aperturas psicoanalíticas

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revista internacional de psicoanálisis

Número 073 2023 Aproximaciones psicoanalíticas actuales al cuerpo

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Género y subjetividad en los modos de envejecimiento femeninos

Gender and subjectivity in the modes of women?s aging

Autor: Burín, Mabel

Para citar este artículo

Burin, M. (2023). Género y subjetividad en los modos de envejecimiento femeninos. Aperturas Psicoanalíticas (73), artículo e3. http://aperturas.org/articulo.php?articulo=0001217

Para vincular a este artículo

http://aperturas.org/articulo.php?articulo=0001217


Resumen

En este artículo se presentan reflexiones teóricas y clínicas desde la perspectiva psicoanalítica articulada con los estudios de género. El interés central consiste en la descripción y el análisis de diversos modos de envejecimiento femenino, entre las mujeres de sectores medios urbanos. Se presenta un ejemplo de consulta clínica psicoterápica, que es analizado entrecruzando la perspectiva del género con hipótesis psicoanalíticas, focalizando en las particularidades de la construcción subjetiva del cuerpo de la paciente que consulta relacionada con su obesidad y con sus percepciones olfativas. También se evalúan algunas consecuencias sobre la práctica de la psicoterapia psicoanalítica como efecto de la restricción del contacto social y la necesidad de utilizar recursos virtuales con las mujeres de edad avanzada durante la pandemia COVID. En este contexto, se analiza la especificidad de una pareja de mujeres lesbianas mayores, y la interrupción de su terapia vincular debido a la mencionada pandemia. Se incluyen reflexiones sobre conceptos controversiales, como el de resiliencia, así como consideraciones sobre las representaciones sociales del cuerpo de las mujeres en el contexto de una sociedad patriarcal capitalista.

Abstract

This article presents theoretical and clinical reflections from a psychoanalytic perspective articulated with gender studies. The article describes and analyzes diverse ways of aging among urban middle class women. An example of psychotherapeutic clinical consultation is presented, which is analyzed intertwining gender and psychoanalytical perspectives. The patient consults about her obesity and her olfactory perceptions; this analysis in particular focuses on the subjective construction of the patient´s body. Some consequences on the practice of psychoanalytic psychotherapy as an effect of the restriction of social contact and the need to use virtual resources with elderly women during the COVID pandemic are also evaluated. In this regard, the specificity of an elderly lesbian female couple, and the interruption of their vincular therapy due to pandemic restrictions, is analyzed. Reflections on controversial concepts, such as resilience, are included, as well as considerations on the social representations of women's bodies in the context of a patriarchal capitalist society.


Palabras clave

cuerpo, envejecimiento, género, mujeres, psicoanálisis.

Keywords

aging, gender, women, bodies, psychoanalysis.


Género y subjetividad femenina

Las problemáticas de la salud, y en particular de la salud mental de las mujeres, han sido particularmente convocantes en los desarrollos realizados desde los Estudios de Genero con perspectiva psicoanalítica. Con esta orientación, he publicado variados estudios e investigaciones a partir de la década de los 80 del siglo XX (Burin y otras, 1987; Burin, Moncarz y Velázquez, 1990; Burin y Dio Bleichmar (Coord.), 1996; Burin y Meler, 1998; Burin y Meler, 2000) que se continúan en la actualidad. Si bien algunas de las cuestiones que motivaban con más interés mis reflexiones en los inicios de estas publicaciones se referían a problemáticas específicas de las mujeres de mediana edad,- como por ejemplo, las vicisitudes de sus desarrollos pulsional-deseantes, las modalidades vinculares entre la madre y su hija adolescente, el consumo abusivo de psicofármacos en relación con sus estados depresivos, el hallazgo del techo de cristal en sus carreras laborales y sus efectos sobre su salud mental – en este texto me habré de focalizar en otro período vital que entiendo es sumamente significativo para ser pensado desde la perspectiva del género en psicoanálisis: el envejecimiento de las mujeres, su posicionamiento subjetivo ante sus cuerpos, y las vicisitudes de su repertorio deseante. El énfasis estará puesto en aquellas subjetividades femeninas de sectores medios urbanos, que son quienes mayoritariamente acuden a nuestra consulta.

Algunas de estas reflexiones surgieron a partir del tremendo acontecimiento social y subjetivo que constituyó la pandemia COVID, que de pronto comenzó a interpelarnos a quienes éramos personas de más de 65 años, debido a lo cual estábamos en condiciones específicas de vulnerabilidad para padecer trastornos multiplicados por el aislamiento social, además de variadas condiciones de salud, económicas, etc.

Y quiero analizar relaciones de poder al interior de la agenda de género, según la cual hay cuestiones para problematizar que tienen una jerarquía mayor que otras, en las cuales quienes son sujetos de la enunciación ubican quienes son los otros, las otras, que tendrán menor legitimidad epistémica (Perez, 2019). Quiero señalar que en la agenda de género hemos logrado incluir los estudios relativos a las infancias, las adolescencias, la gente joven, desde posiciones de enunciación según las cuales todos estos colectivos pueden hablar a partir de sus propias experiencias y reclamar legitimidad para sus discursos, ¡y bienvenidos sean! Pero no ha ocurrido lo mismo, hasta ahora, con el colectivo de las mujeres mayores, quienes no solo somos habladas por otros, por lo general gente más joven, o bien por los expertos – en salud, en economía y otros – sino que cuando tratamos de enunciar nuestros propios discursos somos poco escuchadas y raramente interrogadas acerca de nuestras experiencias como mujeres de avanzada edad.

