aperturas psicoanalíticas

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revista internacional de psicoanálisis

Número 045 2013

Estudio sobre el voto religioso de obediencia en la Congregación Religiosa Compañía de Jesús. Análisis, comprensión y propuestas desde las teorías del Enfoque Modular-Transformacional y el Psicoanálisis Relacional

Autor: Roblero, Gabriel Ignacio, SJ

Palabras clave

Compañia de jesus, Voto religioso, enfoque modular-transformacional, Religion, Obediencia, Voto religioso.


Introducción

El siguiente trabajo tiene dos objetivos: 1) presentar, a modo de aportes y desde las teorías del enfoque Modular-Transformacional (EMT) y desde el psicoanálisis relacional, algunos postulados para la comprensión del voto de obediencia en la vida religiosa consagrada, así como también posibles desviaciones que se pueden dar en su vivencia, de un modo específico en la congregación religiosa de la Compañía de Jesús (Jesuitas); 2) desde esas mismas teorías, proponer elementos que ayuden a una mejor interacción entre dos actores que se vinculan en el desarrollo de este voto: el superior y el súbdito pertenecientes a una institución religiosa (congregación, orden, instituto).

El interés por realizar esta monografía surge del descubrimiento de significados y orientaciones que estas teorías del psicoanálisis me han aportado para alcanzar un mejor nivel de comprensión y desarrollo personal en la vivencia de este voto. Para relacionar los distintos temas que abordaré ha sido muy iluminador lo que Mitchell & Black (2004) han escrito:

El psicoanálisis tiene que ver más fundamentalmente con las personas y sus dificultades para vivir, con  una relación dedicada a alcanzar una comprensión más profunda de sí mismo, un sentimiento más rico  de significado personal y un mayor grado de libertad” (págs. 388-89).

He señalado que en la vivencia de la obediencia religiosa aparecen dos actores principales: por un lado está la persona que manda, el superior, quien al mismo tiempo representa a un tercero (Dios); y, por otro lado, está quien obedece, el súbdito. Ambos, iremos profundizando en este trabajo, desempeñan roles y protagonismos distintos en la relación.

Existe un cierto consenso en la bibliografía sobre vida consagrada que la obediencia es el voto que hoy está más en crisis. No resulta nada fácil en muchas congregaciones encontrar superiores y superioras, ya sea por falta de disponibilidad a asumir esta responsabilidad como un servicio a otros, o porque no se encuentran personas que se atrevan a mandar. Con frecuencia los que han de obedecer no dan muchas facilidades. De esta manera, algunos superiores prefieren no mandar antes que vivir el descrédito de que no se les obedezca (Uríbarri, 2001).

Por otra parte, esta crisis del voto de obediencia en la vida consagrada se debe a una serie de factores que influyen simultáneamente. Entre otros se pueden mencionar los siguientes: a) descrédito y dificultad ante las mediaciones, especialmente respecto a las mediaciones de tipo institucional. Actualmente, en el caso de la Iglesia Calica, el malestar es cada vez más extendido; b) muchas personas en su vida han tenido experiencias traumáticas, de infantilización, experiencias de abuso y de una sumisión alienante, las cuales a posteriori no permiten una buena vivencia y comprensión de la obediencia religiosa; c) el individualismo como un estilo de vida cada vez más desarrollado; d) en relación a esto último, la búsqueda de una autorrealización narcisista, cada vez más presente en el sujeto de las sociedades modernas (Uríbarri, 2001).

Según los documentos que he podido leer, los conocimientos teóricos adquiridos y, sobre todo, la  vivencia personal de este voto durante los últimos años, la obediencia religiosa en su verdadero significado no consiste en el hecho de dar órdenes, por una parte, y en obedecer "a tontas y locas ", por otra. Más bien, un superior debe ejercer su gobierno de tal manera que sostenga y anime la vocación, la identidad y la realización personal en la vida de sus súbditos. Se importante, entonces, preguntarnos desde un principio cuáles son los elementos que entran en juego para que se alcance el fin verdaderamente deseado que busca la obediencia religiosa.

Es cierto que la persona del superior tiene gran poder sobre la vida de quienes se le han encomendado. Así, un superior podría llegar a mandar y hacerse obedecer apelando solamente a la categoría del rol que una congregación o un instituto religioso le ha otorgado. Sin embargo, en este trabajo pretendo establecer que el fundamento real de la obediencia no se puede sostener o fundamentar sólo de esta manera. Desde mi punto de vista, la obediencia ha de construirse en una relación con determinadas características entre quien ejerce la obediencia, el superior, y quien obedece, el bdito. Por ello, y siguiendo esta línea de análisis, las preguntas centrales de este estudio serán las siguientes: ¿Cuál es el rol que se espera que tenga un superior sobre un súbdito? ¿Qué elementos influyen en un súbdito para que actúe en él la autoridad de un superior? ¿Qué aspectos intersubjetivos influyen en la relación entre los dos, superior y súbdito?

En el caso de la Compañía de Jesús, este tema es muy importante hoy en día, sobre todo por la necesidad siempre nueva de vivir y expresar los elementos que entran en juego en una vivencia libre de los votos religiosos. En lo que respecta a la obediencia, el mismo San Ignacio de Loyola, el fundador de la Compañía, ha dejado escrita esta frase: Porque cuales fueren estos, tales serán a una mano los inferiores” (Constituciones de la Compañía de Jesús (Co) n°820). Es decir, como sean los superiores, serán así los demás jesuitas. La vida de las comunidades jesuitas dependerá mucho de cómo sean los superiores. El modo de gobernar de los superiores determinará que los jesuitas aprendan a apreciar la obediencia, la practiquen con buen ánimo y puedan perseverar en ella.

Siendo tan crucial la obediencia en la Compañía de Jesús, todo lo que pueda reforzar este voto haciéndolo más libre y maduro, de parte tanto del  que manda como del que obedece, contribuirá a la vitalidad de esta misma orden religiosa. Si en ella existe una autoridad que gobierna en forma óptima, los jesuitas rechazarán y rehuirán menos la obediencia, alcanzado un mejor desempeño en los  roles que se espera que tengan tanto los superiores como los súbditos (pez, 1987).

De lo anterior también se desprenden otras preguntas más específicas que me han ayudado para realizar este trabajo: ¿Cómo ha de situarse el superior ante el súbdito en su relacn? ¿Qué situaciones determinan que un superior se comporte de un modo o de otro? ¿Cómo las relaciones han de modelarse de modos distintos según los contextos  relacionales para vivir el verdadero sentido que la obediencia religiosa exige? ¿Cuáles serán los aciertos de un superior en la relación con sus súbditos? ¿Qué posibles errores se pueden llegar a cometer?

Significado de la obediencia para la Compañía de Jesús y el rol que se espera que tenga un superior jesuita

La Compañía de Jesús, como orden religiosa, “es un grupo de hombres que desean unirse  íntimamente con Cristo y participar en su misión salvífica, misión que Él cumpl haciéndose obediente  hasta la muerte” (Congregación General de la Compañía de Jesús (CG) 31, decreto17, n°2). La Compañía de Jesús se entiende como un cuerpo apostólico universal. Tiene una misión única e idéntica en todo lugar, la cual es el servicio de la fe y la promoción de la justicia (Normas Complementarias (NC) 4, 3). Algunos medios que ayudan a esta misión son: la obediencia (Co 659-665); el ejercicio de la  autoridad (Co 666-670); y la mutua colaboración entre los miembros de la orden (Co 673). De este modo la obediencia es el vínculo de unión de la Compañía (CG 35, decreto 4, 1). Por ello San Ignacio de Loyola insiste tanto en que el jesuita esté ejercitado en ella (CG 32, decreto 11, n° 27).

“Por lo que toca a los miembros de la Compañía, el fin de la unión (del Cuerpo de la Compañía) exige que vivan en obediencia, que se ejerciten en la obediencia, que den ejemplo de ella, que la practiquen pronta, humilde y devotamente (Co659).

Los jesuitas entienden que el superior es un representante de Cristo. San Ignacio repite una y otra vez que hay que obedecer (al superior) como a Cristo y por amor a Cristo (CG 31, decreto 17, n°3). Esta idea se encuentra también en las Normas Complementarias 152:

“En el cumplimiento de la obediencia personal, dejen todos a los Superiores la libre disposición de mismos, con el deseo de no regirse por el propio parecer y voluntad, sino por aquella manifestación de la divina voluntad que se nos ofrece por medio de la obediencia”.

San Ignacio llama a cada jesuita a que, al obedecer a su superior, asuma la responsabilidad de ser completamente transparente, y que el superior asuma la responsabilidad de escuchar con atención y dialogar con sus súbditos con toda sinceridad. De esta manera, la confianza que define la obediencia es mutua. Se espera que los jesuitas al obedecer hagan un acto de confianza en el superior, y que el superior haga un acto de confianza en el súbdito (CG 35, decreto 4, nn° 25 y 26). Se trata, pues, de una relación interpersonal que nace del amor y que busca la plenitud de vida y trabajo de cada miembro de la Compañía, a la vez que intenta que el cuerpo universal de la Compañía realice su misión lo mejor posible (Salvat, 2002). Por este motivo es necesario preguntarse sobre cuáles son las cualidades de un superior jesuita que le darán crédito y autoridad para con sus súbditos.

Ignacio de Loyola enseña de gran manera con su propio testimonio cómo vivir la obediencia en el modo de ser superior. Los testimonios dicen que él siempre sondeaba, en toda situación, las posibilidades de cada sujeto. Examinaba y procuraba entender las buenas inclinaciones que tenía para gobernar a cada cual conforme a ellas y llevarlos “más suavemente a toda perfección” (López, 1987).

Ignacio de Loyola fue un superior que deseaba potenciar al ximo a los suyos, para lo cual buscaba colocarlos en aquellos lugares donde podrían ser más eficaces para el fin de la Compañía. Él quería que los superiores siempre mostraran amor y cuidado hacia sus compañeros, ya que los superiores son igualmente compañeros (Salvat, 2002). Sobre este trasfondo adquieren mayor sentido las recomendaciones que hace San Ignacio en las Constituciones (nn° 666 y 667). Allí señala que la persona del superior es una oferta de relación emocional con los súbditos, una relación que fundamenta la cohesión de la Compañía” (Meures, 2004, pág. 251). La segunda parte del número 667 de las Constituciones es muy clara al respecto:

Ayudará también que el mandar sea bien mirado y ordenado (…), que de su parte use el Superior todo amor y modestia y caridad en el Señor nuestro posible, de manera que los subjectos (sujetos) se puedan  disponer a tener siempre mayor amor que temor a sus Superiores, aunque algunas veces aprovecha todo.

