aperturas psicoanalíticas

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revista internacional de psicoanálisis

Número 028 2008 Revista Internacional de Psicoanálisis en Internet

Sobre la neurosis adolescente

Autor: Jacobs, Theodore

Palabras clave

Impacto, Adolescencia temprana, Media, Tardia y final, Moldeamiento, Conflicto, Soluciones individuales, Identificaciones con imagos parentales, Neurosis infantil, Apegos edipicos negativos, Personalidad en desarrollo, Cambios fisiologicos/sensaciones cor.


"On the adolescent neurosis" fue publicado originariamente en Psychoanalytic Quarterly, LXXVI, p. 487-513. Copyright 2007 The Psychoanalytic Quarterly. Traducido y publicado con autorización de The Psychoanalytic Quarterly.

Traducción: Marta González Baz
Revisión: Raquel Morató

El autor discute el impacto de la adolescencia en el moldeamiento de la psiquis adulta. El autor sostiene que algunos pacientes nos parecen influenciados por los conflictos de la adolescencia y las soluciones individuales a las que han llegado en este período como lo están por los conflictos y soluciones de la fase edípica. Las subfases de adolescencia temprana, media y tardía se discuten tanto en términos de revisión de la literatura psicoanalítica como en trabajos representativos de ficción literaria. Se presentan también viñetas clínicas ilustrativas

Hace unas semanas, cuando conducía hacia el trabajo, di con uno de esos programas radiofónicos de llamadas que copan las ondas. El tema del día era el envejecimiento y la longevidad, y el invitado era un investigador que afirmaba que estamos a punto de descubrir modos de ampliar la vida hasta periodos sorprendentes.

“Los descubrimientos genéticos y bioquímicos que se harán en el futuro próximo –predijo- ralentizarán el envejecimiento de modo tan dramático que sería concebible que los individuos de la próxima generación y tal vez algunos de los niños que nazcan actualmente, pudieran vivir no 100, sino cientos de años. “

Durante el período de llamadas, un oyente asombrado planteaba al locutor: “Mi mujer está esperando un bebé”, comenzó. “¿Me está diciendo que este niño podría vivir realmente durante cuatrocientos o quinientos años?”

“No es imposible”, respondió el invitado. “Si ponemos todos nuestros recursos en la investigación, podemos dar con modos de ampliar la vida tanto como eso o incluso más”.

“Espere un minuto”, protestó el oyente. “Según mis cálculos, eso significaría que su adolescencia duraría unos 50 años. No creo que esté preparado para eso”.

Si bien la adolescencia hoy en día no puede durar medio siglo, su impacto puede durar toda la vida. De hecho, para muchos individuos, las experiencias de los años de adolescencia no sólo modelan y colorean lo que les sucederá, sino que en gran medida lo determina. Para estos individuos, los mundos internos de conflicto e imaginación están fuertemente adheridos a las constelaciones psicológicas de la adolescencia y, en un sentido muy real, no se han movido mucho, si es que se han movido algo, más allá de las mismas, es decir más allá de los conflictos, recuerdos, momentos críticos y resoluciones a las que llegaron durante esa fase vital.

Para no pocos individuos, estas soluciones son tan influyentes y perdurables que merecen no sólo un lugar más central en nuestra comprensión del desarrollo y sus vicisitudes, sino una designación, un término, propio. Por lo que vale, he llegado a pensar en estas soluciones duraderas a los conflictos adolescentes, con las que todos vivimos en mayor o menor medida, como neurosis adolescente.

Si bien a lo mejor no usan ese término concreto, numerosos autores (Blos, 1962; Feigelson, 1976; Ritvo, 1971; Spiegel, 1958) de las décadas de los 50 y los 70 enfatizan la importancia de la adolescencia como una entidad psicológica concreta que tuvo una influencia modeladora sobre la personalidad. De especial relevancia para el tema de este artículo, el impacto de la adolescencia en la personalidad adulta, son los artículos de Feigelson y Ritvo.

Reconstruyendo los conflictos adolescentes de una mujer joven en análisis, Feigelson (1976)  rastreó esos conflictos hasta su vida adulta y demostró su influencia en los síntomas y rasgos de carácter que la trajeron a tratamiento. Ritvo (1971) discutía los aspectos especiales del período final de la adolescencia y su impacto en la personalidad adulta. Enfatizó la importancia, en la adolescencia tardía, de remodelar el ideal del yo para sintonizarlo con las capacidades de la persona. Mostró que el fracaso en esta tarea –no infrecuente en el mundo de hoy en día- contribuye a la persistencia en los adultos de un aspecto característico de la adolescencia: la incapacidad para hacer una evaluación certera de las propias fuerzas y limitaciones, con el consiguiente mantenimiento de objetivos y ambiciones poco realistas.

En gran medida debido al fundamental trabajo de Blos (1962), cuyos estudios abarcativos de la adolescencia iluminaron la fase evolutiva como no se había hecho hasta entonces, aumentó el interés entre los analistas de esa época en explorar la contribución de la adolescencia a la formación de síntomas y al desarrollo del carácter en pacientes adultos. Hoy, el interés en la adolescencia ocupa un segundo lugar ante el foco en el desarrollo de la infancia temprana y, concretamente, en las vicisitudes de la díada infante-madre. Sin embargo, numerosos autores (Brockman, 1984; Chused, 1992; Gilligan, 1982; Hauser y Smith, 1991; Hopkins, 1999; Kernberg, 1998; Kulish, 1998; Laufer, 1993; Novick, 1999; Pick, 1988; Rocah, 1984; Schmukler, 1999) han hecho valiosas contribuciones a varios aspectos del desarrollo en la adolescencia, así como al tratamiento de pacientes adolescentes. Excede el alcance de este artículo revisar esta literatura más reciente, pero deseo mencionar brevemente el trabajo de Kulish (1998) y Rocah (1984), quienes se hallan entre los pocos autores cuyas contribuciones se centran concretamente en la relación entre experiencias psicológicas en la adolescencia y ciertos rasgos de personalidad en adultos.

Kulis (1998) describe el impacto duradero de los primeros amores en las fantasías, expectativas, conflictos y elecciones de objeto de los adultos jóvenes. Demuestra de forma convincente lo influyentes que estas experiencias pueden ser y a cuántas facetas de la personalidad adulta afectan.

Rocah (1984) examina los problemas de fijación en las mujeres en el periodo final de la adolescencia, un fenómeno largamente arraigado en los  persistentes apegos edípicos negativos. Estos apegos bloquean un mayor desarrollo en las áreas de pensamiento, juicio y acción independientes, resultando en un fracaso al hacer la transición psicológica hacia la primera etapa adulta. Estas mujeres conservan la psicología de la etapa final de la adolescencia durante muchos de sus años de vida adulta.

Otro cambio que se ha producido en nuestro campo, quizá debido en parte al énfasis actual en la intersubjetividad, las puestas en acto y el momento aquí y ahora en el análisis, es la pérdida o eliminación de ciertos conceptos antiguos, que en años anteriores se consideraban básicos tanto para nuestras formulaciones teóricas como para la práctica clínica. Uno de estos es la noción de neurosis infantil. Si bien se trata de un término abstracto y, en ciertos aspectos, bastante difícil de manejar, la idea de la neurosis infantil tiene valor, puesto que pone de relieve no sólo los conflictos concretos experimentados por un niño determinado, sino también el enorme impacto que el modo en que el niño los resuelve –es decir, las formaciones de compromiso que forja mientras emerge del período edípico- tiene en el resto de su vida.

