aperturas psicoanalíticas

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revista internacional de psicoanálisis

Número 069 2022

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Trauma relacional en la infancia. El impacto de la violencia en las niñas y en los niños

Relational trauma in childhood. The impact of violence on girls and boys

Autor: Climent Clemente, María Teresa - Nieva Serrano, Pablo

Para citar este artículo

Nieva Serrano, P. y Climent Clemente, M. T. (2022). Trauma relacional en la infancia. El impacto de la violencia en las niñas y en los niños. Aperturas Psicoanalíticas (69). Artículo e2. http://aperturas.org/articulo.php?articulo=0001178

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Resumen

Este trabajo es un acercamiento a las consecuencias en el cuerpo y en la mente de la violencia que sufren niñas, niños y adolescentes, principalmente en contextos de violencia de género. En la mayor parte del siglo XX, cuando el psicoanálisis obtiene mayor reconocimiento científico y social, la violencia en la infancia en general y la violencia sexual en particular, a través de los abusos sexuales, fueron habitualmente invisibilizados bajo las premisas teóricas que ocultaban estos hechos atroces. El objetivo principal de este artículo es el de cuestionar estos postulados y poner en valor el efecto dañino de la violencia en la infancia, en cualquiera de sus formas, en los contextos de los vínculos de apego.  La parte teórica se sostiene mediante dos casos clínicos. El primero es el de una joven de 24 años, a quien uno de los autores atiende en dos etapas diferentes de la vida de la paciente, en el periodo en el que se escribe este mismo artículo y más de diez años antes, cuando la joven apenas era una púber. El segundo caso clínico es el de una niña que se atiende durante 20 meses, de sus ocho a sus diez años. Esta segunda viñeta clínica nos muestra los efectos perjudiciales de la violencia que sufren muchos de los menores víctimas de violencia de género con sus padres maltratadores, en las visitas, una vez las madres han conseguido separarse.

Abstract

This work is an approach to the consequences of the violence suffered by girls and boys in childhood, mainly in contexts of gender violence. In most of the 20th century, when psychoanalysis obtained greater scientific and social recognition, violence in childhood in general, and sexual violence in particular, through sexual abuse, were habitually made invisible under the theoretical premises that concealed these atrocious facts. The main objective of this article is to dismantle these premises and value the damaging effect of violence in childhood, in any of its forms, in contexts of attachment relations. The theoretical part is supported by two clinical cases, the first of a 24-year-old girl, in which one of the authors attends in two different periods of the patient's life, in the period in which this is written same article and more than ten years before, when the young woman was teenager. The second clinical case is about a girl who is been in treatment for almost two years, from her eight to ten years. This case shows us the detrimental effects of violence suffered by many of the boys and girls who are victims of gender violence and how their fathers continue abusing them when their parents are almost separate.


Palabras clave

régimen de visitas, síndrome de alienación parental, trauma en el desarrollo, violencia de género.

Keywords

developmental trauma, gender violence, visitation schedule, the parental alienation syndrome.


[Nota de la autoría: en la redacción de este texto, hemos intentado respetar al máximo las recomendaciones de las guías de lenguaje no sexista. Cuando no hemos encontrado una fórmula alternativa, y para mantener el estilo de la revista, hemos recurrido al genérico masculino.]

La violencia en la infancia, la epidemia oculta

El origen de la negación de la violencia en la infancia y de sus efectos es difícil de reconocer. Empezar a entenderla desde el propio Freud ayuda a comprender la invisibilidad de algunas prácticas tan nocivas. Como se sabe, no siempre Freud negó el impacto de la violencia en la infancia como precursora de psicopatología. En 1896 Freud dio una conferencia en Viena, donde hizo públicas sus conclusiones sobre la histeria, tenía la convicción de que hay episodios reales de seducción sexual producidos durante la infancia. Durante esta época, coincidiendo con su colega Sándor Ferenzci, ambos creían que el origen del malestar de las pacientes histéricas que atendían tenía que ver con experiencias traumáticas de índole sexual que vivieron en la infancia.

En 1897, Freud escribió a su amigo Fliess, exponiéndole que ya no creía a sus pacientes neuróticas, acabando con la teoría de la seducción. Tal y como explica Garriga (2010) los motivos y consecuencias de abandonar la teoría de la seducción son: 

Al rechazar la teoría de la seducción Freud abrió una exclusa –o una excusa- que permite a los profesionales evitar el contacto con los intensos sentimientos que genera creer la veracidad del abuso. También fue una manera de no cuestionar el “statu quo” de poder y privilegios de los hombres de la época, y de sus propios seguidores que, como veremos, incurrían en todo tipo de licencias sexuales con sus pacientes y conocidas, a menudo con el beneplácito e incluso con la invitación de Freud. Ignorando, o, mejor dicho, negando los efectos de sus acciones, podían seguir perpetrándolas. (Garriga, 2010, p.107)

La falta de correlación de la sintomatología histérica y el abuso sexual no está  ligada exclusivamente al psicoanálisis. Desde la psicología forense, especialmente la ligada a la rama de los Juzgados de Familia y de Violencia de Género, se ha validado y justificado un síndrome inexistente, el Síndrome de Alienación Parental (en adelante, SAP). Esto ha favorecido la invisibilización de la violencia que ejercen los hombres divorciados sobre su prole, con la motivación de dañar indirectamente a las madres y porque estos hombres maltratadores presentan un modelo relacional predominante violento en el encuentro con sus figuras de apego.

Richard Gardner (1985), creador de este síndrome, lo definía de esta manera:

…un trastorno que surge principalmente en el contexto de las disputas por la guarda y custodia de los niños. Su primera manifestación es una campaña de difamación contra uno de los padres por parte del hijo, campaña que no tiene justificación. El fenómeno resulta de la combinación del sistemático adoctrinamiento (lavado de cerebro) de uno de los padres y de las propias contribuciones del niño dirigidas a la denigración del progenitor objeto de esta campaña. Gardner (p. 29)

Si nos quedamos solo con la definición del SAP, parecería posible observar casos de este tipo. Cuando entramos en los matices, se evidencia el sesgo misógino y adultocentrista. Según Gardner, son las madres las que en la mayoría de los casos alienan a sus hijos y los ponen en contra de los padres varones. Además, esto tiene que suceder en un contexto exento de violencia, algo que resulta imposible y que en nuestra práctica clínica nunca se ha visto, que un progenitor lave el cerebro a su hijo con la finalidad de rechazar al otro, sin ejercer violencia. Evidentemente que los menores en contextos de divorcios y de violencia son instrumentalizados, siendo esta instrumentalización una de las formas más básicas del ejercicio de la violencia. Lo que difiere claramente del SAP, ya que en estos casos sí se ejerce la violencia.

Otra de las cuestiones llamativas que proponía Gardner es el tratamiento para recuperarse del SAP, la terapia de la amenaza:

en cuanto se diagnostique S.A.P., se debe cambiar inmediatamente la custodia y tenencia del niño y entregársela al padre falsamente acusado, sin que tome contacto con la madre… al comienzo el niño se resistirá, pero pasado un tiempo, comprenderá que había sido sometido a un lavado de cerebro y aceptará a su progenitor… también deberá ser cambiado de psicoterapeuta -si lo tuviera-y… sólo se restablecerá el vínculo con la madre cuando al cabo de por lo menos tres meses, el niño y el progenitor alienador sean reevaluados por un profesional, “Especialista en SAP”, que pueda decir si podría restablecer el contacto con ella. Gardner (1987, a través de Vaccaro y Barea, 2009, p. 51).

Asimismo, recomienda a los jueces tres acciones si las madres y los niños no cambian su parecer: imponer multas, la pérdida permanente de la custodia y, por último, la prisión.

