aperturas psicoanalíticas

aperturas psicoanalíticas

revista internacional de psicoanálisis

Número 074 2023

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¿Qué puede decir la ontología orientada a los objetos sobre la decadencia del psicoanálisis?

What could say Object Oriented Ontology about the decay of psychoanalysis?

Autor: Antolínez Uribe, David

Para citar este artículo

Antolínez Uribe, D. (2023). ¿Qué puede decir la ontología orientada a los objetos sobre la decadencia del psicoanálisis? Aperturas Psicoanalíticas (74), artículo e1. http://aperturas.org/articulo.php?articulo=0001230

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http://aperturas.org/articulo.php?articulo=0001230


Resumen

Este ensayo busca hacer un dictamen sobre el estado actual del psicoanálisis; el cual aún vive, pero moribundo. A diferencia de las usuales críticas que señalan la falta de metodología científica o la insuficiente utilidad clínica, se adelanta un análisis desde la ontología orientada a los objetos para indicar que las causas de la decadencia del psicoanálisis yacen en el interior de la disciplina misma. A saber, el excesivo vínculo entre el psicoanálisis británico y el desarrollo infantil ha derivado en un rígido criterio de analizabiliad que reduce cualquier expansión constructiva del psicoanálisis contemporáneo. Se examinan diversos casos de la cultura popular y de la historia interna del psicoanálisis para defender este argumento, tratando de mantener una visión panorámica por encima de una discusión técnica. Al final se plantean posibles preguntas y alternativas sobre el futuro de la disciplina. 

Abstract

This essay seeks to make an assessment on the current state of psychoanalysis; which still lives, but moribund. Unlike the usual criticisms that point out the lack of scientific methodology or insufficient clinical utility, an analysis from object-oriented ontology is advanced to indicate that the causes of the decline of psychoanalysis lie within the discipline itself. Namely, the excessive link between British psychoanalysis and child development has led to a rigid criteria of analyzability which reduces any constructive expansion of contemporary psychoanalysis. Various cases from popular culture and the internal history of psychoanalysis are examined to defend this argument, trying to maintain a panoramic vision above a technical discussion. At the end, possible questions and alternatives are raised about the future of the discipline.


Palabras clave

decadencia, ontología orientada a los objetos, psicoanálisis contemporáneo, teoría actor-red.

Keywords

contemporary psychoanalysis, decadence, actor-network theory, object-oriented ontology.



Defeat, my Defeat, my shining sword and shield,
In your eyes I have read
That to be enthroned is to be enslaved,
And to be understood is to be leveled down,
And to be grasped is but to reach one’s fullness
And like a ripe fruit to fall and be consumed.

–Kahlil Gibran, Defeat

 

 

Defeat, my Defeat, my shining sword and shield,
In your eyes I have read
That to be enthroned is to be enslaved,
And to be understood is to be leveled down,
And to be grasped is but to reach one’s fullness
And like a ripe fruit to fall and be consumed.

–Kahlil Gibran, Defeat

 

Introducción – ¿Qué significa la muerte de una teoría?

¿Qué tienen en común la bilis negra, la piedra de la locura, el flogisto, el éter lumínico o la generación espontánea? Son objetos usados por los científicos de antaño para explicar fenómenos como la melancolía, la esquizofrenia, la combustión, la propagación de la luz y el origen de la vida. Estos no solo eran útiles para construir hipótesis, también se consideraban entidades reales. Sin embargo, actualmente nadie cree en la existencia del éter o del flogisto, puesto que ellos no han sido comprobados experimentalmente y nuevas teorías han ofrecido mejores explicaciones sobre la transmisión de la luz o la combustión. No siempre es claro qué quiere decir “una mejor explicación”, pero usualmente se apela a criterios como la consistencia conceptual y la capacidad predictiva (Hacking, 1983). En todo caso, los historiadores de la ciencia suelen agrupar estos objetos en la categoría “teorías obsoletas”. Dependiendo de qué tan condescendiente o estricto sea el historiador, se podría decir que estas pertenecen a las disciplinas pre-científicas que prepararon el camino para la revolución científica o simplemente que son signos de las supersticiones irracionales del pasado.

Este ensayo no versará sobre alquimia, astrología ni la revolución científica. Por lo pronto basta extraer esta lección: las teorías científicas tienen ciclos de nacimiento y defunción. Cuando una teoría deviene obsoleta, sus afirmaciones adquieren un tono esotérico, sus objetos se tornan dudosos, su estilo de pensamiento deja de parecer lógico y sus métodos se vuelven reliquias (Haking, 1992). Así como los humanos somos mortales, también lo son nuestros saberes. Evoco un pasaje de Hamlet: ¿Cuál es el que construye edificios más fuertes de los que hacen albañiles y carpinteros? El sepulturero, pues la habitación que construye dura hasta el Día del Juicio.

La muerte de la ciencia puede interpretarse desde muchas aristas; y me temo que la historia de la ciencia, al menos en su versión convencional, no es la más indicada. La historia de la ciencia nunca pretendió ser una rama sub-especializada de la historia, sino que nació como una élite de académicos y eruditos que anhelaban copilar un único cuerpo de saberes desde los orígenes de la humanidad hasta la era contemporánea. Esta mentalidad enciclopedista fue especialmente fértil en Francia, patria de los primeros grandes historiadores de la ciencia como Henri Poincaré, Pierre Duhem, Gaston Bachelard y Georges Canguilhem. También hubo algunos autores anglosajones, germanos, polacos o rusos, como Alistair Crombie, John Desmond, Jacob Bronowski o Alexandre Koyré. Ellos seguramente estarían de acuerdo con la categoría de “teorías obsoletas”, pues pese a sus diferencias, todos coincidían en que el conocimiento progresa hacia teorías más exactas sobre el mundo natural.

A la par de estos historiadores estaban los epistemólogos: Rudolf Carnap, Otto Neurath, Hans Reichenbach, Ernest Nagel y Karl Popper. Ellos debatían sobre cuáles eran los criterios idóneos para construir un único método científico que ayudase a distinguir el conocimiento racional de la plétora de ideologías, costumbres y creencias que aún existían a inicios del siglo XX. Su mayor anhelo era preservar una ciencia puramente racional libre de las contaminaciones de factores sociales o ilógicos. Su mayor preocupación no era diferenciar entre ciencias vivas y difuntas, sino crear una separación entre ciencia y pseudociencia. En esta última categoría se incluía el galvanismo, la frenología, la eugenesia, el lamarckismo, el terraplanismo, la homeopatía y el psicoanálisis. Para los epistemólogos, si se lograba comprobar la falsedad o inadecuación metodológica de una teoría, esta debía ser eliminada o corregida. De lo contrario, no se podría proteger al resto de los saberes de los charlatanes que se presentaban a sí mismos como científicos. Nótese una diferencia: mientras los historiadores registraban la muerte de las teorías científicas, quizá para salvarlas del olvido, los epistemólogos precipitaban la muerte de las teorías pseudocientíficas para eliminar los obstáculos que impiden que la verdadera ciencia siga progresando (Hacking, 1981). En el siglo XX los epistemólogos eran verdugos de las ciencias, mientras que los historiadores se limitaban a expedir el acta de defunción.

Este panorama finalizó con Thomas Kuhn (1962), quien consideraba que no existía un único método aplicable a todas las ciencias, sino que en el seno mismo de cada disciplina se configuraban distintos paradigmas. Estos paradigmas competían entre sí para generar teorías de mayor poder explicativo y así convocar más científicos para adherirse a su programa de investigación. El quid del asunto es que cada paradigma diseña sus propios estilos de razonamiento, procedimientos técnicos y glosarios conceptuales, los cuales tienen validez interna para quienes habitan cada paradigma. La “inconmensurabilidad entre paradigmas” se refiere, entonces, a aceptar la coexistencia de diversos métodos para generar saberes válidos; por ende, era fútil seguir trazando una línea divisoria entre ciencia y pseudociencia. Además, como consecuencia de esto, se relativizó la forma en que interpretamos el paso del tiempo, pues tampoco era certero que el presente fuese más racional que el pasado. No existe una única historia progresiva de la ciencia, sino múltiples líneas temporales en donde avances y retrocesos danzan intermitentemente.

