aperturas psicoanalíticas

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revista internacional de psicoanálisis

Número 068 2021 Clínica psicoanalítica y desigualdad social

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El Proyecto ECID. Un modelo de intervención comunitario para adolescentes de alto riesgo desvinculados de la red asistencial

The ECID Project. A community intervention model for non-help-seeking high risk adolescents

Autor: Dangerfield, Mark

Para citar este artículo

Dangerfield, M. (2021). El Proyecto ECID. Un modelo de intervención comunitario para adolescentes de alto riesgo desvinculados de la red asistencial. Aperturas Psicoanalíticas (68). http://aperturas.org/articulo.php?articulo=0001167

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Resumen

El Equipo Clínico de Intervención a Domicilio es un proyecto asistencial de salud mental, para adolescentes de alto riesgo psicopatológico y alto riesgo de exclusión social que tienen dificultades para vincularse a los servicios asistenciales ordinarios de salud mental. El proyecto ECID está basado en el modelo AMBIT y se puso en marcha en 2017, con el ECID de Badalona de la Fundación Vidal y Barraquer, que fue el primer equipo de atención domiciliaria especializado en adolescentes de alto riesgo que entró a formar parte de los servicios concertados con la red pública de salud mental en nuestro país. En este artículo se sintetizan algunas de las propuestas que ayudan a organizar el trabajo de los profesionales de estos equipos.

Abstract

The In-Home Clinical Intervention Team is a mental health care project for adolescents with high psychopathological risk and high risk of social exclusion, who have difficulties to engage with ordinary mental health care services. The ECID project is based on the AMBIT model and was launched in 2017, with the Badalona ECID of the Fundación Vidal y Barraquer, which was the first in-home care team specialized in high-risk adolescents that became part of the national health care services in our country. This paper summarizes some of the proposals that help organize the work of the professionals in these teams.


Palabras clave

adolescencia, AMBIT, atención a domicilio, mentalización.

Keywords

adolescence, mentalization, in-home care, AMBIT.


“Oye Mark, ¿tú de verdad eres psicólogo?” Sonreí y me sentí esperanzado cuando Juan me hizo esta interesante pregunta, después de varias semanas de haber empezado a visitarle en su domicilio. Juan era un adolescente de 14 años que llevaba casi 8 meses sin salir de casa. Antes de conocerle, Juan había sido derivado a dos servicios de salud mental de la red asistencial, con los que no fue posible iniciar ningún tipo de tratamiento al no acceder a acudir a las visitas programadas. Había interrumpido los estudios en el instituto donde estaba matriculado, así como todo contacto con personas ajenas a su núcleo de convivencia familiar.

Al pensar sobre la pregunta que Juan me hizo, queriendo saber si yo era de verdad un psicólogo, entiendo que la curiosidad explícita y el desconcierto que parecía transmitir al hacerla, mostraban que el chico empezaba a confiar en la relación que yo le ofrecía o, desde la perspectiva de la mentalización, que se estaba abriendo la puerta de la confianza epistémica (Fonagy y Allison, 2014). La confianza epistémica es un tipo de confianza particular en la que predomina un sentimiento de que la información y el conocimiento humanos comunicados por otros seres humanos son fiables. Esto implica que podemos confiar en aquello que nos es comunicado por el otro, que lo mantendremos en nuestra mente como algo bueno y que podremos recurrir a ello en nuestra vida cotidiana. A la vez, determina una actitud de disponibilidad hacia la ayuda ofrecida por las relaciones benignas y benévolas de nuestro entorno, así como una disponibilidad hacia el aprendizaje de los demás. El establecimiento de una relación de confianza epistémica con el/la adolescente es el principal objetivo de los profesionales del ECID, así como conseguir establecer esta relación de confianza entre los miembros del ECID, entre los menores y su red familiar y social más amplia, y entre los miembros del ECID y los profesionales de la red asistencial.

Si nos imaginamos los estados mentales implícitos que podrían sostener la pregunta de Juan, podríamos entenderla como si de alguna forma me comunicara algo así como: estoy interesado en ti porque siento que de verdad tienes interés en mí y mi situación actual, ya que te has adaptado a lo que yo realmente necesito. Has venido a conocerme a mi casa y vienes a verme cada semana a mi habitación, a pesar de que no tuve muchas ganas de hablar contigo al principio. Además, te interesa lo que de verdad me gusta, los videojuegos, y te has puesto a jugar conmigo a pesar de que no tienes ni idea. “Sí, soy psicólogo”, le respondí en ese momento. Juan detuvo el videojuego que estábamos jugando, me miró y dijo con un tono divertido: “¡Pues tío, eres un psicólogo muy raro!”.

El proceso de repliegue tanto a nivel físico como psíquico en el que se encontraba Juan se había iniciado hacía casi dos años, con un absentismo escolar puntual, que fue aumentando progresivamente hasta la interrupción de toda actividad que implicara salir del piso donde vivía con sus padres –es importante puntualizar que esto sucedía cuatro años antes del inicio de la pandemia que nos obligó a confinarnos a todos.

Ambos progenitores tenían historias personales marcadas por experiencias relacionales adversas (Dangerfield, 2020) sufridas en su infancia. Historias de sufrimiento y negligencia que habían marcado sus vidas y condicionado la forma en que se habían tenido que organizar psíquicamente para poder sobrevivir en un mundo relacional vivido desde la desconfianza e hipervigilancia. Este patrón relacional marcó la dinámica familiar, que obviamente tuvo un importante papel en el proceso de desarrollo psicológico de Juan, tal y como sabemos que sucede de forma tan prevalente. Recordemos que actualmente existe una sólida evidencia sobre la prevalencia de las adversidades tempranas (OMS, 2014; Read et al., 2017; Dangerfield, 2020) que además muestra que las experiencias relacionales adversas son el principal factor prevenible de los trastornos mentales en la adolescencia y la vida adulta (Teicher et al., 2016).

 Juan vivía con sus padres. La madre lo describió como un niño inteligente y feliz, aunque esto había cambiado significativamente en los últimos años. Dijo que estaba muy preocupada porque desde que empezó la Educación Secundaria Obligatoria (ESO), al pasar al instituto con poco más de 12 años, había comenzado a perder interés en el trabajo escolar y comenzaron a surgir problemas de conducta, especialmente en casa, así como el absentismo escolar que fue en aumento hasta la situación actual. No entendía por qué Juan había cambiado tanto y por qué no reaccionaba, sobre todo ante las medidas disciplinarias que imponía más el padre. También habían comenzado a surgir desacuerdos entre los padres, que complicaban todavía más el clima emocional en el domicilio.

Juan pasaba los días encerrado en su habitación, dedicando gran parte de su tiempo a jugar videojuegos. Presentaba un cuadro clínico compatible con un estado mental de alto riesgo (EMAR), caracterizado por una vivencia altamente persecutoria de las relaciones, especialmente con sus iguales, así como importantes dificultades en la modulación de su vida emocional. Esta fragilidad de recursos psíquicos le llevaba a vivir momentos en los que se sentía desbordado por intensas ansiedades y vivencias muy amenazantes y catastróficas del mundo fuera de casa, ansiedades que eran vividas a nivel corporal y descargadas en ocasiones a través de la acción con episodios de agitación en su domicilio. Unas vivencias que sólo aumentaban su necesidad de confinarse en su habitación, disociándose del mundo exterior a través de muy largas sesiones de videojuegos.

El concepto de EMAR es descrito por Fusar-Poli y colaboradores (2013) en su trabajo El estado de alto riesgo de psicosis, donde describen cómo se ha producido una transición en la caracterización clínica de los trastornos psicóticos. El concepto de estado mental de alto riesgo (EMAR) captura la fase pre-psicótica, describiendo a las personas que presentan síntomas potencialmente prodrómicos.

Por otra parte, el Servicio Nacional de Salud del Reino Unido (NHS, 2016) describe tres grupos de jóvenes a los que se puede incluir en la categoría de EMAR. Primero, aquellos que han presentado señales de riesgo en los últimos 12 meses. Esto incluiría a menores que se hayan retirado de la escuela, la universidad o el trabajo o que sean reticentes a las relaciones interpersonales, evitando pasar tiempo con familiares o amigos. En segundo lugar, los menores con síntomas de psicosis de corta duración o más leves en los últimos tres meses, y tercero, los menores que experimentan síntomas psicóticos intermitentes breves o limitados.

 A pesar del debate existente en cuanto al uso diagnóstico del síndrome de psicosis atenuada en el DSM V o del concepto de EMAR, el concepto de Estados Mentales de Alto Riesgo tiene utilidad clínica a la hora de describir y definir los cuadros psicopatológicos, así como para definir e implementar planes terapéuticos individuales adaptados a las necesidades concretas de este perfil de jóvenes, que son tributarios de ser atendidos por el ECID.

Desde el inicio del cuadro de absentismo escolar, Juan fue derivado al centro de salud mental infanto-juvenil de referencia, aunque no fue posible iniciar ningún tratamiento debido a que solamente acudió a dos visitas, negándose rotundamente a volver. Durante los episodios de agitación en su domicilio, en los que había llegado a romper objetos y algún mueble, los padres habían llamado a los servicios de emergencias médicas en varias ocasiones. A raíz de estos episodios, estuvo ingresado en dos ocasiones en una unidad psiquiátrica de agudos, donde rápidamente se compensaba el cuadro y se mostraba colaborador, comprometiéndose a continuar el tratamiento pautado en el centro de salud mental, algo que después nunca sucedía. Juan vivía muy aislado, algo que aumentaba riesgo de agravamiento del cuadro clínico que presentaba y el importante sufrimiento tanto de él como de su familia.

Los servicios ordinarios de salud mental de la red asistencial pública, como los centros de salud mental infanto-juvenil y los hospitales de día, son dispositivos muy necesarios para poder atender a los adolescentes que sufren problemas de salud mental. Para ser atendidos en estos servicios, como es obvio, los adolescentes deben aceptar acudir a los mismos, algo que se convierte en una tarea imposible para algunos jóvenes. Tener la capacidad de aceptar ir a ver al profesional de salud mental, aunque sea a regañadientes, implica tolerar un mínimo grado de conciencia de necesidad de ayuda, algo que para cierto grupo de jóvenes resulta del todo imposible.

