aperturas psicoanalíticas

aperturas psicoanalíticas

revista internacional de psicoanálisis

Número 003 1999

El mundo del psicoanalista

Autor: Hernández de Tubert, Reyna

Palabras clave

Abstinencia, Distancias protectoras, Lo interpersonal, Neutralidad, Transferencia..

    Mi interés por explicarme, por lo menos en parte, lo que es el diario vivir del psicoanalista, surge de las características propias de nuestro trabajo. Éste se diferencia de otras profesiones en que nuestro principal instrumento -si bien desarrollado, afinado y avalado por años de formación- es, al fin de cuentas, nuestra personalidad total.

    El psicoanálisis es la disciplina que nos ha permitido la mayor comprensión de la que disponemos acerca de la experiencia subjetiva del ser humano, tanto consciente como inconsciente. Podríamos decir que nos ha permitido explorar los “mundos” en los que cada uno de nosotros habitamos. Así hemos reconocido el mundo del paciente fóbico como un curioso espacio variable, con distancias que se alargan y se achican, alternando santuarios seguros con espacios amenazantes y aterradores. También hemos accedido al mundo del obsesivo, lleno de peligros, códigos de procedimientos y amenazas de castigo. O el mundo del esquizoide, solitario, yermo y devastado. Pero, curiosamente, sabemos muy poco acerca del mundo del psicoanalista, ese ámbito cotidiano en el que nosotros mismos existimos.

    ¿A qué puede deberse esta notable omisión? Tal vez al hecho de que nuestra modalidad de observación, anclada en la tradición científica del siglo XIX, nos exige describir los fenómenos que presenciamos sin incluir en ellos al observador. Se crea así la concepción de que nuestro objeto de estudio es el paciente y, muy particularmente, sus procesos mentales y contenidos inconscientes. El analista pretende, entonces, preservar una situación técnica que garantice que sus opiniones, creencias y características personales influyan lo menos posible sobre las experiencias y manifestaciones del paciente. Se piensa que así se obtendría un material confiable, no contaminado por la sugestión.

    Como consecuencia de esta forma de concebir el proceso analítico, todas nuestras historias clínicas, presentaciones y viñetas se limitan exclusivamente al paciente, pero nada dicen sobre nosotros, nuestras características personales ni nuestro entorno. ¿Han notado que ninguna historia clínica incluye una descripción del analista o de su consultorio? Y, sin embargo, estos son indudablemente datos pertinentes. Por ejemplo, la transferencia de mi paciente albina debe estar necesariamente influida por mi piel morena, y en algo deben participar la luminosidad y las plantas de mi consultorio en la percepción que un paciente tenga del ámbito analítico como un espacio vital o inanimado. Sin embargo, los mitos y ritos de nuestra formación nos obligan a actuar como si nada de todo esto existiera.

    Uno de estos mitos es el que conocemos con el nombre de “neutralidad”, y el rito que lo acompaña y complementa es la “abstinencia”. No estoy cuestionando aquí el concepto técnico de neutralidad, tal como lo definiera Anna Freud (1936), al plantear que el analista debe ubicarse en un punto equidistante entre el yo, el ello y el superyó del paciente. Esta idea equivale a recomendar que el analista evite tomar partido ante un conflicto del analizado, lo cual es una práctica razonable y deseable. Lo que estoy criticando es el muy difundido concepto de que los valores, creencias, teorías, ideologías, gustos, preferencias y sentimientos del analista pueden quedar excluidos del proceso analítico (Tubert-Oklander y Hernández Hernández, 1993).

    Este cuestionamiento no es de naturaleza teórica, sino empírica y metodológica. En otras palabras, no estoy criticando los conceptos de una u otra teoría psicoanalítica, sino solamente afirmando que nuestro campo de observación e intervención no es intrapsíquico, sino bipersonal. Lo único que podemos realmente observar en psicoanálisis es la relación que se establece entre dos seres humanos. Obviamente, es posible inferir, a partir de estas observaciones, ciertas hipótesis acerca de los procesos internos del paciente, y así lo hacemos cotidianamente. Pero ello no puede lograrse si nuestro punto de partida es una descripción cuidadosamente censurada para omitir todas las contribuciones de una de las dos partes.

    Y aquí llegamos al rito: la “abstinencia”. Freud (1919) acuñó el término para referirse a la recomendación de que el analista no gratificara los deseos del paciente, pero, con el tiempo, este concepto llegó a suponer una prohibición de cualquier tipo de participación personal del analista en la relación, que no fuera una intervención técnica. Algunos autores restringen aún más la conducta permisible del analista, sosteniendo que lo único que éste debiera darle a su paciente son interpretaciones. Etchegoyen (1988), por ejemplo, llega a afirmar que el único deseo aceptable para el analista es el de informar al paciente sobre ciertos hechos acerca de sí mismo que éste ignora.