También encontramos el fenómeno de la misoginia de las propias mujeres, por ej., cuando observamos comentarios de psicoanalistas que se preguntan “¿cómo si es una mujer tan bonita y tiene una posición laboral tan lucrativa, se siente con tan baja autoestima? Claro, -responden -, es que ha introyectado de tal modo la subordinación patriarcal que no logra sostener una pareja o armar un proyecto familiar debido a semejante configuración de su identidad femenina”. Mi advertencia en estos casos es: ¿cómo es que nosotras como psicoanalistas podemos hacernos semejante pregunta, según la cual hemos incorporado de tal modo las premisas patriarcales acerca de la belleza femenina – a los fines de operar como señuelo para sostener el narcisismo fálico masculino – o los bienes económicos como  garantes de su bienestar, y de un proyecto de vida que incluya una pareja y una familia de la manera como se la plantea tradicionalmente? O sea, me dirijo no solo a analizar a la persona que consulta, sino también al dispositivo de la escucha psicoanalítica, y en términos de Luce Irigaray (1978) quien ya en los años 70 se preguntaba cuál es la redondez de nuestra oreja para acoger consultas como estas sin utilizar criterios androcéntricos que expulsen, que arrojen por fuera de nuestro entendimiento otras categorías de análisis que no tengan que ver con esos criterios, que llamamos de belleza – hegemónica – o bien criterios mercantilistas para observar a las personas.  También a esto llamamos ceguera de género, incorporado por quienes trabajamos como psicoanalistas.

Por este motivo, estas también son reflexiones a partir de hablar desde los márgenes, por formar parte de un grupo de gente de edad avanzada, sobre lo cual quiero problematizar. Y en este punto, me refiero a grupos caracterizados como minorías intensas, colectivos poco numerosos pero significativos a la hora de hacer escuchar su voz. Se trata de dar voz a sujetos que puedan enunciar sus experiencias y sus deseos de modo más amplio, más allá de las clásicas representaciones patriarcales sobre las personas mayores y sobre otros grupos subalternizados y excluidos del discurso social. Nos proponemos una escucha diferenciada para aquellos sujetos no hegemónicos en el contexto de la cultura patriarcal, entre quienes se encuentran los niños y adolescentes – debido al adultocentrismo a la hora de escucharlos - , las personas inscriptas en el colectivo LGTBI+ - cuyos discursos son interpretados desde una perspectiva heterosexista - , la gente de edades avanzadas,  y otros sujetos que aspiran a ser alojados dentro de contextos de interpretación que hagan que sus vidas sean más vivibles e inteligibles.  Esta actitud la inicié desde que en 1973 comencé a publicar en una revista que se publica en Buenos Aires, llamada Actualidad Psicológica, acerca de las mujeres de mediana edad, centrada en las vicisitudes de sus movimientos pulsional-deseantes. También por esa época estaba incluida en un grupo de estudios entre mujeres psicólogas psicoanalistas que nos interrogábamos sobre las condiciones de vida de nuestras pacientes, a la luz de lo que estábamos aprendiendo de los libros y publicaciones que nos llegaban de los países del norte (USA, España, Inglaterra, Italia, Francia), con los novedosos aportes de las teorías y prácticas feministas para reflexionar acerca del malestar de quienes nos consultaban. A partir de entonces he formado parte de lo que se ha llamado minorías intensas, o sea, gente que puede influir en la manera de pensar y sentir de los demás desde modalidades de pensamiento crítico que difieren de las normativas de la época y del contexto cultural. Así fue como en 1979 hemos fundado el Centro de Estudios de la Mujer (CEM)[1]  como agrupación institucionalizada de aquellos grupos que estábamos organizados hasta entonces de manera informal, así como también para operar como recursos de resistencia de esa larga y oscura noche que significó la dictadura militar en Argentina en el período 1976-1983.

Nuestros cuerpos, ¿nuestras vidas?