Es muy frecuente que los profesionales que nos dedicamos a la salud mental nos hayamos encontrado con casos de jóvenes que no acuden a los servicios, adolescentes que no hacen ninguna demanda de ayuda. Como en el caso de Juan, son jóvenes que han sido derivados a servicios de salud mental sin éxito, o que han sido atendidos en los momentos de descompensación que han llevado a una atención en urgencias e ingreso en la unidad de agudos, sin que con posterioridad haya sido posible la vinculación con los servicios para dar continuidad al tratamiento.

Este grupo de jóvenes, conocidos en ocasiones con el término inglés como non-help-seeking, los que no buscan ayuda, fue lo que motivó que a finales de 2017 se pusiera en marcha el proyecto ECID –Equipo Clínico de Intervención a Domicilio– en la Fundación Vidal i Barraquer de Barcelona. Desde el ECID nos planteamos el problema del absentismo de los servicios de salud mental, no como una dificultad específica de los adolescentes que rechazan la ayuda, sino como un problema derivado del hecho de que los sistemas de ayuda no están diseñados ni organizados para poder atenderles ni favorecer su vinculación con los mismos. Desde la comprensión de las dificultades de los jóvenes que atendemos en el ECID, podíamos decir incluso que los servicios de salud mental ordinarios son sistemas que parecen diseñados para excluir a este grupo de menores (Beale, 2021).

El proyecto ECID: una propuesta de salud mental domiciliaria basada en AMBIT

El ECID es un equipo asistencial, de salud mental, diseñado para poder atender a domicilio a adolescentes de alto riesgo psicopatológico y alto riesgo de exclusión social, que tienen como característica común el hecho que no se vinculan con los servicios ordinarios de salud mental ordinarios a los que han sido derivados. Todos los menores atendidos son también absentistas de los colegios o institutos donde están matriculados. En el ECID se atiende a menores que presentan cuadros clínicos compatibles con una muy amplia gama de trastornos mentales, sin exclusiones en este sentido. El único criterio que deben cumplir los jóvenes para poder ser atendidos por el ECID es ser absentistas de servicios asistenciales e institutos.

El ECID es un proyecto de salud mental pionero, puesto que es el primero que consiguió un concierto con la red pública de salud mental en Cataluña –Servei Català de la Salut, CatSalut– en julio de 2017, para atender a este perfil de jóvenes desde un modelo asistencial que se basa en que los profesionales de la salud mental atiendan a los menores y sus familias en el domicilio, en la calle, o allí donde el adolescente acepte y se sienta seguro.

En 2017, un equipo de profesionales de la Fundación Vidal y Barraquer, con larga experiencia en diversos servicios de salud mental, formados en mentalización y en el modelo AMBIT en el Anna Freud National Centre for Children and Families de Londres, pusimos en marcha el primer ECID en Badalona (Barcelona), gracias al apoyo del Servicio Catalán de la Salud que lo aprobó como proyecto piloto. En enero de 2019, gracias al valioso apoyo de la Fundación Nous Cims, la Fundación Vidal y Barraquer puso en marcha el segundo ECID en Santa Coloma de Gramenet (Barcelona), un equipo que a partir de 2021 pasó también a ser concertado con el Servicio Catalán de la Salud. Este proceso se dio gracias a los buenos resultados demostrados con la evaluación de la intervención de ambos ECID durante estos primeros años de funcionamiento, así como la muy buena acogida por parte de los servicios de la red asistencial.

En enero de 2021, el Hospital Clínic de Barcelona, gracias también a la ayuda de la Fundación Nous Cims, puso en marcha el tercer ECID, esta vez en el distrito del Eixample de la ciudad de Barcelona, replicando el modelo implementado por los ECIDs de la Fundación Vidal y Barraquer.

Los equipos ECID están compuestos por profesionales de las siguientes especialidades: psicología clínica, psiquiatría, enfermería, trabajo social y educación social. Una particularidad de los equipos ECID es que son equipos horizontales, algo que los diferencia de la mayor parte de los servicios de salud mental. Esto quiere decir que todos los profesionales pueden ser referentes de caso o profesionales principales en un caso por igual, teniendo la misma función principal en su trabajo asistencial: conseguir establecer una relación de confianza –epistémica– con el/la adolescente.

Desde el ECID defendemos que la asistencia en salud mental debe salir de las instituciones, hospitales, centros y consultas, para llevarse allí donde están los adolescentes y sus familias. Vamos más allá del modelo comunitario, puesto que el modelo comunitario actual se basa en abrir un centro que replica el modelo asistencial clásico en un barrio o un distrito de una ciudad, para que la población del barrio acuda. En el ECID somos los profesionales los que llegaremos allí donde estén los menores y sus familias, allí donde acepten vernos.

El objetivo principal del ECID es llevar la mirada terapéutica a la vida cotidiana de los adolescentes y sus familias. La idea es tratar de hacer llegar la ayuda a los jóvenes mediante el proceso de adaptación de los profesionales a sus muy dañadas o limitadas capacidades de vinculación, en lugar de seguir pidiéndoles a los menores que sean ellos los que se adapten a la propuesta terapéutica o el marco de trabajo de los diversos servicios de salud mental existentes. Nos adaptamos nosotros a sus necesidades, de la forma más cercana posible.

Este es un principio básico del ECID: no podemos seguir pidiendo a este grupo de jóvenes altamente vulnerables y que presentan alto riesgo psicopatológico, que sean ellos los que tengan la capacidad de adaptarse a lo que los profesionales queremos o podemos ofrecer a nivel asistencial desde los servicios ordinarios de salud mental.

La experiencia asistencial de los profesionales que pusimos en marcha el proyecto ECID, así como la de los profesionales del Anna Freud National Centre for Children and Families de Londres que empezaron a desarrollar el modelo AMBIT hace ya más de 10 años, ponía en evidencia que no podemos pedir a estos adolescentes que reconozcan su necesidad de ayuda y vengan a vernos a los servicios de salud mental, puesto que esta actitud de los profesionales es lo que precisamente contribuye a que ciertos jóvenes queden excluidos de la ayuda. Sería algo así como pedirles que hablen un idioma que nadie les ha enseñado a hablar, como condición para ser atendidos.

Debemos ser los profesionales los que tomemos un papel muy activo para tratar de establecer una relación con los adolescentes, sobre todo con aquellos que no esperan nada bueno de una relación, y todavía menos si se trata de una relación con un profesional de la salud mental. Entendemos que esta negativa de los jóvenes a aceptar la ayuda ofrecida por los servicios ordinarios de salud mental es una respuesta adaptativa, que se puede entender en el contexto de las dificultades a lo largo de su proceso de desarrollo emocional y relacional. Una respuesta adaptativa, puesto que sería como un mecanismo de supervivencia de los adolescentes que han crecido en un entorno marcado por las experiencias relacionales adversas (Dangerfield, 2020), un mundo relacional vivido como altamente inquietante y peligroso, o bien vivido como un mundo que los ignora, evita o abandona a su suerte, sintiéndose profundamente solos y aislados emocionalmente.

Por todo ello, desconfiar y mantener una especie de distancia de seguridad de las propias necesidades de ayuda es la forma que han encontrado para poder sobrevivir, debido a la ausencia a lo largo de su proceso evolutivo de experiencias relacionales suficientemente buenas, como diría Winnicott (1953), que les permitan tener la expectativa de que va a haber alguien disponible para atender y responder a sus necesidades emocionales. Conectar con las necesidades emocionales y poder pedir ayuda, implica haber tenido un mínimo de experiencias suficientemente buenas. De no ser así, conectar con las necesidades emocionales sólo reactiva ansiedades catastróficas.

Desde el ECID tratamos de comprender este punto de partida de los jóvenes que atendemos, con el objetivo puesto en tratar de facilitar una experiencia relacional que permita un cierto cambio de actitud hacia las relaciones humanas, un cambio que implique que los adolescentes puedan empezar a confiar en ser acompañados, sobre todo en su sufrimiento, y ayudados a construir una mejor red de relaciones seguras y fiables, que les permitan confiar en retomar o iniciar un proyecto de vida.

El proyecto ECID está basado en el modelo AMBIT (Bevington et al., 2012, 2015 y 2017) del Anna Freud National Centre for Children and Families de Londres. AMBIT (Adaptive Mentalization Based Integrative Treatment) fue desarrollado como un modelo para ayudar a equipos que, dicho de una forma sencilla, trabajan con jóvenes que no tienen muchas ganas de trabajar con los profesionales.

AMBIT es un modelo basado en la mentalización para equipos que trabajan con jóvenes que presentan dificultades múltiples y complejas. AMBIT amplía el campo de intervención al proporcionar herramientas para estimular la mentalización, aplicando principios y prácticas basadas en la misma en cuatro niveles diferentes: trabajar con los jóvenes y sus familias, trabajar con los equipos, trabajar con nuestra red y apoyar a los equipos para adoptar una posición de aprendizaje con respecto a nuestra propia práctica.

AMBIT surgió de las necesidades de equipos que trabajan con jóvenes que presentan dificultades múltiples y complejas, que no se vinculaban a las propuestas terapéuticas de los servicios ordinarios de la red asistencial. AMBIT es un modelo basado en la teoría y técnica del tratamiento basado en la mentalización (MBT), un modelo de intervención terapéutica que ha demostrado su validez empírica (Bateman y Fonagy, 2008 y 2009; Rossouw y Fonagy, 2012).

La propuesta de AMBIT es invitarnos a pensar qué es lo que este perfil de jóvenes puede considerar que les sirve de ayuda, en lugar de seguir intentando vincular al joven a un servicio de ayuda determinado. AMBIT busca estimular una curiosidad real del profesional y del resto del equipo que le apoya, invitándonos a pensar y explorar de qué manera tanto nosotros los profesionales como otras personas significativas del entorno del menor podemos resultar de ayuda para los jóvenes.

En este sentido, un aspecto central en este modelo es tratar de ser muy sensible para poder apreciar el valor de ciertas relaciones de ayuda preexistentes. Esto implica renunciar a una posición de solucionadores de problemas de los profesionales que trabajan en cada caso, para pasar a considerar la posición alternativa de unirnos a un sistema de ayuda ya existente alrededor del menor –familia, amigos, adultos significativos del entorno del menor, otros profesionales, etc.–, pero del que el menor no se puede beneficiar por estar viviendo atrapado en una posición de hipervigilancia o desconfianza epistémica.

