aperturas psicoanalíticas

aperturas psicoanalíticas

revista internacional de psicoanálisis

Número 026 2007 Revista Internacional de Psicoanálisis Aperturas

La psicopatología de la adolescencia y el espectro borderline

Autor: Graña, Roberto

Palabras clave

adolescencia, Anestructuracion, Autodefinicion negativa, Autoerotismo negativo, Fantasia masturbatoria central, Formato invisible, Formato ruidoso, Formato silencioso, Holding, Pauta paradojica..


I - De las formas comunes de manifestación de la psicopatología en la adolescencia

Hace doce años, con ocasión de la publicación de mi libro Técnica Psicoterápica en la Adolescencia (1993), esbocé un primer intento de esquematización con finalidad didáctica, pero sobre todo con una perspectiva crítica, de lo que suponía podía ser el vértice adecuado a través del cual describir adecudamente la psicopatología del adolescente e interpretada según las vertientes conceptuales del pensamiento psicoanalítico contemporáneo. Me detuve, con propósitos circunscritos, en los problemas comunes emergentes en esa franja de edad que involucra los diez años más turbulentos de la vida de una persona y que encuentra su epicentro en la así llamada teen age, de los trece a los diecinueve años.

Propuse entonces una reflexión sobre las particularidades de la psicopatología y del trabajo psicoanalítico con adolescentes ubicándolos dentro de una pauta paradójica. Pienso que el uso de la palabra "contradicción” para describir las incoherencias o incongruencias comunes del pensamiento, del afecto, de la conducta y del lenguaje particularmente adoptados por el adolescente introduce un parámetro normativo que peca epistemológicamente sobre todo por embutir en la propia designación nominativa (significante) la noción de un modelo común (significado) de expresión de afectos, de indumentaria adecuada, de pensamiento organizado y de lenguaje consensual que apenas sirve para la aproximación al fenómeno “adolescencia”, y lo mismo sucede con las manifestaciones clínicas de la psicopatología del adolescente si las sometemos a la critica basada en una perspectiva comprehensiva psicoanalítica instruida por la concepción fenomenológico-estructural.

En aquella ocasión critiqué la nomenclatura nosológica y las descripciones clínicas de Otto Kernberg, que sugieren como parámetro de la investigación “psicoanalítica” de salud y enfermedad en la adolescencia criterios diagnósticos adultomórficos, psiquiátricos (DSMiátricos) y logocéntricos, una vez que, tomando como parámetro de “normalidad” adolescente el comportamiento del joven americano medio, evalúan las respuestas totales de los adolescentes libremente diseminados por diferentes culturas, épocas y localidades, según los patrones de “libre expresión” que la poderosa industria cultural norteamericana ha popularizado en occidente a través de los más diversos medios de comunicación de masa - fríos, calientes, tibios y escaldantes, para acrecer muy modestamente las categorías lucidamente propuestas por M. Mac Luhan (1979).

La operacionalidad óptima de las funciones calificadas como “prueba de realidad preservada”, “defensas compatibles con el estadio libidinal”, “integración, cohesión y fuerza del yo”, “modulación apropiada de los afectos”, “pensamiento coherentemente articulado”, etc., parecen traicionar con poca sutileza las anunciadas pretensiones “psicoanalíticas” de este autor -popularizado por la simplicidad esquemática de sus contribuciones– que, siendo de origen austriaco, se ha visto, en el decurso de su vida, demasiado influenciado por las verdades axiomáticas de la ego-psychology, la cual ha pretendido fusionar con un cierto kleinismo revisado, y cuyo producto final adopta la forma de un patchwork teórico en donde las premisas epistémicas, en principio chocantes, conviven serena y silenciosamente. Tendremos el cuidado, por lo tanto, de advertir el lector que la desfiguración que la teoría, la clínica y la psicopatologia psicoanalítica sufren actualmente por efecto de las repetidas y malogradas tentativas de repensarlas, por la mayor parte de los autores norteamericanos (con excepciones honrosas, de las cuales nos servimos en este trabajo), la aproximan cada vez mas al antiguo ideal hartmanniano que pretendería sintetizar la totalidad del corpus teórico-clínico psicoanalítico como una “psicología general” o “teoría general del psiquismo”.

No se piense, con todo, que lo que aquí establecemos, al modo de un prólogo, como perspectiva teórico-clínica según la cual orientaremos nuestra investigación es producto de un ímpetu iconoclasta en el que nos identificaríamos con la actitud oposicionista de los adolescentes y a través del cual bombardearíamos las posiciones conservadoras de los autores de otra generación. La importancia de la obra de Kernberg para la clínica psiquiátrica de orientación dinámica es de importancia incuestionable, y en ese sentido este autor puede ser considerado una voz incansable dedicada a instigar en los círculos psiquiátricos norteamericanos la curiosidad por el estudio de la psicología dinámica y la utilización de recursos técnicos importados de la clínica psicoanalítica que vuelven la práctica psiquiátrica ciertamente más humana y más eficaz. Nuestra crítica cuestiona más bien la eventual importancia de su obra para el psicoanálisis y, particularmente, para el psicoanálisis de adolescentes, con los cuales su experiencia de trabajo no demuestra la misma solidez y extensión.

En trabajos anteriores he recurrido a las contribuciones de Winnicott al proponer una redescripción de la psicopatologia adolescente según una formulación paradójica que atienda las conformaciones específicas de la dimensión vivencial en la que se estructura la relación del adolescente con su cuerpo, con los otros, con el tiempo y con el espacio. En tal perspectiva sobresale el problema de la “autodefinición negativa” según el cual el adolescente busca definirse altisonantemente frente al mundo. Parece siempre estar muy seguro de todo aquello de lo que disiente, sabe exactamente lo que no piensa, lo que no le gusta, con lo que no coincide, adonde quiere y no quiere ir, lo que no pretende hacer ahora o mañana, en fin, lo que no es o lo que no desea ser.

El discurso falla, sin embargo, cuando pretende enunciarse positivamente, cuando le pedimos que nos diga, en todo caso y al final de cuentas, quién es él. En ese momento su habla se vuelve insostenible, se confunde, busca sintetizarse aflictivamente, apunta posiciones con las cuales simpatiza, repite frases que lo han impresionado y, si es lector, citará autores con cuya ideología o cosmovisión se ha sentido ya en algún momento identificado.