Creo que podemos decir prácticamente lo mismo sobre los conflictos en la adolescencia y los resultados –las soluciones individuales- que derivan de ellos. Estos pueden tener un impacto igualmente fuerte en la personalidad. De hecho, diría que, en no pocos individuos, el impacto del periodo adolescente –que abarca y vuelve a poner en funcionamiento estas primeras soluciones intrapsíquicas- en los conflictos y rasgos de carácter posteriores es tan grande o mayor que la más comúnmente reconocida neurosis infantil. Esto en parte puede explicarse por la unión en la adolescencia de fuerzas poderosas: el recrudecimiento de los impulsos de base biológica, el renacer de los conflictos edípicos incestuosos, las luchas en cuanto a la separación y la autonomía, la ampliación de la capacidad de la mente para conceptualizar y para emplear procesos de pensamiento abstracto y simbólico, y las nuevas experiencias –que a menudo implican la experimentación sexual- de la adolescencia como tal. Todas juntas, estas fuerzas crean una intensidad de la experiencia que, reelaborando y alterando las soluciones anteriores forjando nuevas formaciones de compromiso, tienen un profundo impacto en el desarrollo de la personalidad. Además, la agitación psicológica característica de los años adolescentes produce inevitablemente cambios significativos en el sentimiento del self, cambios que se convierten en parte permanentes de la representación de uno mismo.

Esto no significa que los conflictos de la infancia no sean cruciales para el desarrollo. Está claro que lo son. Ni significa que la solución del niño a estos conflictos no ejerza un efecto crítico en las experiencias de la adolescencia. Por el contrario, los conflictos y resoluciones concretas de la infancia forman un nido, mayor en unos individuos, menor en otros, para lo que acontecerá en el periodo posterior. Pero es incorrecto, creo yo, y en último lugar supone un límite para el trabajo con los pacientes, sostener que en la adolescencia simplemente se reactiva o se revive en una nueva forma la neurosis de la infancia. Algunas expresiones que hemos llegado a utilizar para caracterizar ciertos procesos de la adolescencia, tales como la segunda fase edípica o el segundo periodo de separación-individuación, pueden dar la impresión de que lo que vemos en la adolescencia es principalmente, si no exclusivamente, la renovación de lo viejo, es decir, el renacimiento de los conflictos nucleares de la infancia.

Aunque está claro que la neurosis adolescente se basa  –y debe hacerlo- en  elos conflictos y formaciones de compromiso de los periodos anteriores, también debe entenderse como una entidad separada, nueva y distinta, formada no sólo a partir de los rescoldos de las viejas luchas nuevamente resurgidas, sino también de las fuerzas únicas psicológicas y biológicas que entran en juego y que inundan la personalidad en este periodo concreto de la vida. Y es esta nueva entidad, diría yo, la que para muchos individuos ejerce una influencia duradera sobre el funcionamiento psíquico y el subsiguiente curso de la vida.

Cuando hablamos de los efectos de la adolescencia en un individuo determinado, sin embargo, es importante evaluar el rol que cada una de estas fases ha desempeñado en el cuadro clínico general. Con demasiada frecuencia, hablamos globalmente de la adolescencia y olvidamos la importancia de examinar sus componentes. En este aspecto del desarrollo como en otros muchos, la especificidad tiene una importancia crucial. El periodo concreto de la adolescencia en el cual se combinan experiencias psicológicas clave con fuerzas biológicas para crear escollos –puntos de detención, como si dijéramos- determinará, en gran medida, no sólo la forma de la neurosis adolescente, sino también contribuirá de un modo importante al desarrollo de aquellos síntomas y rasgos de carácter que se convertirán en partes estables de la personalidad.

En lo que queda de este trabajo, me gustaría focalizar en las diferentes fases de la adolescencia y, con ayuda de algunos ejemplos clínicos y literarios, discutir sus aspectos únicos y el impacto que pueden tener en la vida de nuestros pacientes y en la nuestra propia. Empecemos con la adolescencia temprana, que abarca aproximadamente de los once años y medio a los catorce, un tiempo con frecuencia olvidado de nuestras vidas y a menudo pasado por alto en el trabajo clínico.

Las tareas principales de la adolescencia temprana son encontrar soluciones adaptativas a dos importantes desarrollos: (1) los enormes y perturbadores cambios en el cuerpo, y (2) la necesidad de empezar el proceso de separación intrapsíquica de las imagos parentales de las que, hasta entonces, el individuo ha dependido para su sentimiento de seguridad y cohesión interna. Las dificultades para lograr estos objetivos a menudo dan lugar a puntos de detención y conflictos sin resolver. Estos puntos de escollo a su vez retardan o desvían el desarrollo posterior, de modo que esta cadena de acontecimientos produce en último lugar un efecto significativo en la personalidad adulta.

La adolescencia temprana es una época de grandes cambios corporales, de torpeza, de desproporciones, de una maduración sexual aterradora, de granos, y de nuevos sentimientos por explorar. Nada es estable. Nada es sólido. Todo fluctúa y cambia. Los sentimientos heterosexuales y homosexuales compiten entre sí, y los enamoramientos de miembros de ambos sexos no son poco frecuentes. Abundan las inseguridades sobre quien es uno mismo y quién llegará a ser. La malicia, la inconstancia  y las lealtades cambiantes son la norma. En el colegio, uno puede estar “dentro” un día y “fuera” al siguiente. Es una época de mucho crecimiento, pero también de mucha confusión. Los experimentos con drogas, alcohol y sexo son frecuentes, y los actos antisociales de uno u otro tipo –actos que más adelante pueden causar a los que los perpetraron estremecimientos de vergüenza- no son poco comunes.

Es comprensible que muchos de nosotros nos alegremos de dejar atrás estos años, olvidarlos y una vez pasado este período torpe y a menudo de prueba, pocos deseemos –o tengamos la voluntad de- mirar atrás. La satírica Phyllis McGinley (2000) ha captado la cualidad de tierra de nadie que constituye la esencia de gran parte de la adolescencia temprana en su poema “Retrato de Chica con Cómic”.

Trece no es una edad. Trece es nada

no es ingenio, ni polvo en la cara

ni sesiones de tarde los miércoles, ni ropa de señoritas

ni intelecto, ni gracia…

Trece son diarios y peces tropicales

(un mes como mucho), desprecia las cuerdas de saltar en primavera

no podría, si el destino lo concediera, nombrar su deseo

no quiere nada, lo quiere todo,

tiene secretos para sí mismo, amigos a los que desprecia,

no admite ante nadie el terror que siente

tiene medio centenar de máscaras pero no se disfraza

y camina sobre los talones.

Trece es anómalo; ni esto ni aquello

ni un brote cerrado, ni una ola que lame una playa…

No es una ciudad, como la infancia, fortificada

sino fácilmente rodeada; no es una ciudad.