La mentalización

Una definición sencilla del concepto de mentalización dice así: la mentalización es la capacidad de vernos a nosotros mismos desde fuera y de imaginarnos a los demás desde dentro. Esta definición sintetiza los aspectos principales de la mentalización:

  • La capacidad de introspección, es decir, de poder acercarnos a dar sentido a las emociones que sentimos en relación con lo que estemos viviendo, así como la capacidad de poder pensar sobre lo que nos está pasando.
  • La capacidad de empatía, de poder ponernos en el lugar del otro, tratando de imaginar lo que puede estar sintiendo y pensando la otra persona. Aquí es importante recordar que ser empático de verdad es una elección, que nos pone en situación vulnerable, porque para conectar de forma auténtica con el otro tengo que conectar con algo mío que conozca ese estado emocional. Es una disponibilidad honesta para recibir el impacto de todo aquello que nos comunique la persona que atendemos, tanto verbal como no verbalmente. No se debe confundir con la simpatía, que con este perfil de jóvenes genera desconfianza o desvincula, y todavía menos con la falsa empatía del profesional que se hace el empático.
  • A estos dos aspectos hay que añadir la capacidad de poder percibir y comprender aquello que sucede a nivel emocional en las interacciones, es decir, el impacto emocional de todo aquello que decimos o hacemos sobre los demás, o la dimensión emocional de las interacciones.

Una definición más académica de la mentalización dice así:  Mentalizar en una forma de actividad mental imaginativa, es decir, percibir e interpretar el comportamiento humano en términos de estados mentales intencionales, tales como, por ejemplo, necesidades, deseos, sentimientos, creencias, objetivos, propósitos y razones (Bateman y Fonagy, 2016).

Tal como nos recuerdan Asen y Fonagy en una reciente publicación (2021), debemos recordar que es importante enfatizar la palabra imaginativa, ya la imaginación sustenta la mentalización. Esto es así porque nos permite acercarnos con curiosidad e intuición a los pensamientos, sentimientos e intenciones de los demás, además de ayudarnos a dar sentido sus acciones, tal como organizamos nuestras propias experiencias subjetivas.

La capacidad de mentalizar se da principalmente a un nivel preconsciente, aunque también puede ser una actividad que se lleve a cabo de forma explícita o controlada, es decir, como una actividad consciente y voluntaria de reflexión.

La mentalización es un proceso según el cual tratamos de dar sentido al mundo que nos rodea, atribuyendo estados mentales a nosotros mismos y a los demás. Esto nos permite anticipar y comprender nuestro propio comportamiento, el comportamiento de otras personas y las relaciones interpersonales. Es una capacidad central para la comunicación y las relaciones humanas.

Es una capacidad innata de representar las mentes de los demás, que depende del ambiente, es decir, del hecho de que hayamos sido adecuadamente mentalizados en nuestras primeras relaciones. Por lo tanto, la mentalización es relacional, puesto que se genera y se desarrolla en el contexto de las relaciones de apego. Hay una sólida evidencia que apoya la noción de que la mentalización no se hereda biológicamente, sino que se desarrolla en el contexto de relaciones de apego (Fonagy, Gergely, Jurist y Target, 2002). La capacidad de mentalizacio?n se desarrolla de manera óptima en el contexto de un vínculo seguro (Allen, 2013; Allen y Fonagy, 2008; Bleiberg, Rossouw y Fonagy, 2012), y se puede mejorar en el contexto de la relación terapéutica.

La mentalización sustenta la comprensión clínica, la relación y el cambio terapéuticos, pero debemos recordar que el ser humano no es demasiado bueno en mentalizar y que estamos diseñados para perder esta capacidad constantemente. La capacidad de mentalizar se ve muy fácilmente desbordada y nunca es enteramente estable, consistente o unidimensional. Todos tenemos más dificultades para mentalizar en situaciones de ansiedad elevada, mientras que la capacidad de recuperar la mentalización en estas situaciones es lo que nos hace más resilientes. De la misma manera, un equipo puede mejorar su rendimiento si se estimula la mentalización entre compañeros, aunque para ellos es necesario un clima de confianza epistémica (Dangerfield, 2017, 2021).

Ante situaciones que generan un mayor nivel de activación emocional, la capacidad de mentalizar queda inevitablemente afectada (Luyten y Fonagy, 2015). Esto nos sucede también de forma cotidiana a todos los profesionales de la salud mental, tanto durante nuestro trabajo asistencial con los pacientes, como en distintos momentos del trabajo en equipo y el trabajo con la red de servicios con los que nos coordinamos, sobre todo cuando trabajamos con casos de mayor complejidad.

Cuando una persona no está mentalizando, se muestra incapaz de considerar la perspectiva de los demás, tiene certezas injustificadas sobre los estados mentales internos de uno mismo y de los demás, se centra solo en factores externos concretos para explicar la conducta de otros, hace atribuciones infundadas sobre los pensamientos o sentimientos de los demás, muestra un aparente falta de interés en los estados mentales, hace explicaciones de eventos excesivamente detalladas, relatos de pensamientos y sentimientos que tienen poca o ninguna conexión con la realidad, tiende a idealizar o denigrar el discurso y se muestra sobre enfocado o estancado en solo una de las dimensiones de la mentalización, es decir, trata de controlar aquello que siente como fuera de control. Cuando estos modos de funcionamiento son predominantes, y no se equilibran con momentos en los que la persona es capaz de mentalizar, nos encontramos con mayor riesgo psicopatológico (Luyten et al., 2020).

El adolescente con déficits importantes en la capacidad de mentalización, que no se siente entendido, puede sentir el mundo en contra de él, algo que ataca y destruye su sentido de sí mismo que, además, está en proceso de formación. Esto destruye lo que él es y desata ansiedades de fragmentación, lo que conforma una realidad insoportable que le empuja a la actuación auto o heterodestructiva, o a un repliegue de un mundo vivido como muy amenazante e inseguro (Dangerfield, 2017).

Estas dificultades importantes en la capacidad de mentalizar de los adolescentes implican una inhibición severa de su curiosidad hacia los demás, algo que interfiere de forma muy significativa en las relaciones que puedan establecer. Esto es debido a la ausencia de interés por los pensamientos y estados emocionales de los demás, así como a la intolerancia a la toma de perspectivas distintas a las suyas sobre la realidad. Tienden a vivir atrapados en certezas sobre lo que los otros piensan o sienten, incapaces de poder estar en lo que se conoce como not-knowing position, la posición de no saber, imprescindible para poder sentar las bases de la mentalización.

El trabajo del ECID busca mejorar las capacidades de mentalización de los adolescentes y sus familias, para minimizar el riesgo psicopatológico y retomar proyectos de vida más constructivos. Pero para lograrlo, teniendo en cuenta que estamos trabajando con este perfil de población de alta complejidad, es imprescindible atender las fallas de mentalización que inevitablemente se dan en el equipo, en la red asistencial y en los procesos de aprendizaje sobre el trabajo en equipo. El modelo AMBIT garantiza que se cumplan estos objetivos, ya que propone una serie de principios y herramientas para mejorar la mentalización no solo en el trabajo con los adolescentes y sus familias, sino también en los equipos, la red asistencial y los procesos de aprendizaje sobre nuestro trabajo. AMBIT contribuye en gran medida a facilitar una relación terapéutica, permitiendo la organización de un sistema de atención que implica una reconsideración de lo que realmente puede ser útil para los jóvenes y las familias con las que trabajamos.

Este proceso comienza con un cambio en nuestras intenciones: en lugar de trabajar con la idea de facilitar un cambio en la mente de los adolescentes y sus familias para mejorar su calidad de vida, para que sufran menos, nos planteamos qué deberíamos cambiar en nuestra propia mente como profesionales y lo que tendríamos que cambiar en nuestros equipos, instituciones e incluso en la red asistencial, para facilitar el establecimiento de una relación con este grupo de jóvenes que no esperan nada bueno de una relación con otro ser humano, y comprensiblemente, mucho menos de una relación con un profesional de la salud mental.

Figura 1

Rueda AMBIT (Bevington & Fuggle, 2012)

Figura rueda AMBIT

El trabajo del ECID con el adolescente y su familia

En nuestra primera visita a la casa de Juan nos sorprendió su apariencia física frágil, así como la vulnerabilidad y el sufrimiento que comunicaba, aunque inicialmente sin demasiadas palabras. Parecía bastante sorprendido por nuestra llegada, aunque no articuló palabra ni salió de su habitación donde seguía jugado a un videojuego de guerra. Una compañera del ECID me acompañaba en esta primera visita en el domicilio, un piso bien cuidado y limpio, en un barrio de clase trabajadora. Nos recibió la madre de Juan que, mostrándose agradecida por el hecho que les visitáramos en su domicilio, en seguida empezó a compartir su desesperación por la situación de su hijo. La madre parecía más mayor de su edad, con humor depresivo y diciendo que ella estaba agotada, que llevaba años luchando para poder ofrecer a su hijo una vida mejor de la que ella tuvo, y que se desesperaba al ver que Juan no quería ni siquiera salir a la calle.

Juan presentaba un alto riesgo psicopatológico y un alto riesgo de exclusión social, así como un mal pronóstico, considerando su reticencia a aceptar las diferentes propuestas terapéuticas que se le habían ofrecido desde los servicios de salud mental. Las condiciones en las que vivía, retirado del mundo en su habitación, implicaban un riesgo de agravamiento y cronicidad de su estado físico y mental por el severo aislamiento, así como la dinámica relacional disfuncional en la que había quedado atrapada su familia durante muchos años.

En el ECID siempre acuden dos profesionales a las visitas domiciliarias iniciales. Un profesional suele quedar como referente para la familia, y el otro como keyworker para el menor. En las visitas familiares suelen estar siempre los dos profesionales, ya que son más exigentes y es más fácil que uno de los profesionales se pueda mantener en una posición de observador de la interacción, para salir al rescate en los momentos en los que el otro profesional, inevitablemente, pierde su capacidad de mentalizar.

Tras una conversación inicial con la madre, nos acompañó a la habitación del chico. Juan estaba sentado frente al ordenador, en una habitación iluminada solamente por la luz que la pantalla ofrecía, puesto que la única ventana tenía la persiana bajada. Llamaba la atención el hecho de que no parecía la habitación de un adolescente, sino que era como si se hubiera detenido unos años antes a lo largo del proceso evolutivo de Juan. El ordenador tenía un lugar destacado, así como una cómoda butaca de gamer, donde estaba sentado Juan que seguía jugando al videojuego de guerra, respondiendo sólo con monosílabos y algunos sonidos a los comentarios y presentaciones de la madre.