Las ideas de Gardner sobre la sexualidad infantil que desarrolla en su libro Una teoría sobre la variedad del comportamiento sexual humano ponen de manifiesto la concepción que tenía sobre la infancia, que se puede resumir en tres argumentos principales:

  1. Estaba en desacuerdo con términos como natural o antinatural en cuestiones de conducta sexual.
  2. Entendía el sexo como máquina de procreación y la importancia de que cuanto antes fuese ejercitada esa máquina, más y mejor sería su rendimiento.
  3. Justificaba las parafilias-incluyendo la pedofilia- diciendo que estaban al servicio de ejercitar esa máquina sexual para la procreación de la especie humana.

Su perspectiva se puede entender como un simple darwinismo social al estilo del absolutismo más cruel. Planteaba en este mismo libro lo siguiente:

Pertinente a ésta, mi teoría es que la pederastia también sirve a objetivos procreativos. Obviamente, no sirve a tales objetivos en el nivel inmediato, ya que las niñas no pueden estar embarazadas y tampoco ellos pueden dejar a otras embarazadas. Sin embargo, el niño que se inclina hacia encuentros sexuales a una edad temprana probablemente se sienta altamente sexualizado y ansiará tener experiencias sexuales durante los años de la pubertad. De este modo, un niño cargado transmitirá más probablemente, por lo tanto, sus genes a su progenie a una edad temprana. (Gardner, 2002, a través de Vaccaro y Barea, 2009, p. 164)

Ante lo expuesto, no haría falta argumentar en contra de Gardner o sus teorías, que justifican la violencia ejercida contra los menores, incluso llegando a considerar que tiene efectos sociales beneficiosos.

Para conocer el impacto de la violencia en la infancia es interesante adentrarnos en el estudio que realizó en 1990 el médico preventivista Felitti, Experiencias Adversas en la infancia (2010). A lo largo de un año preguntó a más de 50.000 personas adultas acerca de experiencias sucedidas en su infancia. De aquella investigación, más de un cuarto de las personas reconocieron que alguno de sus progenitores a menudo le había empujado, agarrado o golpeado tan fuerte que le había dejado marcas o lesiones. Una de cada diez personas declaró que alguno de sus progenitores, muy a menudo decía palabrotas, le insultaba o le menospreciaba. Una de cada ocho personas respondió afirmativamente que fue testigo a menudo o muy a menudo de cómo su madre recibía patadas, era mordida, golpeada con los puños o con un objeto contundente. 

Esta investigación de Felliti lo llevó a concluir que la exposición al maltrato durante la infancia tiene consecuencias serias en la edad adulta. Se demostró que más de la mitad de las y los menores que han vivido experiencias de maltrato en la infancia tuvieron dificultades de aprendizaje en la escuela. Se observó que las personas adultas que sufrieron maltrato en la infancia tuvieron índices mayores de depresión- con una prevalencia del 66% en mujeres y del 35% en hombres- frente al 12% en personas que no vivieron experiencias adversas en la infancia. Además, la probabilidad de intentos de suicidio fue 5.000 veces mayor en los casos de personas con experiencias adversas en la infancia.

Las investigaciones a nivel estatal que han ido encaminadas a valorar a menores que viven en contextos de violencia de género estimaron que 800.000 menores en el Estado español eran víctimas de este tipo de violencia (Save The Children, 2008; Gobierno de España, 2015). El Ministerio de Igualdad, en la macroencuesta realizada en 2019 que fue publicada en 2020, duplica la cifra, llegando a 1.600.000 menores los que han sido víctimas de la violencia de género (Ministerio de Igualdad, 2020).

La explicación tiene que ver con la metodología empleada. En la macroencuesta anterior o en la investigación realizada por Save The Children se estimaba el mismo número de mujeres víctimas de violencia de género con sus hijos, pero se les preguntaba a las mismas si creían que dicha violencia había tenido consecuencias en su descendencia, siendo la mitad de las mismas las que afirmaban dichas secuelas. En la última macroencuesta, el Ministerio de Igualdad suprimió esta pregunta, dando por hecho que los menores sufrían secuelas, multiplicándose, por tanto, por dos.

Todos los datos descritos hasta ahora ponen de relieve que la violencia en la infancia alcanza cifras epidémicas, no obstante, se encuentra invisibilizada, pese a que constituye una de las principales causas de la psicopatología que atendemos en nuestras consultas.

Violencia de género, paternidad y maternidad

Foucault (1994) propone un acercamiento al concepto de poder que resultó novedoso. Considera que el poder es relación, es decir, que se ejerce en las relaciones a través de la comunicación. El que detenta el poder define la realidad, la verdad y el conocimiento o saberes.

En nuestras sociedades patriarcales el saber ha sido construido por los hombres. Al centrarnos en los menores víctimas de violencia de género (en adelante, MVVG), nos encontramos con que estas realidades, verdades y saberes les afectan de forma directa. A pesar de todas las investigaciones ya expuestas, la creencia de que una criatura necesita a su padre sigue estando muy extendida. Está demostrado que lo que verdaderamente requiere la descendencia es una figura de apego saludable, para que entone emocionalmente con la criatura y le permita desarrollar unos modelos operativos internos óptimos.  En muchos casos, el poder del patriarcado que ostentan los hombres permite que los padres, sin hacerse cargo mayoritariamente de estos cuidados básicos, se apropien de estos hijos, aunque la relación entre menores y progenitor sea más nociva que beneficiosa.

Al referirnos a que los padres varones no se hacen cargo del cuidado, podemos aportar que el Gobierno de España (2016) indica que solo el 1,9% de los hombres solicita el permiso de paternidad, que puede reclamar cualquiera de los progenitores. Respecto a 2010 notamos un incremento de un 0,1%, cifra que se mantiene hasta 2014. Las excedencias por cuidado de menores también se reparten de forma desigual -93%mujeres-, así como las de cuidados familiares -84%mujeres-. Estos datos disminuyen respecto a los de 2010, en el que las excedencias por cuidado de personas dependientes correspondían en un 95% a mujeres y se mantienen en el 84% en el caso del cuidado de otros familiares.

La negligencia no es el único subtipo de maltrato que aparece en los MVVG. El acercamiento de los padres a su prole suele constituir una estrategia para encubrir sus propias conductas violentas y para instrumentalizar esta relación con el objetivo de seguir ejerciendo la violencia hacia las madres. 

La mayoría de los padres violentos con sus parejas que reconocen la presencia de los menores en dichas agresiones, no admiten los efectos nocivos que tienen en las criaturas. Lizana (2012) plantea que en la huida hacia delante que hacen los padres para justificar sus actos, niegan el efecto de la violencia sobre sus prole, tendiendo a minimizar el daño y justificar la violencia como algo positivo. Esto se debe a que tienden a no responsabilizarse de sus actos y sugieren que ninguno de los cambios está en su mano, sino que son su descendencia y su mujer los que tienen que realizarlos.  De esta manera, concluyen que la violencia que ejercen no está afectando a su relación con los hijos y piensan que son buenos padres, a pesar de todo.

Cuando la mujer consigue separarse, la vinculación entre padre e hijos cambia. Lo aclara perfectamente Lizana:

Los hijos e hijas se pueden transformar en el espacio único donde el padre recibe afecto, por lo que surge la exigencia de una relación más cercana. Al mismo tiempo, los hombres perciben que ya no están siendo maltratadores, puesto que la pareja se ha ido, y aunque ellos continúen acosándolas y maltratando a los pequeños y pequeñas de otras formas más sutiles, esto no es percibido como violencia. Por tanto, la autoimagen mejora y la posibilidad de ser buenos padres aflora como algo asequible para ellos. (Lizana, 2012, p. 231)

Otra derivada de perpetuar la violencia sobre los menores y sus ex parejas una vez se han separado, es el efecto que existe en el vínculo de la madre y la descendencia. Evidentemente, las mujeres en relaciones de violencia de género gastan mucha energía en adivinar lo que desea el perpetrador para evitar una nueva agresión, destinan muchos recursos a su supervivencia, esto tiene un impacto en su capacidad de crianza. Escudero (2015) lo clarifica así: 

Cuando el estrés de la madre sobrepasa o diversifica la atención selectiva, la aleja de las necesidades del niño, pues como ya dijimos, el miedo dirige la atención hacia el estímulo que lo produce, y en la medida en que en la violencia de género la agresión es imprevisible, el miedo permanece sostenido, y la mujer, abocada a esa especie de visión en túnel. (Escudero, 2015, p. 168)

En consecuencia, encontramos que es más sencillo que el trauma en el desarrollo se dé en MVVG por la impredecibilidad de la violencia, junto con la negligencia constante que ejerce el padre y por las posibles faltas de cuidado de la madre que, en su necesidad de sobrevivir al padre, podría descuidar a su descendencia en algún momento. El mecanismo principal por el que se genera daño se corresponde con que estas criaturas van a emplear muchos recursos para su supervivencia y esto va a impedir que desarrollen capacidades y competencias propias de su etapa evolutiva.