Ni una vez abandonado puede ser recordado

ni siquiera con pena [p. 513]

En el análisis, es este periodo, más que la última fase de la adolescencia, el que a menudo recibe escasa atención. Incluso en el tratamiento de adultos jóvenes y adolescentes más mayores –individuos que no hace mucho que han abandonado las experiencias de la adolescencia- la recuperación de recuerdos de esta época puede resultar difícil. De hecho, no es poco frecuente que los jóvenes, incluso más que individuos más mayores, no deseen revisitar estas épocas. Están demasiado cercanos a la escena –demasiado cerca del dolor, la torpeza y la humillación de esos años- como para querer revivirlos en el recuerdo.

Si bien la represión de los recuerdos de la adolescencia temprana se mantiene con mayor o menor intensidad a lo largo de la vida, los efectos de este periodo en la formación del carácter y, especialmente en la representación de uno mismo, que frecuentemente está teñida de modos importantes por fantasías e imágenes del cuerpo desarrolladas en el periodo de la adolescencia temprana, son considerables. Con mayor frecuencia, sin embargo, esta influencia permanece fuera de la conciencia, oculta tras recuerdos de la etapa de la adolescencia final y la primera de la vida adulta. Esta influencia, que da lugar en ocasiones a una fijación y a una necesidad continuada de reelaborar los conflictos de la adolescencia temprana, es especialmente pronunciada cuando se han producido experiencias traumáticas, especialmente pérdidas; ofreceré algunos ejemplos para ilustrar los efectos de dicho trauma. Pero otros factores, también, incluyendo problemas en la maduración física y otras experiencias corporales clave, pueden tener un impacto indeleble y duradero en sistemas y rasgos de carácter posteriores.

Tal era el caso de la Sra. C, una antigua bailarina de cabaret que acudió a tratamiento en su mediana edad a causa de unos persistentes sentimientos de depresión y deficiencia. La Sra. C tiene una historia vital caótica, incluyendo haber estado en el mundo del espectáculo y sola y sola a los 15 años. Gran parte de su análisis se centró en comprender y elaborar el profundo impacto de sus experiencias adolescentes. (Diré más sobre las etapas media y final de su adolescencia más adelante).

En el análisis, la Sra. C hablaba abiertamente y con mucho sentimiento sobre este periodo, su vida desde los 15 a los 22 años cuando navegó por el mundo del espectáculo por varias ciudades del país. Sin embargo, durante un tiempo la adolescencia temprana de la Sra. C fue inalcanzable, oculta tras un muro de represión. Luego, de una fuente inesperada, surgieron pistas para este periodo temprano crucialmente importante. Cuando comenzó el análisis, la Sra. C aún no estaba en la menopausia, pero unos 18 meses más tarde, aparecieron los síntomas de la menopausia.  Con ellos vinieron no sólo sentimientos de ansiedad y malestar, sino también asociaciones con aquel tiempo de la pubertad en el que la Sra. C tuvo la menarquia. Inconscientemente, menarquia y menopausia estaban vinculadas mediante un tren de asociaciones relativas a las sensaciones corporales que dio lugar a afectos concretos que una y otra compartían. La vergüenza, el miedo y la culpa eran tal vez los más prominentes. La irregularidad de sus periodos y la incertidumbre sobre su aparición con la que la Sra. C tenía que vérselas ahora de mayor la puso en contacto con una fase de su vida que, a pesar de la enorme importancia en su desarrollo psicológico, no había surgido en los recuerdos iniciales de la adolescencia.

Cuando era adolescente, mi paciente tardó mucho en tener su primer periodo. No lo tuvo hasta los 15 años, y cuando lo tuvo fue escaso e irregular. Aunque de apariencia atractiva, de aspecto mayor que lo que correspondía a su edad, y desarrollada sexualmente en otros sentidos, se sentía como un bicho raro. Le preocupaba que algo en ella estuviera realmente mal y que tuviera algo dañado, pero rechazó ver a un médico y corrió el riesgo de que sus peores temores se confirmaran

Cuando era una joven adolescente, la Sra. C tuvo varias experiencias sexuales con chicos mayores y le preocupaba que eso le hubiera ocasionado no menstruar. También había tenido enamoramientos con varias artistas femeninas mayores que ella y, aun conservando un cierto aspecto de chico en su primera adolescencia, le preocupaba el poder ser gay. El no poder tener el periodo cuando todas sus amigas habían tenido el suyo mucho antes se convirtió en su mente en una prueba de que no era una mujer normal, sino que tenía una naturaleza secretamente masculina.

Como mujer en la menopausia, la Sra. C se sintió insegura otra vez en cuanto a su apariencia. Con la pérdida del periodo, se sintió vieja, poco atractiva y no muy femenina. Estaba preocupada por los cambios en la piel, el pelo y las uñas, y le preocupaba que con el fin de su menstruación se secara. Se imaginaba como la Mami Yokum de Li’l Abner o como las brujas con cara de pasa de innumerables cuentos de hadas.

Claramente asociadas con los cambios fisiológicos que estaban teniendo lugar, estas fantasías eran sin embargo nuevas ediciones de viejos miedos. Cuando subían a la superficie, traían con ellas recuerdos de la primera adolescencia cuando, aún sin el periodo, la Sra. C se había sentido seca, fea y poco atractiva. Su sentimiento de sí misma como dañada se había incrementado por el hecho de que, cuando era una joven adolescente, sentía fuertes impulsos sexuales y buscó alivio en la masturbación. Esta actividad le produjo problemáticos sentimientos de culpa y vergüenza, así como la idea de que la aspereza de su piel y el acné que la atormentaba eran consecuencias de un hábito que consideraba asqueroso.

Las experiencias de la Sra. C con la masturbación del principio de la adolescencia también eran importantes a causa de las fantasías bisexuales que solían acompañarlas. Esto la preocupaba mucho y aumentaba sus temores de homosexualidad. El material relativo a la masturbación, que no había sido accesible hasta ahora en el análisis, se convirtió también como consecuencia de los cambios en los sentimientos sexuales que la Sra. C experimentó durante la menopausia. Preocupada por un incremento de la libido, luchaba de nuevo contra la tentación de masturbarse, y este conflicto abrió vías a los recuerdos de un periodo de su vida en el que tales luchas eran un tormento diario.

Como sabemos, las fantasías sobre la masturbación y las luchas relativas a ella a menudo desempeñan un papel central en los síntomas y rasgos de carácter de un individuo. Con mucha frecuencia, cuando la forma adolescente de dichas fantasías y conflictos puede ser recuperada, se relacionan con la adolescencia media o tardía. Las experiencias masturbatorias de la primera adolescencia, aunque de difícil acceso, son sin embargo de gran importancia puesto que, al suceder a una tierna edad en que las defensas tienden a ser más rígidas y menos adaptables que más adelante, a menudo tienen un fuerte impacto –y perdurablemente negativo- en el joven en desarrollo. No es del todo inusual en los pacientes adultos hallar que sus sentimientos de culpa tan duraderos, así como sus percepciones de sí mismos como sucios y defectuosos, se han originado en los problemáticos conflictos sexuales de la adolescencia temprana.

