aperturas psicoanalíticas

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revista internacional de psicoanálisis

Número 069 2022

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Desidealizar la teoría relacional. Una crítica desde dentro [Aron, Grand y Slochower, 2018]. Parte II

De-idealizing relational theory. A critique from within [Aron, Grand y Slochower, 2018]. Part II

Autor: de Celis Sierra, Mónica

Para citar este artículo

De Celis Sierra, M. (2022). Desidealizar la teoría relacional. Una crítica desde dentro [Aron, Grand y Slochower, 2018]. Parte II. Aperturas Psicoanalíticas (69). Artículo e8. http://aperturas.org/articulo.php?articulo=0001174

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http://aperturas.org/articulo.php?articulo=0001174


Segunda parte de la reseña de Aron, L., Grand, S. y Slochower, J. (2018). De-idealizing relational theory. A critique from within. Routledge.  239 pgs. La primera parte se publicó en Aperturas Psicoanalíticas (67)

 

Inacción y perplejidad como interacción. Mantener la atención en mente – Stephen Seligman

En este capítulo, Seligman se pregunta si desde el enfoque relacional, con su énfasis en la libertad ganada a través de la implicación del analista en la relación, no se habrá sobrevalorado la interacción en detrimento de la atención reflexiva.

Cada escuela dentro del psicoanálisis tiene sus asunciones sobre los mecanismos de cambio. Las orientaciones clásicas han privilegiado la interpretación, hasta el punto casi paródico en que se llegaba a considerar mejor analista al que menos hablaba. El enfoque relacional ha supuesto un cambio fundamental en este sentido, pero tampoco es inmune a la sobrevaloración de unas intervenciones frente a otras. Los informes de casos se centran en mostrar los impasses y su resolución y describen menos el trabajo cotidiano, cuidadoso, de atención y reflexión sobre el paciente, con la incertidumbre previa y posterior a los momentos críticos y dramáticos, que son los que se llevarán luego todo el protagonismo.

Seligman aclara que no está propugnando una vuelta al encumbramiento de la neutralidad y la abstinencia y que es consciente de que los rituales, aunque necesarios y evocadores, pueden desvitalizar la relación terapéutica. Las estructuras de relación de cada pareja analítica permiten la absorción reflexiva del analista en el mundo interno del paciente y en lo que ocurre en la consulta. El psicoanálisis relacional tendría que revisitar el pensamiento del psicoanálisis más clásico y recuperar conceptos como la atención libremente flotante y la reverie, sin que necesariamente tenga que perder su propio punto de vista intersubjetivo.

Una cierta perplejidad e incertidumbre es característica del trabajo diario del análisis y aunque estos rasgos a veces se vean de manera negativa, son en realidad centrales para el despliegue de un proceso analítico.  El psicoanálisis pone de relieve la naturaleza enigmática de lo mental y la centralidad de las emociones dolorosas e intensas que desorganizan el psiquismo. El enfoque relacional subraya que estos fenómenos se dan también en la mente del analista, no solo del paciente. La ubicuidad de la identificación proyectiva y la empatía, el despliegue no siempre sincrónico de transferencia y contratransferencia a veces hace difícil saber quién está influyendo sobre el otro en la pareja analítica.

Por otro lado, el cambio en el proceso psicoanalítico sucede de manera progresiva e irregular, percibiéndose solo durante algunos periodos de tiempo. La tendencia del analista a habituarse a lo que ocurre en sesión puede dificultar la percepción de lo nuevo, que a veces es visto antes por los colegas con los que supervisa que por el propio analista.

Una propiedad distintiva del análisis es que no se busca la resolución de la incertidumbre a corto plazo. Los “buenos analistas”, dice Seligman, pueden estar sesgados en cuanto a posponer la resolución hasta que se hacen evidentes las potencialidades para el cambio efectivo.

El autor nos propone pensar sobre un dilema muy común, como el de contestar o no a una pregunta concreta del paciente. Plantea el caso de un paciente que empieza la sesión tras un fin de semana preguntando si se le cobrará una cita a la que no acudió por estar enferma su hija. El analista le pregunta sobre sus sentimientos, pero como está ansioso y le preocupa abordar otros temas, acaba dando una respuesta práctica. En realidad, según avanza la sesión, se da cuenta de que ha eludido las emociones y significados que había contenidos en la pregunta del paciente. No se trataría tanto de que no haya que responder a las preguntas, sino que a veces la respuesta es resultado de la urgencia del propio analista para evitar la ansiedad.

La identificación con una corriente o grupo analítico puede servir también para amortiguar la ansiedad que produce la indeterminación y el aislamiento en que está inmerso el analista en su trabajo, pero también puede distraer de los intercambios más específicos de la díada con el paciente. A veces el analista hará lo que cree que los colegas esperan que se haga para poder sentir la aprobación del grupo, sea esta real o fantaseada.

La crítica del movimiento relacional a la ortodoxia clásica, como por ejemplo la de Mitchell (1988), ayudó a poder pensar estas dificultades, pero es importante no caer en la ingenuidad de que se pueden evitar solo porque las hayamos identificado en los demás. También los analistas relacionales siguen sus teorías a la hora de llevar los tratamientos y leen las interacciones con los pacientes desde sus propios marcos teóricos, lo que puede llevarles a no tomar en cuenta que existen otras formas de entender esos mismos fenómenos.

Los analistas noveles pueden ser especialmente susceptibles a estos peligros y tratar de aplicar de manera demasiado celosa los principios preferidos por su instituto de formación o su supervisor, a veces sin tener en cuenta otras dimensiones de la situación analítica con ese paciente concreto que podrían requerir otra mirada. Es como si el analista estuviera tratando con un paciente virtual, y no la persona que está en la habitación (Aron et al, 2018, p. 140). Es importante para el analista novel aprender a “no hacer” y poder concentrarse en el paciente y la relación dejando al lado su necesidad de alcanzar certezas y satisfacer a sus maestros y colegas.

Seligman hace una reflexión que nos parece muy interesante. Señala que la primera generación de psicoanalistas relacionales comenzó su carrera dentro de escuelas clásicas frente a las que reaccionaron más o menos negativa o ambivalentemente, pero cuyos principios habían internalizado y valoraban, aunque fueran críticos con ellos. El nuevo movimiento se edifica entonces sobre unas bases cuestionadas, pero también valoradas. El problema aparece cuando a las nuevas generaciones se le transmite solo el entusiasmo por la innovación, cuando aún no han tenido la oportunidad de incorporar los aspectos de la tradición que han servido precisamente como base para la creación de lo nuevo y, por ello, dan cuenta también de los problemas que puede entrañar.

Volviendo al papel central de la atención en el proceso analítico, el autor señala la necesidad de prestar atención mientras a la vez se está realmente implicado, un punto de partida desde el cual somos continuamente distraídos, pero al que intentamos volver. A esto se refería Freud cuando pedía al analista que suspendiera las preocupaciones diarias y se abstrajera para mantener una atención libre flotante (1912). Bion, en los años 70, viene a decir algo similar cuando recomienda al analista escuchar sin memoria ni deseo. Esta capacidad podemos entenderla como ateórica, y se describe en la obra de distintos autores: en Erickson, en Sandler, en Joseph. El artículo de Seligman constituye parte del esfuerzo para revisar esas ideas de la tradición freudiana y postfreudiana e incorporarlas a la escena relacional. Las prescripciones de Freud o de Bion tienen que ser comprendidas como ideales a los que tender, ya que los analistas son personas y las distracciones de esa posición pura son de esperar. Y no solo son esperables, sino que son los puntos clave sobre los que el analista tiene que dirigir su propia atención de manera introspectiva para ocuparse de lo que le está afectando y cómo puede estar relacionado con el paciente concreto.

Seligman nos cuenta que cuando se descubre distrayéndose con sus pacientes, intenta averiguar qué estaba pasando en ese momento en que ocurre la distracción y habitualmente llega a comprender algunas cosas productivas que le permiten volver a mantener la atención sobre lo que ocurre con sus pacientes. Por ejemplo, después de un tiempo de tratar con un paciente la relación con su padre y las frecuentes amenazas de este, el paciente describió sentirse confundido, lo que no era habitual en él, como si sus recuerdos estuviesen enterrados en el suelo debajo de sus pies. Mientras contaba esto, Seligman se descubrió evocando una escena de la película Malditos Bastardos (Tarantino, 2009) en la que un teatro de París ardía mientras estaban dentro tanto la cúpula nazi, como los miembros de la resistencia que lo habían incendiado. En la distracción, Seligman se da cuenta de que su reverie había comenzado al recordar otra escena de la película en la que un oficial de la Gestapo asesina a una familia judía que estaba escondida debajo del entarimado de una granja. La imagen del infierno en el que ardían en el teatro de la película le llevó a plantearse lo intolerable de las vivencias que había experimentado el paciente en su infancia y a decirle a este que quizás sus recuerdos eran aún más perturbadores de lo que él creía.