De esta forma, las visitas de los progenitores con los menores no solo tienen un efecto nocivo sobre ellos mismos, sino que además inciden en el vínculo de madre e hijos. La instrumentalización de las criaturas es un ejercicio de violencia que también afecta a la mujer y que puede influir negativamente en su capacidad de maternaje, en la medida en que prevalezca, una vez más, su necesidad de supervivencia frente al cuidado de la prole.  

A continuación, en el caso clínico, advertiremos cómo la violencia que ha sufrido una madre a lo largo de su vida ha influido de manera negativa en el desarrollo adecuado para ejercer sus funciones maternales.

Caso clínico 1. Tania: joven de 24 años[1]

Empiezo a trabajar con Tania en mayo de 2010, en el servicio de atención psicológica para MVVG de una comunidad autónoma. En aquel momento tenía trece años.  La madre acude al centro de la mujer pidiendo ayuda para su hija. La madre, que llamaremos Bárbara, tenía 39 años y trabajaba en un estanco de la localidad donde residían ambas.

La relación terapéutica se extendió de mayo de 2010 a julio de 2011, teniendo sesiones con una periodicidad semanal. El motivo por el cual se suspende la intervención es el traslado de madre e hija a otra comunidad autónoma.

En junio de 2020, Tania me localizó a través de las redes sociales y dado que no me encontraba en activo, por permiso de paternidad, iniciamos la intervención en septiembre del mismo año. Actualmente el formato de las sesiones es online, ya que no reside en Madrid, con una frecuencia quincenal y de manera privada.

Volviendo a mayo de 2010, Bárbara acudió a consulta demandando atención psicológica para su hija motivada por dos cuestiones. La primera, que desde el instituto se habían puesto en contacto con ella porque se encontraron una nota en el pupitre de Tania con amenazas, donde se le recuerda que no tiene padre y se le culpabiliza de este hecho. Bárbara y el tutor creían que la nota estaba escrita por la propia Tania a modo de petición de socorro ante la grave situación emocional que estaba viviendo. También informan a la madre que Tania tiene una actitud agresiva y conflictiva con otras adolescentes del centro, con amenazas e insultos a través de Internet. La segunda cuestión fue que Tania la agredía verbalmente de tal forma que Bárbara se quedaba bloqueada y no sabía cómo reaccionar. Decía que Tania verbalizaba expresiones idénticas a las de su agresor, pareja de Bárbara, que convivió con ella de los 3 a los 8 años de Tania.

Sobre el padre, Bárbara expuso que lo conoció rehabilitado por alcoholismo y que cuando Tania tenía once meses retomó el consumo y las abandonó.

La madre, desde el principio, me generó una sensación de ambivalencia. Percibía una preocupación genuina por la salud mental de su hija, a la vez que sentía en su discurso la oquedad de lo parafraseado de las demandas que recibió desde el centro educativo.

El mismo día que cité a la madre por la mañana atendí a Tania por la tarde, una adolescente avergonzada en el encuentro conmigo. La música, una afición que compartimos, fue la manera de empezar a vincularnos. En esa primera sesión me habló de lo bien que se sentía en el municipio en el que estaba viviendo, a diferencia del anterior, ya que pensaba que la gente era más cercana y cálida con ella. En el anterior vivió de los 3 a los 11 años y, como se señaló, gran parte de ese tiempo convivió con el agresor. Además, la niña me relató algo que me llamó la atención, en el colegio del pueblo colindante sufrió bullying. Mi asombro no se relacionaba con la situación de abuso, ya que es circunstancia muy habitual en los MVVG. En principio aquellas criaturas que crecen en ambientes de maltrato no desarrollan recursos yoicos para poder defenderse ante sus pares de la misma forma que aquellos que crecen con unos padres que favorecen vínculos de apego seguro y se sienten legitimados para defender sus derechos y no ser abusados. Volviendo al caso, lo que me turbó no fue que Tania fuese víctima de bullying, sino que la madre, en esa primera cita, no me lo hubiese contado. Tania parecía esa niña víctima de maltrato, que como explica Dio Bleichmar (2005), transitaba por diferentes identidades: víctima, perpetradora e incluso rescatadora, favoreciendo un self no cohesivo.

Después de ese contacto inicial, intuí que Bárbara estaba más dañada de lo que aparentaba. Creo que la experiencia de una madre lo suficientemente buena, en la línea de lo expuesto por Winnicott (1957) no había sido experimentada por Tania. Quizá la necesidad de Bárbara de sobrevivir al maltrato durante tantos años había supuesto una negligencia para muchas de las necesidades emocionales básicas de su hija. Una de las consecuencias habituales que vemos en las madres que sufren maltrato es que existe una correlación directa entre las necesidades de supervivencia y ser madres negligentes que difícilmente cumplen con los cuidados básicos de su descendencia. Se pone en marcha el sistema nervioso autónomo simpático, o en el peor de los casos, el parasimpático, a la vez que se apaga el sistema de apego, tal y como nos explica Ogden en el funcionamiento del sistema de la mente (2009).

A medida que fue avanzando el periodo diagnóstico y vincular con Tania se fue confirmando esta hipótesis. Desde el principio, me resultó insólita la puntualidad con la que la menor acudía a todas sus citas y que siempre llegara sola.

En contraste, la madre olvidó presentarse a la cita de devolución, era muy dificultoso contactar con ella o tener algún tipo de sesión. De hecho, a lo largo de ese año no vi a Bárbara más que en tres ocasiones, en contraposición a la periodicidad semanal con la que atendía a Tania, que solo faltó a un par de sesiones y siempre por causas debidamente justificadas.

Una vez finalizado el periodo diagnóstico, pensé que el tipo de tratamiento que tenía que plantear era una psicoterapia centrada en el déficit. Las carencias de experiencias relacionales de cuidado o la falta de entonación emocional por parte de una figura de apego segura habían construido un pseudoself deficitario, que se movía desde la vergüenza más absoluta, hasta la reproducción de conductas violentas hacia sus iguales o su propia madre. En esa misma línea, hubo ciertas actuaciones por mi parte que quizá pudieron ser más sanadoras a lo largo de ese periodo, más allá de lo abordado en la consulta, que se expondrán a continuación.

Durante ese año me reuní con regularidad con la orientadora del instituto al que acudía Tania. El hecho de que yo estuviera presente en el centro, creo que le pudo transmitir seguridad y capacidad para pensar, con otros adultos que estaban a su alrededor, qué estrategias utilizar en su propio beneficio. Dicho de otro modo, construir unos nuevos modelos operativos internos en la mente de Tania, para favorecer experiencias de seguridad en la relación terapéutica conmigo.

Desgraciadamente, el trabajo paralelo que requería la reconstrucción de la relación entre madre e hija no se estaba dando, por la ausencia de Bárbara, tanto en el encuadre conmigo, como con la psicóloga del centro de la mujer-espacio para su psicoterapia-. Dadas las características de la sociedad rural en la que nos encontrábamos, en esas coordinaciones con el instituto, la información que me llegaba de manera informal era que la madre empezaba a tener conductas sugestivas de consumo de sustancias.