Lo mismo puede decirse de las fantasías de embarazo y los conflictos sobre el mismo que surgen con frecuencia en chicas en los años de la adolescencia temprana. Esto sucedió en el caso de la Sra. C. que se hizo sexualmente activa antes de la menarquia y, suponiendo que no podía quedarse embarazada, no usaba métodos anticonceptivos. Sin embargo, nunca pudo estar segura de si el retraso en su periodo significaba una verdadera infertilidad o si el problema provenía de otra fuente. Como resultado, estaba constantemente preocupada por la posibilidad de quedarse embarazada. Incluso cuando comenzó a menstruar, la irregularidad de sus períodos y su aparición impredecible hacían imposible saber cuándo podría tener lugar la concepción. Cuando de hecho no se quedó embarazada, la Sra. C se convenció de que no podía concebir –una idea que, junto con otras opiniones negativas sobre sí misma que desarrolló en la adolescencia temprana, contribuyó a su creencia, sostenida también en la etapa adulta, de que era una persona dañada y defectuosa

Otra paciente con la que trabajé hace algunos años ilustra tanto la influencia continuada de las autorrepresentaciones negativas que emergen en la adolescencia temprana como la tendencia de paciente y analista a entrar en una colusión cuyo propósito inconsciente  es evitar los recuerdos no bienvenidos de esta época problemática. La Sra. G, una mujer de 30 años que acudió a tratamiento debido a sentimientos crónicos de depresión, de baja intensidad, era una mujer bastante atractiva. Sin embargo, cuando era una joven adolescente, la Sra. G era baja, obesa, físicamente torpe y plagada de un pertinaz acné. La imagen de sí misma como una joven de aspecto repulsivo se quedó grabada en su memoria y durante muchos meses en el tratamiento, no pudo hablar de experiencias de su juventud que fueron poco menos que traumáticas.

“Esos años me marcaron de por vida”, dijo la Sra. G en un momento dado, refiriéndose al enorme  impacto de su adolescencia temprana sobre ella. Lentamente, sin embargo comenzó a entrar en contacto con la repugnancia que sentía por su cuerpo con sobrepeso, como odiaba ser baja y cómo su talla y su peso –y su extrema sensibilidad a su apariencia- contribuyeron a que se  burlaran de ella y fuera excluida de la camarilla elitista de chicas por cuya aceptación se moría.

Sintiéndose fea, rechazada y como un paria en el pequeño colegio al que iba, la Sra. G se despreciaba a sí misma y consideraba su situación como desesperada. Los sentimientos de depresión que tenía en esos años la aterrorizaban y en parte era debido al temor de que volviera la horrorosa depresión por lo que ella evitaba revisitar los años de la adolescencia temprana. También quedó claro que la imagen de sí misma que despreciaba y que la acompañó en su adolescencia funcionaba como un castigo necesario para los impulsos sexuales aterrorizantes e inaceptables que emergieron en esa época, sentimientos que con no poca frecuencia eran dirigidos a profesores masculinos mayores y orientadores.

Una respuesta del superyó a este tipo de impulsos sexuales y fantasías agresivas de la adolescencia temprana no es extraña en absoluto. Para combatir y dominar tales impulsos y para obtener el castigo necesario para ellos, el superyó de la persona joven a menudo adopta una cualidad cada vez más rígida e inflexible. El aumento en la anorexia, la automutilación y la conducta suicida que tiene lugar en los años de adolescencia temprana avala la fuerza con la que la conciencia punitiva opera frecuentemente en este periodo de la vida y, contrariamente a la teoría clásica, sugiere que el carácter del superyó no está finalmente modelado por los acontecimientos edípicos, sino que se ve afectado significativamente por las experiencias psicológicas de la adolescencia, concretamente en sus fases tempranas. Como sucedió en el caso de la Sra. G, no es infrecuente que la cualidad del superyó que se desarrolla en la adolescencia temprana se convierta en un aspecto permanente de la personalidad, dando forma e imprimiendo su sello al carácter de un individuo.

La reconstrucción del modo en que, cuando era una joven adolescente, la Sra. G había reaccionado ante su sexualidad en ciernes se probó importante en su tratamiento. Criada en un hogar religioso, la respuesta salvajemente crítica de la Sra. G a los fuertes sentimientos sexuales que la asaltaron cuando era una joven adolescente dio lugar a síntomas depresivos, sentimientos de odio hacia sí misma y reiterados esfuerzos por provocar crítica y castigo por parte de los otros. Para hacer cualquier cambio en esas actitudes y creencias ahora internalizadas, era necesario que la Sra. G reabriera la dolorosa época de la adolescencia temprana y entrara en contacto no sólo con muchos de los conflictos y fantasías de ese periodo, sino también y especialmente con su respuesta intensamente punitiva a la nueva y atemorizante excitación sexual que sentía en esa época.

El papel que desempeña la adolescencia temprana del propio analista en su capacidad –y voluntad- para acceder y trabajar productivamente con este periodo de la vida de sus pacientes es un aspecto de la contratransferencia que se ha discutido poco. Este escotoma, creo, refleja la tendencia de los analistas, así como la de sus pacientes, a enterrar los recuerdos de aquellos años y no tratarlos. Para muchos analistas, el deseo de cerrar el libro de ese periodo torpe y doloroso los lleva a coludir con las resistencias de sus pacientes y a evitar la exploración adecuada de los años de la adolescencia temprana.

Puede suceder, también, que los recuerdos concretos de experiencias infelices de la adolescencia temprana del analista puedan bloquear la comprensión de experiencias similares en la vida del paciente. Tal era el caso en mi trabajo con la Sra. G.

En un momento del transcurso de su análisis, me sentí distraído y tuve dificultad para escuchar todo lo que estaba diciendo. Este problema se desarrolló, creo, a causa de una conexión que hice –inicialmente inconsciente- entre ciertos acontecimientos que ella estaba describiendo y una decepcionante –y dolorosa- experiencia de mi juventud: mi Bar Mitzvah.

En una sesión, la Sra. G estaba hablando sobre la dificultad de crecer en una familia ortodoxa, y especialmente sobre las dudas y conflictos que tenía en el momento de su Bas Mitzvah. Según ella describía las luchas internas que experimentaba entonces, me di cuenta de que estaba intranquilo. Mi mente daba vueltas, comencé a meditar sobre los acontecimientos del día, y me perdí algo de lo que la Sra. G estaba diciendo. A pesar de no tener una explicación inmediata para ese lapso, sin embargo, me lo saqué de la cabeza y me esforcé por volver a la tarea de escuchar a mi paciente.

Luego, caminando hacia mi coche por la tarde, pasé junto a una vieja sinagoga acurrucada entre dos enormes edificios de apartamentos. Estaba como a mitad de la manzana cuando de repente, espontáneamente, emergió un recuerdo. Son las 10.30 de la mañana del sábado de mi Bar Mitzvah. Un puñado de miembros de la familia están reunidos en un polvoriento loft en una segunda planta en el sector textil y de confección de Nueva York que sirve como schul [N de T: escuela] para los trabajadores de la zona. Puesto que el rabino es amigo de mi familia y no pertenecemos a ninguna sinagoga, este improbable lugar ha sido elegido como sitio para mi Bar Mitzvah.

