el cual, y mediante el cual, se situaban las dinámicas individuales:

Al hablar del campo analítico, nos referimos a la formación de una estructura que es producto de los dos participantes de la relación pero que, a su vez, los involucra en una dinámica y posiblemente en un proceso creativo… El campo es una estructura diferente de la suma de sus componentes, del mismo modo que una melodía es diferente de la suma de sus notas. [pp. 16-17]

Bollas (1992) ofrecía una noción similar de un tercero relacional en su descripción de un objeto tercero intermedio, mediante el cual se origina el conocimiento clínicamente práctico. El lo expresa así:

La relación paciente-analista es inevitablemente dialéctica, en tanto cada participante destruye la percepción del otro y su traducción retórica de los acontecimientos para crear ese objeto tercero intermedio, una síntesis, que no pertenece a ninguno de los participantes y objetiva la pérdida de deseos omnipotentes de poseer la verdad, puesto que sitúa a los participantes en ese lugar colaborador desde el cual puede emerger la única verdad analíticamente útil. [p. 112]

Orange (1995) también mencionó la noción de un tercero relacional cuando proponía la idea de una tríada intersubjetiva. Afirmaba que “el concepto de una ‘tríada’ destaca la capacidad del propio campo para tener tanto historia como cualidades emocionales” (p. 9).

Tal vez la versión del tercero relacional que se apunta con más frecuencia es la propuesta por Ogden (1994 a), quien observó que esa intersubjetividad existe como tercero analítico y lo describió como una “tercera subjetividad… producto de una dialéctica única generada por las subjetividades separadas del analista y el analizando dentro del marco analítico” (p. 4). En esta concepción, Ogden aplica al proceso analítico la formulación de Winnicott (1960), tan frecuentemente citada, de que no existe nada parecido a un infante fuera de la provisión materna, cuando afirma que “no hay analista, ni analizando ni análisis en ausencia del tercero” (Ogden, 1994 a, p. 17).

El concepto de Ogden del tercero analítico intersubjetivo es consistente con el de otros autores que hablan de la terceridad como una creación de la díada, en lugar de ser como una fuerza más allá de la díada. Sin embargo, al basarse en el concepto espacial y diferenciador del tercero, el uso que Ogden hace de la terceridad, como sucede con otros muchos usos del término, sugiere la posibilidad de una retirada del interjuego continuo y recíproco de los dos participantes de la intersubjetividad. El tercero analítico puede, por tanto, considerase, teóricamente y en la práctica clínica, como un objeto separado potencialmente observable mediante un proceso objetivador –proceso que consiste en las reveries decodificadoras del analista formadas en ese tercero. En este uso, el tercero analítico está en peligro de ser transformado a partir del producto de dos subjetividades regladas por procesos inconscientes en un lugar de proyecciones que pueden observarse en actos de comprensión unilateral por parte del analista.

Si bien cada uno de estos autores articula la noción de que el análisis se produce en una tercera arena formada por las subjetividades individuales, aun cuando las altere, sugiero que es conveniente pensar en una relación definida intersubjetivamente no como una tercera entidad, sino como constituyente del inconsciente relacional de la díada. Tal vez el beneficio más básico de esta terminología es que nos permite utilizar nuestras ideas ya desarrolladas y ricamente matizadas sobre la naturaleza de los procesos inconscientes para estudiar la formación, regulación y comunicación de aquello que no es pensable.

Además de sus abundantes conexiones históricas, el concepto del inconsciente relacional es, creo yo, preferible a los conceptos que invocan la terceridad porque significa un proceso dinámico que pertenece plenamente a los participantes humanos, cuyas esperanzas y miedos se combinan de modo que pueden desembocan en un compromiso creativo así como destructivo. El inconsciente relacional no es un objeto, un tercero, una tríada, un campo o un espacio. Cada uno de estas interpretaciones connota –aun cuando no sea la intención del autor que así sea- una entidad que puede separarse de las dos subjetividades que se han combinado para crearla. La intersubjetividad y el inconsciente relacional se entienden mejor como procesos mediante los cuales los individuos se comunican entre sí sin ser conscientes de sus deseos y temores y, al hacerlo, estructuran la relación de acuerdo a ocultamientos mutuamente regulados y a búsquedas de reconocimiento y expresión de sus subjetividades individuales.