Tania podía hablar abiertamente conmigo sobre las dificultades que le surgían a nivel relacional en el instituto, donde en muchos descansos decía quedarse sola por conflictos con las compañeras. A pesar de la buena vinculación conmigo, era incapaz de hablar sobre la relación con su madre y cada vez parecía más complicado. Mis miedos se acrecentaban, ya no solo por la negligencia a la que podría estar expuesta Tania, quedándose muchas noches sola, sino que todo parecía indicar que la madre tenía encuentros sexuales en casa, mientras Tania dormía. Dadas las características del ambiente en el que se movía Bárbara, las personas que le acompañaban a casa podían tener conductas de riesgo contra Bárbara o la propia Tania. Toda esta circunstancia hizo que me coordinase también con los servicios sociales de la zona para alertar de este posible peligro y pudiesen apoyarlas con su seguimiento. 

A lo largo de este primer periodo de intervención, me fue imposible abordar la relación de Tania con su madre. No era algo que ella realizara conscientemente, no me manifestó su rechazo. Sucedía cuando yo me aproximaba a este aspecto, ella miraba hacia abajo y acababa disociándose. En este punto, siempre dudé si debía confrontarla con la información de la que disponía acerca de su madre y las consecuencias que podía tener en la relación con ella. Me incliné por no hacerlo, motivado por la idea de que Tania, en ese momento, no poseía la suficiente consistencia mental para integrar las conductas de su madre.

Los menores a los que atendemos están frecuentemente expuestos a traumas relacionales. La manera que suelo elegir para intervenir cuando una criatura es expuesta a algún tipo de maltrato -por ejemplo, en una de las visitas al padre- después de que la madre lo relate, es hablarlo con el menor en la siguiente sesión. En este caso, rehusé esta opción, ya que sentía que no había un entorno lo suficiente contenedor alrededor de la adolescente para que pudiese soportarlo. Era mi manera de legitimar su disociación como mecanismo de defensa válido ante el daño producido en la relación con su madre.

Tania pudo ir avanzando en la relación con sus iguales en el instituto, estando cada vez más integrada. La buena relación con el tutor, la orientadora y conmigo podían ser los cimentos de unos recursos resilientes, pese a la relación, cada vez más deteriorada, con su madre.

De manera abrupta, la madre decidió abandonar el municipio en el que se encontraban e irse a otro lugar fuera de la comunidad autónoma. Esta circunstancia obligaba a que tuviese que dejar de ser atendida en el programa. Recuerdo la despedida como algo desagradable y con una sensación de que Tania se podía quedar en una situación de desamparo. Lo único que me tranquilizaba era que se mudaban a vivir con la abuela, persona con la que estaba vinculada Tania y a la que quería.

Como comentaba anteriormente, en septiembre de 2020, más de 9 años después de haber tenido la última sesión con Tania, retomamos el trabajo terapéutico. En ese momento y hasta la actualidad, Tania vive con su pareja, al que llamaremos Carlos, de su misma edad. Viven en un municipio de otra comunidad autónoma. En el mismo pueblo, aunque en otro domicilio, conviven la madre, la abuela y un hermano de la madre.

Tania me explicó que había acudido a otra psicóloga un año antes, que no se sintió cómoda y que desde entonces pensó en contactar conmigo, lo que consiguió a través de Twitter.

Su demanda es no encontrarse bien a nivel anímico y mantener las dificultades para relacionarse con sus iguales, teniendo un miedo significativo a ser abandonada por sus amigas y a no ser tenida en cuenta.

En esa primera sesión, hablamos de la relación con su madre. Reconoce que es mala, en ese momento estaban retomando el contacto verbal, después de haber pasado varios meses sin comunicarse, tras un desencuentro de escasa relevancia. La ruptura relacional ponía de manifiesto el apego desorganizado que define la relación entre Tania y Bárbara.

Tania, ahora ya como adulta, tiene cierta capacidad reflexiva, y aún sin poder vincular sus estados emocionales con las experiencias vividas, va teniendo ciertas intuiciones para poder verbalizarlo y pensar sobre ello. Incluso es capaz de hablar de la madre sin tener que disociarse.

A lo largo de esas primeras sesiones, es la propia Tania la que va reconstruyendo su vida de los últimos 9 años. Durante toda la etapa de la adolescencia, la relación entre su madre y ella fue aterradora. Reconoce que en la época en la que la atendí, la madre tenía relaciones sexuales con diferentes hombres por las noches y que ella lo escuchaba. Vista la capacidad que tiene para hablar sobre ella, le pregunto sobre las sospechas que siempre tuve del consumo de cocaína y alcohol de la madre. Me responde afirmativamente y explica que en la mayor parte de su adolescencia la madre subía a la casa con las personas con las que había pasado la noche, para continuar consumiendo y manteniendo relaciones sexuales, una vez se habían cerrado los locales nocturnos. Tania se quedaba encerrada las mañanas de sábado y domingo en la habitación porque le generaba mucho rechazo encontrarse con la madre intoxicada y sus acompañantes. 

En esa misma línea, relata que los conflictos de convivencia fueron tan intensos, que el mismo día que cumple 18 años, Bárbara la echa de casa. Tania se va a vivir con una amiga. Comienza la etapa más dolorosa de su vida, empieza a prostituirse, junto con su amiga. Gastan parte del dinero conseguido en drogas y compras compulsivas. Aun cuando ese ese periodo dura poco, esa sensación de descontrol le produce mucho malestar y deja de tener esa conducta a los pocos meses.

Por aquel entonces conoce a Carlos. Es un joven con padres fallecidos por el consumo de drogas, criado por sus abuelos y tíos. A lo largo del último año de intervención he tenido tres sesiones con Tania y con él. Carlos tiene un trabajo precario y aunque ha tenido la oportunidad de mejorar laboralmente en su ciudad, ha preferido quedarse con Tania, a una distancia de 500 Km de su familia de origen.

La relación entre ambos se puede calificar como segura, pese a todas las dificultades que han pasado ambos y el modelo relacional tan dañino en el que han crecido. A nivel sexual, Tania manifiesta como algo reseñable que, desde que hemos retomado el tratamiento, siente escaso deseo. Esto suscita cierta culpa con respecto a Carlos y en ocasiones ha temido por la continuidad de la relación, porque ella no cumpla las expectativas sexuales de él.

Tania también explica que Carlos es consumidor habitual de pornografía gay. A pesar de expresarlo como un inconveniente, parece que luego es algo que le calma, ya que no siente que tiene que ser ella la única fuente de deseo de Carlos.

Asimismo, en ocasiones Carlos y ella han mantenido relaciones sexuales con la cámara web encendida para que alguna persona pudiese verlo en directo a cambio de 50 euros. Según Tania, a Carlos eso le genera excitación y a ella en los momentos económicos más ajustados, le ha permitido satisfacer los gastos imprescindibles para vivir.  

En este sentido, desde el inicio del segundo periodo del tratamiento, intento trabajar con ella para que comprenda la motivación sexual como algo a lo que no se llega de forma óptima siempre que una quiere.

Le explico que, por un lado, ha vivido experiencias infantiles lo suficientemente duras como para que haya muchas otras necesidades básicas más importantes que la sexual, como puede ser alimentarse, tener una relación de apego que le aporte la suficiente seguridad o vivir experiencias relacionales donde se la especularice lo suficiente como para poder desarrollar un narcisismo equilibrado y no sentir esos momentos de vergüenza que tanto le paralizan. Por otro lado, introduzco la idea de que la sexualidad en ocasiones ha sido fuente de ingresos para cubrir esas necesidades básicas y no una motivación primaria y genuina. Por lo tanto, vamos incorporando que en la medida en la que ella sienta cierta seguridad, cuando los otros sistemas motivacionales estén cubiertos, el sistema motivacional sexual se incrementará paulatinamente. De igual forma, se dejará la tendencia de acudir a la sexualidad para cubrir otras motivaciones, como la económica o de autoconservación.