Esto dio paso a una perspectiva sociológica, en donde se exploraban los modos en que las teorías científicas proliferaban (o no) según el espíritu de la época. Curiosamente, Kuhn no se veía a sí mismo como sociólogo de la ciencia al estilo de Robert Merton o Karl Mannheim, pues tales autores aún creían que el contexto social no debía penetrar al “núcleo duro” de la ciencia. Sin embargo, tras la conmoción que causó Kuhn, los sociólogos de la ciencia recalcaron que la ciencia no es ajena a las dinámicas sociales, sino que se constituye gracias a ellas. En las décadas de los 70s surgieron dos tendencias sociológicas para repensar estos asuntos. A nivel macro estaban los autores asociados a la Escuela de Edimburgo, como por ejemplo Steve Shapin (1975), quien exploró el clima político que favoreció la popularización de la frenología entre los aristócratas de Escocia del siglo XIX. A nivel micro, más propio de la Escuela de Bath, había investigadores como Harry Collins (1985), quien exploró las dinámicas internas a las comunidades de astrofísicos para resaltar el papel del aprendizaje de conceptos, la adquisición de instrumentos y el conocimiento tácito. En pocas palabras, los sociólogos de la ciencia demostraron que la cultura envuelve y atraviesa a la ciencia, no para restarle objetividad, sino para darle un sustento básico de realidad.

Aquí el interés ya no es la vigencia o veracidad de una teoría científica, sino el nivel de afinidad que una disciplina puede tener con un contexto específico. En vez de preguntarse por las ciencias obsoletas o las pseudociencias, los sociólogos están interesados en explorar los vínculos que existen, por ejemplo, entre los grandes complejos burocráticos, las industrias privadas, la invención de sistemas metrológicos, etc. Claro, estos estudios varían según la actitud de los autores. Algunos, de corte neutro, se contentarán con decir que las sociedades cambian y con ellas el modo en que se producen los saberes científicos. Otros, quizá más polémicos, no dejarán de renegar de las disciplinas científicas inspiradas por vicios culturales como el racismo, el sexismo, el mercantilismo, etc. Para nuestros fines, lo crucial es resaltar cómo la sociología de la ciencia interpreta de modo diferente la muerte de las teorías científicas.

Algunos sociólogos sostienen que hemos entrado en una era post-científica tout court, pues gracias a la sobredosis de las tecnologías de la información, el público general ya ha dejado de creer en la autoridad de los expertos científicos (Lynch, 2020). Hay negacionistas del calentamiento global, asociaciones terraplanistas y un sinfín de teorías conspirativas. Otros autores celebran que las ciencias ya no tengan el aire elitista de antaño, pues ahora se pueden trazar mejores puentes entre medicina alopática y homeopática o entre agroindustria y saberes ancestrales sobre el cultivo de la tierra (Martínez, 2016). Más allá del riesgo de cinismo o candidez, se puede ver cómo algunas ciencias que se creían difuntas han resurgido. Otra vez me remito a Hamlet: Ya seas alma dichosa o condenada visión, dime ¿por qué tus venerables huesos, ya sepultados, han roto su vestidura fúnebre? ¿Por qué el sepulcro donde te dimos urna pacífica te ha echado de sí?

 ¿Ha muerto el psicoanálisis?

Si alguien comprendió el horror que causan los espectros fue Freud, quien erigió toda una ciencia en torno al “retorno de lo reprimido”. Pero aquí viene la pregunta que nos ha agobiado casi un siglo: ¿es el psicoanálisis una verdadera ciencia? Karl Popper, Adolf Grünbaum y Mario Bunge dirían indignados que esa pregunta ya se respondió muchas veces de forma negativa. Otras personas más caritativas dirían que el psicoanálisis fue científico en su momento, puesto que la psiquiatría y las neurociencias estaban precoces y que, para bien o para mal, fue un importante antecedente histórico. Pero quizá una cuestión más sutil sea por qué el “estatus epistemológico” del psicoanálisis sigue en disputa. Una razón clara es que los psicoanalistas no siempre han aceptado las críticas de los epistemólogos. Esto no es sorpresivo, ¿pues qué motivos tendrían los psicoanalistas para decir que son un fraude o una reliquia? Lo curioso es el arsenal de contra-argumentos que despliegan para defender la “cientificidad” del psicoanálisis: Spinoza y el materialismo, Dilthey y las ciencias del espíritu, Ricœur y la hermenéutica, Lacan y el estructuralismo o una epistemología sui generis (Assoun, 1982). Esto es irónico, pues el mismo Freud nunca se cansó de señalar que el psicoanálisis, al relevar las facetas monstruosas de la humanidad, no podía esperar recibir aceptación alguna por parte de la cultura. ¿Por qué deberíamos tratar de legitimar con tanto ahínco lo que otros siempre juzgarán inadmisible?

Volvamos a la sociología de la ciencia y enfoquémonos en una vertiente conocida como la teoría actor-red (ANT, por su acrónimo en inglés). Una de sus tesis principales es que ninguna ciencia puede existir por fuera de las redes de materiales, prácticas y signos que la permitieron conformarse y mantenerse vigentes (Latour, 1991). ¿Cuáles serían los materiales del psicoanálisis? Divanes, sillones, relojes, notas de apuntes y los libros de Freud. ¿Las prácticas? La asociación libre, la interpretación de los sueños, la perlaboración, el análisis personal del terapeuta y la supervisión docente. ¿Y los signos? El Ello, el complejo de Edipo, los actos fallidos y los síntomas neuróticos. Siguiendo las ideas de la ANT, se puede aseverar que el psicoanálisis seguirá vivo mientras haya estudiantes y profesores en los institutos de la International Psychoanalytical Association (IPA), lean la literatura especializada, paguen los arriendos de sus consultorios, reciban pacientes que se acuesten en el diván, quienes a su vez emplean en sus conversaciones cotidiana la jerga (“inconsciente”, “lapsus”, etc.), lo cual a su vez retroalimenta la ubicuidad del pensamiento freudiano en occidente. ¿Quiere decir esto que el psicoanálisis puede vanagloriarse de ser científico solo por el hecho de seguir siendo una disciplina viva? No, la ANT no defiende el purismo científico ni ataca a las pseudociencias; más bien señala que las alianzas sociales que sustentan al psicoanálisis deben ser reforzadas constantemente, pues esta disciplina puede morir si la sociedad cambia y los futuros psicoanalistas no logran adaptarse. Personalmente, no veo esta respuesta como fuente de consuelo, pues si ya era difícil ceñirse al método científico soñado por los epistemólogos, es aún más laborioso complacer los caprichos de las sociedades cada vez más riesgosas (Beck, 1992).

Dos puntualizaciones sobre la ANT. Primero, esta defiende un fuerte pragmatismo, pero no una visión reduccionista o parsimoniosa da la ciencia. Algunos médicos y psiquiatras contemporáneos tratan de aplicar un criterio práctico para juzgar la utilidad de una teoría según sus resultados clínicos (Rodríguez, 2018). Así, reformulan la pregunta epistémica del psicoanálisis al cuestionar si este sirve para curar efectivamente las enfermedades mentales. Tales médicos serían prácticos, en el sentido etimológico de praxis que es la capacidad de realizar movimientos hábiles para satisfacer un fin. La ANT, si bien no omite estas consideraciones, realmente está más interesada por la dimensión pragmática, en el sentido etimológico de pragmata que son los diversos asuntos urgentes que requieren la negociación de dos o más partes (Latour & Weibel, 2005). Un psiquiatra puede preguntarse si emplear el psicoanálisis sirve para tratar pacientes, mientras que un sociólogo de la ANT se interesaría más bien por cómo las comunidades médicas logran formar un consenso sobre la efectividad clínica de cualquier tipo de terapia. ¿Qué discusiones, académicas o diplomáticas, permiten llegar a un acuerdo? ¿Cómo se priorizan y barajan los diversos criterios al momento de trabajar con pacientes? ¿Qué otros programas de investigación pueden reemplazar a un modelo de tratamiento que ya no se considera útil? Y así sucesivamente…

Segundo, la ANT no siempre es compatible con el resto de la sociología de la ciencia (Latour, 2005). Por un lado, la ANT es más bien un método y no una serie de enunciados teóricos sobre la realidad social. Por el otro, la ANT afirma que los factores sociales no son recursos que explican el funcionamiento de la ciencia, sino más bien el resultado de múltiples actividades (científicas o no) que son la materia prima que construye el tejido social. La ANT se adhiere a la infame frase de Margaret Thatcher “no existe la sociedad, solo el individuo”, para mostrar que aquello que se conoce como “lo social” no es el punto de partida de donde se desprenden las actividades humanas, sino el punto de llegada al que arribamos tras muchos esfuerzos. En este sentido, se podría subvertir el comentario de Lacan sobre cómo el psicoanálisis no habría existido sin la era victoriana, para levantar la pregunta de qué tipo de sociedades post-freudianas son las que forjó el psicoanálisis al desplegar esa extensa red de materiales, prácticas y signos ya mencionados. Freud mismo había tratado de usar sus ideas para explicar la sociedad, intento que fue ora aplaudido, ora rechazado. La ANT sugeriría que el psicoanálisis no es una matriz interpretativa de una cultura pre-establecida, sino un motor de cambio que genera nuevas sociedades teñidas por el pensamiento freudiano.

