aperturas psicoanalíticas

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revista internacional de psicoanálisis

Número 073 2023 Aproximaciones psicoanalíticas actuales al cuerpo

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Disociación mente-cuerpo, estados alterados y mundos alterados

Body-mind dissociation, altered states, and alter worlds

Autor: Goldberg, Peter

Para citar este artículo

Goldberg, P. (2023). Disociación mente-cuerpo, estados alterados y mundos alterados. Aperturas Psicoanalíticas (73), artículo e7. http://aperturas.org/articulo.php?articulo=0001222

Para vincular a este artículo

http://aperturas.org/articulo.php?articulo=0001222


Resumen

Se propone un modelo psicosomático de disociación que aborda la relación en constante ajuste entre la mente y el cuerpo, el ajuste constante de la calidad y el grado de la incrustación de la psique en la vida sensorial y temporal del cuerpo. El modelo subraya la función de los mecanismos hipnoides (autohipnosis, distracción, autoestimulación somática) y de los estados alterados de conciencia a la hora de facilitar y enmascarar el trabajo de la disociación entre mente y cuerpo. Los estados alterados transitorios, que permiten formas nuevas y creativas de experiencia mente-cuerpo en la vida cotidiana y en la situación de terapia, se contrastan con las formas de retirada patológicas a mundos alterados -estados de dislocación mente-cuerpo rígidamente organizados, atemporales y similares al trance, a menudo ineludibles. Estas estructuras disociativas patológicas remodelan la vida de la mente y el cuerpo, requiriendo nuevos enfoques clínicos hacia estos fenómenos.

Abstract

A psychosomatic model of dissociation is proposed that addresses the ever adjusting mind-body relation—the constant titration of the quality and degree of the psyche’s embeddedness in the sensorial and temporal life of the body. The model highlights the function of hypnoid mechanisms (autohypnosis, distraction, somatic autostimulation) and of altered states of consciousness in facilitating and masking the work of mind-body dissociation. Transient altered states, which enable new and creative forms of mind-body experience in everyday life and in the therapy situation, are contrasted with pathological forms of retreat into alter worlds—rigidly organized, timeless, often inescapable trancelike states of mind-body dislocation. These pathological dissociative structures reshape the life of the mind and of the body, requiring new clinical approaches to these phenomena.


Palabras clave

disociación, estados alterados, percepción encarnada.

Keywords

dissociation, altered states, embodied perception.


Artículo traducido y publicado con autorización: Goldberg P. (2020). Body-Mind Dissociation, Altered States, and Alter Worlds. Journal of the American Psychoanalytic Association, 68(5), 769–806. https://doi.org/10.1177/0003065120968422

Descargo de responsabilidad: el artículo utiliza un estilo de citación y referencias distinto al que utiliza Aperturas Psicoanalíticas, puesto que es una traducción y se conserva el formato original.

Traducción: Marta González Baz
Revisión: Lola J. Díaz-Benjumea

 

Puesto que la disociación es un fenómeno distinto y universal, debemos asumir que tiene una función bastante específica en la vida mental, que difiere de las funciones de la represión, la escisión y otros mecanismos y procesos estudiados ampliamente en el psicoanálisis[1].

En lo que sigue, exploraré las implicaciones de un modelo psicosomático de la disociación[2], uno que destaca el papel especial de la disociación como árbitro de la relación mente-cuerpo. Aquí la disociación se entiende como un mecanismo específico que regula continuamente, momento a momento, el grado de incrustación de la psique en la vida sensorial y temporal del cuerpo[3]. Al hablar del cuerpo, quiero denotar algo más parecido a una "psicología del cuerpo": un dominio distintivo de experiencia no representada y no simbolizada organizada por un lenguaje-patrón sensorial de ritmos y texturas (Goldberg, 2012, 2018).

Se pueden distinguir dos aspectos del proceso disociativo: (1) un distanciamiento reflexivo cuerpo-mente primario dentro del self, que desvincula eficazmente el sentido del self del tempo y los ritmos de la encarnación, alterando así el lugar de percepción del self y del mundo; (2) un proceso secundario que supone cambios en la atención y alteraciones en los estados de conciencia, efectuados por la activación de mecanismos hipnoides (distracción, autohipnosis, autosugestión, autoestimulación), que sirven para naturalizar, disfrazar y reequilibrar el cambio en la relación mente-cuerpo resultante de la disociación primaria.

El proceso reflexivo primario de separación cuerpo-mente se observa gráficamente en los casos en los que se produce un colapso disociativo, es decir, cuando el individuo está tan completamente desarraigado de un sentido continuado de encarnación y realidad corpórea que se produce una crisis de despersonalización, dejando al individuo desanclado (o, como alternativa, congelado) en el tiempo y el espacio. Esto puede manifestarse clínicamente de diversas maneras -experiencia extracorpórea, fuga, amnesia, desrealización, despersonalización, pánico, flashback, entumecimiento del afecto, somatización- que, si bien no tienen un carácter esencialmente delirante, pueden adquirir proporciones psicóticas de pánico y desorientación (véase la descripción de Lombardi [2009] de lo que Matte Blanco denominó frenesí simétrico), y pueden conducir a formaciones delirantes secundarias[4].

Más comúnmente, sin embargo, la disociación se manifiesta de un modo muy diferente: no como una grieta visible que desarraiga al self de sus amarres en el cuerpo, sino como algo que opera silenciosa y oscuramente, cuyos efectos más visibles se expresan más sutilmente en alteraciones de la atención y la conciencia. A lo largo de un espectro que va desde los estados disociativos transitorios normales hasta las estructuras patológicas más persistentes que se encuentran en las organizaciones de personalidad disociativa, no se puede comprender el funcionamiento de la disociación sin reconocer el papel esencial de los estados alterados en el mantenimiento y la regulación de estas estructuras disociativas.

La estructura de la disociación y el papel de los estados alterados

Sally y “el mundo de las nanas”

Comenzaré con un ejemplo clínico que pretende ilustrar ciertos aspectos de la estructura de la disociación y cómo esta puede expresarse clínicamente[5]. Elijo este ejemplo porque no es un caso de trauma obvio, ni es una presentación clínica que a primera vista indique una enfermedad disociativa obvia. Como es típico de los tipos de organización disociativa más estables, no obstructivos y de funcionamiento más satisfactorio (Goldberg 1995), su estructura subyacente tuvo que ser descubierta en el transcurso del tratamiento. Estos casos "normóticos" bien adaptados (Bollas, 1987) pueden revelar mucho sobre la estructura y la función de la disociación. En concreto, a través de este ejemplo quiero mostrar: (1) el papel de los estados alterados de conciencia para mantener una pseudointegración estable de las partes disociadas; (2) la sofisticada funcionalidad del falso self del exoesqueleto protector; y 3) los cambios sutiles pero significativos que afectan a mente y cuerpo debido a la disociación sistemática.

Sally, una persona joven y agradable siempre atenta a las palabras de su terapeuta, estaba en el segundo año de un tratamiento lleno de contenido adecuado, interacción y consideración, pero inexplicablemente carente de tracción emocional. No había nada que se quedara atascado, y solo más tarde tuve la sensación de que nunca se paraba a respirar.

No contaré la variedad de estrategias interpretativas que probé, que les resultarían familiares; pero, al percibir el impasse, renuncié a la interpretación, intenté despertar de la atracción ligeramente hipnotizadora del contenido agradable y empecé a ampliar el alcance de mi atención para captar las cualidades psicofísicas de las sesiones, la prosodia y el impacto de nuestro discurso, y la forma en que "veíamos" y sentíamos las cosas en la situación clínica. Pronto mi atención se centró en algo sutil que había notado fugazmente antes, pero que había dejado de lado: una tendencia por su parte a quedarse físicamente inmóvil en el diván cada vez que yo hablaba y durante uno o dos segundos antes de responder en su modo característicamente comprometido y aparentemente asociativo. Al principio, cuando le pregunté por la pausa, no parecía saber de qué le estaba hablando; pero, poco después, se sorprendió a sí misma y a mí al decir: "Mientras hablas, trazo un dibujo en la pared", no solo con los ojos, como supe un poco más tarde, sino con un movimiento casi imperceptible de su dedo índice.

Resultó que Sally seguía trazando el patrón incluso cuando empezaba a hablar y a interactuar conmigo de nuevo (de hecho, la pared estaba bastante texturizada). Aunque había sido extrañamente consciente de este cambio a un estado distraído, simplemente no se le había ocurrido expresarlo con palabras, cuestionarlo ni pensar en ello en absoluto, y mucho menos comunicarlo. Pero ahora que habíamos llamado su atención sobre ello, se dio cuenta de que, mientras yo hablaba, se sentía un poco "desconectada" y después se encontraba automáticamente trazando los patrones de la pared. Esto, como ella dijo, ponía su mente en modo "piloto automático", mientras que su cuerpo se sentía bajo "control remoto", dejándola flotar en un "mundo de nanas".

Fue obvio inmediatamente que no era una simple distracción transitoria, sino una poderosa actividad autohipnótica que inducía (o quizá, más exactamente, reinducía) un estado alterado de conciencia, algo como un estado crepuscular en el que Sally seguía interactuando en el campo relacional, pero simultáneamente se encontraba en un mundo alterado.

Varias cosas sobre el funcionamiento mental y la presentación interpersonal de Sally me llevaron a concluir que el estado de trance autoinducido era disociativo más que delirante. Un comentario que Sally hizo de pasada captó algo sobre la diferencia entre un estado autohipnótico y un delirio: el estado de "nana", dijo, "no me pone fuera de contacto con la realidad, sino que hace que la realidad sea manejable a mi manera". Esto llega a la esencia de cómo funciona la disociación: no mediante la modificación simbólica o fantasmática del mundo de los objetos, sino desplazando la atención y produciendo alteraciones en la conciencia. El proceso disociativo no pone a Sally "fuera de contacto con la realidad", como veríamos en los estados esquizoides, psicóticos o histéricos, sino que, al cambiar el grado de encarnación y el foco de atención, altera el lugar de la respuesta del self a la realidad existente. Al cambiar el lugar de la percepción, la disociación reorienta nuestro sentido de dónde estamos en el espacio y el tiempo. Esto contrasta con el trabajo de la represión y la escisión, que emplean estrategias representacionales y fantasmáticas (aunque de formas diferentes) para alterar la realidad, para cambiar el significado de las cosas o la calidad del objeto tal y como lo percibe el sujeto. En otras palabras, la represión y la escisión afectan al contenido de la percepción, mientras que la disociación afecta a su locus. Puesto que la disociación deja la realidad tal como es, sin modificar, es indiferente a la inyección de significado o afecto en la relación de objeto. Pero si la disociación opera desplazando el "locus de percepción", ¿cómo se produce esto? ¿Cuál es el mecanismo psíquico que interviene? Estas son las preguntas que abordaré.

No es sorprendente que la revelación de la actividad autohipnótica de Sally trastornara considerablemente el lugar de mi propio pensamiento, mi posición en el campo analítico y mi posición clínica. A pesar de no tener antecedentes conocidos de abuso, crueldad o negligencia activa, me vi obligado a reconocer que mi voz y mis palabras debían constituir una especie de amenaza genérica, señalando un acontecimiento potencialmente traumatizante, que activaba en la paciente una constelación defensiva apenas visible pero poderosa. En efecto, ella estaba gestionando una repetición constante del trauma debido a nuestro contacto, al tiempo que persistía en sus esfuerzos por acomodarse a la situación terapéutica. Esto es típico de las personalidades disociativas: la función ordinaria del sensorio se apropia para un propósito especial, de modo que, en lugar de sentir "cómo es el mundo", los sentidos están preparados en todo momento para interceptar el peligro, para percibir el trauma inminente por encima de todo, a menudo excluyendo todo lo demás. (Bromberg [2003] habla de la orientación de "detector de humo" que es el legado del trauma).