(San Ignacio) ciertamente no era de aquellos que cuando lo vas a ver tienes que pensar primero de qué humor está, o bajo el influjo de qué estrella, ni había que pedir carta de navegar como sucede muchas veces con los que gobiernan. Ignacio era siempre el mismo y siempre se portaba del mismo modo” (Ribadeneira, en FN II, 376, citado en López 1987).

Ignacio de Loyola supone en el origen de la obediencia una función desde la visión que él tiene de ella y del espíritu con que deseaba que se viviera la relación obediencia-autoridad. “Parece claro que su deseo es que la obediencia se sobrepase a sí misma, transformándose en amistad, más allá de la obligación” (Jaer, 2011, pág. 181). El superior ha de ser para el súbdito un “compañero de ruta” y quien garantiza la parte de la misión que le está confiada para la “unión de ánimos” (Kolvenbach, 1996). Esto fue lo que vivieron los primeros compañeros jesuitas entre sí antes de la fundación oficial de la Compañía, tiempo en el cual se obedecían mutuamente ejerciendo por turno la autoridad (Jaer, 2011).

“Muy especialmente ayudará, entre otras cualidades, el crédito y autoridad para con los súbditos, y tener y mostrar amor y cuidado de ellos; en manera que los inferiores tengan tal concepto de que su Superior sabe y quiere y puede bien regirlos en el Señor nuestro” (Co 667).

Vemos de esta manera que cuando se refiere al ejercicio de la autoridad y de la obediencia, San Ignacio lo hace siempre dentro del marco del amor y de la unión. “Amor”, “muy de corazón”, “caridad” y “reverencia como a la persona de Jesucristo”, son términos a los que recurren constantemente los textos ignacianos, las constituciones, cartas e instrucciones (Alphonso, 2007)

Por otra parte, Ignacio de Loyola buscaba el camino de la obediencia espontánea. No basaba todo en el aspecto jurídico. Esto lo encontramos en este testimonio:

“Acostumbraba, en todo lo que se puede lograr, que se haga sin recurrir a la obediencia, no hacer intervenir a la obediencia; al contrario, cuando él puede lograr que alguien haga una cosa, no por haber visto la inclinación de su reverencia, sino llegando a ello por sí mismo, eso le gusta mucho más” (Memorial, 262, citado en López, 1987).

De un modo positivo, la obediencia religiosa para los jesuitas significa: “rectitud de intención” (Co 288), “simplicidad”, voluntad de “conformarse” con la voluntad objetiva de Dios y no con la propia personal interpretación de esa voluntad. Una de las dificultades mayores para la obediencia es la creencia de que anula la iniciativa personal. Al contrario, para los jesuitas, hombres religiosos y consagrados, la obediencia en su verdadero significado ha de encontrarse en la libertad de Jesucristo, “quien enseña que la obediencia es la mayor forma de libertad. Por lo mismo, la obediencia es inconcebible sin libertad” (Iglesias, 1993). Liberándose del propio amor, querer e interés (Ignacio de Loyola, Ejercicios Espirituales, n° 189, 10), la obediencia permite a los jesuitas dedicarse exclusivamente a lo que Dios ama, especialmente al servicio de aquellos que son objeto del especial cuidado de Dios: los pobres, los marginados, los que sufren (CG 35, decreto 4, n° 12).

En síntesis, éste es el significado de la obediencia para los jesuitas: fortalece la libertad y ayuda de un modo importante al “desarrollo de la personalidad” (CG 31, decreto 17, n° 12). Una respuesta personal a Dios desde la gracia de la obediencia le permite al jesuita vivir su vocación desde un servicio alegre y fecundo (CG 35, decreto 4, n°29).

Cualidades personales necesarias para vivir la obediencia

El teólogo jesuita Karl Rahner (1966) señala en un importante trabajo que la obediencia en una orden religiosa “no es ninguna obediencia de niños”. Nunca un superior debería jugar a ser un “papá aventajado”. Por el contrario, los verdaderos superiores, los poderosos y ricos en influencia, no tienen necesidad de ocultar tras ellos su debilidad, su miedo, e inseguridad. Ellos pueden conceder tranquilamente que, en determinadas circunstancias, sus súbditos entienden más que ellos mismos del asunto que está en juego. Por tanto, la obediencia en una orden religiosa no presupone niños, sino adultos maduros.

Para Rahner (1966) la obediencia religiosa en una orden religiosa tampoco es una “mera regulación de tráfico”. En muchas cosas pequeñas de la vida diaria la obediencia no es en realidad nada más que esto: un método racional para vivir personas juiciosamente conjuntamente. Por lo tanto no debería el superior darse aires de estar bajo la inmediata inspiración del Espíritu Santo, sino que ha de tener ánimo para explicar con razones comprensivas lo que él le presenta a sus súbditos.

La obediencia no trata de que la iniciativa proceda sólo del que manda. “Hay que ejercitar un poco la metafísica para comprenderla en su significación, una metafísica que consiste en admirarse de lo cotidiano y sobreentendido y en sacar de ello consecuencias”. (Rahner 1966, pág. 18). No es lícito entender la autoridad de índole humana (aunque hable y opere por encargo de Dios) como si pudiese, de una manera adecuada y exhaustiva, administrar sola todas las iniciativas, toda aspiración y todas las decisiones. O también como si un movimiento de la propia iniciativa y decisión se diese en otros, o debiese de darse, solamente en cuanto que ese movimiento sea motivado por esa autoridad.

Según explica Rahner (1966), la obediencia no aspira ni mucho menos a tratar a los otros como subordinados. La obediencia no trata de obrar y proceder como si las buenas iniciativas proviniesen sólo del superior. Los superiores no pueden impedir que los subordinados tomen iniciativas, sino todo lo contrario, deben contar con ellas. “El superior debe ser él mismo por tanto un obediente, uno que escuche”. Por tanto, lo que es mandado es siempre la síntesis entre las mociones que realmente, con toda propiedad y rigor, proceden de la superioridad en cuanto tal y de lo que el subordinado mismo es, lo que da de sí, lo que puede y no puede, cómo se muestra frente al superior, cómo se las arregla, etc.

Entendiendo así la materia de nuestro estudio, la autoridad y la obediencia significan para los jesuitas una actividad gozosa en todo lo que la autoridad quiere afirmarse para ayudar al Cuerpo Apostólico de la Compañía. "Teniendo por cierto que -el compañero de Jesús- se conforma en aquello con la divina Voluntad, más que en otra cosa de las que él podría hacer siguiendo su propia voluntad y juicio diferente" (Co 547, cita en Kolvenbach, 1997).

Respecto a las cualidades que ha de tener un superior, el jesuita psicólogo Franz Meures (2004) plantea que por medio de su rol éste ha de crear la base relacional, una condición indispensable para una obediencia completa. En el caso de la Compañía de Jesús, la resonancia mutua de confianza, respeto y amor entre superiores y súbditos, ha de ser el vínculo emocional que posibilita la unión de la Congregación religiosa. Para ello se necesitan superiores capaces de integrar bien calidad intelectual y calidad emocional, dotados de una “función de contención” en todos los niveles: racional, emocional y espiritual.

Meures (2004) señala que el jesuita, viviendo en misión, es un hombre que requiere un alto grado de responsabilidad e independencia. El Cuerpo de la Compañía requiere que cada jesuita se identifique plenamente con una misión dada por el superior y por la institución. Esto exigirá siempre una gran capacidad de organizar la propia vida, una capacidad de entendimiento para la obediencia, y una capacidad para emprender acciones conducentes a hacer realidad el fin para el cual existe la misma orden religiosa. Por esta razón, la relación del sujeto obediente con las mediaciones de la obediencia no puede ser de automatismos de ley o de sometimientos. Como ya hemos señalado, San Ignacio no quiere para la Compañía personas que anulen su libertad, es decir, hombres que sean resignados o voluntaristas (Iglesias, 1993). Para San Ignacio,

“los que se admiten en la Compañía se presupone serán personas espirituales y aprovechadas para correr por la vía de Cristo nuestro Señor, cuanto la disposición corporal y ocupaciones exteriores de caridad y obediencia permiten, (…)”  (Co 582).

San Ignacio desea que los jesuitas se puedan formar como hombres libres, no-manipulables, que puedan vivir, al mismo tiempo, por sí mismos y dentro de las estructuras de la obediencia que voluntariamente son aceptadas (Iglesias, 1993). Porque si de verdad se quiere obedecer, se tendrá que ser interiormente libre, hasta el punto de “querer lo mismo que el que manda” y además “sentir lo mismo que manda, pareciéndote bien lo que se manda” (Co 550).

Meures (2004) insiste en que los jesuitas requieren tener y desarrollar una madurez necesaria, la capacidad adulta de entrar en contacto rápidamente con los propios impulsos interiores y de ser libres para comprenderlos y manejarlos adecuadamente. “Una afectividad descontrolada puede destruir el proyecto personal y la unión del Cuerpo de la Compañía, pero también una afectividad completamente reprimida impide el proceso por el cual la persona y la comunidad crecen emocionalmente unidas e implicadas”. Se trata, por esta razón, de tener la capacidad de soportar fracasos, tolerar la frustración, y de compartir los propios sentimientos de manera honesta, moderada y meditada, sin generar divisiones o rupturas con la persona de quien surge la obediencia, de quien manda y da la misión, es decir, el superior, y también en aquellos grupos con los cuales el jesuita comparte y convive.

Un ejemplo de cómo San Ignacio trataba el caso del autoritarismo lo encontramos en la carta que le dirigió al P. Diego Miró, nuevo provincial de Portugal, el 17 de diciembre de 1552 (Ignacio de Loyola, 1991, pág. 924). Diego Miró era un hombre “lleno de ansia y angustia espiritual”, nombrado superior provincial en circunstancias muy difíciles. Por esto creyó que debía intervenir en todo. Quería controlarlo todo y dirigir cada detalle. Él mismo quería dar las charlas con mucha frecuencia y, no pudiendo prepararse debidamente, fue perdiendo estima también en este campo. San Ignacio, en su carta, le hace ver que un superior no debe pretender hacer todo por sí mismo, sino poner súbditos aptos que cuiden de las cosas más particulares.