Me presenté y le pregunté a Juan si le parecía bien que entrara en su habitación. Él me dijo que sí, sin dejar en ningún momento de jugar al videojuego, aunque su tono y lenguaje no verbal me dieron la sensación de indicar todo lo contrario: un cierto malestar por mi presencia y lo que yo imaginaba como una muy comprensible desconfianza. Le dije que no sabía cómo se sentía él ahora, pero que me imaginaba que igual esto de que yo me hubiera presentado en su casa, y que ahora estuviera en su habitación, era un poco chocante y quizás le estaba haciendo sentir incómodo, o algo enfadado, y que me preguntaba si esto que estaba diciendo tenía sentido o no para él. Dijo que sí, que a él no le gustaban los psicólogos. Le pedí disculpas, diciendo que lamentaba estar generando ese malestar, y que esa no era mi intención con la visita. Le dije que había venido con ganas de conocerle, con interés por saber en qué ocupa su tiempo, y que eso es lo que querría pedirle, si me podría ayudar a conocerle un poco y también que él me pudiera conocer a mí, para entonces ver si podíamos hacer algún plan de trabajo juntos. Le dije que lamentaba estar causando malestar, y que entendía que quisiera que me marchara. Juan dijo que me podía quedar, pero que él seguiría jugando al videojuego. Le di las gracias, y me interesé por el videojuego al que estaba jugando.

De la misma manera que desde el ECID nos adaptamos a nivel de marco de trabajo externo, desplazándonos hasta donde están los menores y sus familias, también debemos adaptarnos al nivel de relación que puedan tolerar con nosotros. Aquí es donde el hecho de dar más importancia al proceso que al contenido del discurso del paciente, que plantea el Tratamiento Basado en la Mentalización (MBT), demuestra su utilidad. Teniendo en cuenta que nuestro objetivo es el establecimiento de la confianza epistémica, deberemos centrarnos en el proceso e intentar promover una experiencia donde el adolescente se sienta reconocido, especialmente en su sufrimiento.

Lo interesante es poder acompañarle en el proceso de desarrollar su capacidad de mentalización, más que conseguir que se adapte él a nuestro modelo de trabajo, por lo que deberemos adaptarnos a mantener nuestra atención y espacio de atención compartida en aquellas áreas donde se sienta más seguro, algo que, en el caso de Juan, significaba mantener nuestra atención compartida en el mundo virtual del videojuego. Sabemos que no podemos abordar la no mentalización con mentalización, puesto que esto solo contribuye a aumentar la ansiedad y desregulación del menor. Por este motivo, estimular la mentalización en áreas donde sea más tolerable es algo que facilita la experiencia de atención conjunta, donde el profesional y el adolescente se encuentran para empezar a observar, identificar, modular y expresar la experiencia emocional compartida en el aquí y ahora, aunque esto implique mantenernos en el mundo virtual del videojuego durante varias semanas, como en el caso de Juan.

El profesional del ECID, intentará mantener una actitud mentalizadora en todo momento, con la intención de modelar una nueva forma de aproximarse a la vida emocional y relacional, aunque sea en este foco limitado que el adolescente puede tolerar. Es lo que sucedió con Juan, donde se utilizó el escenario virtual del videojuego, y la cantidad e intensidad de momentos relacionales impactantes que se daban, para ir expresando lo que le sucedía al profesional, lo que sentía y pensaba sobre la experiencia vivida, así como para interesarse por lo que sentía y pensaba Juan en el juego.

El profesional se acercará al foco tolerable por el menor con una actitud mentalizadora, que implicará la curiosidad explícita, así como una invitación al adolescente a moverse con flexibilidad por los distintos polos de las dimensiones descritas por Lieberman (2007): mentalización de uno mismo versus de los otros, mentalización en relación con características internas versus externas y mentalización cognitiva versus afectiva.

El profesional busca estimular una mentalización efectiva, favoreciendo el mantener un equilibrio a través de estas dimensiones e invitando a aplicarlas de manera apropiada en función del contexto, en este caso todo lo que sucede y nos sucede mientras compartimos el videojuego. Con un foco puesto en dirigir la atención compartida a los estados mentales, utilizando un lenguaje ordinario, una actitud humilde y una curiosidad explícita basada en reconocer que necesitamos que sea el adolescente quien nos ayude a entenderle, asumiendo nosotros la necesidad que para ellos resulta bastante insoportable de reconocer.

La postura mentalizadora que el profesional del ECID modela, siguiendo diversas propuestas del modelo MBT sintetizados en una reciente publicación de Asen y Fonagy (2021), se basa en las siguientes características:

  • Mantener la capacidad de mentalizar, e identificar cuando se pierde, para tratar de recuperarla.
  • Aceptar siempre la perspectiva del paciente, sin cuestionarla de entrada. Nos interesa explorar las implicaciones emocionales de esta perspectiva que mantiene el adolescente y su familia.
  • Mantener una postura activa y explícitamente curiosa, que no implique fingir que estamos comprendiendo aquello que no comprendemos.
  • En este sentido, es fundamental alejarse de la posición de profesional experto. Debemos ser explícitamente humildes, reconociendo y mostrando nuestros fallos en nuestra propia capacidad de mentalizar, así como nuestra necesidad de ayuda de compañeros del equipo en el momento en que realmente sea así. Debemos modelar esta capacidad de aceptar nuestra necesidad de ayuda, así como nuestro interés en ser corregidos por otros cuando sea pertinente, algo que nos permite mostrarnos como capaces de cambiar de opinión.
  • Establecimiento de una atención conjunta con el adolescente y su familia hacia los estados mentales, tanto propios como ajenos.
  • Uso de un lenguaje ordinario, sin jerga técnica o profesional, evitando la posición de superioridad o control del profesional, basada en este uso de un lenguaje no comprensible para los usuarios.
  • Centrarse en la toma de perspectiva y en la identificación de discrepancias entre perspectivas, así como explorar sus orígenes.
  • Adoptar una postura de no saber, evitando las certezas.
  • Modelar un esfuerzo activo e intencional para descubrir lo opaco de la vida mental.
  • Mostrar perseverancia al explorar malentendidos después de que hayan surgido.
  • Hacer explícitos nuestros estados mentales en el aquí y ahora del encuentro con el menor y la familia, reconociendo sobre todo nuestros sentimientos de confusión, de temor, de perplejidad, así como nuestras capacidades de auto-reflexión.
  • Sentido del humor, utilizado de forma apropiada en función del contexto, que puede ser referido al propio profesional, que se siente seguro en esta posición explícitamente alejada del papel de experto.

El objetivo de esta posición es trabajar hacia el mejor manejo de las emociones, de lo que Jurist (2005, 2008 y 2018) define como la afectividad mentalizada, un proceso que busca mejorar la capacidad de identificar, modular y expresar nuestros estados emocionales. Este proceso implica poder acompañar a los pacientes a tolerar progresivamente, siempre que sea posible y adecuado, el contacto con emociones dolorosas. Jurist (2018) destaca que este proceso permite que podamos observar y reflexionar sobre las emociones, sin sentirnos impulsados a actuar sobre ellas. La afectividad mentalizada nos ayuda a apreciar que la mentalización no es exclusivamente cognitiva, e implica una aceptación de cómo las emociones pueden ser confusas y difíciles de identificar.

Con Juan, el foco de nuestra atención inicial era el videojuego que compartíamos. Como era de esperar, mi habilidad en el videojuego era muy limitada, por lo que mi personaje era incapaz de manejarse en ese complicado mundo virtual lleno de enemigos, siendo imposible para mí poder sobrevivir más allá de unos pocos segundos cada vez que se iniciaba una partida. Juan se desesperaba por mi incompetencia en el videojuego, algo que yo solía tomarme con cierto humor auto-despreciativo, mezclado con momentos en los que le pedía ayuda para que me enseñara a manejarme algo mejor y a defenderme de tantos peligros que nos acechaban.

En una visita, Juan me sorprendió con una modalidad del juego sin enemigos, diciéndome que había elegido un modo de entreno que era mucho más fácil, para enseñarme a moverme por el mundo virtual del juego. Pensé que quizás esto podía ser entendido también como una comunicación valiosa de sus propias necesidades, como si me estuviera haciendo saber que necesitaba sentir que pudiéramos disponer de un tiempo juntos, durante el cual movernos por un entorno más seguro, antes de tener que enfrentar y abordar las realidades más complejas y amenazantes de la realidad fuera de casa, así como de sus propios miedos a hacerles frente. Obviamente no le dije nada sobre estas hipótesis que yo me iba formulando, puesto que sería muy prematuro en este momento invitarle a mentalizar sobre la experiencia que yo me estaba imaginando. Este movimiento hubiera implicado moverle a contactar con la realidad externa intolerable, y con sus necesidades emocionales que debían ser atendidas para poder hacerle frente, algo que en ese momento hubiera provocado muy probablemente un impacto que inhibiera su capacidad de mentalizar, en lugar de favorecerla, como era nuestro objetivo. Además, en este momento Juan estaba mostrando una muy adecuada capacidad de mentalizarme a mí, algo que le llevó a adaptar las exigencias del juego a mis limitaciones y dificultades, con la idea de ayudarme a poder mejorar mi tiempo de supervivencia en el mundo virtual. Le di las gracias por su ayuda, diciéndole que me sentía muy bien entendido por él y que eso me ayudaba. Le dije que su capacidad de entender mi temor y dificultad en el videojuego, me hacía sentir más seguro y con mayor confianza en las posibilidades de aprender a manejarme en ese mundo virtual.

En este momento del proceso terapéutico, era yo quien debía asumir la posición más vulnerable y frágil, algo que desde el ECID vemos como un aspecto clave del proceso con este grupo de jóvenes que tienen comprensibles dificultades para aceptar la posición del que necesita ayuda. El profesional del ECID la asume de entrada, modelando una nueva forma de acercarnos a nuestros propios estados mentales, capacidades y limitaciones, así como modelando la importancia y el valor de la necesidad de ayuda, que favorecen unas mejores posibilidades de gestión de la vida emocional y relacional.