Ahora me veía obligado a enfrentarme a la existencia en Sally de una organización disociativa sofisticada y de buen funcionamiento, con un exoesqueleto exterior expertamente adaptado capaz de imitar y dominar las interacciones sociales, mientras que su vida "interior" (la vida de las pulsiones, del cuerpo vivo, de la fantasía, del apetito y del sentimiento en tiempo real) permanecía silenciada, cortada, ausente - "amputada", como dice Roussillon (2011).

Desde esta perspectiva recién abierta, ahora podía ver algunas de las idiosincrasias de Sally bajo una nueva luz. Cosas que antes pasaban desapercibidas se hicieron visibles por primera vez; por ejemplo, la forma en que Sally nunca sentía hambre, aunque sabía comer, y lo hacía siguiendo un programa meticuloso, manteniendo un peso perfecto (habiendo bordeado los límites de la anorexia adolescente). Del mismo modo, nunca se había sentido sin nada que hacer, ya que siempre había sido muy activa. En cuanto a su presencia física, yacía como una tabla de madera en el sofá, sin sentir nunca la presencia de necesidades corporales ni de ninguna "cosa corporal", pero vigilando y masajeando perpetuamente las tensiones y torceduras musculoesqueléticas. Y su mente funcionaba como una cinta de teletipo, informando de las cosas una por una, libre del desorden de la asociación. Ahora me daba cuenta de que su mente siempre había estado literalmente en "piloto automático" y su cuerpo "bajo control remoto". Solo ahora lo habíamos notado.

Como hemos visto, el equilibrio narcisista de Sally se veía amenazado de ser alterado cada vez que yo hablaba. Esta amenaza debe haber sido exacerbada por la forma en que yo hablaba, ya que, hasta este punto, mi modo de hablar era generalmente "interpretativo" (es decir, vinculando el contenido manifiesto y el latente, el afecto y la idea, el presente con el pasado, y así sucesivamente). Daba por sentada una capacidad asociativa en la paciente, y por eso hablaba de forma equivocada, dando a entender siempre que ella ocultaba o se resistía a algo en sus sentimientos o pensamientos implícitos. Esta forma de hablar refuerza la disociación: agudiza la vigilancia de la capa exterior protectora del self (el exoesqueleto que evoluciona como la estructura ejecutiva singularmente protectora y la mutación del yo en las personalidades disociativas). El exoesqueleto reacciona a la amenaza reactivando la estructura disociativa subyacente, y al mismo tiempo activando un mecanismo hipnoide (la actividad autohipnótica del trazado de la pared), mediante el cual la dislocación subyacente se hace invisible. Esta maniobra disociativa (distanciamiento subyacente más distracción hipnoide) elimina los aspectos vulnerables y libidinales del self (en términos de Ferenczi, las partes "tiernas") del contacto y el compromiso con los objetos, mientras que el self discursivo exterior continúa en un contacto superficialmente realista con el analista y el mundo exterior.

Lo sorprendente de esta descripción de estar en un "mundo de nanas" fue la revelación no solo de que Sally se veía obligada a tomar medidas defensivas radicales, sino de que éstas funcionaban a la perfección, llamando mínimamente la atención. Aún más sorprendente fue la revelación de toda una organización disociativa que mantenía a Sally en una prisión de autoalienación desconocida hasta entonces. La forma en que esta estructura disociativa subyacente salió a la luz ilustra otro rasgo característico de las organizaciones disociativas "exitosas": que la actividad disociativa no se mantiene en secreto, reprimida o disfrazada, sino que simplemente pasa desapercibida. Esta extraña presentación de una personalidad aparentemente coherente que de repente se revela como asentada sobre una base disociativa no es en absoluto inusual. En mi experiencia, es precisamente así como se suele hacer el "descubrimiento": no hay culpa ni conflicto por su revelación, solo sorpresa y, a menudo, vergüenza por quedar expuesto como alguien ignorante de uno mismo o defectuoso.

Esto es bastante consistente con el hecho de que el mecanismo de disociación opera no mediante la represión de un deseo o mediante la escisión de una fantasía, ni mediante el ocultamiento de ideas escondidas o el encubrimiento de derivados pulsionales, sino mediante un autodesapego reflexivo[6] acompañado por el despliegue de técnicas hipnoides. La acción psíquica de la disociación no depende de los procesos de representación mental o simbolización (del modo en que la proyección, por ejemplo, se lleva a cabo concretamente mediante una fantasía de expulsión, vomitando, interfiriendo, etc.), sino que utiliza una redirección de la atención. En estado de salud, esto contribuye a la movilidad perceptual, una capacidad de ver las cosas de diferentes modos, desde múltiples vértices (como dice Bion), mientras que en su formación pagológica el mecanismo de la disociación se utiliza para fines opuestos: hacia un estrechamiento y fijación compulsivos de la percepción, forzando el alejamiento de la atención de la experiencia en el momento real, hasta que finalmetne uno vive más o menos permanentemente en un mundo alterado, en un estado distraido, en animación suspendida, en una zona de penumbra.

Es importante aclarar que la activación de un mecanismo hipnoide y la alteración del estado de conciencia que lo acompaña no es el agente de la disociación, sino más bien su consecuencia y corolario: La actividad autohipnótica de Sally no causa que se produzca la disociación, sino que es, más bien, una respuesta psíquica específica a la disociación mente-cuerpo reflexiva primaria. La importancia de las técnicas hipnoides (distracción, autohipnosis, etc.) reside en su función de mantener el buen funcionamiento de las estructuras disociativas estables: desvían la atención de la grieta en el self, enmascarando su desunión, permitiendo que la disociación subyacente pase desapercibida. Al evitar así la amenaza de pérdida de la coherencia con el self, el cambio a estados alterados hace posible simular una relación normal con el mundo, garantizando de este modo un cierto grado de identidad social estable. Cuando el mecanismo hipnoide no cumple su función de provocar hábilmente un cambio en la atención -no logra, por tanto, dar paso a un estado alterado de forma suave y discreta- es cuando vemos que la condición disociativa subyacente se manifiesta más abiertamente en forma de estados extremos de despersonalización, fuga, adormecimiento, amnesia, apatía o ciertos tipos de enfermedad somática.

Funciones de la disociación mente-cuerpo

La función defensiva de la disociación mente-cuerpo

En tanto que sirve como defensa, la disociación rescata instantáneamente al self del impacto, y lo hace desplazando la percepción de la autoexperiencia fuera de su localización en el cuerpo. Frente a la estimulación, el dolor o la amenaza existencial excesivos, la disociación produce cierto grado de distanciamiento de la realidad corpórea. Proporciona una forma de alejarse más o menos, en un momento dado, del campo encarnado, el lugar donde sentimos el dolor.

Desde este punto de vista, el mecanismo de disociación está en constante funcionamiento tanto en la vida cotidiana como en la situación clínica. Las continuas modificaciones y ajustes en la relación cuerpo-mente sirven para afinar la sensación de viabilidad y seguridad, regulando así la exposición del self vulnerable al impacto.

El impacto implica la cognición de una realidad alternativa que amenaza con invadir y abrumar al self. Supone la percepción de una realidad que está fuera del control físico o psíquico de uno mismo, más allá del poder del yo para influir o modificar por los medios de que dispone (por ejemplo, mediante modos de comunicación afectivos o simbólicos, o a través de la imaginación, la fantasía, el pensamiento o la acción). La pérdida sostenida de una sensación de influencia sobre el mundo de los objetos significa la erosión del sentimiento necesario de omnipotencia (Winnicott, 1971), y resulta en la desaparición de la sensación de estar acompañado, de lo que Álvarez (1992) llama "compañía viva". Hay una pérdida de la sensación de estar entretejido en el mundo. Esta caída de la presencia envolvente del entorno que sostiene y contiene puede producirse precipitadamente, amenazando con una ruptura, o puede tener lugar de forma gradual e invisible, oculta por las habilidades acumulativas del ego adaptativo. En cualquier caso, el resultado es un sentimiento de impotencia para animar o vivificar el mundo, y con ello un sentimiento de estar solo. La propensión acompañante a la desesperación y a la angustia de muerte sin paliativos puede salir a la luz, pero tiende a permanecer oculta y bastante oscura en las personalidades disociativas más "exitosas" y organizadas.

Es bajo estas circunstancias de impotencia y sentimientos de abandono, cuando la realidad implacable del mundo se siente demasiado agudamente, que el mecanismo disociativo puede proporcionar un modo altamente adaptativo de autopreservación, una estrategia específica para escapar o aliviar el impacto. Cuando no se mitiga, la experiencia del impacto activa esta tendencia refleja a disociarse; a disociarse, antes que nada, de un lugar de percepción encarnado. Esto tiene el efecto de apartar al self de la inmediatez de la experiencia vivida, induciendo así, al menos momentáneamente, un estado trascendente de desencarnación, de vivir más allá de las limitaciones temporales y físicas de la existencia corpórea.

En tanto que este desprendimiento reflexivo salva inmediatamente al self del impacto, se convierte en algo psicológicamente valioso y se incorporará de forma natural a las estructuras defensivas organizadas de la personalidad para que pueda desplegarse de forma más sistemática, en lugar de simplemente reflexiva. De este modo, aprendemos inconscientemente a confiar en la disociación junto con otros mecanismos de defensa. Y puesto que es tan vital para regular el impacto de la alteridad del mundo, la activación de los estados disociados adquiere un gran significado ritual y simbólico en la vida individual y cultural (por ejemplo, en forma de rituales de trance e innumerables formas culturalmente organizadas de inducción a estados alterados).

Para los propósitos actuales, me gustaría alejarme de la idea prevalente de que el trauma personal causa disociación y sugerir en su lugar que el trauma activa un uso determinado (y, en el caso del trauma persistente y extremo, un uso excesivo patológico) de un mecanismo disociativo que ya está funcionando constantemente. De hecho, un amplio abanico de circunstancias que implican una amenaza o un impacto existenciales -un acontecimiento puntual inesperado, una situación actual amenazadora, la repetición de un trauma pasado o incluso una amenaza impersonal más lejana como la guerra o el cambio climático- son capaces de activar el mecanismo disociativo reflexivo, desmantelando silenciosamente la conexión asociativa entre mente y psique-soma, desvinculando el pensamiento y la percepción de la experiencia encarnada. La variable importante es si la reacción disociativa automática a la amenaza traumática es transitoria y, por tanto, capaz de presentarse de nuevo en otros registros psíquicos de afecto, fantasía, pensamiento simbólico y memoria, o si la reacción disociativa adopta la forma de una estructura fija de distanciamiento cuerpo-mente.

La función adaptativa-creativa de la disociación mente-cuerpo

La función universal de la disociación puede verse no solo en su despliegue defensivo, donde regula el potencial traumático del impacto, sino también -y de forma crucial- en la forma en que facilita la interacción con el mundo de los objetos. Al mediar en la relación mente-cuerpo y modificarla constantemente, la disociación cumple la función adaptativa de permitirnos ajustar el ángulo de percepción, encontrar una cualidad de encarnación adecuada para percibir y "sentir" la presencia de los objetos sin sentirnos abrumados por ellos[7].

Las alteraciones del vínculo cuerpo-mente también ayudan a las transiciones de estado cotidianas necesarias: esas alteraciones, expansiones y contracciones regulares de la conciencia que constituyen una variabilidad normal de los estados de atención y percepción encarnada (estado de alerta, concentración, distracción, compromiso, relajación, descanso, reverie, fantaseo, ensoñación, sueño, excitación emocional, distanciamiento, motilidad, absorción somática, etc.). La capacidad de transicionar con éxito entre estados puede considerarse esencial para la viabilidad psicosomática, y el funcionamiento normal de la disociación es indispensable para ello.