En suma, la ANT no examina si el psicoanálisis cumple criterios epistemológicos, si tiene utilidad clínica o si recibió la influencia de un contexto cultural específico. Su pregunta crucial es: ¿qué produce el psicoanálisis al ensamblar aquella heterogénea red de recursos? ¿qué es eso tan especial que sigue seduciendo y enfureciendo a la cultura? ¿qué ofrece la teoría de Freud que no hemos hallado en otras partes? El psicoanálisis ofrece un modo de existencia particular que ha echado raíces profundas en las sociedades occidentales del siglo XX. Este modo de existencia involucra las pretensiones científicas, los intentos curativos y un diálogo con las artes y la cultura, pero también va más allá. Aquí me permito citar a Geoffrey Nunberg (1983, p.), quien proclamaba: “es improbable que el psicoanálisis sea repelido; la gente no va a regresar a leer novelas para entenderse a sí mismos y sus vidas”. Siguiendo esta intuición podríamos aseverar que el psicoanálisis ha producido una ciencia de la introspección mucho más penetrante que el aforismo del Oráculo de Delfos (“conócete a ti mismo”), los ejercicios espirituales diseñados por San Ignacio de Loyola o las conmovedoras novelas de Flaubert o Tolstoi. Desde luego, se nos antoja que la introspección ha existido desde tiempos inmemoriales, pero este ejercicio no es tan evidente como parece. Pues la idea de un “yo” (self, cogito, mente, etc.) que se examina a sí mismo empezó a tejerse en el renacimiento y solo con la psicología decimonónica y el psicoanálisis llegó a un punto de mayor sofisticación (Crary, 1988).

En sus dos artículos de enciclopedia, Freud (1923) definió al psicoanálisis como un procedimiento que sirve para indagar procesos anímicos difícilmente accesibles por otras vía; es decir, un método de análisis de los procesos inconscientes. De ahí se desprende el tratamiento clínico de la neurosis y una serie de fundamentos teóricos que se sustentan el desarrollo de esta nueva disciplina. La introspección es la clave para dicha indagación. Desde luego, no es la mera acción en solitario, sino guiada por un psicoanalista capaz de direccionar la atención sobre los desplazamientos, condensaciones, asociaciones, lapsus, y otros fenómenos que permiten rastrear la trayectoria de los deseos inconscientes. Esta imagen del psicoanálisis dista mucho de otras definiciones, como las de Kandel (1998) o Bleger (1977) que ven esta disciplina como interesada en la mente o la conducta. Sin duda que lo inconsciente está relacionado con esas dimensiones, pero la singularidad del psicoanálisis es la construcción, interpretación y disolución de la transferencia. Isabelle Stengers (1997), filósofa belga inspirada en la ANT, sostiene que el encuadre terapéutico trabaja de forma análoga al laboratorio de las ciencias experimentales, donde se sintetizan y analizan distintos compuestos para manipularlos y recombinarlos de forma minuciosa. Cuando un paciente despliega su transferencia sobre el terapeuta y este logra interpretarlo de forma adecuada, el sujeto está experimentando un nivel de introspección notoriamente más penetrante a la mera reflexión individual que se puede presentar en otros contextos ajenos al psicoanálisis. Cuando este ejercicio se da repetidamente a lo largo del curso de un tratamiento, se puede afirmar que el mismo sujeto ha aprendido a auto-examinarse de una forma mucho más completa, pues se incluye hasta cierto punto la habilidad de elucidar aquellos procesos anímicos difícilmente accesibles por otras vías. Así pues, podemos insistir en que psicoanálisis es la versión más refinada hasta ahora de una ciencia introspectiva. Y mientras no haya una mejor alternativa para suplir esta necesidad, suponiendo además que las sociedades futuras sigan valorando la introspección, el psicoanálisis seguirá vivo. 

Vivo, sí… ¿pero quizá decadente?

Ya se estableció que el psicoanálisis sigue vigente, pero quizá convenga preguntarse por su estado actual. Esta es una controversia activa en el seno mismo del psicoanálisis. Pero nótese que me he abstenido hasta ahora de recurrir a los recuentos, tanto positivos como negativos, que dan los psicoanalistas sobre sí mismos. He optado más bien por desplazarme por los terrenos de la historia, filosofía y sociología de la ciencia para dar un retrato externo (en tercera persona) del psicoanálisis. Como se venía diciendo, la ANT no es propiamente sociología, sino más bien una suerte de antropología: una exploración de los rituales, cosmologías, símbolos, costumbres, linajes y modos de existencia de una comunidad determinada. Bajo esta perspectiva se puede aplicar la consigna de Margaret Mead: “lo que la gente dice, lo que la gente hace y lo que dice que hace son tres cosas distintas” (citada por Miles, Blocher y Corporon, 2000, p.13). Por eso he evitado citar a los psicoanalistas contemporáneos que esgrimen buenos argumentos en estas discusiones, pues hacerlo dañaría el propósito de crear un retrato externo. Ahora bien, para examinar el estado actual del psicoanálisis ya no podemos seguir usando la ANT; nuevamente debemos cambiar de marco de referencia y ahora ampararnos bajo la ontología orientada a los objetos (OOO por su acrónimo).

La OOO es una reciente propuesta filosófica que complementa ciertas limitaciones de la ANT empleando la fenomenología de Heidegger. Ha tenido éxito interdisciplinario entre críticos literarios, teóricos de la arquitectura, defensores de la ecología y algunos arqueólogos. Esto es algo insólito, considerando que la OOO es una filosofía centrada en abstractos problemas metafísicos como la sustancia de una entidad, la posibilidad de contacto entre dos objetos, la distribución del tiempo y el espacio, etc. Sin embargo, la OOO busca ampliar el espectro de análisis al incluir numerosos factores y fenómenos que usualmente están omitidos por la filosofía y sociología de la ciencia tradicional. Por ejemplo, tanto la epistemología como la ANT se enfocan demasiado en las teorías y las técnicas que desempeñan los científicos, descuidando las secuelas que estos generan en actores no-científicos. En el apartado previo discutimos cómo el psicoanalista hace uso de su pericia para guiar la asociación libre, interpretar sueños y curar los síntomas neuróticos. Ahora, gracias a la fenomenología de la OOO, exploraremos cómo los pacientes u otros personajes no-psicoanalíticos experimentan dichos procesos. En otras palabras, será ilustrativo complementar lo explicado hasta ahora con el reporte de cómo se vive el psicoanálisis desde otro lado. Nótese, además, que esto no comprometería nuestro propósito del retrato externo.

El libro Immaterialism de Graham Harman (2016), padre de la OOO, es el intento más explícito por superar dos desventajas de la ANT: 1) una definición excesivamente amplia de relación que le impide distinguir las alianzas determinantes de los vínculos triviales; y 2) una perspectiva poco específica que no permite diferenciar entre las etapas en la trayectoria vital de un objeto. En otras palabras, si la ANT insistía en trazar hasta el más pequeño vínculo del psicoanalista con su diván, reloj, sillas, etc., la OOO tratará de enfocarse más bien en las alianzas claves que dotan al psicoanálisis de su fuerza. Además, se distinguirá entre las diversas etapas (nacimiento, crecimiento, maduración y decadencia) que en todo caso sigue siendo el trayecto vital de cualquier disciplina científica – y el psicoanálisis no es excepción alguna. No es necesario para nuestros propósitos ahondar en el trasfondo filosófico de la OOO, señalar las diferencias entre el inmaterialismo con otras teorías sociales, ni reconstruir la historia entera del psicoanálisis desde esta sugerente perspectiva. Más bien nos valdremos en algunas ideas claves del enfoque el inmaterialista[1] para el estado actual del psicoanálisis desde la perspectiva de aquellos otros que reciben sus efectos.