No hay nada de sorprendente en esto. Mas exactamente, ahí nada está fuera del lugar. Una tarea imposible será siempre la del Yo al pretender definirse. El Yo es, efectivamente, una instancia psíquica cuya función por excelencia es el desconocimiento, el equívoco, como nos ha mostrado ya Jacques Lacan (1966). El Yo apenas dice nada acerca del poco-casi-nada que supone saber de sí mismo. Como el Yo para Lacan se constituye con base en la alienación en el deseo del otro, lo que es capaz de emitir como juicio propio acerca de sí es frecuentemente un eco de las palabras y significados a través de los cuales el otro inicialmente lo ha reconocido. No obstante el Yo y el self no son exactamente antípodas, el Yo circunscribe o recorta apenas una pequeña parte del self que sintetiza los puntos de contacto del sujeto con sus exteriores. Winnicott se refiere a un self originario y a un self individual para designar estas dos instancias que, no sin forzar arbitrariamente los conceptos, podríamos hacer corresponder al sujeto del inconsciente y al Yo (moi) en Lacan. Lo que denominamos exteriores del Yo, los inventariantes o testigos de su residualística -producto del fracaso de la pretensión inicial de una completa cobertura simbólica del real- son la realidad compartida (shared-reality) donde habita el otro (en cuanto semejante), el inconsciente, que apunta el dominio del otro (el desemejante radical), y el real innombrable, que estará siempre afuera y que de afuera volverá siempre a objetar el sujeto.

Las vicisitudes de la relación con estos “otros”, bajo cuya presión el Yo se tensiona, se sobrecarga, tienen el efecto de imprimir al vivir adolescente y a sus múltiples formas de centelleo un matiz más o menos espectacular, escópico, óptico, y los modos a través de los cuales el Yo se fenomenaliza en el gran espectáculo del mundo lo aproximarán, mas o menos, a las diferentes “formas frustradas de existencia”, para adoptar la terminología nuevamente actual de Ludwig Binswanger (1956).

En su progresivo mostrarse, la adolescencia podrá asumir frecuentemente tres formas que la anunciarán, desde el punto de vista del impacto fenoménico sobre el observador, como modalidades distintas de inclusión en la psicopatología. Adoptando la perspectiva de su fenomenalización o de su “espectacularización”, como proponemos en este estudio, diremos entonces que podrá adoptar (1) el formato ruidoso, o (2) el formato silencioso, o (3) el formato de la invisibilidad, los cuales adoptarán invariablemente formas extrañas, o “bizarras” de manifestación, afectando los diferentes modos de expresión estética del ser del adolescente.

En el primer caso encontraremos las manifestaciones típicas de lo que comúnmente denominamos perturbaciones de la conducta del adolescente, incluyendo el uso abusivo de substancias psicoativas, la escenificación estridente de la destructividad en robos, peleas y enfrentamientos con opositores y rivales -individualmente o en grupo- encontrando esto sus extremos en la muerte por sobredosis de alcohol o drogas, por accidentes automovilísticos, o como consecuencia del enfrentamiento armado con otras bandas -implicando con frecuencia también el comercio de drogas ilícitas- o con las fuerzas policiales.

En las chicas el cuadro puede presentarse ligeramente modificado, estando el énfasis desplazado a la conducta sexual errática, que caracteriza la pseudo-heterosexualidad compulsiva de la adolescente y que presenta claros matices préedípicos, con lo que la chica busca defenderse de la regresión fusional a la imagen de la madre arcaica y librarse de la homosexualidad, conforme ha demostrado consistentemente Peter Blos (1981). Tal comportamiento puede estar también acompañado de la participación en robos, asaltos o secuestros, del uso regular de drogas y de fracaso o abandono escolar recurrente, en ambos sexos. Las desviaciones sexuales, con la incidencia de prostitución activa femenina y masculina, podrán expresarse entonces también de forma espectacular, y estarán frecuentemente vinculadoas a la extorsión o explotación financiera de pedófilos y efebófilos con el propósito principal de adquirir drogas. Mas recientemente, hemos tenido la oportunidad de observar, con enorme perplejidad, la sucesión de episodios matricidas y parricidas perpetrados por adolescentes delincuentes, o por adolescentes borderlines y/o psicóticos bajo la influencia directa de terceros sociopáticos inductores, con la misma finalidad adictiva expresa de diferentes formas.

En el segundo caso se encuentran los adolescentes históricamente retraídos o que se han tornado demasiado apartados de la convivencia con ocasión del inicio de la adolescencia. Los veremos recogidos en sus cuartos durante la mayor parte del tiempo, en total silencio, o escuchando música y/o viendo televisión. Ellos podrán además presentar un apego a los libros que adquirirá una calidad compulsiva, podrán también mostrarse interesados por asuntos exóticos o por temáticas bizarras o poco comunes, y se mostrarán frecuentemente ajenos a lo que pasa dentro de la casa, sin entender muy bien la lógica por la que la familia se mueve y a través de la cual se establecen las relaciones sociales. En la escuela van a estar desconectados, o distantes del grupo, y tal vez sean objeto recurrente de bromas y desprecio por parte de los pares, debido a su torpeza y exquisiteces.

En tal cuadro pueden predominar tanto los síntomas clínicos depresivos cuanto el recogimiento introvertido de naturaleza esquizoide. En el adolescente deprimido encontraremos mas comúnmente la verbalización directa de ideas de desvalimiento (ser feo o torpe, comparado con los otros), exclusión (el no acercamiento al grupo, en la escuela o en la calle), atipia (sentirse ridículo, desastrado y distinto de los demás) y desamor (no ser querido, admirado, ni deseado por nadie). El esquizoide va a encontrar, entretanto, mayores dificultades para comunicar verbalmente el sufrimiento y podrá incluso sentirse imposibilitado de vivenciar plenamente el dolor psíquico, tendiendo a producir, a través de operaciones excluyentes, un poblamiento creciente de la shared-reality (la realidad compartida) por “otros espectrales” que supone sean esencialmente mal intencionados y en los cuales no deberá depositar una confianza mínima que le permita exteriorizar sus temores, sospechas y aflicciones (el “descompartimiento”).