Desde este punto de vista, puede considerarse que la disociación desempeña un papel fundamental a la hora de facilitar nuevas posibilidades de implicarse en el mundo de los objetos, ofreciendo la oportunidad de nuevas versiones de la autoexperiencia más allá de los confines de los vínculos mente-cuerpo establecidos. Mediante cambios en el grado de encarnación y ajustes en el lugar de percepción, los estados de disociación transitorios nos permiten ir temporalmente más allá de las limitaciones del yo sobre la conciencia individual. Esto posibilita encontrarnos de nuevo con la realidad de las cosas en el mundo y, lo que es más importante, volver a entrar en el campo compartido de la experiencia sensorial y la percepción comunitaria (Goldberg, 2012) más allá de nuestras construcciones narcisistas individuales, obteniendo así un acceso transitorio a nuevas formas de sentir y ser,

En resumen, deseo destacar las formas en que el despliegue cotidiano de la disociación sirve tanto a fines defensivos como facilitadores: cómo media en nuestra experiencia de los objetos, tanto en su potencial de impacto como de vitalización; cómo es instrumental tanto en el dejar ir como en el reencontrar el mundo de los objetos; cómo facilita así la participación en el campo cultural de experiencia compartida, más allá de los límites del self, y por lo tanto permite innovación en el habitus, la experiencia vivida de estar-en-el-mundo; y cómo ayuda a establecer el tempo y ritmo de transiciones de estado y expansiones de conciencia cotidianas. Naturalmente, todo esto suscita preguntas sobre el papel de los procesos disociativos en la situación clínica y su lugar en nuestros modelos clínicos.

Mutación patológica de las estructuras disociativas

Pero la disociación normal y cotidiana -sea desplegada defensiva o adaptativamente- es capaz de mutar en algo más rígido y patológico. Su función como mecanismo esencial regulador y de defensa puede ser reclutada y pervertida con un propósito más totalitario: el establecimiento de una estructura disociativa fija, blindando la personalidad contra el impacto a través de un régimen de autorregulación y control sobre el cuerpo, pero también fortificando así a la personalidad contra cualquier nuevo compromiso con el mundo de los objetos. En estos casos, la regulación de la relación mente-cuerpo se emplea para mantener -a toda costa- una disposición sistemática y rígida de distanciamiento mente-cuerpo.

Aquí comenzamos a ver los ingredientes de una alienación permanente de la vida del cuerpo, y la emergencia de una estructura disociativa patológica -lo que podría designarse una personalidad disociativa- que luego domina la vida psíquica. Bajo estas circunstancias, la disociación tiende a convertirse en el único medio de hacer frente a la angustia psíquica. En lugar de la comunicación simbólica con los objetos internos y externos, o de la comunicación intersubjetiva mediante la proyección y la introyección, la personalidad disociativa establece, en cambio, un régimen no comunicativo de control regulador sobre el cuerpo viviente, control mediante mecanismos hipnoides en lugar de estructuras de fantasía o imagos. El distanciamiento sistemático de la cualidad somato-psíquica de habitar y vivir en un cuerpo otorga a la personalidad disociativa su peculiar ethos de supervivencia autosuficiente.

Las consecuencias de este tipo más sistemático de estructura disociativa son de gran alcance en varios sentidos. En primer lugar, la vida del cuerpo -sus necesidades idiomáticas, su reivindicación como lugar de percepción, su presencia pulsional y deseante en la vida psíquica inconsciente- se borra y su voz en la vida de la mente se silencia. Esto significa una lucha constante con la desvitalización psíquica, la despersonalización, el entumecimiento y las tribulaciones inevitables de la pseudovitalidad -la búsqueda compulsiva, maníaca y adictiva de la vitalidad- que caracterizan a estos casos (Goldberg, 1995).

En segundo lugar, debido a que la estrategia principal de la personalidad disociativa es la negación y el control de la vida del cuerpo, hay poca tolerancia hacia las transiciones fluidas y los cambios en los estados de encarnación que caracterizan la variabilidad de banda ancha de la conciencia cotidiana. Las propias transiciones se convierten en el enemigo, y las alteraciones normales en los estados cuerpo-mente pierden su cualidad transitoria y dan paso, en su lugar, a estados alterados fijos e inflexibles, adquiriendo el carácter de mundos alterados en los que el self está atrapado de un modo u otro: distraído, sedado, hipnotizado, desorientado, desvitalizado, perpetuamente sobreestimulado. En los casos más extremos, el poder ineludible de estos mundos alterados puede ser bastante visible para el analista, en forma de repetitividad persistente, desconexión, somatización, etcétera. Lo más común, sin embargo, es que estos mundos alterados perseveren de forma imperceptible o apenas notable, mantenidos por una serie de actividades mentales institucionalizadas como la ensoñación compulsiva, la autoestimulación, la distracción crónica y los rituales autohipnóticos. Estas actividades suelen ir acompañadas de una sutil sensación subyacente de animación suspendida, de semidesapego crónico, de sentirse sutilmente aislado o apartado del mundo, o de desvinculación emocional crónica.

Aquí ya no estamos hablando de las funciones y procesos normales de la disociación, sino de estructuras disociativas patológicas que tienen lugar a lo largo de un espectro de personalidades falso self “exitosas” o “normóticas” bien adaptadas, hasta tipos de organización de la personalidad postraumática frágiles y más claramente perturbados[8].

A falta de una comparación sistemática de la enfermedad disociativa con otros tipos de trastorno, vale la pena señalar una diferencia: mientras que el mecanismo esquizoide en los trastornos psicóticos y limítrofes funciona para negar la existencia de la realidad psíquica y social (Bion, 1959), el uso de la disociación por parte del individuo se basa, por el contrario, en una aprehensión vigilante de la realidad. De hecho, quien disocia vive en un mundo que es demasiado real, del que no puede evadirse ni modificar mediante el sueño, la imaginación o las proyecciones fantasiosas, sino que debe ser vigilado y controlado en toda su realidad inmutable, es decir, controlado mediante el cambio del locus de percepción y la alteración de la conciencia, en lugar de mediante la proyección de estructuras de fantasía o la acción simbólica en el mundo. Desde este punto de vista, "disociación" no denota un defecto en las capacidades asociativas o simbolizadoras, sino un modo diferenciado y efectivo de funcionamiento mental, en el que los cambios en la atención y el control sobre la percepción se despliegan para regular los estados psíquicos.

Especialmente cuando se despliega en exceso, la disociación psicosomática conlleva la amenaza concreta de la despersonalización. Al proporcionar un respiro instantáneo del trauma inminente sacándonos del lugar donde sentimos las cosas más inmediatamente -el lugar de la experiencia encarnada-, la disociación nos aparta también del alojamiento corpóreo donde más literalmente existimos y nos sentimos vivos. Por lo tanto, no es la ansiedad neurótica de la culpa y el castigo, ni la ansiedad persecutoria del "objeto malo" lo que genera la disociación, sino la ansiedad de la despersonalización, de volverse incorpóreo, sin anclaje, perdido en el mar, perdiendo el sentimiento de ser real (Winnicott, 1963).

El carácter no representado, no comunicativo y no relacioal de los estados disociativos

Lo que distingue a la disociación de otros modos de organización defensiva es el modo específico en que regula el peligro y la ansiedad modificando la percepción sensorial y alterando la relación cuerpo-mente. En contraste con la represión y la escisión, la disociación no hace uso de la representación mental, la fantasía o la acción en el mundo, ni despliega la memoria o la simbolización para realizar su trabajo (aunque sus efectos serán comúnmente representados, retrospectivamente, en el pensamiento y la memoria). Esto tiene implicaciones teóricas y clínicas significativas: (1) la acción de la disociación no se mostrará directamente en la transferencia, ni mediante los mecanismos de identificación y contraidentificación; (2) la disociación declina influir o cambiar el objeto, o intentar controlar la relación con el mismo, ya sea en la realidad o en la fantasía, sino que más bien trabaja para recalibrar el nivel de desapego primario cuerpo-mente dentro del self[9]; (3) los efectos de la disociación no pretenden ser comunicados: es, en esencia, una especie de disposición al desapego, diseñada para evadir temporalmente el peligro existencial o el dolor abrumador; como tal, funciona mejor cuando se opera por debajo del radar; (4) puesto que no hace uso directo de las funciones representacionales de la mente, la disociación se manifiesta menos como una defensa cuya intención puede ser analizada, y más como un reflejo (Purcell, 2019). Sus propósitos no pueden comprenderse e interpretarse con referencia al significado inconsciente, el deseo y el conflicto. Pero es capaz de ser experimentada y notada en el contexto de la percepción compartida -el campo consensuado de percepción en la situación clínica.

Por todas estas razones, es fácil ver cómo la acción de la disociación puede escapar a la detección clínica familiar y a la articulación psicoanalítica. Si la disociación no se anuncia sino que pasa desapercibida, es precisamente por cómo hace su trabajo: restando significado, deshaciendo conexiones, disolviendo vínculos[10], cortando los hilos asociativos que unirían la mente a la experiencia de vivir dentro de las limitaciones del cuerpo mortal. (Podría tomarse como un dictum que cuando disociamos, no estamos asociando). La disociación no deja ninguno de los rastros habituales: como la materia oscura, no hay nada que ver, no hay significantes. No podemos "conocer" la disociación, solo sentirla.

Dado que su modus operandi implica un desapego reflexivo del self, en lugar de recurrir a los demás o a los objetos del mundo interno (en busca de ayuda o consuelo, de identificación fusional o proyectiva), la vida de quien disocia suele ser bastante solitaria y poco comunicativa. El mundo de los objetos ha perdido fiabilidad y valor. Esto no significa que se niegue o excluya la existencia de otros, sino que el compromiso con el objeto sigue siendo meramente táctico y superficial, y existe una indiferencia hacia las cualidades del mismo. La única preocupación es la vigilancia del impacto potencialmente perturbador del objeto. Hay un profundo desinvestimento en el potencial de los demás para servir como objetos transformadores (Bollas, 1979) o agentes de contención (Bion, 1970). Este es el destino del sujeto disociado, que se resigna a aceptar y tratar con la realidad de los demás, mientras que tiene que hacer frente a las necesidades psíquicas completamente solo.

Como respuesta a la disociación en el paciente, tienen lugar una serie de reacciones contratransferenciales, incluyendo -obviamente- la activación de las tendencias disociativas en el analista (es decir, siendo inducido a estados alterados escapistas o dóciles), que pueden resultar fácilmente en un distanciamiento colusivo y situaciones de tratamiento de falso self. Por otra parte, el analista puede intentar inconscientemente -en vano- inyectar vitalidad, vivacidad, significado, acción y estimulación en los procesos, para contrarrestar la adherencia de la despersonalización que reside bajo el encuentro pseudonormal. Sea cual sea la forma que adopten, no debería darse por supuesto que estas reacciones contratransferenciales reflejen la vida emocional inconsciente del paciente y, por tanto, no deberían ser tratadas como comunicaciones reales de contenidos reprimidos o estructuras de fantasía. En estos casos, sería más acertado considerar la contratransferncia como la respuesta singular y en solitario del analista a la deprivación de contacto de “self  verdadero” con el paciente sistemáticamente disociado. El reconocimiento certero de lo que despiertan estos patrones contratransferenciales -el hecho de uno no puede contar con los modos intersubjetivos e intrapsíquicos de comunicación- puede ser, de hecho, un elemento crucial para darse cuenta de la existencia de procesos disociativos subyacentes.

Organización de la personalidad disociativa

Organizaciones disociativas cohesivas (“exitosas”) vs inestables (postraumáticas)

Lo que distingue a alguien menos obviamente traumatizado, como Sally, de un paciente más claramente postraumático es que, en este último, el miedo a ser vulnerado, alterado o dañado se puede discernir a menudo en una cautela frágil en la superficie y una tendencia a desorganziarse o fragmentarse cuando se ve amenazado por la retraumatización. En estos casos más vulnerables, la cohesión de la superficie que es típica de las personalidades disociativas “exitosas” más organizadas es susceptible de verse alterada: el paciente postraumático ha tenido que sacrificar un grado de cohesión y estabilidad de identidad para evitar la retraumatización, y esto lo hace mediante la compartimentación o separación de estados del self.