Si bien planteo reflexiones por la inquietud que me despiertan como psicoanalista las consultas de pacientes mujeres de avanzada edad – mayores de 65-70 años – estos también son malestares que pueden coincidir con mis pacientes de menor edad, entre las que tienen 30, 40 y 50 años. Pero ocurre que entre quienes somos   mujeres de edades más avanzadas, surge un quiebre, una ruptura de una vivencia anterior, acompañada de una sensación subjetiva de padecimiento, difícil de procesar psíquicamente. Se trata de sujetos a quienes se nos presenta un trabajo psíquico importante: procesar los cambios físicos que hasta edades anteriores habían sido percibidos como más paulatinos, y que a partir de este momento vital lo sentimos como más vertiginosos e inaprensibles, desbordantes para configuraciones yoicas que no disponen de los mecanismos de defensa suficientes para enfrentar este conflicto. Para varias de mis pacientes, algunas realidades que les imponen sus cuerpos, incluyendo dolencias y trastornos en su salud, encuentran con que mecanismos defensivos utilizados hasta entonces, como por ej., los más clásicos de disociación, negación, proyección, etc., resulten insuficientes y/o ineficaces para elaborar las actuales transformaciones físicas. Por el contrario, en sus sesiones revelan una aguda conciencia sobre cambios en sus cuerpos no solo debido a trastornos en su salud –que puede llevarlas a tener que multiplicar los chequeos médico-clínicos habituales hasta entonces – sino también una observación crítica y a menudo dolorosa de sus modificaciones corporales, tales como la percepción de arrugas inesperadas, distribución de adiposidades variadas e indeseadas en distintas zonas de su cuerpo, y otros cambios físicos cuyo registro subjetivo es de una profunda herida narcisística infligida a su esquema corporal previo. La pregunta clásica que escucho en las sesiones es “¿Qué le ha pasado a mi cuerpo?”, con un desarrollo de afectos en los que predominan el extrañamiento, el miedo, el rechazo y/o la perplejidad. Se trata de la experiencia de lo disruptivo, que impone una realidad ante la cual las representaciones sociales y subjetivas previas dejan de estar disponibles como lo estaban previamente, provocando condiciones de malestar. La noción de malestar, tal como la he expresado en un libro que publiqué en 1990 (Burin, Moncarz y Velázquez, 1990), se refiere al sentimiento de incomodidad, y en términos de salud mental, a la creación de un tercer término que no remite a las clásicas nociones dicotómicas de percibirse como sana o enferma, normal o patológica, sino a una puesta en cuestión de esos términos en nombre de un registro subjetivamente extrañado y disconforme. En aquella oportunidad describí la existencia de una fuente singular del malestar de aquel colectivo de mujeres, que se debía a los efectos de los mandatos culturales patriarcales por adherir a las normas en sus condiciones de vida cotidianas, en particular a las condiciones de su sexualidad, de su maternidad y de su trabajo.  Esto las llevaba a procurar la prescripción y el consumo abusivo de psicofármacos para silenciar las actitudes críticas por semejantes condiciones de vida frustrantes. Si en aquel momento  tal eje crítico acerca de las condiciones de vida cotidiana de ese grupo de mujeres fue fundante para la aproximación a la noción de malestar, parecería que entre las mujeres de sectores medios urbanos de edades avanzadas que actualmente acuden a mi consultorio uno de los motivos básicos para su malestar radica en las condiciones de sus cuerpos y de su salud, a menudo en conjunción con la precarización de sus condiciones de vida cuando se trata de mujeres de sectores medios urbanos.

Los cambios más habitualmente referidos son la acentuación del sentimiento de vulnerabilidad y de fragilidad, tanto subjetiva como socialmente, que no habían operado anteriormente en sus vidas con tanta intensidad. Ante la vivencia de malestar, uno de los movimientos afectivos clásicos es el dolor por la pérdida, así como el enojo – y a veces la furia – por no disponer de los recursos con que contaba anteriormente, y la dificultad para internalizar las nuevas modalidades corporales de maneras aceptables y de contar con mejores dispositivos para elaborarlos. Estos procesos subjetivos e intersubjetivos van acompañados de la percepción de producir un impacto estético de desagrado. Cuando estos son los mecanismos psíquicos predominantes, su resultado es un proceso de duelo difícil, en el cual se incluye no solo el duelo por el cuerpo con su representación estética previa, sino también por las zonas erógenas activas en momentos vitales anteriores. La necesidad de resignificar los criterios estéticos, así como de disponer de recursos erotizantes actualizados, puede llevar a una ampliación del repertorio deseante, o bien a una claudicación yoica con efectos restrictivos para quienes la padecen. Lo que se pone en juego en estos casos es si se tratará de reproducir acríticamente lo mismo que fue significado como experiencias de placer en el momento anterior, o si se procurará una transformación en las representaciones de sí. Ante estas circunstancias, la presencia de otras personas significativas, como la familia, el grupo de pares, el trabajo y la pertenencia a una comunidad, pueden operar como buenos interlocutores que contribuyan para que los cambios de esta etapa etaria sean aceptables y gratificantes. En cualquiera de estos casos, se trata de posiciones subjetivas basadas no solo en los procesos de duelo por lo perdido, sino también en la expectativa esperanzada de lograr transformaciones, en el plano intrasubjetivo e intersubjetivo a la vez. Aquellas sujetos que han afirmado sus subjetividades centradas en proyectos de transformación, relatan experiencias según las cuales transitan por estos procesos de envejecimiento proponiéndose aspectos lúdicos y recreativos, así como con intereses artísticos, intelectuales, de creatividad, de nuevos modos de inserción comunitaria, de acuerdo con cómo habían desarrollado su repertorio deseante anterior, o bien cómo se habían reservado para este momento de sus vidas el ejercicio de ampliación de sus intereses vitales postergados. Estas opciones las expresan mediante frases tales como “ya no…” o “todavía sí…” en relación al despliegue de proyectos vitales.

En el contexto de la pandemia por COVID y del aislamiento social, también hemos podido analizar el fenómeno de la proxemia, o sea, cómo se dan las modalidades del contacto físico y su diversidad en el interior de los grupos humanos. Nuestra inserción en América Latina nos permite comprender nuestra especificidad como personas latinas: algunas características de nuestros contactos son que solemos preservar escasamente nuestro espacio personal y los límites corporales. También es frecuente la experiencia latina de constituir familias extensas, lo cual hace que tampoco resguardemos mucho nuestra privacidad, a la vez que tendamos hacia cierta vivacidad en la expresión emocional para establecer vínculos, a diferencia, por ejemplo, de amplios colectivos de personas orientales o anglosajonas, que suelen mantener más distancia física con el prójimo, y preservan activamente su espacio personal y privado. Por supuesto que hay diferencias por clase social, por nivel educativo, por edades, y también según se trate de grupos humanos urbanos o rurales. En la observación de la proxemia, también podemos hacer un corte por género: se ha destacado en numerosas oportunidades la importancia de la cercanía corporal para las mujeres, quizá debido a una acumulación histórica de identidad femenina construida en la intimidad de los vínculos familiares, en particular en la cercanía del vínculo materno-filial y en el estrechamiento de los vínculos emocionales para el ejercicio de la maternidad.  Algunas reflexiones realizadas en este sentido destacan que, en países como Argentina, acostumbrado a las demostraciones de afecto a través del contacto íntimo, ¿qué pasa con la falta de la cercanía cuerpo a cuerpo, debido a la pandemia COVID19? Esta pregunta fue motivo de una entrevista periodística que me han realizado al comienzo de la pandemia (Santoro, 2020). Esto fue descripto en esa oportunidad como hambre de piel, al referirse a aquello que sucede debido al confinamiento preventivo por la contagiosidad del virus COVID19. Mis reflexiones en este caso señalaron que el distanciamiento físico “(…)  puede  producir síntomas psicosomáticos de todo tipo, especialmente en las personas más inclinadas a esta modalidad de interacción, tal como los niños, las mujeres, les adolescentes, la gente mayor”, al profundizar sobre las consecuencias de la falta de contacto y las posibilidades de revertir el impacto del aislamiento social.

