aperturas psicoanalíticas

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revista internacional de psicoanálisis

Número 020 2005 Revista Internacional de Psicoanálisis en Internet

Reflexiones para el caso Dora de Freud después de 48 años

Autor: Sachs, David

Palabras clave

Caso dora, Desidealizacion de freud, Mahony, Papel del trauma/papel del conflicto en la psicopatologia, Positivismo, Limites del positivismo..


"Reflections on Freud's Dora case after 48 years" fue publicado originariamente en Psychoanalytic Inquiry, vol. 25, No. 1, p. 45-53, 2005. Copyright 2005 de Analytic Press, Inc. Traducido y publicado con autorización de The Analytic Press, Inc.

Traducción: Marta González Baz

Revisión: Raquel Morató de Neme

Reconsidero el caso Dora desde el punto de vista de la literatura y las perspectivas psicoanalíticas actuales. Mahony (en este número) sostiene que la comprensión que Freud tiene de Dora no es convincente para el lector moderno puesto que Dora es más víctima de un trauma que de la represión sexual. Yo amplío las ideas de Mahony en términos del desarrollo de las ideas psicoanalíticas, ubico la opinión de Freud en el contexto de mi formación psicoanalítica de mitad del siglo XX y sugiero que las contribuciones modernas a la teoría del trauma y de la memoria apoyan la tesis de que Dora era víctima de un trauma más que de deseos libidinales conflictivos.

El 23 de septiembre del año 2000 se me pidió que comentara el artículo de Mahony sobre el caso Dora. El artículo revisado aparece en este número de Psychoanalytic Inquiry. Mi artículo se basa en la discusión original.

La primera vez que leí el caso Dora en 1956, yo era candidato de un instituto psicoanalítico y la estrella de Freud mantenía todo su brillo. Su autoridad se extendía por el paisaje psicoanalítico y sus discípulos eran mis maestros. Para ellos, una prueba de la modestia de Freud es que admitiera que la certeza y la totalidad de sus explicaciones sobre los síntomas psicológicos eran limitadas y parciales, lo que invitaba a creer en sus conclusiones más que al escepticismo. Las narrativas dinámicas se representan como pasos seguros en el camino de una explicación más completa. Como tal, las formulaciones lógicamente coherentes de Freud tienen una sorprendente autoridad. Mahony (en este número) describe el estilo narrativo de Freud como uno en el cual una máscara de lógica brillantemente pintada oculta inconsistencias y contradicciones. Desde esta perspectiva, las objeciones de Dora a las interpretaciones que Freud le hace son bien tomadas, pero las interpretaciones que Freud hace de su motivación no hacen mella alguna. En resumen, la incapacidad de Freud para escuchar a Dora requiere una explicación.

En principio, consideremos que Freud no era modesto ni tentativo en la narrativa que construyó para explicar los síntomas de Dora. Una narrativa verdaderamente modesta habría hecho de Dora y del lector unos cuestionadores reflexivos tanto de sus pruebas como de sus conclusiones; una formulación realmente tentativa invitaría al lector a construir narrativas alternativas. En cambio, Freud ubicó al lector y a Dora en un dilema similar: o aceptar sus interpretaciones como prueba de un acertado principio hacia una explicación más completa, o reconocer los descargos de responsabilidad de Freud como instrumentos literarios que “hacen girar” la atención del lector para evitar cualquier evaluación crítica de las construcciones que Freud hace de la historia de Dora.  Si los pasos en la formulación le parecen al lector tan poco plausibles como le parecían a Dora, entonces toda la narrativa podría estar en peligro.  Cuando Freud explicó las dinámicas de los síntomas de Dora, ella podía desafiar la validez de la narrativa de Freud o aceptarla como un comienzo fiable, aunque parcial. Dora eligió lo primero, pero no consiguió que Freud prestara atención a sus objeciones. Si Dora hubiera estado en terapia con un analista menos seguro de sí mismo, no hubiera tenido que convertirse en adversaria de su autoridad y abandonar el tratamiento. La lucha de poder entre los dos definió en realidad este análisis como una forma de terapia por medio de la sugestión en lugar de otra en la que la formación y puesta a prueba de hipótesis fueran prerrogativas compartidas por el analizando y el analista. Como resultado, Freud construyó una falsa narrativa para explicar los síntomas de Dora. Esa falsa narrativa plantea dos cuestiones. ¿Cómo podemos explicar ahora el fracaso de Freud para comprender a Dora en términos de su singular historia vital? ¿Cómo ha afectado este fracaso a la historia del psicoanálisis?

