aperturas psicoanalíticas

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revista internacional de psicoanálisis

Número 033 2009

Kafka, Borges y la creación de conciencia. Parte I: Kafka: oscuras ironías del "regalo" de la conciencia

Autor: Ogden, Thomas H.

Palabras clave

Borges, Kafka, Conciencia, Conciencia del self, Literatura, omnipotencia, Sentimientos amorosos, Un artista del hambre.


"Kafka, Borges, and the creation of consciousness, Part I: Kafka – Dark ironies of the "gift" of consciousness" fue publicado originariamente en The Psychoanalytic Quarterly, LXXVIII, 2 (2009)

Traducción: Marta González Baz
Revisión: Raquel Morató

En este ensayo que consta de dos partes se exploran los modos en que Franz Kafka y Jorge Luis Borges lucharon con la creación de conciencia en sus vidas y en sus obras literarias. En la Parte I, el autor yuxtapone un apunte biográfico sobre Kafka con una lectura detallada de su historia "El artista del hambre" (1924), en la que un personaje (cuya personalidad tiene mucho en común con la de Kafka) pasa su vida en un estado casi alucinatorio ayunando en espectáculos públicos.  La conciencia del self del artista del hambre (de haber vivido una vida desprovista de la experiencia del amor y el reconocimiento mutuo) se logra en el contexto de una experiencia interpersonal en la que él, de hecho, ha encontrado/creado "la comida que [le] gustaba", es decir, una experiencia de amar y ser amado, de ver y ser visto, de ser consciente y estar vivo para su propia muerte inminente. Éste frágil, paradójico estado de conciencia es sostenido durante sólo un momento antes de ser atacado, pero no totalmente destruido.

Palabras clave: Kranz Kafka, conciencia, "Un artista del hambre", literatura, conciencia del self, Jorge Luis Borges, omnipotencia, sentimientos amorosos.

Prólogo

Las historias de Kafka y Borges han alterado profundamente el modo en que la humanidad del siglo XX y principios del XXI piensa en sí misma. Muy pocos han leído sus obras y, sin embargo, sus historias han adquirido el poder de un mito. Uno no necesita haber leído sobre un mito, ni siquiera haber oído hablar de él, para que el mito ejerza una poderosa influencia en la cultura en la que uno vive: los mitos son los sueños de una cultura. Kafka y Borges –cuya obra fue parte del puso vital de la época en que vivieron- convirtieron aspectos de esos sueños en palabras y narrativas. Leer sus historias, novelas y poesía no influye simplemente en lo que el lector piensa; altera la mera estructura del pensamiento, el modo en que piensan los miembros de una cultura. Ese modo alterado de pensar, a su vez, permite a la cultura soñar nuevos sueños, es decir, crear nuevos mitos necesarios para contener los cambios psicológicos que la cultura está en proceso de hacer.

Las historias de Kafka y Borges han generado nuevas palabras –kafkiano, borgiano- para nombrar cualidades concretas de la conciencia humana que residen principalmente en la matriz, el campo emocional de fondo, en oposición al contenido simbólico específico de la conciencia. Uso el término conciencia para referirme a la capacidad humana de autoconciencia; de ser capaz de experimentar los pensamientos, sentimientos y conducta propios. En ausencia de conciencia, uno es meramente una figura en un sueño/mito que no es de producción propia.

He escrito este ensayo en dos partes, la primera sobre Kafka y su historia "Un artista del hambre" (1924); la segunda sobre Borges y su ficción "La biblioteca de Babel" (1941). En cada una de las partes de este ensayo, ofrezco un esbozo biográfico del autor, que sirve como contexto para una lectura detallada de su obra[*]. Yuxtapongo la biografía y la lectura detallada no  para usar el texto para analizar al autor, ni para analizar el texto sobre la base de las inferencias relativas a la vida inconsciente del autor. Más bien, mi esperanza es que la yuxtaposición de biografía y la lectura del texto generen una conversación vívida entre ambas en la mente del lector. Intentaré encontrar palabras para transmitir aspectos de mi propia experiencia de dicha "conversación" pero, en general, dejaré ese trabajo y ese placer al lector.

En un epílogo a la Parte II de este ensayo, compararé los modos de crear de Kafka y de Borges, en la experiencia de escribir y de leer, los dilemas inherentes a la conciencia humana, así como los modos en que los personajes (que reflejan aspectos importantes de la personalidad y experiencia vital del autor) luchan extremadamente en su esfuerzo no sólo por encarar esos dilemas, sino por hacer algo original con ellos.

Kafka

Franz Kafka llevó una vida corta y predominantemente atormentada en la que se veía incesantemente como un fracaso en las dos cosas que para él eran más importantes: escribir y ser un adulto independiente. Eligió publicar durante su vida sólo un número reducido de sus historias y ninguna de sus tres novelas no terminadas, en gran parte porque consideraba que la mayor parte de su trabajo no merecía ser publicado. Con excepción de dos períodos, de dos años de duración cada uno, pasó su vida viviendo en casa con sus padres, aun cuando hubo podido permitirse vivir por su cuenta. Aunque estuvo tres veces comprometido para casarse, rompió los tres compromisos y nunca se casó ni tuvo hijos.

Hay tres fuentes principales de información en lo concerniente a la vida intelectual y emocional de Kafka: diarios detallados que escribió entre 1910 y 1923 (recogidos, editados y publicados por Max Brod como Diarios, 1910-1923 [Kafka, 1964]; más de mil cartas que escribió a amigos y editores; y una biografía escrita por su amigo más íntimo, Max Brod (1960).

Kafka, el mayor de seis hijos, nació en Praga en 1883 en una familia judía de clase media relativamente acomodada. Sus dos hermanos menores murieron cuando tenían un año y medio y dos años y medio de edad. Es difícil imaginar que la madre de Kafka y éste no estuvieran profundamente afectados por las muertes de dos de sus tres pequeños en el espacio de un año (en aquél momento Kafka tenía unos cuatro años). En los años siguientes a estas muertes, nacieron las tres hermanas de Kafka (seis, siete y nueve años tras el nacimiento de éste).