Esta manera de entender el método psicoanalítico permite confiar en las dificultades en la práctica como oportunidades. Por ejemplo, el autor dice que, a los pacientes que le piden soluciones prácticas y rápidas, les explica que prestar atención a los sentimientos y otros aspectos de lo que está ocurriendo en la situación en ese momento a menudo conduce a encontrar un resultado. Considera que esta respuesta es “relacional” porque describe cómo podría funcionar la relación y también afirma la convicción del analista acerca de lo que está haciendo. Asimismo, cuando los supervisandos preguntan sobre qué deberían hacer, les plantea que “presten atención” a aquello de lo que han estado hablando:

Es como batear en el béisbol: (…) no planeas realmente cómo harás balancear el bate y, desde luego, no deberías pensar en marcar un tanto: Solo intenta ver el lanzamiento, y si ves bien la pelota, es más probable que la golpees correctamente… (Aron et al, 2018, p. 146)

La crítica que se le hace al análisis relacional desde modelos más clásicos en el sentido de que el analista, al sentirse libre para expresarse en la relación transferencial-contratransferencial, pierde la pista de dimensiones más profundas, estaría mal enfocada. El reconocimiento de que el analista es afectado por la relación no significa no saber lo que es permanecer “abierto, atento y observante”. El enfoque relacional tiene que mantener sus raíces en el compromiso con la atención y la comprensión característico de la tradición analítica, pero con la idea más realista de que no se puede evitar ser influenciado por el otro. En este sentido, el proyecto analítico supone una tensión entre la impredictibilidad, la incoherencia e incluso el caos, y por otro lado la necesidad de organización.

El espacio privado del analista. Espontaneidad, ritual, acción psicoterapéutica y autocuidado – Ken Corbett

Corbett plantea, para empezar, que la idea de lo que es privado, o el acto de elegir compartir lo que está en la mente de una persona, ha sido poco tratada en el psicoanálisis contemporáneo. Esto sería consecuencia de la deconstrucción que se ha hecho de la privacidad, de entender que no habría un espacio privado fuera del orden social omnipresente. El enfoque relacional se identifica por la proposición de que no existe nunca una persona sola, o una sola mente. Las vidas y las mentes son co-creadas entre paciente y analista.

Pero Corbett plantea que, aun así, hay un lugar para considerar el espacio privado del analista que no ha sido tomado en cuenta en el discurso sobre la acción psicoterapéutica, focalizada sobre la configuración relacional de la contratransferencia. La “vara de zahorí” de la contratransferencia percibe afectos que permiten seleccionar lo que Strachey (1934) llamó “punto de urgencia”, lo que estimula la interpretación (Aron et al, 2018, p. 151).

El autor aclara que no pretende cuestionar la utilidad de la actuación, ni el hecho de que esta sea constante. Sin embargo, quiere alertar de cómo el foco sobre la espontaneidad actuada corre el riesgo de convertirse en otra vaca sagrada. Si antes se ponía en peligro la propia identidad analítica al cuestionar la asociación libre, hoy hay que tener mucho cuidado si se critica la ubicuidad de la actuación o la autenticidad de la influencia interpersonal.

En 1988, Irwin Hoffman estableció lo que se convertiría en una seña de identidad de la teoría relacional: la dialéctica entre ritual y espontaneidad. En los años que han transcurrido desde entonces, los teóricos psicoanalíticos se han centrado casi exclusivamente en la espontaneidad, por lo que Corbett se pregunta si esa dialéctica aún existe, e incluso si alguna vez existió.

La espontaneidad es lo visible, mientras que el ritual se disimularía como fondo, en ese trabajo rutinario que se da antes y después del momento de la actuación.

La preocupación por la espontaneidad en el trabajo analítico no es nueva. Freud ya señaló “ese elemento de espontaneidad que es tan convincente” (1914, p.162). La cursiva señala el impacto que la espontaneidad consigue, en la comunicación inconsciente, entre analista y paciente y en la comunicación transferencial que le sigue.

La espontaneidad tal y como se entiende desde la teoría relacional se aleja de la centralidad de la interpretación transferencial para trasladar la acción terapéutica al campo intersubjetivo, donde el analista pretende regular estados afectivos, negociar el reconocimiento mutuo, transformar el significado mediante la narrativa… Además, la espontaneidad se ha convertido en la respuesta necesaria a la manera en que los analistas relacionales imaginan la mente. La disociación (y no la represión) es el proceso por el que se (de)construye la mente (Bromberg, 2011). La empresa psicoanalítica se asocia a la emergencia de lo no-formulado, lo nuevo, lo que está por encontrar y lo clave para ese descubrimiento es precisamente la espontaneidad.

La expresión abierta espontánea se vincula con lo que se considera auténtico, especialmente la “disponibilidad personal auténtica del analista” (Hoffman, 1998, p. 912). Esta autenticidad espontánea sería necesaria para la acción psicoterapéutica y también para el crecimiento. Corbett se muestra de acuerdo con esto, si la autenticidad se entiende como lo que indica una significación emocional o libertad mental. Sin embargo, le preocupa la asunción de que la espontaneidad es auténtica cuando la autenticidad se entiende como lo que es genuino y poseedor de una singularidad íntima, como si pudiera resolver rápidamente los límites del conocimiento o cerrar la necesidad de no saber que él considera esencial en el intercambio analítico. Y también le inquieta cómo el uso por parte del analista de la identificación proyectiva a través de la empatía puede transformar la autenticidad en autoridad.

Señala, así, que en la teorización contemporánea de la acción psicoterapéutica se ha idealizado la espontaneidad, la expresión franca, la influencia interpersonal mientras se ha descuidado la necesidad de una reflexión contenedora de la espontaneidad que preceda a la expresión abierta. El énfasis en la actuación y el intercambio habría eclipsado otros modos de trabajo analítico: contener, esperar, asociar, pedir al paciente que asocie, tolerar estar perdido, escuchar, permanecer en silencio… (Aron et al, 2018, p. 154).

El proceso analítico es muy complejo y escapa de la narración. Dado lo excesivo de la experiencia, tendemos a tirar de un solo hilo, sea este la influencia interpersonal, la actuación, la espontaneidad, la transferencia, la proyección, la contención. Esta tendencia a privilegiar ciertos aspectos es lo que Odgen (2012) quiere decir cuando habla de “estilo” analítico en vez de técnica. De manera similar, Stern (2013) sigue la idea del campo interpersonal como co-creado, siguiendo el trabajo de muy diversos autores. Compara y contrasta las epistemologías que guían la acción terapéutica para Bion y sus seguidores, con las que construyen la técnica relacional. Stern, como Odgen, entiende las técnicas analíticas como estilos, aunque no use esta palabra. Y de manera diferente a Odgen, lo que Corbett subraya, Stern habla de forma explícita de la autoridad del analista.

Stern cree que la autoridad del analista descansa en cómo se ocupa del “aquí” en el “aquí y ahora” de la situación clínica. En eso se distingue claramente a Bion y sus seguidores, especialmente Ferro y los Baranger, de los teóricos y clínicos relacionales.           Ferro habla simbólicamente, dando un lugar preferente a la fantasía inconsciente y sigue a Bion en el “objetivo de vivir cada hora como un sueño”. Se trataría de hablar desde dentro del mundo interno del paciente a los objetos internos que viven allí. Se trata de un campo co-creado, pero no creado de la misma manera por ambas partes. El analista tiene una posición propia de ensueño y contención dentro del campo, dentro de la sesión el analista habla simbólicamente, pero habla como aquel que sabe.  Stern señala que los clínicos relacionales hablan primariamente en un registro interpersonal: de persona consciente a persona consciente. Los clínicos relacionales buscan el territorio fronterizo entre los mundos internos y externos en momentos internos-externos de actuación co-creada. Esta postura refleja la creencia de que lo interno y lo externo no son distinguibles, y que lo no-formulado solo puede mostrarse en los vínculos. La autoridad del analista relacional se encuentra, por tanto, en persona, no de manera simbólica. Corbett siente que su propia posición estaría en un lugar intermedio entre la posición relacional y el planteamiento de los seguidores de Bion y desde ahí intenta hacer resucitar el espacio privado del analista dentro del discurso relacional. 

Nos cuenta el autor que a menudo siente un estado de confusión en el trabajo analítico, pero que especialmente le ocurre en su trabajo con niños, donde “a menudo está genuinamente perdido en el espacio potencial de la equivalencia psíquica” (Aron et al, 2018, p. 157). Uno de los placeres de trabajar con niños le parece precisamente estar en la tierra de la equivalencia psíquica, un “espacio fronterizo donde el ser cuelga suspendido entre lo material y lo psíquico (…) Los símbolos, objetos y caracteres se funden en la alquimia de la equivalencia psíquica”. Cuando los niños entran en la consulta no van buscando tanto a alguien para que diga cosas, sino más bien alguien a quien se le pueda hacer. Buscan a alguien que les siga al que de vez en cuando dejan hablar desde dentro del juego de las dinámicas que están dando. A menudo, dice el autor, lo que él dice sigue un guion, ya que dice lo que quieren que diga. Trata de estar presente manteniéndose un paso por detrás en una incertidumbre, un modo de no saber. Para cerrar el capítulo nos trae una viñeta clínica donde nos cuenta con cierto detalle su manera de trabajar mediante el juego con una niña de cinco años que había desarrollado un mutismo selectivo después de que su madre diera a luz un bebé muerto.