A pesar de la ausencia de enemigos en el modo del juego que Juan había elegido, mi personaje seguía muriendo con facilidad, debido a mi absoluta falta de destreza en este mundo virtual. Juan se quedaba sorprendido y se mostraba consternado por mi torpeza y dificultades en el juego. Sin embargo, fue lo suficientemente paciente como para ayudarme a mejorar un poco y conseguir que pudiera mantenerme con vida durante unos minutos. Yo trataba de hacer comentarios muy explícitos sobre mi miedo y confusión que eran bien reales en ciertas situaciones del juego, así como mi necesidad de ser ayudado por él para aprender a sobrevivir y seguir adelante cuando me enfrentaba a situaciones desafiantes. A la vez, me centraba en mentalizar este momento de nuestra relación, haciendo explícita de forma continuada el reconocimiento y agradecimiento por su adecuada capacidad de mentalizarme y el valor que tenía en el proceso.

Esta fue una parte valiosa de las sesiones iniciales en casa de Juan por varios motivos que caracterizan el trabajo del ECID: el profesional está dispuesto a encontrarse con el adolescente donde este se sienta seguro, tiene curiosidad explícita sobre aquello que le interesa al adolescente, asume inicialmente un lugar más vulnerable, hace explícita su necesidad de ayuda del menor para comprender su mundo y, lo más importante, puede sentirse seguro en la posición de no saber y de reconocer esta necesidad de ayuda, con una humildad explícita que le aleja de la posición de profesional experto.

En el ECID, los profesionales modelan esta nueva o distinta manera de estar en las relaciones, tanto hacia los demás como a nivel intrapsíquico. Consideramos que es difícil llevar a cabo esta fase del proceso terapéutico en contextos hospitalarios o ambulatorios, puesto que estos dispositivos colocan de entrada al adolescente en el lugar del paciente y al profesional en el lugar del experto, posición desigual que viene agravada en algunas instituciones por el uso de batas blancas y mesas, que incomprensiblemente todavía se siguen utilizando en algunos servicios de salud mental infanto-juvenil.

En el caso de Juan, el hecho de ser colocado en el lugar del paciente que necesitaba ayuda había contribuido a que los tratamientos anteriores fallaran, puesto que esto implicaba pedirle que tolerara abordar sus dificultades sin esta fase previa de modelaje y de asumir la necesidad por parte del profesional, pidiéndole que aceptara la posición del que necesitaba ayuda demasiado pronto. Además, desde el ECID consideramos también que nuestra postura de llevar la mirada y el trabajo terapéutico a la vida cotidiana de los adolescentes y sus familias, puede contribuir a reducir el estigma de la asistencia en servicios de salud mental ordinarios, algo que investigaremos para acabar de corroborar nuestras impresiones basadas en la observación clínica.

Cuando Juan me dijo: “¡pues tío, eres un psicólogo muy raro!”, me pregunté en voz alta cuál era su idea de un psicólogo. Me dijo que yo no hablaba como un psicólogo, porque no le había hecho hablar sobre sus problemas, así como tampoco me había centrado en la necesidad de volver al instituto para retomar sus estudios. Agregó que, cuando había visto a otros psicólogos, todos querían hablar sobre estas dificultades y que eso no lo soportaba.

El proceso terapéutico con Juan fue desarrollándose hasta que pudimos empezar a ampliar el foco de nuestra atención compartida, saliendo del mundo virtual y acercándonos a su mundo interno y a la realidad externa, y a las importantes dificultades que Juan tenía en esos ámbitos. Se fue dando un proceso en el que finalmente cambiamos el foco para comenzar a abordar sus propias dificultades a enfrentar la vida y el mundo exterior, trabajando juntos para poder salir de su habitación y regresar a la vida fuera de casa. Juan toleró que se intercambiaran los roles, pasando a ser él quien pudo reconocer y aceptar su necesidad de ayuda para enfrentar la vida, asumiendo yo el lugar de quien le facilitara este proceso, tal como él había muy adecuadamente hecho conmigo en su mundo virtual.

Hemos conocido a muchos jóvenes como Juan, que han vivido muy aislados emocionalmente, en situaciones de intenso sufrimiento, que es algo que configura un mundo interior lleno de dolor sin palabras. Nuestro enfoque inicial con Juan respetó su necesidad de no ser obligado a salir de su habitación e ir a un centro de salud mental. También era muy importante reconocer y validar el impacto que mi presencia en su casa tenía en él, así como ser explícitamente curiosos acerca de sus intereses y su vida en el hogar. Este proceso facilitó una experiencia de contención que ayudó a disminuir sus ansiedades persecutorias y le permitió comenzar a sentir cierta curiosidad hacia el profesional. Sabemos que la experiencia de sentirse visto y comprendido, especialmente acerca de las emociones dolorosas de uno, es uno de los aspectos claves para el establecimiento de una relación de confianza epistémica.

Debido a nuestra experiencia al trabajar con adolescentes de alto riesgo y toda la evidencia sobre experiencias relacionales adversas, nos gusta describir nuestro trabajo en el proyecto ECID de la siguiente manera: un enfoque de salud mental basado en una comprensión profunda de la dinámica y la historia familiares, que nos lleva a participar en la vida cotidiana de la familia, para conocer de primera mano lo que significa vivir en ese hogar. Estamos convencidos de que este nivel de comprensión es imposible de alcanzar en los servicios ambulatorios u hospitalarios, donde existen límites comprensibles a lo que se puede valorar y entender de cada caso, así como límites comprensibles en el campo de intervención de los profesionales.

El proceso terapéutico en el ECID siempre comienza con una fase de evaluación y formulación del caso. A diferencia de las intervenciones habituales de salud mental, esta fase puede prolongarse en el tiempo, yendo mucho más allá de las tres o cuatro visitas de evaluación iniciales. Esto se debe a que no existe demanda de ayuda por parte del joven, por lo que dedicamos tantas visitas como sea necesario para lograr el establecimiento de una relación mínima de confianza. Evidentemente, estas visitas también aportan mucha información, sobre todo cuando se realizan en el domicilio.

Tenemos una muy buena herramienta que facilita el proceso diagnóstico: las cartas AIM, de Adolescent Integrative Measure, que es un cuestionario que se presenta en la lúdica forma de una baraja de cartas, y que ha sido adaptado por Dickon Bevington y Peter Fuggle de la Hampstead Child Adaptation Measure (H-CAM), que es una entrevista de evaluación escrita originalmente por Peter Fonagy y Mary Target. Las cartas AIM son una evaluación multinivel y multidimensional, que intenta recopilar una imagen global del nivel de funcionamiento del joven. Las áreas que mide son: función de la vida diaria, factores socioeconómicos, relaciones familiares, relaciones sociales, psicopatología, respuesta de los jóvenes a su situación y la complejidad de las dificultades. En el ECID hemos traducido, editado y publicado las cartas en versión española, algo que nos resulta de mucha utilidad con los menores atendidos.

Los 4 años de experiencia con esta herramienta diagnóstica nos han confirmado su utilidad y eficacia para la exploración exhaustiva de la situación actual del adolescente a distintos niveles, así como la buena aceptación por parte de los jóvenes, debido al formato de juego en el que se presenta. Permite además seguir el proceso terapéutico, puesto que se puede utilizar al cabo de un cierto tiempo, que no suele ser menor a los 6 meses desde el inicio del trabajo con el adolescente y su familia.

Disponemos de otra valiosa herramienta de AMBIT para el proceso inicial de exploración y formulación del caso, que es el mapa de planificación activa. Se trata de una propuesta para identificar y explicitar, juntamente con el adolescente, las fortalezas y dificultades en tres distintas áreas de su vida relacional:

  • Las relaciones consigo mismos: qué aspectos valoran de sí mismos y qué dificultades nos han ayudado a identificar en la forma en la que se tratan a sí mismos. Aquí es importante recoger los procesos de pensamiento que se activan internamente ante situaciones de desregulación emocional, sobre todo aquellos centrados en dinámicas de auto-desvalorización y autocastigo.
  • Las relaciones con la familia más cercana y amigos: aspectos positivos y dificultades en las relaciones con los distintos miembros de la familia más cercana, así como de los amigos más cercanos, si los hay.
  • Las relaciones con otras personas no tan cercanas: aspectos positivos y dificultades en las relaciones con la familia extensa y otras personas del entorno relacional no tan cercano, como compañeros de clase, vecinos, etc.

El profesional escribe sus impresiones sobre cada uno de los apartados anteriores, especificando las fortalezas y dificultades, y pidiendo al adolescente que le diga si su comprensión es adecuada o si se debe corregir. Esto se hace sobre unas formas ovaladas concéntricas dibujados sobre una hoja de papel, donde la más central representa las relaciones con uno mismo. Es una forma valiosa de compartir explícitamente nuestros mejores esfuerzos para comprender al adolescente, transmitiendo nuestras intenciones y mostrándonos empáticos y sensibles a las dificultades que describamos. El proceso se completa con la posibilidad que le damos al joven de corregir nuestra comprensión de su situación, de manera que lleguemos a una mayor sintonía sobre su momento actual, algo que nos ayuda a comenzar a elaborar un plan de colaboración sobre el trabajo que tenemos por delante.

El siguiente paso consiste en definir objetivos del trabajo conjunto, basándonos en las dificultades más importantes que hemos identificado, sobre todo aquellas que urge más atender. Esto también se hace juntamente con el adolescente, de manera que el plan de trabajo terapéutico acaba siendo diseñado entre los dos, algo que favorece la implicación del adolescente en el mismo. Este proceso se va revisitando y redefiniendo en función del proceso, adaptándonos siempre a las necesidades y particularidades de cada adolescente y su familia.

Sintetizando, en todo proceso terapéutico llevado a cabo desde el ECID, nos centramos en hacer más explícita la dimensión relacional en el proceso de cuidado. Esto se manifiesta a diferentes niveles:

  • Comprender las dificultades y fortalezas de los jóvenes y sus familias desde una perspectiva relacional.
  • Comprender la relación entre jóvenes, familias y profesionales implicados. Esto incluye comprender el impacto de las dificultades relacionales y emocionales de nuestros pacientes en los profesionales y los diferentes equipos.
  • Comprender el cuadro clínico actual de los adolescentes desde una perspectiva del desarrollo, incluida una evaluación adecuada de las experiencias relacionales adversas sufridas a lo largo del proceso evolutivo.
  • Evaluación de la presencia de experiencias relacionales adversas en el proceso de desarrollo de los padres, así como la transmisión transgeneracional del trauma relacional y su relación con el cuadro clínico actual del joven.
  • Comprender las dificultades de relación entre los diferentes servicios de la red asistencial, que surgen frecuentemente cuando todos intentamos ayudar a menores y familias de alto riesgo.