Mahony (en este número) aborda la primera cuestión desidealizando la técnica clínica de Freud y las teorías que apoyan sus interpretaciones. En este proceso, Mahony demuestra las suposiciones que se hallan tras la idea de ciencia de Freud –particularmente, que requiere un observador “objetivo” que funcione como autoridad sobre la certeza de lo observado y la narrativa ofrecida para explicar el presente en términos del pasado. En esta visión de la ciencia –considerada a menudo una aplicación del positivismo- la voz del observado es irrelevante para el observador. Aunque comprensible para las observaciones de lo inanimado que no requieren una respuesta de lo observado, es totalmente inadecuada para el psicoanálisis, la observación del sujeto participativo. Puesto que la observación afecta al observado en modos que no se pueden conocer a menos que éste tenga una voz, las observaciones inexactas pueden conducir a explicaciones inexactas. Mahony muestra cómo Freud imprimió sus valores y teorías personales sobre la psicología de su analizanda. A su vez, Mahony afirma que Freud no descubrió el inconsciente de Dora, sino sus propias ideas sobre lo que podía haber en éste. Desde este punto de vista, Freud logró algo distinto: describió una narrativa que él pensó que explicaba a Dora, pero que sólo ilustra cómo puede funcionar el inconsciente. El precio de la construcción de una narrativa coherente es la pérdida de la voz de Dora, que ofrece una narrativa diferente. Por ejemplo, puede hacerse el razonamiento de que Dora abandonó la terapia para escapar a la presión que Freud ejercía sobre ella para que aceptase una historia falsa y que no actuó una relación temprana con la figura paterna.

Aun para aquellos de nosotros que hace tiempo que hemos abandonado una idealización de Freud pero hemos preservado el reconocimiento de su genio, resulta impactante que se nos recuerde que en un momento dado muchos de nosotros aceptamos la visión que Freud tenía de Dora. Mis colegas candidatos no expresaron compasión por Dora cuando intentaba ofrecerle a Freud interpretaciones alternativas de sí misma, porque aceptábamos la convicción de aquél de que sus objeciones no merecían la pena. Por supuesto, tras abandonar el tratamiento, Dora no podía presentar oposición al texto de “prueba de suposiciones” de Freud. Los fracasos clínicos, como el caso Dora, se explican convincentemente con facilidad culpando al analizando de no escuchar las interpretaciones.

¿Estaba en juego, para Freud, una cuestión más amplia? Yo sugiero que él quería evidencias para demostrar que los conflictos libidinales que él había encontrado que explicaban algunos síntomas psicológicos también explicaban las consecuencias de experiencias traumáticas. Encaminado a ese fin, diagnosticó a Dora como una histérica e ignoró que era víctima de un trauma. Esto le permitía “explicar” sus síntomas como resultado de una represión sexual. Partiendo de esta premisa, Freud ignoró las declaraciones de Dora de que había sufrido abusos por parte del Sr. K y se zambulló en su inconsciente, donde exploró brillantemente las posibilidades inherentes a esta teoría. En resumen, Freud quería probar su suposición a priori de que los sucesos traumáticos no eran causa de los síntomas de Dora. Esta posición lo desconectaba de la necesidad de tener en cuenta las quejas de ésta y no logró reconocer con ella que la conducta del Sr. K, como la suya propia, había sido grosera, inadecuada y agresiva.

Para el ojo moderno, capaz de ver los puntos ciegos causados por la contratransferencia, la conducta que necesitaría una explicación es la de Freud. Mahony especula que ésta se debe a los conflictos libidinales, inconscientes y sin resolver de Freud, que le hacen exonerar al Sr. K y culpar a Dora. Puesto que soy reacio a analizar a Freud en su ausencia, me inclino a enfatizar más que Mahony la necesidad de Freud de defender su teoría de la libido de una creencia en el origen traumático de los síntomas de Dora. Aunque estoy de acuerdo con Mahony en que aprendemos mucho de los valores de Freud y de sus suposiciones chovinistas masculinas, creo que esto debe vincularse con otros determinantes dinámicos para explicar más plenamente la técnica de Freud. En retrospectiva, parece claro que Freud intentó excesivamente defender sus descubrimientos sobre el papel de los conflictos libidinales reprimidos y ocultó su propósito tras un estilo literario llamativamente argumentativo. Desgraciadamente, durante décadas consiguió apartar a sus seguidores del respeto a las opiniones de los analizandos.