Quizá la idea más paradójica del inmaterialismo es que las alianzas clave, denominadas simbiosis, que dotan de fuerza a un objeto también son las responsables de que este eventualmente pierda la posibilidad de renovarse. Para la ANT, el psicoanálisis debe encargarse de mantener sus redes operativas (divanes, sueños, pacientes, libros de Freud, etc.) para mantenerse vigente. Esta es la razón por la cual el psicoanálisis ha sobrevivido a los ataques de epistemólogos, historiadores, sociólogos y psiquiatras de paradigmas competidores. El inmaterialismo, por su parte, indica que las alianzas más fuertes son precisamente las que sofocan al psicoanálisis, restándole la flexibilidad para adaptarse a los cambios sociales y expandirse a nuevos territorios. En última instancia, los enemigos del psicoanálisis no son Popper, la industria farmacéutica, ni las terapias new age, sino la lealtad desmedida que tienen los psicoanalistas a los baluartes del inconsciente, la interpretación onírica, la psicosexualidad infantil y los efectos represores de la cultura. Desde una perspectiva inmaterialista, el problema no es resistir el ataque de los críticos, sino encontrar nuevas simbiosis que le permitan al psicoanálisis renovarse sin perder sus características distintivas; en este caso, ser la mejor ciencia de la introspección. Así pues, la misión sería mantener una constante evolución sin traicionarse a sí mismo.

El inmaterialismo invita a distinguir cuatro etapas en la biografía de cualquier objeto: nacimiento, madurez, decadencia y muerte. Estas etapas delimitadas protegen al objeto de no perderse en una cascada de transformaciones graduales que lo distorsionen más allá de cualquier reconocimiento posible. Veamos la primera y la última, que son las más sencillas. Primero, la emergencia de un objeto está atravesado por circunstancias caóticas y una necesidad que nadie ha logrado satisfacer aún. Esto es fácil de ver con Freud y sus pacientes histéricas, quienes sufrían genuinamente, pero eran ignoradas o maltratadas por la medicina decimonónica. Otros fenómenos que circundaban este trasfondo histórico del psicoanálisis son, por supuesto: la moral victoriana, el optimismo científico y artístico de la Belle Époque, los experimentos con hipnosis, la necesidad de tratamientos a los enfermos mentales que los rehabilitara laboralmente y la idiosincrática personalidad del mismo Freud. Hay muchos textos que reflejan los orígenes del psicoanálisis (Gay, 1988), así que no conviene explayarse. Y respecto a la muerte del psicoanálisis, ésta aún no ha acontecido, pues el inconsciente sigue siendo un fenómeno existente a diferencia del éter o el flogisto. Incluso bajo el estigma de ser una pseudociencia o de promover una ideología burguesa basada en la familia nuclear, el psicoanálisis sigue movilizando diversos actores en el siglo XXI.

¿Qué hay de la maduración? En esta etapa se concentran las simbiosis, lo cual permite que el objeto extienda su área de influencia y acción. En principio, las simbiosis son “vínculos débiles” que dotan al objeto de una ventaja táctica (Granovetter, 1973). Esto se refiere a alianzas no muy cercanas al contexto de emergencia del objeto, sino más bien lazos insospechados que ofrecen mayores riesgos y oportunidades. Esto también es claro en la historia del psicoanálisis, pues cada vez que Freud incursionaba en terrenos distantes a la clínica como la lingüística, antropología o religión, el psicoanálisis parecía robustecerse. Aquí poco importa el preciosismo metodológico, pues mientras el psicoanálisis pueda satisfacer la necesidad inicial, opacar a los competidores y configurar su particular modo de existencia basado en la introspección, la disciplina puede crecer virtualmente sin fin. Y eso sucedió al menos hasta mediados del siglo XX (Curtis, 2002). Es importante resaltar que la noción de simbiosis propuesta por el inmaterialismo sirve para diferenciar las alianzas claves de los vínculos triviales que no suponen mayores transformaciones. ¿Qué habría sido del psicoanálisis si Freud no hubiese recostado a sus pacientes en el diván? ¿Cómo serían las cosas si Adler y Jung no hubiesen sido disidentes? ¿Qué habría implicado admitir que el complejo de Edipo no era universal? ¿Y si el pensamiento freudiano no hubiera tenido resonancia con las vanguardias artísticas? ¿Y si los psicoanalistas vieneses no hubiesen migrado a Londres, París o Nueva York, sino a la Unión Soviética? Todas estas preguntas contra-fácticas son útiles para recordar que el psicoanálisis pudo haber evolucionado de forma distinta si ciertos puntos clave hubiesen tomado rumbos alternos, mientras que otras partes de la historia pueden cambiar sin afectar el panorama general. 

Esta noción de simbiosis no admite una lista tan extensa de aliados a diferencia de la ANT. Sin duda que la jerga freudiana de “lapsus” o “narcisismo” ayuda a mantener vigente al psicoanálisis, pero estos tecnicismos en boca de los legos no son tan determinantes como otras partes de la praxis psicoanalítica. ¿Cuáles serían, entonces, las simbiosis que dotaron al psicoanálisis del vigor del cual gozó tanto? Múltiples candidatos vienen a la mente: los sueños, los síntomas neuróticos, la transferencia, la teoría del desarrollo psíquico infantil, la noción de psicosexualidad, entre otras. El psicoanálisis permitió enlazar estos fenómenos dispersos bajo un discurso freudiano que ha permeado el tejido social. Puede que esto no coincida con las fantasías racionalistas de los epistemólogos o con el furor curandis de algunos psiquiatras, pero no deja de ser un logro meritorio. No obstante, el inmaterialismo advierte que un objeto en ascenso tiene apetito por nuevas simbiosis, mientras que uno ya maduro no se arriesga en igual medida, pues los compromisos adquiridos le impiden tener nuevas aventuras. Existe un punto de saturación en el número de simbiosis que un objeto puede tener durante su trayectoria vital. Una vez cruzado tal punto, inicia la decadencia.

Una vez en decadencia, el objeto ha perdido su ambición de seguir conquistando nuevos terrenos y formar nuevas alianzas. El objeto se enfoca en defender su posición adquirida de nuevos competidores. El psicoanálisis a mediados del siglo XX trató de aplicarse a trastornos psicóticos y autistas, pero estos fracasos precipitaron esta transición a la etapa de decadencia. También fue objeto de diversas polémicas en torno a las prácticas elitistas y abusivas que ejercían algunas eminencias (Hopkins, 2006). Así, el psicoanálisis pasó a una posición de repliegue. Lejos de participar en las álgidas controversias que alzaban los antipsiquiatras, la revolución sexual inspirada por la píldora anticonceptiva, los usos clínicos de las drogas psicodélicas y la aparición de la psiquiatría biológica, el psicoanálisis se contentó en recluirse en sus consultorios (Baber, 2008). Aquí el inmaterialismo encuentra el signo distintivo de un objeto en decadencia: la aparición de estereotipos que reducen las potencias innovadoras del objeto original en una cuestión simple y trillada. No hay duda de que estamos presenciando la decadencia de un objeto cuando este deviene una caricatura de sí mismo y cuando se está demasiado cómodo repitiendo fórmulas clichés.

¿Qué revelan las sátiras del psicoanálisis?

Quizá la OOO esté equivocada y el psicoanálisis no está moribundo, sino fuerte y robusto. Podría señalarse que nunca hubo tantos institutos de psicoanálisis adscritos a la IPA. También podría decirse que la diversidad de modelos terapéuticos en el psicoanálisis contemporáneo no tiene precedente (Mitchell & Black, 1995). Ambos datos pueden reforzar la idea de que el psicoanálisis está gozando de la cosecha de más de un siglo de desarrollo disciplinar, pero también podría cuestionarse si no hay mayor probabilidad de disidencias o si el psicoanálisis moderno tiene el mismo nivel de impacto que las teorías de Freud en su momento. Supongamos, por mor del argumento, que es correcta la tesis del inmaterialismo sobre la etapa de decadencia: los estereotipos reflejan la peligrosa comodidad que el objeto tiene con sus primeras simbiosis. Para constatarlo, he compilado una serie de parodias y sátiras que han surgido del psicoanálisis en las últimas décadas. ¿Qué tan en serio deben tomarse estos recuentos cómicos? Desde luego que un sociólogo de la ciencia tradicional o un psiquiatra riguroso no pondría en el mismo nivel a las variopintas muestras de la cultura popular con las venerables teorías científicas. Pero un investigador inmaterialista puede permitirse usar estos recursos, siguiendo además la intuición freudiana de que el chiste revela aspectos importantes sobre las imágenes y representaciones mentales.

