aperturas psicoanalíticas

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revista internacional de psicoanálisis

Número 056 2017

Conocimiento Insoportable: manejando el trauma cultural en la Comisión Real [McPhillips, K.]

Autor: Nieto Martínez, Isabel - López Casares, Concha - Perdices Cámara, Rebeca - Sánchez Serradilla, Francisco

Palabras clave

Mcphillips, trauma, Trauma cultural.


Para citar este artículo: Nieto Martínez, I., López Casares, C., Perdices Cámara, R., Sánchez Serradilla, F. (Noviembre 2017) Reseña de: Conocimiento Insoportable: manejando el trauma cultural en la Comisión Real [McPhillips, K.]. Aperturas Psicoanalíticas, 56. Recuperado de: http://www.aperturas.org/articulos.php?id=0000994&a=Conocimiento-Insoportable-manejando-el-trauma-cultural-en-la-Comision-Real-[McPhillips-K]
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Reseña: Kathleen McPhillips (2017) “Unbearable Knowledge”: Managing Cultural Trauma at the Royal Commission, Psychoanalytic Dialogues, 27:2, 130-146,
Introducción
Este artículo parte de una investigación de casos de abusos sexuales que comenzó en 2013 en Australia. Explica la creación y logros de la  ‘Comisión Real’, que investigó la responsabilidad institucional en los casos documentados. Esta comisión gubernamental recogió testimonios de supervivientes adultos describiendo abominables experiencias padecidas en diferentes marcos institucionales y constató, frente a toda la sociedad, la terrible historia de abusos sexuales infantiles ocurridos en esas comunidades desde 1940.
La autora señala que es la disociación entre los valores sociales y la práctica concreta de las instituciones, lo que permitió perpetuar durante años el abuso sexual físico y emocional sobre niños y niñas, a menudo con el conocimiento de sus adultos responsables. 
McPhillips cita a Herman, Keenan, y Middleton y cols., para resaltar el acuerdo respecto a que, los efectos traumáticos, perduran largo tiempo después de que los hechos de abusos ocurran, generando en muchos supervivientes cuadros de estrés postraumático, así como efectos disruptivos en ámbitos de la adaptación afectiva, relaciones personales y la identidad del yo.  Middleton y cols. encontraron que dos tercios de los pacientes del Sistema de Salud Mental, habían relatado experiencias de abuso sexual infantil, y que estos abusos se convertían en un indicador causal de pobreza social y económica en la edad adulta, cursando con incremento de conductas de riesgo y muerte prematura.
En las audiencias de la Comisión Real, continúa la autora, se documentó el sufrimiento personal, la vergüenza, el asco hacia sí mismos, la pérdida de oportunidades en la vida; y todo ello como resultado de los abusos sexuales en sus infancias. Pero también fueron testigos en la Comisión Real, de la bravura y resiliencia de supervivientes que superaron el sufrimiento y la estigmatización, logrando, contra toda probabilidad, vidas funcionales.
La autora considera que no se ha puesto el foco suficientemente sobre el impacto que, la revelación de los abusos sexuales infantiles, tuvo sobre las familias, las comunidades locales y  la nación. Estos aspectos son los que para la autora constituirían el trauma cultura y, en este artículo describe distintos modos de respuestas grupales y sus síntomas observables.  Los traumas culturales pueden ser causados por desastres medioambientales que pongan en peligro la vida humana, por la devastación que causa la guerra, así como por violencia dentro de las comunidades. Se citan diversos autores (Alexander, Bauman, Erickson, Singer y Kimbles) para afirmar que el trauma cultural es una forma de perturbación social que tiene efectos a largo plazo en la identidad de los grupos, su seguridad y su cohesión social.
En la Comisión Real, el trauma cultural no fue tan investigado como el trauma individual, aunque se señaló como un factor significativo. La autora quiere contribuir con este artículo a generar un conocimiento más profundo sobre las devastadoras consecuencias del abuso sexual infantil institucionalizado en las comunidades afectadas.
La Comisión Real: hablando por la infancia
Hasta marzo de 2017, la Comisión Real había escuchado 37.000 testimonios, en 51 audiencias públicas y 6.443 audiencias privadas. Más de 1.900 individuos fueron puestos a disposición de las autoridades policiales y juzgados. (Las actas publicadas pueden encontrarse en, http://www.childabuseroyalcomission.gov.au).
De acuerdo con McPhillips, la Comisión Real puso de manifiesto que las instituciones basadas en la fe, habían sido los lugares más peligrosos para la infancia, destacando la iglesia católica como la mayor ofensora. Se documentaron abusos sexuales en parroquias y colegios desde los años 50 a los años 90, y también en fechas más recientes.