Kafka estaba obsesionado por su padre. Durante toda su vida, Kafka sintió una compleja mezcla de sobrecogimiento, temor, odio y genuina admiración hacia él. A los 36 años, en una carta de 45 páginas a su padre (que nunca le envió), escribió:

Tú… [eres un auténtico Kafka] con tu fuerza, salud, apetito, decisión, elocuencia, autosatisfacción, superioridad sobre el mundo, tu entereza, compostura, conocimiento del mundo, una cierta grandeza, y naturalmente [también tienes]… todas las debilidades y fallos que acompañan a estas cualidades. [Brod, 1960, p. 19]

 En comparación con su padre, Kafka se sentía cobarde, feo y poco hombre:

A mí… me daban miedo los espejos porque me mostraban una fealdad que en mi opinión era inevitable… [pero] … que… no podía haber sido una reflexión totalmente cierta, puesto que si realmente hubiera tenido ese aspecto, ciertamente habría llamado incluso más la atención. [Diarios, 2 enero, 1912, pp. 159-160]

La infancia de Kafka fue "indescriptiblemente solitaria" (Brod, 1960, p. 9). Sus padres estaban casi totalmente dedicados al próspero negocio de venta al por mayor y al por menor de artículos de mercería. Kafka escribió sobre su infancia, "Mi principio [para ir por la vida era] caminar, vestirme, lavarme, leer, sobre todo encerrarme en mi casa de un modo que supusiera el mínimo esfuerzo, y que requiriese el mínimo espíritu" (Diarios, 2 enero 1912, p. 161). Kafka habló y escribió muy poco sobre su madre. Veía que ésta vivía bajo el control de su padre y que tenía poco tiempo para sus hijos (Kafka, 1919).

La lengua materna de Kafka era el alemán, aunque hablaba y escribía checo de forma adecuada, aunque no literariamente. Fue educado en un colegio alemán privado cuyos alumnos y profesores eran casi todos judíos. El antisemitismo era una fuerza constante en la vida de todo judío que viviese en Praga en la última mitad del siglo XIX y en la primera mitad del XX (Robertson, 1987). Kafka vivía una relación muy ambivalente con su propio judaísmo: "¿qué tenemos en común con los judíos? Casi no tengo nada en común conmigo mismo y debería quedarme de pie muy quieto en una esquina, contento de poder respirar" (Diarios, 8 enero 1914, p. 252).

El mayor problema con el judaísmo, para Kafka, era el hecho de que su padre fuese judío, y consecuentemente Kafka se sentía fuertemente atraído hacia él al tiempo que se revolvía contra él. Recibió una educación clásica que parece no haber sido en absoluto del interés de Kafka, quien fue un estudiante mediocre (Pawel, 1984).

Un elemento importante en la vida de Kafka fue su amistad con Max Brod, que comenzó cuando ambos eran universitarios y duró hasta la muerte de Kafka a los 41 años. Brod describe a Kafka como reservado, pero comprometido en su vida con Brod y otros dos amigos que se llamaban a sí mismos "Los cuatro de Praga". Él era "uno de los hombres más divertidos que he conocido, a pesar de su timidez, a pesar de su reserva" (Brod, 1960, pp. 39-40). Aunque Brod nació con una grave desviación de la columna vertebral, su incontenible entusiasmo por la vida ayudó a animar a Kafka durante la mayor parte de la vida adulta de éste (Robert, 1992). Brod (1960) describe a Kafka como "irónicamente considerado con las locuras del mundo, y por tanto lleno de un humor triste" (p. 67).

Kafka se sintió poderosamente impulsado a escribir desde una edad temprana, pero mantuvo su interés en secreto hasta  bien avanzados sus años en la Universidad Alemana de Praga (Pawel, 1984). Sólo tras varios años de amistad con Brod, Kafka admitió cautelosamente ante él que escribía historias. Requirió una enorme confianza de Kafka en Brod que le enseñara algo de lo que escribía. Tras leer algunas de las historias de Kafka, Brod estaba convencido de que Kafka era un escritor con enorme talento. El propio Brod era autor de poesía, ficción, teatro y crítica literaria, y fue profusamente publicado incluso durante sus años universitarios; de hecho, durante la vida de Kafka, de los dos, Brod era con mucho el escritor más conocido y mejor considerado.

Brod tenía en tan alta estima el trabajo de Kafka que en la reseña de un libro que publicó, Brod terminaba diciendo que el autor del libro reseñado era uno de los autores contemporáneos de habla alemana más sobresalientes y merecía un lugar junto con los otros tres grandes escritores de su época, uno de los cuales era Kafka. Brod hizo esta afirmación en letra impresa a pesar del hecho de que, en aquél momento, Kafka no había publicado una sola línea de su obra (Pawel, 1984). Con ayuda de Brod, Kafka, a los 23 años, comenzó a publicar un puñado de historias muy breves en revistas literarias, aunque ni él mismo tenía en consideración lo que escribía.

Aunque no tenía el menor interés en las leyes, Kafka, junto con Brod, decidió formarse en ellas para asegurarse de que serían capaces de ganarse un sustento. Kafka se tituló como Doctor en Derecho e hizo las prácticas de un año requeridas en los tribunales de Praga. Pasó casi todo el resto de su vida trabajando como administrador en el Instituto de Seguros de Accidentes del Trabajador, una agencia semigubernamental que se encargaba de la seguridad y la cobertura de seguros de los trabajadores. Kafka fue un empleado talentoso, popular y apreciado que ganó promociones de forma regular a lo largo de su carrera (Citati, 1990). Sin embargo, se sentía incesantemente atormentado por el hecho de que su trabajo le dejaba poco tiempo y escasa energía para escribir: "Que yo, en tanto no me libere de mi oficina, estoy simplemente perdido, es para mí de lo más claro" (Diarios, 2 enero 1910, p. 31). Y casi dos años después: "Mientras que aquí, en la oficina… debo robar un pedazo de su propia carne a un cuerpo capaz de tal felicidad [mientras escribe]" (Diarios, 3 octubre 1911, p. 62)

Kafka, en la veintena y principio de la treintena, continuó viviendo en casa mientras trabajaba en la compañía de seguros y escribiendo algunas de sus mejores obras, incluyendo "El fogonero" (1913), "La metamorfosis" (1915), y el principio de El Proceso (escrita entre 1914 y 1924 y publicada póstumamente en inglés en 1937). En un estado mental característico de Kafka durante este período de su vida, escribió: "En la oficina, angustia alternando con seguridad en mí mismo… Gran antipatía a 'Metamorfosis'. Final ilegible. Imperfecta casi hasta la médula. Hubiera salido mucho mejor si no hubiera sido interrumpido en aquel momento por el viaje de trabajo" (Diarios, 19 de enero 1914, p. 253).

Los diarios que Kafka mantuvo entre 1910 y 1923 no eran meras anotaciones sobre acontecimientos diarios. Constituyen una obra ingeniosa que entrelaza descripciones detalladas de personas  reales e imaginarias;  un cuestionamiento obsesivo a sí mismo respecto a, por ejemplo, si dejar o no el trabajo y cómo veía el sionismo de Brod; comienzos de historias; dibujos a pluma y a tinta (en su adolescencia había considerado el convertirse en pintor en lugar de en escritor); narraciones detalladas de sueños (sin interpretación); piezas de crítica literaria muy compacta; poemas en prosa de una frase ("Noche clara de vuelta a casa; claramente consciente de lo que en mí es sólo pálida apatía, tan alejado de una gran claridad que se expanda sin estorbos" (Diarios, 12 de enero 1914, p. 252).