Pensar conjuntamente en las sesiones cómo organizar la economía doméstica le ayuda a administrarse mejor.  Esta intervención, que podría entenderse como una economía de fichas desde una perspectiva cognitivo-conductual, tiene una clara intención transferencial, experimentar el cuidado a través de la organización, algo nuevo para ella y que puede favorecerla no solo en lo evidente, lo material, sino también a tener experiencias especularizantes que organicen su psiquismo a través del encuentro terapéutico.

Me parecería reduccionista entender la problemática de la sexualidad de Tania desde una perspectiva exclusivamente psicológica o incluso intersubjetiva. Si Tania no hubiese sido mujer, probablemente no hubiese sentido que su cuerpo y su sexualidad fuese algo que se pudiese vender para el disfrute de otros.

Más allá de vivir experiencias negligentes durante toda su infancia, este hecho no se hubiese podido desarrollar sin una estructura patriarcal que reforzase la idea de falta de propiedad del cuerpo, la sexualidad e incluso los propios deseos. Si nos refiriésemos a un paciente varón, previsiblemente aparecerían otro tipo de dificultades. Sería poco habitual que no hubiese encontrado la legitimidad social para poder conectar con su deseo y vivir la sexualidad como propia.

El párrafo anterior lo sustentamos en nuestra experiencia clínica en la atención a personas que han sufrido violencia y abusos desde la infancia o adolescencia. Hemos apreciado que, ante vivencias tempranas similares, los mayoría de varones no tienen dificultades para construir un deseo sexual genuino y desarrollar de forma clara la sexualidad. La hipótesis que planteamos sostiene la legitimación social del deseo de los hombres frente al de las mujeres, sumado al hecho de que muchos de estos varones suelen estar bastante desligados de lo afectivo y relacional, siendo, por lo tanto, una sexualidad que pasa a la acción.

Paso a describir la evolución de Tania en la relación con su madre a lo largo de este último año. Tal y como se señaló, Tania volvía a tener cierto acercamiento a su madre. El reencuentro se daba a través de la relación con la abuela, que hacía de punto de unión.

Cuando llevábamos tres meses de tratamiento, un fin de semana abuela, madre e hija viajan a la casa que tiene la abuela en su lugar de origen. Tania es quien se hace cargo del traslado en coche, ya que es la única que dispone de carnet de conducir y vehículo propio. Durante el viaje, la madre ingiere abundantes cantidades de cerveza y en las paradas, usa los servicios públicos para consumir cocaína. Al llegar al destino, la madre continúa consumiendo. La abuela no aprueba esas conductas, siendo a la vez incapaz de exponer su rechazo, ante el temor a la pérdida de control de Bárbara. Este viaje ayuda a Tania a reconocer las conductas negligentes que ha tenido con ella, así como la violencia verbal y emocional a la que ha estado sometida. Le permite reconocerse como víctima, y ayudada por el comportamiento con la abuela, a distanciarse de su madre.

A partir de esa sesión, empezamos a profundizar en el trauma intergeneracional que se ha dado en la familia. El abuelo de Tania, ya fallecido, fue un maltratador, y Bárbara, la pequeña de todos los hermanos, se identificó con su padre y reproduce con la madre la relación de violencia. A Tania le crea mucho malestar esa relación de maltrato de Bárbara hacia la abuela, y progresivamente Tania va comprendiendo que no puede hacer más para proteger a su abuela. 

Bárbara tiene empleo a tiempo completo, pero es la abuela la que paga íntegramente todos los gastos de la casa. Bárbara emplea su sueldo en cocaína y alcohol. Puntualmente ha ayudado a Tania, pagando el veterinario para el perro. Este tipo de gestos de la madre han dificultado la separación de Tania en la relación con ella y tienen un gran coste emocional, “esos favores me los hace pagar caros”.

También hemos ido indagando sobre el modelo relacional tan dependiente que tiene la madre con los hombres. Tania contaba que su madre pierde toda su personalidad cuando está en una relación afectiva y cree que fue la relación con varios hombres toxicómanos lo que favoreció la dependencia al alcohol y la cocaína. Recuerda una época apacible coincidiendo con la abstinencia de Bárbara. Volvió a consumir al empezar la relación con otro hombre alcohólico. La falta de una estructura identitaria propia facilita la dependencia a las personas y a los tóxicos, y es la misma Tania la que plantea que la relación de su madre con su abuelo y con la pareja que tuvo cuando Tania era niña favoreció esa identidad tan poco coherente (víctima, perpetradora e inclusive, rescatadora).

A partir de mayo de 2021, Tania empieza a plantearse romper del todo la relación con su madre. El primer paso que da en esa dirección es limitar el consumo de alcohol cuando sube a casa. Para favorecer esto, Tania se deshace de las bebidas alcohólicas que había en su casa, para tener más argumentos que apoyen esta decisión.

Al llegar el mes de junio, coincidiendo con que Tania estaba haciendo progresos significativos en esta ruptura, me comunicaron que debía someterme a una intervención quirúrgica programada desde hacía un par de años, y que me tendría de baja hasta septiembre. En ese periodo de ausencia, Tania me manda algún whatsapp y solicita mantener un encuentro o conversación telefónica. Por mis circunstancias médicas, ya que la cirugía fue maxilofacial, me era prácticamente imposible hablar y le explico la dificultad que tengo. Me sentí culpable y responsable de que, en mi ausencia, Bárbara iba a volver a abusar de Tania.

En septiembre, al retomar las sesiones, me cuenta que ha sido incapaz de enfrentarse a ella diciéndole que no suba a casa. En ese momento Tania se muda a una vivienda cercana al estanco donde trabaja su madre. Bárbara le pide una copia de las llaves de la casa para poder ir a descansar. Tania es capaz de ponerle un límite firme y se niega. Ante esto, Bárbara lo vivencia como una ofensa y corta la relación con su hija.

Desde entonces, estamos considerando cómo integrar el daño que Bárbara y su hermano infringen sobre la abuela de Tania. Para ella, es durísimo ser testigo de la relación de explotación y violencia a la que someten a su abuela y sentir que es incapaz de ayudarla. Mediante la comprensión del efecto del vínculo traumático en una persona, Tania empieza a poder explicarse los motivos que impiden a la su abuela ser consciente de estos abusos. Tania sigue su progreso intentando aceptar que no es omnipotente y no puede salvar a su abuela del maltrato de su madre y su tío.

En el momento de la transcripción de este texto, mantenemos las sesiones con una periodicidad quincenal. Se ha producido un gran avance en relación con los límites impuestos a su madre. Hemos empezado a abordar la sensación de déficit en las relaciones con iguales, que entorpece sus relaciones sociales.

Los efectos de los vínculos traumáticos en la infancia

Las niñas y los niños que crecen en hogares donde se ejerce algún subtipo de maltrato, invierten toda su energía en no pensar. Un menor en la primera y segunda infancia no se puede plantear la madre o el padre que tiene o como expresa Van der Kolk: “Los niños también están programados para ser fundamentalmente leales a sus cuidadores, aunque abusen de ellos. El terror aumenta la necesidad de apego, aunque la fuente de consuelo sea también la fuente de terror” (2014, p.150).

Por lo tanto, los MVVG van a tener más dificultades para desarrollar la autonomía en la edad adulta. De acuerdo con Serrano:

Si la persona está inmersa en un vínculo traumático, no puede procesar la información de forma integrada, ya que la comunicación que el maltratador establece con ella es incoherente, aleatoria e imprevisible, lo que imposibilita procesar integradamente la información y relacionar sus vivencias con la situación que está viviendo. (2013, p. 71)

Un maltratador moldea la realidad subjetiva de la víctima mediante el vínculo traumático. Con la imposición del terror y el aislamiento, la víctima dedica todos sus recursos a anticipar lo que desea el maltratador para evitar sufrir algún tipo de agresión y tener la falsa expectativa de control. Como explica Frankel (2002), esta necesidad de introyección en la mente del maltratador tiene un efecto devastador sobre la propia mente de la víctima que queda completamente disociada. En la medida en que la víctima emplea toda su energía en el maltratador, queda completamente desconectada de sus deseos, intenciones y necesidades, viviendo en un estado disociativo que le impide conectarse con su propio cuerpo. La práctica clínica pone de relieve que, ante las experiencias de maltrato, la disociación es el mecanismo de defensa más utilizado por la víctima. La desconexión es la forma de sobrevivir a un entorno aterrador.