La tercera condición o signo de psicopatología adolescente que apuntamos es tal vez menos frecuentemente catalogada como desviante del desarrollo más comúnmente observable, por no implicar mayor turbulencia externa ni un cerramiento excesivo del joven sobreadaptado. Es la adolescencia “que no se ve”. Tales adolescentes producen un efectivo abortamiento de la experiencia del self en el mundo en su necesario movimiento de autodefinición ontológica. Se trata generalmente de aquellos casos en que los padres y maestros acostumbran referirse a los adolescentes como ejemplares. “Bueno seria que todos los alumnos siguieran a ese modelo”, dirá la profesora. “Este chico (o chica) nunca nos ha dado trabajo alguno“, aseguran los padres. Los colegas pueden, empero, relatar una historia que va desentonar de estas versiones al apuntar un chico (o chica) regularmente avieso al jugueteo, a la participación, a las rebeldías y a las transgresiones leves y comúnmente esperadas en la niñez o en la pubertad.

Estos adolescentes pueden distinguirse por las notas, por la dedicación con los estudios y con el material escolar, por concluir sus estudios muy temprano e ingresar precozmente en el mercado de trabajo, ocupándose de tareas y asumiendo responsabilidades para las cuales no se esperaría que estuvieran cronológica y emocionalmente preparados. El abortamiento de la adolescencia será, empero, problemático en cuanto denotativo de perturbaciones psicopatológicas del existir adolescente, cuanto las dos variaciones anteriormente descritas, si no más aun, por el hecho de informar acerca de un seudo-self, o de un jam-self [1] entrenado desde la más tierna edad para cumplir fielmente el dictat familiar de la corrección y para atender de forma extricta a las expectativas de excelencia narcisista parental; de manera que probablemente este adolescente no llegará al consultorio psicoanalítico como consecuencia de problemas observables externa o internamente, siendo sus trazos caracteriales frecuentemente bien recibidos por el ambiente, donde se mueve incesantemente en la búsqueda del éxito y de la resonancia social, sin saber jamás lo que lo motiva íntimamente a tales conquistas ni qué utilización vendrá a hacer de ellas en términos de seguridad individual, enriquecimiento personal y expansión del propio self en el mundo. Las perturbaciones psicosomáticas, las preocupaciones hipocondríacas, los estados de abulia y tedio, y la ocupación con actividades compulsivas (repetidas e interminables), vacías (de contenido pobre) y evasivas (para matar el tiempo) en los horarios destinados al entretenimiento, son a menudo reveladores de esta disposición operatorio/funcional que caracteriza en tesis el adolescente “exitista”.
 

II - Del espectro borderline en sus transfiguraciones sintomatológicas

Al ocuparme de las manifestaciones clínicas de los estados fronterizos en la niñez, en un libro editado en colaboración con Angela Piva, La Actualidad (2001), y luego en otro mas reciente específicamente dedicado a las formas del malestar en la juventud contemporánea, La Actualidad del Psicoanálisis de Adolescentes (2004), he propuesto un gradiente de clasificación descriptivo/comprehensiva de los casos limítrofes[2] que presupone una organización de fondo común, de base predominantemente anaclítica, que se ajustaría o correspondería, dentro de la psicopatología infanto-juvenil, a lo que Jean Bergeret (1991) había estudiado en el ámbito de la psicopatología del adulto bajo el rótulo de anestructuración o amènagement. He subrayado, además, el hecho de que tales configuraciones clínicas escenifican incesantemente una imposibilidad ontológico-existencial, la de la circunscripción y sustentación psíquica de la experiencia del self frente al cuerpo, al otro y al mundo. del Psicoanálisis de Niños

En un reciente artículo sobre las psicopatologías graves de la adolescencia, Rodolfo Urribarri (2002) ha descrito con inusual claridad los orígenes de tales condiciones, que se manifiestan frecuentemente en la adolescencia inicial, a partir del estudio de lo que sugiere denominar como autoerotismo negativo o mortífero. Según propone, “Cuando no se puede generar este modelo placentero de relación en la cual se incluye el auto-erotismo, digamos positivo, el cual favorece una estructuración progresiva, el bebé, sea por carencia de estímulos o por la invasión excitante caótica de la madre, utiliza su cuerpo en la búsqueda de sensaciones muchas veces dolorosas. Se genera así un auto-erotismo compensador, no ligado al objeto sino anti-objetal, que podríamos denominar autoerotismo negativo o mortífero, ya que promueve el cerramiento en sí mismo, alejándose del objeto hasta el límite de ignorarlo. Este funcionamiento puede ser observado en los desórdenes psicosomáticos del bebé, en las conductas autoagresivas como arrancarse los cabellos, golpear los barrotes de la cuna, el balanceo estereotipado y continuo, etc. Este modo de organización perturba los procesos de interiorización y la transicionalidad, lo que dificulta la constitución de los fundamentos narcisistas, así como el proceso de separación-individuación”.

El concepto de fantasía masturbatoria central, de Moses Laufer (1989) -que designa el circuito histórico de la constitución vivencial del erotismo del sujeto en el campo de la intersubjetividad, y define la forma como éste se presentará al otro (objeto de su deseo) habiendo ahora insertado imaginariamente en su cuerpo la representación de los genitales madurados por la acción de la metamorfosis puberal, con el correspondiente reconocimiento de sus posibilidades generadoras de placer genital y de otros seres semejantes a sí- parece tomar en consideración exactamente esta dimensión del existir adolescente que los abordajes centrados en los duelos por la infancia perdida, en la reactivación amenazadora del Edipo, en las regresiones fetales intrauterinas y en la adaptación a las nuevas exigencias de identidad psicosocial, parecen, por su parcialidad o difusión, no conseguir aprehender debidamente.