Kafka se sentía cada vez más impulsado a escribir, pero encontraba el acto de escribir física y emocionalmente agotador: "Mi talento para describir mi vida semejante al soñar ha empujado todo lo demás a un segundo plano… Pero con la fuerza que puedo reunir para esa descripción no se va a poder contar: tal vez ya haya desaparecido para siempre" (Diarios, 6 de agosto 1914, p. 302).

Kafka había sido un niño débil y, en la adolescencia y etapa adulta, desarrolló numerosas dificultades somáticas (dolores de cabeza aplastantes que duraban días, insomnio, fatiga, dolor abdominal, y extrema sensibilidad al ruido). Los exámenes médicos no consiguieron revelar una etiología física para ninguno de estos síntomas. Kafka admitió que era un hipocondriaco severo y en muchas ocasiones llevó a cabo "tratamientos" de una semana en sanatorios, donde se le daba la última "cura" de hierbas.

Para Kafka, equiparable a escribir como medición de su valía, era su capacidad para convertirse en un hombre independiente de sus padres, casarse y tener hijos. Su introducción al sexo se produjo siendo adolescente, cuando su padre, en un arranque de desprecio por lo que consideraba la falta de virilidad de su hijo, lo llevó a un burdel. Aunque Kafka, en la veintena, fue capaz de tener sexo con prostitutas y con mujeres de clase obrera mucho más jóvenes que él, le daba un miedo de muerte ser impotente con una mujer madura que le gustase y a quien respetara (Pawel, 1984).

Entre los 29 y los 34 años, Kafka se vio enredado en una relación con Felice Bauer, una mujer judía que vivía en Berlín, a quien conoció en casa del padre de Max Brod. La relación parecía ir bien en los primeros meses cuando consistía totalmente en un intercambio de cartas. Felice pedía reiteradamente que se encontraran en persona, algo que Kafka temía y pospuso tanto como pudo. Cuando finalmente se encontraron, se encontraron el uno al otro sólo moderadamente interesantes y físicamente atractivos (Canett, 1974). Ambos parecían sentir que el asunto de casarse era un paso importante en ese momento de sus vidas, así que persistieron obstinadamente en liberar a Kafka de su preocupación obsesiva de que las demandas de matrimonio matarían su capacidad para escribir. Equilibrando su temor a casarse estaba su miedo a hacerse viejo solo (Diarios, 1916).

En el curso de la relación de cinco años con Felice Bauer, Kafka sintió una angustia casi continua respecto a si casarse o romper la relación. Se comprometieron dos veces durante estos años. En ambas ocasiones, Kafka rompió el compromiso después de varios meses. Kafka describió la primera fiesta de compromiso:

Estuve atado de pies y manos como un criminal. Si me hubieran sentado en un rincón con cadenas de verdad, y hubieran puesto policías frente a  mí, y me hubieran, de esa forma, dejado sólo mirar, no habría sido peor. Y eso era mi compromiso; todo el mundo hacía un esfuerzo por traerme a la vida, y cuando no podían, por soportarme tal como era. Felice… por supuesto de forma totalmente justificada… fue la que más sufrió. Lo que era para los demás una ocurrencia pasajera, para ella era una amenaza [porque ella era la que se casaría con Kafka]. [Diarios, 6 junio 1914, pp. 275-276]

Aquí, como en muchas de las entradas de diario y cartas de Kafka, es imposible para el lector (y supongo que para Kafka) separar la autocompasión, el humor negro y una expresión de dolorosos sentimientos de indefensión respecto a como ir más allá (para escapar) de sí mismo y de sus temores de siempre. En medio de la relación de cinco años con Felice Bauer, Kafka, a los 32 años, se fue por primera vez de casa de sus padres a unas habitaciones alquiladas; fue capaz de escribir en arrebatos, pero caía en severos bloqueos como escritor (de hasta 18 meses); sus diarios estaban repletos de una interminable rumiación, incluyendo listas de razones a favor y en contra del matrimonio.

Antes del segundo compromiso con Felice, en una carta a Max Brod, Kafka imaginó a modo de parodia cómo vivirían juntos:

Nos casaremos… alquilaremos dos o tres habitaciones… y cada uno seremos responsables de nuestras necesidades financieras por separado. Felice seguirá trabajando como antes, mientras que yo… me tumbo en el sofá alimentándome de miel y leche [es decir, él se quedaría en casa escribiendo]. [Pawel, 1984, p. 345]

A pesar (o tal vez a causa de ello) del tormento que estaba viviendo en relación con la perspectiva del matrimonio, durante estos años Kafka escribió y publicó varias de sus historias más famosas y escribió gran parte de El Proceso (1937). Pero Kafka estaba convencido de que escribir y vivir en el mundo real (es decir, con otras personas) eran modos de estar mutuamente excluyentes. "Debo estar solo mucho tiempo… Lo que logro es sólo el resultado de estar solo… el miedo a la conexión, a pasar al otro. Entonces no estaré nunca más solo" (Diarios, 21 julio 1913, p. 225).

Pero también reconocía que estar solo a menudo lo llevaba a entrar en periodos aparentemente interminables de una especie de pensamiento que no iba a ninguna parte:

Odio la introspección activa. Explicaciones del alma, tales como: ayer estaba así, por esta razón; hoy estoy así, y por esta razón. No es cierto, ni por esta ni por aquella razón y, por tanto tampoco así ni asá. [Diarios, 9 de diciembre 1913, pp. 244-245]

Durante el periodo del segundo compromiso con Felice, Kafka empezó a toser sangre, lo que hizo que le diagnosticaran tuberculosis. En lugar de sentirse destrozado por el diagnóstico, estaba prácticamente eufórico. Brod describió el estado mental de Kafka en los siguientes términos: "Kafka la ve [la tuberculosis] como psicogénica, su salvación del matrimonio, por así decirlo. Él lo llama su derrota final. Pero ha estado durmiendo bien desde entonces. ¿Liberado? (Pawel, 1984, p. 360). No sólo el insomnio crónico de Kafka desapareció tras serle diagnosticada la tuberculosis; sus dolores de cabeza también "se fueron por el desagüe", según una carta que escribió a Felice en 1917 (Pawel, 1984, p. 360). En otra carta, de septiembre de 1917, Kafka escribía: A veces, me parece como si el cerebro y los pulmones se hubieran comunicado sin mi conocimiento. 'Las cosas no pueden seguir así' dijo el cerebro; y tras cinco años, los pulmones se ofrecieron a echar una mano" (Pawel, 1984, p. 364).

Dos años después Kafka rompió su segundo compromiso con Felice Bauer, se prometió en matrimonio con otra mujer, para terminar rompiendo ese compromiso tras seis meses. En este momento fue cuando escribió la carta de 45 páginas publicada como Carta a su padre (1919).