Durante los procesos judiciales, continua la autora, los supervivientes esperaban un trato más justo y compasivo por parte de las instituciones católicas, y sin embargo informaban que se sintieron tratados por éstas con descrédito y condescendencia. Esto supuso para muchas personas una vivencia de retraumatización (trauma secundario).
Quedó demostrado que desde 1996 la iglesia había pactado con algunas víctimas acuerdos económicos de compensación de daños, que incluían cláusulas de confidencialidad que les prohibían hablar públicamente de estos hechos y emprender acciones legales.
Para la autora, el éxito que tuvo la Comisión Real en la opinión pública estuvo relacionada con ciertas condiciones:
La primera fue que partió de un compromiso público, de credibilidad y respeto, frente al relato de supervivientes. Durante meses se realizaron Audiencias de Casos, donde se recogían los testimonios de los abusos sufridos, de las instituciones donde ocurrieron y además se pedían recomendaciones para preservar la seguridad de la infancia en el futuro. La Comisión generó una experiencia de cercanía y respeto hacia las personas que sufrieron esos delitos.
La segunda se basa en que la Comisión se posicionó con una visión crítica de la cultura y las organizaciones, haciendo hincapié en la responsabilidad y trasparecía que deben y expresando un claro compromiso con la verdad del abuso infantil.
La tercera condición favorable fue que la Comisión Real tenía potestades legales significativas, por ejemplo, podía escuchar a las víctimas en una audiencia privada en presencia de un notario, y los testimonios recogidos tenían validez ante las instituciones judiciales.
Finalmente, la autora señala que, con la revelación de las historias de los supervivientes y con el hecho de investigar a los perpetradores, la Comisión Real abre una vía de reparación y justicia para las víctimas, llevando a perpetradores e instituciones a rendir cuentas, y facilitando el camino para el cambio en las organizaciones. 
Aproximaciones psicoanalíticas al trauma cultural
En el libro “Trauma y recuperación”, Judith Herman (1992/1997) afirma que la violencia contra las mujeres y los infantes, y el abuso sexual en particular, ha estado sujeto a amnesia cultural durante la mayor parte del siglo XX, y no ha sido hasta la segunda ola del movimiento feminista cuando la violencia de genero ha sido traída a la conciencia pública. La autora recoge una cita de Herman Debido a que la subordinación de las mujeres y los niños ha estado tan profundamente embebida en nuestra cultura, el uso de la fuerza contra las mujeres y los niños ha sido reconocido muy recientemente como violación de derechos humanos básicos (p.244).
Desde el punto de vista del contexto, la Comisión Real fue de gran importancia porque permitió la creación de una conciencia colectiva frente a un tabú cultural muy arraigado históricamente. Posibilitó ponerle palabra y construir un espacio en la cultura donde oír las narrativas del trauma sexual infantil. La autora cita el trabajo de Philip Bromberg (1994) sobre la normatividad de los estados disociativos, para afirmar que la Comisión Real hace que el área disociada sea lingüísticamente accesible y “pensable” para la comunidad. También cita a la Dra Cathy Kezelman (2010, p.335) para afirma que si la evitación es la primera opción estamos en un estado de disociación colectiva: “Las historias de abuso son tan confrontadoras que algunas personas prefieren desacreditarlas en lugar de contemplar su posibilidad. Mucha gente pretende que los abusos impactantes y las traiciones tortuosas no ocurren y si ocurrieran, nunca en nuestra sociedad” (en McPhillips, p.133)
Metodología: dos modelos de análisis
McPhillips afirma que el estudio del trauma cultural comenzó con Freud y Jung y ha continuado con diversos autores, como son, Judith Herman, Robert Jay Lifton, Kai Erickson, Zygmunt Bauman, Jessica Benjamin, Jeffrey Alexander, and Charles Strozier. También reconoce las aportaciones de psicoanalistas como Philip Bromberg, Vamik Volkan, Eliabeth Howell, Dori Laub y Ronald Naso.
Una reflexión compleja sobre el trabajo interdisciplinar y combinado de estos autores lleva a la autora del presente artículo a identificar dos métodos básicos de investigación del trauma cultural que constituirían el imaginario de trauma colectivo.
El primero es el método psicoanalítico hermenéutico, que aplica la operativa del trauma individual a la experiencia grupal y no está especialmente interesado en diferenciar la experiencia grupal e individual, sino más bien centra su preocupación en generar una narrativa rica que dote de significado y explique la respuesta ante eventos devastadores. Este método se observa en el trabajo de Herman, Volkan y Strozier.