El analista relacional discreto y el acompañamiento psicoanalítico - Robert Grossmark

Grossmark comienza recordándonos todo lo que el enfoque relacional ha aportado a la relación analítica, y su amplia aceptación dentro del mundo del psicoanálisis y la psicoterapia en general. Pero, mientras que la transformación que ha supuesto ha permitido que muchos analistas se sientan más cómodos en su trabajo, también hay que preguntarse por los pacientes que no son capaces de implicarse en el tipo de interacción que el enfoque relacional propugna, que son incapaces de reconocer otra subjetividad. Este tipo de paciente ha sido muy trabajado en el psicoanálisis de las relaciones de objeto y en el freudismo contemporáneo, pero mucho menos desde la perspectiva relacional. En algunos casos se trataría de personas con poca constancia de objeto o para las que no hay alternativas a la fusión y a la pérdida de self en la interacción. También podría tratarse de pacientes que tienen áreas del self más desarrolladas y que pueden parecer capaces de implicarse, pero que a la vez portan estados del self con partes tempranas de sí mismo infradesarrolladas y no susceptibles de ser habladas. Tales estados, como describió Bromberg (2006), están sepultados por vergüenza o envidia insoportables. Estas áreas del self difícilmente puedan ser alcanzadas por la implicación dialógica, y pueden ser pasadas por alto en los análisis que ponen el énfasis en modos de pensamiento, relación y exploración a través del diálogo.

En este capítulo el autor quiere desarrollar algunas ideas sobre cómo trabajar desde el psicoanálisis relacional con estos pacientes en las áreas donde no parece posible. Lo que pretende es mostrar un registro no intrusivo, pero sin embargo de profunda conexión que ponga en primer plano el idioma único del paciente y respete “la necesidad de un espacio transformacional dentro del cual el paciente y el analista puedan encontrar el significado conjuntamente vía la mutua regresión en espacios no-vivos y no-representables” (Aron et al, 2018, p. 169).

Los tratamientos relacionales privilegian el valor de compartir la subjetividad. Son intervenciones basadas en la idea de que lo no formulado y los afectos disociados o estados del self se expresan en la interacción, incluyendo la experiencia del analista (Stern, 1997, Bromberg, 1996). Al atender a su propia experiencia, el analista puede captar aspectos disociados del paciente y ayudarle a prestarles atención. Este esquema de entrada y posterior resolución de las actuaciones que emergen en la relación terapéutica es, para muchos analistas, la seña de identidad de un tratamiento relacional. Pero la resolución de las actuaciones se apoya en la capacidad del paciente de participar en este proceso y junto con el analista aceptar la pregunta “¿Qué está pasando aquí?” (Levenson, 1983). 

Grossmark plantea que esta no es la única manera en que un tratamiento relacional puede desarrollarse. Según él, en el caso de los pacientes en los que las áreas de la autoconciencia reflexiva, la mentalización o la simbolización están comprometidas, esta tarea puede ser excesiva, o bien solo convocar al self simbolizado a expensas del más regresivo. Para abordar este problema, el autor dice haber encontrado muy útil el trabajo del grupo independiente del psicoanálisis británico, en concreto el de los Balint, interesados en las partes del self menos desarrolladas, “antes de que el yo fuera el yo” (E. Balint, 1993). Michael Balint señaló ya entonces que el análisis hacía mucho hincapié en las interpretaciones y que muchos pacientes parecían no sacarles provecho. Los pacientes más regresivos necesitaban una forma de relación más primitiva de la que es habitual entre adultos. Recomendó que el analista reconociera y acompañara al paciente y que fuera no intrusivo y se comportara como una persona ordinaria. En un ambiente en el cual el paciente pudiera experimentar una regresión benigna, las partes del paciente que ahora llamaríamos no formuladas siguiendo a D. B. Stern (1997) podrían encontrar una expresión dentro del tratamiento. Interpretar de manera demasiado precipitada por tratar de describir la relación con el paciente podría obstruir en su mismo nacimiento la experiencia del self. Balint fue muy explícito en que tales experiencias “no pueden, no necesitan y quizá no deben, ser expresadas en palabras” (1968, p. 174). Lo esencial es crear un espacio, una relación que el paciente pueda utilizar, prestándose el analista al proceso, permitiendo que el paciente regrese y dejándose usar como analista de la forma más primitiva, siendo el objeto que el self regresivo del paciente necesita. En tales estados, el paciente no tiene consideración por el objeto y los intentos de entender o hablar sobre la relación o recordar al paciente que hay otro ser humano en la sesión, solo sirven para interrumpir el proceso.

También trae Grossmark a Winnicott y sus desarrollos sobre los procesos intersubjetivos que permiten al niño desarrollar un sentido de sí mismo, del otro y de la realidad. Winnicott plantea que la madre y el niño pequeño llegan a una relación significativa cuando viven una experiencia juntos (1945/1975). Esta es la matriz en la cual la relación y la comprensión de la realidad externa es posible. Y para esta relación es necesario que la madre sea discreta de manera que el bebé crea que el pecho/madre es su propia creación. La madre no cuestiona la ilusión, sino que discretamente vive dentro de la ilusión con el bebé. Lo que Winnicott considera central es que el bebé encuentra el camino hacia la realidad y la relación a través de vivir en un mundo ilusorio con la madre. Grossmark enfatiza que la madre acompaña al bebé en ese mundo que es tanto ilusión como realidad. La madre se entregaría totalmente en ese proceso, siendo la compañera del bebé en la ilusión y el analista, de la misma manera, tendría que estar preparado para vivir en el mundo de la ilusión con el paciente sin entrometer la realidad cruda del mundo externo o de la relación.

En el mismo sentido, Trevarthen (2001) señala una serie de estudios que muestran la forma en que las madres y los niños se regulan mutuamente y se unen en lo que él llama “una conciencia conjunta en compañía” tal que los niños aprenden lo que es ser una “persona en relación con otros” (Aron et al, 2018, p. 112). Los bebés desarrollan conciencia social y significado compartiendo y estando en compañía de sus cuidadores. Es el compartir con los bebés en los registros rítmico, vocal y motor lo que les permite crecer como humanos, no el decirles cómo ser.

Grossmark sugiere que con esto tenemos un esquema de un registro de acompañamiento discreto, en una visión que integra la importancia de los estados no representables no integrados del paciente y abarca la ilusión sin suprimir la subjetividad del analista. Este sería un esquema de un acompañamiento no intrusivo de implicación analítica.

A continuación, el autor desarrolla la regresión como concepto relacional. Central en la escuela independiente del psicoanálisis británico: Winnicott, Balint, Khan eran conocidos en su tiempo como analistas de la regresión (Hopkins, 2006). A la vez que otros conceptos clásicos, como la neutralidad o la abstinencia, la idea de la regresión ha sido duramente criticada dentro del enfoque relacional. El concepto freudiano implicada el retroceso hasta niveles tempranos de organización psicosexual (Freud, 1905). Winnicott sugirió que, en el análisis, el paciente se despojaría de la protección del falso self y regresaría a un nivel de dependencia más temprano desde el que podría crecer un self verdadero. Para un relacional tal fenómeno sugeriría un proceso observado por un analista que se coloca fuera de la acción.

Aron y Bushra (1998) plantearon que la regresión puede verse como un suceso relacional, una experiencia mutua y enfatizaron que la regresión implica un cambio en estados alterados. Tanto paciente como analista entran y habitan esos estados alterados y quizá perturbadores. Grossmark encuentra útil esa perspectiva y plantea que en muchos tratamientos se acompaña al paciente en estos estados a menudo confusos y atemorizantes y que producen vergüenza. En estos casos, más que ser la regresión una respuesta al encuadre, “el paciente viene con su regresión, su enfermedad es su regresión” (Etchegoyen, 1991, p. 553). El analista tiene que mantenerse en una posición discreta y no explicar o preguntar sobre el proceso en el momento, ni pedirle al paciente que salga de estos estados para observar y comprender. Se trata de acompañar sin obstrucción y permitir el desarrollo del espacio potencial como área transicional de ilusión donde el paciente puede ser. Esta posición puede resultar muy incómoda para el analista, que echa de menos la seguridad de una discusión o interpretación. Pizer (1998) describe cómo el uso de interpretaciones autoritarias y explicaciones puede obturar el espacio interno donde el paciente puede llegar a su propia construcción de significados personales y encajar su propia experiencia personal. De manera similar, se puede decir que un tratamiento relacional que impone lo dialógico puede también eclipsar estos procesos. 

El análisis relacional sostiene que cuando dos o más personas están juntas se crea nuevo significado. Especialmente Donnal B. Sterm y Donna Orange, apoyándose en Gadamer, que considera que el significado emerge en la conversación y en la conexión más que del examen externo científico y neutral.

Grossmark sugiere que cuando el analista acompaña de manera discreta el significado está emergiendo de manera continua y que la regresión es un fenómeno hermenéutico.