El cuadro clínico postraumático resultante ha sido descrito por Bromberg (2010) y otros en términos de un modelo de estados del self que deben mantenerse disociados entre sí para evitar la recurrencia del trauma. Estos casos postraumáticos tienden a ser inherentemente inestables y vulnerables a interrupciones agudas en el funcionamiento del yo, cuando no se puede mantener la compartimentación de los estados del self. De hecho, el encuentro clínico en sí mismo puede verse como una incitación constante: la tarea terapéutica de integrar la personalidad amenaza con la retraumatización a cada paso. Aquí el cuadro clínico podría empezar a parecerse al TEPT, o a algo parecido a un trastorno de personalidad múltiple[11].

Por el contrario, los pacientes como Sally, que no están afectados por el trauma de forma tan obvia, a menudo son capaces de mantener un exterior altamente coherente, que implica una sofisticada capacidad de dominar los códigos sociales y los patrones relaciones de interacción con los otros. Lo que he denomiando personalidad disociativa “exitosa” se caracteriza por una organización exterior de falso self funcionalmente cohesiva y eficaz que obvia la compartimentalización disruptiva de estados de self que es evidente en las personalidades postraumáticas.

Viviendo en la superficie: la desencarnación psíquica, el self exoesquelético y la pseudorrelacionalidad

El mantenimiento de una organización disociativa "exitosa" dependerá de lo bien que el yo exoesquelético sea capaz de amoldarse sin fisuras a los patrones del mundo externo. Esto depende del despliegue efectivo de un conjunto particular de habilidades miméticas -que incluyen la simulación, el mimetismo y lo que podría llamarse identificación por contacto (identificaciones instantáneas basadas no en la internalización del objeto sino en identidades perceptuales momentáneas)-, todo lo cual ayuda a construir un ensamblaje cotejado del self que se esfuerza, por encima de todo, en mantener una coherencia exterior, y mediante el cual la personalidad intenta amoldarse al mundo que la rodea, sin involucrar de hecho el núcleo del self en las relaciones objetales. Sin embargo, son estas mismas habilidades las que mantienen vigente una disociación mente-cuerpo primaria fuera del alcance del reconocimiento y la comunicación. En la medida en que, por estos medios, se construye con éxito un exo-self, se logra una estrategia "normótica" de formación de la identidad (Bollas, 1987), otorgando al individuo la inestimable apariencia de una identidad social. Pero cuanto más eficaz es este logro de pseudonormalidad, más fácilmente podemos cegarnos ante el potencial de una estructura disociativa profundamente institucionalizada en la personalidad, es decir, que opera paralelamente a la represión y la escisión, pero según principios totalmente distintos a estas.

Aunque el exo-self exitoso, debido a sus habilidades de mimetismo, aparece bajo muchos disfraces, sería un error interpretar este tipo de construcción del falso self como un medio para disfrazar u ocultar deseos conflictivos o contenidos mentales reprimidos. Estas estrategias exoesqueléticas no son tanto disfraces como moldeados del self, fabricaciones exteriores de identidad adaptadas a las exigencias del mundo exterior. Donde reina la disociación, el campo "interior" -el de las pulsiones, el del deseo, el de los objetos internos- no adopta la forma de algo oculto, esperando a ser revelado (a través del análisis de sus vínculos asociativos y derivativos, sueños, parapraxis, transferencias, identificaciones proyectivas), sino que se mantiene sistemáticamente segregado, alienado y divorciado de la experiencia del self.

Bajo la hegemonía de la disociación psique-soma, no es solo el manantial inconsciente de las pulsiones (junto con cualquier elaboración generativa en la fantasía y la acción) lo que se obstruye; lo que también se sacrifica, y luego se erosiona gradualmente y se pierde para la experiencia del self, es el sentido de estar vivo, que lleva consigo el sentido de la autenticidad del self en el mundo (Winnicott, 1963). Se trata de una cualidad que solo se puede encontrar a través de la encarnación, de las necesidades ordinarias de un cuerpo que tiene hambre, que quiere moverse y sentir cosas, y que suscita el trabajo imaginativo y la curiosidad de una mente que, a su vez, quiere involucrarse en el mundo por placer. Uno puede existir psicológicamente en un estado disociado, pero lucha por sentirse real y comprometido con la vida.

Desde este punto de vista, estar crónicamente disociado significa estar divorciado del "lenguaje del cuerpo"; implica vivir en la superficie y percibir las cosas únicamente desde ese punto de vista. El resultado es un sentido objetivado (en lugar de subjetivo) de la existencia personal. Esto era verdaderamente cierto en el caso de Sally. Atrapada en la superficie de sí misma, sentía que su identidad provenía por completo del exterior.

Esta es la lógica de la personalidad disociativa: proteger el self excluyendo sistemáticamente el cuerpo vivo de la identidad sentida del self. A la "psicología del cuerpo" (sus patrones idiomáticos de motilidad, impulsividad y forma psicosensorial de estar en el mundo) se le niega un lugar o "voz" o agencia en la vida de la mente. En lugar de comunicaciones simbólicas con objetos internos y externos, o intercambios concretos mediante la proyección y la introyección, la personalidad disociativa establece un régimen no comunicativo de control regulador sobre el cuerpo viviente.

Así pues, el cuerpo viviente deshumanizado debe ser devuelto a la esfera de la autoexperiencia. Desde el punto de vista clínico, no se trata de descifrar lo que hay en la superficie con la esperanza de descubrir lo que hay debajo; más bien, lo que hay en la superficie debe ser infundido y revivido por lo que hay debajo, si es que puede encontrarse. Esto tiene implicaciones significativas para la técnica clínica y la participación del analista: la primacía de la interpretación da paso a otras formas de compromiso del analista con el paciente.

El exilio de la dimensión encarnada del self puede adoptar formas diversas, que a menudo implican regímenes muy organizados de control sobre el cuerpo (por ejemplo, en la autoestimulación y las compulsiones al ejercicio o los trastornos alimentarios), o el encarcelamiento en rituales obsesivo-compulsivos o perversos. Cuando el dominio del yo sobre el cuerpo es menos efectivo -cuando el exo-yo tiene menos éxito a la hora de establecer un régimen de pseudocoherencia sobre el self disociado- las líneas de falla de la configuración disociativa subyacente se harán más evidentes. Alienado de una sensación de significado y vitalidad corporal, el individuo es propenso a sentirse crónicamente disperso y desorientado, desterrado de la sensación de tener un lugar en el mundo, y puede estar plagado de experiencias extracorporales, dismorfia corporal, fuga o despersonalización[12].

Lo más común, sin embargo, es que donde prevalece una disociación mente-cuerpo más organizada, esta haga su trabajo en un segundo plano, oscurecida por la adopción de rituales y prácticas socialmente aprobados que normalizan el control sistémico sobre el sensorio (prácticas que a menudo incluyen una amplia gama de prácticas de autocuidado, incluyendo dieta, ejercicio, autoerotismo o regímenes de medicación y drogas) y oscurecida también por procesos secundarios de elaboración mental (en la línea de lo que Roussillon [2011] llama simbolización secundaria y sexualización secundaria), en los que se produce una superposición retrospectiva de representación y narración que reformula y reconfigura el distanciamiento psicosomático subyacente[13]. La condición primaria de la disociación mente-cuerpo es así asumida por las capacidades simbolizadoras de la mente y, por lo tanto, racionalizada, revisada y enmascarada.

En estas circunstancias, el relacionarse con objetos -otros- toma una forma diferente: se desarrolla un tipo peculiar de pseudorrelacionalidad, algo que se asemeja a una especie de simbiosis estática (Bleger, 1967), que tiende a carecer del compromiso afectivo y de fantasía de una verdadera relación objetal. La pseudorrelación no es mera superficialidad; es una forma compleja y a menudo sofisticada de vivir en el mundo como un sujeto disociado. Como estrategia estable del falso self, la pseudorrelación a menudo implica la capacidad de entrar en lo que Roussillon (2011) describe como un contrato narcisista, que establece los términos por los que puede asegurarse la supervivencia psíquica; uno debe renunciar a su propia agencia y necesidad, alejarse de su forma de ser idiomática y encarnada, y adherirse en su lugar al impacto formativo del objeto, adaptándose por completo a la voluntad y la fuerza impulsora del otro. A cambio, uno recibe un lugar donde existir, una identidad mimética y una apariencia de apego, pero solo a condición de alienar su propio deseo. Es un precio muy alto a pagar para asegurarse un lugar en el mundo. El coste se mide en la negación más o menos radical de las pulsiones y, por tanto, en la renuncia a las reivindicaciones del cuerpo a ocupar el lugar que le corresponde en la vida psíquica.

Clínicamente, la desencarnación psíquica exige un cambio en el enfoque y el énfasis del analista, lejos de la interpretación de la defensa y el análisis de los fenómenos interpersonales y transferenciales, y hacia un enfoque más experimental, donde el énfasis cae en facilitar en lugar de analizar, y se crean las condiciones para que el paciente descubra nuevas formas de encarnación y una nueva flexibilidad en los estados de conciencia (que, por supuesto, significa afrontar todas las ansiedades que vienen con ello). Donde la disociación domina la vida psíquica, nada es más importante y consecuente que el cuerpo vivo encontrando su voz en la vida de la mente. Podemos ver por qué Winnicott (1960) puso tal énfasis en el "gesto espontáneo" en su trabajo con pacientes con falso self. Pero el gesto espontáneo no es, como podríamos imaginar, una expresión de la individualidad per se, sino que (quizás paradójicamente) es más bien una reactivación del sentido indiferenciado de la percepción sensorial compartida. En este sentido, la disociación es lo que nos aleja de lo que compartimos con los demás a través de nuestros sentidos. La emancipación de los estados patológicos de disociación siempre implica una lucha sobre la percepción y la sensación (si estaremos unidos o alienados unos de otros), más que sobre el significado simbólico o asociativo. Dicho de otra forma, es una lucha sobre dónde uno está. Desde esta perspectiva, el tratamiento de la disociación implica una reivindicación de la percepción del self encarnado vivido. La tarea clínica en estos casos puede reducirse a una cuestión de cómo el paciente puede empezar a ver y oír el mundo, no a través del prisma estrecho y desencarnado adoptado por el exo-yo protector, sino a través de los ojos y oídos de una subjetividad encarnada (y, por tanto, siempre compartida).

Estados alterados y mundos alterados

La falta de límites y el dolor psíquico

Tener una mente significa ser capaz de viajar más allá de uno mismo. El anhelo de trascender las limitaciones del self encarnado es, sin duda, un rasgo definitorio de la vida mental humana[14], potenciando la imaginación y encontrando incesantemente representación en formas culturales, religiosas y científicas, así como en la vida de fantasía de los individuos. Pero este deseo de ir más allá del self puede inclinarse hacia el rechazo o la incapacidad de tolerar vivir en el espacio y el tiempo reales. El grado y la intensidad de la disociación pueden ser decisivos en cómo se desarrolle esto: si ir más allá de uno mismo es algo que ocurre de forma transitoria y flexible, o si, por el contrario, se convierte en una necesidad absoluta y un requisito fundamental para la supervivencia, trayendo consigo una intolerancia fóbica a vivir incluso por un momento dentro de las limitaciones espaciotemporales de la encarnación. En este caso, ir más allá de uno mismo puede convertirse en un exilio permanente. Tener que existir más allá de la realidad sentida del self, atrapado en una especie de exilio psíquico sin retorno a la vida real, es un rasgo común de la vida bajo disociación; y está marcado por un tipo bastante concreto de dolor psíquico, uno que no pretende ser comunicado (del modo en que el dolor persecutorio o histérico se hace evidente con facilidad), sino que permanece mudo y en gran medida no reconocido.

Lombardi (2003, 2008), en una serie de artículos clínicos y conceptuales, ha documentado el desafío de ayudar a los pacientes psicóticos, perdidos en un universo psíquico sin límites, a que vuelvan a vivir dentro de los confines espaciotemporales del self encarnado. Mi foco se dirige menos al problema de la falta de límites tal y como se expresa en el "frenesí simétrico" no contenido de la enfermedad psicótica (Lombardi, 2009) que a las formas cuasinormalizadas de falta de límites que se encuentran en los estados organizados de disociación, donde la institucionalización de un estado alterado ofrece una forma de pseudocontención (Cartwright, 2010); concretamente, asegura un sentido de existencia y continuidad psíquica al colocar toda la vida en un estado de animación suspendida, o lo que describiré como un mundo alterado.