Cualquiera que fuera la motivación de Freud, Mahony expone el hecho de que Freud fue incapaz de reconocer su agresión a Dora y la asaltó con interpretaciones en lugar de con las demandas físicas con que la asaltó el Sr. K. Mahony articula el peligro afrontado por los analizandos cuando el analista se convierte en una figura autoritaria que usurpa su derecho a identificar el síntoma que debe ser explicado.  Mahony plantea que el psicoanálisis no es científico ni humano a menos que sea un compromiso entre iguales. Esta opinión era contraria a la creencia de Freud de que la ciencia se practica por medio de un observador objetivo. La súplica de Dora de ser escuchada en su sufrimiento por el abuso sistemático no puede ser oída si el receptor no puede tener en cuenta como válida la experiencia de la persona. En este sentido, Dora se transformó en sujeto inanimado de un observador objetivo. Incluso un genio como Freud fue incapaz de darse cuenta de que Dora no ofrecía una ventana a su inconsciente sino que más bien presentaba un espejo que reflejaba una imagen que él no reconoció como suya propia en gran medida.

El caso de Dora tuvo un importante efecto en la teoría psicoanalítica puesto que niega el papel del trauma en la psicopatología. Consideremos lo que los candidatos de mi generación encontraron llamativo de los historiales de Freud -que en esencia les permitía, como a él, ignorar que Dora era una víctima.

A pesar de ser obvio, es necesario decir que Freud y los analistas de mi generación que se formaron en los Estados Unidos compartían una “zeitgeist” similar. Como médicos, todos fuimos formados para ser “científicamente objetivos” respecto al sufrimiento humano de modo que pudiéramos pasar por alto las quejas “superficiales” y tratar las causas “reales” subyacentes. Después de todo, nuestros primeros pacientes eran cadáveres que difícilmente podían quejarse cuando investigábamos y cortábamos para comprender la anatomía. Hay que recorrer un largo camino desde esa formación para llegar a ser terapeutas que partan del sufrimiento de los pacientes y exploren con ellos las causas de ese sufrimiento. La compasión se consideraba peligrosa si distraía al médico de descubrir la causa real del proceso de la enfermedad. Estábamos preparados para aceptar las habilidades expositivas de Freud sin críticas, porque queríamos creer que podíamos aplicar a la psicología lo que aprendíamos en medicina. Para nuestro posterior pesar, no había exceso alguno en desplazar nuestro interés de Dora a qué pensaba Freud sobre los funcionamientos del inconsciente. Después de todo, creíamos sinceramente que lo hacíamos sólo para establecer conexiones causales entre la etiología de la psicopatología (un modelo médico común) y los seres sensibles a quienes intentábamos ayudar. De forma similar, no nos habíamos visto como fríos o indiferentes cuando clavábamos agujas en la carne sensible o cuando introducíamos nuestros dedos investigadores en delicadas aberturas. Estábamos formados para creer que causábamos dolor sólo para curar. Nos parecía tan natural como respirar el pasar por alto detalles tales como el chovinismo autoritario de Freud, su recolección selectiva de evidencia para comprobar sus suposiciones, su mezcla de valores personales y la afirmación de objetividad, etc., para comprender cómo la mente inconsciente podía influir en la conciencia y la conducta.

Puesto que nos dábamos cuenta de que la capacidad clínica de Freud dejaba mucho que desear –aun cuando no comprendíamos cuánto- queríamos usar sus insights para convertirnos en mejores clínicos. Así comenzó para muchos de nosotros un proceso de aprendizaje de toda una vida que esperábamos que nos capacitara para partir del analizando y entrar en el inconsciente de esa persona. Inicialmente, sin embargo, nos sentíamos afortunados de acompañar a Freud en su batisfera cuando se sumergía bajo la superficie de las agitadas aguas, y compartíamos con el otro nuestro asombro por las maravillosas vistas a lo largo del camino. Simplemente no apreciábamos la desconexión entre dibujar un mapa del inconsciente (tarea que Freud se asignó a sí mismo) y la necesidad de tener en cuenta la experiencia de Dora. El genio de Freud estaba más a salvo cuando analizaba novelas (Gradiva), figuras históricas (Moisés), mitos (Edipo), etc. En estas situaciones, el “paciente” no sentía el dolor de las construcciones que Freud utilizaba para alcanzar el territorio del inconsciente.