La asociación libre, como la neutralidad, la regresión y la abstinencia, es otro de los conceptos psicoanalíticos clásicos que ha sido retirado prematuramente por la teoría relacional. Aunque se pueda estar de acuerdo en que la asociación libre no puede darse de la manera en que Freud la describió, tenemos que tener en cuenta que este buscaba un método que pudiera ayudar a revelar lo que el paciente no podía contar en una conversación normal simplemente porque no sabía qué era lo que sabía o iba a saber, es decir, lo inconsciente. Por eso les pedía sus pacientes que actuarán como si fueran un viajero sentado en la ventana de un tren y describieran a alguien lo que iba viendo pasar (1913). La descripción de este paisaje cambiante parece una tarea de una sola persona, pero si el analista y el paciente juntos se abandonan al proceso regresivo que emerge pueden llegar a un territorio psíquico y emocional nuevo. En la metáfora relacional dos participantes se sientan al lado en una montaña rusa y son arrastrados “a un proceso que ambos constituyen y que les constituye hacia lugares que ninguno podía anticipar” (Aron et al, 2018, p. 176).

Grossmark presenta el trabajo del Grupo de River Plate, Madelaine y Willie Baranger, analistas franceses instalados en Uruguay, que plantearon la teoría de campo del análisis. Desde su perspectiva, el campo incluye lo consciente y lo inconsciente tanto de analizado como de analista. En la relación analítica ambos desarrollan poderosas fantasías inconscientes de la naturaleza de la díada según se despliega y la naturaleza de la cura que se desea y que se teme. El analista puede entender lo que está sucediendo en el tratamiento según el estado actual de las fantasías sobre la relación. Muchos autores contemporáneos han adaptado y ampliado estas ideas, especialmente Ferro y Civitarese, que entienden el proceso del tratamiento en términos de un mensaje constante del inconsciente de la díada sobre el estado de la relación. Este mensaje viene del campo más que de alguno de los participantes.

El autor cree que esta perspectiva converge con las ideas relacionales. Entre algunas de las ideas más transgresoras de Mitchell (1988) estaría su elaboración de la idea de Sullivan de que no encontramos el inconsciente dentro de la mente de un individuo cuando interactúa con otro. El significado inconsciente emergería del campo que es generado en la interacción del tratamiento. Más familiar es la teorización relacional del tercero analítico.

Además del trabajo de los Baranguer sobre el campo analítico, los bionianos contemporáneos como Ferro, Civitarese y Neri han defendido el modo onírico de la implicación psicoanalítica, que ofrece una visión hacia lo que no es conocido o formulado y no puede ser accedido por implicación consciente.

Muchos pacientes descritos como no implicados o no capaces de tratamiento psicoanalítico pueden estar usando el encuadre en la única manera en que pueden. El analista a veces no puede traer al paciente al registro de expresión más satisfactorio para el analista, entendiendo que el significado que está desplegándose no pueda ser narrado en palabras. Esto es frecuente con las transgresiones del encuadre, como llegar tarde, olvidarse de la sesión, confundir el tiempo y el pago, movimientos físicos en la sesión o manipulación de los objetos de la consulta… Grossmark aclara que no pretende decir que valga cualquier cosa, pero entiende que algunos pacientes que olvidan muchas sesiones en un análisis de varias por semana sin explicación pueden no estar resistiéndose o evitando la comunicación analítica, sino comunicando sobre un área muy profunda no verbalizable.

Grossmark nos ofrece una viñeta clínica. Matt Aibel (2014) describe un tratamiento con un paciente muy exigente, Paul, que rechaza cualquier indicación del analista, que se siente intimidado y cada vez más incapaz de pensar, encontrándose reducido el analista a la función de escuchar y marcar el tiempo de las sesiones. Su supervisor le plantea que confronte y explore esta experiencia con el paciente. El paciente no le deja hablar y se encuentra incapaz de exploración alguna. Para Grossmark, “el analista no estaba reducido a la función de escucha, sino que estaba elevado a una función de escucha, de estar con y en el mundo del paciente” (Aron et al, 2018, p. 181), lo que precisamente se manifestaba como estar reducido y disminuido. El que Paul no deseara la exploración puede verse como el grito de un estado del self que solo puede ser comunicado de forma no verbal y que por tanto se habría perdido dentro de la comunicación verbal que el analista pretende. Para Aibel era intolerable vivir en el mundo del paciente, se describía como sedado, incapaz de estar despierto. El paciente hablaba de gente fascinante en su vida y soñaba con estar en coma. Después de una sesión particularmente difícil, Aibel se tumba en el diván y se queda dormido en una especie de coma durante 45 minutos. Para Grossmark, esta regresión mutua muestra las áreas del paciente que no podían ser exploradas: el analista estaba siendo testigo desde dentro de una narrativa que el paciente no podía contar.  Detrás de la agresividad y la dominación de Paul había un hombre que no se sentía vivo y el analista estaba siendo testigo de una crianza en la que no se ofreció vitalización y reconocimiento. Aibel estaba subjetivamente presente pero no podía hacerlo de manera verbal, estaba acompañando al paciente en una narrativa solo expresable en el campo físico o motor, ofreciendo al paciente un acompañamiento hacia la integración del self.

Slochower ha sido el primer analista relacional que aborda el trabajo con pacientes “cuyo sentido del self es especialmente vulnerable a la amenaza externa” (1996, p. 62) y recomienda periodos donde el analista contiene o limita aspectos de su propia experiencia emocional. Existen pacientes que no pueden tolerar la otredad del analista sin poner en peligro de cierre el proceso terapéutico. La contención se hace necesaria en este tipo de vulnerabilidad. Considera que la dependencia expresa una relación necesitada más que ser una defensa, porque la necesidad temprana necesita reparación.

Pero hay una divergencia de Grossmark con este planteamiento, suponiendo que esta forma de contención que describe Slochower sería una estrategia a utilizar que implica una parada en el trabajo analítico de reflexión, confrontación e interpretación. Por el contrario, Grossmark ve la posición discreta como la “implicación en una conciencia hermenéutica conjunta con formas de no relación no representables, no simbolizables y desobjetivizadas que emergen en el campo del tratamiento y de la díada” (Aron et al, 2018, p. 184).

La posición discreta implica que el psicoanalista está presente emocionalmente y acompaña el estado del paciente pudiendo o no decidir que es el momento de hablar sobre la experiencia o preguntar algo. El énfasis está en el acompañamiento del paciente dentro de su mundo de experiencia de fragmentación y no relación.

Muchos analistas relacionales que siguen a Mitchell alertan contra la contención de la subjetividad en el analista y sugieren que la subjetividad el analista está siempre presente en la consulta. No aceptar esto supone apartarse del paciente y puede ser parte de los patrones relacionales disfuncionales de este. Pero Grossmark plantea que acompañar con discreción en las áreas más oscuras y menos representables también supone una ofrenda de la subjetividad del analista, no es una retirada. La subjetividad del analista está dedicada al proceso de regresión mutua, que por su propia naturaleza no es accesible para su exploración, que requeriría al self capaz de simbolizar del paciente. 

Las cosas que llevamos. Encontrando/creando el objeto y la participación auto reflexiva del analista - Steven H. Cooper

La teoría relacional ha interesado a analistas desde orientaciones como la interpersonal, la psicología del self, las relaciones de objeto y el freudismo. Cooper plantea que, con su desarrollo, la teoría relacional se convirtió en una metateoría que combina elementos de la sensibilidad clínica y crítica de otras teorías. Esta ampliación se habría hecho a costa de sus contribuciones únicas a la teoría de las relaciones de objeto, habiéndose enfatizado más en aspectos de la teoría interpersonal, la psicología del self y la teoría del apego.

Ogden define la teoría de las relaciones de objeto como

un grupo de teorías psicoanalíticas que tienen en común un conjunto de metáforas conectadas entre sí de manera laxa que dan cuenta de los efectos intrapsíquicos e interpersonales de las relaciones entre objetos internos inconscientes, es decir, entre partes inconscientes disociadas de la personalidad. (2012, pp. 11-12)

El análisis de las relaciones de objeto se basa en explorar la relación entre los objetos internos y la forma en que el paciente se resiste a la posibilidad de cambiar esas relaciones en el contexto de la experiencia actual.

Para Cooper, desde el enfoque relacional se ha desatendido la necesidad de privacidad y, aún más importante, la ilusión de privacidad en presencia del otro, tanto por parte del paciente como del analista, que tan importante ha sido para las teorías de las relaciones de objeto de Klein, del grupo independiente y de Bion. El autor no cree que sea incompatible con la contribución esencial de Mitchell de que no hay un lugar para esconder algo en el proceso psicoanalítico. La ilusión de privacidad permite al analista pensar lentamente, usar la reverie, la imaginación y la reflexión.