Lo que aquí pretendo designar como espectro borderline implica muy especialmente cuatro manifestaciones clínicas que comprenden, en su patogénesis, una segmentación o ruptura de la línea de continuidad de la experiencia del ser sexuado, que ocasiona un cortocircuito en el procesamiento dialéctico del devenir del sujeto, en su autoasunción, o en su autoconciencia. Se podría decir, con Hegel (1907), que el concepto no viene a sí, o en los términos de Lacan (1966), que ocurre una suspensión de la entelequia del sujeto, con la alineación estable y expropiadora del Yo en el Otro, no exterior a sí, lo que no permite consecuentemente la demarcación del área de jurisdicción del self, su circunscripción dinámico-relacional, que solamente podrá completarse con el retorno de la imagen al sujeto, con lo que su perímetro existencial (campo de abarcamiento del self) por así decir, podrá ser aproximativamente delimitado.

Las categorías adentro/afuera y las intuiciones tiempo/espacio, por lo tanto, no estarán consistentemente sedimentadas en la experiencia del Yo del sujeto en tales condiciones. Más probablemente, éste mantendrá con el mundo, con el otro y con los hechos de la vida una relación de catalogación clasificatoria más que una relación de experiencias o vivencias propiamente dichas. Se podría añadir irónicamente, por lo tanto, que en tales casos lidiamos invariablemente con personas (no nos serviría aquí el termino indivíduo) que al pretender eventualmente “caer en sí” irán probablemente a “caer fuera de sí”. No hay, pues, esa base existencial de sustentación ontológica, o esa “sustancia del self”, sobre la cual el Yo se podría sostener para hacer frente efectivamente a sus nuevas y diversificadas circunstancias vitales.

Cuatro manifestaciones clínicas espectaculares serían, conforme he afirmado antes, potencialmente susceptibles de estar vinculadas a tales organizaciones o “arreglos”, una vez que su inconsistencia metapsicológica y su indefinición formal no nos permitirían hablar de “estructuras” propiamente dichas, como bien ha señalado Jean Bergeret (1991). Nos referimos específicamente a las desviaciones sexuales, a las psicosomatosis graves, al síndrome delincuencial y a los cuadros borderline propiamente dichos.

Nuestra proposición inicial privilegia los parámetros de la espectacularización, o de la exhibición aberrante y del hacerse oír estridente del adolescente frente al espectador eventual, y de los grados de extravagancia, de excentricidad y exquisitez que son plausibles de expresarse en diferentes funciones y contextos de manifestación favorecidos por la vida cotidiana del sujeto.

La espectacularización y la extravagancia tendrán como marcadores, en la actitud general del adolescente, signos clínicos compatibles con los descritos hace algunas décadas por L. C. Osório (1975) -los “módulos” o “variables”- y que conservan hasta hoy su importancia y utilidad instrumental cuando se trata del establecimiento de diagnósticos epigenéticos de las perturbaciones del desarrollo en niños y adolescentes. Osório se refería a cuatro puntos que necesitarían ser evaluados y cotejados de forma que, conjuntamente articulados, permitieran apuntar desórdenes específicos, con su efectiva gravedad y con la correspondiente indicación terapéutica, en la cual se buscaría atender adecuadamente los déficits y carencias posiblemente activos en las condiciones de génesis de estas perturbaciones. He sustituido arbitrariamente su énfasis en la “duración” por el parámetro de la “frecuencia”, por lo que en el artículo anterior estará pretendidamente englobado:

I - la frecuencia con que se manifiesta el comportamiento sintomático;

II - la intensidad con que se expresa el comportamiento sintomático;

III - el polimorfismo presentado por el comportamiento sintomático;

IV - las características regresivas del comportamiento sintomático.

Si tomamos como ejemplo la conducta sexualmente desviante de un adolescente de trece años de quien los padres descubren que está hurtando ropas íntimas femeninas de otras casas, con una frecuencia casi semanal, para después masturbarse compulsivamente con ellas varias veces por día -lo cual ocurre hace aproximadamente dos años, época en la que una tía que había ayudado a criarlo necesitó mudarse a otra ciudad, o en la que su madre biológica irrumpió bruscamente en su vida sin que él tuviera anteriormente noticia de su existencia al través de los padres adoptivos, coincidiendo, además, este acting con un período en que su hermana mayor se ha comprometido más íntimamente con un novio a quien el muchacho detesta- estaremos frente a una manifestación sintomática que se expresa con una “alta frecuencia”, con “intensidad elevada”, que mantiene su “forma inalterada” por un tiempo relativamente largo y que podrá estar “expresando regresivamente”, más que una urgencia genital exogámica o una escenificación edipiforme de impulsos y fantasías incestuosas, una angustia de aniquilamiento o despedazamiento que emerge frente a la presente amenaza de ruptura de vínculos históricamente sostenedores del self, debido a la interferencia de factores terceros ante los cuales el adolescente parece sentirse absolutamente indefenso y desamparado.

El comportamiento que este adolescente pasa entonces a exhibir se manifiesta por una espectacularización y bizarrización de la sexualidad al través de una conducta que convencionalmente acostumbramos a calificar como fetichista. Lo que pretendo enfatizar aquí, empero, es el hecho de que tal conducta por si sola no nos permite encuadrar el adolescente en cuestión en las categorías diagnósticas que son usualmente designadas por atención especial a las características del síntoma principal. Si entendemos que tal manifestación es, al principio, compatible con aquellas comúnmente observadas en las transfiguraciones fenoménicas del espectro borderline, es necesario con todo que, ultrapasando la dimensión fenoménica (registro empírico), penetremos en la fenomenología (registro vivencial) de esta configuración clínica, lo que significa literalmente un “ir más allá”, en este caso un ir “más allá de la desviación sexual” -título que he dado a uno de mis libros en lo que pretendí avanzar sobre las formalidades nosográficas y los prejuicios teóricos de la psicopatología psicoanalítica clásica- penetrando en las matrices de identidad subjetivas que, siendo condicionadas por la operancia de configuraciones míticas originarias, nos podrán informar sobre la mayor o menor afectación del núcleo del self y de la actividad autoerótica temprana, como vertientes esenciales al partir de las que estas insólitas producciones del inconsciente van a ser proyectadas sobre el comportamiento social.