Van der Kolk (2014) creó un término específico para aquellos menores que han sufrido trauma infantil, trastorno del trauma en el desarrollo.

Sintomatología asociada al trastorno del trauma en el desarrollo (adaptado de Van der Kolk, 2014, p. 179):

  • Patrón generalizado de desregulación
  • Problemas de atención y concentración
  • Dificultades en llevarse bien consigo mismo y con los demás
  • Estados de ánimo extremadamente fluctuantes
  • Rabietas y pánico a la angustia a la separación
  • Conductas estereotipadas
  • Al frustrarse la mayoría de las veces no saben calmarse ni describir lo que están sintiendo
  • Todo ello englobado en la disociación

El modelo biomédico, predominante en la atención a la salud mental, considera que la enfermedad mental tiene una causa biológica (genética, neurotransmisión, endocrinología…). Este enfoque está representado en el DSM-5. La enfermedad mental se diagnostica a partir de una serie de síntomas que presentan las personas que muestran algún tipo de sufrimiento psíquico. Esta forma de describir el malestar invisibiliza la importancia de los determinantes sociales (contexto social, género, poder, cultura, estatus socioeconómico…), así como los psicológicos y relacionales (organización familiar, vínculos de apego, historia de trauma…) en el desarrollo y evolución de los padecimientos mentales.

El diagnóstico propuesto por Van der Kolk no se ha incorporado al DSM-5. Los MVVG son diagnosticados con frecuencia de trastorno por déficit de atención con hiperactividad o de trastorno negativista desafiante. El maltrato, abuso o negligencia se tipifican en la categoría de Otros problemas que pueden ser objeto de atención clínica, donde se señala que pueden ser circunstancias acompañantes, que influyen en el diagnóstico, tratamiento y evolución. Se obvia el componente generador o etiológico de patología mental que constituyen estas circunstancias.

Lo ideal sería reconocer y poner en primer plano que la sintomatología está en relación con los efectos del trauma, y no con una causa endógena. La sintomatología del trastorno por trauma en el desarrollo es repetida y compartida en los diagnósticos que llevan a cabo los profesionales especializadas en trauma y maltrato.

Sectores que trabajan desde la perspectiva del trauma y maltrato solicitaron en el año 1994 al Comité de Redacción del DSM la incorporación del trastorno por estrés post-traumático complejo, al igual que en el año 2009 se propuso la incorporación del trastorno del trauma en el desarrollo. Ambas sugerencias fueron desestimadas.

En nuestra práctica clínica con MVVG hemos observado reiteradamente un cuadro clínico al regreso de las visitas con los progenitores no custodios y que coincide claramente con lo descrito para el trastorno por trauma en el desarrollo, compartiendo características con el apego desorganizado y el vínculo traumático.

La sintomatología que sufren los MVVG cuando retornan de las visitas con los padres que ejercen la violencia, presenta típicamente: 

  • Llegada de estas visitas en un estado disociativo. En muchas ocasiones, las madres manifiestan que nada más llegar al Punto de Encuentro Familiar (en adelante PEF), o simplemente tras la visita con el otro progenitor, el menor se encuentra aletargado, embotado, comportándose como un autómata. En general, son menores que se encuentran en una situación de ensimismamiento y con poca capacidad de contacto con el exterior.
  • Al transcurrir unos minutos -en otros casos horas o si la experiencia traumática ha sido muy fuerte, llegando a pasar hasta días-, las conductas de las criaturas cambian y empiezan a realizar manifestaciones violentas contra la madre. Asiduamente son verbalizaciones aprendidas con el padre para ejercer violencia contra la madre. El motivo inicial para la reproducción de la conducta violenta del padre, no se debe en exclusiva a algo aprendido y repetido. En el fondo se encuentra una necesidad de los menores de tener que poner a prueba el vínculo con su madre. Empiezan a emerger las amenazas, extorsiones y manipulaciones que ha hecho el padre a la madre a través de su prole durante el fin de semana. Estos sienten que su figura de apego principal es frágil y vulnerable y a través de las conductas aprendidas del padre, cuestionan la relación con la propia madre, siempre con el objetivo, inconsciente, de sentir a una madre poderosa, a pesar de sus conductas retadoras e incluso violentas. Las criaturas viven sus vínculos más primarios como parte de su propia identidad y solo poniendo a prueba esos vínculos sienten la seguridad sobre sí mismas/os.
  • Dos o tres días tras el regreso de la visita y en la medida que el vínculo se restablece entre madre y la descendencia, se observa que los menores empiezan a manifestar su conducta habitual. Las madres se refieren a esto en consulta como: “…a partir del martes o miércoles empieza a ser la persona de siempre…”. En la mente de las criaturas se han restablecido los modelos operativos internos seguros, la amenaza por la pérdida de la madre se mitiga y las conductas retadoras o violentas se extinguen progresivamente, saliendo, de esta forma, del efecto del estado disociativo.

Lo observado en la clínica muestra que no todos los menores responden a la necesidad de restablecer el vínculo con la madre a través de poner a prueba dicho vínculo. Parece existir una relación directa entre los niños varones y las conductas retadoras y amenazantes a través de la violencia y la fuerza física. Las niñas, en general, en caso de tener que poner el vínculo a prueba, utilizan menos la violencia física y en todo caso tienden a retar a la madre a través de amenazas verbales que cuestionan la relación (“…no te quiero…quiero irme a vivir con papá…”). Esta conducta diferencial se corresponde con las identificaciones, que contendrán los mandatos de género vigentes.

Al acercarse las fechas de regreso a la visita con el padre, muchas veces aparece la sintomatología somática (diarreas, náuseas, vómitos e incluso fiebre o alguna infección). En algunos casos, se ven síntomas de enuresis y también hay menores que sufren de terrores nocturnos. En otros, crisis de ansiedad y ataques de pánico. Este tipo de fenómenos surgen por la anticipación de los episodios traumáticos.

La reexperimentación de la violencia que sufren las madres a través del reencuentro con sus hijas e hijos tras las visitas con el progenitor no custodio, también ha permitido observar cómo esto favorece al desencuentro entre las madres y su prole. Las visitas con el padre interfieren en la calidad del vínculo entre las madres y sus criaturas.

Retomando la explicación del trauma vincular en la mente de los menores, es trascendental explicar las aportaciones de la neurociencia.

Ogden (2009) esclarece que el cerebro capta la realidad en tres niveles:  sensoriomotriz, emocional y cognitivo. McLean (1970, en Ogden, 2009) describió la estructura cerebral en tres estratos organizados jerárquicamente que se desarrollan sobre el nivel inferior. Cada capa se relaciona con uno de los tipos de procesamiento de la información propuestos por Ogden.