    Esta norma técnica suele adquirir todas las características de una prohibición moral. Se liga, asimismo, a otro mito, que es el del “anonimato” del analista. Nuestra creencia de que no deberíamos influir sobre la experiencia y conducta del paciente en forma alguna que no fuera la de brindarle conocimiento sobre sí mismo, nos ha llevado a comportarnos como si realmente pudiéramos constituirnos en un ser totalmente misterioso para el paciente.

    Lamentablemente -o, quizás, afortunadamente- esto es imposible. Los pacientes perciben, inevitablemente, lo que somos, pensamos, sentimos y creemos. Pero también perciben esta prohibición que tanto pesa en nosotros y, con frecuencia, omiten aquellos elementos de su experiencia del análisis que nosotros no estamos dispuestos a discutir. No es que no observen hechos referentes a nuestra persona, sino que asumen que no deben hablar de ello. Esto se parece notablemente a los “secretos familiares”, que todos los miembros de la familia conocen, pero que fingen ignorar.

    Una consecuencia de ello, es que vastas áreas de la trasferencia quedan sin analizar plenamente, al no poder hablarse en forma abierta de los estímulos personales del analista que desencadenaron dichas reacciones transferenciales. Otra, menos importante para el tratamiento, pero de gran trascendencia para nuestra vida, es que perdemos una oportunidad privilegiada de que nuestro propio mundo sea objeto de una indagación analítica.

    Erik Erikson contaba la historia de un anciano que se negaba a consultar a un médico, a pesar de presentar ciertos síntomas inquietantes. Sus familiares, alarmados, lograron finalmente que asistiera a consulta, no sin antes avisar al facultativo que se iba a enfrentar a un paciente difícil. Al realizarse la entrevista, el médico le preguntó cómo se sentía. “Muy bien,” respondió el hombre, “jamás me he sentido mejor.” “Pues me sorprende,” dijo el médico, “ya que me informan que usted vomita todas las mañanas al levantarse”.  “¿Acaso no lo hace todo el mundo?” respondió el anciano. La moraleja es clara: nadie puede percibir las peculiaridades de su propio mundo si no es a través de la comparación con el mundo de otro.

    Los analistas difícilmente podemos enterarnos de cuan extraña es nuestra forma de vida, y normalmente no tenemos a ese otro ajeno que nos lo pueda informar. Nos pasamos el día en el consultorio, hablando con pacientes que han aprendido a aceptar nuestros tabúes, y a adaptarse a ellos. En consecuencia, no comentan sobre nuestras excentricidades, so pena de que les interpretemos que están tratando de analizarnos a nosotros, en vez de hacerlo ellos. La mayoría de nuestros amigos son también colegas, por lo que nada les extraña en la organización de nuestra existencia. Y, cuando contamos con amigos ajenos al medio analítico, no hablamos con ellos sobre el sofocante mundo de nuestra profesión, ya que estos “civiles” no lo comprenderían. Además, tanto ellos como nosotros somos parte de un mito social, que sostiene que los analistas debiéramos conocer, comprender y resolver todos los problemas de la vida. Finalmente, cuando concurrimos a un tratamiento psicoanalítico, en el que tendríamos que examinar y analizar toda nuestra existencia, nos encontramos con un analista que comparte nuestra forma de vivir y que no encuentra nada llamativo en el “vomitar por las mañanas”.

    ¿Cómo vive y cómo opera un psicoanalista? En primer lugar, nos pasamos el día encerrados en un consultorio, más o menos cómodo, pero aislado, tanto desde el punto de vista geográfico como social. Restringimos nuestro contacto humano a relaciones bipersonales, pero se trata de relaciones muy particulares, en las que negamos su carácter bipersonal y percibimos, actuamos y hablamos como si tratara solamente de “fenómenos internos” del paciente. Nos vivimos, en consecuencia, como observadores no participantes de la existencia de otro. El ámbito de nuestro consultorio se parece entonces al mundo del fóbico, centrado en la evitación del contacto íntimo y lleno de distancias protectoras. También nos protegemos con todo tipo de rituales y tabúes, los cuales no carecen de sentido técnico, pero que revisten habitualmente la carga emocional de una prohibición.