En lo términos fenomenológicos de Husserl (1913) esto significaría conceder un tratamiento puro al hecho clínico, una vez que, extraído éste del ámbito de las constataciones empíricas por efecto de la reducción eidética (epoché), se debería examinar subjetivamente, o penetrar contemplativamente en el conocimiento esencial de las particularidades de la experiencia que, sostenida en el flujo del tiempo vivido, le ha concedido esa forma final. Véase que la perspectiva a partir de la cual estamos proponiendo pensar la psicopatología de la adolescencia no solamente se distingue notablemente de la nosografía psiquiátrica y de sus procedimientos terapéuticos, sino también de la psicopatología psicoanalítica de la adolescencia tal como ha sido estudiada por los autores influenciados por la psicología del Yo (fuerza y cohesión del Yo, efectividad de los mecanismos de defensa, nivel general de adaptación auto y aloplástica) o por el kleinismo y el neo-kleinismo (virulencia de la pulsión de muerte, de la identificación proyectiva y de la envidia primaria, persistencia o reactivación de las ansiedades esquizoparanoides con fantasías primitivas de contenido oral-anal-uretral). Lo que deseo aquí escandir, y en esto en plena consonancia con Winnicott (1960,1988) y con Merleau-Ponty (1945), es que el vicio pulsionalista, metapsicológico o psicosexual, donde el modelo económico/energético y la idea de un desarrollo fásico de la libido con puntos de fijación en zonas erógenas y pulsiones parciales domina, no nos sirve más para pensar el sujeto en la dimensión de la intersubjetividad, que constituye según Husserl (1932) su propia subjetividad trascendental.

La sexualidad o la destructividad son activamente espectacularizadas en determinados sectores y circunstancias del ser-en-el-mundo adolescente. No son empero definidoras de su esencia, son modos particulares y fugaces del existir adolescente que ceden luego el lugar a otras modalidades, también puntuales, de aprehensión inmediata o mediata de lo vivido. Con Lacan, Winnicott, Merleau-Ponty y Ricoeur el modelo pulsional/económico/energético fue progresivamente cediendo el espacio al modelo vivencial/hermenéutico/estructural. Por lo tanto, todo aquello que acostumbramos denominar de “realidad intrapsíquica” es el producto vivo de la marca del significante en la distintividad del sujeto (el trazo unario), siendo por eso desde el origen “realidad intersubjetiva”, antes de todo lo que se venga posteriormente a conocer. “El inter-humano forma el humano”, ha enunciado poética y dialógicamente Mikhail Bakhtin (1992).

Lo que llamamos de material “profundo” es exactamente lo que está totalmente a la vista en la “superficie”, pudiendo o no ser visualizado y significado, pues no existe contenido por detrás de la forma, significado bajo el significante, o pasado cognoscible oculto detrás del presente observable; todo el pasado se expresa puntualmente en la configuración total inmediata de la estructura que se ofrece a nuestros ojos y oídos, y nada hay por debajo de nada ni por detrás de cosa ninguna. Todo sentido es producto de la articulación diacrítica, momentánea y tensional de los significantes, es semejante a la chispa centellante generada por el atrito que nosotros producimos al chocar una piedra contra otra. Para Lacan, formado en la mejor tradición fenomenológico/estructural, el poder imagístico/discursivo del significante es constitutivo de la esencia misma del sujeto, mientras que para Winnicott -pensador filosóficamente asentado en fuertes bases empiristas, pero decisivamente influenciado por la fenomenología existencial- la esencia de la problemática humana se relaciona, como dice, mas íntimamente con el ser que con el sexo.

La sexualidad y la agresividad son, entretanto, modos privilegiados de manifestación del ser en la adolescencia, en la medida que el mundo que los adolescentes tienen por tarea conquistar -apoyados en el nuevo substrato somatopsíquico que ahora los sostiene y que necesita redimensionarse en el mundo a partir del ejercicio máximo de sus nuevas posibilidades de expresión- colocará en espectáculo el cuerpo y el acto con la finalidad precipua de llegar a un dominio efectivo de las potencialidades engendradas por la nueva condición.

El “cuerpo vivo”, dirá Mouján (1979) en consonancia con Merleau-Ponty (1945), es el substrato ontológico a partir del cual el mundo activamente se construye por la experiencia de la acción. Los significados de los cuales el cuerpo, a través de su movimiento en el espacio y en el tiempo, es capaz de se apropiar (Merleau-Ponty diría mismo que el cuerpo en movimiento es o hace el espacio y el tiempo) sostienen la afirmación de Mouján de que “las fantasías están alojadas en el ‘cuerpo vivo’, zona neutra somatopsíquica fundadora de la identidad”. El autor postula la existencia de esta afirmación organísmica unitaria como fundamento del self, “esa primera fantasía o imagen del cuerpo inmortal, pues la identidad se construye justamente (...) sobre ese engrama de totalidad”. Y concluye que "el yo se afirma sobre este engrama ante la crisis individual, la cual necesita de la función imaginaria” a fin de dar cuenta por la vía representativa de las vicisitudes pulsionales, sobre todo “ante la definición de una nueva identidad que necesariamente tiene que pasar por la fantasía psíquica de ‘descuartizamiento’ (o simplemente de ruptura)”.

El cuerpo del adolescente será, por lo tanto, el “campo de prueba” donde el Yo, más o menos cimentado por la historia de los triunfos y fracasos a través de los cuales se han constituido sus identidades subjetiva y sexual (la fantasía masturbatoria central de Laufer) y que tuvo inicio en las etapas mas tempranas del desarrollo individual, buscará establecerse consolidando cohesivamente la trama psicosomática (la personificación en el decir de Winnicott, 1960) contando con el cuerpo como suporte efectivo para arrostrar el desafío creciente que la shared-reality le impone concreta y reiteradamente.


III – De la experiencia clínica psicoanalítica con adolescentes borderline

Veamos, pues, cómo la personificación puede dar señales de carencia en los casos que estamos proponiendo aquí caracterizar como plausibles de inclusión en el espectro borderline, conforme fue caracterizado por nuestra anterior formulación[3].