El inconsciente relacional, la resistencia intersubjetiva y el proceso clínico

 La mente del otro es tanto la ubicación de otro inconsciente subjetivamente organizado, con sus propios modos arcaicos de operar y su propio almacén de experiencia en busca de expresión, como un sistema interactivo sacudido por las fuerzas inconscientes del entorno interpersonal y cultural. Bollas (1992) captó el poder elemental de la interacción de los procesos inconscientes de ubicación y estructura múltiple cuando escribía:

Comunicarse con otro es evocarse el uno al otro y, en ese momento, ser distorsionado por las leyes del funcionamiento inconsciente. Ser tocado por el inconsciente del otro es ser dispersado por los vientos del proceso primario hacia asociaciones y elaboraciones remotas, alcanzadas mediante los vínculos privados de la subjetividad propia. [p. 45]

Estas observaciones se hacen eco de las descripciones de Freud (1912, 1912, 1915) de los procesos inconscientes en la comunicación interpersonal, en las cuales él señaló consistentemente que el inconsciente de uno está inevitable e indispensablemente implicado en la recepción y el aprendizaje sobre las vidas mentales ocultas de los demás. Freud (1913) apuntaba que “todos poseemos en nuestro inconsciente un instrumento con el que interpretar las expresiones del inconsciente de otra persona” (p. 320). En su ensayo sobre el inconsciente de dos años después, llamó de nuevo la atención sobre el proceso de transmisión inconsciente y transformación de significado cuando escribía que “es algo realmente notable que el Inconsciente de un ser humano pueda reaccionar de acuerdo al de otra persona sin pasar a través de la Conciencia” (1915, p. 194).

Estas observaciones sobre la comunicación inconsciente, que preocupaban tanto a Freud puesto que las consideraba una vía para la comprensión psicoanalítica, iban a ser sin embargo, valoradas y exploradas. La recomendación que hace Freud (1912) de que el analista “debe convertir su propio inconsciente en un órgano receptivo hacia el inconsciente que el paciente le trasmite” (p. 115) pretendía sugerir que el inconsciente del analista podría recibir las comunicaciones inconscientes del paciente sin distorsión alguna y que el analista podría así proceder a decodificar y reconstruir los significados ocultos en el mensaje del paciente. En el siguiente párrafo, no obstante, Freud sugería que el conocimiento que el paciente tiene del analista siempre contiene mezclas y residuos del inconsciente propio del analista. Freud suponía que dichas adiciones irían inevitablemente en detrimento de la tarea de comprender al paciente y, por tanto, debían ser filtradas por medio de la propia “purificación psicoanalítica” del analista (1912, p. 116).

Los avances en nuestra comprensión de los procesos analíticos y nuestras sensibilidades postmodernas contemporáneas (p. ej. las definiciones más abarcativas y la utilidad de la contratransferencia, el reconocimiento de lo inevitable de las puestas en acto, las incertidumbres epistemológicas introducidas por el reconocimiento de que la subjetividad siempre está implicada en la percepción y la creación de significado) nos hacen incapaces de refrendar el optimismo temprano de Freud acerca de las posibilidades de la purificación psíquica. Más bien, nos vemos obligados a tener en cuenta el hecho de que los significados conscientes que desarrollamos acerca del paciente, y las intenciones conscientes que mantenemos cuando ofrecemos estos significados como interpretaciones, reflejan y oscurecen simultáneamente el modo en que hemos recibido y procesado los elementos inconscientes del paciente mediante nuestro propio inconsciente. Como participantes en una continua mezcla de vida mental inconsciente, nunca podemos ser simples receptores o continentes de los afectos y significados del paciente; más bien, siempre saturamos los elementos de la subjetividad del paciente con elementos de la nuestra, dando lugar a una nueva adición de un inconsciente relacional que convierte cada análisis en algo único.