Kafka, con la salud deteriorada, se mudó de sus habitaciones alquiladas a casa de su hermana pequeña, Ottla. Estuvieron muy cercanos y ella cuidaba de él y lo adoraba. Kafka continuó trabajando en la compañía de seguros durante breve períodos de tiempo entre bajas médicas cada vez más prolongadas. A los 37 años, Kafka emprendió la que probablemente fue su relación amorosa más apasionada con una mujer. Milena Jesenska, una escritora y activista política de 24 años, que se presentó a Kafka con una carta pidiéndole permiso para traducir su obra al checo. La correspondencia se hizo muy apasionada. Kafka, una vez más, pospuso el encuentro cara a cara. Cuando finalmente se encontraron, Kafka se enamoró profundamente de ella, pero ella entendió rápidamente que para él era sólo una mujer imaginaria, y que nunca sería capaz de llevar adelante una relación real con ella (Pawel, 1984). Ella terminó la relación, pero se había vuelto tan importante para él que un año después le dio a ella todos sus diarios.

Aunque Kafka alcanzó cierto reconocimiento como escritor en Praga, su reputación nunca se extendió más allá de esa ciudad durante su vida (Citati, 1990). En los dos últimos años de su vida, según avanzaba la tuberculosis, la fuerza de Kafka disminuía y perdió peso hasta el punto en que se convirtió en un mero esqueleto. Un año antes de morir, conoció a una mujer de 19 años, Dora Damiant, que había crecido en Palestina y era profesora en un campamento de niños  judíos cercano al sanatorio donde vivía Kafka. Parecía amarlo genuinamente y lo cuidó muy bien, aunque ninguno de los dos tenía apenas dinero (Pawel, 1984). La salvaje inflación de Alemania en aquel momento había hecho que la pensión de Kafka prácticamente no tuviera valor. Él y Dora vivían de forma sencilla, a menudo sin gas ni electricidad porque no tenían dinero para pagar las facturas. Max Brod y la hermana de Kafka, Ottla, les mandaban comida, que era lo único que se interponía entre ellos y la inanición. Curiosamente, Dora no estaba interesada en absoluto en la literatura y parecía ver la escritura de Kafka como un competidor por la atención de éste.

Los estándares tan imposiblemente elevados que Kafka tenía para su escritura lo llevaron a publicar sólo 14 historias breves y numerosos bosquejos breves en su vida. Ninguna de sus tres novelas inacabadas –El Proceso, El Castillo y Amérika- fue publicada mientras Kafka estaba vivo. De hecho, Kafka instruyó a Max Brod, a quien designó como su agente literario, para quemar todos los manuscritos, blocs de notas, dibujos, cartas y diarios que quedaran en su apartamento de Praga tras su muerte, y que le pidiera a todo aquél a quien le hubiera escrito cartas o enviado historias o diarios que los devolviera o los destruyese (Brod, 1960).

Cuando Kafka murió, Brod decidió no llevar a cabo la petición de Kafka. Creía que Kafka sabía que Brod nunca podría destruir ninguna de las cartas, diarios o manuscritos de Kafka. De hecho, le había dicho a Kafka años antes: "Si alguna vez lo piensas seriamente [pedirme que destruya tus manuscritos tras tu muerte]… deja que te diga que no cumpliría ese deseo" (Brod, 1953, p. 254). (Los manuscritos que Kafka dejó con Dora Daimant nunca se publicaron y fueron destruidos por la Gestapo al final de la década de los 30). Además de preservar los manuscritos, Brod se dedicó a organizar la publicación de la totalidad del trabajo no publicado de Kafka, incluyendo sus diarios y cartas. Si Brod no hubiera hecho estos esfuerzos por preservar y publicar el trabajo de Kafka, es muy improbable que Kafka nos resultara conocido hoy en día.

La penúltima historia que Kafka escribió es "Un artista del hambre" (1924). Esta fue escrita en la primavera de 1922, mientras el propio Kafka estaba muriendo lentamente de inanición: su tuberculosis se había extendido a su garganta, haciendo que le resultara casi imposible tragar. La última pieza de trabajo que Kafka realizó en los últimos días de su vida fue revisar las galeradas para la publicación de esta historia. De todas las suyas, ésta era una de las pocas que él valoraba. En una segunda solicitud a Brod, le pidió que todos sus manuscritos fueran destruidos, pero dijo que había un puñado de trabajos publicados "que contaban" (Kafka citado por Brod, 1953, p. 253), uno de los cuales era "Un artista del hambre". Pero incluso estas historias publicadas, insistió Kafka, no debían ser reeditadas y, a su debido tiempo, "deberían desaparecer todas juntas" (p. 253).

El amigo y médico de Kafka, Robert Klopstock, describió a Kafka en los últimos días de su vida:

La condición física de Kafka en este momento y la situación de, literalmente, morir de inanición, eran verdaderamente horribles. Leer las pruebas [de "Un artista del hambre"] debe haber sido no sólo una presión emocional tremenda, sino también una especie aplastante de encuentro espiritual con su antiguo self, y cuando hubo terminado, las lágrimas estuvieron fluyendo durante mucho tiempo. Era la primera vez que lo veía expresar abiertamente sus emociones de esta manera. Kafka siempre había mostrado un autocontrol casi sobrehumano. [Pawel, 1984, p. 445]

El 11 de junio de 1924, murió Kafka a los 41 años, un abogado pobre, soltero y retirado, y un autor escasamente conocido. Sus tres hermanas y Milena Jesenska fueron asesinadas posteriormente en los campos de concentración alemanes. Max Brod se asentó en Tel Aviv, donde falleció a la edad de 84 años.

"Un artista del hambre"

La historia de Kafka comienza:

En las últimas décadas, el interés por los ayunadores ha disminuido muchísimo. Antes era un buen negocio organizar grandes exhibiciones de este género como espectáculo independiente, pero hoy eso es totalmente imposible. Ahora vivimos en un mundo diferente[1]. [p. 268][2]

En esta frase de apertura, se aprecia una nota que resuena a lo largo de gran parte del resto de la historia: el tiempo y el espacio psíquico se están contrayendo, el tiempo pasa, y la vitalidad es un estado en grave deterioro. La segunda frase tiene un matiz de locura, puesto que los "ayunadores" están vinculados con la frase grandiosa "grandes exhibiciones" y con la meticulosidad  burocrática de las palabras "totalmente imposible". Pero lo más llamativo sobre el inicio de la historia es la frase: "Ahora vivimos en un mundo diferente". Este pronunciamiento crea un nosotros (el narrador, el artista del hambre y el lector) y un ahora que tiene el efecto de cerrar la puerta tras el lector cuando entra en el mundo de la historia. Kafka no se limita a hablar al lector acerca del mundo en el que está a punto de entrar; muestra ese mundo al lector mediante la acción del lenguaje:

Entonces, toda la ciudad se interesaba por el ayunador; aumentaba su interés a cada día de ayuno; todos querían verlo siquiera una vez al día; había quienes compraban abonos para asistir a los últimos días del ayuno y se sentaban ante la pequeña jaula del ayunador; había, incluso, exhibiciones nocturnas, cuyo efecto era realzado por medio de antorchas; en los días buenos, se sacaba la jaula al aire libre, y era entonces cuando les mostraban el ayunador a los niños. Para los adultos aquello solía ser sólo una broma, en la que tomaban parte por moda; pero los niños, permanecían boquiabiertos, cogidos de las manos entre sí para sentirse más seguros, maravillándose cuando aquel hombre pálido, con camiseta oscura, de costillas salientes, se sentaba no ya en un asiento, sino entre la paja esparcida por el suelo, ofreciendo, a veces,  un cortés saludo con la cabeza, respondiendo con forzada sonrisa a las preguntas que se le dirigían o tal vez estirando un brazo entre los hierros para que se apreciara su delgadez, retirándose después de nuevo a sí mismo, no prestando atención a nadie ni a nada, ni siquiera a la importante marcha del reloj, única pieza de mobiliario que se veía en su jaula, sino, simplemente, mirando al vacío con los ojos semicerrados, tomando de cuando en cuando un sorbito de agua de un diminuto vaso para humedecerse los labios. [p. 268]

La totalidad de un mundo interno se muestra en esta extensa frase, que se mueve a la perfección de oración en oración.  El pasaje es una colección al estilo de Breughel de miniaturas detalladas y repelentes. El efecto creado es el aprisionamiento en un presente continuo, incesante. Las frases son simples, compuestas en su mayoría por palabras de una o dos sílabas: "la pequeña jaula ", "sólo una broma", "entre la paja", "costillas salientes", "forzada sonrisa", "mirando al vacío". Lo horroroso es ordinario y lo ordinario es horroroso. Es más, mientras que la historia es contada en pasado por el narrador –cuando presenta su recuerdo del artista del hambre- la sonora repetición de participios presente contribuye a la transformación del tiempo verbal en un eterno presente: "salientes", "ofreciendo", "respondiendo", "respondiendo", "estirando", "retirándose", "prestando", "tomando".

El narrador y el artista del hambre están estrechamente vinculados, siendo, tal vez, dos aspectos de una misma persona. El narrador está íntimamente familiarizado con las circunstancias del artista del hambre, su conducta y su estado mental y tiene a su disposición palabras, mientras que el artista del hambre o bien permanece en silencio o bien utiliza las palabras (no citadas) como parte del espectáculo. Y sin embargo no queda claro que el narrador esté más capacitado para pensar que el artista del hambre. El narrador usa palabras para describir, pero lo hace de un modo mecánico casi totalmente dedicado al sentimiento, la autoobservación o el insight sobre la vida interna del artista del hambre o la suya propia. El artista del hambre no es tanto una persona como una "criatura"  impetuosa (p. 271). No se le da un nombre y, en el título de la historia, ni siquiera es "El artista del hambre", es simplemente "Un artista del hambre. No sólo no se le da un nombre; el nombre sustituto que se le da –artista del hambre- constituye una denominación amargamente irónica, en tanto no hay arte (es decir, expresión creativa de una estética personal) en el ayuno maratoniano.

Si sus ayunos no son considerados creíbles por su audiencia, es decir genuinas hazañas de autodeprivación, el artista del hambre no es nadie. Consecuentemente, nada es para él más importante que demostrar sin lugar a dudas que es un artista del hambre genuino y no un embaucador. Agradece el  escrutinio de sus ayunos:

 Aparte de los espectadores casuales, había también vigilantes permanentes, tres por turno… [para] vigilar día y noche al ayunador por si éste pudiera alimentarse mediante algún recurso secreto … [Algunos vigilantes] era muy laxos en el cumplimiento de su deber … pretendiendo dar al artista del hambre la oportunidad de un respiro… Nada molestaba al artista más que estos vigilantes; lo hacían sentir desgraciado; hacían que su ayuno pareciera insoportable; a veces conseguía sobreponerse a su debilidad lo suficiente como para cantar durante su vigilancia mientras podía, para mostrarles lo injustas que eran sus sospechas.  Pero de poco le servía; sólo se maravillaban de su habilidad para poder tener la boca llena incluso mientras cantaba. [pp. 268-269]

El temor del artista del hambre de ser considerado un fraude es reminiscente de la incesante duda de Kafka sobre sus capacidades como escritor y como hombre. Los extremos a los que llega el artista del hambre para defender la autenticidad de su "arte" son al mismo tiempo impresionantes, por su ingenuidad y tristemente patéticos por su ceguera ante el hecho de que sus esfuerzos están tan evidentemente condenados al fracaso.

El artista del hambre emprende su tarea metódicamente, pero es completamente incapaz de tomar distancia de ella, de pensar en ella o aprender de la misma.

Se sentía feliz ante la perspectiva de pasar toda la noche en vela con… vigilantes [que se tomaban en serio su trabajo]; estaba dispuesto a bromear con ellos, a contarles historias de su vida vagabunda, lo que fuera por mantenerlos despiertos y demostrarles de nuevo que no tenía comestibles en su jaula y que ayunaba como ninguno de ellos podría hacerlo. [p. 269]

El lenguaje de esta frase, para mí, combina una referencia a Don Quijote ("historias de su vida vagabunda") que sirve para subrayar (por contraste) la total ausencia de encanto, inocencia o humor en el personaje del artista del hambre. En lugar de la fe ingenua de Don Quijote, encontramos la desesperada obsesión del artista del hambre. Es más, la cláusula añadida "que ayunaba como ninguno de ellos podría hacerlo" resalta porque ofrece una primera vislumbre de la grandiosidad del artista del hambre: se siente superior a aquellos que no son capaces de ayunar tanto como él.

Puesto que nadie puede vigilar al artista del hambre 24 horas al día durante los 40 días de su espectáculo, el propio artista del hambre está, por tanto "obligado a ser el único espectador completamente satisfecho de su propio ayuno" (p. 270). En otras palabras, es imposible demostrar la prueba del mérito del artista del hambre a nadie que no sea él mismo, e incluso es imposible probarse a sí mismo su valía, como refleja el hecho de que se ve empujado a repetir su espectáculo una y otra vez. Puede conocer de la veracidad de su ayuno, pero no tiene la capacidad de saber la verdad de quién es.

Que la bizarra existencia del artista del hambre (el vivir en aislamiento de los otros y de sí mismo) sea autocreada lo hace todo más horroroso e ineludible. Las prisiones del artista del hambre (y de Kafka) son completas y sin escapatoria porque el universo se ha encogido hasta tener el tamaño de la pequeña jaula en la que ambos pasan su vida.