Destaqué en la entrevista periodística antes mencionada que:

(…) El hambre de piel existe en las personas desde el momento mismo en que nacemos, y aunque puede mitigarse a lo largo de nuestras vidas -porque aprendemos a tener otros tipos de contactos, más variados y diversos- persiste toda vez que atravesamos por situaciones críticas, o excepcionales, tanto en el sentido negativo (enfermedades, migraciones difíciles, accidentes) como en el sentido positivo (lograr un trabajo anhelado, aprobar un examen difícil, etc.): es muy probable que en todas esas circunstancias necesitemos un abrazo, una mano que estrechar, que alguien nos dé una palmada en la espalda (…). (Santoro, 2020)

El aislamiento social junto con otros factores previos predisponentes, hizo que nos viéramos privados de nuestro modo habitual de acercarnos, de compartir experiencias y de expresar nuestras emociones, lo cual ha implicado para personas mayores una restricción comunicacional difícil de sobrellevar, y que ha dado como resultado síntomas psicosomáticos muy variados, expresados como alergias de todo tipo, manifestaciones respiratorias, trastornos gastrointestinales, así como estados de ansiedad que lleven a agitación psicomotriz, insomnio, aumento de los vínculos violentos, etc.

Otras de mis reflexiones sobre el fenómeno así llamado hambre de piel, y de las posibles consecuencias psicológicas de la falta de abrazos, besos, contacto íntimo, también destacan el efecto que el distanciamiento ha podido tener en el comienzo de la pandemia en las sesiones psicoterápicas. En algunos casos la crisis fue percibida por algunas pacientes como limitación angustiante, con sentimientos de restricción de la libertad de movimientos para poder unirse de modo presencial a las personas significativas en su vida. En el siguiente ejemplo doy cuenta de la experiencia por el déficit de los contactos corporales, tanto en los sentimientos que expresó una paciente, como en la necesaria elaboración de los recursos clínicos que se me impuso ante la nueva condición.

Se trata de una mujer que llamaré Celia, residente en Buenos Aires, que inició su consulta cuando estaba próxima a cumplir 60 años, y a quien comencé a atender varios años antes del inicio de la pandemia. Ella era obesa, con un sobrepeso significativo que le provocaba problemas de salud y que ahora quería remediar. Consulta porque, además de la necesidad de adelgazar, se propone profundizar en las motivaciones subjetivas para adquirir semejante sobrepeso. Relata que la experiencia que ha sentido como de mayor impacto en su vida ha sido el vínculo emocional profundo que tenía con su hermana, que era 5 años mayor que ella. Eran muy compañeras desde niñas, reforzando su cercanía, según su relato, debido a que sus padres – abogados ambos – pasaban largas horas del día trabajando. Cursó su escolaridad con notas muy altas, al igual que su hermana, porque entendieron que estudiar era un “refugio contenedor y amigable” en sus vidas – según sus palabras. Celia se recibió de contadora, y su hermana de abogada, e instalaron sus oficinas compartiendo una antigua casa familiar. Ambas se casaron y formaron sus familias cuando eran muchachas veinteañeras. Celia tuvo una hija y al poco tiempo se separó de su marido, un hombre con quien tenía escasa afinidad sexual, emocional e intelectual. Su hermana tuvo dos hijos, y poco después emigró con su familia a un país europeo, donde reside desde entonces. Celia pensó en emigrar a su vez, pero desistió porque su hija estaba muy apegada a su padre, y no quería privar a la niña de ese vínculo. Según su relato, luego de la partida de su hermana comenzó a ganar peso. Como es alta y corpulenta, refiere que al comienzo no se dio cuenta de su sobrepeso, hasta que éste resultó muy evidente y sus médicos comenzaron a hacerle estudios por diversas afecciones (una diabetes incipiente, entre otros). No duda en comprender que la separación de su hermana implicó no solo una profunda pérdida emocional para ella, debido a que eran “confidentes y muy compañeras”, según destaca en sus sesiones. Para Celia esta separación implicó tristeza, angustia y sentimientos de vacío, ya que habían sido muy cercanas anteriormente, en el contacto casi diario. Celia suele ir a visitar a su hermana al país europeo adonde ésta reside, viajes en que disfruta los prolongados paseos que suelen hacer a solas, sin sus familias. Me comenta, como si fuera natural, que en esos paseos también disfrutan compartir la cama en los sitios donde se alojan. Como me muestro sorprendida por ese relato, trae a la sesión un recuerdo infantil que para ella fue fundante del vínculo con su hermana. Ocurrió que cuando Celia tenía 4 años, y su hermana 9, sus padres se habían ido de viaje y las enviaron a la casa de sus abuelos. Era verano, los abuelos se trasladaron a su casa de campo y llevaron allí a las niñas. Celia estaba asustada por el cambio de contexto, tenía miedo especialmente por la noche, en que escuchaba ruidos desacostumbrados para ella, y temía especialmente a los insectos que eran habituales en ese lugar. Aunque hacía mucho calor, ella se pasaba a la cama de su hermana para tranquilizarse, y dormían juntas. Destaca que la transpiración de su hermana le provocaba un olor corporal muy particular, que ella olía con agrado porque la calmaba y la ayudaba a dormir tranquila.