“Para la ejecución no os impliquéis, ni por vos os embaracéis en ellas, antes, como motor universal, rodead y moved a los motores particulares (…), lo cual sería muy ordinario entremetiéndoos en los particulares más de lo justo” (op, cit., pág. 925).

Uríbarri (2001) plantea que la vida consagrada es reconocida por la Iglesia, oficial y jurídicamente. De ella los superiores religiosos reciben un mandato oficial, de gobierno, edificación y consuelo de las personas a ellos encomendados. De esto se deduce, ciertamente, un modo de trato de ayuda y servicio. De este modo el superior está tan exigido o más en la práctica de la obediencia que quien ha de obedecer. Pues ha de atender, en primer lugar, a moverse con la intención recta de buscar el bien, lo mejor, “la voluntad de Dios” para esa persona que se le ha confiado. Es fundamental que el superior considere el momento de cada persona, su situación vital, sus capacidades. No se puede tratar a todos por igual, sino a cada uno en el cuidado y atención que requieran, sin caer en el paternalismo. Todo esto implica y exige una gran finura por parte de los superiores. Por lo tanto, la persona del superior, sus intereses y sus afectos pueden ser mucho más perjudiciales para la obediencia que los de quienes han de obedecer. De ahí la conveniencia enorme de la escucha, de saber dialogar, y también la necesaria rotación en el tiempo en estos puestos de responsabilidad para con otros.

Como hemos señalado, la obediencia religiosa sólo se entiende desde la libertad. No tiene que ver ni con la coacción, ni con el dominio. Este factor es fundamental para evitar la perversión posible que se puede dar en su raíz. La obediencia requiere la libertad de quien obedece. De este modo, “quien pone los límites de la obediencia, en algunos casos muy razonables y justos, son los mismos sujetos que obedecen” (Uríbarri, 2001, pág. 408). Los superiores han de estar muy atentos a esto. Una obediencia religiosa que se convierte en sumisión, en dominio, en avasallamiento, en imposición, no será nunca buena y puede engendrar muchos males. Bajo capa de bien se pueden dar casos de crueldad, de falta de tacto, de poca delicadeza, fallos en el ejercicio de la compasión, que también debe conformar el ejercicio del cargo de los superiores. El superior o superiora debe ayudar al crecimiento en libertad. Se ha de tratar a cada persona desde el lugar en el que está, no desde el que los superiores desean. Y desde allí ayudarle, en la medida que se pueda, a ir creciendo según la espiritualidad y el carisma al que ha sido llamado por Dios a vivir. Muchas veces se consigue más con amor, que con imposición. El tino y la prudencia por parte de los superiores son tan deseables como difíciles (Uríbarri, 2001).

Aportes del Enfoque Modular Tranformacional (EMT) a la comprensión de la relación entre superior y súbdito en la obediencia religiosa

De acuerdo al análisis que estoy haciendo de la obediencia religiosa, he postulado desde un principio que ésta requiere ser comprendida en la vivencia del espacio relacional (intersubjetivo) de la díada superior-súbdito. Cabe recordar que las preguntas generales que orientan este trabajo son: ¿Cuál es el rol que se espera que tenga un superior sobre un súbdito? ¿Qué elementos influyen en un súbdito para que actúe en él la autoridad de un superior? ¿Qué aspectos intersubjetivos influyen en la relación entre los dos, superior y súbdito?

Para dar respuesta a estas preguntas me apoyaré, en primer lugar, en los postulados del EMT, el cual explica que el psiquismo está organizado modularmente mediante la articulación (combinación) de componentes y sistemas motivacionales, es decir, sistemas de diferentes tipos de deseos: sensual-sexual, narcisista, auto-heteroconservativo, de la regulación psicobiológica, y del apego. Heteroconservativo significa preocupación por el cuidado del otro. Los sistemas motivacionales están articulados con un sistema de alarma (ansiedad) cuando las necesidades y deseos no son satisfechos, lo que a su vez activa un sistema defensivo que incluye la agresividad que se desencadena cuando la persona se siente real o imaginariamente amenazada. Los sistemas adquieren diferente grado de relevancia en cada persona (Bleichmar 1999a). Así, en algunas personas predominan las necesidades narcisistas, en otras la preocupación por su seguridad, o por el estar en contacto con un otro (apego). “Siendo cada uno de los sistemas motivacionales un sistema propio, con orígenes y desarrollos evolutivos particulares, existe entre ellos un permanente interjuego” (Méndez & Ingelmo, 2009, pág. 88).

A partir de los aportes realizados por la teoría del EMT, podemos comprender el funcionamiento psíquico como una integración de sistemas motivacionales diferenciados, separables, combinados, existiendo una “organización jerárquica para la formación y funcionamiento de cada uno de los sistemas, considerando la relación entre los sistemas, su tensión dinámica y la variación en la dominancia jerárquica entre ellos” (Lichtenberg, 1992, pág. 35, en Jovani, 2013).

Bleichmar (1999b) plantea que los sistemas motivacionales, al articularse, sufren e imprimen transformaciones en los otros. Por ejemplo, el cuidado del otro (heteroconservación) se puede reforzar por razones narcisistas: se cuida para representarse a sí mismo como cuidador. Esto mismo, pero aún de manera más compleja, tiene lugar cuando la subjetividad de dos personas entran en contacto. Desde la comprensión del EMT se pueden generar distintas combinaciones entre las necesidades de uno y otro componente de una relación: alguien puede buscar en el otro al ser que  le haga sentir valioso, y este otro buscar a alguien que le proteja de sus miedos, o le regule las ansiedades. O puede haber sinergia: ambos satisfacen su narcisismo en el encuentro.

Estudiar la relación de la díada superior/súbdito desde los sistemas motivacionales nos permite describir, por ejemplo, que desde el módulo del apego el superior puede llegar a transformarse en objeto del apego del súbdito porque él contribuye en determinadas situaciones a la regulación psíquica del sujeto obediente, a disminuir su angustia, a organizar su mente, a contrarrestar la angustia de fragmentación, a proveer un sentimiento de vitalidad, de entusiasmo. El sentimiento de desvitalización, de vacío, de aburrimiento ante la ausencia del superior como objeto del apego puede hacer que se le busque compulsivamente. El superior, en cuanto objeto del apego puede ser, de manera prevalente, el que sostenga la autoestima del sujeto, aquel con el cual fusionarse para adquirir un sentimiento de valía. En palabras de Bleichmar sería un objeto narcisizante en las múltiples dimensiones que se pueden describir (objeto de la actividad narcisista), a las que se agregan las funciones que Kohut (1971, citado en Bleichmar 1999b) denominó de “especularización” e “imago parental idealizada”. Bleichmar (2013) aclara lo que señala Heinz Kohut en su teoría sobre el significado de la “especularización” y de la “imago parental idealizada” como funciones que otro realiza para un individuo.

a.- La especularización –ser el espejo en el que él se ve-   no debe entenderse de manera reducida en el solo hecho de transmitir una imagen positiva al otro, o sólo hacerlo sentir valioso, como si fuera un problema cognitivo. Según Bleichmar (2013), el aspecto central  de la especularización es que el otro transmita al sujeto que siente placer por la existencia de éste, que disfruta con su existencia. Esto es lo que vitaliza: una sonrisa, un gesto - “hacerte sentir que tengo placer por tu presencia, que tú existes para mí”. Si esto no sucede, si el niño se dirige hacia el otro en busca del placer que este otro debería sentir en la relación y se encuentra con la falta de ese placer, o incluso con el displacer, los sentimientos de depresión, de vacío, de desvitalización dominan. Lo mismo sucede en la vida adulta cuando el otro no responde de la forma deseada, se lo pierde como objeto vitalizante y los sentimientos depresivos, de duelo, pasan a ocupar el primer plano (Bleichmar, 2010).

b.- La “imago parental idealizada” (o fusión con una figura a la que se admira) explica el proceso por el cual el niño al idealizar a la figura adultas siente que forma parte de esa figura, que participa de la valía de ésta. Es lo que ocurre cuando el hijo/a mira a papá o a mamá con placer, con orgullo, y siente que es parte de esa realidad de mamá y papá. Tiene que ver con una imagen del otro, sintiéndose uno parte de esa realidad. Para toda persona es importante sentir que forma parte de algo que es externo a sí mismo a lo cual valora, ya sea una pareja, la familia, un grupo político, una comunidad, la Iglesia.

Explica Bleichmar (2013) que las personas que cumplen para un otro estas dos funciones, tanto la especularización como la función imago parental (“yo te envuelvo en mi grandiosidad y te acepto que formes parte de esto”), constituye lo que Kohut llama objeto del self (también se puede denominar como objeto para el self, o para el sí mismo). Cuando el niño mira como es mirado incorpora el placer que siente al ser mirado. Esto va construyendo el placer de ser lo que uno es. Sus actividades se convierten en placenteras porque lo son para otro. Esta es una primera etapa, en que la identidad y el placer de ser lo que se es dependen de otro. En condiciones favorables, lo externo se transforma en interno: la persona pasará a mirarse con placer  porque así ha sido mirado. Lo interpersonal se transforma en la forma en la que la persona se relaciona consigo mismo. Pero jamás se alcanza una autonomía total, siempre necesitaremos de otro para sostener nuestro sentimiento de identidad.

Esas dos funciones –especularización e imago parental idealizada- deben darse idealmente juntas, pero si falta una se puede compensar con la otra. Si falta la especularización se puede compensar con la admiración y fusión con una persona valiosa. Y esto es necesario a lo largo de toda la vida, porque nadie es capaz de sostener el placer del sentimiento consigo mismo, el sentimiento de valía sobre la totalidad de la persona si es que no se está rodeado de gente y de un ambiente que de alguna manera le soporte eso. Dado que los sentimientos de valoración, de valía, sufren fluctuaciones a lo largo de los años, será fundamental buscar siempre, y contribuir a crear,  un entorno que favorezca el sentimiento de vitalidad.