La ceremonia, que iba a empezar a las 10.00, no puede comenzar porque no hay presentes suficientes hombres como para constituir un minyan, los diez hombres que se necesitan para oficiar un servicio. Desesperado, mi padre y mi tío bajaron a la calle, acosando a cualquier varón que pasara con apariencia judía, y, prometiéndole vino y tarta tras la ceremonia, intentando convencerlo para que subiera las escaleras y asistiese a la ceremonia. Doloroso y avergonzante, este es un recuerdo en el que no había pensado durante más de medio siglo. En mi mente, permanecía como una especie de metáfora de mucho de lo que transpiraba en mi familia por aquellos años; operando siempre medio paso por delante de sus acreedores, mi padre había estado peligrosamente cerca de caer en sus garras. En continua escasez, el dinero era un problema omnipresente en mi familia, una situación que mi imaginativo padre buscó remediar presentando a mi madre generosos cheques para los gastos de la casa que de algún modo nunca llegó a firmar. Aterrada, y con un infinito talento para transmitir sus temores de desastre inminente, mi madre me había convencido de que estábamos a unos días, si no a unas horas, de perder nuestro apartamento y, como refugiados destrozados por la guerra de Europa, ser expulsados a la calle.

Deprimido por este estado de las cosas, mi padre pasó muchas horas en la cama y prácticamente desapareció para mí como figura parental. Mostraba muy poco interés en cuestiones triviales como la preparación de un Bar Mitzvah, y pagaba de mala gana los pocos dólares que se le requerían semanalmente para pagar al estudiante de rabino anoréxico que las noches de los martes iba a casa de manera reticente –yo no era un estudiante de hebreo prometedor- para prepararme para mi porción de Torah.

Para un niño de 13 años, esta pobreza no mitigada se simbolizaba por el hecho de que, al contrario que los Bar Mitzvah de mis pares, que se celebraban en sinagogas importantes, de la corriente principal, la mía tuvo lugar en un centro de confección con escalera, una schul de conveniencia usada casi exclusivamente para que los trabajadores de la zona dijeran kaddish por los familiares que habían partido. Con el negocio cerrado los fines de semana, este polvoriento espacio recordaba un sepulcro más que una sinagoga, y yo estaba mortificado, no sólo por que mis amigos hubieran tenido que venir a un lugar con todo el encanto de una fábrica que explotaba a los obreros renovada, sino también porque se tuvieran que sentar durante una hora en bancos de madera que destrozaban la espalda mientras esperábamos que se constituyera un minyan mediante la ayuda de transeúntes simpáticos y hambrientos.

Me di cuenta que fue mi esfuerzo por mantener a cubierto los recuerdos dolorosos de ese periodo lo que me había hecho intentar distanciarme de la explicación de la Sra. G sobre su desdichada experiencia de Bas Mitzvah. Dichas experiencias de juventud –olvidadas durante mucho tiempo- son las que pueden actuar como barreras inconscientes para permitirnos captar plenamente el dolor y la angustia que sienten muchos de nuestros pacientes en sus años de adolescencia temprana.

No todo es dolor en la adolescencia temprana; no pretendo decir eso. Muchos jóvenes manejan los cambios corporales y hormonales, así como los inevitables conflictos psicológicos de la adolescencia temprana, sin ninguna dificultad. Y pueden tener muchas experiencias memorables y alegres, incluyendo ritos de pasaje, tales como Bas y Bar Mitzvahs o sus equivalentes en otras religiones y culturas. En circunstancias favorables, dichas experiencias ayudan a construir aquellas representaciones positivas de uno mismo que sirven como recursos personales de valor incalculable cuando los jóvenes afronten los desafíos que les plantee la adolescencia posterior –y la vida posterior.

Como he intentado ilustrar, sin embargo, no es infrecuente que la adolescencia temprana deje marcas indelebles, y esto es especialmente cierto cuando el trauma, especialmente el de la pérdida repentina, se produce en esta época. En parte porque el joven adolescente no ha desarrollado todavía una capacidad sustancial para el pensamiento abstracto, metafórico, y la flexibilidad y la gama de operaciones defensivas que el adolescente mayor y el adulto tienen, las heridas que se produzcan en esta época puede ser muy profundas, dando lugar con frecuencia a reiterados –a veces incesantes- esfuerzos por manejar y dominar estas experiencias profundamente perturbadoras. El trabajo de numerosos autores y artistas refleja este esfuerzo a lo largo de toda la vida. Hablaré brevemente sobre dos de estos autores.

Mark Twain fue tal vez el más destacado registrador de experiencias de la adolescencia temprana y uno de los mayores humoristas del mundo. Cuando uno mira bajo la superficie de humor, sin embargo, encuentra un aspecto oscuro, casi mórbido, de su ficción: una preocupación continuada –casi podría decirse que obsesiva- por la violencia y la muerte. Esto es especialmente cierto en Las aventuras de Huckelberry Finn (1884), tal vez la mayor novela de Twain. Aquí, del principio al fin, la muerte inunda tanto los personales como al lector. Huck finge estar muerto; él y Jim descubren un cadáver; Huck oye por casualidad a dos personales desagradables que amenazan con matar a su compañero; Huck recuerda un juego que jugaba con Tom Sawyer en el cual eran ladrones que debían matar a sus víctimas, etc. La muerte está por todas partes. Incluso en Las Aventuras de Tom Sawyer (1876(, una novela mucho más ligera, existe una cara oscura en torno a la figura amenazante de Injun (Indio, N de T) Joe y su misteriosa muerte.

¿Por qué tenía Twain esta preocupación por la muerte y, en realidad, por la adolescencia temprana? (Si bien Huck es mayor cuando la novela comienza –catorce o quince años- su habla, actitudes e intereses tienen más que ver con los de un chico en la última fase de latencia / adolescencia temprana). Creo que esto era así porque, como describiré, el autor buscaba escapar del dolor que había sentido en la adolescencia y en la primera etapa adulta volviendo en su recuerdo, y elaborando en la imaginación, las épocas mejores que había vivido en sus años de latencia, incluyendo muchas aventuras excitantes.

Samuel Clemens (nombre real de Twain) era el tercer hijo en su familia. Tenía un hermano y una hermana 9 y 10 años mayores que él, y otro hermano dos años mayor que él. Cuando tenía cuatro años, la amada hermana de Sam murió de una enfermedad repentina, un suceso que no sólo sumió a la familia en un estado de dolor, sino que también afianzó el escenario para la continua preocupación de Sam por la muerte. Luego, cinco años después, su hermano dos años mayor, Ben, murió de una enfermedad aguda y de nuevo el dolor abrumó a la familia. Ben era el héroe de su hermano mayor y el principal bromista que había guiado a Sam y sus amigos en muchas travesuras divertidas. Su lugar, psicológicamente, fue ocupado por un vecino travieso y atrevido que, junto con Ben, se convirtió en el modelo de Tom Sawyer.

Luego sobrevino otra pérdida que le afectó profundamente, una que organizó e intensificó las experiencias tempranas y sirvió como un punto de detención que influyó profundamente la psicología de Sam para el resto de su vida. Su padre contrajo una neumonía y murió en una semana. Esto creó en Sam una enorme culpa –yo diría que para el resto de su vida- así como una necesidad de autocastigo que se reflejaba tanto en su ficción como en su vida.