En este punto, la historia toma un giro totalmente inesperado. El narrador observa que lo que más preocupa al artista del hambre no es la dificultad de convencer al público de la autenticidad de su ayuno. Lo más difícil de soportar para él es un hecho que "sólo él conocía: lo fácil que era ayunar" (p. 270). Los ayunos de 40 días (que llevaban al artista del hambre "a una delgadez esquelética" [P. 270]) no son en absoluto difíciles de llevar a cabo. Lo difícil para él es vivir con esta conciencia. Este reconocimiento –que ayunar le resulta fácil- es la primera indicación de que el artista del hambre es capaz de pensar y de tener autoconciencia.

En este momento de la historia, el artista del hambre comienza a volverse humano en la mente del lector (y, parece, en nuestra propia mente). Es en el mismo acto de contar la historia en que el narrador (que apenas se distingue psíquicamente del artista del hambre) alcanza una forma de conciencia de la que previamente no había sido capaz. Pero la experiencia de volverse humano en este sentido es momentánea e insoportable para el artista del hambre. Justo tras su acto de autoconciencia e incipiente auto-reconocimiento, el artista del hambre (y el narrador) descienden, una vez más, a lo absurdo, esta vez en forma de amargura y rabia. La sentencia que sigue inmediatamente a la revelación de su conciencia de que ayunar le resulta fácil es la afirmación rotunda: "Era lo más fácil del mundo" (p. 270).

El lenguaje, aquí, es extraordinario. Aunque no pueda oír las palabras (es decir, no son citadas) del artista del hambre, el lector puede escuchar en las palabras "Era lo más fácil del mundo" algo de la voz jactanciosa, burlona y arrogante del propio artista del hambre. El narrador es un personaje demasiado formal y desapasionado para usar la lengua vernácula en que está "dicha" esta frase. La autoconciencia naciente de la frase anterior es destruida por esta arrogante afirmación. El lector puede sentir que el artista del hambre se está perdiendo de nuevo en la obsesión que lo consume. El artista del hambre deplora el hecho de que:

El periodo máximo de ayuno fue fijado por el empresario [su mánager y colega en "el espectáculo"] en cuarenta días… ¿Por qué evitarle la fama que conseguiría de seguir ayunando, de ser no sólo el mayor ayunador de todos los tiempos, cosa que probablemente ya lo era, sino también la de batir su propio récord más allá de la imaginación humana, puesto que él sentía que su capacidad de ayunar no tenía límites? [pp. 270-271]

Parece que la conciencia del artista del hambre de que ayunar le resulta fácil hace que su vida se vuelva inútil y sin sentido, haciéndolo caer en enloquecidos ataques de rabia. ¿Por qué demostrar interminablemente (en el espectáculo de ayuno de 40 días) algo que no merece la pena demostrar siquiera una vez más? El artista del hambre busca alivio de su dolor psíquico arrojándose convulsivamente a un estado de omnipotencia enloquecida, en la que proclama que puede ayunar más y durante más tiempo con cada espectáculo, pudiendo, en último lugar, ayunar "sin límites" (p. 271), es decir, para siempre.

En otras palabras, el artista del hambre, incapaz de tolerar su momento de autoconciencia, es "reducido a la omnipotencia" (Bion citado por Grotstein, 2003). En respuesta al autorreconocimiento momentáneo, insoportable, reniega de su pertenencia a la raza humana –una especie que requiere alimento para vivir- y, en su lugar, reclama un lugar en un mundo no humano (un mundo "más allá de la imaginación humana" [p. 271]) que  gobierna mediante un pensamiento omnipotente.

El descenso del artista del hambre al espacio psíquico implosivo  de la omnipotencia tiene su reflejo en la popularidad cada vez menor de los espectáculos de ayuno en Europa. Para el artista del hambre, esto significa el colapso del apoyo externo a su locura. Las descripciones que el narrador ofrece del estado físico y emocional del artista del hambre se hacen aún más terribles de lo que han sido hasta este punto. Al final de uno de los últimos espectáculos de 40 días:

…la cabeza le colgaba sobre el pecho, como si hubiera aterrizado allí por casualidad; el cuerpo estaba como vacío; las piernas, en un acceso de autoprotección, apretaban sus rodillas una contra otra, arañando el suelo como si éste no fuera realmente sólido, como si estuvieran intentando hallar un terreno firme. [p. 271]

La repetición, tres veces, de las palabras "como si" subraya el modo en que el artista del hombre,  no es en este momento, "realmente" una persona, sino sólo un "acceso de autoprotección", que recuerda superficialmente a una vida humana. La conciencia emergente del artista del hambre de que ayunar es fácil para él ha convertido en inútiles sus espectáculos de ayuno y toda su existencia. La autoconciencia es intolerable; la conciencia como tal ha sido destruida y reemplazada por el pensamiento omnipotente. En ese estado, nada se siente real ni sustancial (incluido uno mismo): "El suelo [para él no era] realmente sólido". En cambio, sus pies arañaban el suelo "como si estuvieran intentando hallar un terreno firme", intentando en vano sentir el suelo como real, es decir, como un mundo sólido, palpable, con existencia fuera de su mente. El artista del hambre siente desprecio por los demás, y se siente ajeno a ellos porque no consiguen entender lo que sólo él sabe. "Era imposible luchar contra… todo un mundo de incomprensión [la no creencia de los demás en su capacidad para mayores proezas de ayuno]" (p. 273).

Una vez que los espectáculos de ayuno hubieron pasado totalmente de moda, el artista del hambre se une a un circo, donde ocupa una jaula entre los animales. Según pasa el tiempo, la gente camina junto a su jaula dedicándole poco más que una mirada.

Podía ayunar cuanto quisiera y así lo hizo… La tablilla que indicaba los días de ayuno transcurridos, que al principio se cambiaba cuidadosamente cada día, permanecía desde hacía mucho en el mismo número,… y así el ayunador continuó ayunando, como siembre había deseado, pero nadie contaba los días, nadie, ni siquiera el mismo ayunador, sabía qué records estaría batiendo. [pp. 276-277).

El artista del hambre está  ahora totalmente inmerso en el mundo de lo abyecto: nada tiene importancia. Lo que una vez lo consumía totalmente –demostrar al mundo su capacidad para espectáculos de ayuno más y más largos- no sirve ya para conectarlo con el mundo externo. Incluso el sistema de números termina resultando carente de significado: cuarenta días, seis días, ocho días, todos han terminado por no distinguirse unos de otros. El artista del hambre está, en este momento, flotando en la falta de tiempo y de significado.

Finalmente, el encargado del circo nota la jaula aparentemente vacía y descubre al artista del hambre débil y emaciado enterrado en la paja al fondo de la jaula.