Winnicott (1949) escribió que la psique puede ser "seducida" para alejarse del soma y entrar en la mente (p. 247). En la disociación patológica, lo que normalmente es un estado alterado transitorio (una ensoñación tipo reverie transitoria, por ejemplo) se convierte en una grieta permanente en el self (por ejemplo, una compulsión incesante a soñar despierto). Se produce una huida del cuerpo mortal y musical para nunca regresar. La percepción cae ahora bajo la única égida de una mente desapegada, mientras que el cuerpo deseante está condenado a permanecer para siempre ajeno, sujeto a un régimen interminable de control, colonización o borrado.

La disociación en la vida cotidiana

Puesto que la disociación no hace uso de la representación mental para hacer su trabajo, permanece esencialmente indocumentada en la mente, sin dejar marca en el inconsciente ni significación alguna que pueda recuperarse mediante el levantamiento de la represión o la recuperación de un fantasma escindido. La disociación funciona apartándonos de nosotros mismos sin que nos demos cuenta, transportándonos a otro lugar sin dejar rastro.

Sin embargo, también es cierto que tener una metapercepción implícita de nuestro cambio de estado es esencial para nuestra autopercepción y cordura. Experimentando como debemos las alteraciones de la conciencia que caracterizan la vida cotidiana, y las transiciones necesarias entre estos estados (por ejemplo, entrando y saliendo de estados de alerta, reverie, sueño, concentración, excitación emocional, implicación interpersonal, descanso, contemplación, falta de objetivo, etc.), estamos familiarizados implícita -pero íntimamente- con una cierta maleabilidad de la existencia consciente, y de lo cambiantes que son nuestras percepciones[15]. De hecho, las variaciones en el grado de encarnación y los consiguientes cambios en el locus de percepción parecen ser el sello característico de la conciencia cotidiana. Por la misma razón, la incapacidad de transicionar entre estados puede servir como signo y medida de la enfermedad disociativa.

Si la capacidad de pasar de un estado a otro es un aspecto esencial de la salud mental, esta capacidad se basa en un sentido implícito de pertenencia y de estar en el mundo, de estar entretejido en un entorno perceptual compartido, un entorno circundante propioceptivo, una sensación de estar en una piel compartida que nos sostiene mientras pasamos de un estado a otro. Si bien es una función de la cultura y la organización social proporcionar un tejido comunal para la sensación de estar en el mundo, en la situación clínica esta función corresponde a la función del marco analítico, que trabaja para establecer y mantener una matriz espaciotemporal eficaz, y que -como una piel viva compartida y una barrera de contacto- facilita el movimiento de entrada y salida a los estados alterados. Al fin y al cabo, ¿no depende el método analítico de estas transiciones de estado -el paso, por ejemplo, del pensamiento orientado a objetivos a la asociación libre, de la observación desapegada a la inmersión emocional, de la percepción presente a la reminiscencia? Por esto, en el tratamiento de pacientes desubicados y crónicamente disociados, la restauración o creación de un "marco vivo" tiene prioridad sobre las técnicas de interpretación y análisis de las relaciones objetales (Goldberg, 2018).

Si estar vivo para el mundo es como tocar constantemente -y ser estimulado por- las cosas de nuevas maneras, esta riqueza de percepción sensorial también amenaza con ser abrumadora. Freud (1915a) atribuye a la represión la función de una barrera de contacto; posiblemente no podemos -y no debemos- ser conscientes de todo lo que sentimos, percibimos y deseamos. Sin embargo, la represión es a largo plazo. La disociación, por el contrario, funciona ahora, proporcionando una regulación del self momento a momento frente a una plétora de percepciones, sensaciones y sentimientos.

Los estados disociativos ordinarios cotidianos, los que van y vienen, están implicados en lo que Winnicott (1971) denomina "vida creativa". Las alteraciones transitorias de la conciencia nos ayudan a encontrar un espacio y un lugar donde podamos vivir; trasladarnos a "otro lugar" nos brinda brevemente la oportunidad de alejarnos del domicilio psíquico encarnado, de descubrir nuevas formas de integrar la experiencia mente-cuerpo, modos novedosos de percepción, nuevas maneras de "elaborar imaginativamente" nuestra experiencia corporal e inconsciente. Las alteraciones transitorias de la conciencia nos permiten ir más allá de nosotros mismos sin dejar de estar atados a nuestra encarnación -sin desubicarnos demasiado-, evitando así la amenaza de despersonalización que acecha a quienes se desapegan demasiado.

No es de extrañar, pues, que nos gusten nuestros estados disociados, los busquemos y los cultivemos. Pero si tenemos que hacerlo solos, es una receta para el aislamiento y la enfermedad. Nos ayuda nuestra pertenencia a los mundos sensoriales: todas las culturas incuban continuamente rituales, productos, formas de arte y actividades comunitarias que atienden y facilitan los estados alterados.

Cuando los analistas se han fijado en los motivos que hay detrás de la búsqueda de experiencias de trance y estados alterados, han tendido a atribuirlos a la satisfacción de un deseo inconsciente, o a la reactuación de una relación objetal idealizada o un apego inconsciente, o a la actuación de una fantasía. Pero a menudo interviene un factor puramente disociativo potencialmente decisivo: cuando se induce un estado alterado determinado en la situación clínica (por ejemplo, estar confuso, irreflexivo, desatento, preocupado sensorial o somáticamente, soñando despierto), puede que el paciente no esté intentando principalmente evitar un reajuste emocional o un compromiso real con el analista o un objeto interno; en vez de una evasión, la entrada en un estado alterado podría ser también un esfuerzo por un nuevo compromiso encarnado con el mundo objetal. En este sentido, podría ser un intento de explorar y descubrir un locus de percepción que permita una forma más creativa de estar genuinamente encarnado; de buscar una forma más fundamental (mutuamente inducida, intercorporal) de conexión y comunión con el analista (Goldberg, 2012); de encontrar una tregua, un interludio, una liberación temporal de las restricciones de la realidad corpórea.

La posibilidad de un desprendimiento variado de nuestro self -un movimiento regular de entrada y salida de la encarnación- llevado a cabo mediante alteraciones en los estados de conciencia, parece tan esencial para la salud mental como cualquier otra cosa en la que pudiéramos pensar. Es una forma de ir más allá de las limitaciones de nuestra existencia, pero no tan lejos como para convertirnos en incorpóreos y despersonalizados. En su forma saludable, las alteraciones transitorias de la conciencia no levantan un muro permanente entre la mente y el cuerpo, sino que permiten a ambos entrar en un terreno perceptivo novedoso en el que se pueden encontrar y crear nuevas formas psíquicas. A este respecto, el acceso a ciertas alteraciones de la conciencia es probablemente esencial para entrar en el espacio de la "ilusión" (Milner, 1952) o de los fenómenos transicionales (Winnicott, 1951). No es de extrañar, por tanto, que los rituales que facilitan la entrada electiva en estados alterados puedan estar entre los más valorados de la vida cultural[16].

Atrapados en mundos alterados: cuando los estados alterados se convierten en organizaciones disociativas patológicas

El panorama se vuelve muy diferente en los casos en que los estados disociativos se convierten en entidades fijas, y las alteraciones de la conciencia pierden su cualidad transitoria y electiva. Ya no hay libertad de movimiento para entrar y salir de los diferentes estados, sino que se convierten en estados mentales obligatorios, inmutables e ineludibles, en los que uno entra y de los que nunca debe salir. El tremendo potencial de disfrute y creatividad que permite el acceso voluntario a los estados especiales de atención y percepción sensorial (por ejemplo, escuchar o tocar música, leer, soñar despierto) es suplantado por una dependencia adictiva del poder de los estados de trance para dominar la vida psíquica.

Cuando la distracción incesante se apodera de la propia experiencia -cuando, por ejemplo, soñar despierto es compulsivo en todo momento; cuando la música suena incesantemente a través de los auriculares o en la cabeza; cuando la mentalización incesante (resolver fórmulas matemáticas o hacer listas de tareas) acompaña a cada intercambio interpersonal- el estado alterado ya no funciona como una forma de recreación mental, una oportunidad de vivir temporalmente más allá de las limitaciones de la encarnación cotidiana y de la hegemonía del yo. En lugar de crear una especie de "espacio de juego" transitorio, los estados alterados se utilizan ahora para mantener una estructura de personalidad permanentemente disociada. Aquí observamos la mutación de los estados disociativos ordinarios a una organización fija que domina la personalidad, forzando una alienación permanente entre vivir en la mente y vivir en el cuerpo.

En efecto, la función ordinaria de la disociación se pervierte con nuevos fines: lo que inicialmente era un estado alterado transitorio toma el carácter de un mundo singular alterado, un lugar en el que vivir completamente. Este mundo alterado es bastante distintivo en su composición. Aunque funciona psicológicamente como un mundo total, abarcando y coloreando toda la experiencia subjetiva (por ejemplo, haciendo que todo sea hasta cierto punto monótono, o nebuloso, o sin sentimientos, o pedestre, o rutinario, o siniestro, o erotógeno, o somáticamente impactante), el mundo alterado no interfiere con la "prueba de realidad", sino que funciona como un facsímil del mundo de la realidad consensual. En contraste con las construcciones delirantes y el "mobiliario de sueño" de la psicosis (Bion, 1957), el mundo alterado no supone ninguna modificación o distorsión de la realidad mediante la fantasía, la proyección, la provocación o la acción; lo que lo convierte en un mundo alterado es el estado peculiar de percepción atenuada que lo caracteriza. Vivir en el mundo alterado tiene el poder de apropiarse de toda la percepción; el mundo se ve enteramente a través de la lente de un estado fijo de conciencia hecho a medida para mantener en su lugar una estructura disociativa inmutable, dedicada a impedir el libre movimiento del cuerpo y la mente vivos. La interacción con el mundo permanece intacta, y las habilidades relacionales y otras habilidades del yo pueden estar hiperdesarrolladas. Estas características del mundo alterado -un mundo construido no sobre el delirio, sino sobre la reproducción y la imitación de la realidad- hacen difícil comprender el grado en que la vida psíquica del individuo ha sido tomada por un régimen fijo que restringe la experiencia del tiempo, la agencia y la percepción sensorial[17].

La necesidad de permanecer lo más posible en un mundo alterado inmutable requiere la activación consistente de técnicas hipnoides (incluyendo la distracción, la autohipnosis, la autosugestión y la autoestimulación). La retirada a un mundo alterado estable es una estrategia psicológica compleja diseñada para: (1) camuflar la división disociativa dentro del self, enmascarando la sensación de desconexión e incoherencia que acompaña al funcionamiento de la disociación, y protegiendo la conciencia del saber de su propia desunión, de la amenaza de despersonalización que la acecha y de la desesperación del aislamiento emocional; (2) excluir el "uso del objeto" y evadir el contacto emocional desapegándose sutilmente y yendo "a otro lugar" (Winnicott, 1971), mientras que al mismo tiempo permanece suficientemente comprometido a nivel relacional para mantener una identidad y afiliación social; y (3) proporcionar una identidad relativamente estable y coherente efectuando una pseudointegración o unidad ilusoria del self dividido (Goldberg, 1995).

Una vez relaté un caso (Goldberg, 1987) en el que ciertas actividades mundanas y sin importancia de una paciente -juguetear con el tacón de un zapato, mirar fijamente a un punto de la alfombra- sirvieron como actividades de distracción que le permitían permanecer nominalmente presente en la consulta, al tiempo que enmascaraban una retirada radical. Aunque esta paciente era propensa en ocasiones a breves periodos de marcada sintomatología disociativa, como flashbacks aterradores y experiencias extracorpóreas perturbadoras, el mayor desafío clínico consistía en desvelar una organización disociativa más sutil, amplia y estable. Se hizo evidente que cuando estaba en su estado mental más organizado, libre de ansiedades de desintegración y síntomas explícitos de disociación, estaba de hecho perpetuamente en un estado "de penumbra", un mundo alterado en el que no estaba ni totalmente presente ni demasiado marcadamente ausente. Además de las actividades de distracción habituales de juguetear y entrecerrar los ojos, se hicieron discernibles otros hechos que evidenciaban la estructura de un estado generalizado de desubicación.