Para los fines de este artículo, solo citaré algunos aspectos de su terapia en los cuales el olor corporal y los perfumes pasaron a ser una parte importante de su vínculo transferencial conmigo. Desde el comienzo de sus sesiones me sorprendió que llegara siempre sudorosa y con cierto olor a transpiración, aun cuando se tratara de días fríos. Del mismo modo, ella registraba con mucha agudeza perceptual mis perfumes y desodorantes, así como de los artículos de limpieza que se habían utilizado en el consultorio, a pesar de que todos ellos habían sido usados hacía varias horas. Le gustaba sentir el olor de las plantas de mi balcón, y del parque que estaba enfrente. Me pareció notable esta modalidad tan singular de intercambio de percepciones corporales, de modo tan sensible, como es lo referido a la percepción olfativa. Cuando se lo señalé, dijo que le daba sentimientos de seguridad y confianza en el vínculo conmigo darse cuenta que tenía semejantes percepciones, y que, por el contrario, desconfiaba y se alejaba de aquellas personas que no le provocaban este impacto emocional mediante su registro olfativo. Entendimos que tenía una fijación infantil olfativa, originada en el vínculo cuerpo a cuerpo con su hermana en aquel verano en que sentía tanto miedo por la noche, y que su sentimiento de indefensión y desamparo había encontrado en la cercanía olfativa de su hermana sentimientos de calma y seguridad. O sea, el contexto olfativo en presencia de su hermana le había ofrecido un procedimiento autocalmante para aquellos terrores infantiles. Cuando su hermana se alejó para vivir en otro país, ella sintió que perdía aquella envoltura libidinal olfativa de la cercanía corporal fraterna. Entendí que se trataba de un clásico proceso de duelo, en el cual la persona que se siente desamparada incorpora para sí algunos aspectos de su objeto libidinal perdido – en este caso, de su hermana -. Celia trató de restituir esa pérdida aumentando de peso a través de una ingesta desproporcionada – aumentó el 40% de su peso anterior en pocos años: “(…) ahora tengo el peso de dos personas con mi peso actual”- decía, convirtiéndose ella misma en la persona sudorosa y con olor que anteriormente, en la infancia, había sido su hermana. Pero también reprodujo esta misma escena en el vínculo psicoterápico, en el cual buscaba mis olores “(…) como guía, para estar segura de que estamos cerca”, según relata. O sea, en el vínculo transferencial me ubica en la posición de una hermana mayor protectora y confiable, con quien sentirse segura.

Un mes antes de iniciado el confinamiento por la pandemia COVID, Celia se hace una cirugía bariátrica, ya que todos los recursos anteriores para bajar de peso habían fracasado. Interrumpimos su terapia por ese motivo, y cuando se recupera de la cirugía, ya iniciado el período de aislamiento social, tratamos de retomar sus sesiones de modo virtual. Fue muy dificultoso el reencuentro: ella buscaba en el vínculo conmigo la cercanía que ofrecían las sesiones presenciales, imposibles de lograr en ese momento. También yo me quedé sorprendida por su timbre de voz, habitualmente cálida y suave, que - con el medio virtual de la pantalla y la utilización del micrófono – sonaba sin matices, con cierto tono metálico, que me provocó un profundo extrañamiento. La ausencia del contacto físico llevó a que el vínculo psicoterápico se centrara alrededor de las variadas problemáticas incluidas en el registro de un vacío representacional para ambas. Esto llevó varios meses de análisis, debido a que estos cambios, además de sus modificaciones corporales y la ausencia de presencialidad, nos ubicaron como personas que debían hacer un nuevo esfuerzo para reconectarse y lograr el clima emocional apropiado para continuar el vínculo psicoterápico.

Otro aspecto que encontramos en un grupo de mujeres mayores es la ilusión de detener el paso del tiempo, como expresión narcisista de una modalidad omnipotente infantil ante situaciones desbordantes, que exceden las capacidades yoicas de ser procesadas. Esta ilusión parecería sostenerse entre aquellas mujeres que procuran cuerpos juveniles, como si fueran adolescentes, con insistentes recursos defensivos para negar la realidad, tanto a nivel psíquico como mediante la implementación de recursos de intervención en sus cuerpos, tales como cirugías, chips hormonales y otros, que les proporcionan efímeros bienestares hasta que éstos se revelan insuficientes y necesitan ser reemplazados por otros. En estos casos, sus cuerpos dejan de ser aquellos interlocutores con los cuales podían sostener un vínculo de confianza e intimidad, para pasar a ser cuerpos ajenizados, intervenidos por dispositivos de variados tipos, que deben esforzarse por incorporar subjetivamente como parte de su esquema corporal. En estos casos, también puede ocurrir que surjan problemas de salud, ya sea a consecuencia de estas intervenciones como debido a otros motivos inadvertidos previamente, que ponen en cuestión sus vínculos con sus cuerpos. El colapso narcisístico que sucede en estos casos motiva a algunas mujeres de mayor edad a que recurran a la consulta psicoanalítica, poniendo en crisis los modos de subjetivación de sus cuerpos al recibir diagnósticos por problemas oncológicos, o por trastornos osteoarticulares, circulatorios y otros.