Empecemos por el curioso resultado de un experimento en inteligencia artificial. Me refiero al programa ELIZA, el primer robot conversacional diseñado por Joseph Weizenbaum (1976) para parodiar las conversaciones que tenía el psicólogo Carl Rogers con sus pacientes. Una de las razones para elegir este modelo fue que la terapia de Rogers se basaba fuertemente en devolverle al paciente sus afirmaciones en forma de pregunta. Naturalmente que Rogers hacía más que solo la técnica de las preguntas espejo, por no decir que existen grandes diferencias entre su modelo y el psicoanálisis. Sin embargo, lo curioso es que, según Weizenbaum, una noche encontró a su secretaria usando a ELIZA como si fuese un terapeuta real, llegándose a involucrar emocionalmente con la máquina. Cuando el programador trató de explicarle que el computador no entendía realmente las conversaciones, la secretaria le reprochó que él no tenía derecho a leer los registros de las sesiones, pues había discutido temas personales. Actualmente los programadores reconocen que existe en los humanos un marcado anhelo por la comunicación significativa, que estamos dispuestos a creer que la máquina tiene sentimientos y que nos comprenden. Esto, desde luego, ha disparado fantasías tan crudas como el Hombre bicentenario (Asimov, 1976). Pero la pregunta crítica que los psicoterapeutas no se hicieron es: “¿qué estamos haciendo tan mal que incluso una primitiva máquina como ELIZA puede imitar y tener resultados parecidos?”.

Seguramente un objetor purista objetaría que ninguna inteligencia artificial podría imitar al psicoanálisis freudiano, con las profundidades y sutilezas que lo distinguen. Puede ser cierto que, desde la perspectiva de la introspección y no la utilidad clínica, el psicoanálisis freudiano siga siendo el indisputable mejor método, pero esta actitud ortodoxa es precisamente otro de los clichés que han surgido. Aquí me remito al poeta norteamericano Kenneth Koch (2000), quien dedicó todo un poema a su experiencia como paciente. El poeta narra que en la década de los cincuentas se creía que el análisis freudiano era la cura a todos los males y que uno podía despreciar cualquier otro tratamiento. Koch se acostó en el diván y asoció libremente, tratando de soñar ríos de imágenes inconscientes solo para satisfacer los apetitos del Dr. Loewenstein, pero tras dedicar dos años al psicoanálisis en vez de a la poesía, decidió desertar. Desde luego, el poeta nunca dejó de ponderar un asunto serio sin preguntarse “¿cómo sería discutir esto en análisis?”. Finalmente pasaron quince años y mucho en su vida cambió; excepto el Dr. Loewenstein, quien seguía con la misma ropa de la década de los cincuenta. El agridulce poema de Koch refleja una verdad que a veces parecemos olvidar: la ortodoxia es el camino más rápido para que una ciencia devenga obsoleta.

Retornemos a las preguntas espejo con dos curiosas ilustraciones. En la película Zelig, Woody Allen representa a un paciente camaleónico que adopta la apariencia, conocimientos, lenguaje y rasgos de personalidad de sus interlocutores. Su deseo de encajar socialmente era tan radical, que él había sacrificado su propia personalidad con tal de hacerse pasar por músico de jazz, sacerdote católico, político y, desde luego, psiquiatra. Solo cuando la doctora Eudora Fletcher finge tener un trastorno parecido y comenta que ella también ha mentido para encajar, Zelig se ve enfrentado con alguien que le refleja su verdadero ser en vez de solo ofrecerle un modelo a seguir. Adviértase que Eudora Fletcher no le confiesa a Zelig que ella está confundida ante su caso, sino que emplea una técnica en donde oculta su subjetividad para que Zelig no tenga ningún referente al cual imitar. ¿Hasta qué punto pueden llegar los terapeutas en esta maniobra de levantar fachadas que tapan sus verdaderos pensamientos y sentimientos? ¿No es esto análogo a los esfuerzos de los pacientes que se resisten a ser examinados por sus terapeutas? En un sketch de Fry & Laurie (1990) se lleva esta situación hasta el ridículo, en donde cada uno representa a un psiquiatra que trata de analizar a un paciente que se cree psiquiatra. Esto los conduce a un diálogo circular plegado de jeringonzas como “auto-estima”, “síndrome”, “relación materna”, “lactancia”, “complejo paterno”, “test de personalidad”, “masturbación” e “hipnosis”. Al final llega la verdadera psiquiatra y resulta que ambos son pacientes de ella, que en vez de reconocerse como tales, interrogan a la doctora real. ¿De verdad las sesiones son bailes en donde paciente y terapeuta se cuidan de no revelar lo que piensan o sienten?

Otro aspecto que le ha valido al psicoanálisis ciertas burlas es el silencio. En una escena de la película Charlie y la Fábrica de Chocolates de Tim Burton (2005), Willy Wonka está recostado en el diván asociando libremente mientras un Oompa-Loompa disfrazado de psicoanalista lo observa. Willy Wonka comenta que antes los dulces le salían bien, que él era dueño de su vida y que cocinaba únicamente lo que sentía ganas de hacer. Una breve pausa. Wonka se levanta del diván y advierte que antes cocinaba bien porque se sentía bien, pero ahora que se siente mal sus dulces salen espantosos. Se voltea para agradecerle al doctor y el Oompa-Loompa se limita a asentir con la cabeza. ¿De verdad es tan poderoso y omnipresente el silencio en el psicoanálisis? ¿No se puede confundir fácilmente el silencio con la apatía? Esto me recuerda a un chiste, que no pude rastrear su fuente, que indica que los psicoanalistas vieneses que llegaron a Nueva York aún no conocían muy bien el inglés, por lo cual no siempre sabían qué responderles a sus pacientes.

¿Preguntas predecibles? ¿Ortodoxia? ¿Apatía? Todo eso resulta trivial cuando constatamos que algunos cómicos han criticado a sus terapeutas por no estar verdaderamente interesados en ellos. Por ejemplo, en un sketch de Rodney Dangerfield (Miller, 1982), Bill Murray representa a un psicoanalista que no hace esfuerzos por disimular el aburrimiento que su paciente le genera. Primero le indica a su secretaria que atenderá todas las llamadas; mira el reloj impaciente; se ausenta del consultorio mientras Dangerfield sigue quejándose; al final el paciente pregunta “¿qué opina, doctor?” y Murray responde “quiero que se tome estas pastillas para dormir”, “¿cuándo las debería tomar?” inquiere Dangerfield, y el remate del chiste: “siempre que esté despierto”. Un chiste similar se encuentra en There’s Something About Mary (Farrelley & Farrelley, 1998), donde Ben Stiller habla por infinitésima vez de su trauma con su amor juvenil. El psicoanalista, Richard Jenkins, que ya conoce la historia, se escapa para ir a comer su almuerzo y volver justo antes de que se acabe la sesión. ¿Así de repetitivos son algunos pacientes que los psicoanalistas se aburren?

Dejando atrás las comedias, quizá convenga revisar la novela Miedo a volar, de Erica Jong (1973), donde se relata un matrimonio en crisis por los deseos de la protagonista de vivir con mayor dinamismo, contra de las tendencias dóciles y distantes de su esposo psiquiatra. Esta obra no solo ofrece la imagen de una mujer dispuesta a hablar de sus experiencias sexuales a la par que realiza feroces críticas contra psicoanalistas, también es un retrato del desamparo de una mujer que busca con todas sus fuerzas conectarse con su marido. La ironía es que mientras más barreras intelectuales y “neutralidad objetiva” levanta el esposo, más rápido corre la protagonista hacia su libertino amante. Quizá el mayor encanto del libro es que no se trata de una justificación a la infidelidad, sino una sincera escenificación de tres personajes ambivalentes. Adrian, el hedonista amante de Isadora, es radicalmente honesto y no le hace promesas falsas; incluso la cuestiona sobre su infidelidad y la insta a que busque su independencia libre de hombres. Bennet, el esposo, es consciente de las falencias de su matrimonio, pero la situación lo paraliza a tal punto que no sabe cómo luchar por recuperar a su esposa. Finalmente, Isadora se asombra de cómo lo femenino parece escabullirse por igual a las teorías ortodoxas o las posturas revolucionaras.