Una joven de diecinueve anos me consulta por presentar problemas alimentarios que, a lo largo de la vida, se han manifestado de diferentes maneras, empezando por el rechazo activo del pecho materno durante los intentos torpes de amamantamiento emprendidos por una madre fría, intelectual y autoritaria que han continuado en su rechazo, a lo largo de los tres primeros años, a cualquier tipo de alimento sólido. La niña sólo ha masticado carne por primera vez cuando tenía ocho años, al participar de una barbacoa en la que se conmemoraba los quince años de una prima. La exigencia y el rigor maternos tenían siempre como contrapunto una concordancia inmediata del padre con todo lo que la nena le exigía; ella jamás le pedía o proponía nada, simplemente le ordenaba.

Como los padres no tenían ya, en el comienzo de su adolescencia, cualquier contacto afectivo y sexual que ella pudiera observar, lo más común era que ella los acompañase separadamente a diferentes lugares con finalidades diversas. Su relación con la madre era marcada por una hostilidad latente que con alguna frecuencia explotaba en crisis de rabia e insultos seguidos de pedidos de perdón y actitudes amistosas. Con el padre los enfrentamientos eran raros, pero ella tampoco le tenia mucho respecto, pudiendo tratarlo a veces como un criado u olvidarse de él cuando acordaban encontrarse o regañarlo cuando él se olvidaba de hacerle algún favor que ella le solicitara.

A los diecisiete años el padre murió súbitamente debido a un infarto. La hija reaccionó “insensiblemente”, y durante el velatorio y el entierro del padre impresionó a los presentes por la atención que concedía a cada familiar y por la recepción atenta a cada uno de los presentes en la ceremonia. Luego de la inhumación, no obstante, fue al supermercado y se compró gran cuantidad de chocolates que comió uno tras otro, llegando -según cuenta- a ingerir una totalidad de dos barras grandes de chocolate y alrededor de veinte bombones. Después se sintió mal y vomitó durante toda la noche, necesitando al día siguiente ser atendida por un médico que le ha sugerido reposo además de recetarle un tranquilizante. Los accesos de hiperfagia, entretanto, volvieron a sucederse, siendo siempre acompañados de vómitos y seguidos de llanto.

Su humor entonces decayó sensiblemente,  empezó a faltar al colegio y al final abandonó la escuela en el inicio del segundo semestre lectivo. Presenta entonces una instabilidad emocional intensa y se encuentra la mayor parte del tiempo en una disposición irascible. Cuando inicia su análisis lleva un año y medio sin frecuentar la escuela y pasa casi todo el día en su casa mirando la televisión y comiendo. En ese período ha engordado aproximadamente diez quilos y dice sentirse muy infeliz por eso. En la primera entrevista que tenemos emprende un largo discurso contra los psicoanalistas, que, según dice, no le dan nada a sus pacientes, se hacen el mudo, y piden todo obligando los clientes a hablaren ininterrumpidamente. Curiosamente, esta es la forma que, sin darse cuenta, adoptará durante sus sesiones. Durante algunos meses sus consultas consisten en relatar de forma bastante desafectada los acontecimientos del día, generalmente en tono quejoso y desolado, ironizando siempre las buenas intenciones demostradas por los otros en el sentido de ayudarla alguna manera.

A pesar de que me limito entonces, la mayor parte del tiempo, a la condición de inexistencia en que ella me ha colocado, en las pocas veces en que he osado manifestarme con algún comentario o señalamiento ella reacciona ferozmente, mandándome callar la boca y escuchar hasta el final lo que tiene que decirme. Siente estar en este momento ejerciendo no más que una función parcial, como es común en la activación analítica de las transferencias narcisistas -cuando el analista deberá, a veces durante mucho tiempo, resignarse a ser no más que una mano que saluda, o un oído que escucha, o dos ojos que miran, o una boca que engulle el alimento ofrecido por el paciente, o tal vez un cierto olor en el aire o una sombra móvil sobre la alfombra– he cumplido con la exigencia absoluta de no me arrogarme el derecho de pretender ser más que un mero personaje onírico, un figurante incidental del sueño de la paciente.

Con alguna frecuencia faltaba a las sesiones sin comunicármelo y aparecía después sin hacer referencia ninguna a tales ausencias. Generalmente, sin comentar propiamente la falta, relataba sufrimientos corporales, dores musculares, perturbaciones digestivas, problemas con la menstruación, y hubo incluso una ocasión en la que un cuadro clínico de abdomen agudo la llevó al hospital, sin que los exámenes médicos realizados nada pudieran constatar.

Su reconocimiento de mi presencia, o el comienzo de la transferencia objetal (Winnicott, 1960) se dio en una ocasión en la que, al abrir la puerta para que el paciente que la antecedía saliera, noté que la bombilla de la sala de espera se había fundido. Como después de atenderla yo debería ver una madre con su hijo, la mandé pasar a la sala de consulta y le pedí permiso para cambiar rápidamente la bombilla. Encontrar la bombilla y cambiarla no me llevó más de cinco minutos. Cuando volví, empero, a la sala, la paciente me miraba, sentada en el diván, con un aire de perplejidad. Cuando me acomodé en la silla ella continuó sentada mirándome y dijo: ¿Cuánto tiempo ha pasado? Le contesté que tal vez al rededor de cinco minutos. Dijo entonces: “¿Solamente eso? ¡Nunca me había dado cuenta de cómo te debes sentir cuando yo me atraso quince o veinte minutos o cuando no vengo y ni siquiera te lo comunico!” No hice más que elevar las cejas, con un leve ademán de la cabeza que era casi una celebración.

Su análisis fue largo. Alrededor del tercer año, en consecuencia de los excesos alimentarios y del estado de tensión producido por una cirugía delicada de la madre, la paciente desarrolló una úlcera gástrica que con el tratamiento adecuado evolucionó bien y no volvió a incomodarla. De oscuro personaje de las tinieblas, me convertí esta época en un interlocutor requisado, siendo imperdonable que yo no le dijera al menos una vez en cada sesión algo que la paciente considerara provechoso para sí. En este período intermediario ella ha empezado a relacionarse con un colega de la facultad y tuvo con él su primera relación sexual. Los episodios bulímicos e hiperfágicos se habían espaciado y el placer sexual era descubierto simultáneamente con el reconocimiento gradual del territorio del otro, de los deseos y necesidades del compañero, no obstante la autonomía de éste le pareciera siempre un gesto franco de provocación.