El padre de Sam era un individuo serio, bastante severo, que se enorgullecía de sus responsabilidades y su deber público, pero que era incapaz de ganarse la vida por sí mismo. Era también adicto a un preparado para la tos que contenía un narcótico. Al padre de Sam le parecía difícil soportar las presiones de la vida familiar y se ausentaba de la familia, a menudo durante periodos de tiempo muy prolongados. Sam se sentía profundamente abandonado por su padre y llegó a sentir disgusto y antipatía por su padre. También, sin embargo, sentía pena por él: una mezcla de sentimientos que se ilustran en la actitud de Huck Finn hacia su padre alcohólico, un hombre al que teme y desprecia y por cuyo amor, sin embargo, se muere y cuya situación apremiante lo entristece profundamente. Cuando su padre murió, los sentimientos ambivalentes de Sam, así como su adoctrinamiento religioso, lo llevaron a sentir una culpa atormentadora, como he mencionado, y a involucrarse en una conducta negativa.

Mientras que Sam, al igual que su hermano Ben, había sido durante mucho tiempo un rebelde, un truhán y un travieso empedernido, ahora sus gamberradas dieron un giro más ominoso, revelando una agresión creciente y una conducta potencialmente autodañina. En una ocasión, hizo rodar una enorme roca desde lo alto de una colina, haciendo que chocara contra una tienda del pie de la colina y la destrozara y quedando a un pelo de dañar a varias personas. Otra vez, él y un amigo caminaron sobre la fina capa de hielo de un río. El hielo se rompió y el amigo se sumergió en las aguas heladas. Sam estuvo muy cerca de correr la misma suerte.

Reiteradamente, los pensamientos del chico volvían a escenas de pérdida, violencia y muerte, y tenía muchos  problemas para avanzar emocionalmente más allá de la adolescencia temprana. Gradualmente, sin embargo, con ayuda del hermano que le quedaba y empleadores que actuaban como tutores, pareció emerger de este estado y comenzar a vivir como un joven adulto.

Entonces, una vez más, se produjo el desastre. El hermano mayor de Sam, el único que le estaba dando apoyo emocional y financiero, murió repentinamente en un extraño accidente en un barco de vapor, cuando Sam estaba siguiendo su ejemplo para aprender a ser piloto de nave fluvial. Esta desgracia inesperada hizo retroceder psicológicamente a Sam y, una vez más, volvió a preocuparse por la pérdida y la muerte. Bajo la amenaza de caer en la depresión, la mente de Sam se dirigió protectoramente hacia los días felices, a las experiencias seguras de sus años de latencia y adolescencia temprana, las épocas de excitación y aventura en las que uno podía imaginar escenarios que implicasen la muerte y el tumulto sin tener que vivir realmente la muerte.

El foco de Sam en los años aventureros y benignamente peligrosos de su infancia, lo condujo finalmente a escribir Tom Sawyer y Huckelberry Finn, dos clásicos de la literatura americana, así como numerosas historias que exaltan, recuerdan y exageran los años dorados de su propia vida temprana. En otras palabras, gracias a su singular talento, incluyendo un don para la ironía y el humor, Samuel Clemens fue capaz de seleccionar, eliminar y transmutar creativamente su cupo de recuerdos, tanto los felices como los insoportablemente tristes, en los retratos más astutos, más psicológicamente certeros e ingeniosos de la adolescencia temprana en la literatura americana. Pero su obra es más aún. Al igual que en la gran ficción, llega hondo y toca nuestras angustias más profundas, más existenciales, insistiendo bajo su superficie alegre en que confrontemos el hecho ineludible de nuestra propia mortalidad.

Uno podría hablar de numerosos autores cuya vida y obra reverberan con experiencias cruciales de la adolescencia temprana. Me viene a la mente Virginia Wolf, cuya vida y muerte estuvieron modeladas por la muerte de su madre cuando ella tenía doce años, pero querría discutir aquí otro autor, J.D. Salinger, quien se ha convertido casi en una figura mítica. No hablaré de la vida de Salinger –casi no se sabe nada de este hombre que ahora vive como ermitaño- sino de su personaje más famoso, Holden Caulfield, cuya historia debe reflejar algo de las preocupaciones del autor, si no sus experiencias reales.

El guardián entre el centeno (1951) se ha considerado un libro sobre la fase final de la adolescencia –Holden tiene 17 años cuando comienza el libro- pero uno ve rápidamente que su lenguaje, su pensamiento y sus intereses son los de un chico mucho más joven, un chico de unos 13 o 14 años. Al igual que el de Twain, el estilo de Salinger está en contacto con el conjunto mental de su protagonista. A causa de un trauma, Holden ha regresado a la psicología de un adolescente más joven.

La naturaleza de este trauma queda clara según avanza la historia. Cuando tenía 13 años, el amado hermano mayor de Holden murió de leucemia. Después de eso, Holden se vino abajo. No podía concentrarse en sus estudios, no hacía las tareas en casa, se perdía en su propia imaginación y como resultado fue expulsado de varios colegios.

Al contrario que sus amigos, Holden rehuía las citas, el romance o cualquier experimentación con chicas y era infantil en su evitación fóbica de la sexualidad, las palabrotas y la conducta agresiva. Todo esto está encapsulado en su odio de la “palabra F”, una palabra que abarca el sexo y la agresión, que Holden ve garabateada por todas partes en paredes y edificios.

Holden es un purista. Odia a la gente que no es directa y sincera, que dice una cosa y hace otra.  Condena, como debería, la hipocresía de cualquier tipo, pero también es obvio que, como joven adolescente, ha tenido épocas difíciles de enfrentarse a la ambivalencia, la complejidad y las contradicciones. Le disgusta el mundo adulto –le da miedo- y no es de extrañar que su persona favorita, la persona a la que idealiza, es una niña, su hermana Phoebe.

En otras palabras lo que tenemos en Holden y posiblemente, al menos en la imaginación, en el propio Salinger, es un personaje que ha sufrido un golpe tremendo en la adolescencia temprana y que, esencialmente no ha sido capaz de trascender este periodo evolutivo.  En lugar de avanzar y experimentar con su vida como hacen sus amigos, Holden permanece oculto y protegido tras muros de miedo y culpa: miedo de crecer, de avanzar, de convertirse en adulto y, en último lugar, miedo a la enfermedad y la muerte; culpa por su agresión y rivalidades, su ambición, sus deseos sexuales y, no menos, culpa por haber sobrevivido a su hermano muerto.

El atractivo de Holden está en su frescura, su ingenuidad, su claridad y su pureza. Ve el mundo a través de los ojos de un joven adolescente casi infantil. Aquí Salinger, el autor, emplea una variación de un instrumento literario: el tonto como observador, es decir, es el tonto, el bufón, el paleto o, en algunos casos, el niño aparentemente ingenuo, el que realmente ve, el  que tiene visión y el que dice verdades fundamentales.

Mientras que pocos tienen esta capacidad, muchos individuos conservan una cualidad adolescente que puede a veces ser muy atractiva. A menudo, sin embargo, como Holden, son individuos que, como resultado de la pérdida u otro trauma, tienen un miedo inconsciente a hacerse adultos. Siguen siendo adolescentes con todo el encanto y todas las ansiedades ocultas acerca de la cara más oscura de la vida que caracteriza a esos años tumultuosos.

Déjenme fijarme ahora brevemente en el periodo de la adolescencia media y la adolescencia tardía. Cada una de estas fases es importante evolutivamente, y cada una tiene sus propios puntos de fricción.