El segundo es el método social constructivista, que defiende una diferencia epistemológica significativa entre el trauma individual y el trauma grupal, sosteniendo que, aunque compartan atributos, el trauma personal es un fenómeno distinto del trauma cultural. Esta corriente afirma que las experiencias, individuales y colectivas, están conformadas por procesos discursivos y se constituyen dentro de prácticas contingentes que forman lo que experimentamos como realidad social, pero el trauma cultural tiene diferentes modos de ejecución y distintos objetos culturales, por ejemplo, en este artículo lo serían las diferentes instituciones.  Este método se observa en Alexander, Erickson y Benjamin.
Adoptando un enfoque comparativo entre estos dos métodos, la autora identifica un grupo de metáforas centrales que las teorías del trauma cultural conciben y aplican a eventos traumáticos particulares. Estas incluyen procesos de amnesia cultural y procesos disruptivos en la memoria colectiva entre el conocimiento y desconocimiento,  la repetición del guion traumático, la tensión entre la supervivencia y la destrucción en situaciones productoras de atrocidad, la aparición de movimientos políticos que dan voz al trauma original de grupos de presión, la ruptura de los lazos sociales en ruptura de conexiones y división cultural, la manifestación de narrativas de trauma en cantinela traumática [1] (traumasong) y el fenómeno de la acomodación patológica. McPhillips va a utilizar todas estas metáforas como base del análisis del Caso de Estudio 28, que se llevó a cabo en Ballarat en Mayo de 2015 (Royal Commission into Institutional Responses to Child Sexual Abuse (2016).
Definiendo el trauma cultural
La autora define el trauma cultural, apelando a criterios de consenso entre las diferentes teorías, como el impacto de acontecimientos horrendos que afecta al bienestar de la comunidad, la identidad de grupo, la cohesión social y la seguridad del grupo. En su trabajo va citando a diversos autores.
El sociólogo Jeffrey Alexander (2012, p.6), que escribió “el trauma cultural ocurre, cuando miembros de una colectividad sienten que han tenido que soportar situaciones horrendas que les deja marcas indelebles en la memoria de grupo, marcando sus memorias para siempre y cambiando su identidad futura, de forma fundamental e irrevocable“ (En Mc Phillips, 135).
El psiquiatra e historiador Robert Jay Lifton, que utiliza el término situaciones productoras de atrocidades. Este autor es pionero en la metodología psicohistórica. Sostiene que situaciones como genocidios y guerra no son el resultado de personas malvadas o sociopáticas, sino más bien de “situaciones productoras de atrocidades”, donde ciertas condiciones producen respuestas específicas del ámbito del trauma (Lifton, 1986). Estas respuestas se caracterizan por estados disociativos o “ruptura de conexiones” entre las personas y el yo. Las entrevistas que este autor mantuvo con perpetradores y supervivientes, le mostraron de forma muy directa, tanto de la fuerza para destruir como del deseo de sobrevivir.
Alexander afirma que el trauma cultural es una construcción social, un proceso representacional, y no simplemente una realidad ontológica. Para él, el trauma individual y el trauma cultural son fenómenos distintos, aunque compartan ciertos atributos. Para demostrar esto, hace notar que los eventos colectivos no son inherentemente traumáticos, no todos los problemas sociales serios que las sociedades tienen que enfrentar generan un trauma colectivo. Para que se pueda atribuir a un evento el estatus de ‘traumático’ tiene que haberse producido previamente la ruptura de significados y patrones compartidos en esa colectividad. El proceso de trauma se define en el espacio entre un acontecimiento y su representación.
Trauma no es el resultado de la experiencia de dolor de un grupo, es el resultado de un agudo malestar que entra en el núcleo del sentido de la identidad de una colectividad. Los actores colectivos “deciden” representar el dolor social como una amenaza fundamental de su sentido, de quienes son, de donde vienen y a donde quieren ir. (Alexander, 2012, p.15, en McPhillips, p. 135)
Volkan y Ayakan (2007) sostienen que, a menudo, los grupos traumatizados articulan su propio trauma escogido, que señalaría la dificultad de las generaciones pasadas y presentes para manejar la aflicción emanada de eventos y heridas sostenidas. Una comunidad traumatizada marca el trauma escogido y lo usa para generar cohesión de grupo.
Kai Erickson (1976) sostiene, según la autora, que, a diferencia del trauma individual, los traumas colectivos se desarrollan muy despacio y no son inmediatamente observables, sino que más bien se mantienen ocultos a lo largo del tiempo. Donde una vez hubo un sentido de identidad colectiva y confortable, que era compartido y valorado, el trauma introduce une stado de deconexión que daña la cohesión social.