Ya he apuntado que una premisa básica  de la orientación intersubjetiva es que todos estamos motivados a utilizar elementos del entorno para favorecer la coherencia de la experiencia interna, así como para transformarla creativamente. Como dice Ogden (1994b): “Los seres humanos tienen una necesidad tan profunda como el hambre y la sed de establecer construcciones intersubjetivas (incluyendo las identificaciones proyectivas) para encontrar una salida a las divagaciones interminables y fútiles de su mundo objetal interno” (p. 105). Aquí es importante la semejanza entre esta visión de la motivación y las observaciones de Freud (1914) de la necesidad “que nuestra vida mental tiene de traspasar los límites del narcisismo y adherir la libido a los objetos” (p. 85), si queremos evitar la enfermedad.

Este movimiento hacia la reanimación en presencia de la subjetividad del otro, y mediante ella, es el que crea el proceso analítico. Es más, es la naturaleza intersubjetiva de la interacción la que permite la evolución de la dinámica particular transferencia-contratransferencia de la díada analítica, y crea las condiciones para su resolución –resolución en la cual la subjetividad de cada participante se altera en la medida que vive su expresión arcaica en el otro y dentro del inconsciente relacional único de la díada.

Los teóricos psicoanalíticos de todas las escuelas de pensamiento han apuntado la presencia inevitable de un inconsciente relacional (si bien es cierto que con diferente terminología) dentro de cada análisis, así como el imperativo de alcanzar una comprensión del inconsciente relacional analítico trabajando dentro de –y elaborando-  sus manifestaciones y significados. Jung (1946) ofreció una de las primeras descripciones del proceso que orienta la construcción de un inconsciente relacional analítico cuando escribía que:

El médico, absorbiendo voluntaria y conscientemente los sufrimientos psíquicos del paciente, se expone a los abrumadores contenidos del inconsciente y por tanto también a su acción inductiva… El paciente, aportando contenido inconsciente activado para influir en el médico, deposita en él el correspondiente material inconsciente, debido al efecto inductivo que siempre emana, en mayor o menor grado, de las proyecciones. Médico y paciente se hallan así en una relación fundamentada en el inconsciente mutuo [p. 176, la cursiva es mía].

Esta descripción de la formación del inconsciente relacional analítico es similar a las ideas de Arlow (1979) sobre el modo en que la empatía con el paciente crea la comprensión analítica.

La intimidad compartida de la situación analítica, el conocimiento de los secretos que se confían y los deseos expuestos, intensifica la tendencia hacia la identificación mutua en el marco analítico, y, finalmente, sirve para estimular en la mente del analista fantasías inconscientes que, o bien son idénticas a aquellas que resultan decisivas en los conflictos y el desarrollo del paciente, o bien se relacionan con ellas. Analista y analizando, así, se convierten en un grupo de dos que comparten una fantasía inconsciente en común. [p. 202, la cursiva es mía]

De modo similar, Loewald (1979), en uno de sus últimos trabajos, observaba que:

Hay modos de relación entre lo que convencionalmente denominamos self y objeto, que ponen en duda la validez universal de estos términos. Hemos observado que existen niveles de funcionamiento mental y experiencia en los que no existen estas distinciones, o se realizan sólo momentáneamente de forma rudimentaria. Estas son capas inconscientes profundas que muestran modos de relacionalidad interpsíquica, de vínculos emocionales activos bajo la superficie del analizando y el analista, y por tanto en su relacionalidad forman ingredientes de potencial terapéutico. [p. 376]