No me detendré en examinar interpretativamente el material clínico presentado, permitiendo al lector que lo interprete como desee o de acuerdo con la perspectiva que mi narrativa haya sugerido. Lo que más me interesa aquí sostener, en total consonancia con autores como Donald Winnicott (1960), Moses Laufer (1979), Masud Khan (1974), Carlos Paz (1991), y en franca discordancia con Otto Kernberg (1991), es que el tratamiento de elección y lo que más efectivamente podrá penetrar y operar transformaciones en las configuraciones arcaicas y originarias del self –me refiero especialmente a los procesos de integración, personalización y realización conforme descritos por Winnicott– es el psicoanálisis, sirviéndose de un setting donde la función holding deberá ser prominente y la actitud del terapeuta obedecerá y atenderá a los requisitos concesionales que la fragilidad narcisista de tales pacientes impone durante los primeros meses o años de trabajo clínico psicoanalítico.

No hay terapia expresiva, intensiva, de apoyo, de crisis o breve que obtenga la excelencia, en el reordenamiento a través de la experiencia sostenida y vivida en la transferencia, que permita que los adolescentes los cuales categorizamos como incluibles en el espectro borderline se asienten más cómoda y legítimamente en la vida de forma que ésta pueda ser experimentada por ellos, en ocasiones por primera vez, como, más que viable, placentera.

El caso de un adolescente de diecisiete años analizado durante doce meses después de haber sido atendido por mí en la infancia, debido a crisis asmáticas repetitivas e hiperhidrosis intensa, acompañadas de un importante retraimiento social, podrá permitirnos ilustrar cómo la patología limítrofe puede metamorfosearse a lo largo de su curso y presentar, en la adolescencia, características distintas de las iniciales, aunque siempre compatibles con el espectro borderline conforme se podrá observar en la secuencia.

El paciente había sido criado por los abuelos y tías paternas, que vivían juntas, debido a que su madre y su padre eran drogodependientes y se habían mostrado totalmente incapaces de dispensar los cuidados mínimos necesarios a un niño de poca edad. Luego de un período de desamparo inicial que abarcó los dos primeros años de vida, pasó a ser “demasiado” bien cuidado por mujeres que lo adoraban y que temían perderlo como consecuencia de una enfermedad o de maniobras judiciales. Aunque tenga desarrollado satisfactoriamente del punto de vista de la identidad sexual -no obstante su relación con el padre biológico es prácticamente inexistente y su relación con el abuelo esté marcada por la distancia y el temor- el chico presenta los síntomas antes referidos, en los cuales podríamos suponer presente el efecto espectacular de una reescenificación de agonías primitivas que se expresaban, sobre todo, en el plano corporal.

Su estado de retraimiento era tal que, al abrir yo la puerta de la sala de espera para recibirlo, no conseguía saber dónde estaba, pues la tía se sentaba en la silla y él acostumbraba esconderse debajo de ésta sin dejar aparecer siquiera los pies. A medida que el tratamiento progresaba, con una alta frecuencia de sesiones, el muchacho pasó a traer juguetes de su casa y a llevar algunos del consultorio sin que yo a veces me apercibiera de eso (los cuales la tía acostumbraba a devolver aflictivamente). En la mitad del primer año tenía el hábito de cazar caracoles en el jardín del predio de mi consultorio, y poniéndolos en una bolsa de plástico los traía a las sesiones, lo que me llevo a titular un trabajo que escribí sobre su tratamiento como “El niño de los caracoles”. Empezaba así un proceso de simbolización que le permitiría extraer de nuestra relación lo que en la época consideré el beneficio máximo de su análisis, que se extendió durante no más de tres años.

El paciente se tornó un muchacho razonablemente comunicativo y, sin excesos, consiguió tener un buen acercamiento en la escuela, en las actividades de clase y de recreación. En las sesiones parecía sentirse seguro de tal forma que el período final del tratamiento se ha caracterizado por desafíos para que luchásemos, usando inicialmente los súperhéroes de plástico, pero pasando (después de una cabezada que me dio cuando interpreté la aparición de la agresividad en el juego) al enfrentamiento físico, con el uso de almohadas o pelotitas de papel como armas y escudos.

Pasados diez años sin verlo, lo reencontré en la adolescencia, cuando el padre ya había muerto a consecuencia de desórdenes asociados al uso crónico de drogas y la madre vivía en estado de semi-prostitución, en la periferia y en circunstancias casi miserables.

Ahora él preocupaba a la familia por estar metido en una banda que traficaba drogas en el barrio, aunque fuera apenas usuario, y por meterse en líos casi todos los finales de semana, apareciendo en casa golpeado y siendo más de una vez detenido por la policía a consecuencia de peleas y de posesión de marihuana. Utilizaba también cocaína, pero de forma ocasional. Insistía en decir siempre que estaba bien, que era fuerte, que no tenía miedo de “ninguno de aquellos mierdas de la zona” y que no necesitaba de ninguna ayuda de nadie.

Cuando recomencé a verlo, se mostraba desconfiado y, a pesar de tener una historia de libre expresión de afectos agresivos e amorosos conmigo en la niñez, le costó algunos meses sentirse más libre para hablar francamente sobre sí mismo, lo que no le era nada fácil hacer. Había organizado una defensa maníaca para lidiar con la intensa vivencia de desamparo que le había dejado secuelas emocionales preocupantes, y se exponía por eso compulsivamente a actuaciones de las cuales había tenido hasta entonces la suerte de salir vivo, como una pelea de bandas que acabó en tiroteo y cuchilladas. Sólo muy lentamente empezó a tener una medida aproximada del riesgo a que se exponía, de la sensación de impotencia que lo movía a eso, y de cómo al sentirse frágil se equiparaba imaginariamente al padre (un hombre “flaco”) temiendo tener un destino semejante, lo cual, buscando evitarlo, de alguna forma lo construía.