La autora señala que, para Alexander y Erickson, el shock y el miedo en el trauma cultural se produce como respuesta a la ruptura de conexiones y a la pérdida de representación y sentido, más que a los eventos en sí mismos. La construcción y la representación de un trauma colectivo es el resultado de la acción humana y la utlización del poder por los agentes sociales. El trauma cultural no es algo que "nos hayan hecho", sino un proceso social que nosotros activamente co-construimos.
La función de la memoria en el trauma cultural
Acudiendo de nuevo a criterios de consenso en las teorías de trauma cultural, la autora sostiene que la memoria es central en el funcionamiento del trauma colectivo. La disociación y el olvido causan un gran daño y la reparación social depende de la restauración de la memoria de grupo. El relato compartido permite reestablecer la identidad de grupo.
La Comisión Real ocupó un lugar fundamental, en este sentido, al crear los cauces para construir un relato compartido, permitiendo el reconocimiento colectivo del trauma sufrido por cada una de las víctimas individuales. La autora cita a Herman (1997) quien define como característico del trauma la dialéctica entre recordar y olvidar, entre relato y silencio, entre conocimiento y desconocimiento. Las culturas que viven en el trauma sufren formas de amnesia colectiva en las cuales las experiencias traumáticas de los grupos vulnerables son olvidadas con firme contundencia. Herman ve la violencia sexual contra las mujeres, las niñas y los niños, como uno de esos casos de olvido sistemático a lo largo del s. XX, junto a otros de terror político y trauma de guerra.  
La autora añade que Laub y Auerhahn (1993) en su trabajo sobre trauma masivo encontraron que los estados disociativos de conocimiento y desconocimiento se pueden clasificar en diferentes categorías, tales como desconocimiento, estados de fuga, fragmentación y narrativas abrumadoras.
La disociación es la marca del trauma. Los individuos y las comunidades son capaces de sostener largos periodos de amnesia, porque la disociación se experimenta como un patrón normativo cultural, incluso necesario para la coherencia social.  Estos patrones son difíciles de alterar y pueden permanecer sin ser cuestionados durante décadas. La severidad del trauma determina el grado de amnesia colectiva.
Las respuestas disociativas representan un mecanismo de supervivencia que opera, tanto a nivel individual como grupal, de forma inconsciente, discontinua, y repetitiva, creando un guion traumático colectivo. Una vez que la conciencia es restaurada por alguna forma de intervención política, los eventos traumáticos pueden empezar a ser elaborados.
Herman aporta una metodología para la curación individual y colectiva que comienza con el establecimiento de la seguridad y la provisión de un lenguaje compartido que pueda nombrar los eventos así como sus efectos traumáticos. Esto está en relación con el recuerdo, la validación y la restauración de la justicia.
Narrando el trauma cultural
Judith Herman en 1997, sostuvo que el trauma colectivo, cuando se hace consciente, requiere la formación de un movimiento político.
La Comisión Real se creó gracias a numerosos grupos de supervivientes, familiares y simpatizantes que ejercieron una presión continua y significativa sobre las estructuras de gobierno para que actuaran ante la estigmatización e injusticia en la que se encontraban los supervivientes, a la vez que desarrollaban una narrativa compleja sobre el impacto del abuso sexual infantil y la necesidad de que las Instituciones asumieran su responsabilidad.
Las narrativas que emergen para describir la experiencia de sufrimiento son lo que Charles Strozier (2011) llama cantinela traumática. La autora dice que en el trabajo de Strozier con los testigos del horror del 11 de septiembre (11S) Strozier observó que los supervivientes hablaban con una resonancia profundamente conmovedora y poética del encuentro con la muerte, a la vez que daban  respuestas fragmentadas y desarticuladas (inconexas). 
La autora cita a Jessica Benjamin (2014) quien señala la función de la intersubjetividad en el manejo de las políticas de ‘otredad’, que decide sobre quienes son categorizadas como víctimas en un evento traumático. Una fuerza social poderosa que separa y delimita quienes son afectados y quienes no lo son y puede conllevar una devaluación y exclusión de quienes más sufren.
Benjamin adapta a lo social la tesis de Klein sobre la escisión entre objetos buenos y objetos malos, y argumenta que la escisión cultural ocurre cuando categorizamos personas como “aquellos a quien se les permite vivir y aquellos que deben morir”. Sugiere que el desarrollo de una estancia intersubjetiva -“el tercero moral”- provee una forma de disolver esta escisión permitiendo que la comunidad conozca el trauma, dignificando el sufrimiento, y haciendo posible tolerar el “conocimiento de cosas terribles”.