Aborda, a continuación, la importancia del constructo objeto interno. Entiende que lo que ha ofrecido la teoría psicoanalítica en general y la relacional en particular, es que nunca podemos estar totalmente satisfechos con la diferenciación de hasta qué punto nuestro paciente está elaborando sus relaciones con objetos internalizados inconscientes o elaborando percepciones y experiencias más conscientes del otro dentro del encuadre interpersonal del análisis, dada la ambigüedad entre lo que está dentro y lo que está afuera. El analista sería una especie de “artista de la frontera” (Aron et al, 2018, p. 192). La alternancia entre la atención a los objetos internos del paciente y a los propios del analista es uno de los elementos más importantes de la participación personal de este.

Los psicoanalistas que se consideran relacionales tienen influencias muy diversas y Cooper entiende que es importante que cada uno sea explícito sobre las teorías de la mente y de la acción terapéutica que está manejando. Él no entiende la teoría relacional como una teoría de la técnica ni como una metapsicología psicoanalítica a la manera en que lo son la teoría freudiana, la psicología del Yo, la psicología del self o las teorías kleinianas o bionianias. Estas orientaciones proponen métodos concretos y guías para trabajar con el paciente. Pero la relacional sería una metateoría y por ello no ofrecería una metapsicología propia o un cuerpo específico de técnica. Como metateoría propone un conjunto de principios que guían el pensamiento y la sensibilidad clínica y puede aplicarse desde una variedad de escuelas para entender el proceso analítico.

Propone que el principio clínico que está en el centro de la sensibilidad relacional corresponde al énfasis de Mitchell en la importancia del interés que el analista dedicada a la participación autorreflexiva en el proceso analítico. Otros principios serían la conciencia del analista de la tensión entre lo espontáneo y lo ritualizado o la participación del analista como un objeto antiguo y nuevo. Implícito en estos ideales estaría el principio de ayudar al paciente a vivir nuevos modos de experiencia escapando de la servidumbre de los objetos internos (aunque sea por unos segundos) junto con la participación autorreflexiva del analista en el proceso.

Sería difícil de entender el progreso del paciente junto con su inercia a permanecer igual sin recurrir a algún concepto de objeto interno que aporte continuidad y estabilidad al self. Es necesario que el analista logre una nueva relación con los objetos internos más destructivos del paciente que son parte de su adaptación. Esto implica que “el corazón del trabajo analítico descansa, de manera paradójica, en parte en la vida interna del analista” (Aron et al, 2018, p. 195).

Cooper entiende las relaciones de objeto internalizadas como asociadas a estados afectivos que entran y salen de la conciencia. Y encuentra útil la formulación del Grupo de Boston de los “introyectos como memorias emocionales codificadas implícitamente que no son accesibles con facilidad a la verbalización y que se expresan cuando se actúan en un contexto relacional que favorece su recuperación” (Aron et al, 2018, p. 196). Esto supone que la relación analítica consistiría en la intersección de las relaciones de objeto internalizadas de paciente y analista.

Los analistas relacionales están tan implicados en el aquí y ahora que tal vez piensen de manera demasiado dicotómica sobre la experiencia pasada como una manera de evitar la interacción en el presente. Cooper no ve la influencia mutua entre paciente y analista incompatible con la implicación del paciente en escenarios internalizados. Por el contrario,

se mantiene una tensión entre paciente y analista, que incluye la más literal y concreta experiencia de relaciones de objeto internalizadas y el aquí y ahora de la situación analítica en la que el paciente puede estar probando nuevos modos de experiencia e integración. (Aron et al, 2018, p. 198).

Paciente y analista no se relacionan igual con el mundo interno de cada uno. El analista trata de comprender los objetos internos del paciente y reflexiona sobre su propia participación. El paciente no se dedica a entender los objetos internos del analista, aunque le influyan y sienta curiosidad por ellos. El analista no puede dejar de llevar a la interacción su mundo de objetos internos porque hacerlo es propio de la comunicación humana y el paciente, llevado por sus necesidades, llega a saber mucho sobre los objetos internos del analista sin nombrarlos. Desafortunadamente, como bien explicaron Winnicott son su concepto de falso self, Balint con su idea de falta básica o Model con la noción de capullo, algunos pacientes se las apañan para trabajar con los objetos internos del analista a costa de sus propias capacidades para relacionarse de manera más creativa.

En la experiencia de Cooper, los tratamientos valiosos implican que el analista se haga muy familiar con las partes del paciente que son rígidas y refractarias al insight. Estas partes se animarían en forma de una colección de personajes con los que el analista trata y se comunica. Lo que para el analista son rasgos atávicos para el paciente son elementos vitales del self. El analista trata de traerlos a la realidad presente y conocerlos junto con el paciente, en contraste con sus orígenes anacrónicos, cuando en que eran lo mejor de lo que el paciente disponía. Y se llegan a conocer precisamente porque el trabajo analítico descansa, de manera paradójica, en parte en la vida interna del analista.

Un elemento paradójico del valor de la participación personal del analista en la comprensión del paciente es que con frecuencia requiere de privacidad. Cooper llama privacidad al lugar para la actividad de autorreflexión del analista. Que el analista lo conciba como lugar privado no quiere decir que el paciente no experimente al analista. Tal y como el espacio privado del paciente nunca es del todo privado en el encuadre analítico, tampoco lo es el del analista. Ambos comparten ilusiones sobre la privacidad (Aron et al, 2018, p. 200). Lo que haría productivo el análisis sería la capacidad de paciente y analista de trabajar sobre sus ilusiones sobre saber y ser conocido y sobre lo que es privado y compartido.

La ilusión de privacidad es algo que se manifiesta de diferentes maneras y varía entre analistas. Un analista puede sentirse cómodo porque la privacidad le permite ayudar a su paciente. Otro puede sentirse culpable sobre esa necesidad e incluso disimular sobre ella. En cualquier caso, esta necesidad de privacidad no se contradice con la comprensión de que los pacientes son capaces de leer al analista, como observadores atentos que son.

Para crear un espacio que acoja las mentes de paciente y analista tiene que darse un ensamblaje de varios caracteres de los objetos internos de ambos. Y para que el analista pueda atender adecuadamente a este ensamblaje necesita un lugar propio para sentir y pensar. También el paciente tiene que tener un lugar para la reflexión sobre lo que está diciendo y que aún no sabe que está diciendo. De hecho, la comprensión de una actuación determinada se desarrolla en la privacidad de la imaginación del analista. Otras veces esto ocurre cuando el analista piensa en voz alta de forma menos formulada sobre lo que paciente y analista podrían estar diciendo conjuntamente.

A lo largo de los últimos treinta años se ha enfatizado en la literatura psicoanalítica relacional la importancia de la participación, la espontaneidad, la improvisación, la experiencia no formulada, el pensamiento en voz alta, pero se ha prestado menos atención a la privacidad.  Y esta ausencia llama la atención porque la autorreflexión era central en la caracterización de Mitchell del proceso analítico, definido como “un proceso entre dos personas en el cual la implicación del analista es guiada por su propia capacidad para la autorreflexión sobre la cualidad de la implicación con el paciente” (Aron et al, 2018, p. 202).

Los casos de Mitchell están llenos de ejemplos de trabajo interno. Para él, más que para Racker (1968) o Searles (1979), la autorreflexión ocurre en un tipo de discurso público, tanto en el trabajo con un paciente o en la escritura para sus lectores, la privacidad de su imaginación clínica no se entiende como privada y parte de su proyecto intelectual era redefinir lo que es personal y privado. Cooper se muestra de acuerdo con él en que no existe una categoría conceptual como una estructura intrapsíquica aislada unipersonal completamente aislada de la sensibilidad de la persona que la percibe y recibe. Pero es importante no confundir este importante insight clínico a nivel teórico con la práctica concreta como si el analista pudiera prescindir de la necesidad de autorreflexión sobre su paciente. La reverie ha implicado siempre un espacio analítico donde el analista puede permitirse periodos de silencio para reflexionar sobre lo que está escuchando. No tiene por qué implicar que esos periodos sean largos, pero sí que ese espacio para sentir y pensar puede ser la precondición de parte del trabajo analítico.

La teoría relacional en el contexto social histórico. Implicaciones para la técnica – Lynne Layton

En los últimos veinticinco años prácticamente todas las disciplinas, teóricas y prácticas, y la mayor parte de las formas de crítica han adoptado una ontología relacional. Layton quiere señalar algunos rasgos de la vida social contemporánea que puedan dar cuenta de este fenómeno. Desde que empezó en los 80 a formarse en psicología clínica ella se sintió atraída por las teorías relacionales. Por su historia personal y familiar nunca le atrajo Freud como luego lo hicieron Ferenczi, Kohut, el grupo independiente británico o el movimiento relacional norteamericano. Siempre rechazó las teorías que separan lo individual del contexto social, o que sostienen la existencia de fuerzas innatas que se manifiestan independientemente del ambiente.

Layton entiende la formación de la identidad individual y grupal como algo que se da en relación con otras posiciones de identidad. Por ejemplo, nos dice, los ideales culturales de ser una mujer-blanca-de-clase-media confrontan, no solo con los ideales de ser un-hombre-blanco-de-clase-media, sino también con los de ser una mujer-de-clase-media-no-blanca, con los de ser mujer-blanca/no-blanca-de-clase-trabajadora.