Veamos ahora cómo se aplica lo que acabamos de exponer a la relación entre un superior y aquél que ocupa el lugar de su subordinado. Un superior en la vida religiosa, en cuanto objeto de apego, puede apoyarse en la satisfacción de las necesidades de los otros sistemas motivacionales del súbdito. Por ejemplo, podemos analizar también la relación entre superior y súbdito desde el módulo de la hetero-autoconservación. Este sistema motivacional puede expresar la tendencia de que el súbdito, en cuanto ser humano, requiera del rol del superior para el mantenimiento de su integridad corporal y mental. O desde el módulo del narcisismo, el súbdito necesitaría sentirse valorado por su superior, adquirir el sentimiento de valoración de sí mismo, poder construir una representación de su yo como alguien digno de respeto y de ser amado (Bleichmar, 2013).

Explica Bleichmar (1999b) que en las relaciones humanas, en el encuentro con el otro, el sujeto no se encuentra únicamente expuesto a las contradicciones entre sus sistemas motivacionales (contradicciones intrapsíquicas), sino, además, a las que “resultan del interjuego con las del otro”. Es decir se activan deseos y angustias ante la intimidad de los participantes y, a la vez, se desarrollan encuentros/desencuentros entre deseos y necesidades de los respectivos sistemas motivacionales. Por tanto, hemos también de estar atentos a las dinámicas de búsqueda/rechazo de la intimidad que se presentan entre el superior y el súbdito en la díada de la obediencia. En palabras de Bleichmar, según el tema que estamos estudiando, es fundamental preguntarnos qué factores influyen en que un miembro de la díada superior-súbdito busque intimidad, y el otro la rechace.

Por ejemplo, habrá que considerar que la relación de obediencia puede estar mediada por la falla en el logro de la experiencia de intimidad entre sus participantes, pudiéndose articular en alguno de ellos tendencias melancólicas o paranoides. Cuando existan situaciones conflictivas en la obediencia, malos entendidos, discusiones, críticas, correcciones, retos, etc., podrán aparecer tendencias de atribución de responsabilidad de quien ha sido causante del dolor, “lo cual conduce a estados melancólicos o paranoides, de autorreproche o reproche del otro, un pasar desde el deseo de intimidad al sentimiento de frustración, de éste a la rabia contra el objeto externo, a las angustias que esta rabia produce, a las defensas ante nuevas angustias” (Bleichmar, 1999b).

Para una mejor comprensión de la relación en la díada superior-súbdito es fundamental tener presente lo que a continuación también señala Bleichmar (1999b). El sentimiento de ser sujetos lleva la marca de nuestra constitución a partir del otro. Siempre, incluso como adultos, continuamos requiriendo para nuestra confirmación como sujetos, para la validación de nuestros sentimientos, pensamientos y acciones, de que otro los revalide. Por ello, asumiendo el pensamiento de Bleichmar, respecto a la relación entre superior y súbdito, tendremos que preguntarnos: ¿qué se buscaría en “aquel” encuentro con el otro? ¿Qué sucede en el momento en que se comparte con otro un estado de ánimo, una vivencia, una situación? No se puede dejar de tener presente que, por un lado, se convalida el propio estado mental y, por otro lado, también cada uno se convalida en cuanto persona que tiene ese estado mental. Cada uno es confirmado así en el sentimiento de que existe, es decir, en la validez de su propia percepción y de sus propios sentimientos.

En forma de síntesis para esta parte presento una respuesta a esta pregunta: ¿qué es lo que finalmente hace que un súbdito obedezca a otro, a su superior? En la relación de obediencia entre un superior y un súbdito es fundamental comprender el rol del superior en cuanto afirmación del ser en el encuentro con un otro (súbdito) que lo confirme a él como persona y sus vivencias, pero a condición de que el súbdito lo confirme como superior dentro de sí. Así es como el superior puede disponer del poder de asignar significado a los momentos particulares del existir del otro. Desde mi punto de vista, siguiendo el pensamiento de Bleichmar (1999b), quizá éste sea el rol más importante que debe cumplir un superior para con su súbdito. Superior y súbdito podrán o no hallarse en un mismo espacio emocional, en un espacio en que el sujeto puede sentir que se “fusiona jubilosamente con el otro sin perder su sentimiento de ser, o que, por el contrario, tiene una sensación lacerante de soledad en presencia del otro, de vacío, de que el otro está por fuera de ese espacio”.

Un caso que refleja lo anterior se encuentra en la historia fundacional de la Compañía de Jesús, en la resolución del conflicto entre el mismo San Ignacio y el Padre Simón Rodrigues, uno de los primeros compañeros jesuitas. En 1555 San Ignacio se había visto obligado por distintos motivos a sacar a Rodrigues de Portugal y confinarlo a la ermita de Bassano, donde pasó unos días sin someterse a la decisión de su superior, respondiendo a las órdenes de Roma con frases agrias y duras, y alegando su título de co-fundador de la Orden. Era tal la gravedad de la situación que se necesitó la mediación de otro jesuita, Jerónimo Nadal, para realizar la trasformación esperada en él. Finalmente, el 4 de septiembre Rodrigues escribió a San Ignacio para efectuar la reconciliación plena. Debido a esto el mismo Ignacio de Loyola escribió una carta el 12 de octubre llena de cariño y humildad, reflejando el afecto original a Rodrigues, mostrándole la estima que le profesaba, y finalmente dejando a su elección la ciudad donde él prefería quedarse en el futuro.

“Y cuanto al reconoscimiento y pronto ánimo de obedecer que mostráis, doy gracias a Dios nuestro Señor, a quien plega daros la indulgencia plenaria con remisión de culpa y pena que a mí me pedís; porque yo de mi parte siempre he sido y soy muy fácil a olvidarme de las cosas pasadas (…), que antes pienso ir más adelante que quedar nada atrás de lo que me escribís. Vuestra estancia, pues os halláis bueno en esa ermita, será en esa tierra, o en Padua, o en Venecia, como os parecerá mejor y será más vuestra consolación; y a los que tienen cargo de esos colegios o casas nuestras se escribe tengan el cuidado que conviene del tratamiento de vuestra persona. Dondequiera que os halléis, querría tuviésedes memoria de ayudar a las ánimas (…); aunque no fuese sino en conversaciones y exhortaciones particulares, y, finalmente, en lo que cómodamente podréis” (Ignacio de Loyola, 1991, pág. 1072).

Posibles desviaciones en la relación entre un superior y un súbdito en la obediencia religiosa

Las emociones no son sólo expresión de algo interior sino también una comunicación al otro (Bleichmar, 2013). Alguien puede activar o intensificar una emoción para llegar al otro y hacerle sentir lo que él siente. Pero, ¿qué ocurre si el otro (padres o terapeuta, o, en el caso de nuestro estudio, quien tenga el rol de superior) sea “sordo”? Un sujeto al no ser escuchado o no ser comprendido tendrá que incrementar, amplificar, su estado emocional en un intento de que se le escuche. Explica Bleichmar (1999b) que esta es la razón por la cual algunos pacientes desarrollan una angustia o una tristeza que van en aumento cuando el otro (terapeuta) no “escucha”, o cuando el sentimiento de no ser escuchado resulta de que transfieren sobre éste un objeto interno- real en el pasado o pura construcción imaginaria- de padres insensibles, no empáticos, que no captaban su estado emocional.

Lo anterior queda más claro al comprender que la vida humana está marcada por la conflictiva del sometimiento, es decir, por los intentos que nos produce lidiar con las angustias de la dependencia emocional y con las angustias generadas al intentar desprendernos de aquellos a los cuales nos sometemos. Bleichmar (2008) señala que el sentimiento de intimidad es una construcción subjetiva para cada uno de los participantes, regulada por sus deseos, por sus angustias, por las defensas, pero al mismo tiempo, creada entre los dos participantes de la relación.

El término sumisión describe muy bien la conducta de una persona movida por el deseo de obtener una recompensa o evitar un castigo, y esta conducta dura tanto como la promesa de recompensa o la amenaza de castigo (Aronson, 2012). Los modos que tiene el sujeto para mantener al otro a distancia, o directamente por fuera del espacio compartido -defensas ante las angustias de la intimidad-, podrán transcurrir desde el alejamiento físico, o el retiro esquizoide en presencia del otro, o los estados disociados en que se preserva una parte de sí por fuera de la organización de la personalidad que participa en los intercambios con  el otro, hasta la agresividad para distanciar al otro (Bleichmar, 1997; Mahler, 1981, cita en Bleichmar 2008).

Sin embargo, es importante entender lo que explica Bleichmar (2008): la sumisión no se entiende solamente como casos extremos en que alguien es dominado totalmente por otro. Más bien es una condición universal; algo mucho más frecuente, algo cotidiano. “Es la angustia que se experimenta frente al otro, inhibición de expresarse, a la mirada atenta con temor a los gestos del otro, a lo que dice, a su tono de voz, a su cara”. El sujeto (podemos considerar lo que ocurre en la relación de obediencia) es escudriñado inconscientemente de manera constante para ver si está conforme o satisfecho con el otro. Dice Bleichmar (2008) que el gran desafío que todos debemos afrontar es cómo seguir en relación, cómo mantener el vínculo, cómo escuchar al otro, cómo tener en cuenta lo que el otro siente y piensa; y todo sin renunciar a ser uno mismo, diferente de ese otro.

Desde el EMT comprendemos que la conducta de sumisión al otro resulta siempre de las necesidades y angustias de distintos sistemas motivacionales. Puede existir sumisión por necesidades y angustias de autoconservación. También puede existir sumisión por heteroconservación, por un superyó que hace sentir culpable si se produce el menor sufrimiento en el otro, lo que conduce al autosacrificio. O también por angustias narcisistas, por profundos sentimientos de inferioridad en que la persona se deslegitima continuamente y ubica al otro como fuente de la verdad. Hay sumisión por necesidades de apego o intimidad. Están las personas que se ubican inmediatamente en un nivel superior, y eso marca la confianza en los propios juicios. Hay causas internas, intrapsíquicas (miedo, culpa, vergüenza, narcisismo), que determinan la sumisión. Por otra parte también interviene el tipo de vínculo y las características del sometedor. Por ejemplo, la personalidad autoritaria fuerza a que se acepte su posición: acusa a los demás y utiliza la acusación, la culpabilización, como una forma de imponer su autoritarismo (Bleichmar, 2008).