En la actualidad estamos asistiendo a un amplio debate en torno de los cuerpos de las mujeres y sus destinos en el contexto de una cultura patriarcal neoliberal dominante, que afirma que el cuerpo femenino es un capital que ha de ser explotado, un capital ante el cual deben ser activas y emprendedoras para que les produzca un rendimiento, ya sea erótica o económicamente. Estos planteos entran dentro de lo que actualmente llamamos batallas culturales, un tipo de conflictos en el cual se trata de una lucha por los sentidos otorgados a la categoría de análisis denominada “mujeres”, desde una historia de opresiones, desigualdades y exclusiones por su inscripción como género femenino. En estas batallas culturales están en juego los criterios de inteligibilidad respecto de los sentidos hegemónicos patriarcales que involucran a los cuerpos de las mujeres. Desde un patriarcado convencional en que se trataba de cuerpos para la reproducción, mediante la identificación de las mujeres con la maternidad, en la actualidad encontramos debates controversiales a partir de la alianza de aquel patriarcado con el neoliberalismo que afirma la premisa, como denuncia la filósofa María José Guerra Palmero, de la Universidad de La Laguna (Tenerife),  de que por más pobre que sea una mujer, tendría un cuerpo que puede hacer rendir al máximo, no importa su edad ni el color de su piel, destacando que son argumentos utilizados para que las mujeres se involucren en proyectos de pornografía o de post-porno, de subrogación de vientres, de prostitución y otros similares (Guerra Palmero, 2017). Estos debates también los encontramos en el interior del feminismo, y dan lugar a acaloradas controversias. A la industria del sexo, como modalidad tradicional para la explotación del cuerpo de las mujeres, se le ha sumado ahora la industria de la reproducción, gracias a los sofisticados recursos de los avances tecnológicos puestos al servicio de la mercantilización de los así llamados recursos reproductivos de las mujeres fértiles. Queda por fuera del debate, en estas propuestas, las sexualidades no reproductivas, como el caso de las parejas o nuevas formas de agrupamientos en vínculos de intimidad entre personas que no desean tener hijos, o de las personas mayores.

Reflexiones críticas

Uno de los interrogantes que se presentan es acerca de las representaciones sociales y subjetivas de las mujeres de este grupo, que por su heterogeneidad merece estudios específicos. En este aspecto, quiero señalar que el universo discursivo respecto del repertorio deseante de las personas mayores parece agotarse dentro de estrechos límites que no incluyen los aspectos sexo-afectivos, ya que éstos solo parecerían ser atribuibles a las personas jóvenes. Esta dimensión queda invisibilizada detrás de estereotipos respecto de las mujeres mayores, opacadas detrás del velo de la insistente problematización acerca de su salud o de sus recursos económicos como su principal horizonte de reconocimiento social y subjetivo. Subyace aquí una nueva desigualdad, basada en el edadismo, o sea, las desigualdades basadas en las diferencias etáreas. Quiero señalar la desigualdad atribuida prejuiciosamente a la potencia deseante, para la cual las representaciones disponibles operan – a veces inadvertidamente porque, en apariencia son bienintencionadas – con equívocos resultados respecto del grupo de las mujeres mayores. Los estudios de género deberían incluir esta nueva lucha contra esta forma específica de la desigualdad, denunciando el centramiento sobre los colectivos hegemónicos de la gente joven y de mediana edad, en una sólida asociación con aquella modalidad del capitalismo exacerbado que enuncia como sujeto, en forma preferencial, a quien se pueda caracterizar como productivo y/o consumidor. Esto va en desmedro de los grupos variados y diversos de la gente de edades más avanzadas, entre quienes otros valores, tales como las experiencias sexo-afectivas, quedan desdibujadas, negadas e invisibilizadas. Serán experiencias irrepresentables, cuando se producen en los vínculos entre los géneros o al interior del mismo género, no solo excluidas de los discursos sociales sino que a menudo solo pueden ser representables bajo el signo de lo obsceno – en tanto queden fuera de la escena – mientras su destino subjetivo será el de la represión, o en el mejor de los casos la sublimación, pero no su representación bajo la forma de deseos que favorezcan la expresión de una energía libidinal vitalizante, que refuerza los vínculos intersubjetivos. Quedan así recursos de narcisización truncos, cuando los estereotipos de género femeninos tradicionales se basan en la juventud y la lozanía, en la capacidad reproductiva o en las trayectorias laborales que habiliten la producción y/o el consumo de bienes materiales, pero no de los bienes subjetivos disponibles a través de los vínculos sexo-afectivos, o de desarrollos en el campo artístico, intelectual, o con el despliegue de la creatividad. De este modo se tensan al máximo la percepción de los binarismos de género, ya que los valores antes mencionados no son iguales para quienes adscriben al género masculino tradicional, que suelen preservar sus privilegios de narcisización fundamentalmente a través de los recursos económicos acumulados históricamente, que reafirman su subjetividad cuando se trata de varones de sectores medios urbanos – aunque a menudo la preservación de posiciones masculinas hegemónicas los conduzcan a la claudicación de sus recursos de salud, tal como lo ha estudiado D. Tajer en su investigación sobre varones con padecimientos cardiovasculares (Tajer, 2009).