La susceptibilidad constitucional del individuo a los estados de trance -su hipnotizabilidad- será obviamente un factor que influirá en la facilidad con que pueda quedar atrapado en un mundo alterado. Y el poder hipnótico del mundo alterado puede desempeñar un papel importante en los procesos de adicción. Entre ellos se incluyen la propensión al sonambulismo, la ensoñación crónica y una sutil sensación de no estar del todo en su cuerpo[18].

En su funcionamiento más fluido, el exoesqueleto del falso self no solo aprende a imitar los códigos sociales y tecnológicos del mundo externo, sino que también domina la vigilancia del mundo interno, con el fin de lograr un simulacro de autointegridad afectiva, al tiempo que mantiene una disociación primaria de la psique corporal vivida. El éxito de este tipo de pseudointegración para lograr una ilusión de totalidad y vitalidad asociativa es lo que debe haber impulsado a Winnicott (1960) a advertir contra los falsos análisis. El falso self, después de todo, no busca otra cosa que tener éxito en la tarea de ser real.

Por lo general, cuando se establece una organización disociativa "exitosa" y una pseudounidad del self, los mundos alterados parecen algo bastante natural y necesario para la supervivencia, apenas reconocidos como tales o comunicados. Solo una vez que la disociación primaria (entre mente y psique-soma) se trae a análisis, los pacientes comienzan a notar y reportar que han estado viviendo en animación suspendida, o se encuentran sintiendo que están siempre distraídos, estando en dos lugares a la vez, o sintiéndose constantemente "fuera de sí" y cosas por el estilo. Los mundos alterados menos "exitosos", en comparación, se sienten con frecuencia como agudamente desagradables, especialmente en los casos más perturbados, en los que operan fuerzas fragmentadoras subyacentes más fuertes, y el estado mental "de penumbra" tiende a ser más poderosamente hipnótico, parecido a una droga, ineludible. A medida que estos estados salen a la luz en el tratamiento, no es infrecuente que el paciente sea cada vez más consciente de una especie de horror al estar atrapado en el semidesapego, en un trance o semicoma no deseado, incapaz de despertar del todo; de estar persistentemente entumecido, sintiéndose medio vivo y perpetuamente irreal; de vivir en un retiro o como un dron sin voluntad, constreñido dentro de una neorrealidad fija e implacable; y así sucesivamente.

El estado de la mente y el cuerpo bajo el régimen de la disociación

La mente desencarnada

En la representación de su mente en "piloto automático", Sally capta algo importante sobre el "objeto-mente" desapegado (Corrigan y Gordon, 1994) que es endémico de los estados disociativos arraigados.  Separada de la psicología del cuerpo viviente, la mente tiende a adoptar características de hipermentación, vigilancia e inquietud, desarrollando un tipo de pensamiento que tiene cualidades peculiares[19] que pueden resumirse a grandes rasgos de la siguiente manera: (1) un tipo de mentación incesante que no lleva a ninguna parte; una forma de pensar que inmoviliza la experiencia; (2) una falta subyacente de agencia, a pesar de un exterior a menudo activo o hiperactivo; (3) una relación con el tiempo que tiene la cualidad de la animación suspendida, es decir, nada cambia; (4) una incapacidad para recordar o dar sentido a los acontecimientos emocionales subjetivos, aunque a menudo acompañada de un tipo de memorización detallada como de tomar notas (Winnicott, 1949), en lugar de un tipo de recuerdo vivenciado.

Aislada del cuerpo viviente, la mente se convierte en una carroñera buscando algo que le sirva de patrón, ya sea en el entorno sensorial inmediato (que puede tomar la forma de una estrategia adhesiva autista) o en una adhesión a los códigos sociales y tecnológicos, que ofrecen un sentido de identidad a través de la mímesis, la comparación y una especie de identificación de contacto (o identificación perceptiva) con los objetos del mundo exterior. La superficie exoesquelética debe construirse de la forma más coherente posible y mantenerse a toda costa.

A pesar de la calidad compulsiva, llena en exceso y a menudo sobreestimulada de su pensamiento, aquellos que deben desprenderse de la vida emocional e instintiva son acechados por el vacío y la despersonalización. Puesto que no está alojada en un cuerpo viviente y que respira, la mente desapegada es muy susceptible a la invasión de la desvitalización y la pérdida de identidad. Algunos individuos que, por lo demás, son muy funcionales, viven bajo la amenaza constante de una desubicación repentina -de ser literalmente extinguidos- que, sin embargo, suele resolverse con la suficiente rapidez como para no comunicarla[20].

El cuerpo disociado en el exilio

Donde la personalidad ha adoptado un aspecto disociativo, uno podría decir que, para proteger al self, la mente llega a desconfiar del cuerpo y lucha por el control sobre las sensaciones, buscando regular y controlar la percepción y negarle al cuerpo su rol vivificante legítimo en la vida psíquica.

Pero la medida en que se ha establecido un régimen disociativo estable, depende no solo de la construcción de mundos alterados, sino del mantenimiento de un cuerpo fabricado o fantasma (Goldberg, 2004) que es construido por la mente para ocupar el lugar del psique-soma vivido. Esto no es una distorsión delirante del cuerpo real, sino una aprehensión realista (a menudo hiperprecisa) del funcionamiento del cuerpo para ponerlo bajo la hegemonía de una omnisciencia compulsiva. Como tan acertadamente dice Sally, el cuerpo se pone en "control remoto". La disociación sistemática "exitosa" efectúa una especie de colonización del cuerpo, convirtiéndolo una cosa que debe ser controlada omnipotentemente -en primer lugar, para evitar el impacto que surge de la dirección de los instintos y el soma; y, en segundo lugar, para que la mente, separada de la vitalidad corporal y, por lo tanto, privada de vitalidad, pueda, cuando sea necesario, activar la vitalidad somática para evitar la despersonalización (Goldberg, 1995). En esta configuración disociativa, la mente no espera, digamos, a recibir comunicaciones del cuerpo, sino que se adelanta y usurpa la función iniciadora del psique-soma. La mente disociada ya "conoce" (o legisla) los impulsos, el hambre y las reacciones del cuerpo. "Tengo hambre solo cuando creo que tengo hambre" es el lema del falso self somático. La pseudovitalidad (Goldberg, 1995) se mantiene coercitivamente mediante técnicas de autoestimulación, autosugestión y rituales adictivos, así como fantaseando y mediante la omnipotencia del pensamiento. En estos casos, la experiencia somática y afectiva se reduce a acontecimientos que se activan ritualmente, a voluntad; o, de forma alternativa, los afectos somáticos se mantienen en un estado constante de excitación preventiva (a menudo un componente de la erotización compulsiva, así como de los regímenes fanáticos de ejercicio y dieta). De este modo, los patrones ordinarios de la necesidad encarnada -y los ritmos que la acompañan de deseo, espera, confianza en el objeto, pérdida sostenida y decepción, etc.- no evolucionan, dejando al individuo presa de las depredaciones de la pseudovitalidad y la desrepresión coercitiva (Goldberg, 1995)[21].

Donde los sentidos y los instintos son explotados y el cuerpo virtualmente colonizado de esta manera, el psique-soma es esencialmente despojado de espontaneidad y agencia y por lo tanto permanece mudo incluso cuando es com- pulsivamente traído a la vida. Las obsesiones con la regulación del cuerpo, la ingesta de comida, la adicción al ejercicio, los hábitos de autocuidado compulsivos se ven implicados en el proceso de regulación del núcleo del self emocional y somático disociado. Este es el ethos de la disociación "exitosa": la capacidad de cambiar la atención, alternar entre canales, alterar estados, de modo que la necesidad y el deseo auténticos no se impongan y reclamen la percepción del self en el mundo. Donde la disociación adquiere un carácter fijo y superior en la personalidad, el núcleo somático del self -el lugar literal de la necesidad, de las pulsiones, de la sensación de vitalidad, del hambre y de los sentimientos de ternura que constituyen el locus encarnado del self- queda aislado, exiliado, y se le niega la entrada de nuevo en la vida de la mente. Aquí el cuerpo se convierte en algo ajeno, en algo que hay que controlar.

Como he señalado, existe una especie de estrategia de supervivencia que prioriza la autoalienación como medio de autocuidado y autocuración. Esto se corresponde con la descripción de Winnicott de la formación del falso self (1949), en la que la mente asume las funciones de cuidado del entorno. Aquí se refleja el desarrollo de una personalidad basada en una profunda pérdida de fe en los demás para satisfacer las auténticas necesidades del self.

Consideraciones clínicas

Si bien no existe un enfoque clínico único para la tarea de superar la fisura disociativa sistemática dentro del self, es posible encontrar un terreno común entre los autores que, por lo demás, son teóricamente diversos y que actualmente abordan el problema de cómo enfocar las estructuras patológicas de disociación.

Tanto Gurevich (2015) como Bromberg (2010) destacan el hecho crucial de que, dado que el paciente traumatizado es inevitablemente retraumatizado en el encuentro clínico, se debe dar prioridad al impacto real del analista en el paciente, antes de que las atribuciones de fantasía del paciente puedan ser analizadas de manera significativa. En esta línea, estos dos autores, junto con otros (Lombardi, 2008; Roussillon, 2011), advierten contra el uso prematuro de las interpretaciones transferenciales, que cuando se utilizan demasiado rápido tienden a forzar al paciente a un patrón de adaptación a las demandas del analista, a costa de abdicar o cortar un aspecto "verdadero" genuino del self, reforzando la fisura disociativa en la personalidad (un patrón reconocido hace mucho tiempo por Winnicott, en su teoría de la formación del falso self, y por Ferenczi antes que él). En el lenguaje conceptual que estoy empleando, no hay forma de escapar al hecho de que el encuentro clínico activará inevitable y continuamente defensas disociativas en estos pacientes; y que este tipo particular de defensa deshabilita -deshabilita bastante específicamente- ciertos procesos fundacionales del método analítico de cura, a saber, los procesos simbólico/asociativos y la interpretación verbal. Esto, obviamente, plantea un desafío particular a nuestro método y técnica.

La dimensión inductiva de la presencia y el compromiso del analista

Reconociendo este desafío, tanto Bromberg (2010) como Lombardi (2008) defienden, aunque de maneras muy diferentes, la importancia de un tipo de actividad interpretativa "estructurante", que fortalezca la capacidad de los pacientes para conectar aspectos cognitivos y emocionales de su funcionamiento mental. Me gustaría, sin embargo, destacar la importancia de lo que podríamos llamar la dimensión inductiva de la presencia y el compromiso del analista, que enfatiza el trabajo del analista a la hora de catalizar un entrelazamiento del compromiso terapeuta-paciente a nivel psicosensorial, como aspecto primero y fundamental de la actividad terapéutica del analista.

En términos generales, en lo que respecta a la disociación psique-soma en particular, la tarea clínica es sanar la fisura disociativa dentro del self, redescubrir el campo libidinal alienado de la experiencia encarnada y restaurarlo a la autopercepción. Esto implica un enfoque clínico que difiere del método libre-asociativo e interpretativo de desvelar deseos reprimidos y defensas inconscientes, y difiere también del enfoque objeto-relacional de analizar aspectos escindidos del self, y de la exploración relacional de estados mutuamente disociados. En cambio, ante todo, el analista se convierte en comadrona de la revinculación de la mente y el psique-soma[22], y debe facilitar activamente el descubrimiento de vivir estando en el mundo.