Hay que destacar la importancia del primer contacto con el adolescente y lo decisivo que es para el resto del proceso. El rol activo del profesional implica conocer al adolescente dondequiera que se encuentre. Esto facilita la relación, pero también tiene un impacto considerable, especialmente en el encuentro inicial. Por eso tratamos de centrar el foco en intentar que el joven se sienta visto y comprendido por nosotros desde el principio, debiendo validar el rechazo o la desconfianza inicial del joven, sobre todo si nos presentamos en su domicilio sin que haya pedido ayuda ni haya aceptado nuestra visita. A menudo esto significa diversas visitas domiciliarias en las que nuestro único propósito será validar el malestar del joven que se desencadena con nuestra presencia. En tal escenario, nuestro objetivo es que se sientan adecuadamente reconocidos por nosotros en lo que están sintiendo y en lo que estamos contribuyendo a hacerles sentir, algo que también modela el reconocimiento explícito del impacto que provocamos en los demás.

Este es uno de los pocos recursos para facilitar el establecimiento de una mínima relación de confianza; a través de esta experiencia en la que el joven puede sentirse comprendido y donde mostremos explícitamente nuestra curiosidad por su vida, así como los límites de nuestro propio conocimiento que justifican esta necesidad explícita de su ayuda para comprenderles.

Por todo lo expuesto, vemos que el modelo del ECID es, sobre todo, una forma diferente de estar con el joven, informada por la teoría y técnica de la MBT (Bateman & Fonagy, 2016). En este sentido, el profesional no debe tener la capacidad de leer siempre con precisión los estados emocionales del joven, sino que debe modelar una forma de abordar las relaciones que refleje la expectativa de que los pensamientos y sentimientos se iluminen, enriquezcan y modifiquen, en el proceso de aprender sobre los estados mentales de uno mismo y de los demás (Bateman y Fonagy, 2012).

Al mismo tiempo, el profesional hará explícita su curiosidad y mantendrá su conciencia del impacto de la emoción, así como el hecho que la mente del otro es opaca, al tiempo que modelará la capacidad de tomar diferentes perspectivas sobre una misma realidad. La intención del profesional del ECID es, sobre todo, promover una atmósfera de confianza epistémica que restaure la capacidad de agencia y esperanza de los adolescentes.

Nuestra principal tarea es intentar ofrecer una relación en la que los jóvenes puedan vivir la experiencia de alguien que se interese genuinamente por ellos, alguien que tenga su mente en mente y que les haga sentir que importan como seres humanos, al tiempo que les muestra cómo los profesionales tratan de responder de manera contingente en una amplia gama de situaciones diferentes.

También debemos tener en cuenta que, para muchos de estos jóvenes, acercarse a pensar en aspectos centrales de su historia pasada y presente es bastante insoportable, por el nivel de sufrimiento relacionado con la historia marcada por experiencias relacionales adversas. Juan me dijo que no le gustaba hablar de su vida, algo que yo respetaba, ya que solo desencadenaba intensas ansiedades que interferirían en mi objetivo de facilitar el desarrollo de sus capacidades de mentalización. Comprendí que era importante darle tiempo a Juan para que intentara desarrollar la mentalización en un área donde fuera más tolerable y seguro hacerlo: el videojuego. También descubrimos que esto podría lograrse más fácilmente si nos acercábamos a la mentalización desde el nivel más primitivo de las diferentes experiencias sensoriales encontradas en este mundo virtual que ambos estábamos compartiendo, así como la experiencia emocional compartida durante el juego.

Otro punto que siempre tenemos en cuenta desde el ECID es lo que llamamos el proceso de andamiaje de las relaciones existentes. En esta parte del trabajo con cada adolescente y su familia, nos dedicamos a investigar con quién podemos contar del entorno familiar y social del menor, intentando identificar y valorar la ayuda que el joven pueda recibir de estas personas. Una parte importante de nuestra intervención con los adolescentes es favorecer un cambio de actitud hacia la ayuda, de manera que puedan beneficiarse de las relaciones de ayuda que puedan existir en su entrono relacional más cercano, pero de las que no se podían beneficiar. Este proceso implica evaluar y manejar el riesgo implícito en algunas de estas relaciones, lo que nos lleva en todos los casos a trabajar también con los progenitores o los adultos con los que el menor conviva.

Este proceso tiene que ver con la necesidad de estimular nuestra curiosidad como profesionales más allá de lo que nosotros podemos ofrecer, siendo humildes ante el hecho de que nos estamos sumando a un sistema de ayuda que puede que ya exista en torno al joven, pero un entorno del que el menor no se podía beneficiar, al vivir encerrado en la hipervigilancia o desconfianza epistémica. Es una parte muy importante del proceso terapéutico, ya que implica que, en lugar de ver que la solución a la situación del joven proviene solo de nosotros, reconocemos y ayudamos a identificar el valor de las relaciones con otras personas en su entorno familiar, social y profesional.

Cuando desde el ECID conseguimos un cierto cambio de actitud del menor hacia la ayuda, así como una generalización de este cambio a su entorno relacional de confianza, con el que habremos trabajado, consideramos que nuestra intervención ha sido fructífera. Nuestro objetivo es ofrecer una relación en la que el joven pueda revisitar el proceso de desarrollo psico-evolutivo que conduce al sentido de agencia sobre la propia vida y de confianza que, a su vez, facilita la mentalización (Malberg, 2013 y 2019). El objetivo general de esta intervención es proporcionar un modelo diferente de relación tanto para el adolescente como para los sistemas que lo rodean, con el objetivo de conseguir una generalización de esta experiencia emocional diferente en el contexto del entorno relacional del joven: familia, amigos, escuela, etc. Esta generalización es el objetivo final de nuestra intervención, puesto que la experiencia clínica nos muestra que es la condición que determina el efecto terapéutico de la intervención del ECID, así como de cualquier intervención psicoterapéutica.

El trabajo en equipo en el ECID

En el ECID, consideramos que la principal función de cualquier equipo asistencial es la de ofrecer apoyo al impacto emocional vivido por los profesionales de forma cotidiana en su trabajo, sobre todo si se trabaja con jóvenes de alto riesgo. En las profesiones asistenciales, tenemos muy claras las funciones de los profesionales de cara a tratar de ofrecer los mejores cuidados a las personas atendidas, pero rara vez están igualmente desarrollados sistemas para atender y cuidar a los profesionales, y todavía menos protocolizados en los equipos.

En este sentido, cuando presentamos el ECID en foros profesionales, solemos preguntar a los asistentes si alguna vez, al salir de una reunión de equipo, se ha sentido peor de cómo estaban al entrar en la reunión. Como es esperable, la práctica totalidad de los presentes suelen levantar la mano, incluidos obviamente los profesionales del ECID que están presentando. Entendemos que este hecho de salir de una reunión de equipo sintiéndose uno peor de como había entrado, es una evidencia que en esa reunión el equipo no ha funcionado como tal, ofreciendo apoyo y contención al impacto emocional vivido por el profesional en su trabajo.

Es habitual que, en reuniones de equipo, cuando se comparten casos clínicos, los profesionales que escuchan se colocan en una posición de resolución de problemas. Esto implica que, el profesional que escucha cómodamente sentado en la sala de reuniones asume una posición de qué haría yo si este caso fuera mío, cómo entendería la situación del paciente, qué es lo que mi compañero/a no ha visto o no ha entendido, qué se le podría decir al paciente, cómo se hubiera podido manejar esta situación para obtener un mejor resultado, etc. Todo esto puede ser muy valioso y pertinente para la intervención terapéutica, pero deja sin atender el impacto emocional que está viviendo el profesional que ha presentado el caso.

Desde la teoría de la mentalización, sabemos que las situaciones de mayor impacto emocional inhiben nuestra capacidad de mentalización. Por este motivo, todos los profesionales, a pesar de su contrastada experiencia y formación, seguirán perdiendo su capacidad de mentalizar en situaciones de mayor activación emocional. Por este motivo, su capacidad de dar respuesta a ciertas situaciones con pacientes quedará inevitablemente interferida. La propuesta desde el ECID es que el equipo no debe mentalizar por los profesionales en estas situaciones, ya que esto solo confirma su fragilidad y ansiedades, sino que deberá atender el impacto emocional que ha desregulado al profesional, con el objetivo de facilitar la recuperación de la capacidad de mentalización del mismo. Esto es lo que conduce a lo que desde AMBIT se conoce como un equipo bien conectado, un proceso que requiere tiempo y esfuerzo, por parte de todos los miembros. Para lograrlo, el equipo debe partir de un lugar donde sea seguro ser honestos acerca de nuestros miedos, ansiedades y otras emociones desagradables relacionadas con nuestro trabajo y, en ocasiones, con nuestras vidas. Es necesario recordar aquí un planteamiento básico de AMBIT para cualquier profesional asistencial: no debemos avergonzarnos de sentir ansiedades en nuestro trabajo, más bien deberíamos preocuparnos cunado no las sentimos, ya que esto indicaría que o bien no estamos adecuadamente disponibles para recibir el impacto emocional de todo aquello que nos comunican los pacientes, o bien nos disociamos o negamos ese impacto. Esto es lo que lleva al aislamiento del profesional dentro del equipo, aislamiento debido a la imposibilidad de poder identificar, modular y expresar sus propias emociones dolorosas en relación con el trabajo, algo que aumenta el riesgo del síndrome de burnout y afecta de forma significativa en la calidad de la asistencia ofrecida por el mismo.

Consideramos la confianza epistémica como el concepto clave y organizador del trabajo de la ECID. Como sabemos, se ve facilitada por la experiencia de ser adecuadamente comprendidos por el otro, especialmente en nuestro sufrimiento. Esto es lo que siempre hemos intentado conseguir en nuestro equipo: hacer que nuestros compañeros de trabajo se sientan vistos y comprendidos por los demás, como una forma de apoyarlos en su trabajo. También ofrece al equipo una forma de modelar lo que sabemos que necesitan nuestros pacientes y los profesionales de los diversos equipos de la red más amplia.