Un aspecto central para permitir una buena experiencia en la vivencia relacional de la obediencia religiosa será el poder crear estructuras que permitan al sujeto reconocer qué es lo de él y qué es lo del otro, cuáles son los propios valores, cuáles son las propias preferencias y limitaciones, y cuáles son las preferencias y limitaciones del otro. Un aspecto central que otorgará los resultados esperados a la autoridad del superior será la pregunta: ¿Cómo, a partir del encuentro entre dos subjetividades, se construye lo que cada uno siente y hace? Esta postura teórica no descarta la importancia de lo intrapsíquico, que busca entender la complejidad entre aspectos caractereológicos más o menos estables y el contexto intersubjetivo, que hace que alguna de las configuraciones afectivas/cognitivas de acción de una persona se activen y desarrollen en el encuentro con el otro (Bleichmar, 2008).

Esta visión nos aporta, desde el EMT, la superación de dos radicalismos en la comprensión de la obediencia religiosa: el de una psicología que estudia mentes aisladas, creyendo que se las puede entender fuera del contexto intersubjetivo en que existen y manifiestan, y el de una concepción que hace desaparecer los rasgos del carácter, las fuertes tendencias afectivas/cognitivas de acción que dominan a una persona en múltiples contextos y consideran que todo se co-construye en la interacción. Explica Bleichmar (2008) que los automatismos llevan a algunas personas a ceder en sus necesidades y satisfacer siempre las de los demás. Por otro lado hay quienes, de manera también automática, siempre se colocan primero y son ciegos a lo que los otros puedan necesitar, desear, sufrir. Es fundamental que se pueda plantear la existencia de ese conflicto, verlo como parte ineludible de la intersubjetividad y, así, hacer opciones necesarias en cada momento, superando los automatismos inconscientes y las fuerzas que sostienen los conflictos, y de este modo vencer las tendencias a la sumisión o al egocentrismo que pueden gobernar la vida de los sujetos.

¿Qué otras desviaciones pueden desarrollarse en la obediencia religiosa? ¿Cómo se manifiestan? ¿Cuáles pueden ser sus causas?

Una evidencia clínica indica que, independientemente de la madurez del individuo y de su integración psicológica, existen ciertas condiciones grupales que tienden a favorecer la alienación de los sujetos y la activación de niveles psicológicos primitivos. Es importante tener presente que el potencial para el desarrollo de este proceso regresivo existe dentro de todos nosotros (Kernberg, 1999).

No podemos obviar que la pertenencia a un cuerpo social, como es la Compañía de Jesús, y la vivencia de la obediencia como voto religioso ofrecen marcos de referencias que organizan el sentido y la orientación de la propia vida. El riesgo será que la creencia y el dogma puedan ser un modo de protección frente a la complejidad de lo real. De este modo, una desviación en la vivencia de la obediencia se puede manifestar en una falta de autonomía personal y en un sometimiento infantil a una ley que llega a ser idolatrada desde motivaciones muy primitivas. En este sentido, para algunos sacerdotes y religiosos muy apegados a la norma, el riesgo será transformarse en fundamentalistas o fanáticos (Domínguez, 2001).

A otros sacerdotes y religiosos la vivencia de la obediencia les ayudará a calmar y eliminar angustias que deberían afrontar como condición de su crecimiento y adultez personal. Al respecto, podemos hacer referencia al conflicto que afecta al superyó, la problemática más estudiada por la teoría psicoanalítica. Se trata de la lucha entre las metas, ambiciones e ideales que existen en una persona. El superyó aparece en su función de ideal -de autoobservación y de conciencia crítica- como la instancia psíquica que tiene como actividad la vigilancia del cumplimiento de normas e ideales, y sanciones o perdón ante la infracción (Bleichmar, 1997; Bleichmar, 2013). En este sentido, podemos plantear algunas preguntas necesarias para considerar respecto a la díada superior-súbdito: ¿Cómo puede comportarse un sujeto para responder a lo que espera de él una figura de autoridad? ¿Cómo será en su interior el diálogo donde se entremezclan los halagos, las disculpas, las amenazas, las incitaciones grandiosas?

La identificación “sólo porque sí” con un sistema social que vive en clave mesiánica y la aceptación de ciertas trivialidades o clichés sociales se corresponde, con la patología narcisista. Esto lo podemos ver en el caso de sacerdotes o religiosos que llegan a fundamentar su poder apelando a una -peligrosa- creencia, donde más que la fe muchas veces aparece una ideología: “actúo para representar a Dios en la tierra”, o “yo trabajo para la salvación de los hombres”. Considero que en estos casos la identidad personal queda sustentada sólo en la autoafirmación de un rol. Me apoyo en Kernberg (1999) para señalar que el compromiso con la ideología de un grupo, que incluye demandas sádicas de perfección, con una ingenuidad convencional en juicios de valor, indica un ideal del yo inmaduro y la falta de integración de un superyó maduro. Vivir en esta situación genera representaciones ilusorias sobre la realidad, que llega a manifestarse en el extremo de mirar el mundo sólo en clave de salvación/condenación. La desviación psicológica está en muchas ocasiones en que el yo ideal le plantea al mismo sujeto un conjunto de imágenes de perfección que se van construyendo como resultado de un discurso totalizante guiado por la idealización que el sujeto hace de sí mismo. Es decir, el sujeto, en este caso en cuanto religioso, va seleccionando imágenes para construir su perfección narcisista

Aronson (2012) señala que la identificación es una respuesta a la influencia social provocada por el deseo que un individuo tiene de parecerse a otro que le influye. En la identificación, como en la sumisión, el individuo no se comporta de un modo específico porque tal conducta sea intrínsecamente satisfactoria, sino que adopta una conducta concreta porque le sitúa en una relación satisfactoria con una persona o un grupo con quien se identifica, simplemente para parecerse a esa persona o grupo. En la identificación el componente crucial es el atractivo de la persona con la cual se identifica el individuo. Puesto que el individuo se identifica con el modelo, quiere tener sus mismas opiniones.

A partir de lo anterior se entiende que el narcisismo es el sistema motivacional que gira alrededor del deseo de los seres humanos de sentirse valorados. El psicoanalista Mitchell desarrolla de una manera excepcional la situación de las personas que tienden a buscar admiradores y desprecian a quienes no los valoran como carentes de interés. Por mi parte, creo que el pensamiento de Mitchell ayuda de un modo satisfactorio a comprender las relaciones que se pueden establecer en la obediencia religiosa, en la díada superior-súbdito. Según este autor, las relaciones estructuradas en torno a la grandiosidad serían problemáticas para el sujeto que recibe la ayuda de otro, pues truncan sus experiencias vitales. Explica Mitchell que habría que tener en cuenta el riesgo de que, secreta o inconscientemente, los anhelos de grandiosidad constituyan un modo preferido de relación, ya que esto podría desembocar en una más o menos sutil tendencia a transmitir que el otro renuncie a sus pretensiones, lo cual estaría motivado por la envidia (ver en: Legascue de Larrañaga, I., 2012).

Pienso que este planteamiento de Mitchell nos hace estar atentos a los sentimientos que pueda tener un superior religioso respecto a quien le deba obediencia. Es fundamental estar atentos a aquellas situaciones en que un superior encuentre fascinación en un súbdito, o satisfacción, porque quien obedece cumple con variados requisitos para vivir ese rol. Mitchell nos señala el peligro de una transferencia que se da cuando los propios deseos del analista, de idealización, surgen en términos de admiración por el paciente, lo que podría llevar a que el propio terapeuta se vea involucrado en la grandiosidad del analizando, con la consiguiente dificultad en permitir a éste ir “más allá” de este modo de integración narcisista. Por otra parte, explica Mitchell (citado a partir de Legascue de Larrañaga,  2012) que aquellas personas que articulan sus relaciones en torno a la idealización de terceros también tienden a estar convencidos de que este es el único tipo de vínculo al cual se puede aspirar. Al respecto, no es difícil pensar en el vínculo de la obediencia. Una estrategia fácil para un superior podrá ser encontrar seguridad en aquel súbdito que parezca ser seguro y exitoso, o quien muestre seguridad bajo su protección. El súbdito, en cuanto ser idealizado para el superior,  podrá adoptar la suerte de ser “discípulo” y el superior podrá adoptar ser su “guía” por un camino presuntamente libre de obstáculos.

En este punto pienso como un ejemplo la relación que puede llegar a establecerse entre un súbdito que se encuentra en formación y sus superiores. Existen los casos de aquellos sujetos que hacen perfectamente, incluso escrupulosamente, lo que se les exige. Son excelentes estudiantes y fieles a sus tiempos de oración. Las labores que se les piden las realizan de buena forma. Un superior podrá confiar en ellos y quedar tranquilo de sus obligaciones. De seguro, todo lo que se les solicite se hará en virtud de la obediencia. Pero creo que no podemos dejar por fuera otros criterios para evaluar la madurez de la propia autonomía, lo que también supone la obediencia. ¿Dónde queda el riesgo al conflicto que supone el trabajo y la vida con otros? Pues un área que también se debe explorar es lo que conlleva la frustración de no poder realizar todo lo que se quiere porque existen además otras urgencias. En muchos momentos la oración y el estudio quedarán postergados por el servicio y la ayuda a otros. Además, el trabajo no se hace en solitario sino colaborando con otros, en grupos, ya sea en una parroquia, en una obra social, en una ONG, etc., y muchas veces con personas que no comparten las mismas creencias. Puede darse el caso de religiosos en formación que se sienten amenazados por el mundo social y prefieren recluirse en la soledad de su habitación.

Considero que hay que atender estas situaciones; que en nombre de un mal entendido -“dar buen ejemplo”- algunos religiosos terminan por mostrar una imagen acartonada (estereotipada, rígida) de un ser humano que aparentemente no participa de la vida de la gente, con sus angustias y tristezas, sus alegrías y esperanzas. Por ganar aceptación social o por aumentar su autoestima, empeñados en ser ejemplares, más que genuinos, pueden terminar por encontrarse sumergidos en la tristeza del sinsentido, de la acritud existencial o de fisuras morales inconfesables que les atormentan. Estos religiosos o consagrados, a veces incluso con buena voluntad, y la intención de alentar a otros, tratan de constituirse en una especie de ideal, aun sabiendo y sintiendo que no lo son (Meana, 2010). Creo que lo más grave en una situación de este tipo es que un superior no llegue a advertir lo que está pasando en el súbdito, especialmente por el encanto que le suponen sus “áreas de perfección”.