Quizá los fenómenos clínicos más fácilmente observados y descritos que indican la presencia de aquellas formas de compromiso inconsciente relacionalmente arraigadas y estructuradas articuladas por Jung, Arlow y Loewald son la configuración conocida como puesta en acto. Las puestas en acto pueden considerase como un contenido manifiesto del inconsciente relacional, puesto que en esos momentos la transferencia y la contratransferencia se convierten en fuerzas mutuamente estimulantes, que impulsan inconscientemente hacia una expresión que no podría ser conocida ni articulada conscientemente entre los individuos y dentro de la relación. Las puestas en acto son siempre, creo yo, indicadores de un proceso intersubjetivo que no está disponible para la reflexión activa y, como tales, son derivados en la acción del inconsciente relacional de la díada analítica. Las puestas en acto, en tanto expresan en la acción aquello que no es pensable, a menudo han sido tratadas de forma ambivalente en nuestra literatura, y algunos autores sugieren que si bien pueden ser inevitables, sin embargo indican  una contratransferencia difícil de manejar o no procesada adecuadamente. Para otros, no obstante, las puestas en acto no sólo son inevitables sino que también constituyen un medio importante para el progreso de los análisis. Renik (1997) expresa sucintamente esta opinión cuando afirma que las puestas en acto son “el texto requerido para el análisis de la transferencia” (p. 10). Yo ampliaría este útil insight de Renik afirmando que, mediante el proceso de reconocer y elaborar las puestas en acto, el analista obtiene acceso al inconsciente relacional que estructura el trabajo analítico, pudiendo así comenzar a alterar el control repetitivo y limitador que éste mantiene sobre él así como sobre el paciente.

En las ocasiones en que el inconsciente relacional incluye contenidos que no permiten o sucumben a los intentos de reflexión consciente, la matriz de la transferencia y contratransferencia puede evolucionar a un estado de enredos irresolubles en formas estancadas o destructivas de interacción. En una comunicación anterior (Gerson, 1996), me refería a dichos estados diciendo que significaban

… un proyecto conjunto diseñado para suspender el desarrollo de nuevos modos de afectar e imaginar al otro y a la relación. Dichos estados mutua y recíprocamente motivados pueden considerarse como resistencias intersubjetivas, en tanto están sostenidos por los esfuerzos de cada participante por mantener al otro en la configuración familiar de transferencia-contratransferencia. Las resistencias intersubjetivas y los enredos se forman por la influencia recíproca de las motivaciones inconscientes del paciente y el analista entre sí y constituyen el inconsciente relacional del par analítico. [pp. 632, cursiva en el original]

Esta visión de la resistencia como una creación intersubjetiva elabora la afirmación de Boesky (1990) tan frecuentemente citada de que “la forma manifiesta de una resistencia a veces es incluso negociada inconscientemente por el paciente y el analista” (p. 572). También refleja una comprensión anterior que Bird (1972) hace de la contribución del analista a un impasse en el tratamiento:

Lo que se me ocurre… es la proposición de que un punto muerto en el análisis, una resistencia implacable, una reacción terapéutica negativa que no se modifica -cualquier cosa de este tipo debería ser sospechosa de constituir un acto destructivo silencioso, secreto, pero real, en el que participan ambos paciente y analista. [p. 294, cursiva en el original]

En nuestra literatura hay escasas viñetas clínicas que ilustren la construcción mutua y el mantenimiento de las resistencias intersubjetivas. Es comprensible que las viñetas de este tipo revelan lo que la mayoría de nosotros deseamos ocultarnos a nosotros mismos y al otro. Puede ser interesante, por tanto, observar que las dos narrativas clínicas relevantes de la literatura que reproduzco más abajo implican ambas la lucha del analista con la pérdida parental -una parte de la vida que todos compartimos, de modo que podemos imaginarnos fácilmente en el sillón del analista que lidia con la intrusión de estas inquietudes personales en el trabajo profesional.