Es claro que donde la disociación sistemática ha alienado la vida de la mente de la psicología del cuerpo, los vínculo simbólicos con la vida inconsciente se han cercenado y el poder de las palabras para establecer nuevos vínculos y forjar nuevos significados se ve perjudicado. Por tanto, en la medida en que la disociación pasa por alto las estructuras de fantasía y desmantela los vínculos asociativos, el método más especializado del psicoanalista -el uso de la interpretación-  pierde su eficacia. Frente a la disociación, el analista no puede permanecer de forma eficaz en una posición puramente interpretativa, ni es suficiente adoptar una posición de receptividad y reverie (aunque estas son, por supuesto, cruciales en su campo).

En la medida en que los estados de disociación arraigados rayan en lo ininterpretable, es necesario ir más allá: el énfasis clínico en el trabajo con estos pacientes recae en ciertos tipos de actividad y compromiso no interpretativos por parte del analista. La presencia psicofísica y la postura del analista pasan a primer plano. Es esencial cultivar una postura activa a nivel psicosensorial. Me he referido a esta disposición al compromiso -en el trabajo realizado a nivel de la experiencia psicosensorial compartida (simbiosis sensorial)- como la dimensión inductiva de la actividad del analista (Goldberg, 2012). Notar cosas, ver y percibir cosas juntos, se convierte en la base de un enfoque clínico de la disociación. La recuperación del self encarnado supone una activación de la sensorialidad compartida[23], porque nuestra percepción del mundo basada en el cuerpo nunca es una actividad singular aislada, sino que siempre es una cuestión de percepción comunitaria. Solo podemos percibir el mundo a través de la sensibilidad de los demás[24].

La disociación psicosomática nos desafía a invertir la dirección enfática habitual implícita en nuestra teoría clínica, por la cual nos esforzamos siempre en dar representación a lo que ha permanecido no representado, en llevar lo inarticulado al ámbito de las palabras. El dilema que plantean las estructuras disociativas es que las palabras están separadas del significado inconsciente: el campo representacional de las palabras permanece divorciado de la presentación del sentimiento y el deseo encarnados. En este sentido, para que las palabras sean útiles, tienen que volver a ser cosas (Goldberg, 2012). La tarea clínica, entonces, no es tanto traer las profundidades psíquicas a la superficie, sino devolver la superficie a las profundidades (Scarfone, 2015) -para devolver el discurso del analista a su función protosimbólica de unir cuerpo y mente, sentimiento y pensamiento (Anzieu, 1995; Roussillon, 2011).

Esto significa que el analista debe ampliar el alcance del intercambio preverbal o protoverbal y la conexión en el nivel no representacional. En cierto sentido, el analista debe aprender cómo hablar de nuevo en presencia de cada paciente, no en el sentido semántico del discurso, sino en el sentido performativo. El habla debe ser capaz en primer lugar de hacer algo -transmitir una presencia encarnada- antes de poder cumplir su función de representar cosas, nombrarlas y diferenciarlas, y transmitir significado léxico. Para que la palabra hablada funcione como una transmisión simbólica de significado, primero (y siempre) debe conseguir establecer un vínculo psicosensorial: las palabras deben sentirse en el cuerpo, en forma de un estar juntos en el mundo, para que tengan significado en la mente. Así que tal vez sea más exacto decir que aprendemos a cantar de nuevo con cada paciente, por así decirlo, en el camino de encontrar una forma de hablar simbólicamente.

En el caso de Sally, el desvelamiento de la disociación primaria subyacente implicó que yo dejara de lado mi enfoque interpretativo y me centrara más completamente en el entorno sensorial, el sonido de la voz, el ritmo de la respiración (era difícil decir cómo había espacio para la respiración entre las palabras). Mis propias palabras se convirtieron en un comentario sobre los estados -en términos de interpretación musical, un acompañamiento (véase Grossmark 2012)- y mi modo de hablar en una forma de regulación psicosensorial y afectiva compartida.

Annette

He aquí un ejemplo clínico que ilustra cómo utilizo la dimensión inductiva. Annette no tenía un cuerpo en el que vivir, sino uno que manejaba. Cuando hablaba conmigo, no había ninguna sensación ni sentimiento corporal mientras hablaba. Era una voz desencarnada. Su cuerpo existía solo como una fabricación de su mente: su experiencia real del hambre, el impulso, la motilidad y el erotismo muscular le era ajena, mantenida bajo una vigilancia escrupulosa y un control de gestión (a través de la autoestimulación, un régimen de ejercicio fanático y la ingesta constante de alimentos en cantidades mínimas). Tenía una mentalidad bastante psicológica, viajaba sin esfuerzo a muchos lugares lejanos en su mente, siempre al borde de perderse en el espacio y el tiempo.

Annette no encontraba significado personal en nada de lo que yo decía. Mis palabras no le decían nada, las ignoraba o le servían como estímulo para más pseudonexiones desencarnadas. Éramos bustos parlantes en un mar verbal corriendo hacia delante sin ningún ritmo para romper el ritmo constante de las palabras vacías. Frente a esta situación de habla disociada, busqué nuevas posiciones, un cambio en la postura y en el modo de comprometerme con ella.

Tras invitar a Annette a utilizar la silla en lugar del sofá, noté que me inclinaba hacia delante cuando hablaba, preludiando mis pensamientos con una especie de sonsonete preparatorio y gestos de las manos. Por ejemplo, antes de empezar a hablar, levantaba la mano, creo que como señal de mi presencia y mi deseo de hablar, enmarcando mis comentarios con algo así como "He aquí un pensamiento" o "Veamos qué tal es esta idea". Los gestos con las manos siguieron desempeñando un papel destacado, como si, al igual que un director de orquesta, estuviera marcando un tempo y un ritmo[25]. La constante configuración y ritmización de la experiencia encarnada, el sonido y el movimiento condujeron gradualmente a un cambio notable en Annette. Más asentada en la silla, sus ojos parecían más concentrados, menos distraídos. Empezó a fijarse en las cosas del entorno, a mirarlas, a entrecerrar los ojos ante los insectos que zumbaban a su alrededor y, a continuación, a notar la aparición de un pensamiento o un sentimiento. Ya no mentalizaba de forma automática y compulsiva, sino que parecía más capaz de escucharse a sí misma, de esperar un poco como percibiendo lo que podía estar sintiendo, como contemplando un pensamiento naciente. Este nuevo estado emergente parecía permitir el potencial para un nuevo tipo de autoexperiencia: el delicado comienzo de una relación asociativa con la vida inconsciente y de una integración psicosomática. Aprendí a tener cuidado de no interrumpir estos estados de ensoñación con interpretaciones, sino a permanecer de forma constante en un estado de acompañamiento, que consistía principalmente en gestos faciales o con las manos y algunas palabras sin sentido. Ahora era crucial ser consciente de que se acercaba el final de la hora, ya que Annette -que ya no estaba disociada ni instalada en un estado de animación suspendida, sino más encarnada y, por lo tanto, capaz de experimentar la necesidad y el deseo en tiempo real- era ahora susceptible a los efectos devastadores de las separaciones y transiciones, que amenazaban con interrumpir su incipiente sentido de estar en el mundo. Esta extrema vulnerabilidad a la aniquilación, que podía deshacer fácilmente cualquier movimiento de avance en el tratamiento, requirió más ajustes e innovaciones en el encuadre, incluido un cambio gradual del tempo al final de la hora, con controles de tiempo a seis minutos y dos minutos antes del final de la sesión, y una pausa en la puerta que conducía fuera del despacho, donde Annette y yo nos quedábamos un momento mirando las plantas.

Para mis propósitos aquí, no describiré la evolución posterior de este caso clínico -las formas en que este período de descubrimiento de un campo de experiencia compartida, de un marco psicosensorial vitalizado, dio lugar a la emergencia de una duplicación (ya prefigurada en nuestro permanecer juntos en la puerta en el momento de la despedida), y luego la emergencia más plena de una cualidad como de danza en nuestro intercambio, presagiando un campo simbólico más robusto de juego y conflicto, de la experiencia imaginativa del self y la intersubjetividad, de lo distintivo del deseo, el amor y el odio. De este modo, la sexualidad surgió como algo distinto de lo que podríamos denominar la erótica del encuadre, el tipo particular de eros que infunde el campo de la experiencia psicosensorial compartida y que inspira la participación del analista en este campo.

Sumario

He intentado establecer las bases para un modelo de disociación que 1) la define como un fenómeno diferenciado, ubicuo en la vida cotidiana, intrínseco a la regulación de la relación de la mente con la experiencia encarnada. 2) El modelo identifica el funcionamiento de un mecanismo disociativo psicosomático específico, claramente distinguible de los mecanismos de represión y escisión; un modelo que utiliza técnicas hipnoides que altera estados de conciencia cambiando el foco de atención y el lugar de percepción. En el estado de salud, las alteraciones en la conciencia son transitorias y aumentan el espacio psíquico y la motilidad; en el estado de enfermedad, estos estados alerados se convierten en mundos alterados de los que no se puede escapar. 3) El modelo describe la formación patológica de una estructura disociativa arraigada que refuerza un desapego permanente entre la mente y la “psicología del cuerpo” (psique-soma) y que recae en un yo exoesquelético protector que controla la percepción y la formación de identidad.

Conclusión

El funcionamiento cotidiano de la disociación puede observarse en el modo en que ajustamos constantemente nuestra relación mente-cuerpo para pasar el día, y en los cambios constantes en los estados de conciencia que incluyen la búsqueda de un espacio compartido para ir más allá de nosotros mismos y formar parte del entorno cultural. Pero aunque todos disociamos de forma momentánea y transitoria, no todos nos quedamos encerrados en una estasis disociada, atrapados en mundos alterados de los que no se puede escapar.

Hay un mundo de diferencia entre el espacio de juego que permite la disociación transitoria, por una parte, y el quedar prisioneros en mundo alterado, por otra. El funcionamiento cotidiano de la disociación es como tener un visado de entrada múltiple para visitar otros modos de ser; las alteraciones transitorias en la conciencia nos permiten ir y venir, refrescar las perspectivas desde las que percibimos el mundo. Por desgracia, sin embargo, estas alteraciones normales de la conciencia pueden mutar a mundos alterados compulsivos, que son, en sí mismos, síntomas de la institución de una estructura rígida subyacente que resiste a la variabilidad normal en los estados de encarnación y conciencia. Aquí, la propensión omnipresente a la disociación, inherente a todos nosotros, se ha vuelto demasiado dominante en la regulación de la vida psíquica, excluyendo otros modos esenciales de navegar por las dificultades de la vida psíquica, es decir, excluyendo los procesos enormemente flexibles que utilizan la fantasía y las capacidades representacionales.

Ciertamente, bajo condiciones de trauma sostenido, la tendencia normal a disociar tiende a volverse rígida, resultando en un exilio permanente del self encarnado. Pero a pesar de las diferencias entre las manifestaciones normales y patológicas de la disociación, todos nosotros somos disociadores cotidianos que pueden, bajo ciertas circunstancias expremas, adoptar algunas de las características de una organización de personalidad postraumática, aunque estos efectos pronunciados de la disociación tienden a ser temporales y reversibles donde la incidencia del trauma no tiene lugar de modo sostenido.

Esto me lleva, finalmente, a una especulación sobre la naturaleza y la génesis de ciertos males prominentes actuales. Es sorprendente, al menos en los centros urbanos cosmopolitas donde muchos de nosotros ejercemos, la frecuencia con que nos vemos confrontados por un cuadro clínico de pacientes que no tienen un trasfondo de trauma o deprivación personales graves, pero que, sin embargo, parecen haber adoptado los rasgos de personalidad de una personalidad disociativa organizada. Habitualmente presente en formas normalizadas de patología (por ej., en formas culturamente validadas de hipomanía, hiperactividad, distracción perpetua, autoestimulación y regímenes compulsivos/obsesivos/adhesivos de autorregulación y control sobre el cuepro, incluyendo los trastornos alimentarios y de ejercicio), la presencia generalizada de este tipo de funcionamiento disociativo normalizado “exitoso” plantea una cuestión: ¿cómo es que algo como un trastorno de desapego debería caracterizar la vida mental de tantos individuos con entornos familiares normales y previsibles? ¿Hay algo más allá de la vida del individuo y la familia, algo en el entorno psicosocial, que, debido a su significado de amenaza abrumadora a la condición humana, a su incapacidad para contener el trauma social, ocasione la activación de la tendencia psíquica inherente hacia la disociación psicosomática en el individuo? Y si esta insinuación de una amenaza a la humanidad se sostiene en el tiempo, ¿conduce a la institucionalización estable de la disociación en la personalidad aun en individuos que no han padecido trauma o abuso? ¿Cuáles son los modos en los que la sociedad contemporánea puede presentar la atracción a la vida en un munto alterado como norma cultural para la vida psicológica individual?