El cerebro reptiliano, compuesto por el tronco cerebral y el cerebelo es el más antiguo a nivel filogenético. Se encarga de recibir información del cuerpo a través de los sentidos y regula las funciones fisiológicas básicas. Se corresponde con el procesamiento sensoriomotriz. (McLean, 1970, en Odgen, 2009, p. 57)

El cerebro mamífero o límbico está situado en la parte subcortical del cerebro. Colabora en la creación de nuestras emociones y en interacción con el troncoencéfalo, facilitan la gestión de nuestros impulsos más primitivos, como pueden ser la defensa o la inhibición. Se relaciona con el procesamiento emocional. […] Por último, estaría el neocórtex o el cerebro humano. Lo constituye básicamente la corteza cerebral que incluye los lóbulos frontales, parietales, occipitales y temporales. Fue la última en desarrollarse y permite simbolizar, hablar, el pensamiento consciente y el meta-pensamiento. El tipo de procesamiento es el cognitivo. (McLean, 1970, en Odgen, 2009, pág 58)

Estos tres cerebros están interconectados y en situaciones de desarrollo evolutivo óptimo, la conexión entre todas las partes permite una capacidad mayor de controlar los impulsos, teniendo un margen de tolerancia mayor a la frustración. También garantiza una mayor regulación de las emociones y una capacidad superior de hacer representaciones mentales propias y del resto de las personas que se encuentran alrededor. (McLean, 1970, en Odgen, 2009, pág 59)

Van der Kolk (2014) observó a través de la resonancia magnética funcional, en pacientes que habían vivido experiencias traumáticas que les generaban flashbacks que cuando estos recordaban los hechos traumáticos, el cerebro límbico se activaba a través de la amígdala. Además, se encontró con que parte del córtex cerebral, principalmente el área de Broca-encargada del lenguaje- perdía funcionamiento de forma significativa. Ante recuerdos o reexperimentaciones de episodios traumáticos nuestra capacidad simbólica deja de funcionar y entra en funcionamiento la parte más arcaica del cerebro o mente. Este hallazgo apoya la hipótesis de la disociación, explicada por la psicología.

A continuación, mostramos un caso que evidencia el impacto de las visitas de una menor con un padre maltratador.

Caso clínico 2. Alicia, niña de 8 a 10 años

Lorena (42 años) acude a mi consulta derivada por la psicóloga de un recurso de violencia de género, donde está recibiendo tratamiento psicológico. Demanda atención psicológica para su hija Alicia de 8 años: “…me gustaría que Alicia pueda ir con su padre sin tener que montar los numeritos que monta camino del punto de encuentro, agarrándose a las farolas y a los postes y evitando entrar en el tren…”.

Durante la primera entrevista, Lorena me relata que ha sufrido maltrato psicológico y físico desde el inicio de la convivencia y durante 11 años, con insultos, amenazas, humillaciones, puñetazos, violaciones, patadas, bofetadas y rotura de objetos. La mujer refiere que su ex marido solía ponerse una goma en el puño para golpearla y elegía zonas ocultas del cuerpo. Explicaba su agresividad por el abuso de alcohol. Asimismo, había problemas de ludopatía. “Solía justificar el comportamiento violento de mi pareja, a veces sentía pena por él, todavía no quiero hablar mal de él”.

El último episodio violento ocurrió una noche, 7 años antes de que Lorena acudiera a mi consulta, en esa ocasión la agarró de los brazos, la golpeó contra un mueble de la cocina, llegando a perder el conocimiento. Los vecinos llamaron a la policía, produciéndose la denuncia y separación.

Respecto a la relación de Alicia y el padre, Lorena comentó que el padre solía pegar a la niña de pequeña o la encerraba en la habitación porque hacía ruido. En alguna ocasión, asomó a la menor por el hueco de la escalera, amenazando con tirarla, para intimidar a la madre. Tras la separación, las visitas se efectuaban en el PEF, durante dos horas, con supervisión mediante videocámara. En el momento del inicio del tratamiento psicológico, el intercambio se seguía realizando en esta institución, si bien el régimen de visitas se había normalizado, con pernoctas de la menor en casa del padre, los fines de semana alternos.

Después de esta primera sesión, reparé en lo que esta mujer me causó a nivel contratransferencial, un nudo de rabia en el estómago, que me facilitó empezar a construir una serie de hipótesis, aún sin haber conocido a Alicia.

Lo primero que llamó mi atención fue el motivo de preocupación de la madre: que Alicia no fuese contenta a las visitas con el padre, opinaba que no lo hacía porque cuando tenía que ir con él prefería quedarse a jugar con sus “amiguitos”, salir de paseo o estar con ella. Como la propia madre me había contado que el padre había agredido a la menor cuando convivían los tres juntos, ¿hasta qué punto negaba la situación que podía estar sufriendo la menor en las visitas con el padre?, ¿por qué este hombre tras la separación iba a ser diferente con su hija?

Reflexioné sobre la intensidad que había alcanzado el maltrato de este hombre hacia la mujer, haciéndole incapaz de percibir lo que este podía dañar a su hija. Retomando mis notas de la sesión, pensé que Lorena todavía no se sentía tranquila por haber denunciado a su ex pareja, el trauma en la madre seguía haciéndola sentir responsable de él, se sentía culpable (“todavía me cuesta hablar mal de él”) debido al déficit generado por el maltrato. Este daño en la madre la incapacitaba para reconocer el riesgo de Alicia en las visitas: Lorena se disociaba y no se conectaba con la posible exposición al peligro de su hija.

De igual manera, pensé que esta madre favorecía las visitas de su hija, ya que ella no podía aproximarse a él, para poder paliar la culpa por abandonar a su ex marido. Durante la entrevista, la respuesta emocional de la madre era discordante con el relato de la experiencia traumática: minimizaba el daño, se distanciaba y evitaba el recuerdo. Un dato más que me pareció significativo fue que Lorena tenía reconocido un grado de discapacidad que le impedía trabajar, por parestesias y fibromialgia diagnosticada hacía dos años. Me preguntaba en qué medida el maltrato podría haber favorecido dichas dolencias.

Durante la primera entrevista con Alicia, me encontré con una niña intransigente con su madre, imponiendo su voluntad continuamente, le pedía a la madre que no se separase de ella, que pintaran juntas y se ubicaba lo más alejada posible de mí. Sentí como si a través de la distancia física me estuviera diciendo: “no te vas a vincular conmigo tan fácilmente”. Mi conducta en la sesión fue lo más lúdica posible, ya que cuando aparecía algún retazo de lo emocional la menor se distanciaba aún más.

En la segunda entrevista y a modo de prueba, me quedé con ella a solas y el cambio fue contundente. La déspota que había conocido se convirtió en una niña sumisa, acatando todo lo que le pedía mediante pruebas proyectivas, mostrando una desregulación emocional significativa. La sentí muy incómoda y me contagiaba su estado emocional. La sesión parecía eterna y creo que los dos deseábamos que llegase el final. Me planteé volver a utilizar a la madre de nexo, para poder desarrollar un apego seguro con ella. Así que comencé a pedir a la madre que saliera antes de finalizar la sesión, primero cinco minutos, luego diez y así gradualmente fuimos incrementando el tiempo. Desarrollé el encuadre, en el que nos encontrábamos tres veces al mes Alicia, Lorena y yo y una vez, en individual con Lorena.

Fui haciendo modificaciones durante el proceso, ya que cuando Alicia volvía del fin de semana de estar con su padre, no tenía nada que ver con la Alicia que se había quedado en casa con la madre. Nos veíamos los lunes, los días que venía de estar con su padre, la niña era incapaz de quedarse conmigo a solas. La única vez que lo intenté, la menor se puso a llorar y a temblar intensamente. No volví a proponerlo porque Alicia podía retraumatizarse. Decidí que mi foco de trabajo debía ser vincularme con ella. En lo simbólico, el bloqueo era tan significativo que incluso mediante técnicas proyectivas era incapaz de hablar de lo emocional, así que consideré que, si no se sentía segura, no íbamos a poder avanzar en el proceso. Intentaba transformar los modelos operativos internos para que la expectativa vincular con otra figura de apego fuese diferente.

Paralelamente, durante este primer trimestre, fui reuniéndome mensualmente con Lorena. En esas entrevistas las sensaciones y emociones que aparecían eran agridulces. Por un lado, me encontraba con una madre dispuesta a cooperar, sin embargo, su estado disociativo sugería una negación de la situación de su hija.  Las dificultades para confrontarla tenían que ver con lo revictimizada que se encontraba, sumado a su patología somática. Adicionalmente, su psicóloga de referencia me mostraba su intención de darle el alta, ya que las resistencias de la mujer para trabajar lo traumático le habían hecho no poder avanzar en la terapia.