    Otra peculiaridad de nuestra experiencia se deriva de uno de los principios metodológicos fundamentales del psicoanálisis en su inicio, que es la hipótesis de que una descripción de los procesos internos de un individuo puede dar cuenta de todos los aspectos del ser humano. En consecuencia, omitimos propositivamente la percepción de los fenómenos que denominamos “externos”. Estos incluyen las circunstancias y problemas de la vida actual de los pacientes, así como los fenómenos culturales y sociales. Si bien esta ceguera intencional es útil para nuestra práctica, ya que nos sensibiliza a los más sutiles fenómenos de la experiencia interna del ser humano, nos vuelve también insensibles a muchos aspectos del ámbito social. El resultado es una limitación en nuestra capacidad de comprender algunos aspectos de la experiencia vital, tanto de nuestros pacientes, como de las personas que comparten nuestra vida, e incluso de nosotros mismos.

    Freud (1960) parece haber sido consciente de esta limitación, cuando le escribe lo siguiente a Lou Andreas-Salomé: "Siempre me han impresionado sus comentarios a mis trabajos. Sé que al escribir tengo que cegarme artificialmente para concentrar toda la luz en los lugares oscuros, renunciado a la cohesión, a la armonía, a los efectos edificantes y a todo aquello que usted llama el elemento simbólico, pues me asusta el convencimiento de que tal meta, tales expectativas, lleven dentro de sí el riesgo de alterar la verdad, aunque puedan embellecerla. Entonces aparece usted y añade lo que falta, construye sobre este cimiento su edificio y pone aquello que había quedado aislado en el contexto que le corresponde. No puedo seguirla siempre, pues mis ojos, acostumbrados a la oscuridad, no son capaces de soportar una luz fuerte ni de emular una visión que alcanza los menores detalles. Sin embargo, no estoy tan apolillado como para no disfrutar con la idea de que existe algo más brillante y más amplio, y mucho menos negarle su existencia" (págs. 80-81).

    Una evidencia de esta restricción perceptual obligada por nuestra profesión, es el hecho de que, toda vez que nos referimos a la versión original del mito de Edipo, los psicoanalistas nos identificamos con la figura de Tireisias, el adivino ciego. Se trata de un hombre que vio lo que no debía ver, que vivió lo que no debería haber vivido, y que dijo lo que debía haber callado. La consecuencia de todo ello es que perdió la visión del mundo cotidiano, pero adquirió la videncia de aquello que está oculto para todos los demás.

    ¿Qué consecuencias trae este estrechamiento de su experiencia vital, tanto para el trabajo, como para la vida personal del analista y su participación social? En nuestra labor clínica, el concentrarnos en los procesos intrapsíquicos, en detrimento de los interpersonales y sociales, nos lleva en ocasiones a errores de apreciación, por los que atribuimos a las intenciones inconscientes del paciente, lo que en realidad puede ser un conflicto de relación con personas de su entorno. También omitimos a veces una consideración seria de sus valores, en función de su pertenencia a diversos grupos, instituciones o comunidades. Pero, por sobre todo, dejamos de lado el análisis del efecto que nuestros propios valores y creencias puedan tener sobre el paciente. Esta ceguera se ve agravada por la tendencia natural, derivada de la selección mutua, a que analista y paciente provengan de grupos sociales semejantes.

    En la vida del analista, pueden darse también distorsiones importantes. El hecho de pasarnos muchas horas diarias en relaciones asimétricas, en las que siempre nos encontramos en el papel de un observador no participante y del responsable o garante del bienestar del otro, nos dificulta la libre participación en relaciones entre iguales. Esto se ve agravado por la fantasía colectiva, manifestada por muchas de las personas con quienes nos relacionamos, de que los psicoanalistas estamos siempre diagnosticando a nuestros interlocutores. Asimismo, nuestro hábito de entablar relaciones bipersonales limita en cierta medida nuestra participación en grupos.

    La experiencia de entablar relaciones igualitarias y de vivir y actuar como miembro de grupos sociales, es necesaria para el desarrollo personal y el mantenimiento de una vida sana y creativa. Cabe, por lo tanto, esperar que, si es cierto que los analistas padecemos de restricciones importantes en esta área de la vida, ello afecte nuestro bienestar. Efectivamente, puede observarse en algunos psicoanalistas, una cierta insatisfacción, a pesar de sus indudables logros intelectuales y profesionales. Da la impresión de que las condiciones de nuestro trabajo lo tornan de alto riesgo, lo que nos obligaría a tomar medidas de protección e higiene, comparables a las que toman aquellos profesionales cuya labor los expone a peligros.