Psicológicamente, estos campos relacionales generadores de identidad implican identificarse y desidentificarse con ciertas maneras de ser y amar. La escisión, proyección y disociación que acompañan a ambas identificaciones y desidentificaciones crean síntomas, defensas y estructuras caracterológicas que impregnan lo que sucede en la clínica. (Aron et al, 2018, p. 210)

Las teorías relacionales que se centran en la implicación consciente e inconsciente del analista han permitido a Layton, según ella, desarrollar una teoría de la forma en que las desigualdades raciales, de clase, sexuales o de género aparecen en la clínica. Estas desigualdades a veces se reproducen de manera inconsciente y performativa. 

Layton se considera relacional en sentido “amplio”, lo que ella describe como pensar no solo sobre los contextos individuales y familiares de paciente y terapeuta, sino también sobre las fuerzas culturales y de poder que configuran esos contextos. Aun así, aclara, como psicoanalista, pone el foco clínico sobre el paciente individual. Si una paciente es una mujer blanca de clase trabajadora, trata de entender cómo ella ha vivido los aspectos facilitadores y limitantes de su clase, raza, sexualidad y género, desde una perspectiva interseccional.

Sin embargo, la autora señala que la teoría relacional no habría desarrollado las consecuencias que este pensamiento sobre la identidad tendría sobre la técnica. Por eso, después de hacer un esbozo socio-histórico de la teoría relacional, intentará pensar sobre las innovaciones técnicas que serían necesarias para pensar “una ontología relacional” que incluya relaciones más allá de lo familiar.

El sociólogo David Riesman, en The lonely crowd (1950) plantea que cada cultura produce un tipo de carácter dominante, efecto a la vez que reproductor de esa cultura. Plantea un cambio en la forma dominante de carácter en los Estados Unidos posteriores a la SGM, de dentro hacia fuera. El carácter dirigido “internamente” habría aparecido a finales del siglo XIX, en el periodo en que el capitalismo se orientaba hacia la producción. El carácter dirigido externamente se adecúa a la sociedad de consumo y se orienta a las variadas matrices relacionales en las que el individuo se encuentra. Necesita, por tanto, aprobación social, reconocimiento y comprender los matices emocionales de lo que ocurre en los mundos relacionales. Si el personaje dirigido internamente valora la autonomía, esta nueva persona que emerge en la segunda mitad del siglo XX valora sobre todo lo que los demás piensen de ella. Es en este contexto que una teoría relacional establece la necesidad de reconocimiento como central en la salud psicológica.

Giddens (1991) plantea cómo para algunos sociólogos en los últimos años “el verdadero significado de la modernidad es la construcción del self” (Aron et al, 2018, p. 140). Algunos de los dilemas de la subjetividad de nuestro tiempo son especialmente propicios a ser abordados desde la teoría relacional. 

Layton, a continuación, nos habla de un paciente que cuenta cómo la visita de su cuñada la irritó. La cuñada, aparentemente muy contenta con su vida, no acababa de parecer real, pero la paciente se sentía muy cuestionada por su propia insatisfacción vital.  Cuando, al final de la sesión, la analista pregunta si es habitual en ella hacer ese tipo de comparación, la paciente pregunta si eso no lo hace todo el mundo. La paciente ejemplifica una subjetividad reflexiva que se da en el contexto sociohistórico en el que se encuentran las personas que podemos entender que gozan de ciertos privilegios: nunca ha habido tanta oportunidad para que lo único de los individuos se mostrara y para descubrir lo bueno de la vida, mientras que por otro lado nunca ha habido menos tradición o consenso cultural ni tanto experto en conflicto para recomendarnos que es lo mejor para nosotros. Este contexto, que los sociólogos llaman “modernidad tardía” o “segunda modernidad, estaría marcado por la “individualización institucionalizada”, resultado de la no sujeción de los individuos a los marcos tradicionales que permitían saber de qué manera vivir: nación, clase, grupo étnico, religión. Esto puede permitir por primera vez vivir una vida propia, una biografía a la medida, pero también puede disponer a la duda radical. A la vez que estos distanciamientos de la tradición han aparecido marcos legales que tratan de asegurar la libertad del individuo, y no tanto proteger la vida colectiva. Los movimientos sociales también han contribuido a la individualización al ampliar las oportunidades de vida de muchas personas, lo que antes solo se podía esperar de unos pocos.

Los procesos de individualización son dialécticos: mientras que amplían las oportunidades del self también incrementan su precariedad, como vemos en el caso del trabajo, la flexibilidad que es lema del nuevo capitalismo parece ofrecer libertad de elección, pero para las personas que no pertenecen a la élite o en momentos económicos desfavorables puede crear una inseguridad enorme. Precisamente, la pérdida de influencia de los sindicatos es un síntoma de individualismo institucionalizado en el neoliberalismo. 

La pérdida de las certezas de la tradición y la vida en una sociedad de opciones múltiples crea sujetos reflexivos, constantemente creando narrativas de vida. Es como si la pregunta de cómo se vive hubiera de plantearse a diario. Y puede acabar en una individuación exitosa o en el colapso. Para evitar este hay que confiar más en los recursos psicológicos internos que en el entorno social. Recogiendo las aportaciones de Erickson (1959) y los independientes británicos, Giddens (1991) plantea que para evitar el colapso es necesaria una confianza básica que depende de apegos tempranos suficientemente buenos que promuevan una “seguridad ontológica”. La autora aclara que Giddens sugiere que la construcción de la confianza básica y el apego seguro aparecen de la necesidad de darle sentido a las realidades sociales de la modernidad tardía, y no habría que entenderlas como principios universales de la subjetividad con carácter atemporal. Describirían lo que es necesario para sobrevivir a la vida de nuestro tiempo. No parece accidental que la necesidad de seguridad supere a motivaciones como el sexo o la agresión en la conceptualización de muchos teóricos posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Tampoco es raro que en el momento en que las economías neoliberales y la ideología empiezan a atacar al estado de bienestar a partir de los años 70, las teorías analíticas “basadas en el apego, en la dependencia, en la vulnerabilidad y en la contención empiecen a sentirse tan `verdaderas´ y relevantes desde el punto de vista existencial” (Aron et al, 2018, p. 217).

En un mundo de riesgo, la capacidad de depender de relaciones íntimas reemplaza a la capacidad de depender de un ambiente contenedor. Giddens habla de “relaciones puras” (1991) en el sentido de que nada extrínseco las mantiene, como sucedía con los matrimonios concertados, sino que se sostienen en la gratificación psicológica. Eso mismo es lo que hace precaria la pareja, ya que está constantemente sujeta a cuestionamiento y a su posible disolución.  Las personas se preguntan si son felices, si la relación va bien, preguntas que no se hacían hace cien años, y que se siguen sin hacer actualmente en otras culturas. Algunos de los principios de la teoría relacional concordarían con lo que se requiere para el funcionamiento de las “relaciones puras”, como la apertura a la perspectiva de cada uno y la vulnerabilidad que permite establecer una confianza mutua.

Las distintas influencias de la teoría psicoanalítica relacional -la teoría del apego, la teoría interpersonal, la psicología del self, la tradición del grupo británico independiente, influenciado a su vez por Ferenzci- convergen en la preocupación por los déficits del ambiente. El sujeto del que se ocupa está sometido a fuerzas sociales que empujan hacia la individuación en una sociedad del riesgo, y nuestro trabajo favorece la reflexividad, que permite pensar cuál sería la mejor vida para cada individuo, digamos que trabajaríamos para evitar que fracasen estas biografías del hágase usted mismo. La teoría y práctica relacional se posiciona contra la devaluación y negación de la mutua interdependencia que defiende el neoliberalismo, pero al mismo tiempo, como muchas teorías analíticas, mientras hace crítica política en sus publicaciones, entra en colusión con la demanda de una individualización institucionalizada que olvida los componentes colectivos de la subjetividad. Uno de los rasgos que  Stern (2013) recientemente señaló como distintivo de las teorías de campo interpersonales/relacionales frente a las teorías de campo bionianas era que “las primeras creían que no es posible no estar implicado en el significado y a la ideología del mundo, ni siquiera cuando estás dentro de la sesión psicoanalítica y (…) que es posible tener un impacto sobre la realidad del mundo y no sólo del mundo interno” (Aron et al, 2018, p. 219). Sin embargo, mucha teoría y práctica relacional y práctica no toma en cuenta el impacto de los significados e ideologías del mundo. Por eso, aunque está claro que muchas teorías psicoanalíticas separan lo psíquico de lo social, la crítica de la autora se dirige especialmente a la teoría relacional porque sus propios supuestos cuestionan esta disyunción. Por eso, plantea que ampliar el marco para incluir las identificaciones colectivas conscientes e inconscientes y los diferenciales de poder puede ayudar a expandir la técnica relacional, lo que sería necesario para paliar el daño psicológico producido por las jerarquías y las versiones neoliberales del individualismo.