En la siguiente ilustración de una resistencia intersubjetiva ubicada en el inconsciente relacional del analista y el analizando, Jacobs (2001) describe una interrupción en el flujo del trabajo productivo con uno de sus pacientes, resultado de un establecimiento paralelo de ansiedades sobre cada una de sus relaciones parentales:

La enfermedad repentina de mi padre, y mi reacción ante ella, tuvo el efecto de perturbar este trabajo. Como ya mencioné, F [el paciente] se replegaba ante lo que él percibía como señales de incapacidad en su analista. Puesto que yo no entendía y por tanto no podía interpretar las fantasías subyacentes que daban lugar a esta retirada, el progreso en el análisis se detuvo. Indirectamente, sin embargo, mediante asociaciones que contenían referencias a médicos, profesores u otras figuras de autoridad enfermas, trastornadas, o ineficaces por cualquier otra razón, F expresaba las preocupaciones angustiosas que, de modo consciente, se había arreglado para mantener a raya. Por razones que me atañían a mí no recogí estos mensajes. Hacerlo habría sido enfrentarme a mi propia conducta, explorar su significado y entrar en contacto con las cuestiones conflictivas relativas a mi padre, paralelas a aquellas con las que se enfrentaba F, las cuales yo también deseaba evitar. De hecho, más tarde me di cuenta de que mi conducta de no tratar antes el foco persistente de F sobre S como una resistencia estaba motivada en parte por necesidades defensivas mías. Aunque yo no era consciente en ese momento, debo haber tenido el sentimiento de que involucrarme con la resistencia de F y dedicarme a la cuestión de su profunda y problemática ambivalencia hacia su padre removería en mí, inevitablemente, conflictos a los cuales no estaba preparado para enfrentarme. [p. 16]

El candor del informe de Jacobs nos permite apreciar el modo en que los conflictos personales que resuenan dentro de la díada pueden limitar la capacidad de ambos participantes para identificarse con las preocupaciones individuales del paciente o el analista y abordarlas. Sin embargo, este tipo de resistencia intersubjetiva a menudo señala una configuración inconsciente dentro de la díada que va más allá del contenido específico manifiesto de la resistencia. Lo que pretendo sugerir, en general y en referencia a la viñeta expuesta, es que las resistencias intersubjetivas no sólo giran en torno a un contenido determinado, sino que también estructuran inconscientemente la relación de un modo concreto. Imagino, por ejemplo, que además de sus conflictos, angustias y defensas paralelas relativas a sus padres, Jacobs y su paciente habitaban una relación estructurada con estas cuestiones inconscientes.

En la siguiente viñeta clínica que ilustra una resistencia intersubjetiva, McLaughlin (1988) nos cuenta que su informe “refleja un ejemplo particular de estancamiento analítico que había sido creado por el paciente y por mí mediante la mezcla de las conductas del paciente transferencialmente modeladas con transferencias regresivas mías” (p. 374). McLaughlin describe a continuación un momento extraño cuando, poco después de haber tenido una fantasía concreta durante un monólogo del paciente, él, el analista, se quedó atónito al escuchar una reverie muy similar expresada por el paciente:

Mientras él hablaba, tuve el fuerte sentimiento de lo ominoso: enorme vigilancia, los pelos de punta y hormigueo; el sentimiento de estar en presencia de algo poderosamente conocido pero no identificable. Una vez que esto se calmó, también me sentí desconcertado y fascinado. [p. 377]

Me sentí atrapado en algo muy difícil para nosotros dos… [p. 378]