Conforme desarrollaba la capacidad de pensar sobre sí mismo y su conducta temeraria, y los diferentes factores que lo llevaban a esto, se volvía más abierto al contacto con las personas de manera general. Pasó a permanecer más tiempo en casa, lo que antes evitaba manteniendo preocupados a los familiares, que nunca sabían con certeza dónde estaba y lo que estaría “haciendo” en la calle. En el final del período había retomado los estudios y conseguido vencer el año (casi desiste del colegio en el primer semestre lectivo, quejándose de que por estudiar de noche y trabajar de día como botones -lo que desde el punto de vista pronóstico era alentador– se sentía muy cansado al final de tarde para ir a estudiar).

Con este cambio da actitud social, había comenzado a charlar frecuentemente con una vecina de su edificio que estudiaba en la misma escuela. En poco tiempo se hicieron novios. Ahora parecía estar bastante más tranquilo y su familia también. Como analista, no obstante, yo no compartía esta serenidad en la misma medida, por saber que el efecto tranquilizante que aparecía con ocasión del retorno al tratamiento era el resultado de un momentáneo “soporte al Yo” (Winnicott, 1960) y que los estados limítrofes requieren a veces un acompañamiento que puede extenderse por el resto de la vida, si bien a cierta distancia o de forma segmentada. Sabía igualmente que el “síndrome delincuente” podría reaparecer tan pronto volviese a sentirse menos sostenido por el vínculo conmigo y más amenazado por la inminencia de un colapso yoico (el developmental breakdown, descrito por Laufer), pero no tuve medios para impedir la interrupción de las consultas cuando tanto el paciente como la familia resaltaron las transformaciones que se habían procesado (fenoménicamente) durante el curso del año de análisis, insistiendo en que volverían luego a buscarme a la primera señal de retroceso. El sudor infantil ya había desaparecido en el primer tratamiento, las crisis asmáticas, no obstante, aún ocurrían cada vez que se sentía más íntimamente amenazado, siendo luego sustituidas por ideas persecutorias que, en la situación límite en la que lo habían traído en la adolescencia, lo llevaban invariablemente a actuaciones destructivas. Seis meses después del término de su segundo análisis supe a través de sus familiares que su estado de relativa tranquilidad se mantenía.



IV - Consideraciones conclusivas

Las fluctuaciones del estado del Yo, con la correspondiente oscilación extremada de los afectos, constituyen uno de los grandes y preocupantes problemas con los que nos deparamos en el tratamiento psicoanalítico de niños y adolescentes borderline, como fue señalado hace más de tres décadas por Rudolf Ekstein (1966), que se ha utilizado para representar analógicamente tal situación de instabilidad, de los problemas que pueden ser ocasionados por las variaciones de temperatura en una sala cuando el termostato del aire acondicionado está roto. La temperatura podrá oscilar entre los extremos de calor y frío de forma que cause intenso malestar e asombro en aquellos que se encuentran en su interior. Estas oscilaciones imprevisibles y incontrolables serían, conforme la hipótesis introducida por James Masterson (1975), nada más y nada menos que el reflejo tempranamente establecido y sedimentado a lo largo del desarrollo de la personalidad del adolescente, de las fluctuaciones extremas del estado del Yo y del humor materno. Para Masterson, a todo adolescente borderline le correspondería por lo menos una madre también diagnosticable como borderline.

Habiendo presentado una caracterización fenoménica y fenomenológica de las principales manifestaciones clínicas, de las nacientes psicogénicas y de las perspectivas terapéuticas de los estados fronterizos, las “anestructuraciones” (Bergeret, 1991) o “estructuras deficitarias” (Misès, 1990), tal como se evidencian espectacular y bizarramente en la adolescencia, hace necesario enfatizar una vez más que los diagnósticos psicopatológicos en la adolescencia deberán considerar que algo de espectáculo y de bizarrización estará presente en todo adolescente, incluso en el adolescente “normal”. En este sentido es importante tener siempre en mente, en acuerdo con Winnicott, que la adolescencia es siempre un fenómeno transicional en la vida de las personas y que elige objetos transicionales bastante diversificados, aunque en condiciones de salud estos sean frecuentemente comunes entre los jóvenes de determinada cultura o época, y que en tesis la única cura para la adolescencia (sana) es el paso del tiempo.

Deseo, ahora, concluir este trabajo entregando para el uso del lector un cuadro que resume las principales señales clínicas denotativas de las condiciones psicopatológicas presentes en la serie que he descrito y las designaciones nominales sugeridas para cada una de estas manifestaciones, gradiente que, al integrar las principales reflexiones de este estudio, permitirá asimismo una síntesis de su formulación mayor.



El Espectro Borderline

Desviaciones
Sexuales

Psicosomatosis Graves

Síndrome Delincuencial

Estados Fronterizos P/D

Espectacularización y bizarrización de la sexualidad

Espectacularización y bizarrización de lo corporal

Espectacularización y bizarrización de la destructividad

Espectacularización y bizarrización del pensamiento

 

Referencias

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Winnicott, D.W. (1988) Human Nature. Free Association Books, London.



Literalmente: un si-mismo gelatinoso.

 

 

[1]

[2] Es digno de nota el comentario de Roger Misès (1990) en su libro Les Pathologies Limites de l´Enfance, cuando cita una revisión general de la literatura sobre el tema, realizada por J.L.Lang (1978), en la cual son listados nada menos que cuarenta términos diferentes para designar los distintos cuadros difíciles que se sitúan entre la neurosis y la psicosis. Constatación que reafirma la sentencia de André Green (1986) de que “la frontera de la insanidad no es una línea, es antes un vasto territorio sin ninguna división nítida: una no mans land entre la sanidad y la insanidad”.

 

En los casos clínicos que presentaremos en la secuencia no estaremos mayormente preocupados con el detallamiento del proceso analítico de cada paciente, ni con el señalamiento de los resultados terapéuticos finalmente alcanzados en cada situación, una vez que nuestra preocupación primordial, como el título anuncia, es la formulación de un abordaje de la psicopatología de la adolescencia que esté particularmente articulada con las especificidades de su perspectiva existencial y de desarrollo.

[3]

 

 

 

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