Los clínicos relacionales han contribuido de manera importante a repensar las cuestiones de la técnica y a señalar las implicaciones técnicas de sus teorías. La influencia de las ideas interpersonales sobre la interacción analista y paciente; los pensamientos de Ferenczi sobre la hipocresía profesional; las de Winnicott sobre la contención han conducido a poner énfasis en lo que Mitchell llama las variedades de interacción y su efecto en el tratamiento. Los teóricos relacionales han deconstruido la autoridad del analista, el conocimiento experto, señalando sus aspectos oscuros y explorando la mutualidad y la asimetría. Se ha trabajado sobre la manera en que la vulnerabilidad y la falibilidad del analista lleva a que se involucre en actuaciones en el tratamiento.  Se ha avanzado en la teorización de estas actuaciones y en las ideas técnicas para reconocerlas y atravesarlas. En esto el énfasis en la disociación ha sido crucial.  Se ha cuestionado el dogma analítico acerca de la neutralidad y reconocido el papel del analista en lo que se entendía como resistencia. Hoffman ha sido quizá el que de manera más persuasiva ha examinado el rol de la sugestión, argumentando que debemos tomar “un papel activo en luchar contra los introyectos malos de nuestros pacientes” (Aron et al, 2018, p. 220). Una forma ética de autorrevelación es la idea de Benjamin de reconocimiento del mal hecho, que la autora considera una de las más importantes innovaciones de lo relacional.

Layton dice que los analistas comprometidos con la reflexión sobre las asimetrías culturales de poder y sus efectos sobre el tratamiento, influenciados por todos estos desarrollos, trabajan sobre los efectos en la interacción de un inconsciente socialmente construido y relacional. Por ejemplo, Samuels (2001) ha propuesto tomar en cuenta el desarrollo político de los pacientes. Para hacer hincapié en esta cuestión de cómo las identificaciones y desidentificaciones colectivas son vividas, la autora ha elaborado el concepto de “procesos inconscientes normativos, esto es, procesos en los cuales el paciente y el terapeuta de manera inconsciente confabulan en reproducir el sexismo, racismo y otros efectos de las opresiones culturales que marcan el psiquismo” (Aron et al, 2018, p. 220).

En 2014, Layton empezó a impartir un curso de técnica comparativa. Solo al final del curso se dio cuenta de que, como es habitual en los cursos que no se dedican específicamente a la cultura o al género o a la sexualidad o a la raza, no había un solo tema en el programa que reflejara nada que fuera cultural. Resuelta a añadir al programa materias que tomarán en cuenta lo cultural, le llamó la atención un pequeño artículo de Rozmarin (2014) escrito en medio de la guerra Israel-Gaza, que señala cómo la mayoría de los analistas han desatendido las dimensiones colectivas de la subjetividad. De esta manera, la individualización institucionalizada se confabula con la cultura neoliberal para enmarcar las patologías que tienen una génesis social en términos de patología intrapsíquica.

Rozmarin relata en su trabajo que sus pacientes israelitas expatriados, al hablar sobre una guerra en la cual se sienten implicados íntimamente, no sólo actúan dramas personales sino que también se están cuestionando cómo vivir en este mundo con tantas identidades colectivas. En los tiempos de guerra se hace explícito, pero esto siempre es importante. Las identidades colectivas o nuestra implicación en el sufrimiento propio y ajeno nos interpelan como seres éticos de manera constante. Que tales planteamientos estén ausentes no refleja un estado de cosas natural sino más bien cómo nuestra cultura separa lo individual de lo social.

Layton opina que debiéramos ser capaces de abordar este registro de la experiencia humana en nuestro trabajo, la cuestión es el cómo. La autora señala que, en su experiencia, debido a la necesidad de someterse a lo colectivo, a las narrativas políticas e ideológicas, cuestionar las identificaciones colectivas es a menudo más difícil y más perturbador que cuestionar las relaciones con la propia familia. Dice que los nacidos en EE.UU. en una era de individualización institucionalizada no son conscientes de sus identificaciones colectivas hasta que aparece alguna amenaza sobre ellas, lo que favorece la negación del neoliberalismo, de las maneras en las que se está mutuamente implicado en las vidas e historias de los demás. La autora sugiere que puede ser dudoso cuestionar a las personas sobre la manera inconsciente en la que su identidad ha sido organizada, pero también afirma que, después de todo, el papel del análisis es crear incomodidad en relación a identidades colectivas defensivas que pueden estar haciendo un daño psicológico.

Dentro del canon relacional ha habido algunas teorizaciones importantes sobre las identidades colectivas y su impacto sobre el tratamiento. Por ejemplo, trabajar con la transmisión intergeneracional del trauma a menudo apela a la identidad colectiva. Algunos autores plantean que las rupturas en el vínculo social como, por ejemplo, se dan en la guerra, generan una necesidad de restauración del sentimiento de confianza que requiere a los analistas dar algo de sí mismos, una especie de pieza faltante que restaure la confianza en un orden social moral. Las sugerencias técnicas incluyen una implicación profunda en la historia social del paciente y del analista, lo que ya sugiere que las historias acabarán relacionándose y el terapeuta tendrá que hacérselo saber al paciente. Por ejemplo, Gaudilliere (2012) escribe que, si sueña con un paciente, le contara su sueño a este, ya que el sueño sería una co-construcción del proceso inconsciente de ambos y pertenecería tanto a uno como al otro.

Los teóricos relacionales que escriben sobre la transmisión intergeneracional del trauma han ofrecido narrativas impresionantes sobre las maneras en que las identidades colectivas en conflicto de paciente y analista a menudo conducen a las actuaciones clínicas. Otros autores inciden en que los analistas necesitan sumergirse en la historia cultural intergeneracional de sus pacientes y de ellos mismos para entender y encontrar la salida de las actuaciones.

Guralnik y Simeon (2010) plantean que los síntomas que tratamos, en su caso la despersonalización, son trastornos producidos por la disparidad entre nuestros deseos de reconocimiento y nuestra interpelación por los discursos de un orden social que reconoce solo lo que se conforma con sus normas. Dependemos de un orden social que requiere que cedamos nuestro propio sentido de la realidad. Los psicoanalistas, afirman, son percibidos por sus pacientes como agentes que les interpelan, por ello los analistas siempre están presentes como fuentes potenciales de vergüenza. Los autores identifican momentos de confusión y discontinuidad contratransferencial, sobre todo los que implican la vergüenza, como momentos que señalan la presencia de los efectos de la “gran hegemonía” (2010, p. 410), que dislocan al paciente de su propia realidad. Ellos interpretan en un marco que permite a sus pacientes comprender cómo sus síntomas derivan del contexto social, cómo los discursos disponibles socialmente cuestionan la personalidad contra-hegemónica del paciente.

Gentile (2017) reconoce que tomar en cuenta o hacernos responsables de las posiciones culturales y de las posiciones de poder en relación con las de nuestros pacientes, afecta incluso a una elección técnica tan común como de qué manera en un momento dado ofrecemos nuestro entonamiento empático. Describiendo el trabajo con una paciente latina que estaba apegada a un padre que había abusado de ella sexualmente, Gentile, consciente de la complicada historia de opresión racial del propio padre y también de su propia posición privilegiada por ser blanca describe su autorreflexión sobre el despliegue de la empatía y su base en el poder. Lo crucial de esta teorización es la idea de que cuanto más conscientes seamos de nuestra implicación cultural y la de nuestros pacientes y de las historias colectivas de privilegio y opresión, menos probable será que patologicemos a los otros íntimos de nuestros pacientes de la manera que con frecuencia hacemos.

Así, las autorrevelaciones juegan un importante papel entre las herramientas técnicas de los teóricos relacionales que investigan las maneras en que los fundamentos ideológicos de las identificaciones colectivas se actúan en la clínica. Una de las viñetas de Bodnar (2004) con una paciente afroamericana muestra la revelación de la analista de la envidia por la belleza de su paciente, lo que permite trabajar los prejuicios racistas inconscientes de ambas, paciente y analista. La paciente dice no poder imaginar a una persona blanca envidiando a una negra, pero a la vez, inconscientemente parecía implicada en probar el racismo de su analista acudiendo con frecuencia a sesiones de embellecimiento que la hacían llegar con retraso al análisis. Aquí las identificaciones colectivas trasmitidas intergeneracionalmente se vivían como cuestionamientos sobre quién podía ser bella.

El caso anterior de Bodnar, dice Layton, sugiere que no solo tenemos que entender la dimensión histórica de las identificaciones colectivas, sino que también necesitamos entender el campo relacional en las que las identificaciones actuales ocurren. Para hacer esto tenemos que tomar nota de la interseccionalidad de las identificaciones. El tema de la belleza que aparece en el caso tiene que ver con el género tanto como con la raza, sobre forma racializadas de vivir en género. Las propias actuaciones de Layton con un paciente gay asiático tenían que ver no solo con la raza sino con la manera en que las identificaciones raciales de los dos hacían intersección con las identificaciones sexuales y de género. Si la analista hubiera reconocido cómo para el paciente la masculinidad se vivía de manera complicada tanto por ser gay como por ser asiático, probablemente no habría propuesto una interpretación que tenía un efecto de feminización.