Creo que a partir de esta viñeta resulta evidente que el trabajo analítico que era necesario que hiciéramos había sido ralentizado por los modos cautelosos y de distanciamiento pasivo del paciente, reforzados por la posición cada vez más parecida que yo adopté al responder con mis propios conflictos. En la maraña de tensiones que el Sr. B había traído a nuestro trabajo, encontré rápidamente semejanzas y simetría entre ambos. Su rica gama de conflictos respecto a su hijo, su mujer, su madre, su padre fallecido y sobre sí mismo –así como el ser de una edad parecida a la de mi hijo- me ofreció la oportunidad y la propensión a responder regresivamente… y favoreció mi caída en viejos modos adaptativos/defensivos para librarme del remolino de enfado, daño y necesidad que se hallaba vivo en ambos. [pp. 382-383]

Lo que habíamos creado entre los dos durante esos meses podría considerarse la realidad viva en la que ambos elaborábamos fuertes resistencias a luchar contra nuestras mordaces preocupaciones personales, ahora entremezcladas. [p. 384]

McLaughlin resume su trabajo apuntando que “el estancamiento analítico y las tensiones subsiguientes a esta regresión plasman en su detalle y en su puesta en acto concreta las preocupaciones dinámicas compartidas y entremezcladas específicas de ambos miembros del par” (p. 388). A esta descripción abierta del tiempo y los compromisos necesarios para la elaboración fructífera de la mezcla de una resistencia intersubjetiva, (yo) deseo añadir solamente una consideración del papel que el inconsciente relacional tiene en estas interacciones. El énfasis de McLaughlin en las “fuertes resistencias [de cada participante] a luchar contra nuestras preocupaciones ... separadas” recuerda la descripción de Jacobs (2001) de preocupaciones paralelas entre él y su paciente.

Si bien cada uno de estos autores resalta el brutal impacto de la interacción entre estas preocupaciones individuales, ninguno de ellos aborda directamente cómo el engranaje de los conflictos individuales del analista y el analizando creó una configuración inconsciente entre ellos que contenía, y sin embargo iba más allá de sus preocupaciones individuales, y que permitía unos modos específicos de relacionarse excluyendo a los otros. Lo que quiero enfatizar aquí es que, aunque es cierto que los momentos de puesta en acto e impasse suelen revelar de un modo dramático las limitaciones dinámicas específicas a lo que se puede saber (tanto afectiva como cognitivamente), la relación en sí misma se modela en modos más sutiles que incluyen y elaboran una dinámica intersubjetiva recíprocamente construida. En este proceso perpetuo, las puestas en acto son como sucesos disruptivos que indican “líneas defectuosas” entre las trayectorias dinámicas del analista y el paciente, aunque no describen las configuraciones que resultan de la interacción de estas formas individuales. Antes, durante y después del drama de la puesta en acto capte nuestra atención y revele fuerzas ocultas, el inconsciente relacional que opera de forma continua configura calladamente el paisaje.

Smith (1997, 2000, 2001) proponía una visión análoga al apuntar que las dinámicas que informan todos los procesos analíticos estaban constantemente modeladas por elementos progresivos y regresivos, y que cada momento y cada resultado estaba marcado por un compromiso en el conflicto entre el deseo y la defensa. En su opinión, las interacciones entre las dinámicas del analista y el paciente son de tal complejidad que, inevitablemente, cada movimiento hacia la comprensión y la resolución deja sin explorar áreas potenciales de conocimiento. Apuntaba que “la transferencia, la contratransferencia y su forma interactiva, la puesta en acto, son procesos del análisis que operan en grado variable en todos los momentos simultáneamente para hacer avanzar o para retardar el trabajo del análisis” (1997, p. 14). (Yo) Leo esto para indicar que todos los análisis, al igual que todas las relaciones, asumen una forma particular que es producto de dos psicologías individuales y, por tanto, no existe la entidad de un análisis completo; más bien, cada análisis lleva el sello único de su inconsciente relacional, y por tanto de lo que fue posible para esa díada particular y lo que se ocluyó conjuntamente.