Quisiera terminar regresando a Woody Allen, pero esta vez en una entrevista con Dick Cavett. Le preguntaron al cineasta por su experiencia como paciente, a lo que Allen respondió: “no estoy seguro si algún día estaré listo para abandonar análisis, hasta ahora sé que me he envejecido en el proceso”; “siempre he tenido fe ciega en los doctores, pero cuando arrestaron a mi psicoanalista empecé a sospechar que algo no funcionaba”; “un día me cambié de analista, porque llevaba diez años sin que pasara nada y ahora llevo otros cinco años sin novedades pero con un nuevo doctor”; “no me preocupa que divulguen mi vida personal, realmente me preocupa que el doctor no esté interesado en lo que estoy diciendo”. Ácidas declaraciones de un comediante mordaz, que ha mostrado tanto admiración como burlas al pensamiento freudiano. ¿Qué tan en serio podemos tomar estas frases como indicios reales sobre lo que la gente común piensa del psicoanálisis? Si tuviéramos la oportunidad de preguntarle a Freud, seguramente diría que no debemos tomarnos ninguna broma a la ligera.

¿Qué puede responder el psicoanálisis contemporáneo?

Un hipotético lector podría detenerse y cuestionar mi propósito de construir un retrato externo del psicoanálisis. No solo esto impide de entrada que los psicoanalistas alcen su voz en protesta ante tales críticas, sino que también omite la oportunidad de hacer un recuento detallado del trabajo de varios autores contemporáneos que se esfuerzan por llevar al psicoanálisis hacia nuevos territorios. Hasta ahora hemos tenido buenas razones para evitar las minucias de la historia interna del psicoanálisis y las exquisitas discusiones que bullen en sus cocinas. Pero si quisiéramos examinar la supuesta decadencia de esta disciplina, ya no podemos seguir obviando a los miembros reales de esta comunidad científica. La sociología de la ciencia y la cultura popular pueden ser sugerentes, pero los argumentos hilados hasta ahora carecerán de sustento sino volvemos al corazón del asunto: el estado de la producción teórica y técnica psicoanálisis en el siglo XXI. Me parece oportuno acceder a las peticiones de este hipotético objetor, en tanto permite ahondar en aquella cuestión del “psicoanálisis contemporáneo”; un grupo que no es para nada homogéneo ni necesariamente comprometido en el mismo programa investigativo.

¿Quiénes serían, pues, los referentes del psicoanálisis contemporáneo? ¿Kristeva o Roudinesco, eminencias del psicoanálisis francés? ¿Ogden y los Baranger, pioneros del psicoanálisis intersubjetivo? ¿Otto Kernberg, quien se esforzó por compatibilizar al psicoanálisis con el modelo de las terapias basadas en evidencia? ¿Bolwby o Stern, creadores de una teoría del desarrollo basado en el apego? ¿Fonagy y Bateman, promotores de la mentalización? ¿Christopher Bollas con sus cruces entre literatura y psicoanálisis? ¿Recalcati y sus ensayos sobre la crisis de la familia y la educación? ¿Puget, Berenstein y Käes, impulsores del psicoanálisis grupal? ¿Mark Solms, integrador de neurociencias y psicoanálisis? ¿Vamik Volkan, quien incursionó en la diplomacia internacional y resolución de conflictos armados? ¿Leticia Glocer, dedicada a las nuevas teorías LGBTQ+? ¿Marianne Leuzinger-Bohleber, defensora de las descripciones empíricas-clínicas?

Sin duda los autores son numerosos y sus investigaciones no son fútiles. Pero esta fugaz lista evidencia que sus áreas de trabajo pueden ser muy distantes, pues el diván dejó de ser el único espacio de trabajo. Además, ciertas personalidades como Kernberg (2007) han admitido que sus modelos difieren bastante de la metapsicología freudiana, mientras que otros como Berenstein y Puget (1997) están cómodos con que sus ideas no sean consideradas “psicoanálisis propiamente dicho”. Recordemos las lecciones aprendidas de la ANT y el inmaterialismo: 1) la red de recursos debe mantenerse alineada, evitando que los elementos se dispersen para que una disciplina siga vigente; 2) las innovaciones no pueden acumularse indefinidamente, pues se corre el riesgo de una sobresaturación de simbiosis o que se pierdan los rasgos distintivos del objeto inicial. Así pues, preguntémonos especulativamente: ¿qué diría Freud, si viviese, de todas estas vertientes actuales? ¿estaría complacido con la expansión de sus teorías o se horrorizaría al ver que estas han sido deformadas? Desde luego que no se trata de recaer en una actitud dogmática, sino hacer un llamado de atención a lo frágil que es la etiqueta “psicoanálisis contemporáneo” cuando se trata de aplicar a una serie de comunidades trabajando en terrenos sumamente distintos.

Ahora bien, nótese que ninguno de los autores mencionados tiene los rasgos clichés descritos: ser anticuados, pasivos, esnob, silentes y desinteresados. Pero como ciertas veces la realidad supera la ficción, permítanme elegir una figura relevante en el psicoanálisis de finales del siglo XX: Donald Meltzer. Declaro de entrada que no soy experto en su biografía ni en su teoría, pero una mirada a este personaje permitirá dilucidar aquella paradoja enunciada previamente: el psicoanálisis entra en decadencia porque las simbiosis que lo dotaron de fuerza terminaron por sofocarlo. En el caso de Meltzer el acérrimo compromiso con el desarrollo psíquico infantil terminó siendo una alianza contraproducente. Primero situémonos en el panorama clínico. Meltzer (1994) dedicó grandes esfuerzos en desarrollar teorías para comprender y técnicas para tratar el autismo. Esta no era fácil, considerando los antecedentes de Bruno Bettleheim con su frase “las madres nevera” o el fracaso de los lacanianos con este tipo de pacientes (Bishop & Swendsen, 2021). La controversia del autismo sigue abierta; incluso llegando a formularse como un caso de “neurodivergencia”. Mi interés no es extraer la conclusión de que el psicoanálisis entra en decadencia porque no se halló un tratamiento exitoso para el autismo; eso sería caer en una historia whig de la ciencia centrada en la utilidad clínica como único criterio. Más bien veamos cómo la investigación acarreada por Meltzer muestra los signos de un pensamiento más conservador y menos arriesgado; ergo, un psicoanálisis que deja atrás sus etapas de madurez y expansión.

Donald Meltzer fue un psiquiatra neoyorkino que migró a Inglaterra en los cincuentas para profundizar en la teoría de las relaciones objetales con colegas como Roselfeld, Bion, Bick, etc. Meltzer complementó su trabajo clínico con la observación de la díada madre-bebé para construir un modelo del desarrollo psíquico temprano. Durante los setentas se debatía sobre la etiología biológica o psíquica del autismo, el cual aún no era un cuadro bien comprendido. En todo caso, existía cierto consenso de que el autismo se relacionaba a una falla temprana en el proceso de individualización, lo cual hacía que el proto-Yo del infante no pudiera integrarse sensorialmente ni desarrollar una actividad psíquica autónoma. Gran parte de los debates discurrían sobre cuestiones técnicas como la supuesta existencia de “etapa anobjetal” en la línea de desarrollo normal (Tustin, 1981) o sobre qué tan atrás se podía rastrear las falencias del proto-Yo. Algunas investigaciones incluso sugieren la posibilidad de un proto-psiquismo en el feto durante la etapa intrauterina, pues gestos como el chupeteo del pulgar o el mecerse en la placenta anticipan ciertos rasgos como la propiocepción o la función continente-contenido (Turner, 2010). Meltzer participó de estos debates, a la par que realizaba innovaciones conceptuales como la identificación adhesiva con el objeto autista, la situación del claustro y un complejo modelo de arquitectura mental donde el infante debe pasar de un plano bidimensional a uno tridimensional. Supera los límites de este ensayo explicar con detalle las tesis de Meltzer, pero lo relatado hasta ahora basta para dar cuenta de la dificultad de estudiar y tratar el autismo.