"¿Todavía estás ayunando? Preguntó el capataz. "¿Cuándo piensas parar de una vez?" "Perdónenme todos -susurró el ayunador”; sólo lo comprendió el inspector, que tenía el oído pegado a la reja- … “Siempre había deseado que admiraran mi ayuno" dijo el artista del hambre. "Lo admiramos", respondió el encargado afablemente. "Pero no deberían admirarlo", dijo el artista del hambre. "Bueno, entonces no lo admiramos -dijo el encargado- pero ¿por qué no deberíamos admirarlo?" "Porque tengo que ayunar, no puedo evitarlo" dijo el artista del hambre. "Vaya tipo estás hecho  -dijo el inspector- ¿y por qué no puedes evitarlo?" "Porque -dijo el artista del hambre levantando un poco la cabeza y hablando, alargando los labios como para un beso, en la misma oreja del inspector para que no se perdiera ni una sola sílaba- porque no pude encontrar comida que me gustara. Si la hubiera encontrado, créeme, no habría montado ningún alboroto y me habría atiborrado como tú y como todos. Estas fueron sus últimas palabras, pero en sus ojos oscurecidos permanecía la firme, aunque ya no orgullosa, convicción de que seguiría ayunando. [pp. 276-277]

Este final de la historia, en su penúltimo párrafo, es, para mí, cada vez que lo leo, totalmente una sorpresa. Por primera vez en la historia, el artista del hambre habla por sí mismo (es decir, se citan directamente sus palabras). También, por primera vez, se introduce otro personaje –el encargado, una persona que piensa, siente y observa- una apersona que reconoce al artista del hambre como ser humano (en oposición a un artista o una criatura) y siente compasión genuina por él.

El encargado parece capaz de "ver" las necesidades psicológicas infantiles del artista del hambre y no se siente repelido por ellas. Esta compasión es patéticamente transmitida por las palabras ordinarias pero profundamente tiernas del encargado: "Menudo tipo estás hecho". La comprensión humana por parte del encargado es un contexto necesario para el desarrollo de la capacidad del artista del hambre de ser consciente de sí mismo, y de confiar ese entendimiento a otra persona. El artista del hambre reconoce que no hay nada admirable y, ciertamente, nada mágico ni sobrehumano en su ayuno: "tengo que ayunar, no puedo evitarlo". Explica (en lo que a mí me parece la frase más potente de la historia) por qué no puede evitar ayunar:

"Porque” -dijo el artista del hambre levantando un poco la cabeza y hablando, alargando los labios como para un beso, en la misma oreja del inspector para que no se perdiera ni una sola sílaba- “porque no pude encontrar comida que me gustara". [p. 277]

La comprensión que de sí mismo tiene el artista del hambre se transmite no sólo por los significados de las palabras, sino también por la misma estructura de la frase. Las palabras pronunciadas por el artista del hambre envuelven literalmente las tiernas palabras del narrador. El artista del hambre y el narrador, juntos ahora por primera vez, parecen dos caras de una persona integrada, que se observa a sí misma, capaz a un tiempo de sentir (ser consciente de sí mismo en la experiencia) y pensar y hablar sobre la experiencia. Tras la palabra porque (pronunciada por el artista del hambre), el self narrador habla de –y al hacerlo atiende a- el artista del hambre como infante en brazos del encargado como madre.

Las palabras del narrador son pronunciadas en siete pequeñas partes: "Levantando un poco la cabeza/ y hablando/ alargando los labios/ como para un beso/ en la misma oreja del inspector/ para que no se perdiera/ ni una sola sílaba". Esta cuidadosa parcelación de las palabras, para mí, provoca el sentimiento de una madre alimentado a un bebé a cucharaditas, esperando tras cada una de ellas que el infante saboree, sienta y trague la comida, y esté listo, luego, para la siguiente. Es más, el sonido y el ritmo de las palabras "alargando los labios, como para un beso", cuando se leen en voz alta, crean en la boca y el oído del lector el sonido y el sentimiento de un beso. La conciencia, en estas frases, es tanto un acontecimiento sensorial como un acontecimiento cognitivo simbolizado verbalmente, es tanto un acontecimiento interpersonal como intrapsíquico.

La cláusula que cierra esta frase  -"Porque no pude encontrar comida que me gustara"- completa, estructuralmente el envoltorio de las palabras del artista del hambre a las tiernas palabras del narrador (ahora el self narrador/observador). La autoconciencia que transmite esta última parte de la frase es llamativa y muy inesperada. Se transmite un complejo sentimiento de "yoidad" en la autocomprensión en capas que se desprende de estas palabras, a la vez que es creado por ella. El artista del hambre ha desistido de comer no como consecuencia de la conquista del cuerpo por parte de la mente, sino como consecuencia del hecho de que no tiene apetito por la comida que ha encontrado hasta este momento en su vida. Lo que se sugiere –y sólo se sugiere- es la conciencia emergente del artista de la más triste de las verdades: no encontró comida que le gustara porque dicha comida no existe, o –tal vez incluso peor- porque no tenía apetito por ninguna comida, por ninguna persona, por la vida como tal. Uno no puede evitar pensar en Kafka, a lo largo de toda su vida, sintiéndose atormentado por estas posibilidades interiores.

Y, al mismo tiempo, tranquila y oportunamente en estas mismas frases se está creando una experiencia emocional diferente: incluso cuando el artista del hambre reconoce y dice al encargado que nunca encontró comida que le gustara, el lector puede escuchar y sentir en el lenguaje que el artista del hambre está, en realidad, apurando esa comida que dice no haber encontrado: el "alimento" consistente en el sentimiento de amar y ser amado, la experiencia de ver y ser visto (por el "encargado"). Las frases crean una experiencia al leer en la que el sentimiento de apetito por la vida que viven otras personas está inequívocamente presente.  En este momento coexiste la inminencia de la muerte y de una nueva vida (nunca antes sentida).

La intimidad de la conversación verbal e interior entre el artista del hambre y el encargado es destruida por la frase que le sigue inmediatamente: "Si la hubiera encontrado [comida que me gustara], créeme, no habría montado ningún alboroto y me habría atiborrado como tú y como todos" (p. 277). Cada vez que leo estas palabras, me estremezco. Profanan algo sagrado. Atrás quedó la delicada parcelación de las frases, la elegancia de la función de sostén llevada a cabo por la estructura de las oraciones, y la música de un beso. En su lugar, está lo torpe ("créeme") y lo vulgar ("atiborrado"). El encargado se ve reducido a lo genérico ("como tú y como todos"). Es como si todo lo precedente nunca hubiera tenido lugar. Estas palabras absurdas, vulgares, desdeñosas, "fueron sus últimas palabras, pero en sus ojos oscurecidos permanecía la firme, aunque ya no orgullosa, convicción de que seguiría ayunando". Continuó ayunando, aunque ya no de forma tan arrogante e omnipotente; ayunaba porque creía que no había encontrado comida que le gustara.