    Por otra parte, nuestra tendencia a minimizar la importancia de los fenómenos colectivos, ha limitado en grado sumo nuestra aportación a la sociedad. Los psicoanalistas podríamos -y tal vez deberíamos- convertirnos en líderes de nuestra comunidad, a través de la tarea de fomentar un pensamiento reflexivo y responsable en sus miembros. Sin embargo, no lo somos. Esto se debe, en parte, a las ya mencionadas condiciones de nuestro trabajo, pero también es consecuencia de algunas presuposiciones de nuestra teoría. El pensamiento de Freud (1930) oponía, en forma irreductible, al individuo y la sociedad. Para él, cualquier logro social implicaba una renuncia del individuo y, por lo tanto, su infelicidad. Pienso que esta hipótesis no corresponde a los hechos. El ser humano sólo puede ser realmente libre en función de una relación plena con otros y de su participación vital y creativa en sus grupos sociales de pertenencia. Esta ha sido la gran aportación de la teoría de las relaciones objetales y, más recientemente, de la psicología del self, así como de otros desarrollos teóricos contemporáneos, tales como el estudio psicológico de los grupos a través del análisis grupal (Foulkes, 1964; Hernández Hernández, 1994).

    ¿Y cómo podemos actuar para reabrir y ampliar nuestro mundo? Una primera medida es la de ampliar nuestras perspectivas, incluyendo las aportaciones teóricas y técnicas de aquellas escuelas de pensamiento psicoanalítico que enfatizan la relación personal y novedosa que se establece entre el paciente y el analista. Esta línea de pensamiento, que se originó con Sandor Ferenczi en los años veinte, ha sido desarrollada y enriquecida por autores tales como Balint, Guntrip, Winnicott, Erikson y Kohut. Es necesario, asimismo, recuperar el campo de lo interpersonal y de lo social, sin renunciar por ello a nuestra perspectiva psicoanalítica, rescatando, tal vez, las valiosas aportaciones de algunos autores que en el pasado debieron apartarse de nuestro movimiento.

    Si esta reapertura se generaliza, nuestros tratamientos se enriquecerán con la mayor cercanía e intimidad derivadas de nuestra mejor comprensión de los aspectos interpersonales del análisis. Asimismo, una mayor conciencia de cómo los procesos sociales atraviesan la situación analítica, nos permitirá un entendimiento y una interpretación más profundos de la dimensión inconsciente de la misma. Creo que nada de esto es nuevo, que muchos psicoanalistas lo hacemos ya en la práctica, pero es necesario que expresemos abiertamente estas ideas, que las sometamos a discusión crítica, que las llevemos al terreno de la investigación clínica y que las incorporemos finalmente a la teoría.

    En el terreno de lo personal, creo que debemos diversificar nuestras experiencias. El encerrarse en el mundo restringido de una profesión es tan empobrecedor de la vida personal en el caso del psicoanálisis, como lo es con cualquier otra disciplina. Pero, para nosotros, también afecta nuestro trabajo. Es muy difícil comprender adecuadamente la amplitud y variedad de experiencias de los pacientes, si nuestro mundo se ha estrechado a los límites de nuestro consultorio. Cuanto más rica y gozosa sea nuestra vida, más comprenderemos a nuestros pacientes y mejor podremos ayudarlos. Al fin y al cabo, nadie puede dar a otros lo que no dispone para sí mismo.
 

Bibliografía
ETCHEGOYEN, R.H. (1988): “El diálogo psicoanalítico.” Psicoanálisis, 10 (1): 19-44.
FOULKES, S. H. (1964): Therapeutic Group Analysis. Londres: Maresfield, 1984.
FREUD, A. (1936): El yo y los mecanismos de defensa. Buenos Aires: Paidós, 1974.
FREUD, S. (1919): “Los caminos de la terapia psicoanalítica.” En Obras Completas, Tomo III (cuarta edición). Madrid: Biblioteca Nueva, 1981, págs. 2457-2462
—— (1930): “El malestar en la cultura.” En Obras completas, tomo III, págs. 3017-3067.
—— (1960): Carta a Lou Andreas-Salomé del 25 de mayo de 1916. En Epistolario 2 (1891-1938). Barcelona: Plaza & Janés, 1970, págs. 80-81.
HERNÁNDEZ HERNÁNDEZ, R. (1994A): “El proceso terapéutico. Las perspectivas del psicoanálisis y del grupoanálisis.” Trabajo terminal presentado para obtener el título de analista de grupo. Instituto de Enseñanza, Asociación Mexicana de Psicoterapia Analítica de Grupo, A.C.
TUBERT-OKLANDER, J. & HERNÁNDEZ HERNÁNDEZ, R. (1993): “Ideología y psicoanálisis.”

*Versión ampliada del trabajo libre presentado en el XXXIII Congreso Nacional de Psicoanálisis. Querétaro, Qro., México, 17 al 19 de noviembre de 1994.

 

 

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