También han quedado excluidas del discurso social y de las posibilidades de representaciones sociales y subjetivas respecto al envejecimiento aquellas mujeres que han construido su subjetividad dentro del colectivo LGTBI+, con la invisibilización de sus experiencias y valores acumulados hasta ahora en sus modos de ir transitando hacia los grupos de mayor edad. Una vez más, los estudios y los relatos de experiencias y de condiciones de vida – de su sexualidad, de su trabajo, de sus modos de vivir en pareja o familia – se han centrado en estereotipos relativos a las mujeres jóvenes y de mediana edad, opacando tras un velo que oculta a los grupos de mujeres lesbianas mayores, que ofrezcan testimonios de sus modos de envejecimiento en pareja. Surge la pregunta: ¿existen especificidades en las parejas de mujeres lesbianas mayores, que las distinguen de los modos de existencia de las clásicas parejas heterosexuales, sobre las que tanto se ha difundido, a la hora de envejecer juntas? ¿Sus experiencias como lesbianas las proveen de recursos diferentes sobre los cuidados de la salud, económicos, sociales, familiares, sobre los modos de amar y de cuidar? Lo que me llevó a hacerme estas preguntas fue una experiencia clínica de terapia vincular de una pareja formada por dos mujeres, ambas docentes universitarias e investigadoras en el campo académico, con vínculos sexo-afectivos, laborales y con intereses artísticos, recreativos e intelectuales en común. Me refiero a una terapia que se extendió por más de 20 años, con algunas intermitencias en su asistencia a las sesiones psicoterápicas. Se trata de una pareja que, cuando iniciaron su consulta, tenían entre 55 y 60 años, y cuyo motivo de consulta inicial fueron conflictos en relación con su sexualidad, con la distribución de los recursos económicos entre ellas, y problemáticas con vínculos familiares. Tenían sesiones quincenales, - con algunas interrupciones de su terapia debido a que viajaban a menudo al extranjero por motivos académicos - que interrumpieron definitivamente cuando una de ellas, ya avanzada sobre los 70 años, comenzó a padecer un deterioro cognitivo que se fue acentuando al punto de no poder sostener un diálogo psicoanalítico en el contexto de la pareja. Solo hemos seguido reuniéndonos, pocas veces después, con la otra componente de la pareja, quien lograba elaborar penosamente la pérdida subjetiva de su compañera, aunque seguían viviendo juntas, sosteniendo el vínculo de intimidad, de acompañamiento y de cuidados mutuos. Sus sesiones psicoanalíticas concluyeron definitivamente con el confinamiento por la pandemia COVID, debido en parte a las escasas habilidades tecnológicas de esta pareja, cercana ya a los 80 años, y también al impacto del aislamiento para sostener sus deseos de comunicarse. Aunque intenté mantener el contacto con ellas a pesar del aislamiento social para personas con factores de riesgo debido a la avanzada edad, sin embargo, no he logrado hasta el momento más que leves respuestas del tipo “todavía estamos bien, gracias por comunicarte con nosotras”. Quiero destacar que los recursos de inclusión social actual para la gente joven del colectivo LGTBI+ está en firme avance y ha merecido revisiones teóricas y clínicas en el campo psicoanalítico, pero esto no es así para la gente de mayor edad que se inscribe en este colectivo. Es probable que logren mayor visibilidad en las elites académicas y profesionales, donde puedan encontrar mayor aceptación y mejores condiciones laborales y de acceso a recursos para su salud, pero estas condiciones son menores para quienes se incluyen en el grupo LGTBI+ de sectores populares y de residencias no urbanas.

En todos los grupos de mujeres que he planteado, en su variedad y heterogeneidad, una pregunta está flotando: ¿cómo hacer que nuestras vidas sean dignas de ser vividas?

Las derivas de la reflexión crítica nos llevan a estar alertas ante aquellas respuestas hiperindividualistas, propias del modelo del más puro cuño del darwinismo social – que reivindica la así llamada “ley del más fuerte”- que se pudo haber reactivado ante la pandemia COVID, y estar dispuestas a diseñar propuestas creativas para encarar conflictos que, tal como intenté describir con grupos y colectivos específicos de mujeres mayores, podríamos ofrecer mediante acciones más colectivas.

Con esta situación de crisis, que es de crisis global, no solo perdemos las antiguas certidumbres, sino que también se exacerban las desigualdades de todo tipo, entre regiones y ciudades, en los aspectos económicos, y también desigualdades de género. De modo que tendremos que acentuar las categorías de análisis de la precariedad y la vulnerabilidad, como prismas desde donde observar los conflictos cuando pensamos en vínculos humanos más justos y equitativos. Para ello, tendremos que poner nuestra vulnerabilidad en el centro del debate, en tensión con las fantasías de invulnerabilidad de algunos grupos, como el de los varones en posiciones hegemónicas, o el de alguna gente joven, y otros colectivos que ostentan una grandiosidad narcisista y una omnipotencia que les permitirían negar su vulnerabilidad. En estos casos, el sueño hiperindividualista ante la propia vulnerabilidad habilita este ideal de omnipotencia. Sin embargo, la pandemia de COVID vino a echar un baño de realidad a esas fantasías, afirmando una vez más las propuestas de la interdependencia humana, revelando la falacia de aquellos presupuestos.  La experiencia COVID nos ha enseñado que todos somos vulnerables, y que necesitamos de otros/as para sobrevivir. Esto implica que los géneros, tanto los convencionales como los no tradicionales, portamos heridas de género, que nos hacen sufrir y nos colocan en posiciones vulnerables. El sueño de que un individuo solo y que por sí mismo puede vencer las adversidades, habilita este ideal de omnipotencia, un ideal que ha estigmatizado la vulnerabilidad.