En estas circunstancias, me planteé cómo ayudar a esta madre sin introducir lo traumático, para que pudiese sostener a su hija. Decidí intervenir con técnicas psicoeducativas, sin interpretaciones, con el objetivo de ayudar a Alicia en todo este proceso. Le explicaba cómo tenía que recoger la angustia de su hija cuando se iba los fines de semana con su padre, que le transmitiese que ella conocía lo desagradable de estas visitas, y que de momento se debían mantener. Hasta entonces, Lorena culpaba a su hija de no querer ir a ver a su padre.

Le expliqué que, igual que a ella no le apetecía tener contacto con su ex, podía suceder que su hija tampoco tuviese ganas. Aun así, Lorena debido a todo lo vivido, expresaba en ocasiones la demanda de la primera consulta: “… es que no te lo puedes creer, Alicia este domingo ha llegado muy triste de casa de su padre y cuando ha entrado en casa se ha puesto a llorar y ha manchado de lágrimas y mocos toda la alfombra, por lo que la he obligado a limpiarla, tiene que entender que es su padre y que tiene que ir a verlo.”

Al finalizar el trimestre y antes de comenzar las vacaciones de verano, conseguimos que Alicia pudiese estar en sesión sin la madre, después de los fines de semana que pasaba con él.

A la vuelta de vacaciones y después de que Alicia pasara todo el mes de agosto con su padre, la menor volvió en un estado pésimo. Tenía unas marcas en el vientre y según informó la madre, también en el pecho y en las ingles. Cuando le preguntaba a Alicia, intentaba cambiar de tema con un nivel de ansiedad altísimo. De inmediato solicité que la madre pidiera una valoración por parte de pediatría. Ante mi sorpresa, el pediatra no realizó la exploración correspondiente ni un parte de lesiones. Más adelante, se constataron las sospechas de que el padre había abusado sexualmente de la menor.

Esta situación tan atroz me facilitó ser más incisivo con la madre y mi aplacamiento quedó totalmente de lado. Sentía que alrededor de esta criatura ninguno de los profesionales que interveníamos la estábamos amparando. Es más, ¿cómo podíamos ayudar a esta madre, disociada por sus vivencias traumáticas, adoptando un registro corporal y procedimental, mediante la fibromialgia y las parestesias?

Por el momento, el foco de trabajo con la menor cambió, sentía que tenía que contribuir de una manera diferente y a pesar de tener a la madre en consulta, comencé a utilizar juegos que pudieran enseñar a Alicia cómo protegerse de este padre. A la vez, debía impulsar a la madre a salir de la disociación para conectarse con lo que era evidente, el maltrato y quizá abuso, que soportaba su hija en las visitas. Jugamos a las familias de animales, donde había un personaje, en general una conejita, que yo intentaba que fuese mujer para que no lo asociase directamente con su problemática, que se portaba mal y entonces los demás miembros de la familia utilizaban estrategias para ponerse a salvo. También jugamos a bares, en los que había personas que pasaban mucho rato, aunque no les apeteciese, inventaban juegos para hacerlo más ameno y aprendían a quejarse y a pedir comida cuando tenían hambre. Intenté, de manera lúdica, que se integrasen sus diferentes yoes.

Simultáneamente fui trabajando con la madre todos los escollos para admitir lo que a su hija le estaba sucediendo y gradualmente fue aceptando la situación, llegando a admitir en una sesión en la que no pudo parar de llorar, “la verdad es que en el juicio de los malos tratos no conté nada de lo que el padre le hacía a Alicia porque me daba mucha pena, pero ahora me doy cuenta de que por eso la he mandado a la boca del lobo”.

Paralelamente, fuimos incorporando la necesidad de cambiar las medidas civiles. Contactó con la asesora jurídica del recurso correspondiente y con su propia abogada. Aunque estas últimas pensaban que podía ser arriesgado, ya que acababa de poner una demanda por impago de pensiones e intuían que el juez podría sospechar que esta petición estaba motivada por un enfado de la madre al no recibir la pensión alimenticia.

Lorena decidió no mandar a Alicia con el padre esas Navidades, ya que la menor se mostró muy decaída en la primera parte de las vacaciones por tener que marcharse. 

A partir de entonces la mejoría de Alicia fue notable en todos los niveles: dejó de mostrarse tan intolerante con su madre y disminuyeron las dificultades para quedarse a solas conmigo, si bien, siempre prefirió pasar a consulta con su madre.

En el primer juicio, con respecto al incumplimiento de las medidas por parte de la madre, ya que no la llevó en Navidades al punto de encuentro, tuvieron en cuenta mi declaración y la madre salió absuelta.

El siguiente obstáculo lo encontramos en la declaración de la menor ante el juez y la nueva prueba psicosocial. Hasta entonces Alicia había sido incapaz de hablar de lo que le había sucedido con nadie, al igual que hizo durante años su madre. Ante este nuevo reto, me planteé comenzar con una nueva forma de intervención con ambas, asumiendo el riesgo de poder retraumatizar a la menor.

Empezamos a preparar a la niña para la valoración psicosocial y su declaración judicial, a través del role-playing. Lorena haría de hija, yo mismo de psicóloga encargada de la peritación y Alicia sería una observadora.

En las dos primeras sesiones dedicadas al “teatro”, como lo llamaba Alicia, fui muy cauto. Le pedí a la madre, tomando el rol de la hija, que pasase el test H.T.P (Casa-Árbol-Persona), el Pata Negra y algún test proyectivo más. Le preguntaba sobre temas insignificantes, como por sus compañeros de colegio, aficiones, etc. En la última sesión, decidí comenzar con la parte dura del proceso, haciéndole preguntas sobre la relación con su padre, explicitando si en algún momento le había pegado o tocado sexualmente y cuál era el motivo para no querer ir a ver a su padre a su casa. La madre respondió de forma rotunda, funcionando como un modelo identificatorio para su hija “… no me gusta ir con papá porque no me hace caso y me paso mucho rato en el bar… papá me encierra en la habitación o me pega si hay alguna nota en la agenda que dice que cuando he estado con él no hago los deberes…”

Durante esos días, sabiendo que a nivel emocional esto era una carga muy fuerte para Alicia después de cada sesión, hacíamos ejercicios de regulación emocional con el cuerpo. El último día, Alicia fue incapaz de relajarse. Cuando su madre respondía respecto a las situaciones más traumáticas ella intentaba sabotear el role-playing, siendo la disociación el mecanismo de defensa utilizado por ambas en estas situaciones. Alicia se marchó angustiada, pero antes de irse sacó una bolsa de ganchitos que la madre tenía en el bolso y la compartió conmigo. Ese gesto me pareció un indicio de que empezaba a aparecer la parte más sana de Alicia, la que sabía que estaba siendo cuidada.

Al día siguiente Lorena me llamó para mencionar la fecha de una nueva vista judicial y también para contarme que lo que hicimos el día anterior le había causado mucha angustia a Alicia (interpreté que a ella también), ya que, a la salida, mientras se probaba el traje de primera comunión, con el enfado que tenía Alicia, estuvo a punto de romperlo en dos ocasiones. Apostilló: “ya sabes que yo siempre cumplo con lo que me dices, pero de lo que hablamos ayer era un secreto de Alicia y mío y creo que esto es muy duro”.

Mi respuesta fue en la línea de la contención, comprendiendo la situación por la que tuvieron que pasar, sin embargo, fue el camino que tuvimos que tomar para ayudar a Alicia, que se pudiese conectar con la vivencia y así poder reducir las visitas con el padre.

Finalmente, después de que la menor hablase por primera vez lo que le había sucedido ante la psicóloga forense y el juez, las visitas se suspendieron por completo y en enero del siguiente año, tras casi dos años de tratamiento, fue dada de alta de la intervención psicológica. 

Por desgracia en los casos que atendemos no siempre o más bien en pocas ocasiones los finales judiciales tienen este final. En general el poder y el valor de la figura paterna y las visitas con él es algo que sigue estando completamente presente en la ideología de quien resuelve este tipo de problemáticas.

 

[1] Los casos clínicos se basan en relaciones terapéuticas de Pablo Nieva.

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