La adolescencia media, aproximadamente entre los 14 y los 16 años, es también una época fácilmente obviada por los pacientes y los analistas. Evolutivamente, sin embargo, es una fase muy importante. Actúa como puerta para la adolescencia tardía y se caracteriza a menudo por experiencias intensas, profundamente emocionales. La tarea más importante de la adolescencia media, en otras palabras, es hacer la transición, comenzada en la adolescencia temprana, de casa, con todos sus significados psicológicos, al mundo exterior. Como tal, es por excelencia una época para probar las alas. Mediante la experimentación en estos años, los lazos con las imagos parentales, ya flojos, se terminan de aflojar para ayudar al adolescente a formar relaciones de pares más profundas y complejas, y, en último lugar, a prepararse para asumir mayores responsabilidades, para sentir una capacidad agente personal mayor y para entrar más plenamente en el mundo del amor romántico y sexual.

La adolescencia media también hace otra cosa. En situaciones favorables, fortalece la identificación con la figura parental del mismo sexo y, así, actúa reforzando y solidificando las identificaciones del periodo edípico previo. Así, también ayuda a preparar y fortificar el yo del adolescente para los conflictos de tipo edípico de la segunda etapa –y para el tumulto que a menudo se relaciona con ellos- que forman parte de la fase evolutiva de la adolescencia tardía.

Pero cuando las cosas se tuercen, ciertas experiencias psicológicas –y éstas pueden incluir experiencias intensas, excitantes y a menudo emocionalmente abrumadoras así como otras que impliquen pérdida y dolor- pueden actuar como puntos de fijación. Esto es lo que pasaba con la Sra. C, la personalidad del mundo del espectáculo a la que describí antes. Los años de la adolescencia media de la Sra. C estaban llenos de tumulto, confusión y relaciones hirientes. Reiteradamente, se relacionó sexualmente con hombres vagos que le prometían el mundo y no le daban nada más que decepción. También fue utilizada profesionalmente por astutos propietarios de night clubs con mucha labia que se aprovecharon de su juventud e inexperiencia para explotarla. Sus amistades eran provisionales y a menudo terminaban con un sentimiento de traición. También contrajo una enfermedad venérea que en aquel momento se convirtió en una fuente de miedo y vergüenza para toda la vida.

El resultado de todo esto fue que la Sra. C no pudo avanzar hacia nada parecido a una fase vital normal de adolescencia final o principio de la vida adulta. No pudo enamorarse, vivir relaciones duraderas ni confiar realmente en nadie. Hubo pocas personas a las que pudiera llamar amigos, y durante muchos años permaneció aislada y profundamente sola.

Por supuesto, muchas de las experiencias de la infancia temprana de la Sra. C  montaron el escenario para lo que se desarrolló más adelante, pero según trabajaba con ella, me llegué a convencer de que tanto su adolescencia temprana como la adolescencia media –incluyendo la menstruación retardada, las profundas angustias corporales, una representación del self gravemente dañada, y experiencias reales de abuso- impusieron un sello en su desarrollo, haciendo imposible su posterior crecimiento y expansión. Estos años crucialmente importantes, en otras palabras, detuvieron su crecimiento emocional de modo que, en esencia, no podía vivir una adolescencia final normal, una fase del desarrollo de importancia crucial.

Mientras que las experiencias de la Sra. C eran inusuales en su intensidad así como el dolor y el sufrimiento que inducían, no es infrecuente que tengan lugar grados variados de perturbación en la adolescencia media. Si implican un trauma considerable, estas experiencias pueden haber tenido efectos muy pronunciados sobre la personalidad en desarrollo. Debemos recordar que la adolescencia media es una época emocionalmente más frágil de lo que uno pudiera suponerse. El joven de esa edad en parte ya no es un niño, que pueda refugiarse en el seno del hogar, como puede hacer el de 13 años, ni es una persona independiente con vistas en el futuro, como lo son mucho de los de 18 a 20 años. Como resultado, el adolescente medio es bastante vulnerable a las experiencias emocionales intensas fuera de lo normal. Estas, por supuesto, pueden implicar la agresión negativa o incluso la violencia traumática, como puede suceder en ciertas familias disfuncionales o en situaciones de guerra u otras calamidades. Pero con bastante frecuencia el trauma psicológico pertenece a enredos sexuales para los que el joven está poco preparado.

Esta situación está vívidamente descrita en la novela alemana “El lector” (Schlink, 1999), que tiene un profundo efecto en muchos de quienes la leen. Esta novela describe la obsesión durante toda una vida, nacida de la culpa, el recuerdo y el deseo, de un hombre que, cuando tenía 15 años, inició un romance, del que luego tuvo que huir, con una mujer que le doblaba la edad. Esta experiencia lo dejó, años más tarde, todavía emocionalmente vinculado a ella, una mujer que despertó en él –de modo que ningún niño edípico pueda posiblemente conocer- toda la pasión, el anhelo, la dependencia y la culpa y que un adolescente joven normalmente siente cuando se relaciona con una chica mayor que él o una mujer, quien, en su inconsciente, está estrechamente vinculada con la imago de la madre que siempre va con él. Al contrario que sucede con el niño de cuatro o cinco años que está enamorado y es posesivo con la madre que lo alimenta y lo cuida, el chico adolescente hormonalmente revolucionado puede sentirse sexualmente atraído por su madre, o por sustitutas de ella, de un modo que en su cruda intensidad es totalmente nuevo y –puesto que el acto incestuoso es ahora posible- enormemente atemorizante. Los profundos sentimientos de culpa, también, que están inevitablemente implicados pueden infiltrar muchos aspectos de la personalidad y contribuir a una vida de conducta autopunitiva.

Como sucedía en la novela, dichas relaciones, que a menudo terminan de un modo abrupto, duro y dramático, pueden obsesionar al joven durante los años siguientes.  Las experiencias de este tipo, así como las que implican la agresión perjudicial, pueden abrumar la capacidad del adolescente para procesarlas y manejarlas. Como resultado, este tipo de trauma psicológico tiene una influencia perdurable en un joven vulnerable, dando lugar a detenciones, constricciones o retrasos en uno u otro aspecto del crecimiento emocional, y haciendo difícil avanzar para vivir la adolescencia final de un modo pleno y rico.

La cuestión final que deseo discutir se refiere al periodo de la adolescencia final, una época de la vida crucialmente importante. Como he apuntado, en esta etapa se dan muchos factores, incluyendo la ampliación de las capacidades cognitivas, la mayor libertad respecto de las imágenes parentales, la separación física real del hogar, la disponibilidad para vivir relaciones emocionales más profundas, el sentimiento sexual incrementado, una mayor exposición al mundo, y nuevas experiencias de aprendizaje.

Algunas de estas experiencias son tan intensas –no es infrecuente que se trate de una primera vez y tengan que ver con intensos sentimientos románticos y sexuales (Kulish, 1998), logros intelectuales o atléticos, u otros momentos de gloria –que quedan en la memoria como un punto álgido, si no el punto álgido, de la vida de un individuo. Según pasa el tiempo, tales experiencias pueden adquirir casi una cualidad mítica y convertirse en la Edad Dorada de una persona, una época en que los sentimientos de fuerza, poder y atractivo, así como los logros propios, alcanzan niveles nunca igualados.