El problema con la idealización que generan este tipo de situaciones no estaría dado por su carácter infantil, sino porque limita en gran medida las posibilidades vitales del individuo. Según Mitchell, los pacientes que integran compulsivamente sus relaciones sobre una base de idealización nunca podrán experimentar sus propias fuerzas y recursos en su totalidad, con lo que seguirán siempre, “perpetuamente”, ocupando este papel de “discípulos” (Legascue de Larrañaga, I., 2012).

Aportes para desarrollar un mejor vínculo de obediencia entre un superior y un súbdito desde la teoría psicoanalítica relacional

La Instrucción sobre la Vida Religiosa Faciem tuam, Domine, Requiram, señala que “la obediencia es ante todo actitud filial” (n°5). Explica que es un particular tipo de escucha entretejida de una confianza que al “hijo” le hace acoger la “voluntad del padre” seguro, porque éste busca su bien. Explica que la autoridad debe, entonces, preocuparse de crear un ambiente de confianza, promoviendo el reconocimiento de las capacidades y sensibilidades de cada persona. Junto con la escucha, la relación de obediencia ha de propiciar un diálogo sincero y libre para compartir sentimientos, perspectivas y proyectos. En fin, la obediencia como voto comprometerá a superar cualquier forma de infantilismo en los religiosos, y a desalentar todo intento de evitar responsabilidades o eludir compromisos gravosos, así como de cerrarse en el propio mundo y en los propios intereses o de trabajar en solitario.

Para Eugen Drewerman (1995) la teoría psicoanalítica ha ayudado a entender la obediencia religiosa como un proceso de escucha a la palabra de otro con más rigor, seriedad, entusiasmo, e incluso con más paciencia que el propio sujeto interesado. Una escucha que no pretende “hacer” nada, sino simplemente “estar” a disposición del sujeto, no tiene más objetivo que dejar que el otro sea él mismo y se manifieste como tal. Por encima de una utilización funcional, su objetivo es provocar en el otro la palabra, la imagen, la tonalidad más adecuada para que exprese toda su verdad y manifieste su absoluta transparencia.

“La obediencia, tal como hoy se puede entender desde el punto de vista del psicoanálisis, es como un esfuerzo por reconducir al hombre desde la confusión de Babel a aquel lugar en el que por primera vez pudo darse un nombre que expresara plenamente, y sin ninguna clase de miedos, todo su amor y sus más íntimas inclinaciones” (Drewermann, 1995, pág. 628).

Vemos entonces que la escucha es uno de los ministerios principales del superior de una comunidad religiosa. El superior en su función debería estar disponible para quien se siente aislado y necesitado de atención. La escucha transmite afecto y comprensión, da a entender que el otro es apreciado y que su presencia y su parecer son tenidos en consideración. El tiempo dedicado a la escucha no es nunca tiempo perdido. Al contrario, la escucha puede prevenir crisis y momentos difíciles, tanto en el plano individual como en el comunitario (Instrucción Faciem tuam, Domine, Requiram, 20).

¿Cuáles son los aportes de la teoría relacional del psicoanálisis a este modo de entender la obediencia como un modo especial de escucha?

La perspectiva relacional explica que el ser humano está diseñado para nacer en un entorno familiar empático que sintonice con sus emociones y que esté genuinamente interesado en saber qué siente cada persona. “Los humanos tenemos una biología cerebral para la cual necesitamos encontrarnos con un entorno receptivo a nuestras emociones” (Riera, 2011, pág. 155). Los humanos somos seres sumamente subjetivos: la forma que tenemos de percibir la realidad es muy distinta y muy personal en cada uno de nosotros. De hecho, dos personas pueden percibir la misma realidad emocional de un modo absolutamente opuesto. “La perspectiva intersubjetiva pone el énfasis en que las convicciones sobre cómo es la realidad se construyen siempre a partir de las relaciones” (pág. 160).

“Los contextos relacionales son los que validan o no las experiencias emocionales de los humanos y, en función de si lo que sentimos es o no validado por el entorno (el contexto relacional), nos sentiremos consistentes y vitales o raros, vacíos y desvitalizados” (op. cit., pág. 161).

Es muy interesante considerar los planteamientos del paradigma relacional del psicoanálisis para comprender mejor las dinámicas de relación que se encuentran en la obediencia religiosa. El psicoanálisis relacional describe al ser humano conformado por una matriz de relaciones en la cual está inscrito de un modo inevitable, luchando simultáneamente por conservar sus lazos con los demás y por diferenciarse de ellos. La expresión “matriz relacional” es una realidad psíquica, una capacidad para superar la dicotomía entre lo interpersonal y lo intrapsíquico (Mitchel, 1993). Toda persona participa mucho en la relación con su temperamento, con hechos y procesos corporales, con respuestas fisiológicas, y modelos distintivos de regulación y sensibilidad (Mitchell, 1988, p. 15, en Jovani, 2013). Pero siempre será probable que la persona se acerque a otro con expectativas basadas en relaciones pasadas y que observen la relación desde una malla de sus formas habituales de relación. Según Mitchell, los seres humanos requieren un sistema de significados personales, que incluye un sentido personal de la historia y las motivaciones, para armar su mundo. Los sistemas de significados no derivan directamente de los hechos, ni un sujeto puede esperar que los hechos se hagan claros e indiscutibles antes de poder intentar darle sentido a su existencia (Liberman, 2000).

En este punto aprovecho a mencionar otra situación en la cual se muestra la naturaleza de Ignacio de Loyola como superior religioso. El Padre Juan Marín tenía veinticuatro años cuando llegó a España en 1553. Trabajaba con gran celo entre gente sencilla. Su Rector alababa su gran pureza de alma y su gran erudición, pero tenía el defecto de una voz desagradable y una conciencia escrupulosa. Este caso interesó muy pronto al mismo San Ignacio. Sabiendo que sus escrúpulos después de un tiempo continuaban, decidió personalmente escribirle una carta para darle algunos consejos (Ignacio de Loyola, 1991, pág. 1096).

“Asi que, Mtro. Marín, determínese de tenerse estas dos resoluciones fijas en su mente: una, de no formar juicio ni determinar en sí que sea pecado lo que claramente no consta lo sea y comúnmente no lo tienen otros por pecado; la otra, que, aun donde mucho temiese que hay pecado, se remita al juicio del superior, el P. Eleuterio, para creer lo que él le dijere, (…), como superior, que tiene lugar de Cristo Nuestro Señor. Y lo mesmo debe usar con cualquier otro superior que tuviese, humillándose y fiándose que la divina providencia le regirá y guiará por medio de él. Y créame que, si tuviere verdadera humildad y sumisión, que no le darán tanto trabajo los escrúpulos; que el fomento dellos es alguna soberbia, y dar más crédito al propio juicio y menos al de otros, que sería menester” (carta fechada en Roma el 24 de junio de 1556, op. cit., págs. 1096-97).

Ese mismo día San Ignacio escribía otra carta al P. Provincial, Jerónimo Doménech, indicándole que, dado el caso que los consejos personales que él había escrito no ayudaban al Padre Marín, se debía estudiar la conveniencia de cambiarle de casa y ponerlo junto a otro jesuita experimentado en el tratamiento de escrúpulos. Pero la historia terminó de otro modo. El 16 de septiembre el Padre Marín murió improvisadamente, al parecer de un ataque (Chron. 6, 315, cita en Ignacio de Loyola, 1991, pág. 1097).

Al estudiar desde la teoría relacional la relación de obediencia en la vida religiosa entre un superior y un súbdito, comprendemos que la unidad básica de estudio no es el individuo como entidad separada, cuyos deseos chocan con la realidad exterior, sino un campo de interacciones dentro del cual surge el individuo y pugna por relacionarse y expresarse. Un aporte fundamental a nuestro estudio lo encontramos en lo que se refiere a las intervenciones específicas en psicoterapia. Cuando hablamos de intervenciones específicas, pensamos en una persona concreta y en su demanda explícita de resolución del problema o problemas que le aquejan, como fue el caso que recién planteamos entre San Ignacio y el Padre Marín. Por ello Bleichmar (1997) no está de acuerdo con la aplicación de un único y mismo método para todos los pacientes. Como los pacientes se despliegan en un amplio abanico de manifestaciones psicodinámicas y clínicas, lo que para unos es una manera habitual de proceder, para otros constituye una realización casi inalcanzable. El imaginario sobre sí mismos, sobre los demás y la manera de entender la realidad puede ser diametralmente opuesto de un sujeto a otro (Jovani, 2013).

Lo anterior habrá que tenerlo presente e incorporarlo en la comprensión de la relación de obediencia entre un superior y un súbdito en la vida religiosa. Por ejemplo, si un sujeto sufre de una vulnerabilidad narcisista, percibirá sensitivamente la realidad envolvente en términos de lo validante o desvalorizante para su autoestima, mientras que otro solamente podrá detectar figuras de apego que le pueden amparar, y otro buscará culpables en los cuales proyectar su propia culpa, o víctimas sobre las que ejercer su omnipotencia vengativa. Este modelo ayuda a prestar a cada sujeto una atención específica de acuerdo a su configuración motivacional. La competencia del analista se basa en la comprensión de un proceso, lo que ocurre cuando una persona empieza a expresar y reflejar su experiencia en presencia de otro, comprometido a escuchar, en el contexto altamente estructurado por la situación analítica (Liberman, 2000).

Un gran aporte del movimiento psicoanalítico relacional ha sido la búsqueda de establecer cómo el paciente y el terapeuta se relacionan. Se han establecido cuatro modos o formas en que las personas se desarrollan: parejas; amigos; la díada terapeuta-paciente; en nuestro caso, superior-súbdito. Son dimensiones del relacionarse, interaccionales, mediante las cuales opera la relacionalidad. Es lo que ocurre cuando dos personas se encuentran.

Estos modos de relación no son excluyentes, pudiendo haber prevalencia de uno u otro (Mitchel, 1993; Bleichmar, 2013).