Al igual que muchos grandes exploradores y científicos, Freud se movía en territorio extraño, y siempre estaba describiendo lo que encontraba. Observemos uno de los primeros mapas de los Estados Unidos, y emergerá una figura gráfica de lo diferente que es de los mapas modernos. Utilizando los mapas antiguos como guías, sería fácil perderse simplemente al intentar ir de Filadelfia a Washington. Consideremos lo fácil que sería perderse si uno pensara que estaba en el Lejano Oriente pero en realidad estuviera en el Caribe. Así, también, los analistas de mi generación se guiaron por mapas que a menudo no guardaban relación con los recuerdos que los analizandos hacían de sus propias experiencias -haciendo que el perdernos frecuentemente fuera tan comprensible como indeseable. La suposición de que todos los aspectos del inconsciente tienen una importante conexión con la superficie era simplemente equivocada y nosotros, al igual que Colón, buscábamos en vano la India en el Océano Atlántico.

A mi generación le costó muchos años dejar de identificarse con Freud y sus discípulos-maestros que disfrazaban la sugestión con la ilusión de su objetividad. Sabemos que muchos no siguieron nunca los pasos necesarios para emanciparse de esta formación. Aquellos de nosotros interesados en un segundo paso estamos agradecidos a Mahony, que se ha unido a muchos otros para decodificar los modos en que los puntos ciegos de Freud se convirtieron en nuestros y para ofrecer apoyo a todos aquellos analistas comprometidos en la desidealización.

Sin embargo, la desidealización tiene sus propios peligros. Puede conducir a un fervor reformista que reemplace la objetividad por la total subjetividad. Dichas oscilaciones de un extremo a otro pueden ser inevitables pero no pueden considerarse deseables, puesto que la tensión necesaria entre estos extremos es esencial para el tipo de ciencia que es el psicoanálisis.

Por tanto, no hay necesidad de disminuir los logros de Freud para reconocer que veces pierde de vista a sus analizandos cuando se sumerge precipitadamente en el inconsciente. Tal vez nuestra formación pueda compararse a la de un imaginario dramaturgo moderno que intenta aprender su oficio de los discípulos de un único dramaturgo, William Shakespeare. ¿Cómo puede uno escuchar las voces de otros dramaturgos para no verse obligado a convertirse en un imitador? O consideremos lo similar del trabajo de Freud con Dora y las deducciones de Sherlock Holmes. Tanto Freud como Holmes parecen encontrar objetivos ocultos con una certeza infalible. Freud dedujo el significado inconsciente de los síntomas de Dora a partir de unas pocas pistas superficiales; ¡Holmes dedujo que Watson había estado en Afganistán por las cenizas de su cigarrillo! Sir Arthur Conan Doyle no mencionaba el hecho de que Watson podía haber estado en cualquier otra parte, por ejemplo el Turquistán. Si no suspendemos la desconfianza, podríamos saber que Holmes podría haberse equivocado muchas veces, al igual que Freud pudo haber malinterpretado los síntomas de Dora. Nuestra necesidad de aceptar la omnisciencia del autor para creer en la infalibilidad de las conclusiones tanto de Freud como de Holmes nos permite aceptarlas. En lugar de encontrar la respuesta a la causa de los síntomas de Dora, Freud encontró lo que él tenía en mente en primer lugar. Suspender la desconfianza al leer novelas de detectives da lugar a una experiencia satisfactoria; suspenderla cuando tratamos a seres humanos no es seguro.

Así que podemos ampliar la compasión a los candidatos de mi generación y la siguiente que aprendieron psicoanálisis a partir de figuras idealizadas. Queríamos que Freud tuviera razón, como queremos que Holmes derrote a Moriarty en cada ocasión, y se nos convenció fácilmente de que las conexiones de Freud entre la superficie y las profundidades eran correctas. Leímos los textos de Freud como la literatura del gran autor que él anhelaba ser, y nos vimos atrapados en nuestra necesidad y el deseo de él de que suspendiéramos la desconfianza. Aunque Freud fue tan genial al favorecer este proceso como lo fue al establecer el mapa del inconsciente, necesitamos admitir que fuimos conspiradores voluntarios para hallar un inconsciente, aún más comprometidos que la persona cuyo inconsciente era examinado.