Una dificultad para quienes trabajan en el campo de la salud mental es la capacidad de estar verdaderamente disponibles para los jóvenes y las familias con las que trabajamos. Esta disponibilidad real tiene que ver con nuestras capacidades emocionales para tolerar esta posición, así como nuestra capacidad para soportar el intenso sufrimiento que nos transmiten las personas a las que tratamos de ayudar. Esto es particularmente difícil cuando se trabaja con el grupo de jóvenes que no buscan ayuda, o aquellos que realmente no quieren trabajar con nosotros, por mucho que tengamos en mente el aspecto adaptativo del rechazo a veces activo de nuestra presencia en sus hogares, que muestran con una amplia gama de comportamientos.

Por este motivo, en nuestra experiencia, gestionar el impacto emocional de todos los profesionales del ECID mediante la valiosa herramienta del pensar juntos se convierte en una de las contribuciones clave del modelo AMBIT a nuestro trabajo.

El objetivo del pensar juntos es ofrecer una experiencia donde los compañeros de equipo, siguiendo una serie de pasos, tratan de imaginar lo que sería para ellos estar en la piel del profesional que ha presentado la situación compleja que le genera ansiedad, pasando a tener una conversación entre ellos y delante del compañero que ha presentado el caso, que se mantiene en silencio. La idea es que el profesional que ha presentado pueda sentirse adecuadamente mentalizado, y que esta experiencia sirva para ayudarle a modular el impacto emocional, algo que a su vez favorecerá una recuperación de su capacidad de mentalizar sobre la situación concreta que le preocupa. La experiencia nos muestra como, con frecuencia, esta técnica favorece que el mismo profesional pueda tomar una perspectiva distinta sobre el caso y él mismo encontrar una manera de proceder o de intervenir que sirva, como consecuencia de haberse contenido las ansiedades que interferían en que pudiera llegar él mismo a una salida más adecuada para el caso en cuestión. De todas formas, en un segundo momento todo el equipo puede pensar sobre los posibles modos de proceder, aunque siempre después de haber mentalizado al compañero.

Debemos ser conscientes del riesgo que implica que un profesional trabaje solo y que el aislamiento de un profesional en cualquier profesión asistencial es un importante motivo de desgaste y sufrimiento, algo que incide directamente en su trabajo y en la calidad de la asistencia ofrecida. El objetivo de esta forma de organizar el trabajo en equipo es conseguir un equipo bien conectado, donde tengamos en cuenta que el éxito de las intervenciones depende de que el equipo funcione cuidando las relaciones y la capacidad de mentalizar de los compañeros, de manera que todos mantengamos un equilibrio entre la muy necesaria relación con cada uno de los menores y familias atendidos, y la igualmente necesaria relación con los compañeros del equipo que nos apoyan en dicha tarea. Es un proceso complejo que no es fácil de implementar en un equipo a no ser que haya una base suficientemente buena en las relaciones. Si hay conflictos serios o rivalidades no resueltas, estas situaciones se deberían abordar antes de intentar incorporar un pensar juntos y trabajar hacia un equipo bien conectado. Una formación en el modelo AMBIT es la mejor forma de empezar a trabajar en esta dirección.

Sabemos que el aislamiento del profesional es demasiado habitual en la mayor parte de los centros de salud mental y servicios diversos en hospitales, debido tanto a la presión asistencial impuesta, como a la poca importancia que se da a la que debería ser la principal función de cualquier equipo de salud mental en relación a la tarea del trabajo en equipo: el ofrecer apoyo y contención de forma protocolizada a las ansiedades vividas por todo profesional de la salud mental de forma cotidiana en su trabajo clínico.

AMBIT plantea un cambio de paradigma en el trabajo en equipo: de un equipo multidisciplinar alrededor de un adolescente y su familia, a un equipo multidisciplinar alrededor del profesional que tiene la relación privilegiada con el menor: el keyworker. De esta manera evitamos pedir al joven que tenga que relacionarse con distintos profesionales a la vez. Para un joven con dificultades de vinculación con los servicios asistenciales, pedirle que establezca una relación con un solo profesional ya es mucho, así que pedirle que se relacione con tres o cuatro profesionales distintos dentro de un mismo equipo es excesivo y puede contribuir al fracaso de la intervención. En el ECID cualquier profesional puede ser referente del caso: psicólogos, psiquiatras, trabajadores sociales, enfermeros o educadores sociales. El resto de los compañeros se organizan como equipo alrededor del keyworker con dos funciones: la principal, de ofrecer contención al impacto emocional vivido por el compañero en su trabajo asistencial directo con el joven o la familia, y la secundaria, de ofrecer apoyo al keyworker desde la especialidad concreta de los distintos profesionales del equipo. El keyworker deberá tener flexibilidad para vehiculizar las distintas aportaciones de los compañeros en función de las necesidades del caso. De esta manera, el joven recibirá la ayuda de un equipo multidisciplinar, pero desde la única relación con su profesional referente. Como es obvio, este modelo implica poder asumir una posición mucho más humilde, saliendo de la posición de profesional experto y asumiendo de forma explícita ante el joven nuestra necesidad de ayuda por parte del resto de compañeros del equipo, ayuda que en ocasiones puede ser pedida delante del menor, iniciando una conversación con un compañero que nos ayuda a recuperar nuestra capacidad de mentalizar. De esta forma modelamos también el valor del hecho de poder tolerar la necesidad de ayuda del otro, algo fundamental para estos menores que viven encerrados en la desconfianza epistémica. Modelamos una posición que implica poder tolerar una seguridad en la incertidumbre o en el no saber, seguridad que deriva del hecho de confiar en el otro como apoyo para nuestra capacidad de mentalizar.

Este modelo de trabajo en equipo también influyó en la elección del local del ECID, ya que no elegimos una instalación ordinaria que pudiera recordarnos a un servicio de salud mental convencional, con diferentes oficinas para cada profesional. En cambio, nos decidimos por lo que sería un lugar de trabajo colaborativo, con una gran sala principal y solo dos oficinas separadas, con la idea de que el espacio también podría limitar el aislamiento profesional, fomentar la colaboración, promover el aprendizaje en equipo y favorecer un equipo bien conectado.

El trabajo del ECID con la red asistencial

Laura era una joven de 16 años que presentaba graves trastornos de conducta de larga evolución y absentismo escolar crónico, pasando la mayor parte de su tiempo en la calle. A menudo se escapaba de casa y se involucraba en situaciones de alto riesgo. Se autolesionaba con frecuencia y también usaba diferentes tipos de drogas y alcohol para controlar su desesperación e intensas ansiedades. Vivía con su madre, siendo una familia conocida por los servicios asistenciales, ya que habían sido atendidos por los servicios sociales, el servicio de protección a la infancia, el centro de salud mental infanto-juvenil, el centro de salud mental de adultos, la policía y una larga lista de diferentes profesionales y servicios de la red asistencial y judicial.

Conocí a Laura en el hospital de día para adolescentes donde trabajaba antes de que pusiéramos en marcha el primer ECID en Badalona. Había sido ingresada en la unidad de agudos en diversas ocasiones, y ahora nos la derivaban desde en centro de salud mental infantojuvenil por el alto riesgo que presentaba, además de que no le podían ofrecer ningún tratamiento debido a su asistencia irregular y falta de adherencia a las propuestas de los profesionales. Como era de esperar, su asistencia al hospital de día también fue muy irregular. De vez en cuando aparecía y pasaba unas horas con nosotros, pero no había forma de que se vinculara a ningún proceso terapéutico habitual.

Una mañana que apareció por el hospital de día, me dijo que el día anterior había estado en otro centro hablando con una profesional, aunque no sabía si había sido una trabajadora social del servicio de protección a la infancia o de los servicios sociales. Me dijo que veía a tantos profesionales que estaba confundida, teniendo que recordar a tanta gente. Le dije que pensaba que tenía razón, que me imaginaba que era muy confuso para ella tener que ver a tantos profesionales diferentes y que tenía la sensación de que no la estábamos ayudando así, preguntándole qué pensaba sobre esto. Me dijo que la mujer que vio ayer era simpática y que aquí, en el Hospital de Día, también éramos gente simpática, pero que por mucho que viniera o fuera a ver a otras personas de vez en cuando, era cierto que no la estábamos ayudando y que las cosas se estaban poniendo muy mal en su vida. Le dije que lamentaba mucho esto que me decía y le pedí que me ayudara a entender qué podíamos hacer para tratar de ayudarla. Ella me preguntó sorprendida si de verdad la queríamos ayudar. Le dije que nos gustaría intentarlo, pero que necesitaba que ella me ayudara a entender cómo hacerlo de una manera que funcionara para ella. Ella dijo que, si realmente la queríamos ayudar, teníamos que ir a su casa y darnos cuenta de lo que era vivir allí.

La comunicación de Laura tenía sentido y conectaba completamente con lo que el ECID plantea: tenemos que llevar la mirada terapéutica a la vida cotidiana de estos jóvenes, para comprender de verdad lo que son sus vidas y poder diseñar planes terapéuticos adecuadamente adaptados a sus realidades, necesidades y dificultades. A su vez, ir a sus domicilios y no pedir que sean ellos los que vengan a los servicios de salud mental, favorece la vinculación de una forma sorprendente, pero muy valiosa con este perfil de adolescentes.

Lo que Laura también nos ayudó a entender fue el sinsentido de las redes asistenciales: se les pide a estos jóvenes desorganizados y con dificultades de vinculación, que se vinculen con muchos profesionales y hagan un buen uso de estas relaciones. Nuestra experiencia asistencial con el grupo de jóvenes de alto riesgo nos había enseñado que uno de los problemas más comunes que encontramos es que cuanto más grave es el caso, más servicios intervienen en el mismo. Es una situación ciertamente sorprendente si tratamos de verlo desde la perspectiva del menor, puesto que son adolescentes con muchas dificultades para establecer una sola relación de confianza con un adulto, y les pedimos que se vinculen con muchos profesionales de distintos servicios a la vez, y que integren y hagan buen uso de la información transmitida por cada uno de ellos. Profesionales todos ellos con las mejores intenciones, y que atienden cada uno al menor desde su rol profesional, su marco teórico de referencia, su foco concreto o focos de intervención, etc. Es decir, sería como ofrecer al joven distintas lenguas para nombrar su realidad confusa y fragmentada, algo que acaba teniendo un efecto que desde AMBIT se denomina torre de Babel. Si consideramos las dificultades que presenta este grupo de jóvenes en sus capacidades de mentalización, así como su vida desorganizada a nivel externo e interno, probablemente podríamos mentalizar su experiencia con nuestra red como: “Yo, un adolescente fragmentado y desorganizado, con una vida desorganizada y una familia desorganizada, ¿tengo que integrar y hacer un buen uso de todo aquello que vosotros los profesionales no habéis podido integrar y organizar en tantos años?”. Visto así, es fácil entender que nuestra forma de ofrecer e intentar trasmitir ayuda desde la red a estos jóvenes de alto riesgo, es algo que contribuye al fracaso de la ayuda.