Una implicación importante de vincular las resistencias intersubjetivas con el contenido del marco más amplio de las funciones estructurantes del inconsciente relacional es que de este modo podemos observar cómo la resolución de las resistencias no sólo revela conflictos ocultos en cada persona, sino que también altera el diseño, mantenido inconscientemente, de la relación. Como resultado de la elaboración exitosa de un área de funcionamiento conflictiva, se produce una gama creciente de posibilidades en cada mente y en la relación como tal. Estos arcos de posibilidad ampliados crean una cadena virtual en la que el crecimiento individual y relacional se refuerzan mutuamente entre sí.

Mi opinión es que el concepto de inconsciente relacional ofrece los puntos de vista desde los cuales investigar cómo se expresa la naturaleza intersubjetiva de los procesos humanos y cómo se altera dentro de la matriz de los fenómenos de transferencia y contratransferencia. Un ejemplo del enfoque que amplíe nuestra comprensión de las operaciones del inconsciente relacional dentro del marco analítico podemos hallarlo en el trabajo del Boston Change Study Process Group (2002). Estos clínicos y evolutivistas exploran la aplicabilidad de los hallazgos de la literatura evolutiva, cognitiva y de las neurociencias al proceso psicoanalítico y han sugerido, en una serie de artículos, que la terapia progresa mediante los cambios en el conocimiento relacional implícito del paciente, y que este nivel de conocimiento se sostiene inconscientemente como una forma de conocimiento procedimental (Bucci, 2001). Los investigadores del BCSPG sostienen que el conocimiento relacional implícito cambia en momentos de encuentro que a menudo se constituyen por movimientos relacionales –las pequeñas unidades interactivas en las que puede evaluarse la intencionalidad que cada participante tiene de afectar al otro. Se cree que estos movimientos relacionales se forman en un contexto en el cual “cada participante no sólo está avanzando acciones e infiriendo intenciones, sino que también tiene el efecto de modelar las acciones e intenciones del otro según éstas emergen” (Boston Change Study Process Group, 2002, p. 1058). Refiriéndose a un ejemplo clínico en el que los intentos de mejorar el “acoplamiento” entre los participantes fueron exitosos, los autores apuntaban que “lo que se había creado pertenecía a ambos, convirtiéndose en parte del conocimiento relacional implícito de cada uno de ellos” (p. 1058). Aquí se están refiriendo a un conjunto emergente y fluido de movimientos y conocimiento procedimental creado intersubjetivamente.

Lyons-Ruth (1999; Lyons-Ruth y Boston Change Study Process Group, 1998), miembro del Boston Change Study Process Group, ha explicado este proceso con más detalle:

Si el cambio representacional implica no sólo la cognición o el “insight”, sino también cambios en los “modos de estar con” afectivamente ricos, un cambio en la organización también debe suponer una reorganización de los modos en que el paciente y el analista están juntos. Por tanto, los momentos de reorganización deben conllevar una nueva “apertura” en el espacio interpersonal, permitiendo a ambos participantes convertirse en agentes sobre el otro de una nueva manera… Esta nueva organización, sin embargo, no es simplemente producto del trabajo intrapsíquico individual del paciente, sino de la elaboración de nuevas posibilidades relacionales con el analista. [Lyons-Ruth, 1999, pp. 611-612]

El trabajo del BCSPG se asemeja a la idea de que la acción terapéutica del psicoanálisis está formada sobre una base dual, consistente en una reestructuración tanto del inconsciente individual del analizado como del inconsciente relacional del analizando y el analista. Además, el concepto de inconsciente relacional contiene la noción de sistemas fundamentales, o “de campo”, de que el cambio en un miembro de la díada analítica supone y llama inevitablemente a cambios en el otro y en su relación.