Si bien las mujeres tenemos heridas de género por nuestra historia social y subjetiva en una cultura patriarcal, heridas que se profundizan debido a condiciones de vulnerabilidad etárea, estas lastimaduras podrían multiplicarse por otras condiciones de desigualdad, por ejemplo, económico-sociales. Nuestra inscripción en América Latina nos remite a realidades superpuestas de variados colectivos de mujeres mayores, entre quienes hay una amplia mayoría que padecen la feminización de la pobreza, debido a no haber podido acumular recursos materiales en contextos sociales y económicos empobrecidos a lo largo de décadas, que las ha privado de sus derechos como ciudadanas. Dentro de este grupo, hay quienes promueven modos de envejecimiento poniendo el acento en las acciones colectivas de sus barrios y lugares donde viven, como analiza la socióloga argentina Redondo (1990), a la vez que describe recursos de resiliencia comunitaria para este colectivo de mujeres mayores. También podríamos tener en cuenta mujeres mayores de diversas etnias que contribuyen con sus saberes ancestrales y acciones comunitarias en diversos lugares de Latinoamérica, aportando con sus prácticas a los cuidados de los bienes de la naturaleza, y que han sido incorporadas por varios movimientos inscriptos en el Ecofeminismo (Svampa, 2014; Lubertino, 2021) cuando analizan problemas sobre género y ambiente.

Hay quienes apelan a un concepto controversial, llamado resiliencia, que es la capacidad que tenemos las personas de afrontar situaciones difíciles para responder a las condiciones críticas de modo no traumático. Entiendo que es un concepto que a menudo está planteado como un atributo personal, individual, exclusivo y solo disponible para algunas personas que cuentan con determinadas condiciones previas. Sería un concepto que divide a la gente en ganadores y perdedores, entre quienes tienen éxito y quienes fracasan, atribuyendo su fracaso a la falta de condiciones personales, y culpabilizando a las propias damnificadas por los logros no obtenidos. Así considerado, de modo tan exclusivista, disponible solo para algunas pocas personas afortunadas, entiendo que se describe desde un criterio elitista e hiperindividualista. Prefiero aquel concepto de resiliencia que ponga el acento en la unión con nuestros pares, en el apoyo mutuo, en la cooperación y en la solidaridad entre quienes disponen de más recursos para compartirlos con quienes tienen menos, en redistribuir nuestros recursos subjetivos para promover mejores grados de bienestar (Fraser y Butler, 2016). Hemos observado acciones colectivas de amplios grupos, que se despliegan en las barriadas precarias, en comedores populares, en los clubes barriales, que han creado dispositivos de atención y de contención originales, creativos, para elaborar y transitar este período de pandemia y post-pandemia. En estos casos, se tejen lazos a veces preexistentes, otras veces novedosos, que muestran un horizonte esperanzador.

Espero haber contribuido con estas reflexiones a fertilizar el campo de los estudios de género con el psicoanálisis, ampliando los criterios para observar y analizar las condiciones de vida de las mujeres de mayor edad.

 

[1] El Centro de Estudios de la Mujer se constituyó en Buenos Aires en 1979 como una institución de estudio y de debate sobre las condiciones de vida de las mujeres, desde una perspectiva feminista. Su directora fue Gloria Bonder, y el comité directivo inicial estuvo compuesto por Clara Coria, Cristina Zurutuza y Mabel Burin

Referencias

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Burin, M., Moncarz, E y Velázquez, S. (1990). El malestar de las mujeres. La tranquilidad recetada. Paidós.

Burin, M. (1996). Género y psicoanálisis: subjetividades femeninas vulnerables. En M. Burin M. y E. Dio Bleichmar (Coords.), Género, psicoanálisis, subjetividad (pp. 61-99). Paidós.

Burin, M., y Meler, I. (1998). Género y familia. Poder, amor y sexualidad en la construcción de la subjetividad. Paidós.

Burin, M. y Meler, I. (2000). Varones: género y subjetividad masculina. Paidós.

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Burin, M. (en prensa). Género y subjetividad: reflexiones sobre la experiencia de la atención psicológica virtual de pacientes a partir de la pandemia COVID19. En: M. L. Jimenez Guzmán y R. Boso (Coords.). Trabajo remoto en tiempos de pandemia. Paradojas, desigualdades y oportunidades. CRIM-UNAM.

Burin, M. (en prensa): Psicoanálisis y Género: la puesta en crisis de las subjetividades. En: P. Alkolombre (Coord.), Diálogos entre psicoanálisis y género. Letra viva.

Fraser, N. y Butler, J. (2016). ¿Reconocimiento o redistribución? Un debate entre marxismo y feminismo. Traficantes de Sueños.

Guerra Palmero, M. J. (2017). Contra la llamada gestación subrogada. Derechos humanos y justicia global versus bioética neoliberal. Gaceta Sanitaria, 31(6).

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Lubertino, M. J. (Coord.) (2021). Tratado Ecofeminista de Derechos Humanos, (Vol. I). Rubinzal-Culzoni. 

Pérez, M. (2019). Violencia epistémica. Reflexiones entre lo invisible y lo ignorable. El lugar sin límites. Revista de Estudios y Políticas de Género, 1(1), p. 81-98. Disponible en: http://www.revistasuntref.com.ar/index.php/ellugar/article/view/288/267

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