Ecología del sufrimiento. Estudio de caso 28.
En mayo de 2015, la Comisión Real viajó a la ciudad Victoriana de Ballarat para oír el Caso de Estudio 28, que investigaba el abuso sexual infantil en escuelas católicas y parroquias. Ballarat fue una de las diócesis más afectadas en Australia. Durante las dos semanas de audiencias públicas, se desveló un relato desgarrador de trauma individual y grupal y quedó al descubierto una comunidad en profunda aflicción.
Ballarat es una gran ciudad rural en el noroeste de Melbourne, en Victoria. Se formó a partir de poblaciones de clase obrera, de cultura autocrática patriarcal religiosa heredada del catolicismo irlandés. La iglesia católica se estableció allí a mitad del siglo XIX, y construyo una comunidad próspera de parroquias, escuelas y orfanatos que se ocupaba de las necesidades de una población católica en aumento.
La diócesis de Ballarat generó una fuerte identidad religiosa que conectaba, de forma muy significativa, la vida de las familias, la actividad económica, el deporte, la educación y la parroquia. No era raro que los individuos estuvieran, durante toda su vida, inmersos en la cultura católica. Como afirmó un testigo, “cuando yo estaba creciendo, nosotros no nos mezclábamos con gente de otras religiones. Como niños, ni siquiera nos sentábamos con niños no católicos en el autobús. Cualquiera que pusiera en cuestión nuestra comunidad era marginado” (McPillips, p. 139).
Esto significaba una comunidad cerrada viviendo en una cultura institucional, autoritaria y poderosa donde los sacerdotes tenían un elevado estatus tanto social como religioso. Su palabra era la máxima expresión de autoridad moral, y estaba más allá del cuestionamiento. A comienzo de los años noventa, la revelación de los abusos sexuales infantiles por parte de sacerdotes, frailes, monjas y profesores en escuelas y parroquias, generaron una situación productora de atrocidad que rompió todo el sistema de pautas de significación de esta comunidad cerrada. En poco tiempo, las sutiles conexiones que durante años habían mantenido fuertemente unida a toda la comunidad, se rompieron estrepitosamente y la comunidad quedó en guerra consigo misma.
Para la preparación del Caso de Estudio 28, el personal de la Comisión Real organizó una serie de encuentros y foros con la comunidad local para recoger información sobre el impacto que en ella estaba teniendo el proceso sobre los abusos sexuales infantiles en sus instituciones. Los detalles del impacto que estaban explorando incluyeron: graves problemas de salud mental tanto en supervivientes como en miembros de sus familias; un gran número suicidios y muertes prematuras; desacreditación de las historias de las víctimas por parte de miembros de la Iglesia, algunos familiares y  miembros de las parroquias; falta de compensación debida a las víctimas por parte de la Iglesia; pérdida de fe y adhesión  a la fe católica y pérdida de la cohesión comunitaria.
La narrativa simultanea del sufrimiento colectivo e individual, articuló un trauma cultural y causó un agudo desasosiego frente a la identidad católica. Esto, primeramente, fue observable a través de los testimonios de los miembros de la comunidad y supervivientes, que documentaron una trágica escisión de familias y amigos y que impidió el avance de la comunidad. La autora señala que Furness atestiguó lo siguiente, en el último día de audiencia:
La Comisión Real ha oído en estas audiencias, como en los foros que han tenido lugar en Ballarat, que la comunidad está dividida; que hay familias que nunca más han vuelto a hablar con otros miembros de la familia, hay hermanos que han sido separados, y más concretamente, hay grupos dentro de la comunidad que están en guerra entre ellos en función de la respuesta que han tenido ante la historia de abuso sexual infantil en esta comunidad. (McPillips, p.139)
Podemos ver que esto representa un trauma escogido (Volkan and Ayakan, 2007) entendiendo que la identidad de la comunidad ha quedado atrapada en un enfrentamiento de representaciones particulares en función de su enfoque respecto al trauma del abuso sexual infantil, que es el marcador de la identidad colectiva en Ballarat.
La primera semana de audiencias declararon diecisiete supervivientes, todos hombres, que habían sido sexualmente abusados por un puñado de curas y frailes en cuatro colegios y un orfanato. Su “cantinela traumática” evocaba un profundo sentido de devastación de sí mismos y de la comunidad, y la bravura de los supervivientes era incuestionable cuando leían sus declaraciones.