En la década de los ochentas Donald Meltzer rompió relaciones con la IPA, tanto por motivos personales como por diferencias respecto al modelo de enseñanza. Se radicó en Oxford, desde donde dirigió una serie de seminarios itinerantes en Europa y Latinoamérica divulgando sus ideas. Esto coincidió con una disminución en su producción bibliográfica. En sus años tardíos, Meltzer trató de complementar sus teorías iniciales con nuevas consideraciones sobre el rol de la estética en el desarrollo infantil, pero estos últimos trabajos no gozaron de tanta repercusión. Su figura idiosincrática suscitó gran controversia en vida, pero tras su muerte en 2004 se ha revalorizado su trabajo. Este halo de misticismo ha dado pie a varias anécdotas no todas fidedignas, pero sí reveladoras; como por ejemplo el siguiente testimonio relatado por Miriam Botbol Acreche (2022). En Argentina el joven Meltzer ya había ganado fama por su supuesta rigidez respecto al encuadre: no alterar horarios, mantener intacto en espacio del consultorio, reducir al mínimo los cambios en los juguetes e incluso la vestimenta del terapeuta. Si se trabajaba con niños autistas con especial frustración a los estímulos desconocidos, era importante reconstruir un espacio tan regular como el espacio intrauterino donde se produjo la falla primaria. Meltzer supervisaba con el grupo de entusiastas argentinos unas cuantas semanas cada año, durante más de quince años. El tiempo hizo que la relación entre el supervisor y el grupo mutara, especialmente después de la salida de Meltzer de la IPA. Él se refería a sí mismo como ermitaño, si bien nunca dejó de recibir estudiantes en supervisión.

¿No nos recuerda esta descripción un poco al pastiche de clichés recopilados? Sería incorrecto tildar a Meltzer de ortodoxo o desinteresado, pero sus excentricidades refuerzan la imagen de un psicoanalista parsimonioso, “ermitaño” y poco accesible. ¿De verdad Meltzer tenía una colección de pantalones y sacos idénticos? ¿No es esa la mejor forma de volverse una caricatura viviente? Nuevamente, el propósito de aludir a este personaje no es juzgar sus éxitos o fracasos, mucho menos responsabilizarlo por la decadencia del psicoanálisis. Más bien se procuró incluir un ejemplo real para sustentar el argumento inmaterialista de que una excesiva fijación en la simbiosis con el desarrollo psíquico infantil terminaría por asfixiar las posibilidades creativas del psicoanálisis. Nótese que el joven Meltzer abandona Nueva York para explorar las profundidades del pensamiento post-kleiniano, pero eventualmente pierde incluso estas alianzas al salir de la IPA. La plataforma institucional, si bien puede implicar diversos compromisos, ayuda a mantener una comunidad científica en contacto. Los disidentes terminan perdiendo la posibilidad de seguir intercambiando ideas o conectar con nuevos colegas. De ahí que el viejo Melzter se describiera a sí mismo como ermitaño. Uno podría suponer que, incluso si la intuición de que la causa última del autismo radique en una falla tempranísima en el desarrollo del Yo, este complejo fenómeno requiere un abordaje integral que incluya apoyo pedagógico en las escuelas, enseñar pautas de crianza a los padres, un trabajo interdisciplinario con fonoaudiólogos, fisioterapeutas, etc. Los post-kleinianos, quizá demasiado enclaustrados ellos mismos en los paisajes intrapsíquicos para ayudar a que sus pacientes desarrollen pensamiento simbólico, olvidan esos otros factores. Esto permite comprender, retrospectivamente, la distancia que tomaron los seguidores de Anna Freud y Donald Winnicott de las corrientes post-kleinianas.

Esta apreciación no es del todo nueva. Green (1996) también lanzó una feroz crítica a los psicoanalistas post-kleinianos por haber olvidado un pilar básico del psicoanálisis: la sexualidad. Compárese cómo habla Freud de la relación madre-hijo, en términos eróticos, con las nociones abstractas que Meltzer emplea en su arquitectura mental. También la observación de bebés desplaza el acento usualmente puesto en la dinámica transferencia-contratransferencia, evento clave en el trabajo clínico. Adicionalmente, el énfasis en las fantasías intrapsíquicas puede llegar a minimizar el rol de la cultura como variable introducida gracias a la figura paterna. Sin embargo, me atrevo a invertir la opinión de Green haciendo eco de los argumentos inmaterialistas: la teoría de las relaciones objetales no es rígida o poco innovadora porque tenga deficiencias intrínsecas o haya olvidado una serie de variables importantes, sino porque posee u exceso de compromiso con sus premisas sobre el desarrollo psíquico temprano. Ciertamente hay gran valor en el trabajo de Meltzer, pero este termina siendo un área subespecializada de la clínica infantil que requiere una considerable formación académica previa. No todos los psicoanalistas, ya sean estudiantes o expertos, pueden ni desean comprender el trabajo de Meltzer, pues sus conceptos y técnicas no se pueden aplicar con facilidad a otros dominios ajenos a los pacientes autistas. Cuando esto sucede, se pierde parte de la potencia expansiva que tuvo el pensamiento freudiano en sus primeras décadas cuando podía atravesar la cultura con gran agilidad.

Una herencia imposible

Retornemos a nuestro retrato externo, que privilegia una mirada panorámica sobre las disquisiciones teóricas. Vale la pena tomar esa distancia para comprender por qué una de las ramas del psicoanálisis inglés terminó por arraigarse de tal manera en el desarrollo psíquico infantil. Mi hipótesis personal es que esto es un derivado de los pesimistas comentarios que hizo Freud sobre la aplicación del psicoanálisis a los pacientes psicóticos. El padre del psicoanálisis se mostraba orgulloso de que sus teorías eran lo suficientemente flexibles para aplicarse a diversos campos como la sociología, la educación, la lingüística, etc. (Freud, 1923). Pero en términos estrictamente clínicos, Freud (1911) insistió en que su terapia era especialmente útil con los cuadros neuróticos, mientras que los pacientes psicóticos parecían inmunes al tratamiento debido a la ausencia de transferencia. En más de una ocasión se realizó la comparación entre el neurótico y el psicótico con fines ilustrativos, sobre todo respecto a la condición de este último de vivir en la vigilia el desordenado proceso primario que el primero vive en sueños. Además, se hizo un paralelo entre la mente inmadura del infante con la regresión narcisista del psicótico. Este último punto, en mi opinión, habilitó gran parte del desarrollo de la teoría de las relaciones objetales.

Melanie Klein (1975) ahondó en este paralelismo, apropiándose de la teoría del instinto de muerte y aplicándola a un modelo estructural según el cual los niños de corta edad ya muestran una organización Ello-Yo-Superyó. Ella teorizó sobre las posiciones esquizo-paranoide y depresivas como etapas sucesivas en el desarrollo de las fantasías y ansiedades inconscientes, que le permitían al sujeto integrar su propia subjetividad y desarrollar mejores relaciones de objeto. Los resultados fueron asombrosos, tal como se reportó numerosas veces (Klein, 1932). Pero quizá aquí hubo exceso de optimismo: que la teoría de las relaciones objetales sirviera en el tratamiento de niños no necesariamente implicaba que podía ser usada con psicóticos adultos. La esquizofrenia sigue siendo, para bien o para mal, el límite de la psicopatología, aquel peligroso enemigo que los terapeutas de diversos paradigmas buscan tratar de una forma que no depende de la farmacología u hospitalización (Seikkula et al., 2006). Desde luego que la tradición post-kleiniana ha tenido casos de relativo éxito tanto con pacientes psicóticos adultos como con niños autistas, pero estos no han tenido la misma tasa de remisión que tienen los neuróticos con el psicoanálisis freudiano.