La triste ironía aquí es que había encontrado una comida que le gustara en la experiencia de dar y recibir amor, y de reconocer y ser reconocido. La tragedia de la vida del artista del hambre no era que no pudiese encontrar una comida que le gustara; sino que la tragedia reside en el hecho de que habiéndola encontrado (habiéndose encontrado a sí mismo), la rechazó, como se rechazó a sí mismo (y a la conciencia que había en ambos). No se define porque tuvo que asaltar tan salvajemente ese estado mental en que era consciente de haber hallado una comida que le gustara –la experiencia de ser visto con amor y de ver con amor. Tal vez el artista del hambre no pudiera soportar reconocer lo pequeña que había sido en su vida la experiencia de ver y ser visto con amor; o tal vez le resultaba intolerable reconocer lo poco capaz que había sido de reconocer el amor que había estado allí para él. O tal vez es simplemente parte de ser humano, de ser consciente de sí mismo, el que algunas experiencias –incluso las que más anhelamos- sean "demasiado para los sentidos,/ demasiado hacinamiento, demasiada confusión-/ Demasiado presente para imaginar" (Frost, 1942, p. 305). De modo que nos damos la vuelta.

La historia parece terminar aquí, pero queda todavía un breve párrafo:

Enterraron al artista del hambre junto con la paja. En la jaula pusieron una pantera joven. Sus guardianes le traían sin dudar la comida que le gustaba; ni siquiera parecía añorar la libertad; su noble cuerpo, provisto de todo lo necesario, parecía llevar consigo también la libertad… La alegría de vivir brotaba de su garganta con tan ardiente pasión que a los espectadores no les resultaba fácil sobreponerse a su choque. Pero se preparaban, se agolpaban en torno a la jaula y no querían ni moverse. [p. 277]

La pantera, en su hambre de vida, parece ser al principio una encarnación del sueño del artista del hambre de encontrar un día "la comida que le gustara" y ser capaz de reconocerla y permitir que le llenara con "la alegría de la vida". Pero en una reflexión posterior, la pantera, aunque llena de vida animal y apetitos animales, no es humana ni consciente de sí misma. El que parezca no notar su confinamiento a una jaula del circo –"ni siquiera parecía añorar la libertad"- es una bendición no disponible para nosotros como seres humanos condenados a sentir el dolor de saber que padecemos dolor a menos que renunciemos a nuestra cordura. Convertirse en humano al mismo tiempo que se permanece cuerdo es estar vivo al dolor inconfundiblemente humano que nace del "regalo" de la conciencia.

Comentarios concluyentes

En la primera parte de este ensayo, he discutido los modos en que Kafka, tanto en su vida como en "Un artista del hambre" (1924) parecía perennemente enredado en una lucha (que a menudo parecía condenado a perder) por lograr y mantener un estado de estar "despierto" (autoconsciente) ante sí mismo, aun a costa de un enorme dolor psíquico. El artista del hambre –y, en mi opinión, también Kafka- no podía encontrar en la vida lo que él quería y necesitaba.

Incluso más pesadilla que no haber sido capaz de encontrar lo que quería de la vida era la posibilidad de que el artista del hambre careciese de apetito por la vida (que fuera incapaz de amar o disfrutar) y que fuera por esta razón porque no podía "encontrar", y nunca encontraría, la comida, la gente, ni un sentimiento del self que le gustara. Y al mismo tiempo, hay otra experiencia, inseparable de la que acabo de describir, a la que se da vida en el lenguaje de la historia: el artista del hambre encontró finalmente la comida que le gustaba, pero sólo pudo obtener placer de ella durante un momento antes de agredir, aunque no destruir completamente, a esa comida y a sí mismo.

"Un artista del hambre" no es simplemente una historia sobre la lucha por lograr la autoconciencia; es una pieza de arte literario en la que Kafka se implicó en un intento de enfrentarse al acto de escribir la historia. Imagino que la experiencia de escribir esta historia ha sido para Kafka la experiencia de escribir una obra de arte que dio testimonio de quién era él de verdad, y, es más, un acto de hacer algo con esa verdad que fuera adecuado para ella (Ogden, 2000). "Tenemos el arte –escribió Nietzsche en 1888- así que no seremos destruidos por la verdad" (ver Grimm, 1977, p. 67)[3]. Me parece que Kafka, al escribir "Un artista del hambre" hizo arte de modo que la verdad a la que ese arte dio forma y vitalidad no lo destruyera.

Tal vez Kafka, al contrario que el artista del hambre, fue capaz de obtener un placer genuino en la experiencia de escribir esta historia y no se sintió obligado a intentar destruir la experiencia. Esta conjetura está respaldada por el segundo grupo de instrucciones a Max Brod, en que le pedía que el manuscrito "Un artista del hambre" no fuera destruido tras su muerte, y por las lágrimas que su amigo y doctor vio "fluyendo durante mucho tiempo" después de que Kafka terminara de leer las pruebas de la historia unos días antes de morir.

En la parte II de este ensayo, discutiré la vida de Borges y su historia "La biblioteca de Babel" (1941), y concluiré la discusión comparando los modos en que Kafka y Borges manejaron en su vida –y en la de su arte- la creación de conciencia.

 

Bibliografía

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San Francisco, CA 94118

 



[*] Este ensayo es el más reciente de una serie de artículos en los que he ofrecido una lectura detallada de la obra de psicoanalistas, escritores creativos y poetas. En los artículos previos y en el ensayo actual, discuto y/o hago uso de la idea de que al igual que el significado del lenguaje reside en el lenguaje, no detrás de él ni bajo él, así, también, el significado inconsciente reside en la conciencia, no detrás ni debajo de ella. Ver, por ejemplo, las discusiones de la obra de Frost (Ogden, 1998, 1999), Stevens (Ogden, 1998), William Carlos Williams (Ogden, 2006a), y Heany (Ogden, 2001a), y las de la obra de Freud (Ogden, 2002), Winnicott (Ogden, 2001b), Bion (Ogden, 2004, 2008), Loewald (Ogden, 2006b) y Searles (Ogden, 2007).



[1] Al ofrecer las lecturas detalladas de una historia de Kafka (1924) en la Parte I de este ensayo, y de una ficción de Borges (1941) en la Parte II, he elegido recurrir a las traducciones al inglés (de W. y E. Muir y de J. Irby respectivamente), puesto que se considera que estas traducciones están entre las más fieles a los textos originales. Por supuesto, los significados y sonidos de las palabras y los ritmos de las frases son diferentes en inglés de los originales en alemán y en castellano. Sin embargo, en las lecturas que ofreceré, usaré estas traducciones inglesas como textos de propio derecho; excede el alcance de este ensayo ofrecer comparaciones entre las traducciones y los textos originales.

[2] Todas las referencias a páginas, a menos que se especifique otra cosa, se refieren a "Un artista del hambre", de Kafka (1924).

[3] "Wir haben die Kinst, damit wir nicht an der Wahrheit zu Grunde gehn".