Un testigo trajo una foto de su cuarto año de clase, de treinta y tres niños, y afirmó que doce habían muerto por suicidio. Otro testigo señaló que el índice de suicidios en Ballarat es más alto que el de muertes por accidente de tráfico. Un terapeuta dijo a la comisión que en un instituto, en los años ochenta, se estimaba que todos y cada uno de los estudiantes, entre los cursos 7º a 10º, habían sido abusados sexualmente. La mayor parte de los testigos contaron el impacto del abuso sexual en sus vidas y cómo su vida diaria se había convertido en una lucha. Algunos relataron cómo sus familias se habían roto, escindido por la angustia, y dieron cuenta de abandonos. Un testigo dijo “la familia del marido de mi hermana son unos católicos muy estrictos, ellos siempre dicen que el abuso sexual infantil nunca ocurrió y que la Iglesia no pudo hacer algo parecido” (McPillips, p.140).
La escucha de esta cantinela traumática produjo una respuesta de aflicción de todos los que estábamos presentes en esa audiencia. Era imposible no estar conmovido y afectado por esas narrativas de sufrimiento, y estaba claro que, para los testigos, el hecho de hablar era traumático en sí mismo, incluso sintiéndose acreditados por la Comisión y el personal de la Comisión.
Desde las evidencias aportadas por los supervivientes, también se desvelaba que mientras se cometieron los delitos las comunidades se mantenían en un estado de conocimiento y desconocimiento. Algunos de los niños y niñas estaban al tanto de los sacerdotes y frailes infractores y se alertaban entre ellos cuando el peligro estaba cerca. Padres y madres que descubrieron que sus hijos o hijas habían sido abusados protestaron a la escuela y al obispado, y un niño que explicó su abuso a un policía, fue respondido que “nadie realiza esos actos.” (McPillips, p.140).
Algunos de los profesores trataron de avisar a los infantes y algunos padres o madres se aseguraron de no dejar a su prole solos con ciertos clérigos, pero no alertaron a otras familias del riesgo. Cuando uno de los testigos le preguntó más tarde a una de sus profesoras qué hubiera hecho si ella hubiera sabido lo que estaba pasando, ella respondió “Nosotros probablemente no hubiéramos hecho nada porque teníamos demasiado miedo por nuestros trabajos y nuestra reputación en la comunidad católica” (Mc.Pillips, p.140).  Semejante expresión de acomodación patológica podría ser típica en una comunidad cerrada, donde la reputación de la Iglesia era más importante que la seguridad de los infantes. Como afirmó un testigo:
El impacto de mi abuso ha sido una invasión completa de todos los aspectos de mi vida. La crianza que yo recibí en la iglesia aseguraba que mi ingenuidad fuera tan grande que yo ignorara lo que “Ridsdale” estaba haciendo. Mi temor a ser diferente y un pecador a los ojos de la Iglesia, significaba que estaba seguro de que yo estaba haciendo algo equivocado… Mi falta de habilidad para confiar suficientemente en cualquiera y decirle lo que ocurría era el resultado del dogma eclesiástico y de la consideración sobrenatural de sus líderes”. (McPhîllips, p.140)
En la segunda semana de audiencia la Comisión quiso oír a los representantes de la Iglesia dar una explicación de lo que había fallado, de por qué no se evitó el daño perpetrado por estos frailes y sacerdotes, por qué ocurrió.  La Comisión afirmó “necesitamos oír lo que la Iglesia conocía y cómo respondieron” (McPillips, p.141). En la segunda semana tomaron declaración al mayor perpetrador de la historia de Australia, el sacerdote Gerald Ridsdale; declaró por video conferencia desde la cárcel en la que está cumpliendo una larga condena. Este sacerdote abusó durante más de 30 años de cientos de niños y niñas en Ballarat, Victoria y Nuevo Gales del Sur. A pesar de que el obispo tuvo conocimiento de sus actividades desde el primer año de su ordenación, fue trasladado de parroquia varias veces, le enviaron a psicoterapia, que no fue eficaz para controlar sus impulsos y no dejo de estar en activo hasta que fue incriminado por la policía en 1994. Los supervivientes querían que la Iglesia respondiera a preguntas como ¿quién tenía conocimiento de las actividades de Ridsdale? y ¿qué hicieron con ese conocimiento?, los representantes de la Iglesia fueron incapaces de contestarles.