En una historia breve titulada “La carrera de ochenta yardas” (Shaw, 1978), el autor captaba el importante impacto que ciertas experiencias de la adolescencia final pueden tener sobre ciertos individuos, y cómo la idealización de ese periodo puede desarrollarse como respuesta, y como compensación, a un sentimiento disminuido del self que acompaña con no poca frecuencia a las decepciones y frustraciones experimentadas en la vida posterior. La historia trata de un vendedor cuyo trabajo lo lleva de vuelta a la ciudad en la que creció. Con unas horas para llenar la tarde, camina hacia su antiguo instituto y hacia el campo de fútbol, escenario de sus mayores triunfos como centrocampista estrella en un equipo campeón del estado. Según está de pie en el campo, los recuerdos empiezan a fluir –recuerdos de aquellos días embriagadores que contrastan claramente con la visión de su vida actual como monótona, prosaica y poco inspirada. Luego, repentina y espontáneamente, comienza a corretear, coge velocidad, recorta bruscamente para evitar los placajes, se dirige a las líneas laterales y corre hacia la zona final, repitiendo la mayor proeza de su carrera: una carrera de 80 yardas, que batió records, para un touchdown.

Aunque hacía muchos años que no la leía, de repente recordé esta historia –y una paralela mía propia- durante mi trabajo con el Sr. L, un hombre más o menos de mi edad que en la mitad de su vida estaba atravesando una crisis de autoconfianza. En parte, este síntoma se vio precipitado por el paso a la adolescencia del hijo menor del Sr. L, un cambio que estimuló en el paciente no sólo una aguda conciencia del paso del tiempo y la desesperación ante lo que él percibía como una falta de éxito, sino también el resurgimiento de recuerdos de sus primeros años de adolescencia en que los sentimientos de inadecuación y fracaso habían desempeñado un importante papel.

Según escuchaba al Sr. L, sus recuerdos provocaron otros resonantes en mí, y, como él, entré en contacto con ciertos recuerdos conflictivos. Imágenes de mí mismo como joven adolescente, con bastante falta de confianza y algo más que un poco de fastidio,  aparecieron como fantasmas no invitados. También recordé mi ambición de ser un atleta -estrella, un gran receptor con las manos mágicas de mi ídolo, Don Huston, el extremo intachable de los Green Bay Packers, cuyas acrobáticas paradas se repetían cada noche en mis sueños.

Tras una sesión con mi paciente durante la cual, con mucha tristeza, comparó los éxitos que había tenido en el ejército con su mediocre registro en la vida civil, me vi recordando la historia de Irwin Shaw. Esa noche la leí, y, según lo hacía, me vino a la mente el recuerdo de un momento especial de mi vida.

Este recuerdo se refería a mis días como extremo suplente en el equipo de fútbol del instituto. Como simple reserva, la mayoría del tiempo estaba relegado a ver la acción desde el banquillo, entrando en el partido –generalmente cuando estaba perdido sin remedio- sólo durante tres o cuatro juegos como mucho. Pero un día, el extremo titular se lesionó y, desesperado por tener jugadores, el entrenador me hizo salir. Ignorado por la defensa del otro equipo por no considerarme en absoluto peligroso, en un juego de pase me vi libre unas cuarenta yardas por el campo y comencé a mover los brazos. El capitán me vio y lanzó un pase alto y arqueado en mi dirección. Según se acercaban los defensas, observé el vuelo del balón, aterrorizado, convencido de que si lo cogía seguramente terminaría en la consulta de ortopedia local. Sin embargo, agarré el balón cuando descendió y lo retuve mientras yo era golpeado en el suelo.

Esa parada inclinó los marcadores a favor de nuestro equipo. Esa fue mi carrera de 80 yardas. La recordé en un momento de mi vida en el que, al igual que el protagonista de Shaw, tenía sentimientos de descontento e infelicidad, y, como el personaje, me aferré a este precioso recuerdo igual que había aferrado el balón cuando descendió.

Hace poco trabajé con un hombre en mitad de la treintena, el Sr. B, que tenía el aspecto y la forma de actuar de un chico de 17 ó 18 años. Aunque era padre y un profesional, vivía en los años de su adolescencia final. Éste había sido un periodo extraordinario de despertar para él, intelectual, sexual y románticamente.

Niño y joven adolescente tímido, atemorizado y enfadado, con pocos amigos y que se consideraba tonto, el Sr. B alcanzó su apogeo en el instituto. Allí se convirtió en un estudiante sobresaliente, recibió grandes alabanzas por parte de sus profesores, y, sobre todo,  tuvo una tórrida relación con una chica que al final lo dejó por un compañero mayor que él.

Aunque más adelante se casó y se instaló en una vida confortable, el Sr. B a menudo pensaba –a veces en realidad de forma obsesiva- en su antigua novia, y con frecuencia volvía en su recuerdo a los años inolvidables de instituto. A este respecto, se parecía a F. Scott Fitzgerald, que, como Jay Gatsby en su persecución de Daisy, no podía olvidar su primer gran amor, una chica a la que había conocido cuando tenía 17 años. De una forma o de otra, ella se convirtió en una presencia en su ficción como lo había hecho en su vida. Tal vez mejor que ningún otro escritor de su tiempo, Fitzgerald captó en sus historias el anhelo de la chica hermosa de sus sueños.

Como descubrí en mi trabajo con el Sr. B, y esto es cierto en muchos individuos como él, tenía miedo de la vida adulta: del compromiso, las responsabilidades, las restricciones, la enfermedad, el envejecimiento y la muerte. Su padre, un hombre débil y pasivo, no le dio un modelo de masculinidad sobre el que edificar. Por el contrario, el padre dejó a su hijo para que lo criase una madre ansiosa, atemorizada, altamente introvertida. Como resultado, el Sr. B luchaba no sólo con una fuerte identificación femenina que lo llevaba, a veces, a fantasear con ser una mujer y con desear llevar ropa de mujeres, sino también con una mujer asustada que sentía que no podía enfrentarse al mundo.

Como resultado tanto de su deseo de volver a los días de gloria como de sus temores internos, el Sr. B permanecía fijado emocional y psicológicamente a los años finales de su adolescencia. Esto no es tan infrecuente. En sus selfs privados, muchas personas viven y reviven las experiencias especiales de su adolescencia final, pegándose a ellas, no renunciando nunca a la promesa y la esperanza de aquellos años. Algunos, como Fitzgerald, intentan recuperar en sus sueños la magia del primer romance, del primer amor. Otros, como el dramaturgo Eugene O’Neill, están atrapados por pesadillas que representan una y otra vez experiencias aterrorizantes a las que sólo se puede exorcizar dándoles una voz literaria. Y, para otros, como Twain, que sufrieron graves heridas en la adolescencia temprana, el esfuerzo por curarse es una lucha para toda la vida.

A su manera, muchos de nuestros pacientes, también, permanecen atrapados en el tenaz agarre de los conflictos adolescentes y las soluciones a las que llegaron durante esos años. Prestando estrecha atención a esas épocas –a los años de adolescencia temprana y media, así como los de la adolescencia final, que se recuerdan más fácilmente-  podemos ayudarlos a entrar en contacto con los recuerdos, las luchas, los traumas y las satisfacciones especiales de aquellos años; y también, explorando y elaborando los significados que estas experiencias y sus fantasías asociadas tienen para ellos, podemos ayudar a aflojar los fuertes nudos, no siempre visibles, que, mediante el dolor y el triunfo, los atan –y nos atan- a una época de la vida única y especialmente poderosa. Es, creo, un esfuerzo que merece la pena hacer.

 

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