Pero aún más complejo es pensar sobre los costes psíquicos implicados en habitar varias identificaciones colectivas. El concepto de la autora de procesos inconscientes normativos descansa en la creencia de que esas versiones de identidad colectiva que cosechan aprobación social a menudo requieren que escindamos y proyectemos diferentes maneras de ser humano, diferentes maneras de amar o de estar en nuestros cuerpos. Un ejemplo autobiográfico sería cómo Layton tuvo que escindir sus necesidades de apego y las capacidades para actuar con agencia para así poder encarnar lo que significaba ser una mujer blanca de clase media en los cincuenta y los sesentas. “El binarismo cultural como hombre/mujer, blanco/negro, gay/heterosexual existe en relaciones jerárquicas condicionadas por diferenciales de poder culturales y cada lado de lo binario viene con un conjunto de atributos psicológicos considerados adecuados” (Aron et al, 2018, p. 225). Una mujer blanca de clase media, por ejemplo, se supone que vive la dependencia de manera diferente de cómo la vive alguien que se ha criado como hombre blanco de clase media. Las implicaciones técnicas de tomar conciencia de cómo estos dinamismos operan mediante la escisión suponen enfrentarse con las ideologías normativas y revelar qué opciones de ser han sido eliminadas al aceptar el binarismo. El reto es especialmente importante cuando se juega entre paciente y analista, ya que los efectos de la proyección de lo no deseado, de las formas no-yo de ser se suelen actuar en escenarios de relacionales sadomasoquistas.

En su artículo “¿Quién está sufriendo y qué es lo que se está sufriendo? La subjetividad en tiempos de enfermedad social”, Hollander (2017) muestra una perspectiva importante sobre cómo pensar en esas nuevas posibilidades de relacionarse. Trabajaba con una mujer blanca de clase alta, una abogada corporativa cuya vida frenética no le dejaba apenas tiempo para ocuparse de su bebé, lo que la llevaba a estar resentida y envidiosa de la cuidadora latina de su hija. Esto se muestra en el tratamiento como una demanda de atención especial de la analista y temor de que esta se vengara y la rechazara.  La analista describe cómo el trabajo de la transferencia/contratransferencia permitió a la paciente ser más asertiva con la cuidadora reclamando su lugar como la madre del bebé. Sin embargo, Hollander ve que hay algo extrañamente ausente en el marco y que tuvo acceso a la conciencia de la analista cuando la paciente mencionó algo que hizo a la analista recordar que esta paciente estaba pagando a la cuidadora menos que el salario mínimo mientras le pedía horarios de trabajo nocturnos y diurnos excesivos.  Entonces la analista se da cuenta de que ella y su paciente, las dos siendo blancas, habían entrado en una colusión de manera que la cuidadora estaba siendo tratada como otro. Cuando Hollander se da cuenta de que ambas habían proyectado estados disociados de vulnerabilidad sobre la cuidadora, trata de encontrar la manera de abordarlo en el tratamiento.  En un momento dado señala que no habían hablado mucho sobre la vida personal de la cuidadora y su experiencia y que se preguntaba qué podría significar eso. La paciente se mostró sorprendida y reconoció que era cierto.  Finalmente, habló de cómo al pagar a la cuidadora bajos honorarios de hecho ella estaba transgrediendo sus propios valores y eso le hizo darse cuenta de había estado negando la ansiedad que le producían las políticas de recorte de su propia empresa. Hollander concluye que la cuidadora estaba funcionando como un repositorio de los estados de inseguridad y vulnerabilidad emocional disociados y denigrados. La paciente se defendía de su impotencia como empleada a través de ejercer un control absoluto sobre la persona que estaba a su cargo. Si la analista no se hubiera hecho consciente de cómo ella y su paciente habían estado excluyendo a la persona de la cuidadora, la escisión neoliberal entre la vida privada y social habría quedado intacta y es precisamente esta escisión la que dificulta la empatía y la responsabilidad en las relaciones. 

Layton afirma que hacer nuestros posicionamientos sociales explícitos en el trabajo clínico, no solo mejora la compresión teórica y técnica de la acción terapéutica, sino que también favorece una ética relacional que va más allá de la díada o la tríada. Se plantea el problema de cuándo interpretamos o no explícitamente las experiencias de los pacientes en el contexto del liberalismo. Los pacientes son capaces de vincular el síntoma a sus historias familiares, pero estas, en sí mismas, son psicosociales, es decir, las condiciones sociales crean ciertas versiones de posiciones subjetivas de género, raza, sexo, clase que están cargadas de conflicto. Layton nos confiesa haberse sentido culpable por incluir la consideración de estos contextos sociales, como si eso fuera no analítico. Los resultados son diversos. A veces, la contextualización acaba haciendo sentir al paciente que no tiene derecho a quejarse; pero, más frecuentemente, le ayuda a entender más sus compromisos inconscientes con sus propias elecciones y maneras de ser. Los pacientes, educados en un marco ideológico que les ha hecho creer que su campo de elección es ilimitado y cualquier fallo es culpa suya, pueden acabar reconociendo que sus elecciones fueron hechas dentro de un marco construido psicosocialmente. “El reconocimiento del sadomasoquismo inherente en la formación del sujeto neoliberal les permite en cambio más capacidad para sentir empatía hacia sí mismo y hacia los demás” (Aron et al, 2018, p. 228).

Ahora bien, cuando el terapeuta ha sido criado en la misma atmósfera que el paciente, puede no hacerse consciente de los dilemas psíquicos que genera el neoliberalismo y se confabule con él de manera inconsciente. Y nos trae un caso propio como ejemplo (Layton, 2014).

Una paciente blanca de clase media era avergonzada por su familia por un deseo de llamar la atención considerado excesivo. En un momento determinado, la analista se cambia de despacho y empieza a trabajar en su propia casa, mejor decorada que la oficina anterior. La paciente habla entonces de un libro que la ha hecho sentir culpable por haber contratado por primera vez a una empleada del hogar. La analista dice que es difícil reconocer que uno es privilegiado, a lo que la paciente asiente y le muestra sus manos para enseñar su reciente manicura.  Y dice entonces que se ha arreglado las uñas y que tiene una terapeuta en un despacho elegante. La analista, al señalarse su propio privilegio se siente ansiosa y no sabe qué hacer con esa culpa, así que intenta normalizarlo diciendo algo así como que la paciente no tiene porqué sentirse culpable por tener cosas buenas. Layton se queda con la sensación de que, habiendo primero abierto la cuestión del privilegio, acabó cerrándola, cerrando también algo que la paciente estaba tratando de decir, que era la relación entre su malestar con la conexión de su propia suerte con el infortunio de otros. Precisamente, dice la autora, normalizar el privilegio es una práctica neoliberal que mantienen la desigualdad de clase en su sitio. Este ejemplo muestra cómo las elecciones técnicas que focalizan en el individuo como separado de lo social son diferentes a las que se centran en lo individual como psicosocial.

En resumen, la compilación de trabajos que nos traen Aron, Grand y Slochower contribuye con éxito a la tarea encomendada, la de hacer un cuestionamiento de la teoría relacional desde dentro. Y lo hace desde dos vertientes, por un lado, planteando la necesidad de ampliar el campo de la relación, para incluir contextos sociales cada vez más amplios; por otro, en el reconocimiento de cómo la entusiasta exploración de lo nuevo y la fascinación por la potencialidad del trabajo sobre las actuaciones, han podido hacer que se dejara de prestar atención y conceder valor a dimensiones históricamente consideradas básicas de la práctica analítica. Nociones como asociación libre, neutralidad, abstinencia o regresión han acabado asociándose a una tradición psicoanalítica rancia y descontextualizada y esto impide que se sigan interrogando como conceptos que trataban de dar respuesta a problemas que continúan abiertos. En este sentido, nos parece especialmente útil la reflexión de Seligman, cuando plantea que la primera generación de psicoanalistas relacionales comenzó su carrera dentro de escuelas clásicas frente a las que reaccionaron más o menos negativa o ambivalentemente, pero cuyos principios habían internalizado y valoraban, aunque fueran críticos con ellos. Parece que las nuevas generaciones salen con frecuencia de la formación más entusiasmados con la innovación que con una base sólida de conocimiento sobre los principios de la tradición psicoanalítica, soslayándose esa tensión entre lo viejo y lo nuevo que abre la posibilidad de un enfoque que realmente suponga una innovación. Hemos pasado de no poder sustraernos a la cita constante de la obra de Freud a que muchos futuros terapeutas a lo largo de su formación apenas se pongan en contacto de manera directa con esta, recibiendo en el mejor de los casos una versión sintetizada de los planteamientos freudianos, que incide en sus incuestionables limitaciones y elude la profundización que permite que la crítica sea verdaderamente productiva. La entrevista que Aron le hace a Greenberg en la primera parte de esta reseña (de Celis Sierra, 2021) es un interesante viaje a la emergencia del enfoque relacional en el contexto del psicoanálisis de finales del siglo XX, que sirve para que no perdamos de vista la continuidad en que se hace posible el cambio.

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