Un desafío para todos los analistas es encontrar un modo de aceptar las extraordinarias contribuciones de Freud y liberarse de las sugerencias confusas creadas mediante sus dones y su genio literario. Cada uno de nosotros tiene una odisea personal de descubrimientos para contar, pero un hilo común en la historia es el reconocimiento del trabajo de tantos analistas que construyeron y enriquecieron nuestro trabajo. En el contexto de este artículo sería tangencial enumerar aquellos que más influyeron en mis propias ideas, pero sería interesante para la profesión si los analistas describieran cómo ha cambiado su trabajo en las décadas posteriores de descubrir a Freud. A los propósitos de mi discusión sobre Dora, hay varias cuestiones importantes que influyeron junto con las contribuciones de los psicoanalistas. Una de ellas tenía que ver con los cambios culturales que se produjeron a partir de Vietnam y el movimiento de la liberación de la mujer, cambios que mostraron los límites de la aceptación ciega a las figuras de autoridad. Aprendí a prestar atención a las voces a las que me habían enseñado a ignorar. Otra cuestión tenía que ver con la historia de la ciencia y la filosofía, que me alertó sobre los límites del positivismo como base subyacente del psicoanálisis. Estos conceptos extra-analíticos animaron a los psicoanalistas a separar la autoridad que uno se ha ganado de las suposiciones autoritarias. Aunque la visión que Freud tenía de la ciencia le dio permiso para creer que su visión de Dora era objetivamente cierta, dicha conclusión no es posible cuando las suposiciones que la justifican no están disponibles para el analista.

Otro tema que entró en mi trabajo analítico hace más de 15 años es crucial para mi enfoque sobre Dora. A partir de la omisión de Ferenczi en mi formación, me di cada vez más cuenta del giro que Freud hizo alejándose del trauma como causa de los síntomas que parecían neuróticos pero que no podían ser analizados sin aceptar el trauma como una realidad. Mi experiencia clínica reforzó la necesidad de diferenciar entre las consecuencias del trauma de la infancia y el conflicto sexual para resolver los síntomas que se presentaban. Luego, tras conocer los escritos de teóricos literarios que habían desarrollado un especial interés por la teoría del trauma y la memoria, descubrí conceptos con importantes implicaciones para la teoría y la práctica psicoanalíticas. Una brevísima lista de estos autores incluye a Herman (1992), Caruth (1995, 1996), Zwarg (1995), y Leys (2000). Además, el trabajo de La Planche [sic] (1976) me causó una honda impresión. Los problemas con el trauma y la memoria afrontados por investigadores como Damasio (1994, 1999), LeDoux (1996), y Ramachandran y Blakeslee (1998) y por filósofos como Hacking (1995) fueron especialmente útiles. El psicoanalista que tenga en cuenta este nuevo conocimiento no puede explicar el sufrimiento actual como el retorno de conflictos libidinales reprimidos, como Freud hizo con Dora.

Quiero expresar de nuevo mi agradecimiento a Mahony por proporcionarnos el estímulo para organizar las ideas presentadas aquí y por su persistente valor a la hora de abordar la figura idealizada de Freud y su aparato organizativo en la  búsqueda de una visión más completa del hombre. El enfoque de Mahony ofrece un camino de salida de un campo innecesariamente restringido por lealtad a su genio fundador. Nos ayuda a reconocer como la figura idealizada de Freud creó y traumatizó nuestro campo -de modo que podamos sentir un duelo aceptable por la pérdida de un padre poderoso y continuar con nuestro trabajo.

 

BIBLIOGRAFÍA

Caruth, C. (1995), Trauma: Explorations in Memory. Baltimore, MD: Johns Hopkins University Press.

--- (1996), Unclaimed Experience: Trauma, Narrative, and History. Baltimore, MD: Johns Hopkins University Press.

Damasio, A. (1994), Descartes' Error. New York: Avon Books.

--- (1999), The Feeling of What Happens. Orlando, FL: Harcourt. Hacking, 1. (1995), Rewriting the Soul. Princeton, NJ: Princeton University Press.

Herman, J. (1992), Trauma and Recovery. New York: Basic Books.

La Planche, J. (1976), Life and Death in Psychoanalysis, trans. J. Mahlman. Baltimore, MD: Johns Hopkins University Press.

LeDoux, J. (1996), The Emotional Brain. New York: Simon & Schuster.

Leys, R. (2000), Trauma: A Geneology. Chicago: University of Chicago Press.

Ramachandran, V. & Blakeslee, S. (1998), Phantoms in the Brain. New York: Morrow.

Zwarg, C. (1995), Feminist Conversations. Ithaca, NY: Cornell University Press.

 

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