El público asistente se sintió desamparado ante la falta de respuestas de los representantes eclesiásticos. La autora señala que, de alguna manera, esto era una recreación del guion traumático, las mismas respuestas de angustia que no tienen respuesta ni solución. Son una repetición del trauma original, donde los niños y niñas son abusados, luego rechazados, dejándoles ansiosos y angustiados sin poder hacer nada para evitar la siguiente agresión. Muchas víctimas afirmaron que cuando intentaron que la Iglesia reconociera los abusos se encontraron con respuestas inadecuadas y a menudo negación de los hechos. En estas audiencias no estuvo presente el obispo Ronald Mulkearns -presentó un certificado médico- quien había autorizado todos los traslados de parroquias de los perpetradores de tanta devastación. La autora señala que el único que podía aportar respuestas, estaba ausente.
Además, otra de las figuras significativas, el cardenal George Pell, que nació y creció en Ballarat y estuvo en el presbiterio con Ridsdale durante el periodo de los abusos, no acudió a la audiencia, dejando a los supervivientes que sintieran que lo que les había ocurrido no era importante para las autoridades de la Iglesia Católica. McPhillips afirma que sin duda, el mecanismo de conocimiento y desconocimiento estaba activo en estas respuestas, donde el registro escrito de los movimientos de Ridsdale eran inaccesibles para ser decodificados en un proceso de toma de decisiones consciente y los representantes de la Iglesia no compartieron con la comunidad lo que conocían, insistiendo más bien en que no sabían nada.
Hacia la curación y el impacto comunitario
Sostiene McPhillips que el camino hacia la justicia será, sin ninguna duda, entorpecido mientras las autoridades eclesiásticas mantengan que no fueron responsables. En el último día de audiencia, el obispo de Ballarat, Paul Bird dijo en la Sala que no existían programas en las parroquias para la atención grupal de los traumas causados, y que no se les había dado ninguna indicación a los sacerdotes y educadores sobre qué decirles acerca de lo que había ocurrido en Ballarat. La autora asegura que los responsables eclesiásticos están claramente embebidos del guión traumático, tanto como los demás miembros de la comunidad. El guión traumático incluye ciertas afirmaciones de la Iglesia Católica asegurando cambios institucionales y reparación a las víctimas, pero solo queda a nivel retórico.
El obispo Bird atribuyó la responsabilidad de todo lo sucedido en Ballarat a un pequeño grupo de perturbados que se hicieron religiosos por razones oportunistas, indicando que el problema no está en la cultura de la Iglesia, sino en los métodos de reclutamiento. Esto indica, según McPhillips, una resistencia a examinar el problema como efecto de una cultura donde el poder económico, administrativo, y espiritual está en manos de un pequeño grupo de hombres ancianos y célibes que ejercen una inmensa autoridad simbólica y real sobre la vida de los laicos. Afirma que, según Benjamin (2014), esto pudiera constituir una forma de escisión cultural donde los perpetradores y las víctimas son separados y las víctimas son otredadas y descartadas.
El fallo de la Iglesia para proteger a la infancia y asumir responsabilidades nos recuerda que la reputación de la iglesia continúa siendo más importante que el destino de los niños y niñas. Esto constituye lo que Naso y Mills (2015) denomina una instancia de maldad instrumental humana donde las necesidades de un grupo de clérigos son puestas por encima de todo lo demás. Es tanto ausencia de bondad, como fallo moral.  También es la causa que secciona la comunidad estando y permaneciendo en negación. Como uno de los testigos declaró: “Encuentro decepcionante las respuestas de la comunidad Católica ante el abuso sexual infantil, aunque en mi opinión está mejorando. En mi experiencia algunos miembros de esta comunidad no creen que esto haya ocurrido o piensan que ustedes están tratando de destruir la iglesia. Siento que la comunidad católica no se haga cargo del problema” (McPhillips, p.143)
El cambio social depende de la fuerza de los grupos de presión. En Ballarat, estos están formados fundamentalmente por supervivientes que se sienten condenados al ostracismo, aunque también motivados para dirigirse a una comunidad más amplia, y el grupo “Movimiento hacia la Justicia”, que incluye supervivientes, familiares y algunos sacerdotes y monjas, que activamente han intentado extender el debate del abuso sexual infantil dentro de la comunidad católica, con algo de éxito, para “conseguir que se mantenga un dialogo” (McPillips, p.143). 