 

[1] La disociación, como mecanismo, debería distinguirse de los procesos de represión (con sus compromisos y disfraces mediados por símbolos), de las operaciones de escisión (incluyendo la negación y la proyección de las estructuras y las funciones de la fantasía y de los denominados fenómenos autistas o adhesivos (Ogden, 1989).

[2] Este enfoque del fenómeno de la disociación le debe mucho a las formulaciones originales de Winnicott (1949) respecto a la disociación de la mente respecto al psique-soma como respuesta defensiva a las amenazas contra la continuidad del self

[3] La disociación, que ha escapado a la atención teórica sistemática durante la mayor parte de la historia del psicoanálisis, emergió finalmente como un tema de foco conceptual y clínico serio en el trabajo de los analistas relacionales (por ejemplo, Bromberg, 1998; Stern, 1997), quienes concibieron un modelo de la disociación de los estados del self que desarrollaron principalmente en el contexto del tratamiento del trauma relacional. Mi propia exploración de la hipótesis de un mecanismo general de disociación cuerpo-mente (Goldberg, 1995, 2004, 2012) me coloca en un curso alternativo de investigación, resaltando una dimensión diferente de la disociación (la dimensión cuerpo-mente) y conduciendo, por lo tanto, al desarrollo de un modelo que difiere del modelo de estados del self de los teóricos relacionales, pero que no es incompatible con él, aunque aquí no se puede emprender un examen exhaustivo de cómo se cruzan los dos modelos. Entre los escritores analíticos actuales, el problema de la disociación mente-cuerpo ha sido explorado más extensamente por Lombardi (2008, 2018), cuyo pensamiento está influenciado por Bion, Matte Blanco y Ferrari (en contraste con mi propia manera de pensar sobre el tema, más influenciada por Winnicott).

[4] El fracaso en reconocer la fuente disociativa subyacente de la ansiedad psicótica puede resultar en un foco clínico erróneo en las estructuras de fantasía que, en estos casos, son llamadas de forma secundaria para reconstituir el self (Freud, 1915b) o rescatarlo de la experiencia disociativa de despersonalización y muerte psíquica.

[5] En línea con el foco teórico de este artículo, presento aquí el material clínico para el propósito delimitado de ilustrar conceptos (la estructura de la disociación cuerpo-mente, el papel de los mecanismos hipnoides, y los estados alterados. Por esta razón, no ofrezco una explicación detallada del proceso clínico ni abordo aspectos del trabajo clínico con este paciente (como el despliegue de los temas transferenciales y contratransferenciales) que serían relevantes para una discusión más completa del caso. Menciono solo de paso cuestiones sobre cómo abordar clínicamente este tipo de caso, aunque tomo en cierto grado cuestiones clínicas hacia el final de este artículo

[6] La activación excesiva de los procesos disociativos debe dar lugar por acumulación a una huella concreta en la psique y a cambios en el cerebro. Existe un amplio cuerpo de conocimiento concerniente al impacto neurológico y psicológico impacto del trauma que da lugar a los estados disociativos patológicos (ver, p. ej. van der Kolk 2014; Schore 2009; Bromberg 2010; Purcell 2019). En comparación, los usos de la disociación en la práctica clínica cotidiana y su prevalencia en casos donde hay escaso historial de trauma, son menos reconocidos y apreciados.

[7] A este respecto, la regulación disociativa del vínculo mente-cuerpo es integral para la función de la barrera de contacto que regula el límite entre self y el mundo.

[8] Al intentar describir el mecanismo y la acción subyacentes a la disociación psicosomática, dejaré aparte la tarea de examinar la etiología de las enfermedades disociativas, sean del tipo “exitoso” o del tipo postraumático. Si bien el trauma personal significativo (incluyendo el abuso físico y psíquico real) conduce inevitablemente al desarrollo de estructuras de personalidad disociativas postraumáticas, los factores implicados en el desarrollo de las organizaciones disociativas “exitosas” más normalizadas son más variados: surgen menos a partir del trauma explícito y más a partir de dificultades evolutivas, que tienen los efectos de elevar los niveles de sensibilidad al impacto. Esta sensibilidad aumentada -que puede hacer que parezca que el mundo entero es potencial traumatogénico- puede reflejar ciertas vulnerabilidades constitucionales, pero también puede reflejar fallos en la contención en la familia, la comunidad y la sociedad.

[ix9 En este artículo no abordaré la relación de los fenómenos disociativos con los fenómenos adhesivos o próximos al autismo (Ogden, 1989, aunque merecería la pena hacerlo, puesto que el sensorium es crucial tanto para los procesos defensivos como para emplear procesos no representacionales.

[10] La disolución de los vínculos denota un desvanecimiento de la conexión de la mente con la psique-soma. Esto difiere de los “ataques al vínculo” de Bion, una frase que describe los efectos inconscientemente motivados de un tipo determinado de estructura patológica que no tolera la frustración y busca expulsar de la experiencia psíquica los elementos dolorosos. Los ataques al vínculo pueden surgir como superestructura secundaria, construida en respuesta a la disolución disociativa de los vínculos.

[11] Se ha hallado que los tipos de trauma más dañinos o debilitantes activan diferentes tipos de respuestas cerebrarles (Purcell, 2019), lo que indicaría que distintos tipos de impacto traumático dan lugar a un cuadro neurológico que no es solo cuantitativo, sino también cualitativo.

[12] En los casos en que el trauma ha desempeñado un rol más empático, la negación del self encarnado puede adoptar diversas formas autodestructivas, lo que Gurevich (2015) ha descrito ampliamente en términos de identificación con el agresor, y la importancia de la búsqueda, por parte del analista, de una posición de cura en la lucha por revivir las partes disociadas traumatizadas del self.

[13] De forma similar, la existencia de una escisión disociativa esencial en el self será reconstruida, reformada y vestida en términos de sistemas de creencias basados en la fantasía, y así, presenta el cuadro clínico -insisto, un cuadro secundario- de una organización patológica, cuya estructura ha sido descrita con gran detalle por los teóricos kleinianos (Meltzer, Rosenfeld, Steiner, Joseph).

[14] No me refiero aquí a la lucha con las limitaciones impuestas por el tabú del incesto o la presencia de la ley simbólica, una lucha que el psicoanálisis ha entendido tan profundamente como constitutiva de la identidad y la subjetividad de cada persona; me refiero más bien a las limitaciones de vivir en el cuerpo real, en lugar de en el cuerpo simbólico (ver Lombardi, 2008).

[15] Cuando nos encontramos diciendo cosas como “no sé dónde estaba ahora mismo” u “hoy no soy yo”, o “estaba ido”, podemos estar simplemente retratando metafóricamente nuestra autoexperiencia. Pero estas figuras de habla pueden captar y expresar algo no semántico: una metaconciencia continuada de estados de percepción en constante cambio, y de las alteraciones en la conciencia que marcan la existencia psíquica cotidiana normal.

[16] En el pasado, las formas ritualizadas de escape a los límites de la mente/cuerpo han tenido lugar habitualmente cuando se han reunido en contextos ceremoniales comunales. Sin embargo, estas actividades parecen tener lugar cada vez más en un aislamiento físico y emocional, al menos en el mundo “desarrollado”. Explorar las implicaciones que esto tiene, excedería el alcance de esta discusión, pero es un tema de potencial importancia para nuestra compresión de la enfermedad y la cura. De hecho, es posible que los rituales colectivos encarnados den lugar a una especie de sueño comunal, y que esto sea un prerrequisito para la eficacia del soñar individual. Otro modo de expresar esto es que tenemos que aprender con los otros cómo soñar. Hoy es posible que soñar haya perdido algo de su utilidad para unir la mente con la psique-soma, y que, en cambio, debamos buscar otros modos de percibir qué y quiénes somos.

[17] La susceptibilidad constitucional del individuo a estados de tipo trance -su capacidad de hipnosis- será, obviamente, un factor de lo fácilmente que pueda verse atrapado en un mundo alterado. Y el poder hipnótico del mundo alterado puede desempeñar un papel importante el proceso de la adicción.

[18] Todos conocemos pacientes que parecen hacer conexiones y pueden simular una especie de proceso asociativo, pero que en realidad están haciendo algo parecido a una ensoñación en las sesiones, recordando al funcionamiento de una mente desapegada. Podemos comenzar a ver, en estos casos, cómo en realidad están describiendo un mundo alterado.

[19] En algunos sentidos, la cualidad de pensamiento típica de la disociación sistemática recuerda a la descripción que Cartwright hace de la beta-mentalidad (2010)

[20] Uno de estos pacientes, un hombre cuya vitalidad dependía de ser adecuadamente orientado en el espacio y el tiempo, se sintió totalmente perdido y desorientado dando un paseo por un barrio que conocía. Solo en el contexto de acudir a sesiones psicoanalíticas regulares salió a la luz esta desorientación radical, cuando este hombre extremadamente responsable comenzó a olvidarse completamente de las citas para sus sesiones.

[21] Por desrepresión me refiero a la activación coercitiva (y la descarga neosexual) de los sentimientos y deseos al servicio de la autorregulación disociada. (Es sabido que Herbert Marcuse [1964] designó la condición psicosocial del capitalismo avanzado como marcada por la “desublimación represiva”, la descarga de la libido al servicio del control represivo del sujeto moderno). Las “elecciones vitales” disponibles para muchas personas económicamente aventajadas guardan hoy en día una llamativa semejanza con el cuadro clínico de estados disociativos normalizadas de autorregulación aumentada. Es como si el mecanismo de la disociación y colonización del cuerpo hubiera sido sancionado ideológicamente e implementado tecnológica y socialmente (lo que significa que estas no son “elecciones” en absoluto, sino adaptaciones psicosociales al trauma social). A este respecto, si bien la escisión y la paranoia caracterizan las percepciones intergrupales en un mundo globalizado, los estados organizados de disociación son, tal vez, el modo privado que el individuo tiene de adaptarse a las contingencias de la era actual.

[22] En esta línea, Lombardi (2008) propone que lo vertical (mente-cuerpo) tiene una importancia clínica primaria en estos casos, y solo una vez que este vínculo se haya revivido debería procederse con el análisis de los aspectos horizontales (relacionales). “Esto legitimaría un enfoque clínico más centrado en ayudar al analizando a relacionarse con sus sensaciones físicas y enfatizaría la necesidad de un reconocimiento perceptual del cuerpo, dejando el reconocimiento del otro relacional para una fase posterior del proceso analítico” (p. 105).

[23] Puede considerarse que el marco analítico proporciona una matriz temporal y espacial -un tempo, ritmo, y textura de experiencia- que conforma una experiencia compartida de percepción comunitaria, como una piel compartida (Goldber, 2018).

[24] La percepción al nivel del self encarnado es, sobre todo, un modo de percepción presubjetivo, indiferenciado en relación con el self y el otro. La cúspide corporal de la percepción supone un encuentro inmediato con el mundo de los objetos (ver Merleau-Ponty, 1945), algo que Bleger (1976) describe en términos de la función sincrética de la vida mental. 

[25] Puede ser útil comparar esta actividad de “enmarcar” o buscar y crear un patrón sensorial compartido con una especie de hipnotización mutua, entrando en un estado alterado compartido. A este respecto, ver Borch-Jacobson (1989) sobre la persistencia de la hipnosis en el método psicoanalítico, y los fundamentos de la transferencia

 

Referencias

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