1.- El modo uno corresponde a lo que las personas realmente hacen unas con otras. Es una conducta no reflexiva, pre-simbólica. Trata de los modos en que se organizan los campos relacionales en función de la influencia recíproca y la regulación mutua (Mitchell, 1993).

En este primer modo podemos hacer mención a cualquier forma de encuentro o desencuentro entre un superior religioso y sus súbditos. ¿Cómo se saludan al verse por primera vez en un día? ¿Cómo se despiden? ¿Cómo reacciona cada uno cuando piden hablar sobre un problema? ¿Cómo se buscan para compartir? ¿Cómo se evitan? En estas situaciones la persona no tiene una representación de lo que está haciendo, no tiene la representatividad de su subjetividad ni de la otra persona. Más bien se encuentra en una especie de memoria procedimental, memoria que alude a distintas condiciones que van desde las habilidades para realizar distintos procedimientos, como caminar, sentarse a la mesa, gesticular, etc., hasta lo más valioso para el psicoanálisis, es decir, las formas de inscripción de vínculos, las reacciones afectivas automáticas que se van adquiriendo desde los primeros meses de vida con respecto a la modalidad de contacto con el otro significativo: cómo se reacciona ante el otro, en un alejarse o acercarse, tono de voz para contestar a cierto tipo de preguntas, etc. “La relación no pensada marca el modo de acomodarse con otro”. En la interacción entre dos personas, uno se va acomodando al otro. (Bleichmar, 2013).

Corresponden a este modo uno las formas en que se desarrolla conjuntamente entre los sujetos implicados en la relación un sentimiento de complacencia relativo al éxito externo, o se crean patrones conductuales recíprocos en los que las cosas parecen estar bien, pero a costa de obviar las experiencias dolorosas (Mitchel, 1993). Por ello siempre hay que estar atento a lo que no está en el discurso del otro. Es fundamental prestar atención a los ritmos de cada uno. Distintas personas tienen distintos ritmos y distintas reacciones automáticas. Por ejemplo, existen personas muy sensibles, quienes reaccionan de modo paranoide al decirle algo; éstas son personas que escuchan una voz crítica y reaccionan automáticamente producto de situaciones vividas en la infancia (Bleichmar, 2013).

2.- El modo dos de relacionarse se refiere a la permeabilidad emocional, o sea, al efecto contagioso de los estados afectivos. En su nivel más profundo, los estados afectivos son muchas veces transpersonales. Los afectos intensos, como la ansiedad, la excitación sexual, la ira, la depresión y la euforia, tienden a generar afectos correspondientes en los otros (Mitchell, 1993). Es decir, no se trata de lo que uno dice, sino del contagio emocional de los estados de interacción: tristeza, alegría, cansancio, ansiedad. Mitchell en este nivel quiere enfatizar un contagio de estado emocional pero sin entender lo que se dice. “No es solamente por el tema que se está hablando, sino por la forma en que se habla” (Bleichmar, 2013).

No se puede desconocer que los estados afectivos van penetrando de uno a otro como un contagio. En nuestras relaciones siempre estamos intercambiando paquetes afectivos, ritmos, formas de estar con el otro (Bleichmar, 2013). Por tanto, en este nivel de modo dos es importante explorar los estados afectivos que el “otro” genera en “mi”. Una vez más, aplicando el modelo relacional a la relación en la díada de la obediencia superior-súbdito, será importante preguntarse: ¿Qué estado afectivo genera un súbdito en un superior? ¿Qué causa en él cuando le transmite algo? También al revés: ¿qué estado afectivo genera un superior en un súbdito? Y algo mucho más importante: ¿qué estados afectivos se construyen entre los dos?

3.- El modo tres consiste en que los sujetos en interacción se representan a sí mismos y a los otros, tanto a nivel consciente como inconsciente. El paciente representa al terapeuta de diversos modos, así también como el terapeuta lo hace con el paciente. En este nivel simbólico de organización las interacciones construidas de forma conjunta se clasifican y etiquetan, consciente o inconscientemente, de acuerdo con las personas que participan en ellas (Bleichmar, 2013).

Mitchell explica que las relaciones interpersonales están organizadas por representaciones que los sujetos de una interacción tienen de sí y del otro, lo  que involucra la relación del propio self, del yo con los otros. No hay nadie que tenga una sola representación de sí mismo, no existe una sola representación universal, sino que la imagen que tenemos de nosotros va variando según las personas que nos vamos encontrando. Por ejemplo una persona dentro de su casa puede sentirse poderosa, pero afuera podrá sentirse débil. Es decir, en distintos contextos las personas se sienten de diversas maneras.

“No podemos analizar solamente a nuestros pacientes en la relación con uno (…). Tenemos que recorrer distintos vínculos que el paciente tiene. Tenemos que examinar cómo se siente con papá, con mamá, con sus hermanos, con sus amigos, compañeros, con quienes comparte en el trabajo. Es necesario explorar distintas áreas para averiguar cómo cambia la representación de sí mismo, y por tanto, la conducta, cuando se encuentra con gente a la cual representa de modo diferente” (Bleichmar, 2013).

Respecto a este punto, es necesario tener presente en el tema que estamos tratando -la relación entre un superior y un súbdito en la vida religiosa- que diferentes personas evocan tipos diferentes de respuesta en cada una de las demás personas. Una persona no tiene una “personalidad” estática que se lleva a todos lados y se expone en todas las situaciones interpersonales. En diferentes situaciones se evocan diferentes dimensiones de la persona, que se generan mutuamente con los interlocutores de tales funciones (Mitchell & Black, 2004). Por lo tanto, existe en cada uno un mundo interno con múltiples representaciones, con múltiples roles posibles, y se activará en ese mundo interno la representación y las conductas que tengan que ver con la particularidad del contexto y con la persona con quien se está interactuando (Bleichmar, 2013).

Hay que señalar que en cada uno de estos tres modos hasta ahora presentados, los otros no se organizan ni se experimentan como sujetos independientes de propio derecho. En el modo uno, los otros participan en pautas recurrentes, estabilizantes a menudo, de interacción que ni se simbolizan ni se reflejan. En el modo dos, los otros participan en conexiones afectivas, haciendo en ocasiones que ciertos tipos de experiencias afectivas sean posibles. En el modo tres, los otros son simbolizados, pero desempeñan roles funcionales concretos, como la especularización, la excitación, la satisfacción, etc. Como veremos a continuación, solamente en el modo cuatro los otros están organizados como sujetos distintos (Mitchell, 1993).

4.- El modo cuatro de relación entre dos personas consiste en la modalidad de reconocimiento intersubjetivo: se reconoce que la subjetividad del otro es diferente de la propia. Se siente lo que uno siente y, al mismo tiempo,  se siente lo que el otro siente, se reconoce que ese sentir del otro es legítimo aun cuando sea diferente del nuestro (Bleichmar, 2013).  Según Mitchell, ser totalmente humano supone ser reconocido como sujeto por otro sujeto humano. Es asegurarse el reconocimiento que necesitamos. En este modo cuatro las personas, tanto uno mismo como los otros, se han convertido en agentes más complejos, con intencionalidad autorreflexiva, pensando e intentando hacer cosas y en dependencia (de otros agentes) para estar completos (Mitchell, 1993). “No se trata de quedarse sólo en lo que se dice, sino en captar lo que el otro siente sobre lo que uno dice”. Hay que considerar que es un nivel que no todos pueden alcanzar. En el nivel anterior, en el modo tres, de la representación, se trata de las expectativas que uno tiene sobre cómo el otro va a actuar. Sin embargo, en este nuevo nivel se trata de captar las necesidades subjetivas del otro, y que uno sienta que la subjetividad del otro capta la subjetividad de uno (Bleichmar, 2013).

En este cuarto nivel, descrito como modalidad intersubjetiva, podemos mencionar la situación que vivió el jesuita chileno Alberto Hurtado (1901-1952), canonizado el año 2005 por la Iglesia Católica. Hurtado fue un jesuita muy activo en el campo político y social, cuestionado por la jerarquía eclesial de su tiempo y también por algunos de sus compañeros de congregación. En 1945 fue a Chile el Visitador de los jesuitas, Padre Tomás Travi, quien tuvo ocasión de oír comentarios y críticas acerca de los juicios y actividades de Alberto Hurtado. Y éste también tuvo ocasión de conversar con el Visitador. Como hemos señalado respecto a la vivencia de la obediencia dentro del espíritu de la Compañía de Jesús, todo jesuita procura tener con sus superiores una filial comunicación acerca de su persona y de todas sus actividades. Es lo que se conoce como “cuenta de conciencia”. De este modo, llamó el Padre Travi al Padre Hurtado y le expuso con franqueza todo lo que había oído acerca de algunos juicios y actuaciones en su ministerio sacerdotal y jesuita. De seguro hubo una confiada comunicación oral explicativa, pero Alberto Hurtado también quiso sintetizarla con precisión y claridad, y entregarla a su superior. “Es la declaración de un hombre, de gran valor humano, que muestra su interior y abre su corazón a otro, pero a un hombre en quien además ve, respeta y ama al representante de Dios” (Lavín, 1981, págs. 226-27).

(El Padre Hurtado escribe de sí mismo). “Ratifica su propósito muy entero de obedecer, entendiendo la obediencia como la entiende San Ignacio, y cree que su doctrina es tan actual ahora como lo era en tiempo de San Ignacio. (…). Se le ha acusado de falta de obediencia a las normas de la Santa Sede, pero no conoce un caso concreto de esta falta de obediencia. Se le ha señalado como crítica la más general: su actitud frente al problema político.(…). Cargos más concretos contra el P. Hurtado: 1.- Es amigo de falangistas (…). 2.- No trabajar por el Partido Conservador. (…). Respuesta: Creo que no es misión sacerdotal. (…). A todos estos antecedentes hay que agregar ciertamente poca prudencia del que esto escribe, carácter vehemente, apasionado por temperamento, y ciertamente errores que V. R. habrá visto con mayor claridad y de los que espero un juicio suyo para tratar de corregirlos con eficacia, y, si necesario fuese, penitencia (op. cit., págs. 227-31).

Explica Lavín (1981) que “era obligación de su oficio (del Visitador) considerar cuidadosamente estas acusaciones, para tratar de eliminarlas si es que encontraba en ellas algunas justas causales” (pág. 226). Sin conocer más detalles de este asunto, creo que basta considerar que hoy Alberto Hurtado ha sido canonizado y es reconocido oficialmente “en su santidad” por la Iglesia Católica.