A pesar de las mejores intenciones de todos los profesionales involucrados, con mucha frecuencia asistimos a situaciones en las que la vivencia del joven en este sistema de cuidado desintegrado se asemeja a una repetición de la experiencia de negligencia vivida en el entorno familiar donde ha crecido porque, además, es frecuente que los profesionales de distintos servicios se descalifiquen implícita o explícitamente, y se atribuyan mutuamente las causes de la mala gestión de estos casos complejos. Es comprensible que esto ocurra, puesto que son casos que generan importantes ansiedades en los profesionales, ansiedades que suelen manejarse con estas atribuciones sobre otros servicios o equipos de lo que no funciona.

Para un adolescente con importantes dificultades de vinculación y que vive dominado por la desconfianza epistémica, mantener una sola relación intensa con un solo profesional es bastante difícil. Por ello, la propuesta del ECID es de tener un solo keyworker o trabajador clave como único profesional responsable de cada caso, y también responsable de la integración de lo que los diferentes servicios pueden ofrecer.

Cualquier miembro del equipo de ECID puede asumir este papel de trabajador clave. Por este motivo desde el ECID, siguiendo el modelo AMBIT, nos proponemos mentalizar la red: mentalizar a los otros equipos y servicios. Para ello, nos proponemos que, antes de nada, debemos reestructurar nuestras expectativas sobre el trabajo en red, anticipando las diferencias, los malentendidos y conflictos inevitables con otros servicios, en lugar de verlo como una indicación de que las personas que forman parte de esta red alrededor del joven y su familia lo están haciendo o entendiendo mal. AMBIT adopta una posición que anticipa activamente la probabilidad de conflicto y contradicción entre servicios y/o profesionales, promoviendo la opinión explícita de que esto es comprensible como un aspecto de nuestras mejores intenciones y nuestros mejores esfuerzos para proporcionar los mejores servicios al usuario que se atiende (Bevington et al., 2017).

AMBIT propone una herramienta para abordar la desintegración de la red, que denomina la tabla de desintegración. Es una herramienta práctica destinada a estimular la mentalización de la red. Nos ayuda a pensar qué partes del sistema pueden estar ayudando o dificultando la integración, y dónde podemos aportar una influencia útil hacia la integración.

En primer lugar, la tabla invita al profesional a trazar un mapa de la red alrededor de la persona joven y a mentalizarla, incluyendo en el proceso a todas las personas significativas del entorno del menor, tanto los profesionales como los que no lo son. Posteriormente, nos invita a plantearnos tres preguntas sobre cada persona de la red, invitándonos a imaginarnos lo que respondería la persona en cuestión. En algunos caos tenemos la información directa de la persona para poder responder a cada pregunta, pero en otras ocasiones no la tenemos, aunque esto mismo ya nos servirá para darnos cuenta de que debemos mantener bien activa y explícita nuestra curiosidad para conseguir entender a cada una de las personas implicadas. Las tres preguntas que nos plantea la tabla son:

  1. ¿Cuál es el problema? ¿Por qué está pasando? Poder entender la perspectiva de cada miembro de la red profesional y familiar respecto a lo que se considera como el problema central del menor. Esta pregunta pone de manifiesto la frecuente desintegración en torno a las explicaciones o teorías activas y que impactan la actitud de las distintas personas alrededor del menor.
  2. ¿Qué hacer? ¿Qué podría ayudar con este problema? Estas preguntas ayudan a entender las distintas intervenciones que se consideran necesarias o pertinentes entre los distintos profesionales y personas significativas del entorno del menor. Hacen evidente la desintegración en torno a las prácticas que se ponen en marcha.
  3. ¿Quién hace qué? ¿Quién debería estar ayudando con este problema o la posible solución? Preguntas que nos ayudan a identificar la desintegración en el sistema más amplio alrededor del menor y la comprensión de las responsabilidades que este conlleva.

Una vez hemos conseguido mentalizar la compleja red alrededor del adolescente, es importante poder identificar aquellas conversaciones clave que deberían darse entre las diferentes partes dentro de una red de asistencia para neutralizar los procesos desintegrativos más perjudiciales: los agujeros en la red. El profesional del ECID reflexiona sobre las relaciones que se deberán trabajar entre las personas que presentan mayores niveles de desintegración, con el objetivo de trabajar en la dirección de facilitar dichas conversaciones de manera que se maximice la probabilidad de comprender mejor los roles y responsabilidades, de deshacer los malentendidos y de disminuir los conflictos que acaban perjudicando al menor.

La misma humildad y reconocimiento de nuestras propias dificultades de mentalización cuando trabajamos con nuestros pacientes, son igualmente valiosas para establecer relaciones suficientemente buenas con la red de servicios asistenciales del territorio. Suena sencillo y fácil dicho así, aunque las dificultades surgen de manera inevitable en el proceso de reconocer y aceptar los momentos en los que somos dominados por modos pre-mentalizantes, como individuos, equipos y en nuestro trabajo con la red. La posibilidad de darnos cuenta y reparar la falta de mentalización, será lo que nos hará más resilientes como profesionales, como equipos y como redes asistenciales.

Para concluir: algunos datos que nos ayudan a aprender

Como el proyecto ECID se inició como proyecto piloto concertado con el servicio público de salud de Cataluña, sabíamos desde el principio que las valoraciones de los resultados de nuestra intervención serían una parte esencial de nuestro trabajo. Nuestra institución ya estaba trabajando con el proyecto ROM (Routine Outcome Measure), vinculado al Anna Freud National Centre for Children and Families de Londres, por lo que fue sencillo implementarlo en nuestro trabajo. Sin embargo, pensamos que estas medidas no evaluaban lo que consideramos el principal indicador de un proceso exitoso: el hecho de que el joven pudiera volver a vincularse a los estudios. Todos los jóvenes con los que trabajamos en el ECID han abandonado los estudios en el colegio o en el instituto. Todos ellos son también absentistas de los servicios de salud mental donde han sido derivados con anterioridad a la intervención del ECID. Por este motivo pensamos que dos medidas muy importantes que mostrarían la efectividad de nuestro trabajo serían la cantidad de jóvenes que logramos vincular a un proceso terapéutico con un profesional del ECID y la cantidad de jóvenes que se re-vincularan a los estudios durante el proceso de nuestra intervención. El estudio de evaluación del proyecto ECID incluye otros indicadores, que no describiremos en este punto puesto que no es la intención de este artículo, y se publicarán más adelante.

Los resultados del equipo ECID de Badalona para los dos indicadores mencionados durante la actividad asistencial del año 2019 son los siguientes:

  • El 95% de todos los jóvenes con los que trabajamos se vincularon al proceso terapéutico propuesto por el ECID. Esta es una medida importante, ya que todos los menores con los que trabajamos presentan problemas graves de salud mental y habían sido derivados a los servicios ordinarios de salud mental sin éxito, puesto que no se conseguía la vinculación a los mismos. Creemos que este dato muestra claramente que esta nueva forma de organizar la asistencia en el ECID, basada en AMBIT, consigue hacer llegar la ayuda de manera efectiva a estos menores que muestran dificultades importantes de vincularse a los servicios asistenciales ordinarios.

Este dato confirma también nuestra idea de que el problema probablemente no esté tanto en este grupo de jóvenes, sino en la forma en que los servicios convencionales insisten en pedirles que se adapten a lo que los servicios pueden o quieren ofrecer.

  • El 62% de los jóvenes había vuelto a la escuela o al instituto a partir de los 6 meses de iniciarse el proceso terapéutico con el ECID. Este es otro dato muy importante, por lo que implica a nivel de un cambio en la actitud del joven hacia la vida. Es una mejora significativa, que muestra una recuperación de su interés por implicarse en un proyecto de vida.

El propósito de este artículo no es dar una descripción detallada de los resultados del proyecto ECID. Sin embargo, este proceso de hacer más explícitos los resultados de nuestra intervención, es una parte esencial del proceso de aprendizaje sobre nuestro trabajo.

El hecho de preguntarnos cómo hacemos las cosas, por qué las hacemos como las hacemos, así como el impacto que realmente tiene esta forma de trabajar en los jóvenes, es fundamental para evitar que adoptemos posturas o dinámicas defensivas de organizar la ayuda. Nuestra capacidad de mentalización depende precisamente de la posibilidad de mantener activa nuestra curiosidad para seguir aprendiendo de nuestras experiencias profesionales, y desarrollar mejores formas de afrontar las diversas situaciones a las que nos enfrentamos a diario. Con ese objetivo, en el ECID tenemos en marcha la valoración sistemática de nuestras intervenciones, así como un proyecto de investigación, que esperemos que nos den el apoyo empírico que corrobore lo que nuestra experiencia clínica cotidiana ya nos muestra que funciona.

Estamos trabajando con el objetivo de poder expandir el proyecto ECID y apoyar las iniciativas de instituciones que tengan interés en replicarlo. En este sentido, decir que es necesario poder llevar a cabo la formación AMBIT acreditada por el Anna Freud National Centre for Children and Families, de cerca de 40 horas de duración, que sirve de base para poder ayudar a un nuevo equipo ECID a conocer en profundidad y poder empezar a implementar las distintas propuestas para el trabajo en equipo, así como las distintas herramientas diseñadas para tratar de apoyar las capacidades de mentalización en el trabajo con los jóvenes, las familias, los equipos y las redes asistenciales. El trabajo con este perfil de población es duro y difícil, pero poder hacerlo con un modelo que nos ayuda a sentirnos más conectados con nuestros compañeros, y algo más conectados con la red asistencial, lo hace mucho más factible y, en ocasiones, realmente emocionante. De todas formas, la puesta en marcha de un ECID requiere tiempo y esfuerzo, puesto que la implementación de estas nuevas maneras de organizar el trabajo en equipo también pone a prueba nuestras capacidades de mentalizar.

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