Otro modo de conceptualizar esto es que el cambio en una transferencia individual supone cambios en el aspecto contratransferencial de la matriz, y por tanto resulta en un movimiento mutuamente reafirmante en los inconscientes individuales del analista y el analizando y en su inconsciente relacional. Esta perspectiva multifacética de las dinámicas del cambio pone de relieve cómo nuestro reconocimiento contemporáneo del diseño de los procesos inconscientes dentro de estructuras de relación nos permite ampliar el proyecto psicoanalítico de hacer consciente lo inconsciente, en tanto incluye elaborar aquellos aspectos del inconsciente relacional que limitan el conocimiento y el desarrollo creativo.

Conclusión

La creciente comprensión del cambio como algo que conlleva procesos relacionales que van más allá del insight ha menudo ha enfrentado al clínico con cuestiones acerca de qué modos de interacción sirven mejor al proceso analítico. Generalmente estamos de acuerdo con que la “irreductible subjetividad” (Renik, 1993) del analista ha cubierto los escasos restos de la clásica pantalla en blanco, aunque cuando entramos en el consultorio, la teoría intersubjetiva se ve confrontada y se rinde ante modos de práctica modelados por la orientación objetivista de nuestra herencia teórica. Aquí encontramos el tan citado lapso entre las innovaciones en nuestra teoría y su aplicación a la práctica clínica, y por tanto nos vemos desafiados a integrar la perspectiva intersubjetiva con nuestro entusiasta y elemental interés en la experiencia concreta del paciente. Mi intención en este trabajo ha sido sugerir que el concepto de inconsciente relacional puede servirnos como estructura puente arraigada firmemente en los insights históricos y en la terminología del psicoanálisis tradicional, aun cuando incorpore nuestras comprensiones y sensibilidades contemporáneas teóricas y clínicas. Nos quedamos con preguntas sustanciales y desconcertantes sobre cómo trabajar mejor con el concepto ampliado del inconsciente en el que habitamos con nuestros analizandos, y sobre si los principios de la técnica que aplicamos para comprender el inconsciente individual nos servirán también para comprender el inconsciente relacional. No obstante, nuestra creciente sofisticación sobre los fundamentos y estructuras intersubjetivas de la mente puede permitirnos explorar estas cuestiones en un espíritu de tarea conjunta con nuestros analizandos y nuestros colegas.

Siempre existe un programa previo de experiencia en las mentes del analista y el analizando. Sin embargo, se crea una arquitectura del conocimiento nueva y más habitable mediante su discurso sobre cómo usan y responden a la subjetividad del otro según construyen su relación única. El conocimiento que conlleva la convicción de ser vivido se crea en momentos dialógicos en los que los rastros de los significados privados de cada participante proporcionan un marcador para la expresión del otro, hasta que se cree un patrón que encaje tanto con sus experiencias como con sus imaginaciones. Al igual que estamos de acuerdo en que las estrellas se organizan para formar constelaciones, la creación mutua de coherencia altera el desconocimiento privado y oscuro del inconsciente individual en una geografía compartida de la mente.

 

NOTAS

(1) Para una visión general de las perspectivas intersubjetiva y relacional, ver Aron, 1996; Benjamin, 1995; Frie y Reis, 2001; Hoffman, 1998; Mitchell, 1997, 1998; Momigliano y Robutti, 1992; Renik, 1998; Spezzano, 1996; D. Stern, 1997 y Stolorow, Atwood y Brandchaft, 1994.

(2) Véanse, por ejemplo, los conceptos de pulsión y objeto (Green, 2000), empatía (Fishman, 1999), puesta en acto (Friedman y Natterson, 1999), sostén (Ginot, 2001), neutralidad (Gerson, 1996; Hoffman, 1983, Renik, 1996), autorrevelación (Cooper, 1998 a, 1998 b; Crastnopol, 1997; Ehrenberg, 1992; Gerson, 1996; Jacobs, 1999; Maroda, 1991; Meissner, 2002; Renik, 1995, 1999), y supervisión (Berman, 2000; Brown y Miller, 2002).

(3) Los elegantes intentos de Loewald (1960) de integrar los procesos biológicos y sociales pueden considerarse también como precursores de este punto de vista.

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