¿Qué sucede cuando las anomalías sobrepasan los casos exitosos? ¿Qué pasa cuando cada nuevo paciente psicótico descrito por un post-kleiniano muestra las falencias de las premisas freudianas? ¿Qué ocurre cuando las nuevas generaciones sienten desencanto de su tradición teórica y buscan en territorios foráneos otras herramientas? Thomas Kuhn diría que estas son las señales de un paradigma obsoleto se ve amenazado por una posible revolución. Pero no olvidemos que el psicoanálisis sigue vivo, incluso si ya no tiene el mismo despliegue de fuerza ni el mismo nivel de cohesión que hace un siglo. Además, podría sugerirse que el destino que sufrieron los psicoanalistas británicos no es idéntico al desarrollo del psicoanálisis en otras latitudes: en Argentina el psicoanálisis de familia y pareja goza de buena salud; en Francia el psicoanálisis incursionó con éxito en el tratamiento de los síndromes psicosomáticos y la clínica de lo negativo; en Estados Unidos el psicoanálisis ha podido aplicarse a pacientes diagnosticados con trastorno límite de la personalidad. Es breve, algunas comunidades de psicoanalistas contemporáneos han acumulado triunfos en vez de fracasos y ha podido adentrarse en nuevos campos con relativo éxito. Pero quizá un futuro análisis de corte inmaterialista a estas otras ramas podría evidenciar que ellas también han empezado a sufrir los efectos de asfixia de sus propias simbiosis. Ciertamente no es posible dar una respuesta tajante sobre la pregunta de si el psicoanálisis contemporáneo es decadente o vigoroso, pero sí podemos entender los signos de ambas situaciones para poder comprender mejor nuestro presente.

En la primera mitad del siglo XX el freudismo prometía revolucionar la forma de pensarnos como sujetos. ¡Y ciertamente fue una gran revolución cultural! Pero el tiempo mostró que el psicoanálisis tenía fallas que debía ser depuradas: una visión patologizante de la homosexualidad, una retórica que culpaba a los padres por los problemas de los hijos, ciertos tintes de misoginia, etc. Y respecto a los laberínticos problemas de la psicopatología contemporánea, el psicoanálisis parecía que no lograba mantenerse actualizado (Rose, 2006). Ritalin para los niños con trastorno de déficit de atención, quienes producen demasiado cortisol en el lóbulo frontal. Prozac para los adultos deprimidos con déficit de serotonina. Mindfulness para los pacientes borderline, para así refrenar las acciones impulsivas. Inclusión socioeducativa para los autistas en los colegios. Terapia sistémica para los pacientes esquizofrénicos, quienes cargan con el problema del sistema familiar. Terapia cognitivo-conductual para los antiguos obsesivos-compulsivos, que antes parecían responder bien al psicoanálisis, pero que ahora deben re-estructurar sus cogniciones y rituales. La cárcel para los anti-sociales, quienes son casos irredimibles. ¿Será que Freud estaba en lo correcto al invitarnos a no salir del terreno conocido de las neurosis? ¿Será que la enfermedad mental es un enemigo demasiado fuerte para cualquier paradigma teórico o modelo terapéutico?

Ya sea que se refinen los tratamientos o se implementen campañas en promoción de salud mental, la psicopatología siempre será un asunto delicado. Esto no es razón para dejar de invertir esfuerzos. En este sentido no podemos sino aplaudir a Klein y sus seguidores, quienes desoyeron el pesimismo de Freud y desarrollaron nuevas formas de entender el psiquismo. Pero al hacerlo no solo se excedieron con su compromiso con el desarrollo psíquico temprano, sino que desarrollaron un criterio aún más pesimista que el ya formulado por el padre del psicoanálisis. Mucho se ha escrito, tanto en la tradición británica como por fuera de ella, sobre los criterios de “analizabilidad” que permiten distinguir a un paciente apto para psicoanálisis de otro que no se beneficiaría de este tratamiento (Etchegoyen,1986). Dentro de esta categoría se habla de distintas capacidades que son pre-requisitos para los pacientes: tener tolerancia a la frustración, compromiso con el proceso terapéutico, posibilidad de realizar transferencias, poseer pensamiento simbólico, haber llegado a cierto punto de desarrollo lingüístico, etc. La noción de analizabilidad tiene la ventaja de no ser una división tajante entre neuróticos y psicóticos, sino que representa un mapa multidimensional que cada terapeuta ajusta según el caso particular. Sin embargo, esperar que un paciente cumpla con todos estos requisitos para ser admitido en psicoanálisis es semejante a que un médico decida solo atender pacientes con afecciones leves. Si le pedimos madurez psíquica a un paciente de entrada, ¿cuál vendría a ser nuestro trabajo propiamente? ¿solo acompañar durante un periodo de desajuste que el paciente puede resolver con las capacidades que ya posee?

Esta es la terrible paradoja del psicoanálisis asfixiado por la simbiosis del desarrollo psíquico infantil. Empezó como una sub-rama valiente y atrevida, dispuesta a correr más riesgos que el mismo Freud y expandir la posibilidad de implementar el psicoanálisis a nuevas patologías, pero en el camino se desviaron y terminaron por crear un retrato claustrofóbico de lo delicado y falible que es la arquitectura mental. Mientras más avanzaba la teoría de las relaciones objetales, se dio una inversión de fuerzas: más entendíamos los múltiples puntos de fractura tempranos que generan perturbaciones psíquicas tempranas, mientras menos sabemos cómo operar para revertirlos o prevenirlos. Sí, Bowlby, Bick y Meltzer realizaron agudas observaciones sobre las sutiles interacciones de la díada madre-bebé, ¿pero esto se tradujo en una suerte de programa de crianza que ayudase a promover el sano desarrollo de los infantes? ¿Y en caso de que se hicieran esfuerzos en esta dirección, eran admitidos como parte del psicoanálisis legítimo? ¿Los franceses no se rasgan las vestiduras ante la tradición anglosajona y abogan por un retorno a Freud? ¿No fue Klein quien desdeñó el trabajo de Anna Freud como simple puericultura? ¿Qué tan dispuestos estaríamos de darle una plaza honoraria al Dr. Benjamin Spock por su trabajo divulgativo?

Conclusión – ¿es posible revitalizar al psicoanálisis?

En este ensayo he tratado de reivindicar al psicoanálisis como una disciplina viva, si bien alertando sobre su decadencia. ¿Quiere decir esto que deseo precipitar la muerte del psicoanálisis o que veo esto como el desenlace final? En lo absoluto. Si he usado la ANT y la OOO para comprender el estado actual del psicoanálisis, es porque estos marcos de referencia son más comprehensivos que las pretensiones de los epistemólogos. Ahora bien, llegados a este punto la única pregunta que importa es si el psicoanálisis puede revitalizarse, replantearse las simbiosis que lo frenan, volver a encontrar inspiración en las propuestas ambiciosas y lanzarse a un terreno de batalla que es mucho más caótico hoy que hace cien años. Para poder responder afirmativamente, no conviene engañarnos con consuelos o mentiras piadosas sobre el estado actual de nuestra disciplina. Así como los terapeutas demandan a sus pacientes ser francos con ellos mismos, deben adoptar la misma honestidad al auto-evaluarse.

Existe la tentación de admitir que el psicoanálisis ha perdido fuerza, pero atribuir la responsabilidad a una crisis global sobre el supuesto fin de la cultura erudita, la educación, la literatura, la ciencia, la política o la historia misma. Sí, es cierto que vivimos en tiempos tenebrosos con tantas tecnologías digitales, la inteligencia artificial, las teorías conspiracionistas, las guerras en medio oriente y en Ucrania, la pérdida de valores tradicionales y la crisis ecológica. Pero si le sumamos al estereotipo del psicoanalista desinteresado y al estricto criterio de analizabilidad una actitud apocalíptica por parte de los psicoanalistas, ello sí terminará por decantar los alientos finales de una disciplina que aún tiene mucho por ofrecer. Personalmente juzgo preocupante que la jerga freudiana caiga en boca quienes se complacen en emitir melancólicas letanías de porqué los viejos tiempos fueron mejores. No es propio de la mentalidad científica dejarse seducir de tal manera de los anhelos existencialistas. Incluso si el futuro es realmente ominoso, el compromiso de los psicoanalistas con su modo de existencia centrado en la introspección debe poder adaptarse a los escenarios del porvenir. No pretendo hacer una apología a los esfuerzos de Sísifo, ni un ingenuo optimismo que sugiera que con una correcta actitud el psicoanálisis puede volver a ser vigoroso. Uno de los gajes del oficio del psicoanalista es tolerar numerosas derrotas y no olvidar que se está ejerciendo un oficio casi imposible. ¿Pero no deberíamos buscar otras alternativas más allá de los clichés, la parálisis mental o el pesimismo social?

 

[1] En adelante usaré el término “inmaterialismo” como aplicación de la “ontología orientada a los objetos” a la teoría social, un tecnicismo que puede obviarse tomando ambos términos como intercambiables.

 

Referencias

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