Según la autora esto refleja el punto de vista de Herman, según el cual, para que el trauma permanezca consciente, debe estar presente en el lenguaje. El lenguaje provee un continente a la afectividad y a la cognición, así como una herramienta para generar significados. Las narrativas pueden abrir un camino para expresar y procesar el dolor grupal, allí donde la vergüenza y la angustia se convierten en una amenaza abrumadora; esto es muy relevante sobre todo para la vergüenza que suele clausurar la narrativa y activar la censura. En palabras de un superviviente: “La vergüenza es extensa, es como un cáncer que no se ve en esta ciudad. No hay memoria colectiva ni lugar donde mostrar el abuso y el horror del número de suicidios. No hay nada que nos lleve a hablar juntos acerca de esto. Es como una carnicería invisible” (McPhillips, p.143)
La autora termina este apartado afirmando que el nivel de disociación cultural de esta comunidad refleja su profundo nivel de traumatización y para ello recurre a una cita del testimonio del grupo Movimiento hacia la Justicia.
Pienso que el abuso sexual institucional ha escindido la comunidad de Ballarat en facciones. Algunas personas comienzan a hablar a los supervivientes sobre ello y están empezando a entender el impacto. Hay otros en la comunidad que bloquean esto completamente. Es como si ni siquiera estuviera en su vocabulario y no pudieran entender. (McPhillips. p.143)
Conclusion: hacia un “tercero moral”
Comienza citando a Benjamin (2014, p. 2/11) “El reconocimiento social del trauma no solo es una cura para los individuos, promueve capacidad de agencia y da peso a las consideraciones éticas dentro del discurso social” (En McPillips, p.143)
Para lograr la curación de las comunidades afectadas,  y recobrar su vitalidad de grupo y su identidad positiva, es necesario un proceso de justicia restauradora. Para la autora la Comisión Real no ha tenido como función la justicia restauradora, pero si posibilitar que se pueda producir, aunque esto depende de la voluntad política, que incluye a las instituciones, supervivientes, grupos de presión y el gobierno. La autora afirma que esta Comisión ha sido un vehículo para articular una tragedia nacional, un trauma cultural sobre un gran fallo moral. Ha servido como continente para poder examinar ese trauma cultural, llamando a ser testigos y oír el lamento de los supervivientes, su cantinela traumática, y su duelo por sus vidas robadas y su potencial no vivido.
McPhillips señala que los relatos que se han producido en las audiencias de la Comisión han podido generar respuestas traumáticas en algunas personas, aunque estas no hayan tenido la experiencia vital de las comunidades afectadas o de las instituciones responsables y hayan tenido conocimiento de los hechos a través de los medios de comunicación. Cita a Strozier (2011) quien destaca que aunque las personas no hayan estado presentes, pueden estar profundamente afectadas; las zonas de tristeza se refieren a “las instancias morales y psicológicos del yo” tanto como a la localización física. Además, las respuestas también dependen de las experiencias tempranas de cada uno.
Para la autora todos tenemos la responsabilidad moral de no crear comunidades de “testigos fallidos”. Esta idea, sugerida por Jessica Benjamin (2014), se relaciona con “un fallo de aquellos que no habiendo estado involucrados en los actos perpetrados sirvan a la función de conocimiento, combatan activamente o reparen el sufrimiento y el daño que encuentren como observadores del mundo social” (pp 1/11 – 2/11). (En McPillips p.144)
Si la comunidad en su conjunto falla en el reconocimiento del fallo moral de las instituciones y el sufrimiento de los supervivientes, esto no solo refuerza la disociación con respecto al sufrimiento de los otros, sino que contribuye a crear una frontera entre los que viven seguros, en medios protectores y aquellos que son abandonados en lugares de sufrimiento y angustia (Benjamin 2014). Lo que se necesita es promover un espacio que Benjamin llama “el tercero moral”, que sería una forma de intersubjetividad que disuelva la distancia entre el estatus de los espectadores y los supervivientes, rechazando “la terceridad” que experimentan como víctimas y creando un nuevo espacio compartido para el conocimiento y la dignificación del sufrimiento. Para la autora la Comisión Real ocupa ese espacio de terceridad moral encarnado en el reconocimiento y conocimiento. Adaptando los términos de Bromberg (1998) la Comisión puede estar en los múltiples espacios de vacío colectivo, reconociendo la disociación y sus resultados.
Finaliza preguntándose, ¿cuándo podremos dar por resuelto un trauma cultural? Claramente cuando los supervivientes obtengan justicia, cuando las comunidades puedan reconstruir conscientemente su identidad colectiva, cuando las instituciones asuman la responsabilidad de sus fallos y reparen el daño, y cuando las múltiples narrativas del trauma puedan permanecer en un relato compartido y lleguen a ser parte de la historia común. De momento, hasta que la experiencia de los supervivientes no sea reconocida por las organizaciones que causaron ese severo daño y por la comunidad amplia, el trauma del abuso sexual colectivo permanecerá activo.
Referencias
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