El aporte del modelo de Lorna Smith Benjamin a la comprensión de las relaciones entre un superior y un súbdito en el vínculo de la obediencia religiosa

He planteado hace un momento la teoría de Mitchell, quien tiene el interés de analizar el proceso de individuación de un sujeto. Una pregunta fundamental a la que hemos hecho mención en este trabajo, respecto a las relaciones humanas, es ¿por qué y cómo alguien puede renunciar a su individualidad y llegar a someterse a otro? Podemos mencionar algunas razones. Hay personas que son incapaces de sentir sus propios derechos, sus necesidades; otros son capaces de renunciar a su individualidad por miedo, para poder mantener al otro contento; o por la expectativa de que el otro haga lo que se espera. “Una de las preocupaciones de los terapeutas relacionistas es la individuación, la aceptación de las propias necesidades, el reconocimiento de esas necesidades y la no renuncia de las necesidades” (Bleichmar, 2013).

Para profundizar en estas ideas, Lorna Smith Benjamin (2003), en su libro Interpersonal Diagnosis and Treatment of Personality Disorders, sigue un modelo riguroso donde se trabajan tres planos en las relaciones interpersonales:

1.- Lo que un sujeto le hace a otro (acción transitiva).

2.- ¿Cómo cada uno se coloca en relación al otro? (acción intransitiva)

3.- ¿Qué es lo que cada persona se hace a sí mismo?

Explicando el modelo de Smith Benjamin, Bleichmar (2013), señala que en el modo de tratar un sujeto a otro se pueden tomar dos ejes: a) dar libertad versus controlar; b) odiar/amar. Dos ejes que se pueden combinar, como veremos a continuación.

Un sujeto puede controlar a otro con amor y ternura para ayudar, para protegerle, para evitar que cometa errores que le puedan perjudicar. O puede controlar con odio, atacando, culpabilizando. Por tanto,  el control de por sí no es algo ni bueno ni malo, depende de si se hace con amor o con odio.

Respecto a no controlar, a dar libertad al otro, también puede hacerse impulsado por el amor, para que el otro crezca, para que se realice como persona. O puede no controlar al otro, darle libertad, porque se lo odia y se lo deja librado a su suerte (“que se las arregle”, pensado desde el odio)

A partir de los estudios de Smith Benjamin, Bleichmar (2013) plantea algunas preguntas respecto a la relación terapéutica, las cuales considero muy pertinentes al momento de considerar también los modos de relación en la díada superior-súbdito en la vida religiosa. ¿Tal superior será controlador cariñoso porque quiere ayudar a su súbdito; o tal superior será controlador con odio, porque el otro no es como él quiere que sea? Lo mismo podemos plantear respecto a la libertad. Un superior podrá dar libertad entendiendo lo que sucede a su súbdito, con cariño, gozando con el crecimiento que pueda realizar, pero también un superior podrá dar libertad al súbdito despreocupándose del sujeto.

La combinación de los parámetros control versus libertad y amor versus odio se puede aplicar a cómo una persona se trata a sí misma. Se puede autoobservar (superyó) con cariño o con odio, se puede controlar con cariño o con odio, se puede dar libertad para ensayar y crecer, o se puede dar una presunta libertad impulsada por la rabia contra sí mismo, como despreocupación en su cuidado.

Lo anterior se puede aplicar a la relación entre un superior religioso y su subordinado. Por ello será fundamental que un superior religioso pueda preguntarse por sus modos de relación con sus súbditos. ¿Sus preguntas, sus intervenciones, subestiman a los sujetos, es decir, los culpan; o los afirman, comprenden y nutren? Porque un superior puede ser muy trabajador, atento, responsable, serio, pero puede estar continuamente vigilando y controlando con hostilidad.  Por ello, en base a lo que enseña este modelo de L. S. Benjamin (2003) sobre el modo de mirar los vínculos, quien cumpla el rol de ser superior de otro tendrá que revisarse él en primer lugar y preguntarse: “¿Cómo me ubico ante el otro? ¿En qué lugar de estas variables mencionadas estoy cumpliendo mi rol?”.

Desde el punto de vista del sujeto que es súbdito, será fundamental preguntarse “¿qué es lo que el otro hace en mí?” y, especialmente “¿cómo me ubico frente al superior?”. Respecto a lo último, se pueden dar distintas posibilidades en cuanto a la entrega al otro: a) con rabia;  b) con placer en la relación. En la vida religiosa, quien es súbdito se puede ubicar respecto a una figura de autoridad como alguien que se rinde ante el otro, se somete a él, postergando su ser, su actividad; o un sujeto se puede relacionar ante otro como alguien que acepta al otro pero, simultáneamente se afirma y se separa para crecer. O también se puede dar otra posibilidad: un sujeto puede hacer una conexión amorosa con otro, pero quedando sometido, es decir, se posterga a sí mismo. Una persona se puede entregar, postergar, con enfado, y protestando.

Otras preguntas que se pueden hacer respecto a la persona del súbdito, siguiendo el modelo propuesto por Smith Benjamin (2003), son las siguientes: ¿Cómo el sujeto se cuida a sí mismo? ¿Se vigila continuamente atacándose, culpabilizándose desde su superyó? (este es el cuadrante del control-odio), ¿O el sujeto se mira a sí mismo para mejorar, para cuidarse? Un superior le podrá dar a su súbdito una libertad para ensayar nuevas cosas, nuevas conductas, nuevos modos de encuentros con otros, para crecer” (Bleichmar, 2013).

Aun a riesgo de repetir, por la importancia que le otorgamos a esta cuestión, en  la obediencia religiosa, cómo se sitúa un súbdito ante un superior: ¿Es alguien que se entrega amorosamente? ¿O es alguien que se entrega rabiosamente? ¿O es alguien que se afirma creciendo? ¿O se afirma con rencor? También puede estar continuamente vigilándose, pero esta vigilancia puede hacerse con cariño, con ternura. Un súbdito puede vigilarse con un superyó rabioso, criticándose, o puede vigilarse con una libertad para crecer. Una persona puede manifestarse como despreocupada de sí misma, pero también lo que es una aparente libertad, puede estar cargada de odio y de impulsividad destructiva.

A modo de reflexiones finales

En este trabajo he señalado que, para San Ignacio de Loyola, toda comunicación humana ha de estar al servicio de la consolación y edificación mutuas. Al respecto, lo que hemos estudiado sobre la teoría del psicoanálisis relacional y del enfoque Modular-Transformacional ha sido un aporte para la comprensión de la obediencia religiosa jesuítica. Estas teorías proponen distintos contenidos que nos ayudan a entender las relaciones y la comunicación humana de un modo nuevo a lo que “tradicionalmente” puede entenderse por obediencia religiosa, es decir, a una relación vertical entre quien manda y quien obedece.

Destaco lo que nos enseña el EMT sobre la relación superior-súbdito. Es fundamental que el superior considere el momento de cada persona, su situación vital, sus capacidades. Porque no se puede tratar a todos por igual, sino a cada uno en el cuidado y atención que requieran, sin caer en el paternalismo. Todo esto implica y exige una gran finura por parte las personas que sean superiores en la vida religiosa. Por esta razón, el gran desafío que debemos afrontar siempre en las relaciones de obediencia es lo que señala Bleichmar (2013): cómo seguir en relación, cómo mantener el vínculo, cómo escuchar al otro, cómo tener en cuenta lo que el otro siente y piensa; y todo sin renunciar a ser uno mismo, diferente de ese otro.

Como también hemos mencionado, un aspecto central para permitir una buena vivencia en la vivencia relacional de la obediencia religiosa será el poder crear estructuras que permitan al sujeto reconocer qué es lo de él y qué es lo del otro, cuáles son los propios valores, cuáles son las propias preferencias y limitaciones, y cuáles son las preferencias y limitaciones del otro. A partir de lo planteado por Lorna Smith Benjamin (2003), podemos analizar las causas de por qué se dan los casos en la vida religiosa apostólica, a veces más comunes de lo que uno piensa, en los cuales un superior ignora o desatiende a sus súbditos, y una de las razones es por tener otras obligaciones, las suyas propias. Pero, pese a toda la ocupación que un superior pueda tener, he pretendido que los contenidos de este trabajo ayuden a un superior a pensar cómo frenar las tensiones que aparecen en su comunidad; cómo puede hacer frente con amabilidad a los sentimientos de repulsión de sus súbditos, o de desprecio, o agresividad. Incluso, por el contrario, también a los de una admiración excesiva hacia él.

Creo que la obediencia religiosa, por lo menos la jesuita, debe buscar formar hombres autónomos, pero, al mismo tiempo, con un compromiso corporativo, libres, transparentes. También responsables pero sin miedo, con iniciativa y centrados en los valores de Jesucristo. Parafraseando  a L. S. Benjamin (2003), un superior jesuita tendrá que moverse en estos ejes de relación: liberar/ afirmar; amar/comprender; y vigilar parar nutrir o vigilar para ayudar a crecer. Y además se espera que un superior religioso no infantilice a sus súbditos a través del control y los menosprecie, es decir, que busque nunca ignorar/desatender; atacar/rechazar; subestimar/culpar.

El voto de obediencia en la vida religiosa implica la tarea de avanzar hacia el modo cuatro de la concepción de Mitchell sobre cómo dos personas están en relación. Como vimos, él explica que las personas se tienen que reconocer como subjetividades diferentes, legítimas,  en su encuentro. De acuerdo a lo dicho por Mitchell un superior tendrá la tarea de captar aspectos reales de su súbdito, y reconociéndolos, el superior habrá de confirmarle a su súbdito la veracidad de sus percepciones, dándole confianza de lo que recibe de él es en concordancia con la realidad. En palabras de Bleichmar (2013), en un nivel de funcionamiento cuatro, modalidad intersubjetiva, una figura de autoridad le podrá decir a un súbdito que efectivamente capta adecuadamente algo de la realidad y de la relación con él. La riqueza de este modo está en que puede generar un compromiso profundamente personal en la relación de la díada superior-súbdito desde el cual pueden emerger nuevas comprensiones y nuevas experiencias interpersonales e intrapsíquicas, según los fines y fundamentos que persigue el sentido de la obediencia en la vida religiosa.

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